Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

jueves, 19 de diciembre de 2019

LOUISA MAY ALCOTT. MUJERCITAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy llegamos a la última emisión de este ya declinante 2019, y lo hacemos con una propuesta de lectura centrada en un libro que, además de muy conocido y hasta popular, es especialmente indicado para estas fechas navideñas que se avecinan de un modo ya inminente. Estoy hablando de Mujercitas, el clásico de Louisa May Alcott, una novela -dos en realidad, como luego veremos- que cumplió ciento cincuenta años el pasado 2018 y que en el último lustro ha conocido una exitosa segunda vida -al margen de que la primera haya sido fecunda y longeva, pues el libro ha seguido leyéndose, desde su publicación original, por una generación tras otra. El actual y muy extendido auge del feminismo está, a mi juicio, tras este resonante renacer del libro, que aparece ahora en numerosas ediciones que se multiplican en sellos diferentes, desprovisto ya de las innegables connotaciones de ñoñería o de cursi literatura juvenil que le han acompañado siempre, para mostrarse en cambio bajo la perspectiva de una nueva lectura -de tintes, como digo, progresistas, cercanos a la lucha de liberación femenina- que ha provocado “la salida del armario” -discúlpeseme la ironía- de un enorme contingente de mujeres -y de algunos hombres- que no solo han perdido todo reparo a confesar que en su infancia habían leído la entrañable historia de las hermanitas March (algo que, en esos mismos “ambientes”, hubiera sido objeto de condena intelectual hace solo unos años), sino que reivindican a sus personajes -en particular a la muy rebelde Jo- como anticipadoras adalides de los vigentes y muy boyantes movimientos de emancipación de la mujer. Cierto es que ya Simone de Beauvoir elogiaba el libro en su momento, o, más adelante, Ursula K. Le Guin, Joyce Carol Oates, Hillary Clinton o, entre nosotros, Cristina Fernández Cubas, pero sorprende ahora, ciertamente, la presencia de escritoras mucho más jóvenes como Pilar Adón, Jenn Díaz y Elena Medel, o incluso de la venerable y muy radical Patti Smith (e tutti quanti, porque son decenas) haciendo apología del “marchismo”. Da la impresión de que legiones de mujeres hubieran esperado a la muy intelectual -y discutible en relación a este caso, como luego veremos- coartada del feminismo para reconocer la calidad de un libro que se ha “sostenido” ciento cincuenta años sin necesidad de certificados de corrección ideológica. En fin, o tempora o mores, como al parecer sostenía el ínclito Cicerón. 

Lo cierto es que Mujercitas es, en efecto, un clásico y no sin razón. Yo, que no lo había leído -solo había visto, y con reticencias, dos de sus versiones cinematográficas, de las que hablaré más adelante-, lo he disfrutado ahora, motivo por el que me decido a presentároslo y recomendar su lectura en alguna de las ediciones que colman los anaqueles de las librerías desde el aniversario de 2018. En particular, quiero llamar la atención sobre la edición de Lumen, de junio de 2019, que se presenta en la traducción “canónica” de Gloria Méndez Seijido, con prólogo de la citada Patti Smith, al que se suman una sugestiva introducción y unos esclarecedores estudios adicionales de la experta Anne Boyd Rioux, autora del indispensable El legado de Mujercitas, y algunas de las espléndidas doscientas ilustraciones de Frank T. Merrill que aparecían en el original. El libro presenta, por cierto, numerosos errores y despistes tipográficos, entre los que chirría especialmente el uso constante de “inteligible” por “ininteligible”, un fallo que, como se puede comprender, cambia radicalmente el sentido de las frases en las que el vocablo aparece, haciéndolas ¿inteligibles? 

La propia editorial Lumen cuenta con otra edición reciente, de septiembre de 2018, con prólogo de la omnipresente Elena Medel e ilustraciones de la finlandesa Riita Sormunen. Hay, además, versiones en la colección de clásicos de Penguin Random House y en Alianza Editorial, todas ellas con la misma traducción de Gloria Méndez. Por encima de todas destaca, por lo exhaustivo de su presentación, lo voluminoso del libro y la cantidad y calidad del material adicional, la edición anotada de Akal, que cuenta con la interesante introducción y las copiosas notas del experto John Matteson, la traducción de Axel Alonso Valle e infinidad de grabados e imágenes conformando una obra desbordante, también en el precio, cerca de setenta euros. Existe también -y estoy refiriéndome exclusivamente a publicaciones de los últimos cinco años- una versión infantil en Alfaguara clásicos. 

Si nos centramos en las recreaciones cinematográficas, podemos encontrar también varias versiones interesantes: dos películas mudas de 1917 y 1918; la a mi juicio más estimable de todas ellas, dirigida por George Cukor en 1933 con Katherine Hepburn en el papel de Jo March; la de Mervin LeRoy de 1949, con Janet Leigh y una jovencísima Elizabeth Taylor; más recientemente, en 1994, Gillian Armstrong dirigió a un elenco formidable con, entre otros intérpretes, Winona Ryder, Kirsten Dunst, Claire Danes, Susan Sarandon y Christian Bale; por último, el próximo día 25 se estrena la película dirigida por Greta Gerwig, realizadora de la muy premiada Lady Bird, con un reparto encabezado por Saoirse Ronan y Emma Watson, con Meryl Streep en el papel de tía March. Hay también numerosas series televisivas, varias de ellas de la siempre exquisita BBC, óperas, espectáculos musicales y hasta series de animación. 

La historia editorial del libro, descrita por Anne Boyd en su prólogo, es apasionante. Louisa M. Alcott escribió en diez semanas la novela y la publicó en Estados Unidos en septiembre de 1867, ilustrada con cuatro dibujos de su hermana May y con el título de Little Women; or Meg, Jo, Beth and Amy. En diciembre de ese mismo año aparecería en Inglaterra como Four Little Women. El relativo éxito de la primera edición, con dos mil ejemplares vendidos en un par de semanas, llevó a su editor, un Thomas Niles que en 1867 había desencadenado el proceso al solicitar a la autora que se decidiese a escribir, pese a sus reticencias iniciales, una novela para niñas, a requerir a Alcott que continuara la historia de las hermanas March en una segunda parte, encargo que Louisa aceptó y llevó a la práctica de un modo tan acelerado como el que la impulsó en la redacción de la primera parte, pues para el día de año nuevo de 1869 ya había entregado el manuscrito de esa continuación, que se publicaría en el mes de abril de ese año bajo la rúbrica de Little Women; or Meg, Jo, Beth and Amy, Part Second (en Norteamérica) y Little Women Married (en el Reino Unido). No fue hasta 1880 cuando aparecieron reunidos ambos libros, y durante mucho tiempo coexistieron en el mercado editorial, a ambos lados del Atlántico, tanto las dos novelas presentadas por separado como la edición conjunta. Además, los libros se sometieron a distintas correcciones y revisiones, para atemperar la libertad expresiva de la autora y acomodarla a las más convencionales exigencias de los lectores de la época. Esas modificaciones -hay quien habla de censura, aunque contaron con el consentimiento tácito de Alcott- formaron parte durante décadas de las distintas versiones de la obra, que fue leída en el mundo entero con títulos, ilustraciones y, a veces, textos diferentes, incluso en ediciones pirata. Solo en este siglo XXI, y a causa probablemente de la proximidad del centésimo quincuagésimo aniversario, se recuperaría su texto original, que podríamos considerar la versión canónica de la obra y que es el que se recoge en la edición de Lumen que ahora os presento. 

La primera parte de Mujercitas se desarrolla a lo largo de un año, de Navidad a Navidad (razón por la que la traigo aquí en estas fechas), en el hogar de la familia March en Nueva Inglaterra, a mediados del siglo XIX y con el país envuelto en la Guerra de Secesión. Sin grandes acontecimientos por narrar, la novela se centra -metafóricamente- en el cuarto de estar de la familia, por el que se mueven la madre, Marmee o Sra. March, cuyo marido sirve como capellán en el ejército del Norte, el de la Unión antiesclavista, y al estar ausente, en consecuencia, tiene una presencia tangencial y meramente epistolar en el libro, y sus cuatro jóvenes hijas: Margaret -Meg-, la mayor y más guapa de las cuatro, que con dieciséis años es ya una joven muy hermosa que ansía mejorar su modesta posición social; Jo, el auténtico núcleo irradiador del magnetismo que desprende la novela, una chica de quince años, muy alta y delgada, con un aspecto desgarbado, un carácter decidido y una personalidad arrolladora y poco convencional, que no se encuentra cómoda ni en su condición de jovencita que se vuelve mujer, ni en un rol femenino que coarta su libertad aún infantil, y que vive, apasionada, en su universo de libros entregada a su vocación de escritora; Elizabeth -Beth-, la bondad personificada, y que con trece años, carácter tímido, voz tenue y semblante sereno, vive tranquila -señorita Tranquilidad la había apodado su padre- en un mundo propio y feliz; y, por último, la pequeña Amy, más egoísta y caprichosa, interesada por el arte y la moda, preocupada por la popularidad y el reconocimiento del mundo. 

La riqueza familiar se ha disipado a causa de ciertos negocios en los que el padre se había visto envuelto, de modo que cuando entramos en contacto con la familia, esta es pobre, viviendo incluso entre privaciones y sin especiales comodidades. La historia relatada no avanza entre grandes “sucesos” o peripecias o incidentes destacados y reveladores, siendo el objeto esencial de la narración, por el contrario, el mero fluir cotidiano de la vida, hecho de las ilusiones, las esperanzas, los sueños, las decepciones, las quejas, las bromas y las peleas de unas niñas que crecen, se relacionan entre sí y con sus vecinos, se abren a modestas experiencias vitales, y se van haciendo, poco a poco, mujeres, cada una en su estilo, con los ricos matices de su propia personalidad. Y en ese crecimiento hay dos referentes, que más adelante analizaré, el de la madre, cuyas lecciones se aproximan, aunque de un modo singular, a los consabidos sermones religiosos moralizantes, y guían a las chicas a través de enseñanzas sencillas y llenas de cariño, y el de El progreso del Peregrino, un libro de John Bunyan, efectivamente existente y con una notable repercusión en la época, a cuyos preceptos intentan acomodar las chicas su progreso espiritual y su evolución personal. 

La segunda parte nos pone de nuevo en contacto con la familia tres años después, con la guerra terminada y el señor March ya en casa, y con la guapa Meg a punto de contraer matrimonio con el señor Brooke, que en la primera entrega aparece como tutor del vecino Laurie, el mejor amigo de las chicas, en particular de Jo. El matrimonio, el ansia -y creo no exagerar- por encontrar pareja, es el elemento central de estas páginas que, pese a la continuidad de personajes, escenarios -aunque hay una “escapada” a Europa para seguir a Amy- y estilo, carece del brío y el atractivo del libro inaugural. 

Pero, como parece evidente dada la somera descripción del trivial y casi inexistente argumento de la novela, los méritos de Mujercitas no derivan de lo excitante de su trama o de las arrebatadoras peripecias vividas por sus personajes. Si el libro interesa -y a mi juicio de lector adulto y varón, sí lo hace- es por muchos otros destacados aspectos -polémica feminista incluida- que no solo han resistido el paso del tiempo sino que se mantienen vivos y elocuentes e inspiradores en nuestros acelerados días. 

En primer lugar, y por encima de todo, sobresale a mi juicio la construcción del personaje de Jo, que obviamente es la traslación literaria -con muchos elementos concomitantes entre ambas- de la propia autora. Jo es, indudablemente, Louisa May Alcott, desde los elementos triviales -ambas nacen en noviembre y tienen tres hermanas y un entorno familiar casi idéntico- o circunstanciales -la pobreza de la infancia y la primera juventud- hasta los de más enjundia: la vocación por la escritura, la compartida condición de “ratón de biblioteca”, los primeros pinitos como colaboradora en la prensa, el inicial y relativo éxito editorial, y, fundamentalmente, la rebeldía ante los valores dominantes en la época que exigían la acomodación de la mujer a un papel sumiso, subsidiario, reducido a los estrechos límites del hogar y de sus -con todo el respeto- anodinas labores “femeninas”: el bordado, la cocina, el “cuidado” de los padres y los hermanos menores. Jo fascina, y en este sentido resulta una adelantada a su tiempo, porque no quiere crecer y acomodarse al papel de “señorita” que implícitamente le corresponderá al hacerse mayor (Detesto tener que crecer, convertirme en la señorita March, vestir de largo y ser una remilgada), porque, infantil, se encuentra más cómoda en los juegos de los niños que en las insulsas diversiones de las jóvenes de su sexo (Ya me parece bastante malo ser una chica cuando lo que me gusta son los juegos, los trabajos y la forma de comportarse de los muchachos. Me parece una pena no haber nacido hombre, sobre todo en momentos como éste, en el que preferiría acompañar a papá y luchar a su lado en lugar de quedarme en casa tejiendo como una vieja), porque aborrece los rituales románticos y las aburridas rutinas del previsible e inevitable matrimonio -Louisa M. Alcott nunca se casará- (Ella verá los de él en la forma en que la mirará con esos hermosos ojos de los que tanto me habla y, entonces, estará perdida –se lamenta ante el enamoramiento de Meg-. Tiene el corazón blando y se derretirá como mantequilla bajo el sol si alguien la mira con amor. Leía más las cortas notas que él mandaba que tus cartas y me pellizcaba si yo lo mencionaba ante los demás. A Meg le gustan sus ojos y no me cabe duda de que se enamorará de él, y entonces se acabarán la paz, la diversión y los buenos ratos que pasamos juntas. ¡Lo veo venir! Irán por la casa como dos enamorados y tendremos que irlos esquivando; Meg no pensará en otra cosa y ya no querrá hacer nada conmigo; Brooke conseguirá hacerse rico de alguna manera, se la llevará y quedará un hueco en la casa; me destrozará el corazón y todo será de lo más desagradable. ¡Pobre de mí! ¿Por qué no habremos nacido todas hombres? ¡Entonces no tendríamos de qué preocuparnos!), porque no subordina sus sueños a las expectativas que la sociedad ha trazado para ella (Yo tendría corceles árabes, habitaciones llenas de libros y utilizaría un recado de escribir mágico, con lo que mis obras serían tan famosas como la música de Laurie. Antes de morir espero hacer algo importante, algo heroico o maravilloso, que me permita seguir viva en el recuerdo. No sé qué es, pero no pararé hasta descubrirlo y, algún día, os asombraré a todas. Creo que escribir, hacerme rica y famosa es mi mayor sueño), por su irreductible afán de independencia (Jo se quedó sin palabras, hundió el rostro en el periódico y añadió a su cuento unas cuantas lágrimas de verdad; ser independiente y ganarse la admiración de sus seres queridos eran sus dos máximas aspiraciones en la vida y, aquel día, sintió que había dado un primer paso hacia su feliz objetivo), por su decidida voluntad de construirse una “habitación propia” sesenta años de que lo hiciera Virginia Woolf (La estancia, oscura y llena de polvo, con bustos que miraban fijamente desde las altas estanterías, cómodas butacas, globos terráqueos y, lo mejor de todo, una selva de libros en que perderse a su gusto, resultaba para la joven un paraíso terrenal. En cuanto la tía March dormía la siesta o atendía una visita, Jo corría a aquel tranquilo refugio para, acurrucada en una butaca, devorar poesía, novelas de amor, de historia o de aventuras, o contemplar ilustraciones, como un auténtico ratón de biblioteca), por su desprejuiciada entrega a su vocación, ignorando los dictados del mundo (Jo no creía tener un don pero, cuando la inspiración la visitaba, se entregaba por entero a la escritura y su vida le parecía feliz, ajena a las necesidades, las preocupaciones, y el mal tiempo; se sentía a salvo, y dichosa en un mundo imaginario repleto de unos amigos tan reales y queridos como los de carne y hueso. Sus ojos renunciaban al descanso del sueño, no probaba bocado, los días y las noches eran demasiado cortos para disfrutar de la felicidad que solo experimentaba en tales momentos y hacía que la vida valiese la pena, aunque no hiciese nada más); por su ilusionada modernidad (No es que esté de acuerdo, pero así funciona el mundo. Y la gente que va a contracorriente solo consigue que los demás se burlen de sus penas. No me gustan los reformistas y espero que no pretendas convertirte en una -le dice, enfadada, Amy-, a lo que ella contesta: —Pues a mí sí me gustan y me encantaría unirme a ellos si pudiera porque, por mucho que los demás se mofen, el mundo no avanzaría sin su ayuda. No podemos ponernos de acuerdo porque tú perteneces a la vieja escuela, y yo a la nueva. Es posible que tú consigas mejores cosas, pero yo viviré una vida más plena. Y estoy segura de que disfrutaré mucho más que tú); por, en definitiva, su insumisión frente a quienes reclaman de ella la aceptación ciega del tradicional rol femenino (Simplemente has de dejar que aflore la mujer tierna que hay en ti, Jo. Eres como un erizo de castaña; por fuera, estás llena de pinchos, pero por dentro eres pura seda y tienes reservado un fruto dulce para quien llegue hasta él. Tarde o temprano, el amor hará que abras tu corazón, y entonces la parte áspera de ti desaparecerá; es Meg, en este caso, su interlocutora, y esta la respuesta de Jo: —Son las heladas las que abren los erizos de las castañas, señora, y para que caigan al suelo hay que sacudir mucho el árbol. A los chicos les encanta ir de árbol en árbol, y a mí no me interesa que me sacudan para que caiga —repuso Jo). 

La sola presencia de Jo transforma por completo -como si de un terremoto se tratara- el escenario de lo que, sin ella, sí resultaría, efectivamente, una historia juvenil clásica, con sus consabidas dosis de moralina anticuada y algo sosa, su pedagógico afán ejemplificador y su caduca defensa de los tradicionales y apolillados valores familiares. Cierto es que hay mucho “salvable” en las propuestas “morales” -podríamos decir- que subyacen al relato de las vicisitudes de la familia March: la nobleza de espíritu presente en todos sus protagonistas; la reivindicación de los principios éticos -bondad, amor, protección y paz- por encima de las preocupaciones materiales, y mucho más valiosos que los lujos que se pagaban con dinero; la opción siempre indiscutible a favor del débil, del indefenso, del desprotegido, del que nada tiene (Caballeros, me refiero a vosotros, muchachos, sed educados con las solteronas, por pobres, poco atractivas y estiradas que sean, porque la única caballerosidad que merece la pena tener es aquella que nos lleva a respetar a nuestros mayores, proteger al débil y servir a las mujeres, sin importar su clase social, edad o color de piel), una recomendación espiritual que se resume en este himno que canta Beth en un momento del libro: 

Los que están abajo no temen caer 
Ni les pierde el orgullo. 
Los humildes tienen siempre a Dios por guía. 
Me contento con lo que tengo, sea mucho o poco. 
Señor, haz que esté contenta aunque muera de hambre 
Para poder recibir Tu salvación. 
La abundancia una pesada carga es para el peregrino. 
Quienes tienen poco en esta vida 
Reciben la bendición de la vida eterna. 

Pero es cierto, igualmente, que sin el contrapunto de rebeldía y sana agitación que aporta Jo, todos estos referentes edificantes y aleccionadores de la obra se quedarían en un mero sermón insípido de barata moralina y no habrían convertido a Mujercitas en el libro estimulante y alentador que ha sido y sigue siendo para muchas generaciones, sobre todo de mujeres. Y es, precisamente, este determinante papel de Jo March en la novela lo que se resalta ahora como prueba irrefutable de lo que constituiría su muy adelantado feminismo. Alcott era una reconocida sufragista y notoria defensora de los derechos de las mujeres, por lo que no parece descabellado pensar que construyera a su criatura como vehículo para la expresión de sus propias ideas, produciéndose así un razonable continuo entre la autora, el personaje y las ideas de una y otra. Pese a ello -y no quiero desvelar el final de la novela; no lo hago, ya he adelantado que la segunda parte llegó a ver la luz bajo la rúbrica de Buenas esposas o, en otras ediciones, Mujercitas casadas-, la búsqueda de un marido, la redención por el matrimonio, la casi obsesiva fijación con el hogar y el confortable aunque constrictivo núcleo familiar, acaban por ser -en un modelo que no diferencia demasiado a las chicas March de las heroínas de Jane Austen- el referente último del futuro de las muchachas. Son los riesgos, una vez más, de aplicar categorías del presente a situaciones del pasado en las que -el paso del tiempo resulta decisivo en la conformación de los valores, en la interpretación de los acontecimientos, en la construcción de las mentalidades- solo pueden encajar forzando la “máquina interpretativa”. Las hermanas March -en particular Jo- son, en efecto, decididas, inconformistas, contradictorias; no son simples, presentan matices, tienen voz propia, dudan, son libres y deciden, acaban por ser dueñas de su destino -en Jane Austen las mujeres “necesitan” un marido para salir adelante, aquí pueden elegir si casarse o no-, y todo ello es, ya, un significativo avance. Pero de ahí a atribuir la condición de feminista a una novela de hace ciento cincuenta años en la que, sin las apriorísticas anteojeras ideológicas que hoy condicionan cualquier lectura, prevalecen la familia tradicional, bastantes rancios valores religiosos y una a la postre conformista sujeción a las convenciones más previsibles de las relaciones entre hombres y mujeres, parece, ciertamente, una forzada operación con no pocas notas de comercial mercadotecnia. 

No quiero cerrar mi reseña sin mencionar algunos otros aspectos de interés del libro, que se apuntan en los “ensayos contextuales” que, a cargo de Anne Boyd Rioux, cierran la edición de Lumen. Aparece así el telón de fondo de la guerra de Secesión y su vivencia en la retaguardia, perceptible en la novela a través de la ausencia y las cartas del padre desde el frente, y también con alguna mención circunstancial a las labores de ayuda que hacen Marmee y las chicas, cosiendo y tejiendo para los soldados e incluso, en el caso de Jo, vendiendo su cabello para ayudar en los gastos bélicos. El primero de los breves textos finales de Rioux indaga en la experiencia de la propia Louisa M. Alcott en relación con la contienda. 

Un segundo ensayo, Crecer siendo mujer, estudia, tomando como referencia el arco temporal de seis años en los que, más o menos, se desarrollan las novelas, los ritos de paso en la época que llevaban a las muchachas de la adolescencia y la primera juventud a la entonces temprana plena condición de mujer. 

Salud y Medicina se detiene en otra circunstancia de importancia en la novela, la enfermedad de Beth, con un sucinto análisis sobre el estado de la medicina en la Norteamérica de hace siglo y medio, con jugosas notas sobre las epidemias, los tratamientos o la homeopatía que ayudan a comprender mejor la presencia de los doctores en distintos episodios del libro; todo ello con oportunas referencias a la propia vida de la autora, enferma de escarlatina, depresión y un extraño mal que se calificó entonces con el genérico “histeria”. Interesantes son también las cuestiones relativas al funcionamiento de la economía y al papel en ella de las mujeres. 

En Dinero y trabajo podemos conocer el marco que explica los problemas económicos de los March, la dificultad de las chicas para acceder a la riqueza, las ocupaciones disponibles para las mujeres a mediados del siglo XIX, la complejidad que entrañaba la adquisición de seguridad económica y lo decisivo que, en este sentido, resultó -tanto para Jo como para su creadora- la posibilidad de publicar y ganarse la vida como escritoras. 

Ya se ha hablado del peso de los sermones moralizantes de Marmee y del libro El progreso del Peregrino en la formación de las chicas March. Las notas de Religión y moralidad constituyen un valioso complemento para situar la dimensión moral del libro, con mención a las polémicas religiosas y a las críticas por parte de las instituciones educativas que suscitó. 

Por último, las repercusiones que la dedicación a una carrera literaria tenía en la vida de una mujer de la época se examina en Las mujeres y su condición de autoras, un sugestivo texto en el que aparecen los nombres de algunas escritoras de esos días, se da cuenta de los prejuicios existentes en contra de ellas y de las dificultades de las mujeres para arrostrarlos -La percepción de que las mujeres se volvían asexuadas cuando se aventuraban a publicar su obra llevó a muchas a hacerlo de manera anónima-, y se establece el paralelismo entre creadora y personaje -y aquí de nuevo Alcott y Jo van de la mano- en los primeros pasos de su dedicación a la literatura. 

No quiero terminar mi reseña sin un breve comentario sobre las dos principales películas, a mi juicio -y a falta de la que se estrena en unos días-, basadas en Mujercitas. La versión de George Cukor, de 1933, recoge, con un esmerado uso de la elipsis, que permite la eficaz síntesis de la larga extensión del libro, lo esencial de su espíritu. Hay un clima general algo edulcorado, pero la magnética presencia de Katherine Hepburn la hace inolvidable. En cambio, la de Mervyn Le Roy, de 1949, siendo también fiel a la novela, pese a pequeñas modificaciones en relación al texto original, es, a mi juicio, menos interesante, en gran medida porque June Allyson -que a la sazón contaba ya con treinta y dos años- no resulta en absoluto creíble en el papel de la alocada adolescente Jo. Peter Lawford, con veintiséis años en la época, es demasiado talludito para encajar en el rol de Laurie. Destaca la presencia de unas muy jóvenes -aunque también algo mayores para sus personajes- Janet Leigh y Elizabeth Taylor y sobresale, por encima de todos ellos, la magnífica Mary Astor como Marmee. Dentro de solo unos días podremos ver la versión de Greta Gerwig, que anticipo muy atractiva, dado su único precedente como directora, la excepcional Lady Bird. 

Os dejo, como acompañamiento musical a mi reseña, con una de las piezas musicales que suenan en el libro. Se trata de la Sonata para Piano nº8 en Do Menor, Op. 13, "Patética", de Beethoven, que interpreta el vecino Laurie en una escena del segundo libro. Aquí podemos escucharla en la ejecución de Daniel Barenboim.


En el desván 

Cuatro baúles en fila, hoy cubiertos de polvo y gastados por el paso del tiempo, que antaño hicieron suyos y llenaron unas niñas, ahora en la flor de la vida. Cuatro llavecitas cuelgan de cintas desvaídas que en el pasado, cuando sus orgullosas propietarias cerraban los cerrojos, eran de colores vivos y alegres. Bajo las tapas, con los nombres grabados con trazos infantiles, quedan recuerdos de las niñas que subían al desván a jugar y a oír el dulce repiqueteo de la lluvia de verano sobre el tejado. 

El primer baúl es el de Meg. En su interior, amorosamente doblados, están los recuerdos de una vida tranquila. Un traje de novia, un zapatito, un mechón de un bebé. No hay juguetes en este baúl, porque se los ha llevado todos para seguir jugando, ya de mayor, a otro juego, el de madre feliz que canta nanas en voz baja, mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado. 

El baúl de Jo tiene la tapa rayada y gastada, y dentro conserva una variopinta mezcla de muñecas, libros de texto usados, pájaros y bestias que callan para siempre. Botines procedentes de la tierra de las hadas, que solo pueden pisar los pies de los niños. Sueños de un futuro que nunca se alcanzó, dulces recuerdos, poemas, historias y cartas a medio hacer. Diarios de una niña testaruda, trazas de una mujer que envejeció antes de tiempo, pensando en aquella frase que dice «Hazte digno del amor, y este vendrá», mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado. 

Sobre el baúl de mi Beth nunca se acumula el polvo porque a él acuden con frecuencia muchas manos. La muerte la canonizó santa. La volvió menos humana y más divina a nuestros ojos, y conservamos con dulce duelo sus recuerdos, que son como reliquias en un sepulcro hogareño. La campana de plata, que rara vez suena, el último gorro que llevó… Y las canciones que cantaba sin una sola queja, desde su cárcel de dolor, se mezclan para siempre con el sonido de la lluvia de verano que repiquetea sobre el tejado. 

En la tapa del último baúl se ve a un apuesto caballero en cuyo escudo, escrito en letras doradas y azules, se lee el nombre de «Amy». Ese caballero, entonces inventado, es ahora real. En el interior del baúl, hay redecillas que sujetaron el cabello de su dueña, zapatos que han bailado hasta el final, flores secas conservadas con cuidado, abanicos gastados, alegres tarjetas de enamorados, adornos que han cumplido su servicio. Esperanzas, temores y vergüenzas infantiles. Armas de una joven soltera que ahora conoce un hechizo más auténtico y oye el sonido de las campanas de su boda mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado. 

Cuatro pequeños baúles en fila, cubiertos de polvo y gastados por el paso del tiempo. Cuatro mujeres que han aprendido a trabajar y a amar. Cuatro hermanas, separadas por el tiempo; ninguna de ellas falta, aunque una se marchó antes que el resto, pues el amor inmortal la hace más presente que nunca. Cuando a las cuatro les llegue la hora de abrir sus baúles ante el Señor, espero que rebosen de horas de dicha, actos de bondad y vidas llenas de valor. Que sus almas se eleven felices y, que, tras la lluvia, luzca un sol eterno.

Louisa May Alcott. Mujercitas

miércoles, 11 de diciembre de 2019

THEODOR KALLIFATIDES. OTRA VIDA POR VIVIR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca que en estas semanas cercanas al solsticio de invierno os está ofreciendo recomendaciones de libros acordes, por su brevedad, a la muy corta duración de estas jornadas de diciembre en las que se vislumbra ya el cambio de estación. Tras mis sugerencias de los últimos miércoles, tres espléndidas novelas y una no menos excelente obra solo en apariencia novelística, la magnífica Ciudad abierta, con las sugestivas divagaciones del paseante de Teju Cole en sus caminatas por Nueva York, hoy vuelvo a traeros (en una emisión que por problemas técnicos no será radiada) un texto de difícil categorización e imposible adscripción a uno u otro género, alejado en cualquier caso de la ficción y sí más vinculado a la realidad (en el supuesto de que la narración de lo realmente experimentado y de lo meramente inventado puedan, en lo esencial, diferenciarse). Se trata de Otra vida por vivir, una profunda e íntima meditación, una intensa y emotiva reflexión, unas confesiones personales, una suma de confidencias al lector, también un análisis crítico, con connotaciones políticas, de la evolución de nuestras sociedades en las últimas décadas -que todo ello es el libro-, debidos a Theodor Kallifatides, un escritor griego residente en Suecia que cuenta con, al parecer, más de cuarenta obras publicadas, entre ficción, ensayo y poesía, muchas de ellas traducidas a otros idiomas, ninguna de las cuales yo conocía -como ocurría también con el propio autor, del que nunca había oído hablar- hasta la lectura del libro que ahora os comento. Otra vida por vivir vio la luz en nuestro país hace unos meses, tras su publicación original en 2018, en el seno de la editorial Galaxia Gutemberg en controvertida -a mi juicio- traducción del griego a cargo de Selma Ancira, una prestigiosa traductora mexicana, residente en Barcelona, con una larga y reconocida carrera en su profesión, en la que se ha especializado en verter al castellano un buen número de obras de la literatura eslava y también de la griega. 

He escrito “verter al castellano” y debo, de inmediato, rectificar, porque entre las razones por las que me parece discutible y cuestiono, al menos parcialmente, la presente versión del libro de Kallifatides, una de las más relevantes tiene que ver con el hecho de que el texto que leemos no está escrito en castellano sino, en muchos casos, en español. Quiero detenerme en esta distinción, con la intención de que esta breve disección conceptual pueda trasladar al oyente alguno de los términos en los que se plantea un debate -ya aparecido en este espacio en más ocasiones- en mi opinión muy interesante. 

Es evidente, y no admite discusión, que el español, una lengua con más de quinientos millones de hablantes, no es “solo” el castellano, sino que las modalidades, los acentos, las variantes léxicas, los modismos de nuestra lengua surgidos y usados en Uruguay, Chile, Colombia o Costa Rica son tan españoles como los frecuentes en el castellano que se habla en la Península. La cuestión, no obstante, es -siempre desde mi perspectiva; discutible, por tanto- si cuando se ofrece un texto al mercado editorial de España, ha de pensarse en un lector que se desenvuelve habitualmente en las manifestaciones “ibéricas” de nuestro idioma (no incluyo, como es obvio, en este supuesto, las “traducciones” al catalán, el gallego o el euskera, legítimas y necesarias, por otra parte, para quien se expresa y lee en esas lenguas también “españolas”) o en las decenas de millones que, quizá, lo leerán en los muchos países hispanoamericanos que comparten, con sus matices, con su inflexiones, con sus variantes, la lengua de Cervantes. Entiendo que no es posible desde un planteamiento comercial que se pretenda eficaz en términos económicos, multiplicar por cinco, seis o diez, tantas como países con peculiaridades distintivas en su español, las ediciones de un libro y traducirlo “ad hoc” para acomodarlo a la realidad de cada particular universo lector. Desconozco cuál es la política empresarial de la editorial Galaxia Gutemberg, y admito también que las singularidades argentinas, mexicanas o portorriqueñas de un texto pueden ser “digeridas” sin especiales dificultades de comprensión por un lector español medianamente culto (y otro tanto a la inversa), pero si, como se supone a priori, Otra vida por vivir se dirige principalmente al público español y, por consiguiente, se ofrece en nuestro idioma para su pleno conocimiento por un lector en castellano, resulta incomprensible que la traducción esté plagada de vocablos, expresiones y giros que nada tienen que ver con el uso habitual de dicha lengua y sí, en cambio, con sus variantes -insisto, igualmente legítimas- del Cono Sur. Al principio estaba entusiasmado; por ahí de la mitad (por “a la mitad” o “a medio camino” o “a media tarea”), un poco menos, y, al final, decepcionado; El mar alebrestado (por “embravecido”), Cuando lo corrieron (por “lo despidieron”) de la Saab; Trabajaba como burro (por “como un burro”); No más dudas sobre la ropa que debía ponerme, sobre el clima y la intensidad del frío, sobre si ameritaba (por “merecía la pena”) ponerse calzoncillos largos o no; Come algo a ver si embarneces (por “engordas”), estás escuálido; No para tener aventurillas y zonzadas (por “tonterías” o “minucias”), son algunos de los muchos ejemplos de incómodos obstáculos -cierto que menores y de no insalvable dificultad- con los que se tropieza reiteradamente el lector que se adentra en el texto de Kallifatides/Ancira. Y eso por no contar los errores absolutos -no vinculados, pues, a la opinable alternativa español/castellano-, como En la plaza donde solían haber robos, catalanismo achacable, quizá, al lugar de residencia de la traductora; Ella no sabía que pensaba yo escribir en griego, enrevesada construcción que solo puede obedecer a una cierta desidia, a la dejadez o a las prisas de quien traduce; o La mitología sobre el primer amor, el primer beso o el primer gol permean a nuestros sueños y a nuestras esperanzas, en que las dos últimas preposiciones parecen innecesarias para la plena corrección del texto, más allá del ostensible fallo de concordancia. En fin… 

Theodor Kallifatides tiene setenta y siete años cuando encara la escritura de su libro. Nacido en Grecia en 1938, en 1964 emigró a Suecia, en donde ha llevado a cabo toda su carrera literaria (escrita en sueco), que cuenta, además de la ya referida abundante obra propia, con numerosas traducciones -como nos informa la propia editorial-, tanto del sueco al griego (Ingmar Bergman y August Strindberg) como del griego al sueco (Giannis Ritsos o Mikis Theodorakis). Tras una larga vida vinculada, pues, a la literatura, un frío día del invierno nórdico, invitado a un acto cultural en la ciudad de Helsingborg, en el sur de Suecia, tras las conferencias y el contacto con los lectores, despedidos ya los organizadores y cobrados los emolumentos por su participación en el evento, recluido en soledad en la habitación del hotel, contemplando el mar embravecido, con el viento salvaje azotando las ventanas de su cuarto, previendo alguna jornada de aislamiento ante la más que probable imposibilidad de viajar el día siguiente a causa del gélido tiempo, se deja llevar por el río de sus pensamientos y se adentra en un lento e implacable fluir de reflexiones que van de aquí para allá, de una idea a otra, de un recuerdo a otro, de un tiempo a otro, enlazándose en un sereno divagar sobre el sentido de su existencia, sobre las opciones que le han llevado, al término casi de su vida, a acceder al lugar que ocupa en el mundo, sobre su escritura y su dedicación profesional, sobre su familia y su mujer, con la que lleva cuarenta y seis años de bien avenido matrimonio, y, por encima de todo, sobre su infancia en Grecia y, como consecuencia de este “retorno”, siquiera en la imaginación, al país de origen, sobre la situación social, económica y política de su patria mediterránea. En un momento de profunda crisis personal (como queda de manifiesto en el significativo fragmento que os dejo al término de esta reseña), bloqueado como escritor, aburrido ante la página en blanco, sin fuerzas ya para organizar sus días en torno a un texto, tibio ante la palpitación de la vida (La vida continuaba estimulándome, pero no eróticamente como antes. Antaño veía el mar y quería hacer el amor con él. Ahora ya no lo veía. Sobre todo lo recordaba), cada vez más alejado del cambiante trajín de las costumbres (envejecía en un mundo que me parecía cada vez más ajeno), incapaz de soportar que la Suecia que lo acogiera décadas atrás estuviera dejando de ser un país de justicia social y solidaridad, para enredarse en los tentáculos del comercio, indignado por el mercantilismo imperante en el que el dinero constituye la última ratio de cuanto existe (La nueva realidad moral me ofendía personalmente), asustado ante el peligroso crecimiento de los partidos reaccionarios en la política sueca, triste y horrorizado al ver, en una breve y reciente visita profesional a Grecia, el desesperanzado desastre en que se había convertido su país (los hechos que Kallifatides relata ocurren en 2015, con los efectos de la crisis económica helena en su punto álgido), Theodor toma, de entrada, la decisión de jubilarse y cerrar el estudio en que, solitario y feliz, diera a la luz gran parte de su obra, iniciando así una nueva vida sin escribir (emigrar de mí mismo como había emigrado de mi país), para, poco después y ante la imposibilidad de acomodarse a esa extraña, inactiva y a la postre también infructuosa (mi manantial se había secado) nueva situación, proyectar un viaje a Grecia con la intención, no del todo declarada, de recuperar la esencia constitutiva de su vida: el afán, la necesidad, la emoción de narrar. 

Otra vida por vivir es el relato de ese proceso de búsqueda personal, hecho de dudas, de digresiones, de recuerdos, de pensamientos, de evocaciones del autor. Organizado en tres capítulos, solo el tercero se centra en la vuelta a Grecia, mientras que el primero nos da cuenta del contexto personal que lleva al escritor a cerrar su estudio y dejar de trabajar, y el segundo describe la profunda insatisfacción de su vida como ocioso, extraño en un hogar familiar en el que solo estorba, deambulando apenado por las calles de Estocolmo o viendo crecer el vacío en su interior en la otrora feliz y veraniega estancia en la isla de Gotland. En las tres partes el protagonismo recae -ya se ha dicho- en el sinuoso, melancólico y lírico flujo de conciencia de Theodor, que en su caudaloso discurrir “obliga” al lector a reflexionar con él en torno a algunas muy interesantes cuestiones. Todo ello en una narración muy breve -no llega a las ciento cincuenta páginas-, escrita en una prosa nítida, sencilla, con frases y párrafos cortos, sin énfasis innecesarios ni recargada retórica, con un tono que remite a la oralidad (el lector se siente “confidente” del autor, al que parece escuchar mientras le habla cercano, casi al oído, en su subyugante divagación). Una voz narradora que, por otro lado, rezuma bondad y comprensión, y que se expresa en un tono lírico y nostálgico, casi siempre afable -indignado a veces-, en un relato que encadena breves escenas, situaciones significativas, encuentros con unos y con otros, anécdotas, “fotografías” de momentos de la infancia, escenas de la vida cotidiana, diálogos con amigos o conocidos, episodios todos a los que siguen sus correspondientes análisis y unas conclusiones de excepcional lucidez que en algunas ocasiones llegan a contravenir los lugares comunes aceptados por la corrección política dominante, como en el caso de sus inusuales -por infrecuentes, sin connotación peyorativa alguna; al contrario- opiniones sobre los límites de la libertad de expresión, lo que le ha ocasionado las más furibundas condenas de la crítica biempensante en torno a un libro por lo demás muy bien acogido por el público y los expertos (sostiene Kallifatides en esta controvertida cuestión que, defendiendo por encima de todo la libertad de expresión -cita el conocido dictum de Voltaire: No comulgo con tu opinión, pero estoy dispuesto a morir por tu derecho a expresarla-, y a propósito del infortunado ataque islámico en París, en enero de 2015, que acabó con varias vidas en la redacción del semanario Charlie Hebdo, no debería considerarse legítimo -en la doble vertiente legal y moral- el ejercicio irrestricto de ese derecho fundamental, sobre todo cuando se esgrime como excusa para insultar los valores y convicciones de otros u ofender y ser irrespetuoso con sus creencias y símbolos religiosos. Las palabras no tienen huesos, pero los rompen, nos cuenta que decía su abuela, y su nieto entiende que, a menudo, decir algo es hacer algo, lo cual, de ser cierto, debería justificar -y yo estoy de acuerdo en ello- la “represión” de determinadas manifestaciones por encima incluso de la muy valiosa libertad de expresión). 

La más esencial, sin embargo, de las importantes preguntas que plantea el profundo ejercicio introspectivo de Kallifatides, que resulta, en cierto modo, desencadenante de todas las demás, es -formulada en términos universales que todos cuantos tenemos una edad ya avanzada podemos compartir-: ¿qué he hecho con mi vida?, ¿cómo hubiera sido mi existencia de haber elegido otras alternativas en los momentos decisivos, de haber optado por otro trabajo, otra mujer -u otro hombre-, otro país?, ¿sería yo, en esos casos, la misma persona?, ¿quién soy, quiénes somos en realidad? (Hay, dicho sea entre paréntesis, un par de espléndidas variantes de esa inquietud que en un momento u otro a todos nos asalta, debidas a la pluma de dos grandes de la literatura universal, aunque en ambos casos con el amor y las mujeres como núcleo irradiador y constitutivo de la inevitable y muy nostálgica reflexión: De todos los hombres que he sido, escribía Jorge Luis Borges, no he sido nunca aquél en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. Y Joseph Conrad: Era una de esas mujeres que cuando entraba en una habitación todos los hombres pensaban que habían malgastado su vida. ¿Qué hubiera pasado si nos hubiéramos atrevido a ser otros, si hubiéramos dejado de lado la confortable rutina y lanzado al arriesgado abismo de la aventura, si una mujer -hablo como hombre- formidable, arrebatadora, nos hubiera amado?) 

Estas cogitaciones de índole metafísica se plantean en Kallifatides -por supuesto sin la referencia femenina- en relación con el temprano abandono de Grecia y con la “construcción”, por así decirlo, de una nueva personalidad sueca; una creación, una “invención” que nacen no sólo como consecuencia de su residencia de cincuenta y cinco años en el país nórdico o de la constitución allí de una familia -mujer, hijos- de esa nacionalidad, sino fundamentalmente del hecho de la adopción de la lengua sueca como medio para pensar y expresar el mundo: la lengua como patria, como argamasa a través de la que se “edifica” una identidad. En esa etapa crítica de su vida de la que nos da cuenta en la primera sección del libro, el autor transmite esa duda existencial: Tenía completamente la sensación de encontrarme en un país equivocado, de estar en un lugar erróneo, para apostillar: Quizá finalmente ese sea el precio de vivir en un país extranjero. No es sólo que vives una vida distinta de la que dejaste atrás. Es que la vida en el extranjero te vuelve extraño. Hundido en un pozo de sinsentido, cuestionando la validez de los fecundos días vividos, concluye: Y sabes que quizás hayas vivido una vida equivocada. Pero nada puedes hacer. Sólo esperar el momento en que la vida que vives cobre más presencia que la vida que no viviste

A partir de ahí, el retorno a Grecia opera como un “renacimiento”. En un espectáculo en el que los niños de la escuela de su pueblo natal representan una tragedia de Esquilo en uno de los actos de celebración y homenaje a su persona programados por sus vecinos y las autoridades, Theodor “recupera” emocionado su lengua y, al día siguiente de la ceremonia, de buena mañana, en el comedor del hotel, comienza a escribir su libro -el que el lector tiene entre manos-, el primero escrito en griego en cincuenta años, en agradecimiento tardío a aquellos muchachos, a su maestra, al propio Esquilo, que me devolvieron a mi lengua, la única patria que todavía me queda

Resulta difícil escoger alguno de los muchos temas que caen bajo la aguda mirada del autor en esta confesión íntima tras su nuevo encuentro con su lengua materna. Destacan, no obstante, el análisis sobre la necesidad y las dificultades de la escritura, que permea la obra entera, con una interesante distinción entre la importancia del griego y el sueco en su propia expresión literaria y vital (Mi primera lengua es palpitación. La segunda, cavilación. La primera brotaba de mis entrañas, la segunda de mi cerebro. El problema era ensamblarlas); los atinados comentarios sobre la evolución y el estado actual de la sociedad griega (Grecia atravesaba momentos críticos, como tantas veces en el pasado. La ocupación alemana, la guerra civil, la dictadura, la emigración masiva. Estas experiencias habían moldeado a mi generación. Quien más quien menos, todos teníamos muertos que llorar, injusticias que nos amargaban, sueños olvidados que se habían quedado empantanados en nuestras almas. Pero nada podía compararse con el empobrecimiento moral de los últimos años. Grecia era ninguneada cotidianamente); la nostálgica evocación de los referentes morales de la vida en su infancia helena (Puede que nuestra Grecia tenga todos los problemas del mundo, pero en ningún otro lugar la vida tiene esta dulzura); la constatación de los drásticos cambios -casi todos a peor- experimentados por su pueblo (Grecia había cambiado sin preguntarme); el sosegado escándalo ante los absurdos y egoístas valores imperantes en la actualidad, que se confrontan con los vigentes hace solo algunas décadas (… hasta que se impusiera la era de la inmediatez. La eternidad ya no está de moda); el rechazo de la uniformización y la pérdida de identidad de las gentes, los pueblos y los países; la peligrosa deriva del estado del bienestar (Suecia cerró la frontera a los refugiados griegos, o al ver cómo la Unión Europea exigía a Grecia la devolución del dinero de los rescates, sumergidos en su peor crisis económica); la crítica a la vigente organización de nuestras sociedades democráticas, que empobrecen y condenan a la indignidad a millones de seres humanos (La vida en Grecia es dulce, pero sin dinero es amarga y miserable (…) Me importa un bledo la dulzura de la vida. Lo que quiero es dignidad. Sin ella, hasta la miel es amarga); el terrible drama de la emigración (La quintaesencia de la hospitalidad es precisamente eso. No dejar fuera al extranjero); la denuncia del progresivo incremento de la intolerancia religiosa, el fanatismo y la xenofobia en las sociedades desarrolladas. 

En otro orden de cosas, este más personal y filosófico, en una mirada volcada hacia el interior y que no tiene como objeto de estudio a la dimensión social, aparece un elenco de asuntos también muy sugerentes, en los que cualquier sensibilidad humana puede identificarse: el paso del tiempo, el envejecimiento y el temor ante la cercana amenaza de la muerte; el triste sentimiento de pérdida (A mis veinticinco años, cuando me pregunté cómo viviría mi vida, la respuesta fue “yéndome”. A los setenta y siete la pregunta volvió. ¿Cómo viviría la vida que me quedaba? Y la respuesta era, cada vez con más frecuencia, “volviendo”) y la amarga imposibilidad de recuperar lo no vivido (¿Dónde estarían en este momento todas esas personas? ¿Qué harían? ¿Serían felices? ¿Quiénes seguirían vivos y quiénes no? Me gustaría encontrarlos a todos de nuevo, pero ¿cómo?); la importancia del trabajo fecundo, realizado con entrega y pasión, para dotar de sentido a la vida (La conclusión es que las personas envejecemos y que es mejor envejecer trabajando. Y sin embargo yo, en vez de seguir escribiendo contra viento y marea, ya no podía ni quería escribir); los recuerdos (Me acordé de algo que había dicho Philip Roth en una entrevista: “Uno no puede escribir cuando los recuerdos lo abandonan”), el deterioro de la memoria (No había olvidado nada, pero los recuerdos ya no me calaban. Habían comenzado a transformarse en viejas fotografías. Yo mismo me iba pareciendo cada vez más a una vieja fotografía de mí mismo), la inevitabilidad del olvido (El olvido es parte de la vida); las ilusiones y los sueños ya inalcanzables (Todo aquello hacía crecer dentro de mí la distancia entre lo que yo buscaba y lo que iba encontrando). 

En fin, un sensible y muy evocador texto este Otra vida por vivir de Theodor Kallifatides que hoy os recomiendo. Para acompañar el singular viaje a Grecia que el autor nos propone os dejo, cómo no, con música de aquel país. La gran figura de la música helena, Elefhteria Arvanitaki, es la intérprete de Parapono/Xenitia, dos temas que hablan, precisamente, del extrañamiento y el exilio. 


Me encontraba en el gran «si» de mi vida. La emigración. ¿Qué vida habría vivido si no me hubiese ido de Grecia? ¿Quién sería? ¿Qué sería? a menudo me lo recordaban los suecos cuando me preguntaban, por ejemplo, si mis libros habían sido traducidos al griego y, si lo habían sido, qué respuesta habían tenido y tenían. 

Esas preguntas me molestaban sobremanera. Me habría gustado decir un montón de cosas que no decía porque temía ser considerado un arrogante. La emigración no me había hecho escritor. Yo no era el resultado de determinadas circunstancias sino de la confrontación con ciertas circunstancias, como, por otro lado, lo somos todos. Estaba convencido de que también en Grecia habría escrito, tal vez con otra respuesta o quizá sin respuesta ninguna, pero habría escrito por la sencilla razón de que no tenía otra forma de existir a los ojos de los demás, ni a los míos. 

Un buen amigo encontró por casualidad un relato que yo había publicado en el Panspudastikí, un periódico estudiantil de los sesenta. Me lo envió, comentando muy amablemente que en aquellos pinitos ya se sentía mi estilo literario. 

También yo lo sentí. Lo que quiere decir que, tras haber superado grandes escollos, escribía en sueco como había escrito en griego desde el principio. Simplemente había conseguido seguir el consejo de mi padre: «No te olvides de quién eres». 

Esto no es, por supuesto, del todo verdad. Nadie atraviesa un ancho río sin mojarse los pies, como decían los antiguos. Yo había recibido influjos e influencias, mis opiniones y mis convicciones habían variado, lo que a decir de Nietzsche es un derecho de todo ser humano. 

No obstante, el gran «si» continuaba estando ahí. Una habría sido mi vida en Grecia y otra, distinta, era en Suecia. ¿Me arrepentía de haberme ido? No era yo el único que se hacía esa pregunta, me la hacían en cada entrevista que concedía, en cada coloquio en el que participaba, y por el modo en que me lo preguntaban sentía que a muchos –griegos y extranjeros– les habría gustado saber que estaba arrepentido, oírme confesar, por fin, que había vivido una vida equivocada. 

Lamentaba haber emigrado, preferiría no haberlo hecho, pero no me arrepentía. ¿De qué me iba a arrepentir? ¿De mis estudios en Suecia? ¿De la mujer con la que me había casado? ¿De los hijos que tuvimos? ¿De mis amigos suecos? 

miércoles, 4 de diciembre de 2019


TEJU COLE. CIUDAD ABIERTA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio que Radio Universidad de Salamanca dedica cada miércoles a las recomendaciones de lectura. Hoy continuamos con la serie, de perfiles no demasiado nítidos, que desde hace algunas semanas estamos consagrando a libros relativamente breves; un rasgo, el de la cortedad, que opera como una suerte de constricción autoimpuesta con la excusa de la ya inminente llegada del invierno, con sus escuetos días, con su luz declinante y fugaz, con sus escasas horas diurnas, suficientes, no obstante, para acometer la lectura de estos textos también resumidos y concisos. Hay, además, como recordaréis nuestros oyentes más habituales, otra premisa común a estas propuestas de estos meses de noviembre y diciembre, y es que se trata, en casi todos los casos, de libros de publicación no demasiado reciente y que ahora recupero, bien sea porque, con retraso disculpable dado el inmenso contingente de títulos que nos inundan cada año, acabo de leerlos, bien sea porque, leídos y reseñados en su momento, he mantenido en barbecho sus críticas hasta encontrar la ocasión oportuna para su difusión. 

Esta “inactualidad” de mis consejos es singularmente notoria en el caso de Ciudad abierta, un inclasificable libro -¿novela, ficción, documento, literatura, periodismo?- del estadounidense de origen nigeriano (circunstancia ésta que aflora de modo muy relevante en la obra), Teju Cole. Publicado originariamente en su país en 2011, obtuvo un inmediato éxito de lectores y crítica, siendo premiado con numerosos galardones literarios, a cual más prestigioso -el Pen/Hemingway, el New York City Book Award for Fiction, el Rosenthal de la American Academy of Arts and Letters- y traducido a infinidad de lenguas en todo el mundo. En España, el responsable de su versión en castellano es el también excelente escritor Marcelo Cohen, que firma su traducción para la editorial Acantilado, que presentó el libro en 2012. Desde entonces, y hablo ya exclusivamente de nuestro país, su recepción ha sido formidable, sobre todo por la calidad de los críticos que han manifestado su entusiasmo: Antonio Muñoz Molina, Félix de Azúa, Javier Fernández de Castro, José María Guelbenzu o Patricio Pron, entre otros. 

Teju Cole es un historiador del arte y fotógrafo que, nacido en Kalamazoo, Michigan, en 1975, pasó su infancia y adolescencia en Nigeria para volver en 1992 a Nueva York, en donde vive desde entonces. Con varios libros de diversa índole en su haber, su figura literaria está asociada, sin duda, al éxito de este Ciudad abierta que ahora os comento. 

El libro carece en realidad de argumento. A lo largo de un período aproximado de un año -un tiempo no delimitado por ningún acontecimiento relevante, ni a su inicio ni a su término, un tramo indiferente de vida, “cortado” y mostrado al lector en un relato que, en consecuencia, no “evoluciona”- su protagonista, Julius (cuyo nombre sólo conoceremos bien avanzada la obra; y de un modo lateral e indirecto), psiquiatra en prácticas, formado inicialmente en Nigeria pero egresado en Estados Unidos, y que está a punto de terminar su estancia como residente en el New York Presbiterian, el hospital de la Universidad de Columbia, en el norte de Manhattan, camina sin propósito definido, al finalizar su jornada y de vuelta a su apartamento, por las calles de su ciudad, reflexionando, divagando, recordando, dejándose llevar y extraviándose intelectual y anímicamente por el disperso curso de sus pensamientos, mientras lo hace de un modo “físico” y material por el entramado urbano neoyorquino. Ciudad abierta es la narración, paradójicamente apasionante y adictiva, de este en apariencia anodino deambular del joven, sumido en sus meticulosas deliberaciones, en su concienzudo y ensimismado examen de opiniones y juicios y percepciones interrelacionados, en su pormenorizada malla de cavilaciones y asociaciones de ideas, en su fecundo mundo interior, muy vinculado, no obstante, al entorno real que recorre: el vasto espacio de Nueva York, sus barrios, sus parques, sus aceras, sus edificios, su metro y su singular universo suburbano; por supuesto, también sus habitantes. 

No hay “tema”, pues en el libro, como no hay, tampoco, un género indiscutido en él, pues resulta indefinida su adscripción a una u otra categoría literaria. Los personajes son ficticios -por mucho que el paralelismo que su protagonista guarda con el autor parezca evidente- y los episodios inventados, lo cual aproximaría el texto a la invención novelesca. Pero hay mucho de recreación documental de una ciudad, con la sombra de los atentados del 11 de septiembre de 2001 ejerciendo su dramática y pesarosa influencia sobre lo descrito, en un enfoque cercano, pues, al reportaje periodístico. Hay también, como luego se verá, numerosos excursos de divulgación histórica, y son frecuentes igualmente los análisis teóricos y las aproximaciones intelectuales a cuestiones “profundas” vinculadas a lo esencial del ser humano, en unas páginas, de índole en ocasiones ensayística, plagadas de referencias cultas. Estamos, pues, ante un texto híbrido, en el que el despreocupado caminar del paseante se asocia al libre fluir de la inteligencia y la imaginación, de la conciencia y el ejercicio mental, remitiendo así el planteamiento de Cole al paseante parisino -el flâneur- de Baudelaire, a los libros misceláneos de Sebald, al indiferente viajero de tantos textos del Peter Handke más introspectivo, al suizo Robert Walser y su elogio del caminar, o, entre nosotros, a algunas de las más recientes propuestas del citado Muñoz Molina, en particular Un andar solitario entre la gente o, con mucha conexión con el mundo del “nigerioamericano”, Ventanas de Manhattan

Por otro lado, la primera persona desde la que Julius relata su callejeo no ofrece al lector, sin embargo, el más mínimo atisbo de calidez, de complicidad o cercanía, de condescendencia o simpatía. El narrador protagonista vaga por Nueva York, habla con estos y aquellos, entra en un museo o una tienda, transita de un lado para otro, mientras analiza y comenta lo que ve sin aparente implicación, con distancia y frialdad, con desapego incluso. No hay una voluntad, un propósito declarado del personaje por “imprimir” su huella en quien lee sus divagaciones, por dejar constancia de sus ideas, ni por subrayar o poner énfasis en aquellas en las que cree, ni, mucho menos, por discutir, aunque sólo sea en un juego dialéctico, las de sus interlocutores. Observa, mira, relata, da cuenta, pero el discurso es “objetivo”, neutro, extremadamente analítico y racional, mostrando en todo momento una suerte de alejamiento emocional, más aún, una ausencia de emociones, una insensibilidad que de entrada puede resultar perturbadora y enojosa pero que, a la larga, se convierte en uno de los rasgos de estilo del libro. 

El núcleo central de la obra lo constituyen, pues, las digresiones de Julius sobre temas variopintos, entre las que brotan, esparcidas por el texto, infinidad de historias de la gente con la que el narrador se encuentra, amigos, conocidos y personajes diversos que van surgiendo a su paso. Hay también enjundiosas e interesantes reflexiones sobre su propia familia y, por extensión, sobre la cultura, las tradiciones y la realidad de África, de Nigeria en particular; y todo ello con constantes menciones a libros, cuadros, películas, música, o a la rica y a menudo dolorosa historia de los lugares que visita. 

Caminamos por Manhattan -hay algunos capítulos en los que la “acción” se desplaza a Bruselas, a donde el protagonista viaja rastreando las huellas de una de sus abuelas- y no dejamos de escuchar la voz de Julius que cuenta, entre retrocesos y saltos adelante y vueltas atrás en el tiempo, mezclando los diversos sucesos y las situaciones y los lugares con los que se topa en sus paseos con escenas de su vida personal y profesional: un maratón, una manifestación, una gran tienda de discos, el encuentro con un ciego o un lisiado, la visita a algún museo, el recorrido por la Zona Cero y los restos del World Trade Center (en un tema subyacente esencial: el duelo y la angustia de la ciudad y sus habitantes, presentes aún una década después de la tragedia, con la inspiración de las teorías freudianas como fondo), una librería, una exposición de fotografía, Wall Street, los muelles (Nueva York fue y es, aunque al visitante y al turista pueda pasarle desapercibido, una ciudad portuaria), un desagradable incidente con un taxista, una fiesta en un apartamento, un recital de poesía, el ambiente de Harlem, la desolación de un centro de detención para inmigrantes ilegales, los recuerdos de sus estudios en la Escuela Militar Nigeriana, la música de órgano en la catedral de Bruselas, sus salas de fiestas repletas de ruandeses y no, como era previsible dado el dominio colonial belga sobre el Congo, de congoleños. Y asistimos a un cruento asalto callejero, con robo y paliza, entramos una tienda en Chinatown (La tienda, donde yo era el único cliente en aquel momento, era un microcosmos del barrio chino, un despliegue interminable de objetos curiosos), un batiburrillo inabarcable de objetos heteróclitos. Lo acompañamos en su angustioso periplo por varios cajeros bancarios, desesperado (La insospechada zona de fragilidad que había descubierto en mí me tenía atónito) por no poder recordar la contraseña de su tarjeta, visitamos distintos parques, en Central Park participamos en un picnic campestre, en el de Bowling Green contemplamos a ocho mujeres chinas bailando grácilmente. 

Y en el transcurso de los lentos desplazamientos, la mente de Julius se adentra en desperdigadas reflexiones sobre las guerras -Corea y Vietnam, la Segunda guerra mundial, los horrores de la Faluya actual-, sobre los derechos de los gais, sobre el terrorismo islámico, sobre el medio ambiente, sobre el suicidio, sobre la cuestión racial (Doctor, yo sólo quiero decirle que estoy muy orgulloso de venir aquí y ver un joven negro con esa bata blanca que lleva usted, porque para nosotros las cosas nunca han sido fáciles, y nunca nadie nos ha dado nada sin que peleáramos), sobre la esclavitud (Qué difícil se hacía ahora, desde el punto de vista del siglo XX, comprender realmente que aquellas personas, a pesar de las vidas difíciles que se habían visto obligados a vivir, eran personas de verdad, complejas en todas sus dimensiones como nosotros, afectas a sus placeres, reacias a sufrir, apegadas a sus familias. ¿Cuántas veces la muerte no habría invadido cada vida para arrebatar un esposo, un padre, un hermano, un hijo, un primo, un enamorado?), sobre la religión, las oraciones y el consuelo que proporcionan… Y en todos los casos, las ideas surgen rodeadas de escepticismo, manifestadas siempre sin convicción, sin énfasis, sin apasionamiento ni aplomo algunos, como si el “aparato ideológico” del narrador fuera muy frágil, teñido de inseguridad. 

Y ahora conocemos los recuerdos de la visita a un sastre en Nigeria, en 1989, cuando el personaje tuvo que hacerse un traje para el funeral de su padre, y los detalles de la ceremonia y la música de Mahler; y más adelante las reflexiones sobre la práctica psiquiátrica, o sobre la libertad (frente a lo “regulado” del medio laboral, del mundo cotidiano, que no permitía improvisaciones ni toleraba errores, las caminatas, por el contrario, representan la improvisación, lo inesperado, lo todavía por hacer, el mundo que se abre, imprevisto y nuevo, tras cada esquina, la libertad) y la soledad (Ver grandes masas de gente corriendo hacia cámaras subterráneas siempre me resultaba extraño, y sentía que la raza humana entera, llevada por el contrarreflejo de una pulsión de muerte, se precipitaba en catacumbas móviles. Por encima del suelo yo estaba con otros miles, cada uno en soledad, pero en el metro, apretado contra extraños, empujándolos y empujado por ellos en disputas por espacio y por aire, todos poniendo en escena traumas inconfesados, la soledad se intensificaba). 

Y prosiguen las derivaciones casi infinitas de una personalidad muy observadora y detallista, muy introspectiva y analítica (Le dije que me gustaban sus divagaciones, comentará a uno de los personajes, proyectando, en cierto modo, su propia naturaleza): sobre las plagas de chinches neoyorquinas y las especulaciones sobre la sanidad pública, sobre las abejas y las epidemias y nuestra vulnerabilidad ante ellas, (somos tan vulnerables como cualquier civilización pasada pero estamos especialmente desprevenidos), sobre sus pacientes en el hospital, sobre la locura y las diferencias neurológicas entre cuerdos y locos, sobre los cambios de luz que traen las estaciones y su influencia en su propio comportamiento, sobre la ceguera y la sordera (con el exhaustivo análisis de un cuadro de Brewster, que se “enfrenta” a uno de Goya), sobre los pájaros muertos en la Estatua de la Libertad, en un párrafo hermosísimo que despide el libro. Y todo ello aderezado con sugestivas consideraciones sobre la felicidad y la tristeza, sobre la discontinuidad de nuestras existencias, sobre el gran espacio vacío que es el pasado, sobre lo que el transcurrir del tiempo hace con nosotros y tantas otras sustanciosas cuestiones más o menos filosóficas. 

Pero la andadura de Julius lo lleva, sobre todo, al encuentro con una larga serie de muy curiosos personajes y, por lo tanto, al contacto, siquiera episódico, con esas muchas veces desconocidas existencias ajenas, lo cual da pie al autor para plantear otro de los motivos principales del libro: la apasionante novela que, si se sabe indagar, si se observa, si se escucha, encierra toda vida humana (era imposible imaginar cuántas historias pequeñas cargaba consigo gente de toda la ciudad). El elenco es casi interminable: Nadège, su pareja, con la que parece estar todo acabado, que vive en San Francisco y con la que habla por teléfono de vez en cuando; el profesor Saito, un anciano japonés, un sabio experto en literatura inglesa temprana, una especie de mentor espiritual de Julius (Yo aprendí a su lado el arte de escuchar y adquirí la capacidad de deducir una historia de lo que se omitía, otra clave del propio libro), con una vida apasionante cruzada por la participación en la Segunda guerra mundial y en la de Corea; un corredor de maratón mexicano o centroamericano con el que entabla una fugaz y banal conversación sobre el clima y las multitudes al término de la carrera en la que el extraño ha participado; el vecino Seth, un jubilado al que le molesta la música que sale del apartamento del narrador, y que acaba de perder a su mujer de un infarto, provocando el desconcierto y el sentimiento de culpa retrospectivo de Julius; un amigo, un joven profesor del departamento de Ciencias de la Tierra, con el que habla de literatura y cine, pues tenía opiniones firmes sobre libros y películas, y de jazz, un estilo musical que no deslumbra a nuestro protagonista; el doctor Martindale, con el que investiga la correlación entre los infartos y la depresión; Kenneth, un guardia del Museo de Arte Popular, nacido en Barbuda; “esa chica”, una antigua compañera de colegio, a la que recuerda a los ocho años, cuando imaginaba que pasaría el resto de su vida con ella; Pierre, un limpiabotas haitiano al que conoce en las catacumbas de la estación de Pensilvania, y con el que departirá mientras se deja lustrar los zapatos; la doctora Maillotte, su anciana compañera de asiento en el vuelo a Bruselas, que lee El año del pensamiento mágico y lo invitará a cenar en su casa de la capital belga; Faruk, el encargado del locutorio telefónico bruselense, con el que se enzarza en una discusión -de acentos siempre mitigados por su parte- sobre el islamismo terrorista y el conflicto entre Israel y Palestina; una pálida turista checa, con la que tendrá un breve encuentro sexual; un hombre mayor, judío, conmovedor en sus recuerdos de su huida de Berlín en 1937; Moji Kasali, la bella hermana de un compañero de estudios en Nigeria, con la que coincidirá en distintas ocasiones y que guardará una sorprendente revelación que desconcertará al lector al término del libro; Parrish, el anodino asesor fiscal; otro amigo, con el que hablan del árbol del paraíso (Los botánicos dicen que es una especie invasora. Pero ¿no lo somos todos?); Terrence McKinney, escritor, intérprete de poesía, activista de la causa negra e insistente y muy pesado empleado de Correos; distintos pacientes: V., estudiosa de los encuentros del siglo XVII entre los grupos nativos del nordeste —los delaware y los iroqueses en particular— y los colonos europeos, afectada de depresión; M., un hombre de treinta y dos años, recién divorciado y propenso a desvariar; el señor F., supuesto enfermo de Alzheimer, pero real víctima de la tristeza. Detrás de cada uno de ellos hay una historia -al menos una-, de la que, a veces en tenues pinceladas a veces de un modo más prolijo, el narrador nos da cuenta en otro de los hilos fascinantes -la novela como sucesión de historias- a los que se abre el libro. 

Entre los encuentros y las divagaciones filosóficas se cuelan también las evocaciones de la familia -el padre nigeriano, la madre alemana-: los recuerdos de África, la añoranza de la abuela -la oma- no se sabe si muerta, en cualquier caso desaparecida (En ese instante tuve una iluminación fugaz, un sentimiento de que, si mi oma (como acostumbro llamar a mi abuela materna) estaba todavía en este mundo, si estaba en un algún hogar de ancianos de Bruselas, tenía que verme otra vez, o yo tenía que hacer el esfuerzo de verla. Acaso verme fuese para ella una especie de bendición tardía. No tenía la menor idea de cómo podía llegar realmente a localizarla, pero la posibilidad me pareció repentinamente tan real como la promesa de reunimos mientras apretaba el paso por el andén para subir a un vagón lejano). Y aparecen así distintos elementos de la mitología de mi infancia: la película Triunfo y caída de Idi Amin, sobre el sanguinario déspota ugandés; el distanciamiento entre el protagonista y su madre, antes de que aquel abandonase Nigeria a los diecisiete años para estudiar en Estados Unidos, en otro elemento concomitante con la biografía de Teju Cole; el traslado de la abuela a Bélgica, años atrás, y la falta de noticias desde entonces; la tragedia constituyente de la estirpe, con la madre nacida en Berlín sólo unos días después de que los rusos tomaran la ciudad, a comienzos de mayo de 1945, probablemente fruto de la violación de la abuela; la infancia de indigencia absoluta, la mendicidad y el vagabundeo con su madre por los escombros de Brandemburgo y Sajonia; su huida a Estados Unidos con poco más de veinte años para dejar atrás el Julianna Müller, convertido en Julianne Miller; las raíces africanas muy presentes, su rastro vivo en el color de la piel pero también en las tradiciones nigerianas, en el sincretismo de sus dioses, en la mitología del país y la lengua yoruba, en la memoria de los años vividos en África, que comparecen en distintos pasajes del libro. 

Y salpicando el texto brotan aquí y allá innumerables referencias cultas sobre cine, música, literatura, arte o historia, que no se limitan a la mera cita episódica o circunstancial, sino que, con frecuencia, llevan consigo un comentario profundo, un análisis inteligente, una reflexión honda y rigurosa. El último rey de Escocia, la película de 2006 de Kevin Macdonald, también con Idi Amin como eje principal, Joan Crawford y Fred Astaire, Wong Kar Wai, y, sorprendentemente, nuestro Víctor Erice y su El espíritu de la colmena, son algunas de las alusiones cinematográficas. Tahar Ben Jelloun, Walter Benjamin, Mohammed Choukri, Joan Didion, Roland Barthes, Borges, Jane Austen, Freud, Paul Claudel, W.H. Auden, Italo Calvino, Primo Levi, Camus, Nietzsche, Nabokov, Milton, el Melville de Moby Dick, Paracelso o el muy conocido episodio de la vida de San Agustín, asombrado ante San Ambrosio y su lectura silenciosa, son algunas de las menciones literarias. Y el universo de la música, sobre todo la clásica y en menor medida el jazz, aparece en los nombres de intérpretes, discos, conciertos, grabaciones, directores: Mahler, y Das Lied von der Erde, Bach y su Cantata del café, el Himno vespertino de Purcell, Shostakovich, Chopin, Beethoven y muchos otros menos conocidos (al menos para mí) pero bien indicativos de la genuina erudición del autor: Peter Maswell Davies, Judith Weir, Harry Partch, Shchedrin, Ysayë; y también, fuera del ámbito clásico u operístico, Fela Kuti, Ray Charles, Blind Lemmon Jefferson, Sarah Vaughn, Art Blakey, Bill Evans, Chet Baker, Cannonball Alderley. Y el arte, presente en visitas a muchos museos, menciones a pintores, los ya referidos Goya o Brewster, Vermeer, el fotógrafo Munkácsi, que influyó sobre Cartier-Bresson y lo que sería su “ideal del momento decisivo”, tan conectado conceptualmente, por otro lado, con la propia naturaleza de la propuesta literaria de Cole: De toda la historia, un momento quedaba capturado, pero los momentos anteriores y posteriores desaparecían en la corriente del tiempo: sólo el momento elegido era privilegiado, preservado, por la sola razón de que lo había captado el ojo de la cámara

Y no hay tiempo ya para mencionar las copiosas calas en la historia de los Estados Unidos a partir de los vestigios apreciables en cada rincón de la ciudad, en cada esquina, en cada edificio medio ruinoso, en cada escultura: Trinity Church y sus vínculos con la “industria” ballenera en el siglo XVII; Long Island y el exterminio, a finales de ese mismo siglo, de los indios canarsie y hackensack, a cargo de Van Tienhoven, secretario para la Compañía Holandesa de las Indias Orientales; el City Bank y la ambigua historia de uno de sus presidentes, Moses Taylor, enriquecido con los esclavos que vendía para sostener el negocio azucarero en Cuba; una plaza bulliciosa en East Broadway, cercana a Chinatown, con la estatua de Lin Zexu, el activista antinarcóticos del siglo XIX, héroe de la Guerra del Opio en la primera mitad del siglo; el monumento en medio de una pequeña isla de tráfico, un homenaje a un antiguo cementerio de africanos que en los siglos XVII y XVIII ocupaba un terreno de más de dos hectáreas en el que todavía era común hallar restos humanos; infinidad de solares, callecitas, emplazamientos desapercibidos, restos de edificaciones o viviendas, manifestaciones notorias de la biografía de una ciudad que -como todas- ha ido creciendo a partir de la destrucción y el progreso, el derribo y el levantamiento, la muerte y el nacimiento y la re-creación y la vida (y de nuevo el World Trade Center como símbolo y motivo nuclear del libro: El solar era un palimpsesto, como la ciudad toda: escrito, borrado, reescrito, en un muy esclarecedor fragmento que os dejo al final de esta reseña). 

Nueva York, pues, como ciudad abierta -expresión que aparece en el texto, aunque referida a Bruselas (Si durante la Segunda Guerra Mundial los gobernantes de Bruselas no la hubiesen declarado ciudad abierta y por lo tanto exenta de bombardeos, tal vez habría quedado reducida a escombros. Podría haber sido otra Dresde. Lo cierto es que permaneció como una visión de los períodos medieval y barroco, una vista sólo interrumpida por las monstruosidades arquitectónicas que erigió Leopoldo II a fines del siglo XIX)- en una más de las muchas claves de un libro, por tantos motivos, excepcional. 

No dejéis de leerlo, pues; espero que mi exposición de las razones para hacerlo haya resultado convincente. Entre las copiosas referencias musicales de la novela os dejo con un aria, la tercera Von der Jugend, de Das Lied von der Erde, la obra de Mahler a la que Cole dedica interesantes reflexiones en el libro. Os la ofrezco en la misma versión que aparece en el texto, con Otto Klemperer dirigiendo la New Philharmonia Orchestra y con las voces de Christa Ludwig, mezzo, y Fritz Wunderlich, tenor. 


No era la primera vez que se borraba el solar. Antes de que se construyeran las torres, esa parte de la ciudad había estado atravesada por una bulliciosa red de callecitas. Robinson Street, Laurens Street, College Place: en los años sesenta todas habían sido obliteradas para hacer lugar a los edificios del World Trade Center y ahora nadie las recordaba. También había desaparecido el viejo mercado de Washington, los muelles activos, las pescaderas, el enclave de cristianos sirios que se habían establecido allí a fines del siglo XIX. Se había empujado a sirios, libaneses y otras gentes de Levante al otro lado del río, a Brooklyn, donde habían arraigado en Atlantic Avenue y Brooklyn Heights. Y antes, ¿qué? ¿Qué sendas de los lenapes había enterradas bajo los escombros? El solar era un palimpsesto, como la ciudad toda: escrito, borrado, reescrito. Allí había habido comunidades antes aun de que Colón izara las velas, antes de que Verrazano anclara sus naves en los estrechos o Estêvao Gómez, portugués mercader de esclavos negros, remontara la corriente del Hudson; allí habían vivido seres humanos, construido casas y peleado con los vecinos mucho antes de que los holandeses viesen en las magníficas pieles y la madera de la isla y su tranquila bahía una oportunidad para hacer negocios. Generaciones enteras se precipitaron por el ojo de la aguja y yo, parte de la multitud todavía legible, entré en el metro. Quería encontrar la línea que me conectaba con mi propia parte de esas historias. En algún lugar al borde del agua, agarrado a lo que sabía de la vida, con un chasquido agudo, había vuelto a asomar el niño. 

Teju Cole. Ciudad abierta

miércoles, 27 de noviembre de 2019

RICHARD STERN. LAS HIJAS DE OTROS HOMBRES

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo una novela de un autor norteamericano, Richard Stern, publicada por primera vez en su país de origen en 1973 y presentada en España en este 2019 por la siempre solvente editorial Siruela. Su título es Las hijas de otros hombres y ha visto la luz en nuestro idioma en la traducción de Laura Salas. 

Yo no conocía a Richard Stern antes de leer su libro, y sigo sin conocerlo -su personalidad en la vida “real”- más allá de la breve nota biográfica que proporciona su editorial: nacido en 1928 y muerto en 2013, impartió clases en la Universidad de Chicago durante más de cuarenta años y fue amigo de Borges, Beckett y Pound y admirado por John Cheever, Saul Bellow, Bernard Malamud, Joan Didion o Flannery O’Connor. Autor casi de culto, no demasiado divulgado, ni por tanto popular, en España, es sin embargo muy valorado por críticos y escritores que lo tienen como uno de los grandes nombres de la literatura estadounidense, siendo Las hijas de otros hombres reconocida como su gran obra maestra en su no muy larga producción que incluye novelas, cuentos y ensayos. 

El libro nos sitúa a finales de la década de los sesenta en el muy particular mundo de los intelectuales y profesores de la Universidad de Cambridge, Massachusetts. El doctor Robert Merriwether, médico fisiólogo, tiene cuarenta y dos años y está casado desde hace veinte con Sarah, que en su momento abandonó su prometedora carrera docente en la universidad para centrarse en sus cuatro hijos. Su vida, pese a una frialdad y un distanciamiento crecientes con su mujer, es relativamente idílica, desenvolviéndose en una apacible normalidad familiar y una fecunda y prestigiosa dedicación profesional como profesor e investigador universitario -especializado en la dipsología, el estudio de la sed-, desempeño que compatibiliza con un trabajo parcial en su consulta médica. En el verano de 1969, cuando su mujer y sus hijos están de vacaciones en Duck Isle, en Maine, la joven Cynthia Ryder, una estudiante veinteañera en el esplendor de su lozanía y belleza juveniles, llega a su consulta, se enamorará de él y lo hará ostensible y descaradamente partícipe de su sentimiento. Robert, pese a sus reticencias iniciales, acabará por entregarse a una pasión que lo arrastrará y removerá los aparentemente sólidos cimientos sobre los que se fundamenta su vida entera. 

Resumida así de modo somero una trama argumental nada excepcional y más bien consabida (el amor entre un adulto y una joven, entre profesor y alumna, el romance veraniego, el adulterio perturbador, la pasión que ilumina y destruye, que crea y que rompe y distorsiona, entre tantos otros lugares comunes que confluyen en una historia muchas veces recogida, con distintos matices, en la literatura y en el cine) hay que decir no obstante que lo sobresaliente en Las hijas de otros hombres es su desarrollo -la novela entera, pues-, que constituye una prodigiosa disección, desde todas sus perspectivas y en todas sus etapas, del enamoramiento, de la pasión, de la infidelidad, de la ruptura de una familia por causa de un romance adúltero. El libro es una excepcional descripción y un lúcido y exhaustivo análisis, detallado, riguroso y profundo, de las dudas, la culpa, las decepciones, la ilusión, el estremecimiento, la intensidad, la alegría, el desencanto, el arrepentimiento, el dolor y la felicidad -entre otras muchas emociones- que conlleva la pasión amorosa cuando brota irrefrenable rompiendo un matrimonio, una experiencia a la que casi nadie escapa -para bien y para mal- en la vida (y quizá exagero, extrapolando mis propias vivencias individuales). 

El magistral “bisturí” de Stern se adentra en el proceso entero de ese vendaval amoroso, permitiendo que el lector aprecie sus fases. En primer lugar, la normalidad de la plácida existencia previa de Merriwether, los muchos motivos de satisfacción que le proporciona su tranquila vida familiar, el altamente estimulante ambiente intelectual de Boston y su principal universidad, el confortable refugio que todo ello -familia y trabajo- ofrece frente a un mundo que afuera, convulso, cambia de modo acelerado. Más adelante, en una segunda instancia, los efectos de la impetuosa irrupción del amor, tanto los benéficos: la exaltación, la energía, la vitalidad, la fuerza, el desbordamiento, la desatada libertad, el frenesí, el deseo, la ternura, la exacerbación de los estímulos, la aventura; como los destructivos: la impaciencia, la ansiedad, el desorden, la neurosis, la montaña rusa emocional, las suspicacias, la incertidumbre, la desmedida exigencia. Luego -y los planos no siempre se suceden en el tiempo, sino que se imbrican y superponen, se mezclan y confunden- los problemas que ocasiona el arrebato enamorado cuando lleva consigo la disolución de una pareja, de una familia y de, en el fondo, varias vidas: los cambios, el sufrimiento infligido, los hijos desguarnecidos, la pérdida del hogar, el pasado borrado o arrumbado en los recuerdos, la devastación del “lugar en el mundo” que hasta entonces se ocupaba. Y todo ello presentado con un telón de fondo también dibujado con precisión, un escenario “sociológico”, el de la “década prodigiosa”, los años sesenta del pasado siglo, que no solo “ambientan” la trama, sino que forman parte de ella, en un continuo que une la peripecia íntima de los protagonistas con la dimensión social y pública de la que, en cierto modo, sus vivencias personales son consecuencia. Quiero comentar brevemente cada uno de estos notables frentes de la novela. 

La aburrida normalidad de Merriwether -que se esboza de modo magistral con unos pocos apuntes en las páginas iniciales- es, sin embargo, fecunda y objeto de la admiración de sus amigos y colegas. Emblema vivo de la culta intelectualidad universitaria norteamericana (en el libro hay citas o menciones a Maquiavelo, Shakeaspeare, John Locke, Balzac, Maine de Biran, Rémy de Gourmont y Stendhal, T. S Elliot, Freud, Dante, Montaigne, Emerson y Thoreau, Vermeer, Gershwin, Cole Porter, Safo, Muriel Spark, Josef Von Sternberg, Robert Lowell, William James, Virgilio, Homero, H. G. Wells, Goethe, Matisse, Renoir, Manet, Monet, Maupassant, Chaplin, Jane Austen, Kate Millet, Germaine Greer, Gloria Steinem, John Galsworthy, Colette, Bach, Schubert, Dickens, Saikaku, Madame de Lafayette, Mérimée, Aubrey Beardsley, Virginia Woolf, Henry James, la Biblia, el Bhagavad-Gita, en una enumeración desordenada; los personajes “leen” Macbeth, Cimbelino, Cuento de invierno, Las afinidades electivas, La plenitud de la señorita Brodie o Lolita, entre otros; y hay disquisiciones sobre la etimología del nombre Cynthia, sobre los comerciantes griegos del siglo V, sobre las escrituras sagradas orientales, sin contar las muchas reflexiones de carácter científico), profesor hasta la médula, con una personalidad segura que rezuma sabiduría y que transmite conocimiento (no dejaba de instruir, de señalar, de «aclarar»), la investigación es el centro de su vida, en concreto los estudios sobre la sed, un patrón vital primigenio, metáfora en cierto modo de la vida que, así, no sería otra cosa que una sed gigante en sí misma (y esta afirmación, que leemos apenas abierto el libro, nos pone en antecedentes, de modo sutil y elegante, sobre lo que vamos a encontrarnos en él: el amor, una sed gigante). Sin embargo, su feliz dedicación profesional empieza a registrar ciertas grietas: la férrea disciplina y las costumbres que lo “articulan” se tambalean (Las costumbres te conducen a lo largo de la vida, no a su núcleo), los nuevos proyectos -ha publicado más de cien artículos en su exitosa carrera- ya no lo fascinan, y, en definitiva, deja de tener los cinco sentidos puestos en su investigación

Otro tanto ocurre en el ámbito familiar. En una “escena” inicial que parece sacada de una ilustración, entrañable y también algo empalagosa, de Norman Rockwell, y que os dejo como cierre a esta reseña (el texto y no la imagen, obviamente), Stern perfila la felicidad del núcleo familiar de los Merriwether en el agradable y tradicional Boston universitario: la casa señorial, con noventa años a sus espaldas, bien situada, el pequeño jardín, el salón caldeado por el fuego de la chimenea, los buenos muebles desgastados por el uso frecuente, los retratos de las paredes, la acogedora decoración transmitiendo la seguridad acomodada del orden burgués, la confortable atmósfera de recogimiento e introspección propia de un entorno cultivado, intelectual, los poderosos lazos afectivos uniendo al grupo, y en ese escenario idílico, los personajes: Albie, el hijo mayor, leyendo a Maquiavelo; la guapa Priscilla interesada en unos folletos de la NASA -quiere ser astronauta-; la adolescente Esmé, una belleza en potencia, soñadora aún, abismada en las páginas de Glamour; el pequeño George que, precoz, corrige el manuscrito de un libro infantil escrito por un vecino de los Merriwether; y también Sarah, la esposa, en segundo plano, ocupándose de los hijos y de la casa, de sostener -ahora, tras veinte años de matrimonio, ya a regañadientes- esa estabilidad, dejando de lado su profesión, interesándose durante dos décadas por las investigaciones de su marido, por sus logros, por los cotilleos del departamento, y también haciendo la cena y la limpieza, y la colada, mientras los niños crecían y se iban, y alimentando de un modo casi imperceptible un resquemor, un hastío y, con posterioridad -cuando la infidelidad de Robert aflore- un odio hacia todo ese ficticio equilibrio que empieza a creer construido sobre una injusticia. 

Pero, en apariencia -y más allá del educado rechazo de su mujer, que se traduce, entre otros “síntomas”, en la larga ausencia de relaciones sexuales-, Merriwether ha encontrado en ese entorno una muy conveniente estabilidad, disfruta allí de una seguridad ancestral. Bebe un buen vino, se relaja releyendo un Shakespeare menor y olvidado, se adormece con el calorcillo de la chimenea, se deja llevar por la serena calma del hogar. La simplicidad de sus cómodas rutinas constituye una defensa frente a un mundo que, más allá del amparo de sus protectoras cuatro paredes, avanza y cambia a velocidad de vértigo, con la libertad en las formas, el hippismo, las nuevas costumbres, las modas atrevidas, la liberación femenina (Cynthia llegará a su consulta buscando una receta para la píldora anticonceptiva), las protestas juveniles en las calles, el rechazo a la guerra del Vietnam, la exaltación narcisista de la propia personalidad como emblemas de una época que será germinal: «¿De qué va todo esto?», se asombraba el doctor Merriwether mientras caminaba absorto hacia la clase, el laboratorio, su casa o el centro de salud de Holyoke. ¿Por qué esta desesperada necesidad de parecer especial? ¿Es tan difícil ya ser uno más? ¿Por qué tanto ruido? ¿Por qué exigíamos tantísimo de los demás? ¿Era porque había tanta expresión en el mundo que uno se veía obligado a ir más allá, y aún más allá, para poder pensar siquiera en sí mismo como persona? Parapetado en su “refugio”, al abrigo de las convulsiones que se están produciendo en las costumbres sociales, contempla perplejo y aturdido la libertad reinante: El pobre Merriwether no era capaz ni de mencionar una necesidad tan simple, tan fisiológica; se limitaba a apretar los labios mientras contemplaba las piernas desnudas de las muchachas en las librerías, los pechos bamboleantes, las barrigas al aire, y luego se iba a casa a desentrañar el significado de todo aquello. Su casa, su armadura, el ámbito “higiénico” donde la realidad no daña, su defensiva trinchera frente a la transformación de la sociedad, su hospitalaria “cajita”: El domingo fue difícil para Merriwether. Al día siguiente volvería a su propio rectángulo: casa-clase-laboratorio-club. La vida en cajitas. Aunque no vacías. Cajitas que contenían a sus hijos, su casa, sus libros, su trabajo, y, como los premios de los cereales, cenas, chistes, músicas, películas

Una vida buena, equilibrada, afortunada. Una vida buena, equilibrada y afortunada, pero que, últimamente, tampoco le deja conforme, ni llega a sentirse colmado con ese bienestar superficial: El salón, los chisporroteos del fuego, los minúsculos tintineos y repiqueteos que llegan de la cocina al preparar la cena, y la belleza y seriedad momentánea de sus hijos diluyen la ansiedad que lleva meses atenazándolo. La satisfacción, la ¿felicidad?, descritas con maestría en esos leves pero muy atinados y reveladores esbozos del capítulo introductorio del libro, se vienen abajo con la aparición de Cynthia Ryder, una joven por la que está casi dispuesto a abandonar los miles de fórmulas que componen este hermoso momento humano. Y la descripción de ese abandono, incluido ese “casi” tan significativo, constituye el segundo extraordinario eje de interés de la novela. 

El precio de su bienestar hasta entonces ha sido su insensibilidad, una suerte de narcótica indiferencia ante los sentimientos (A sus cuarenta y dos años, era emocionalmente un feto. —Ya es hora de que sienta algo más que hambre a la hora de cenar. No es que no hubiese sentido ternura, tristeza, pasión, amor, incluso desesperación, pero si le hubiesen preguntado si había experimentado los sentimientos de la gente sobre la que había leído, oído hablar o visto en los noticiarios de la guerra, habría respondido: «Por supuesto que no») que se quiebra de repente con la sacudida del amor. El amor, una fuerza que lo desestabilizaba todo, el formidable impulso natural común a los animales, los estímulos que ponen al rojo vivo el transmisor genético, la hiperestesia, la sensibilidad a flor de piel, el irrefrenable deseo, el desbordamiento emocional, el “hambre” de vida, se describe en toda su tentadora atracción, que alcanza su punto culminante en el episodio que constituye la segunda parte del libro, en la que los amantes, refugiados en el palpitante verano -un verano que opera como metáfora inequívoca de la vida brotando imparable- de Niza, a donde Robert se ha desplazado por razones de trabajo, vivirán la rebosante riqueza de esa existencia libre a la que siempre aspira la experiencia romántica: el sol ardiente, la naturaleza exultante, las noches estrelladas, la ausencia de obligaciones, de responsabilidad, de culpa, el eterno presente, el tiempo suspendido, inexistente, el éxtasis amoroso, la plenitud de los cuerpos, el arrebato sensorial, el sexo inocente y colmado, la comida sencilla y primordial, el frescor del vino, la embriaguez perfumada de las flores, el suave acompañamiento musical de los insectos en sus cortejos… la ansiada felicidad (de la que se contagia, algo envidioso, el lector, ese lector identificado con el protagonista, y por tanto emocionalmente alterado y transportado por la novela a ese paradisíaco escenario de gozo intenso). 

Y sin embargo, en el seno de esa alegría casi edénica, Merriwether experimenta también la faceta sombría de esa venturosa pulsión abrumadora que nos deslumbra y -también- “entontece”: la ansiedad por la ausencia, la impaciencia antes de cada nuevo encuentro, el miedo a la pérdida, la zozobra por la abismal diferencia de edad, la incompatibilidad de caracteres, de intereses, de motivaciones, de experiencias, de valores incluso, la terca racionalidad dictando su ley: es imposible, no puede progresar, no conduce a nada, las aceleraciones y deceleraciones de una sentimentalidad exacerbada, el insoportable desorden vital al que la pasión conduce, la neurótica adicción, la dependencia enfermiza. Todo ello cae también bajo la implacable mirada de un autor que no deja de escudriñar con minuciosidad de entomólogo en cuanta faceta aparece de la vivencia amorosa, romántica, erótica… 

Y luego -tercer ámbito del libro- está la singularidad del amor cuando viene para romper la estabilidad matrimonial. Aquí Stern vuelve a ser ejemplar en su exhaustiva profundización en las inquietudes, las dudas, los miedos y las culpas de su protagonista, impulsado hacia adelante por la frenética potencia de su pasión y a la vez renuente a abandonar un pasado, pese a todo, rico y productivo. Así, en la novela comparecen el vértigo por la previsible desaparición de todo lo conocido (Aquella habitación se venía abajo, todo se venía abajo); la angustia por la pérdida (Se sintió como si estuviese viendo un accidente por el retrovisor; la vida de ambos quedaba allí detrás, aplastada); el terror por la aniquilación de los cimientos sobre los que se fundamenta una existencia construida durante décadas (En su mente, visiones de una vida arruinada, sin niños, sin casa, sin dinero. Despojado de todo); el dolor por el daño causado a los hijos (Merriwether miró la pequeña habitación, las paredes empapeladas con las figuras alargadas de dibujos animados del Yellow Submarine y con pósteres de jugadores de fútbol americano. El banco de herramientas, los juegos, los libros. George. ¿Es que había algo en el mundo que mereciese causarle pena a una persona tan querida?); la culpa ante la conciencia del desequilibrio y la injusticia de su matrimonio con Sarah (magistrales las páginas en que ésta da rienda suelta a su insatisfacción de décadas y esgrime, con odio pero en sordina, su largo memorial de agravios); la añoranza de su felicidad retrospectiva y quizá ficticia, inventada en el recuerdo (Aun ahora, el doctor Merriwether podía ver que había echado por la borda a la mujer decente, honrada y de buen humor con la que se había casado; una mujer que no se quejaba nunca, jamás, que nunca pedía nada; y que además contaba con una virtud excepcional. Él había adorado su decencia, su aspecto, sus dones, los poemas franceses que se retorcían en su boca. Había conformado un espacio literario para él; nunca había disfrutado tanto los poemas como cuando ella se los leía en voz alta. Ni la música. Sin ser una virtuosa, tocaba con gusto y sensibilidad. Mientras él estaba arriba, marcando sus revistas, algo que ella tocaba abajo le rompía el corazón con su belleza), la nostalgia de una vida a dos, regida por el plural marital; la desconcertada perplejidad ante el torbellino emocional y vital que lo zarandea (Pero ¿qué fuerzas eran las que hacían que el amor creciese y muriese?); la turbadora e inexplicable conmoción que produce lo acelerado del cambio (A las doce menos diez era un profesor comedido de mediana edad suavizado por la vida estadounidense y la flor y nata de Harvard que se inclinaba para coger el correo, y a las doce menos cinco era de nuevo el burgués clandestino, apasionado por una muchacha un año mayor que su hijo, poetizado, transfigurado, destinado a desordenar lo que hasta aquel momento había regido su ordenada vida, un viejo verde grotesco, un personaje típico de historia); las dudas ante la irreconciliable contradicción entre su universo de hormiga productiva, habituado a la edificación de refugios protectores, y el “cigarrismo” de su joven amante, que disfruta la vida sin freno, sin futuro (Hormigu-ismo. La fourmi, que no deja de aprovisionar para los inviernos perpetuos. Yo esperaba convertirte al cigalisme, es decir, al cigarrismo. Lema: ahora es invierno. Pasémoslo en grande, y no detrás de las sombras. Acéptate); la lacerante sospecha de que la vorágine pasional está llamada naturalmente a una extinción que conduce al vacío por agotamiento o, si las cosas funcionan, al levantamiento de una nueva estabilidad, que a su vez será asediada por un nuevo ciclón amoroso, romántico o sexual, y así una y otra vez, hasta llegar a la indiferencia -¿la serenidad?- final (Nunca será capaz de satisfacer a nadie; nadie podrá satisfacerlo nunca. El prurito es innato en la carne humana. Cynthia y él no se pondrán nunca de acuerdo en cómo complacerse el uno al otro, Sarah y él duraron tanto a causa del propio silencio que acabó por separarlos); la desasosegante convicción de que la vida, cualquier vida, está condenada -por imperativo biológico- a ser una sucesión continuada de estos procesos convulsos: el crecimiento, la muerte, la construcción, la descomposición, el amor, la pérdida, la infancia, los recuerdos, la transmisión, la evolución, la hermosa y triste historia del ser humano. 

Excelente novela, pues, Las hijas de otros hombres, de Richard Stern. No dejéis de leerla. Como ilustración musical de mi comentario os dejo con Get Togheter, un himno de los Youngbloods, un grupo que suena en una escena significativa del libro.

En aquel cálido salón, plateado y lleno de rincones, padres e hijos habían formado una media luna irregular alrededor del fuego. Albie, el mayor, que ha vuelto a casa desde Williams, está estirado en un sofá leyendo los Discursos de Maquiavelo. Es corpulento y desgarbado; su rostro es anguloso, con ojos suaves, miopes y de un marrón profundo. En política es conservador —se opone con serenidad a todas las tendencias apreciables—, y sus modales destacan por una oblicua ironía. Priscilla le dice que parece moderno pero apesta a medieval. Priscilla se halla a menos de un metro del enrejado de la chimenea. Lleva un chaleco de ante verde y unos pantalones que forman anchas campanas alrededor de sus pies desnudos. Las llamas levantan virutas doradas en su largo cabello castaño y chispas doradas en sus ojos verdes. Está leyendo unos folletos sobre fatiga de materiales que le ha enviado la NASA. Ha pasado años manteniendo correspondencia con ellos porque pensaba hacerse astronauta, ha estudiado los ejercicios, las matemáticas y la ingeniería que le indicaban sus especialistas en educación, y, aunque últimamente es la poesía lo que ocupa la mayor parte de su tiempo, tiene la cabeza todavía en órbita. 

Junto al retrato del abuelo Tipton está sentada Esmé. A punto de alcanzar una belleza mayor que la de Priscilla, es una tabla alta que termina en botas de presentador de circo. Por los botones desabrochados del escote de una basta camisa azul se distingue un pequeño sujetador. Es más rubia que Priscilla y tiene los rasgos más definidos que ella; también es más soñadora, y está leyendo la revista Glamour. 

El pequeño, George, tiene un flequillo que le llega hasta las cejas, los ojos azules de su padre y la complexión robusta de su madre. Lápiz en mano, está corrigiendo el manuscrito de un libro infantil escrito por un vecino de los Merriwether que ya ha dedicado un libro «a mi meticuloso crítico, G. M.». 

 

Richard Stern. Las hijas de otros hombres