Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de octubre de 2018


MARY KARR. EL CLUB DE LOS MENTIROSOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero proponeros (en una emisión radiada que, como viene siendo habitual, presenta una pésima calidad técnica; un hecho, como es obvio, ajeno a mi voluntad) un estupendo libro de memorias, publicado por su autora hace ya más de veinte años pero que sólo ha visto la luz en nuestro país a finales de 2017. Se trata de El club de los mentirosos, escrito por la norteamericana -de Texas, más exactamente, en un dato relevante- Mary Karr en 1995 y presentado en España en 2017 por el esfuerzo conjunto -que ha dado otros excelentes resultados de edición, algunos de los cuales han tenido reflejo en nuestro programa en temporadas anteriores- de las editoriales “hermanas” Periférica y Errata Naturae. El libro se presenta en la traducción de Regina López Muñoz, con un interesante prólogo que la autora escribió para la reedición de 2005 en su país, y con un igualmente ilustrativo epílogo escrito en 2015 por Lena Dunham, la reconocida creadora de la ya mundialmente famosa serie Girls. Desde su aparición, El club de los mentirosos ha cosechado infinidad de premios, algunos muy prestigiosos -los otorgados por The New York Times Book Review o el New Yorker, por ejemplo-, y obtenido un amplísimo respaldo de los lectores, que la situaron en su momento en todas las listas de libros más vendidos, en alguna de las cuales se mantuvo durante más de un año.

Mary Karr cuenta “sin retoques” (y subrayo la expresión por razones que luego explicaré) la historia de su vida y, sobre todo, la de su estrambótica familia, a partir de tres etapas significativas fechadas en 1961, 1963 y 1981, respectivamente. La escritora, nacida en 1955, se presenta a sí misma, pues, con seis, ocho y veintiséis años en cada uno de los tres capítulos del libro, que se desarrollan en Texas, Colorado y Texas otra vez, siendo el entorno, como también más adelante veremos, fundamental en los hechos que se nos relatan. La voz narradora es la de una mujer adulta, pero el protagonismo principal en las dos primeras partes del libro, que ocupan más de cuatrocientas páginas de las cien más que tiene el libro, es para la niña, a través de cuya mirada vemos el mundo, en una elección muy relevante para entender el espíritu -sincero y desprejuiciado, inocente y a la vez descarnado, terrible pero lleno de humor- que rezuma el texto. En la sección tercera Karr nos ofrecerá la narración retrospectiva de la entonces joven mujer, ya con veintiséis años, y con ella la razón de ser de las peculiares memorias. 

Poco antes de que muriera mi madre, el tipo que le estaba reformando la cocina sacó de la pared un azulejo con un agujerito redondo bastante sospechoso. Se sentó de rodillas y levantó el azulejo de manera que el sol filtrado por las cortinas amarillas y añosas pareció perforar el agujero igual que un láser. Nos guiñó un ojo a Lecia y a mí y a continuación se volvió hacia mi canosa madre, concentrada en su volumen de Marco Aurelio y en un cuenco de chiles picantísimos. 
-Señora Karr, ¡esto parece un agujero de bala! 
Lecia, que no dejaba pasar una, intervino: 
-¿Eso no es de cuando le disparaste a papá? 
Y mamá entornó los ojos, bajo un poco las gafas por su nariz patricia y dijo con displicencia: 
-No, eso es de cuando Larry. -Se giró y señaló otra pared-. A tu padre le disparé allí. 

Así da comienzo El club de los mentirosos, un inicio muy revelador de lo que nos vamos a encontrar a medida que avancemos en sus páginas y que explica, además, el tono elegido por su autora para narrarnos la historia de su familia. En este sentido, continúa Karr: Sirva esta anécdota para explicar por qué me decidí a escribir El club de los mentirosos como unas memorias y no como novela: cuando el destino te pone en bandeja unos personajes así, ¿para qué inventar nada? El texto pone de manifiesto uno de los principales motivos del libro: el juego verdad/mentira, que se corresponde con otros tantas veces recogidos en este espacio: ficción/realidad, novela/documento o invención/memoria. Karr, que, además de poeta, es en la actualidad profesora de Literatura en la Universidad de Siracusa y dirige diversos talleres de escritura en los que transmite sus ideas sobre la cuestión, es firme defensora de la autoficción descarnada, sin paliativos, sin edulcorantes, sin mentiras embellecedoras, algo que choca, en apariencia, con el título de su obra. Memorias, pues, y no novela (Así como la novela se apropió de las experiencias de una sociedad urbana e industrializada que no cabían en sermones, epístolas ni poemas épicos, las memorias -con voz única y profundamente personal- se enfrentan a los problemas personales de una manera que magnetiza a los lectores, explica en la presentación), ya que todo lo que se cuenta en El club de los mentirosos es verdad (sin comillas relativizadoras), por muy dramático, escandaloso, conflictivo, trágico, desolador, violento, horrible o doloroso que puedan resultar tanto los acontecimientos que se muestran como el hecho mismo de mostrarlos. Comprobamos que las heridas cicatrizaban mejor si las dejábamos al aire, escribe; para añadir: Las historias le habían salvado la vida. Contar lo vivido, narrarlo, escribir, recordar, es sacar fuera los demonios, opera como un exorcismo, como una catarsis, al igual que ocurre en el psicoanálisis (Mary Karr visita a un analista desde los veinte años, lo cual no sorprende a quien haya leído el libro, dadas las muy duras experiencias vividas en su infancia). Dice, a este respecto, Lena Dunham en su comentario final al libro: Contar la verdad te conserva enteramente joven (…) No sólo la verdad te hará libre a ti, sino que también abrirá el camino para que otros hagan lo propio. 

Cualquier familia con más de un miembro es una familia disfuncional, afirma la autora en su preámbulo; y la suya, pronto lo comprueba el lector, lo es en grado sumo, siendo el libro un fidedigno documento que da prueba de esa delirante y enfermiza anormalidad al describir la caótica vida familiar indagando en los muchos misterios que encierran sus padres; aunque a la postre resulte ser, también, una cariñosa y conmovedora carta de amor a su imperfectísimo clan. Y es que los Karr son, en efecto, un grupo singular. El padre es un rudo obrero texano, con una pizca de sangre indígena, que consume su vida en la dura actividad de las empresas petrolíferas del Golfo de México -la Gulf, la Texaco-. Con buena planta, algo bruto, es sensible y a la vez violento, un pobre e inculto camorrista montapiquetes, bebedor y jugador empedernido, que encarnaba en igual medida al proscrito y al honrado ciudadano, entrañable al fin, en el recuerdo de la niña. La madre, Charlie -el auténtico núcleo central del libro-, constituye una personalidad excepcional, “definida” por un pasado enigmático y secreto del que la autora va ofreciendo leves indicios, con maestría y talento literario, a lo largo del relato, y que sólo desvelará a su término; marcada por una total ausencia de expectativas y horizontes vitales en un declive progresivo que en el transcurso de quince años [la había llevado] de una casa de campo en Connecticut a un camping para caravanas en Leechfield; sumida en el desorden -el caos- amoroso y profesional, con siete matrimonios a sus espaldas, dos con el padre de Mary (Mi madre no se echaba novios, directamente se casaba); arrastrada por la consiguiente desesperación y autodestructiva rebeldía ante esa “cárcel” que es su existencia, lo cual conllevará la tendencia a la depresión, el alcoholismo y, en cierto modo, la locura (mal de los nervios era el eufemismo para designar sus brotes psicóticos); y, pese a todo ello, dotada de un cierto refinamiento intelectual, movida por el anhelo de cultura, la frecuentación de libros (leía mucho y sin criterio, yoga, macramé, alimentación macrobiótica, pero también literatura, Sartre, Camus, Tolstoi), el amor por el arte, la ópera, el blues, la música en general. La hija mayor, Lecia, es estable, racional, rígida, responsable, decente, sensata, futura votante conservadora del Partido Republicano. Es dueña, también, de una feroz causticidad que se manifiesta en réplicas y comentarios corrosivos (Cinta diez, rollo mil: feliz cumpleaños de mierda, caricaturiza, como si se tratara del rodaje de una toma cinematográfica infinidad de veces repetida, la miseria de sus vidas). Su relación con la pequeña Mary es simultáneamente de protección y rechazo, de cariño y distancia, pues tanto la cuida y la defiende como se convierte en cruel perpetradora de incontables perrerías que la tienen como víctima, desempeñando con respecto a ella una adultez forzada y prematura. Y está Mary, la propia autora, la niña tímida e insegura -¡¡tiene seis años!!-, aunque crecida también de modo algo salvaje en aquel maremágnum familiar (Ya con siete años hacía mis primeros pinitos con el alcohol), sin noción alguna de la decencia o la corrección, insolente, deslenguada, capaz de las palabrotas más escabrosas y los más obscenos gestos que reparte con naturalidad a diestro y siniestro. Ambas hermanas son, resulta inevitable, muy adelantadas para su edad, descaradas, irreverentes (la bruja ha muerto, dice Mary, tras el fallecimiento de su abuela, la abuela Moore, otro personaje memorable, una gran hija de puta, con su doloroso cáncer, su pierna amputada, su control sobre la educación -o la falta de ella- de sus nietas, su intransigencia, su papel de detective aficionada escrutando la vida de todas las familias de la zona). Frente a la inocencia de los demás niños, Mary -pero también su hermana- se las sabe todas (la muerte atacaba a ciegas, reflexión ciertamente madura para una niña), es ya, a su muy tierna edad, muy consciente de la muerte (No dejo de darle vueltas a la cantidad de muertes y amagos de muertes a los que me he enfrentado últimamente), y vive unas experiencias impropias de sus pocos años. Pero pese a su adelantado desarrollo las hermanas no dejan de ser también dos niñas pequeñas que juegan con sus Barbies en medio de aquel escenario dantesco. 

Porque la vida de los Karr es una desoladora locura hecha de idas y venidas: hay padres que huyen, amantes que aparecen y se esfuman -el italiano Paolo, Héctor, el camarero mexicano, el vaquero que “cabalga” a la madre en el salón familiar ante la mirada atónita de Mary, entre otros-, hay viajes inopinados en los que la insensata madre lleva a las niñas de un lado a otro en escapadas o fugas imprevistas, y el día a día es una sucesión de discusiones y enfrentamientos, separaciones y reencuentros, palizas en la pareja, borracheras y resacas, intentos de incendiar la casa, amenazas con cuchillo (de madre a hijas), episodios con armas, algunas zurras poco convincentes con el matamoscas. Y más alcohol -en infinidad de mezclas y variantes- y barbitúricos y pastillas varias, y la conducción temeraria bajo los efectos de la bebida y accidentes de coche y una inacabable sucesión de hombres. Y hay también una desoladora -y el adjetivo es idóneo, aunque limitado- violación y un insoportable episodio de abusos infantiles. Comen los cuatro en la inmensa cama matrimonial, cada uno mirando una pared de la habitación que ocupa en su totalidad el lecho, de fabricación casera. Y todos se pasean por la casa desnudos, ante la curiosidad y el escándalo de los vecinos. Nuestro nudismo tenía su origen en el insomnio, cuenta Mary, en uno de los muy frecuentes rasgos de humor de un libro que, pese a la tragedia, resulta divertidísimo: como en esa desorbitada existencia ninguno era capaz de dormir, se mantenían desnudos para que si les entraba el sueño pudieran aprovecharlo en el momento yéndose a la cama sin las enojosas interrupciones que suponía el desvestirse (Nuestros cuerpos desnudos eran invitaciones andantes a que nos asaltara un sueñecito). Y el padre hace números, cuadrando inútilmente las cuentas del hogar, y su mujer lee Anna Karenina con, en la mano, su enésimo vodka, mientras suena Bessie Smith. Y más peleas, la madre conducida a un sanatorio con una camisa de fuerza. Un espantoso desorden vital, una pesadilla cotidiana, una devastación permanente, una temible iniciación a la vida para esa pequeña niña que rememora la hoy adulta. 

Y sin embargo, sin eludir todas esas connotaciones negativas de su infancia, en el relato de Mary Karr hay una mirada capaz también de transformar la realidad que describe, no ocultando u omitiendo episodios difíciles o mitigando su crudeza, sino utilizando el lenguaje, su dominio de la palabra y su muy notable virtuosismo literario, para recubrir de humor el relato de sus experiencias y para encontrar en el recordatorio de esos días motivos para la satisfacción, en una visión optimista -dentro de lo que cabe- y entrañable, algo triste y envuelta en nostalgia pero conmovedora y bellísima, de su muy dura experiencia. Y así, un libro que podría resultar trágico se lee en muchos de sus pasajes con la sonrisa en los labios y, en todos, con el corazón encogido y arrebatado por la emoción. Más adelante, confesará la niña, descubriré que las elegías se estructuran justo así: lamento, consolación; malas noticias seguidas de buenas noticias. Y eso es El club de los mentirosos, una elegía, un lamento por un tiempo perdido, con sus dolorosas heridas y sus gozosos motivos de felicidad. Y sin desestimar las primeras, ni mucho menos, la autora no escatima la presentación de estos últimos. Aparte de esos momentos en que necesitábamos un adulto en sus cabales y nos quedábamos con las ganas, nos sentíamos bastante protegidas, dirá, relativizando su pesar. Es cierto que la familia era rara -y disfuncional, por seguir con la nomenclatura de la escritora-, pero esa rareza, ese carácter excepcional, contiene también elementos valiosos. La niña, que añora una existencia “normal”, con los frigoríficos sin escarcha, ordenados y despejados, en un emblema del orden cotidiano de las familias comunes, reconoce igualmente el horror de la vida convencional y lo mucho rescatable de su condición de anomalía: Por primera vez sentí el poder que la singularidad de mi familia nos atribuía sobre nuestros vecinos. Aquellos adultos tenían miedo (…) Tuve la impresión de que la mismísima Muerte habitaba las casas de los vecinos

Il faut souffrir, sufrir es necesario, escribe Albert Camus en El mito de Sísifo, del que la madre lee fragmentos a su hija. Pero Charlie apostillará -y su hija con ella-: Las personas inteligentes sufrían; los idiotas, no. Y de ahí la necesidad del humor y la visión optimista y distanciada como formas de luchar contra el sufrimiento (Claro que el mundo cría monstruos, pero la bondad prolifera igual de silvestre); de ahí el enfoque memorialista: la superación de la experiencia a través de la palabra que no rehúye la verdad, que desvela los secretos, que desmonta el mecanismo de sustituir la realidad mediante el lenguaje, la práctica habitual en la familia Karr. Las mentiras, las historias, la literatura. Las mentiras como metáfora última de la novela, las mentiras y, frente a ellas, la luz que desvela, la memoria que ilumina el pasado, la verdad que desentraña los enigmas, sin permitirse trampas ni engaños. 

Y el lugar por excelencia de esa poderosa metáfora será el club de los mentirosos, que albergará los momentos más dignos de remembranza en esa problemática infancia, los que despertarán las evocaciones más intensas y agradables en la autora. He aquí la descripción que hace Mary Karr del subyugante círculo: Mi padre me contó tantas anécdotas de su niñez que en ciertos aspectos las suyas me parecen más vívidas que las mías propias. Las repetía una y otra vez ante un público compuesto por los borrachos con los que jugaba al dominó los días de libranza. Se reunían en el bar de la Legión americana o en la trastienda del local de artículos de pesca cuando sus mujeres los hacían pagando facturas o en la sede del sindicato. La cabreada esposa de alguno de ellos acabó por bautizar al grupo como “el club de los mentirosos”, y con ese nombre se quedó. Y es cierto que, técnicamente hablando, no se contaban muchas verdades en esas reuniones. En el club de los mentirosos, escuchando las disparatadas y divertidísimas historias que cuenta su padre, Mary, que lo acompaña desde sus cuatro años, encuentra algo parecido a un refugio en la sórdida realidad de su vida: el club me revelaba mi identidad, me proporcionaba solidez, señala, en un rasgo que vincula la obra -en un nexo que me ha asaltado en distintos momentos de la lectura- con otra novela autobiográfica, El bar de las grandes esperanzas, reseñada hace poco en Todos los libros un libro. Lo que yo más quería en el mundo, recordará, era oír a mi padre contar una historia, desenrollarla como un recio sedal que me trasladara a otros tiempos que yo jamás había conocido y otros lugares donde jamás había estado salvo por cortesía de su voz

Y es que de todos los miembros del club de los mentirosos, mi padre era el que contaba mejores historias. Entre sus amigotes, Pete Karr se encuentra a sus anchas inventando anécdotas imposibles: imita a los protagonistas de sus relatos, pone caras, se aleja de la narración inicial y retoma el hilo tras digresiones sin cuento, suelta palabrotas, cuenta chistes, hace reír, y acaba por persuadir -con reticencias, claro- a sus oyentes, poseedor del don de la credibilidad, pese a lo disparatado de sus historias, algunas magistrales: cuando salió de casa con un dólar para comprar café por encargo de su propio padre, y por un impulso súbito se subió a un tren, para volver, tras increíbles aventuras, un año después encontrándose con la pregunta del padre, impasible pese al paso del tiempo: “¿has traído el café?”; la del tío Lee y su tormentosa relación conyugal, que acaba por resolverse cuando los amigos sierran la casa familiar separándola en dos mitades; la desopilante anécdota de los pedos congelados; la de la muerte de su padre (que está vivito y coleando). Un Pete que cuando desplumaba a un matón en una partida de póquer y temía la posterior represalia, recurría al humor y con un chiste desarmaba al agresivo contrincante, en una nueva muestra, que Mary resalta en alguna entrevista, de esa idea nuclear de su libro: el humor como salvación frente al sufrimiento, las historias como defensa frente a los males del mundo, como noble barrera frente al dolor: Papá nunca confesó la mentira (la falsa muerte de su padre). Permaneció como una fortaleza que hubiera levantado entre él y los demás para impedir que lo conocieran mejor

Las historias del padre permanecen vivas en la hija, que en el libro sólo puede dar cuenta de ellas en presente -con una sobresaliente capacidad (un fino oído, ha dicho la crítica) para recrear los diálogos y las conversaciones de los amigos: La escena me parece tan real aún hoy que no puedo evitar relatarla en presente. Y en la memoria, el club aparece así también como la representación de la infancia, una infancia que queda atrás cuando el encantamiento y la magia de las narraciones del padre dejan de tener sentido: Tan pronto como me compré mi primer sujetador deportivo (…) dejé de asistir a las reuniones del club de los mentirosos

La figura del padre emerge así en sus cualidades positivas, su sensibilidad (se echará a llorar cuando recupere a sus hijas tras habérselas llevado Charlie, o la presumible emoción en él, que Mary intuye cuando encuentra, tras su muerte, entre sus papeles personales, el único boletín de notas del instituto en que ella había sacado sobresaliente en todas, o el primer poema que publicó), su condición de salvaguarda frente a las amenazas y el horror de la existencia (Quedar suspendida del universo entre las manos grandes de papá, como cuando me enseñó a mantenerme a flote en la piscina del pueblo), su previsible seguridad frente a la locura materna. Una persona cien por cien fiable, dirá la hija, mientras la madre encarnaba en cambio para las niñas una amenaza implícita constante; su “normalidad”, disfrutando con las pequeñas cosas, frente a la angustia existencial, a la convulsión e insatisfacción permanente de la madre (Dios, qué ignorancia tan feliz, suspirará desesperada). 

Sin apenas tiempo ya para más comentarios, quiero resaltar la importancia del entorno en que se desenvuelve la historia de los Karr, sobre todo el que representa el pequeño pueblo de Leechfield, en Texas. Business Week, comenta Mary en su libro, lo incluyó en la lista de los diez pueblos más feos del planeta. Y, en efecto, poco de atractivo hay en ese poblacho que vive del petróleo, con sus tanques blancos de almacenamiento, las torres gigantes en llamas, las inmensas plataformas de extracción; un lugar a sólo un metro por encima del nivel del mar, con el agua salobre de los bayous, los infectos arroyuelos que surcan la zona, las ciénagas, el omnipresente fango del Golfo de México, el calor asfixiante, las constantes inundaciones, los tornados, la suciedad y la contaminación -La localidad encarnaba uno de los puntos más negros del mapamundi del cáncer. (Y ahí sigue, junto con Bophal y Chernóbil)-, el polvo y las serpientes, las casas baratas y el malvivir del proletariado encadenado a las industrias petrolíferas, en un pertinente paralelismo entre la decrepitud del entorno y la de la familia que lo habita. En cambio, la estancia en Colorado, opera como contrapunto, una vez más, entre “las buenas y las malas noticias”: la naturaleza salvaje, los osos surcando el paisaje, los paseos a caballo, los arroyos de agua fresquísima, la pesca en los riachuelos, los bosques, los campos, la nieve… que no impedirán, sin embargo, el deterioro familiar. 

De entre las muchas piezas musicales que aparecen en el libro, os dejo ahora con Misery, en la voz de Esther Phillips. Put no headstone on my grave. All my life I been a slave. ‘Que no le pongan lápida a mi tumba. He sido una esclava toda la vida’; la letra tendría que haberme dado una pista de lo que se avecinaba, comentará Mary, cuando recordando el texto de la canción que escuchaba su madre, evoca el desastre que acabará por ser su cumpleaños (y, en general, su infancia entera).  


Mamá estaba sentada en el sofá curvo del salón, frente a la chimenea donde se amontonaba la ceniza. El destornillador que estaba bebiendo se había aguado. Llevaba pantalones de chándal negros y una de las camisas blancas de Sears que le regalábamos a papá todas las Navidades. Había estado doblada hasta hacía bien poco, se notaba. Sobresalía una etiquetita de cartón que parecía el alzacuellos de un cura. La baraja nueva de cartas estaba intacta encima de la mesa, con el precinto. 

No recuerdo cómo anunciaron que se divorciaban. Papá se sentó pesadamente en el extremo del sofá y se inclinó apoyando los codos en las rodillas, con las manos huesudas colgando hacia el suelo. Agachaba la cabeza igual que los toros al final de una corrida, cuando han perdido mucha sangre y les han clavado tantas banderillas que ya no pueden levantar la testa para atacar. De los ojos de papá caían lagrimones que iban a dar en el suelo. Ni siquiera se molestaba en enjugárselos. Cada tanto se pasaba el dorso de la mano por la burbuja de mocos que se le formaba en la nariz. Las lágrimas dejaron unos goterones oscuros en la madera del suelo. Yo estudié largo rato aquellas salpicaduras con tal de no verlo llorar. Formaban una especie de dibujo unido por puntos cuyo sentido no lograba descifrar. 

En el otro extremo del sofá mamá no derramaba ni una lágrima. Aunque esto no es indicativo de nada, ojo. Puede que estuviera conteniendo un torrente de dolor, o puede que no. Lógicamente, no estaba del todo a lo que estaba. El inmenso vodka con naranja, cumpliendo su propósito, la había transportado. Nos preguntaron sin preámbulos con quién queríamos vivir. Mamá se quedaba en Colorado; papá tenía que volver a casa. Nos expusieron los hechos como si nos dieran a elegir entre dos sabores de un helado. ¿Qué preferíamos: un padre o una madre? También podíamos separarnos, si queríamos, y que cada una se quedase con uno. 

Lecia me convocó en la cocina para celebrar una asamblea. Me advirtió que, si me veía alguna lágrima, me dejaría inconsciente a base de guantazos. Pero yo estaba muy lejos de echarme a llorar. Lo que quería era hacerme un ovillo. 

Echamos un vistazo al salón a través del vano de la puerta. Las nucas de nuestros padres asomaban por encima del respaldo del sofá. No hablaban, parecían dos desconocidos en un vagón de metro. Me resultaba inconcebible que uno de los dos fuera a desaparecer para siempre. Me representé mentalmente el globo terráqueo dividido por los meridianos. Yo sabía la distancia que separaba Texas de Colorado. Pero no era sólo una elección ligada a la distancia. Por un instante hice pito, pito, gorgorito pasando de una cabeza a otra. Me planteé jugarlo a cara o cruz. Me debatía internamente entre la ciénaga y las montañas, entre un calor insoportable y un fresco azulado. Seguía queriendo tumbarme en el suelo, con la mejilla caliente en contacto con el azulejo italiano y dejarme vencer por el sueño hasta que nos despertaran los osos. Mientras a mí me reconcomían las dudas, la mirada de Lecia se volvió neutral, como si hubiera visto venir el dilema surcando los cielos, igual que un frente meteorológico. 

Fue ella quien finalmente tomo la decisión. Si la dejábamos sola, mamá se metería en problemas con mayúsculas. Papá, en cambio, volvería a trabajar en la Gulf, de modo que siempre sabríamos dónde encontrarlo. Me pareció una lógica razonable. “Vamos al salón y se lo decimos”, ordenó mi hermana.



Mary Karr. El club de los mentirosos


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