tag:blogger.com,1999:blog-41035489457446122182024-03-16T18:37:07.299+01:00Todos los libros un libroAlberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.comBlogger567125tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-26213382081208590382024-03-13T20:24:00.000+01:002024-03-13T20:24:28.108+01:00<div style="text-align: justify;"><b style="font-size: xx-large;">GASÁN KANAFANI. <i>UNA TRILOGÍA PALESTINA;</i> ADANÍA SHIBLI. <i>UN DETALLE MENOR</i>; JOE SACCO. <i>PALESTINA</i> y <i>NOTAS AL PIE DE GAZA</i> </b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libro</i>, que sale al aire un miércoles más desde la emisora de la Universidad de Salamanca. Esta semana quiero ofreceros la continuación de la serie que iniciamos hace siete días con el conflicto palestino-israelí como centro. Al cumplirse entonces, 7 de febrero, los cinco meses del infausto y criminal ataque terrorista de Hamás sobre los kibutz israelíes cercanos a la frontera con Gaza, una bien preparada operación militar que supuso la quiebra de las defensas de Israel, el lanzamiento de cohetes, el asalto a complejos estratégicos, la toma de rehenes, las innumerables violaciones y el cruel asesinato de 1.400 personas; y tras las igualmente sangrientas y despiadadas operaciones del Estado judío contra la franja de Gaza en represalia por la brutal acción terrorista, también con miles de víctimas, quise dedicar un primer programa -que tendrá su continuación en el de esta tarde y en el de la semana próxima- a libros relacionados con el ya ancestral conflicto, foco permanente, desde hace más de un siglo, de la agitación, los enfrentamientos, la inestabilidad y, en definitiva, la guerra en aquellos territorios del Oriente Medio. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El miércoles pasado os hablé aquí de tres libros, recuperados de muy anteriores emisiones del espacio, cuya lectura nos permitía trasladarnos a esa región y contemplar, siempre desde el ámbito de la ficción, las vivencias de quienes, a uno y otro lado de la disputa -también, en ocasiones, de las trincheras-, habitan esa convulsa zona. De esas tres obras -novelas todas, invención, pues, pese a los distintos grados en que se refleja en ellos la realidad histórica, documentada-, dos reflejaban la perspectiva israelí -<i>Daniel Stein, intérprete</i>, de Liudmila Ulítskaia, y el excepcional <i>La vida entera</i>, de David Grossman-, mientras que el tercero, <i>El parisino</i>, escrito por Isabella Hammad, anglopalestina, completaba el enfoque plural al verter una mirada diferente sobre el asunto en su narración -ficcionalizada- de la vida de uno de los bisabuelos de la autora, original de Naplusa, en Cisjordania. En ninguno de los tres casos el planteamiento desde el que cada autor contaba la correspondiente historia era cerrado, rígido, intolerante o maniqueo, intransigente o fanático, descalificatorio o abiertamente hostil ante la postura de la otra parte. En un asunto de tal complejidad como el que nos ocupa, con raíces muy profundas en el tiempo, con infinidad de derivaciones, agravios, resquemores, repercusiones, con tantos sentimientos y emociones, implicaciones, argumentos e intereses encontrados en juego, no cabe, a mi juicio -al menos para quien no está afectado directamente y observa los hechos desde una distancia más o menos aséptica- el sostenimiento de tesis categóricas e inflexibles, la defensa ciega de certezas o convicciones férreas, siendo imprescindibles, por el contrario, la duda razonada, el examen ponderado, la empatía, el análisis equilibrado y ecuánime, comprensivo y bienintencionado, aún a sabiendas de la dificultad de la tarea. <i>No hay nada – absolutamente nada– que pueda decirse sobre el conflicto que no encone a uno u otro bando</i>, escribió Colum McCann en un muy sentido artículo en El País, <i>Maldecidos por la esperanza</i>, aparecido el pasado 29 de octubre. En él, nos da cuenta de cómo sus dos amigos de los que habla en su texto, palestino el uno e israelí el otro, enfrentados a la cruda realidad de los terribles acontecimientos, acaban por concordar: <i>Rami y Bassam tienen un paradigma que repiten constantemente cuando viajan por el mundo hablando de su difícil situación. “No tenemos que amarnos”, dicen. “Ni siquiera tenemos que caernos bien, aunque ojalá pudiéramos. Pero lo que sí tenemos que hacer, para evitar que hablemos a dos metros bajo tierra, es entendernos el uno al otro. Esto es lo más crucial. Debemos conocernos el uno al otro. No es suficiente, pero es algo”</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y, en el mismo sentido, me ha interesado -por cuanto, en lo esencial, comparto sus tesis principales- otro artículo, <i>Soñé con el miliciano de Hamás</i>, escrito por Amanda Mauri, también en El País, el 8 de noviembre. En particular, las palabras con las que se abre representan a la perfección mi visión de los hechos: <i>Confieso que cada vez me interesa menos hablar de certezas. El aplomo, la convicción, la afirmación categórica son virtudes —o poses— que solían deslumbrarme no hace tanto, pero que han ido perdiendo lustre, fuerza a medida que los años pasan y, con ellos, se cultiva en mi mente una sombra que crece por momentos: la de la duda. Como si atravesándome el pensamiento con su trino incómodo, un grillo extraviado hubiese decidido alojarse ahí, entre los pliegues de mi consciencia o conciencia, donde antes no crecían hierbajos ni maleza y podía una transitar por autopistas bien señalizadas sin dar rodeos. De a a b. Sí es sí. Blanco o negro. Etcétera.
Lo digo con cierta nostalgia, porque qué sencillo resulta tener las cosas claras. Cuánto tiempo y angustia pueden ahorrarse con sólo decidir de antemano qué pensar, qué posición ocupar, a qué discurso adscribirse</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Estas nociones de duda, de indecisión, de incertidumbre, de vacilación intelectual, están presentes -en algún caso muy mitigadas y de manera ciertamente difusa, dado el horror y lo espeluznante de los hechos que en ellos se narran, lo que lleva a sus autores a decantarse de modo taxativo y concluyente por una posición militante e irreductible- en los cuatro títulos que hoy quiero proponeros, dos de ellos escritos por sendos autores árabes palestinos y los otros dos por un norteamericano, escogidos con la intención, inequívoca por mi parte, de ir completando entre los tres programas de la serie una muestra más o menos equitativa de autores que defienden a cada una de las partes en conflicto. Se trata de <i>Una trilogía palestina</i>, de Gasán Kanafani, publicado por la gijonesa editorial Hoja de Lata en 2015 (hubo, hace más de veinte años, una primera edición, hoy inencontrable, en el seno de las desaparecidas Ediciones Libertarias); del durísimo y controvertido <i>Un detalle menor</i>, de Adanía Shibli, un libro que en España salió también en la editorial Hoja de Lata en 2019, y que el pasado mes de octubre saltó a las primeras páginas de los medios de comunicación al haber sido “cancelada” su presencia en la Feria del Libro de Fráncfort, cuyos organizadores anularon -o pospusieron, según las fuentes- la ceremonia de entrega de un premio a su autora a causa de la guerra entre Hamás e Israel; y por fin, de dos magníficas novelas gráficas, del historietista, periodista y celebrado autor de cómics Joe Sacco: <i>Palestina</i> y <i>Notas al pie de Gaza</i>, aparecidas 2015 y 2020, respectivamente, la primera en Planeta y la segunda en Reservoir Books, un sello de la editorial Penguin Random House. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgwONVg1ZdNgiOHb2ZC54ai2yxWS-NccJmXiYlRKso5xMB2OHz8JkKp7MgP9jrszQ0HmYdozsq5-_1VXy1mwH9ZTZE6dq_qoVeK1KH4gYDpHxKT5vep_itAb8OqxpFw2jxAg9Oe3NgYzHsxDdyAb5xbnI3NJTHyKcQ-_oaSxlMdpgN51PYRUhrilNHjGMzd/s806/Programa%20556.%20Gas%C3%A1n%20Kanafani.%20Una%20trilog%C3%ADa%20palestina.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="806" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgwONVg1ZdNgiOHb2ZC54ai2yxWS-NccJmXiYlRKso5xMB2OHz8JkKp7MgP9jrszQ0HmYdozsq5-_1VXy1mwH9ZTZE6dq_qoVeK1KH4gYDpHxKT5vep_itAb8OqxpFw2jxAg9Oe3NgYzHsxDdyAb5xbnI3NJTHyKcQ-_oaSxlMdpgN51PYRUhrilNHjGMzd/s320/Programa%20556.%20Gas%C3%A1n%20Kanafani.%20Una%20trilog%C3%ADa%20palestina.jpg" /></a></div><i>Una trilogía palestina</i>, es, en efecto, una recopilación de tres muy breves novelas -el volumen que las reúne apenas llega a las doscientas páginas, descontados la introducción y el estudio final-, <i>Hombres en el sol</i>, de 1963, <i>Lo que os queda</i>, de 1966, y <i>Um Saad</i>, de 1969, escritas por Gasán Kanafani, palestino nacido en 1936 en San Juan de Acre, una ciudad, en la costa norte de Israel, muy cerca ya del Líbano, con una vasta historia que se remonta a Egipto y que conoció uno de sus más destacados hitos en las Cruzadas, cuando en el siglo XI fue tomada por los Templarios, en una buena muestra de la mezcla de orígenes y de la variedad de culturas e influencias que se entretejen en los pueblos de la región, circunstancia que quizá contribuye a la secular difícil convivencia en la zona. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La trilogía se presenta con la traducción y las notas explicativas de María Rosa de Madariaga, sobrina de Salvador de Madariaga, gran experta en el mundo árabe, singularmente en Marruecos, traductora para la UNESCO y por desgracia fallecida, a los ochenta y cinco años, el pasado 2022. Ella, que ya había firmado la traducción para la edición española de 1991, que aquí se mantiene sin cambios, es la responsable también de un interesantísimo prólogo en el que se nos ofrece, de manera resumida y desde una posición claramente de parte (<i>después de la derrota de los ejércitos árabes en la guerra de 1967, el pueblo palestino tomó conciencia de que tenía que confiar sobre todo en sus propias fuerzas y que esa toma de conciencia, que describe la novela</i> Um Saad<i>, lleva a acciones de guerrilla de los fedayín, tanto en los territorios ocupados como dentro de las fronteras del Estado de Israel. El palestino pasa de refugiado a combatiente</i>), una breve historia del conflicto, presentando las principales vicisitudes del drama palestino. Hay también un epílogo muy sustancioso, a diferencia de la introducción más literario que político, centrado en la vida y obra del escritor y de título muy elocuente: <i>La voz de Gasán Kanafani: De la tragedia a la esperanza</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Kanafani tuvo que abandonar su país a los doce años, en un éxodo, muy habitual entre sus compatriotas, que lo llevó inicialmente al Líbano y después a Siria. Maestro de escuela, profesor de arte en el Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo, acabó por ingresar en la Universidad de Damasco, donde cursó literatura durante tres años. Como cuenta la traductora, la sufriente trayectoria de <i>expulsión, éxodo, exilio, lucha por la vida, injusticias y opresión en el país de acogida</i> contribuyó <i>a hacer de Kanafani desde muy joven -a los quince años de edad- un activo militante de la causa palestina</i>. Afiliado al Movimiento de los Nacionalistas Árabes, de tendencias izquierdistas, opuesto al nacionalismo tradicional de la alta y media burguesía árabe, Kanafani acabaría militando en el Frente Popular de Liberación de Palestina, que formaría parte de la Organización para la Liberación de Palestina dirigida durante muchos tiempo por Yasir Arafat y que hoy encabeza Mahmud Abbas. Expulsado de la Universidad por su actividad política, emigraría a Kuwait para instalarse por fin en Beirut, en donde desarrolló su labor como periodista y escritor. En 1969 fundó el semanario <i>Al-Hadaf (La Meta)</i>, portavoz del Frente Popular de Liberación de Palestina, del que fue redactor jefe hasta su asesinato por los servicios secretos israelíes el 8 de julio de 1972, con solo treinta y seis años. Este somero repaso a su biografía ya resulta indicativo de su postura militante en el conflicto de su país, la cual, como es obvio, aflora de modo inequívoco en su obra. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En <i>Hombres en el sol</i>, una historia muy dura, sobrecogedora, nos presenta a tres personajes, palestinos, desconocidos entre sí y cada uno en una etapa distinta de su vida -un muchacho, un joven y un anciano-, que por diferentes razones se han visto obligados a abandonar su tierra para dejar atrás la violencia, la pobreza y la falta de expectativas, en búsqueda de unas mejores condiciones de vida. Los tres coinciden en Basora, en Irak, a donde han llegado tras vicisitudes diversas y en donde intentan negociar con algún pasador clandestino la ayuda para poder franquear el río Chott, que delimita la cercana frontera con Kuwait. Abu Quais es el anciano, que malvive en un campo de refugiados y que solo se lanzará a la improbable expedición, casi imposible dada su edad, cuando el ejemplo de los jóvenes, que huyen en tropel, pone de manifiesto la miseria y la ausencia de esperanzas de su existencia languideciente. El segundo de los hombres, Asad, de una generación bastante más joven, es más combativo, no se resigna a su situación de refugiado, de ciudadano de segunda clase en esos países árabes que lo han acogido, y se rebela e intenta huir de la humillación a la que se le somete. Por fin, Maruán, un niño cuando Israel proclamó su independencia, en 1948, es ahora -la historia se desarrolla en 1958- un adolescente más o menos integrado en su realidad que emigra por razones familiares, la huida del padre y el abandono del hermano mayor que, al casarse en Kuwait, donde reside, ha dejado de enviar dinero a la familia, lo que obliga al muchacho a partir en busca de sustento económico para su madre y el resto de sus hermanos. Para los tres Kuwait representa el sueño de la libertad, la posibilidad de recuperar el paraíso perdido, en el caso del hombre mayor, o nunca disfrutado, para los más jóvenes. <i>Al otro lado del Chott, tan solo al otro lado, se encuentra todo lo que te quitaron</i>. <i>En Kuwait</i>, se dice Abu Quais. <i>Lo que viviste con la imaginación, como en un sueño, existe allí… Seguro que allí tenía que haber algo de todo lo que se había imaginado. Habría piedras, tierra, agua y cielo e incluso alguna de las otras cosas que vagaban por su mente atormentada. Seguro que había calles y avenidas y hombres y mujeres, y también niños que correteaban entre los árboles</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tras diversas tentativas con mafiosos ambiciosos y fraudulentos, que cobran un dineral por su ayuda, las tres acaban por juntar sus caminos ante Abuljaizarán, un poco experimentado pasador, que se ofrece a llevarlos, por un precio más módico, en el interior de un camión cisterna, lo que suscita el temor, las prevenciones y el rechazo de los indefensos emigrantes: <i>Con un calor como el que hace, ¿quién se va a sentar en una cisterna cerrada? </i>Las explicaciones del traficante, con un pasado también dramático (<i>Había salido de Gaza con dos de sus amigos de la infancia, atravesó Israel, Jordania e Iraq… Después el pasador los abandonó en el desierto antes de atravesar la frontera de Kuwait. Enterró a sus dos amigos en tierra extraña, solo guardó los carnés de identidad con la esperanza de que una vez en Kuwait, podría enviárselos a la familia</i>) y al que Kanafani nos pinta con rasgos de compasión y humanidad (<i>—No dramaticemos las cosas. No sería esta la primera vez… ¿Sabes lo que pasará?, pues que bajaréis a la cisterna cincuenta metros antes del puesto fronterizo en Safuán. Allí me detendré menos de cinco minutos, y cincuenta metros después volveréis a salir arriba. Luego, justo antes de la frontera, repetiremos la función otros cinco minutos, y ¡completo!, os encontraréis en Kuwait</i>) unidas a la propia necesidad de los tres hombres, acaban por convencerlos e involucrarlos en una aventura de cuyo desenlace no puedo adelantar ningún detalle, más allá de la ilusionada confianza que anida en sus almas: <i>Aquel camión que hendía el camino, los transportaba con sus familias, sus sueños, sus ambiciones, sus esperanzas, su fuerza, su miseria, sus decepciones, su pasado y su futuro, como un ariete que arremetiera contra una puerta de gigante tras la que se ocultara un destino desconocido y en la que todos los ojos estuvieran prendidos con hilos invisibles</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En <i>Lo que os queda</i> son cinco, en palabras del propio autor, que abre su obra con una significativa <i>Aclaración</i>, los personajes de la novela, dos “explícitos” y principales -Hamed y Mariam- y otros tres laterales, secundarios y tangenciales, aunque relevantes -Zacarías, el reloj y el desierto, que también “hablan” en el relato-. La novela cuenta la peripecia de Hamed, un joven gazatí, huérfano de padre, que ante el embarazo de su hermana Mariam, obligada a contraer matrimonio con Zacarías, el hombre que la ha deshonrado, casado a su vez con otra mujer (en el islam la poligamia es una práctica legal aunque cada vez menos frecuentada), huye a Jordania decepcionado (<i>Lo eras todo para mí y te has deshonrado, me has engañado. Si tu madre estuviera aquí…</i>) alejándose, despechado, de su tierra en busca de su madre (<i>Supo que no volvería nunca más. Tras de sí, en la lejanía, Gaza desaparecía en la noche como de costumbre: primero la escuela, después su casa, luego la playa plateada que se hundía en las tinieblas y, por último, las luces débiles, mortecinas, de la ciudad, que vacilaban unos instantes hasta extinguirse unas tras otras lentamente</i>). Por el camino, en una experiencia por momentos angustiosa, llena de obstáculos y dificultades, atravesando un desierto inclemente (<i>Y de pronto apareció el desierto. Inmenso, hasta donde alcanzaba la vista. Por primera vez lo veía respirar como un ser vivo, misterioso, terrible y manso a la vez, y cambiar bajo las ondas de luz cenicientas hasta retroceder poco a poco tras el manto negro del cielo que descendía. Inmenso, oscuro</i>), en constante riesgo de extravío y muerte, sus pensamientos vuelven de continuo hacia Mariam y hacia su despreciable cuñado, recuerda el amor que se profesaban los hermanos, revive violentos episodios con las fuerzas israelíes (<i>Nos imprecaban en hebreo salpicado de palabras en un árabe entrecortado. Después nos pusieron en fila y nos cachearon a fondo, con las piernas separadas y las metralletas bajo el brazo apuntándonos</i>), evoca la presencia de su madre lejana y rememora, culpable, sus leves atisbos de rebeldía (<i>¿No has tenido nunca ganas de tirar aunque solo sea una bala en esta batalla? ¿Vas a dejarte aniquilar sin disparar un tiro?</i>), en un soliloquio febril en el que se entremezclan, además de las palabras de Mariam, las voces de Zacarías, su cuñado, la del imponente desierto y la del opresivo reloj, que en un motivo recurrente de la novela, marca con un doble tictac -el del que lleva en su pulsera y el del reloj de pared en la casa de Mariam- su aciago deambular por el desierto, en el que se topará con un joven soldado de Israel, con un resultado que tampoco quiero anticipar. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por último, <i>Um Saad</i> nos presenta a una mujer del mismo nombre, una mujer real, una mujer de carne y hueso, como señala el propio autor en su introducción a la novela. Una mujer que malvive, luchando, rebelándose, arraigada de manera intensa y profunda <i>en esa clase heroica y oprimida, arrojada a la miseria de los campos, esa clase en medio de la cual he vivido y con la que aún vivo, aunque no sabría decir hasta qué punto vivo para ella</i>, siempre en las propias palabras de Kanafani. Una mujer que, sin embargo, <i>no es solo una mujer</i>, pues, de nuevo en el preámbulo de la obra, <i>si no encarnara en cuerpo y alma el sufrimiento de las masas, sus penas cotidianas, no sería lo que es. Su voz es, para mí, la de esa clase de palestinos que pagaron caro el precio de la derrota y que hoy, bajo techos miserables y en la vanguardia de la lucha, siguen pagando aún más caro que todos los demás</i>. En una explícita manifestación de la postura militante y, más aún, combatiente, de su creador, <i>cada palabra</i> [de las que “pronuncia” en el libro] <i>brota de sus labios y de sus manos; de sus labios, que a pesar de los pesares, siguen siendo palestinos; de sus manos, que desde hace veinte años esperan las armas</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Esta mujer va y viene en los campos de refugiados, en los que vive una <i>vida desgarradora, insoportable</i>, una existencia durísima, en la que su trabajo, su resistencia incesante destroza sus manos agrietadas, callosas, surcadas por heridas que <i>eran como rojos ríos secos</i>, a causa de <i>la herrumbre de los platos que friego, la porquería de las baldosas que limpio, la ceniza de los ceniceros que vacío, la suciedad del agua con que lavo (…), el sudor cálido de las manos con que amaso el pan de mis hijos</i>… Bajo la inútil protección de un amuleto (<i>Lo llevo colgado desde que tenía diez años y no nos ha protegido de la miseria ni de seguir bregando sin descanso ni de que nos expulsaran de nuestras casas. Hace veinte años que vivimos aquí. ¿Un amuleto? Los hay que verdaderamente se ríen en las barbas de la gente. Aquella mañana, me dije a mí misma: si con el amuleto las cosas son así, ¿qué sería sin él? ¿Hay algo peor que esto?</i>), deambula, recordando a su hijo, que se ha unido a los combatientes, convertido en un fedayín (combatiente laico, a diferencia de los muyahidín, islamistas), en una opresiva cárcel (<i>¿Crees que no vivimos en la cárcel ahora? ¿Qué hacemos nosotros en el campo más que movernos dentro de una prisión extraña? ¡Cárceles las hay de todas clases, hijo mío! De todas. El campo es una cárcel, tu casa otra, y el periódico, la radio, el autobús, la calle, los ojos de la gente… Nuestra edad también es una prisión, y los veinte años que acabamos de pasar. El mujtar. Todo son cárceles. ¿Y hablas de cárcel? Pero si toda tu vida estás preso… ¿Te crees, hijito, que los barrotes tras los que vives son arriates de flores? Cárceles, cárceles, cárceles. Tú mismo eres una cárcel</i>), por la que se mueve entre el paso de blindados, el tráfico de las divisiones militares israelíes, el vuelo rasante de los aviones enemigos, el estallido de los combates, el fragor de la guerra, los atentados terroristas de los comandos de los que su hijo forma parte, no menos brutales que los de sus “opresores” (<i>Me dijo: «Saad te manda saludos. Está bien. Mañana te obsequiará con un coche». Después se fue. —¿Cómo que te obsequiará con un coche? —Claro, ¿no lo entiendes? Lo que quiere decir es que va a hacer saltar uno</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Kanafani hace, además de las declaraciones expresamente belicosas, una aproximación sentimental a la mujer, a su dimensión humana, cuyo sufrimiento, cuya resignación, cuyos padecimientos no pueden dejar indiferente al lector: <i>Lágrimas profundas empezaron a abrirse camino. Vi a mucha gente llorar. No he visto pocas lágrimas. Lágrimas de decepción, de fracaso, de desesperación. Lágrimas de tristeza, de desgracia, de desgarramiento. Lágrimas de emoción y de súplica. Lágrimas de rechazo impotente, de ira contenida. Lágrimas de hambre y de fatiga. Lágrimas de arrepentimiento. Lágrimas de amor. Pero como las de Um Saad jamás las he visto. Aquellas lágrimas surgían de la tierra como un manantial esperado desde la eternidad. Como una espada desenvainada de su funda, sin ruido. Después se detienen un instante junto al ojo imperturbable. En toda mi vida he visto a nadie llorar como Um Saad. Su piel estalla en sollozos por todos los poros, sus manos descarnadas sollozan con voz audible, lloran sus cabellos, sus labios, su cuello, su vieja ropa rota, su frente alta, y ese lunar en el mentón, pero sus ojos nunca vierten lágrimas</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y todo ello, el dolor, la pena, las humillaciones, los abusos, las vidas rotas, los disparos, los bombardeos (<i>Una lluvia de bólidos de fuego se abatía con estruendo sobre la ciudad</i>), las detenciones injustificadas, las amenazas, los peligros, las ofensas, las violaciones, la miseria (<i>Al-Manchya no era más que un montón de ruinas ennegrecidas</i>), el desprecio, el clima general de riesgo cotidiano (<i>las ametralladoras seguían silbando</i>), está presente en las tres historias, impregnadas de una atmósfera opresiva, asfixiante, ominosa, irrespirable. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por otro lado, la trilogía interesa -sobre todo en la segunda novela- por ciertos apreciables elementos de técnica literaria, llamativos quizá por surgir de un escritor que pareciera querer subordinar su literatura a la contundencia de su “mensaje”, a la difusión de sus ideas y de su postura política. Sin embargo, no es así, y hay un uso sobresaliente de recursos en cierto modo experimentales: planos intercalados; fronteras difusas y traslación rápida de una secuencia a otra; ruptura y discontinuidad en el espacio y el tiempo narrados; simultaneidad entre acciones producidas en distintos lugares pero “avivadas” a la vez por los personajes; enumeraciones muy numerosas; presencia de las “reflexiones” de cosas, objetos y espacios -el reloj y el desierto, como ya señalé, entre otros-, que cobran vida, sienten, palpitan, hablan; utilización de distintas tipografías intercaladas en el texto, significando los cambios de la voz narradora; interiorización psicológica de los personajes que se presentan a través de soliloquios y monólogos interiores y de la descripción de estados anímicos, sensaciones, impresiones sensoriales, con olores, con sonidos, con visiones; los juegos con el tiempo, la memoria, los recuerdos. Por todo ello Kanafani llegó a tener ciertos problemas entre aquellos de sus correligionarios que preferían la claridad pedagógica al experimentalismo innovador. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiBkCC5O_-qw1Y0fHD4KT3zp8JHnCTh8Z73-kNiKP6ShUP6VmlQD5pUo1G_t968_0I5Q8GsbaeIYg4LaFY74eQ-MLr8zx7sahcaNlOPz2FMgw7H2DUPqmke4s3mnl8iRVzjW5CAvJXxetWikK8LNziZB_gyYSTdWBp14Gh_EbShkmhu9fnVYUH1AOgjr03r/s808/Programa%20556.%20Adania%20Shibli.%20Un%20detalle%20menor.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="808" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiBkCC5O_-qw1Y0fHD4KT3zp8JHnCTh8Z73-kNiKP6ShUP6VmlQD5pUo1G_t968_0I5Q8GsbaeIYg4LaFY74eQ-MLr8zx7sahcaNlOPz2FMgw7H2DUPqmke4s3mnl8iRVzjW5CAvJXxetWikK8LNziZB_gyYSTdWBp14Gh_EbShkmhu9fnVYUH1AOgjr03r/s320/Programa%20556.%20Adania%20Shibli.%20Un%20detalle%20menor.jpg" /></a></div>En cualquier caso, tres breves novelas muy interesantes -también controvertidas- para conocer la visión palestina de la existencia en aquellos tan conflictivos parajes. Como lo es, interesante y, como he adelantado, igualmente controvertida, <i>Un detalle menor</i>, la igualmente sucinta novela, apenas ciento cincuenta páginas, de Adanía Shibli publicada por la Editorial Hoja de Lata en 2019 en traducción de Salvador Peña Martín. Shibli es una narradora, dramaturga, ensayista y profesora palestina, doctora en Estudios Culturales, que con <i>Un detalle menor</i>, que se ha traducido a una decena larga de idiomas, quedó finalista del National Book Award 2020 en los Estados Unidos y del International Booker Prize 2021 en el Reino Unido. En 2023 le fue concedido el LIBerarturpreis otorgado por la plataforma en lengua alemana LitProm. En un episodio muy polémico y que ha generado un intenso debate en el mundo entero, la organización canceló la entrega del premio, que iba a llevarse a cabo en la más reciente Feria del Libro de Frankfurt, por razones de oportunidad tras los violentos incidentes del 7 de octubre, según señalaba el comunicado oficial; aunque en algunos medios periodísticos se aducía una supuesta carga antisemita del libro. Esa decisión tuvo como consecuencia la retirada de la Feria de la Asociación de Editores de los Emiratos y la Asociación de Editores Árabes, así como la redacción de un manifiesto, firmado por un millar de intelectuales y escritores -entre ellos algunos recientes premios Nobel-, reclamando la entrega del premio. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La novela se estructura en dos partes, bien diferenciadas, en tiempo y espacio, aunque con numerosos y muy sutiles hilos que las enlazan. En la primera de ellas, sobrecogedora, la autora nos traslada al desierto de Néguev, en el suroeste de Israel. Allí, en agosto de 1949, un destacamento militar israelí está desplazado en la zona para mantener el trazado de la frontera con Egipto, impedir que la crucen infiltrados, limpiarla de los árabes que pudieran permanecer en ella y restablecer el control absoluto en la región, en conflicto tras la creación del Estado de Israel, poco más de un año antes. En aquel ambiente tórrido, entre nubes de polvo y torbellinos de arena, con un calor sofocante, en un paisaje hecho de dunas infinitas, de interminables espacios estériles, de yermas colinas, entre arbustos resecos y rocas escasas que sobresalen entre los oteros, sin más indicios de vida que el berrido de los camellos y el ladrido de algún perro, una patrulla sorprende a un grupo de beduinos temerosos, inmóviles, intentando vanamente ocultarse tras el ramaje de un exiguo cañaveral. <i>Siguió el estrépito de un tiroteo cerrado</i>, escribe, concisa, Shibli. Entre los inocentes cadáveres -<i>No hallaron ningún tipo de armamento</i>- se agazapa, amedrentada, una joven, apenas una niña. Capturada, encerrada en el inhóspito calabozo del campamento, la muchacha será violada por los soldados y finalmente asesinada, el 13 de agosto de 1949, por el oficial al mando del grupo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Setenta años después -estamos ya en la segunda parte de la novela- esos hechos, documentados, históricos (los soldados serían juzgados y condenados), aparecerán en un artículo periodístico y serán así conocidos por una mujer, palestina, que, más allá de la atroz brutalidad de los hechos, reparará en un <i>detalle menor</i> del relato: la violación grupal y el asesinato ocurrieron veinticinco años antes, con exactitud, de la fecha de su propio nacimiento. Siendo la atrocidad de los sucesos los que, de modo obvio, tocan la sensibilidad y provocan el rechazo de la mujer -y del lector, claro está- es esa circunstancia aparentemente secundaria, accesoria -la coincidencia en las fechas-, la que la sobrecoge: <i>el hecho de que en la historia evocada en el artículo de prensa lo que me llamara la atención fuese el detalle concreto puede deberse a que no hay nada fuera de lo común en sus trazas generales, si la comparamos con lo que ocurre a diario en un lugar dominado por el estruendo de una ocupación militar y las continuas muertes provocadas. El suceso de la detonación del edificio [se refiere a otro hecho comentado con anterioridad] es solo una muestra de lo que digo. Incluso la violación. Aunque esta no es exclusiva de las guerras, sino que ocurre en la vida diaria. Asesinato o violación, y a veces uno y otra. Y nunca me había ocupado ninguno de estos sucesos, incluido este del que hablo, que dieron lugar al final violento de alguna persona, según refiere el artículo. Es el detalle relativo al asesinato de un individuo concreto, de entre ellos, lo que me sobrecoge. Aunque, en realidad, lo extraordinario —y solo hasta cierto punto— en esa muerte violenta, que fue, además, el colofón de una violación grupal, puede decirse que se limita a que tuvo lugar un cuarto de siglo antes, con exactitud, del día de mi nacimiento</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Este detalle menor, además de dar título al libro, será el que mueva a la acción a la protagonista. Más allá del confesado narcisismo (<i>doy por descontado que esto debe de parecer narcicismo puro</i>, afirma, con consciente lucidez), llevada por su sensibilidad (u<i>n grupo de soldados hacen prisionera a una muchacha, la violan y la asesinan en la misma fecha del que fue, un cuarto de siglo más tarde, el día de mi nacimiento; ese detalle menor que los demás no pueden más que desdeñar, me acompañará ya para siempre muy a mi pesar y por más que quiera olvidarlo. Quiero decir que la verdad del hecho seguirá siempre afectándome a causa de mi fragilidad, de lo poca cosa que soy; tan delicada como los árboles que se alzan ante mis ojos, tras el vidrio de la ventana. Y hasta puede ser que, en realidad, no haya nada más importante que ese detalle menor en la vía de acceso a la verdad completa, que el artículo no desvela por no haberle prestado atención a la historia de la muchacha</i>) y su comprometida rebeldía (<i>mi ineludible costumbre de transgredir los límites</i>), la mujer se pondrá en contacto con el autor del artículo, un periodista israelí, al que se presenta, para disipar dudas, como investigadora palestina, solicitándole la documentación manejada en la elaboración de su crónica. De la suspicaz reticencia del redactor solo obtiene un dato: la información sustancial sobre el asunto, que él no puede proporcionarle, está alcance de cualquier persona en los museos y en los archivos del Ejército israelí y de los movimientos sionistas de la época del brutal crimen, cuyas sedes están en Tel Aviv y en el noroeste del Néguev, la región en la que se produjeron los hechos. Entonces, ella partirá, desde Ramala, la ciudad en la que vive, hacia la zona en un recorrido en el que se pondrán de manifiesto las difíciles circunstancias en las que se desenvuelve la vida de la población palestina en unos territorios sometidos, en su mayor parte, a la ocupación militar: los innumerables puestos de control, los registros constantes, las patrullas que inspeccionan los vehículos, los problemas para el desplazamiento de una zona a otra del país (la división del país por parte del Ejército provoca que los ciudadanos solo puedan moverse en las zonas permitidas en sus tarjetas identitarias, lo que limita los viajes o los convierte en una pesadilla burocrática hecha de esperas, colas, fiscalizaciones, presentación de documentos, examen de “papeles”), los muros, las vallas, las alambradas, el estruendo de las explosiones, el rastro de los proyectiles, el fragor de las detonaciones, los edificios derruidos, sobre todo a medida que se aproxima a las zonas colindantes con el sur de Gaza, los blindados y otros vehículos militares, las columnas de soldados que se preparan para una intervención de castigo en Rafah, población tan desgraciadamente conocida en estos días de horror. Por otro lado, el arduo y fatigoso periplo permite también que el personaje, que viaja con mapas de antes y después de la creación del estado de Israel en 1948, constate los profundos cambios que la cada vez más intensa presencia israelí ha ocasionado en el paisaje, rural y urbano, de la región: los cambios en los nombres de las poblaciones en los mapas, sin rastro de la toponimia árabe originaria, la desaparición de áreas enteras que, décadas atrás, albergaban pequeñas aldeas palestinas, sustituidas hoy por inmensas zonas verdes, enormes parques comerciales, construcciones y edificaciones recientes (<i>Temo perderme en este escenario que me hace sentir ajena después de tan larga ausencia, con todos los cambios que ha sufrido y la confirmación, una y otra vez repetida, de que nada palestino queda en él. Ni en los nombres de las ciudades y pueblos que aparecen escritos en las señales, ni en las vallas publicitarias, donde todos los mensajes están en hebreo, ni en los edificios de reciente construcción, ni en las mismas extensiones inabarcables de tierras de labranza, que ponen límite al horizonte tanto a mi derecha como a mi izquierda</i>). Del mismo modo, su trayecto la lleva a entablar conversaciones con unos y otros, y entonces surgen para el lector notas sobre la historia de la región, contada por los lugareños: relatos sobre el mandato británico, los primeros asentamientos judíos, la llegada de los entusiastas -aunque invasivos- colonos venidos de Europa tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los kibutz, los efectos de las sucesivas guerras. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y todo ello, la dimensión “externa” del relato, aparece punteado con las reflexiones de la mujer, en las que deja entrever aspectos de su personalidad y sus emociones: el miedo, la angustia, la incertidumbre, la timidez y los titubeos, <i>mis tartamudeces y aturullamientos</i>, el espanto, la conciencia de la injusticia y el sufrimiento (<i>hay, en el tiempo presente, una medida de sufrimiento insoportable para el ser humano que lo afronta, de modo que no es preciso esforzarse por buscar más aún en el pasado</i>). Hay, por último, en la novela, algunos elementos, que de manera sutil aunque apreciable, establecen vínculos entre las dos partes: los ladridos de un perro que asaltan a la protagonista en diversos momentos de la segunda historia y que remiten al perro del campamento en el desierto de la primera; el aullido del viento, que, en ocasiones, irrumpe en el segundo relato y nos evoca la opresiva atmósfera del primero; una araña, real en una historia, metafórica en la otra, que teje su red; ciertos olores; el desierto… </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjfyogtY3jYakwPeE83zrDHlp1DNGjJLBh1Vi1DUcYBT5M0TxTo72z4VGW39bDCzExsNuqdPP3njYtFJQlZ2XKZNArkUgrEqexvRTFp1Dy5nAf5dngbmCNQQiUBCsWPfNADokPYYsF3kQjyjX-rxrdiXzhleSxZW5xeVxIsven8CRQS6BSmon-pT6UPyC60/s1500/Programa%20556.%20Joe%20Sacco.%20Palestina.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1500" data-original-width="945" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjfyogtY3jYakwPeE83zrDHlp1DNGjJLBh1Vi1DUcYBT5M0TxTo72z4VGW39bDCzExsNuqdPP3njYtFJQlZ2XKZNArkUgrEqexvRTFp1Dy5nAf5dngbmCNQQiUBCsWPfNADokPYYsF3kQjyjX-rxrdiXzhleSxZW5xeVxIsven8CRQS6BSmon-pT6UPyC60/s320/Programa%20556.%20Joe%20Sacco.%20Palestina.jpg" /></a></div>Un libro, pues, este de Adanía Shibli, excelente y muy recomendable, como lo es también la trilogía palestina de Gasán Kanafani, para conocer, desde el punto de vista de la población palestina, las raíces y las dimensiones del actual conflicto. Desde la misma toma de postura, claramente de parte, aunque surgidos de un origen geográfico y étnico distintos y de un género literario bien diferente, quiero cerrar mi ya larga reseña con un muy breve apunte sobre otros dos libros altamente interesantes, ambos debidos al dibujante de cómics y periodista Joe Sacco, nacido en Malta, pero de nacionalidad y residencia norteamericana. Las dos obras cuya lectura quiero proponeros son <i>Palestina</i>, publicada originariamente en 2001 y con diversas ediciones españolas, la última de las cuales, la que yo manejo, vio la luz en la Editorial Planeta en 2015 en traducción de José Torralba; y <i>Notas al pie de Gaza</i>, que traducida por Marc Viaplana apareció en nuestro país en 2010, un año después de su publicación en Estados Unidos, en, como ya he anticipado, edición de Reservoir Books, un sello de la editorial Penguin Random House. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sacco protagonizó una emisión de <i>Todos los libros un libro</i> hace casi diez años, en diciembre de 2014, cuando, en una serie del espacio dedicada a la Primera Guerra Mundial, de cuyo inicio se cumplían entonces cien años, os recomendé la lectura de <i>La Gran Guerra</i>, un espléndido aunque estremecedor volumen ilustrado en el que, en 24 láminas desplegables, unidas en un mural que completamente extendido ocupa siete metros y medio, se recrea la aciaga jornada del 1 de julio de 1916, el día en el que supuestamente debía tener lugar la ofensiva final de la batalla del Somme, uno de los grandes y trágicos hitos de aquel sangriento conflicto bélico. Con 10.000 muertos británicos solo en la primera hora, llegando a los 20.000 al final de la jornada inicial, a su término, meses después -la batalla se prolongó hasta noviembre- habían muerto casi un millón de personas de ambos bandos sin que las posiciones llegaran apenas a modificarse, en un estéril, ridículo, brutal e inconcebible sacrificio humano... </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En ese libro destacaban -más allá del propio interés que encerraba la historia narrada- los rasgos distintivos del estilo gráfico de Sacco: la minuciosidad de los detalles, la profusión de los focos de atención, la exhaustiva recreación de multitud de elementos supuestamente menores o casi inapreciables pero que permiten al lector vislumbrar de un modo más profundo los hechos y las situaciones descritos. Todo ello, aunque con un dibujo aún no tan depurado, discreto y elegante, sino más abrupto y exagerado, menos realista y más caricaturesco, más enfático y hasta grotesco, está también en mis propuestas de esta tarde, dos espléndidas muestras de lo que podríamos llamar “historietismo periodístico”. <i>Palestina</i> se presenta, en esta su por ahora última aventura editorial, en una edición más rica, con una nueva traducción, la ya mencionada de José Torralba, con la presentación y rotulación de los textos también retocadas y con todos los extras de la edición especial anglosajona: una espléndida e iluminadora introducción a cargo del orientalista Edward Said, notas, bocetos y referencias fotográficas del propio Joe Sacco, fruto de su intensa actividad en la visita a los lugares en lo que ambientaría la obra, y una amplia explicación previa en la que el novelista gráfico cuenta las circunstancias que rodearon su peripecia palestina. Y es que Joe Sacco viajó durante dos meses, entre 1991 y 1992, a Cisjordania, la Franja de Gaza y la Jerusalén Oriental ocupada. Allí conoció, se entrevistó y compartió con los habitantes de la zona -sobre todo palestinos- sus existencias, sus historias, su insoportable y doloroso día a día, marcado por las humillaciones, las agresiones, el sufrimiento, la privación, la falta de libertad, las inhumanas y degradantes condiciones de vida, la represión, el terror, la muerte. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A su vuelta, fue publicando su trabajo en una serie de nueve cómics que fraguaron, en 2001, en el libro que ahora os presento. En él, con la pretensión de verosimilitud y el rigor documental de la mejor crónica periodística, da cuenta de cómo los palestinos, pese al entonces reciente acuerdo de paz, ven que se siguen expropiando sus tierras, se siguen arrasando sus viviendas con palas mecánicas, se siguen desraizando sus plantaciones de olivos, siguen encontrándose con un ejército de ocupación, así como con invasivos colonos, en un escenario, que los acontecimientos del 7 de octubre han revivido y exacerbado, en el que, por desgracia, continúa vigente la categórica, clarividente y anticipadora afirmación del autor en su prólogo a la edición original: <i>Los pueblos palestino e israelí continuarán matándose entre sí en un conflicto de baja intensidad o con una violencia desgarradora (con hombres bomba o helicópteros armados o bombarderos) hasta que este hecho central (la ocupación israelí) se trate como un tema de ley internacional y de derechos humanos básicos</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjFCnjaLkABRploiUeId871ZyRWVErmAqhK_sy_RpzwdrpCUgQCmFUxdhTahRgxRXssVkwg5s7bQlMLJfCbysKHoksKlnvFWhDidNplPWbN8iSh6RUpuMnzl5WaApbJRj-8yv7eW8UPR2TQhKTsQV3uN57nq5cbGCjrCywPGbB4uiRiNaCvlxE2yiYphDik/s1500/Programa%20556.%20Joe%20Sacco.%20Notas%20al%20pie%20de%20Gaza.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1500" data-original-width="1104" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjFCnjaLkABRploiUeId871ZyRWVErmAqhK_sy_RpzwdrpCUgQCmFUxdhTahRgxRXssVkwg5s7bQlMLJfCbysKHoksKlnvFWhDidNplPWbN8iSh6RUpuMnzl5WaApbJRj-8yv7eW8UPR2TQhKTsQV3uN57nq5cbGCjrCywPGbB4uiRiNaCvlxE2yiYphDik/s320/Programa%20556.%20Joe%20Sacco.%20Notas%20al%20pie%20de%20Gaza.jpg" /></a></div>
En el mismo tono militante y combativo, Sacco publicó en 2009 <i>Notas al pie de Gaza</i>. Partiendo de la base de unos hechos conocidos, aunque no suficientemente documentados, Sacco investiga un suceso histórico, la masacre de Khan Yunis, perpetrada el 3 de noviembre de 1956 por las Fuerzas de Defensa de Israel en la ciudad palestina hoy, nuevamente, víctima de ataques y bombardeos, y en el campo de refugiados cercano, en la Franja de Gaza. Del horrible acontecimiento hay una cierta constancia oficial, con un informe de la ONU, redactado en aquellos días, que cifraba el número de muertos en 275 civiles, 140 de los cuales eran refugiados y 135 eran habitantes de Khan Younis. Entre noviembre de 2002 y marzo de 2003, el dibujante se desplazó por dos veces a la zona en busca de testigos de los hechos, con un esquema de trabajo semejante al seguido en la elaboración de <i>Palestina</i>. En el curso de su investigación tuvo conocimiento de otra matanza similar, el asesinato, al poco de aquellos hechos, el 12 de noviembre de 1956, también a manos de soldados israelíes, de más de cien palestinos en la ciudad de Rafah, cuyo nombre vuelve a ocupar, sesenta largos años después, las primeras páginas de los periódicos por idénticas atroces causas. El libro está dividido en dos partes, una sobre Khan Younis y otra, más extensa, sobre Rafah, y en ambos casos, la indagación que lleva a cabo Sacco se basa en los testimonios y los recuerdos de los habitantes de la región, familiares, en muchos casos, de las víctimas, en la pesquisa en archivos e informes oficiales, en la búsqueda en hemerotecas y en la consulta a historiadores israelíes y personajes significativos en relación con los hechos. Lo estremecedor de los sucesos narrados, su pavorosa vigencia, que los vuelven indiscernibles de tantos episodios que se repiten actualmente, junto a la habitual pericia técnica del historietista convierte la lectura del cómic -también de <i>Palestina</i>- en una experiencia inolvidable en lo emocional y altamente interesante en lo intelectual, al permitir, como es mi propósito en esta breve serie sobre el conflicto palestino-israelí, ampliar nuestra mirada sobre esta ancestral y muy cruenta disputa. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Os dejo con un texto de la novela de Shibli en el que se pone de manifiesto el sentido último de su título. Tras él, una espléndida canción de Rim Banna, la cantante palestina, fallecida hace ahora seis años. <i>Fares Odeh</i>, aparte de musicalmente bellísima, sirve de manera ejemplar para ilustrar la temática de los libros hoy presentados, con la presencia -evocada tras su muerte- de un niño de Gaza que fue asesinado por las fuerzas israelíes en Gaza por arrojar piedras a los tanques durante la Segunda Intifada. La imagen icónica del muchacho enfrentándose a los blindados, copó las portadas del mundo entero hace veinte años. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Hay quienes sostienen, asimismo, basándose en la misma idea, que los seres humanos pueden formarse una imagen de un acontecimiento que no han presenciado si acceden a diversos detalles menores que acaso para algunos carezcan de importancia. De ello da fe, por ejemplo, un relato antiguo. El de los tres hermanos que se encontraron con un hombre que había perdido un camello. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Al instante le describen los hermanos al animal perdido: es un camello blanco y tuerto, que lleva en la silla dos odres, uno lleno de aceite y el otro, de vino. Tienen que haberlo visto, salta el hombre. No, no lo han visto, replican. Pero el hombre no los cree y los acusa de haberles robado el camello. De manera que se presentan todos ante el tribunal, donde queda probada la inocencia de los tres hermanos en cuanto estos le desvelan al juez que, si han podido averiguar los rasgos de un animal que no han visto jamás, ha sido gracias a la observación de los menores detalles, de los más nimios, como las huellas de los cascos del camello, evidentes sobre la arena, unas gotas de aceite y de vino derramadas en la silla, unos mechones de su pelo desprendidos. Por otra parte, el hecho de que en la historia evocada en el artículo de prensa lo que me llamara la atención fuese el detalle concreto puede deberse a que no hay nada fuera de lo común en sus trazas generales, si la comparamos con lo que ocurre a diario en un lugar dominado por el estruendo de una ocupación militar y las continuas muertes provocadas. El suceso de la detonación del edificio es solo una muestra de lo que digo. Incluso la violación. Aunque esta no es exclusiva de las guerras, sino que ocurre en la vida diaria. Asesinato o violación, y a veces uno y otra. Y nunca me había ocupado ninguno de estos sucesos, incluido este del que hablo, que dieron lugar al final violento de alguna persona, según refiere el artículo. Es el detalle relativo al asesinato de un individuo concreto, de entre ellos, lo que me sobrecoge. Aunque, en realidad, lo extraordinario —y solo hasta cierto punto— en esa muerte violenta, que fue, además, el colofón de una violación grupal, puede decirse que se limita a que tuvo lugar un cuarto de siglo antes, con exactitud, del día de mi nacimiento.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/-PpV_CyXVL0?si=ox2oEDIZTbg85hkx" width="520"></iframe></div><div style="text-align: justify;">Videoconferencia <div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/zdqS7Fk-yJ0" width="520" youtube-src-id="zdqS7Fk-yJ0"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Adanía Shibli. Un detalle menor</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/adania-shibli.-un-detalle-menor" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-78762379678606521072024-03-06T20:23:00.002+01:002024-03-06T20:23:48.375+01:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">LIUDMILA ULÍTSKAIA. <i>DANIEL STEIN, INTÉRPRETE</i>; ISABELLA HAMMAD. <i>EL PARISINO</i>; DAVID GROSSMAN. <i>LA VIDA ENTERA</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a <i>Todos los libros un libro</i>. Mañana, 7 de marzo de 2024, se cumplen cinco meses del salvaje, despiadado y cruel ataque terrorista de Hamás sobre territorio israelí, en el que sus milicias fanáticas asesinaron de manera brutal a 1.400 personas en sus casas, en las calles y en un festival de música juvenil, a la vez que descargaron numerosas andanadas de misiles sobre el estado enemigo, que llegaron a alcanzar a Tel Aviv y Jerusalén. Además de la sangrienta masacre, los grupos armados palestinos que se adentraron en los territorios israelíes cercanos a la franja de Gaza secuestraron a varios centenares de hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, muchos de los cuales permanecen aún retenidos en paradero desconocido, en una espantosa operación criminal cuyas imágenes sobrecogieron al orbe entero. Días después, apenas superado el estupor causado por una intervención de este calibre, que puso en evidencia a un país con unas de las fuerzas armadas y de seguridad mejor preparadas del mundo, Israel respondió con dureza invadiendo Gaza, con la comprensible y justificada pretensión de acabar con el movimiento terrorista que gobierna la conflictiva zona. Desde entonces, y salvo algunas treguas temporales, se han sucedido los avances de las tropas, el asedio de los tanques y las ametralladoras, los bombardeos constantes y los ataques aéreos casi ininterrumpidos, con la consiguiente destrucción de edificios -entre ellos hospitales-, devastación de ciudades y muerte de miles de seres humanos, muchos de ellos niños, provocando una catástrofe humanitaria desgarradora y de una extraordinaria magnitud. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No es <i>Todos los libros un libro</i> el lugar adecuado para suscitar un debate sobre esos gravísimos hechos y sus desgraciadas consecuencias. Además, no resulta sencillo llevar a cabo un análisis argumentado, racional y con pretensiones de ecuanimidad en torno a las causas, una ponderada atribución de responsabilidades y una esclarecedora explicación de unos hechos y de un conflicto muy complejo, enmarañado y hasta laberíntico, que hunde sus raíces en un pasado de siglos y que, en nuestra contemporaneidad, lleva décadas sumiendo en el sufrimiento y el dolor a la región y sus habitantes. Y aunque lo fuera, aunque fuera fácil el análisis y fuera éste el espacio idóneo para desarrollarlo, no es mi intención plantear aquí una cuestión para cuyo examen se necesitan unos conocimientos profundos de los que yo carezco. Es muy grande la dificultad de escribir, de hablar, de reflexionar sobre el asunto intentando ser objetivo y neutral y evitando la equidistancia conformista. Y es que no quiero -no debo- contar qué es lo que pienso sobre la relación entre Israel y Palestina, sobre quién tiene la razón en este enfrentamiento que cumple ya setenta y cinco años (<i>Han pasado 75 años desde la fundación del Estado de Israel. No parece que la idea esté entre las mejores que ha tenido la Humanidad</i>, ha escrito Arcadi Espada, apuntando a un mal de origen; aunque, en el mismo artículo, publicado en El Mundo a primeros del diciembre pasado, añade: <i>Fuera o no una mala idea, el Estado de Israel es hoy una realidad irrevocable y la obligación de cualquier europeo razonable es la defensa de semejante oasis en un desierto de teocracia y barbarie</i>), entre otros motivos porque, como digo, ni tengo información suficiente ni la que tengo -contradictoria, ambigua, discordante- me permite formar una opinión categórica contundente. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por ello, me voy a limitar a hacer lo que desde hace ya más de trece años llevo haciendo en <i>Todos los libros un libro</i>, proponer a nuestros oyentes lecturas interesantes y oportunas, libros, como los que hoy traigo cuando se cumplen esos cinco meses redondos de la barbarie perpetrada por Hamás ese fatídico 7 de octubre (y cuando sigue activa la no menos despiadada posterior intervención israelí), que ayuden a entender, desde distintos puntos de vista, con enfoques literarios diferentes, y partiendo de planteamientos ideológicos hasta opuestos, este cruento escenario de la Historia del mundo actual. Y subrayo el carácter literario de los títulos que ahora voy a recomendaros, pues, más allá de las indudables posiciones de partida de quienes los escriben, y al margen de algunas excepciones menores en las que los autores pueden deslizarse hacia la exposición discursiva de su posicionamiento ante el “conflicto”, en la mayor parte de los textos se nos cuentan historias, hechos, vivencias, experiencias vitales de los protagonistas, se nos describen sentimientos, emociones, amores, anhelos, ilusiones, sufrimientos, tristezas, afectos, decepciones, esperanzas, convicciones, sacrificios, frustraciones, odios, pasiones, deseos, contradicciones de una serie de personajes de ficción que, claro está, nacen, viven y mueren en esos territorios que durante tanto tiempo han albergado -y lo siguen haciendo- guerra, enfrentamientos, dolor y muerte, que los atañen y condicionan sus vidas. No hay, pues, en general -insisto-, proclamas, discursos más o menos panfletarios, análisis históricos, sociológicos, políticos del fenómeno, soflamas ideológicas, explicación o justificaciones de las respectivas posiciones de parte. Hay literatura, excelente literatura y, por lo tanto, ambigüedad, matices, sutilezas, discordancias, dudas, paradojas, más preguntas que respuestas; la vida, en fin... </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por lo demás, y en relación con esa vertiente ideológica, política, del asunto, solo puedo hacer mías, antes de entrar en la presentación de los libros, las muy lúcidas reflexiones que hace un par de meses, el 2 de diciembre de 2023, escribió la poeta, novelista y crítica colombiana Piedad Bonnet, en una columna en el ABC Cultural, de título <i>De víctimas y victimarios</i>, en la que citaba unas muy reveladoras palabras de Natalia Ginzburg, la formidable escritora italiana, que ella traía a colación entonces -y que yo ahora recupero- por su interés intrínseco y por su oportuna relación con los dramáticos ataques de Hamás, con la posterior reacción de Israel y con los intrincados antecedentes que a lo largo de las últimas siete décadas y media (y de muchas más previas) los han provocado. Natalia Ginzburg escribió en octubre de 1970 un breve artículo, <i>Piedad universal</i>, que cita Bonnet y que apareció entre los recogidos en <i>Las tareas de casa y otros ensayos</i>, un voluminoso libro publicado por Lumen en 2016, en traducción de Flavia Company. Con su origen judío, con su marido torturado y muerto en 1943, tras las primeras deportaciones de judíos en Italia, las ideas de Natalia Ginzburg -cuya circunstancia vital no la hace precisamente sospechosa de equidistancia culpable-, sus incertidumbres, sus vacilaciones, su dificultad para componer un retrato en blanco y negro, reduccionista y sesgado, maniqueo y simplista, sobre el bien y el mal automáticamente adjudicados a una u otra posición a partir de aquella desde la que se habla, son muy nítidamente aplicables -así lo señala Piedad Bonnett- a la consideración de los sucesos actuales, y en ellas se encuentra representado también mi modo de pensar sobre el asunto. Dejo aquí tres significativos fragmentos del breve ensayo de la genial novelista italiana (que ya fue “invitada” de <i>Todos los libros un libro </i>en una emisión de hace varios años; espero que haya ocasión de volver a traer aquí su espléndida obra): </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Considero que la peor desgracia que ha sucedido actualmente a los seres humanos es la de encontrar tan difícil identificar, en los hechos que ocurren, a las víctimas y a los opresores. Frente a cualquier suceso, ya sea público o privado, nuestro pensamiento persigue durante algún tiempo y desesperadamente las causas que lo han determinado y los eventuales culpables, pero al final se detiene asustado al parecerle las causas innumerables y la realidad demasiado tortuosa y compleja para el juicio humano. Hemos descubierto que ningún suceso, ya sea público o privado, puede pensarse y juzgarse aisladamente porque, si se analiza en profundidad, subyacen infinitas ramificaciones de otros sucesos que lo han precedido y que son su origen. En semejante laberinto subterráneo, rastrear a los culpables y a los inocentes parece una empresa desesperada. La verdad parece saltar de un extremo al otro, escapar y deslizarse en la sombra como un pez o un ratón. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La inocencia y la culpa muchas veces están mezcladas y enmarañadas en nudos tan apretados que el ser humano, con su medidor inadecuado y tosco y con sus pobres pensamientos, no está en condiciones de desenredar. No habíamos descubierto que el ser humano se encuentra débil e incompetente frente a la complejidad de los hechos. La conciencia de nuestra incapacidad para identificar y rastrear la verdad, a través de millones de implicaciones, explicaciones y ramificaciones, es para nosotros fuente de una profunda infelicidad. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Hemos visto con nuestros ojos, en hechos privados y públicos, que aquellos a los que hemos querido o compadecido como víctimas pueden cambiar de pronto, aparecernos de golpe entre los restos odiosos de la crueldad y de la persecución. Nosotros, sin embargo, no conseguimos dejar de ver en ellos las víctimas que fueron una vez. No sabemos si debemos seguir viéndolos y compadeciéndolos como víctimas o si, por el contrario, debemos juzgar solamente su nuevo aspecto. Por otra parte, nos parece horrible e incomprensible que quienes han sido víctimas puedan ejercer la violencia sobre sus semejantes y no reconozcan en sus semejantes lo que ellos fueron en el pasado. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEioUnV42V1y3LBWT1zycxm0NMXgv5ikc1DDXfgsAAFoCUZ0Vuv7QS9e4WKWa34_4LIvwOW5zms2vVNF3YicKorAunsuLZVqNkkedvEYtx29jYSi26BfJjA2YY8clGwwZHQA-GQhcd952-ot7xNiBCG17onao64OvdPs9BEGnyVLjKoHMSuNLFnkl_FDaUil/s550/Programa%20555.%20Liudmila%20Ul%C3%ADtskaia.%20Daniel%20Stein,%20int%C3%A9rprete.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="550" data-original-width="369" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEioUnV42V1y3LBWT1zycxm0NMXgv5ikc1DDXfgsAAFoCUZ0Vuv7QS9e4WKWa34_4LIvwOW5zms2vVNF3YicKorAunsuLZVqNkkedvEYtx29jYSi26BfJjA2YY8clGwwZHQA-GQhcd952-ot7xNiBCG17onao64OvdPs9BEGnyVLjKoHMSuNLFnkl_FDaUil/s320/Programa%20555.%20Liudmila%20Ul%C3%ADtskaia.%20Daniel%20Stein,%20int%C3%A9rprete.jpg" /></a></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entrando ya en los aspectos propiamente literarios del programa, esta tarde quiero ofreceros, en una emisión muy apretada (la primera de una breve serie de tres), tres aproximaciones (todas ellas libros de ficción, aunque con matices) a los escenarios, los episodios, los acontecimientos y los momentos relevantes del largo conflicto palestino-israelí, con la intención de que, como tantas otras veces, la literatura ayude a conocer la realidad, a profundizar en ella e, incluso, a formarnos una opinión fundada -tanto mejor que la que pueda proporcionar un ensayo científico o académico- sobre los hechos narrados. Esos libros ya habían aparecido aquí en la larga historia del espacio, por lo que mis palabras deben entenderse como un recordatorio, oportuno dada la fecha, de mis reseñas pasadas. Las dos próximas semanas que viene os presentaré varios títulos “nuevos”, uno de los cuales ha alcanzado la condición de clásico en sus ya largos veinte años de existencia, y que yo leí entusiasmado en su primera publicación española, aunque no he podido más que releer por encima para la ocasión. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y es que la cuestión judía, vamos a llamarla así, siempre ha concitado mi interés lector desde hace mucho tiempo, sobre todo en su vertiente más dramática y dolorosa, la que tiene que ver con los terribles padecimientos sufridos por esa singular colectividad étnica, religiosa y cultural en el siglo pasado, con sus dos más inhumanas y devastadoras manifestaciones, el trágico genocidio perpetrado por el horror nazi y el igualmente asesino exterminio dirigido y alentado por el criminal delirio estalinista. Esa preocupación personal por el tema ha aflorado, sin duda, y como puede entenderse, en mis propuestas radiofónicas en Todos los libros un libro, entre las que, temporada tras temporada, han comparecido títulos relativos a las pavorosas y sobrecogedoras experiencias vividas en la primera mitad del siglo XX por los desgraciados descendientes de la tribu de Jacob. Pero mi lectura -y, en muchos casos, mi recomendación- de esos libros, que giran sobre hechos acaecidos en los años de la Segunda Guerra Mundial y en los territorios de Alemania, la Unión Soviética y países europeos aledaños, solo tocaban tangencialmente la otra vertiente esencial del tortuoso discurrir de los judíos por la Historia: los conflictos derivados de la llegada masiva y del asentamiento en Palestina de los supervivientes de esa persecución secular y del aniquilador Holocausto (e incluso de antes, a finales del siglo XIX, cuando el hostigamiento y acoso a los judíos ya era común en Europa y los primeros colonos empezaron a llegar a tierras palestinas). De esa dimensión de la reciente historia del judaísmo sí he dado cuenta aquí, en un número menor, sin embargo, a partir de libros que, aunque tampoco estaban centrados específicamente en el conflicto entre Israel y Palestina, sí lo trataban de un modo más consistente e incluso, en algún caso, principal; de tres de ellos quiero hablaros ahora. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En primer lugar os presento de nuevo -la primera vez que apareció en el programa fue en marzo de 2019- <i>Daniel Stein, intérprete</i>, un libro de la muy premiada escritora rusa Liudmila Ulítskaia o Ulítskaya (que de ambas formas aparece transcrito en castellano su apellido), publicado en Alba Editorial en 2013 en traducción de Marta Rebón, gran experta en literatura rusa. Ulítskaya, de otra de cuyas novelas, Sónietchka, publicada en Anagrama y traducida también por Marta Rebón, ya os hablé en el espacio, tuvo una prolífica carrera literaria en su país natal, aunque relativamente oscurecida por su posición política, moderadamente disconforme con el régimen soviético. A partir del desmoronamiento de la URSS su obra empezó a publicarse de modo masivo y a difundirse y alcanzar repercusión mundial, obteniendo su autora algunos prestigiosos premios literarios, el Cavour italiano, el Simone de Beauvoir en Francia, en donde fue galardonada también con la Legión de Honor, y, entre nosotros, muy recientemente, en 2022, el muy afamado e influyente premio Formentor, que en su larga historia, que, en distintas fases, se remonta a 1961, ha contado en su palmarés con autores como Jorge Semprún, Jorge Luis Borges, Saul Bellow, Witold Gombrowicz o, más recientemente, Carlos Fuentes, Juan Goytisolo, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Ricardo Piglia, Alberto Manguel, la premio Nobel Annie Ernaux, Cees Nooteboom o, en 2023, Pascal Quignard. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Estamos ante un libro inicialmente insólito, o al menos singular, al centrarse en la vida -de existencia real, aunque la autora la presente “novelada”- de un sacerdote católico, carmelita descalzo, de origen judío, que funda una pequeña congregación en Israel, un personaje fascinante, con una biografía ejemplar y altamente aleccionadora. Daniel Stein es la recreación novelística de Shmuel Oswald Rufeisen, un judío polaco que tras sobrevivir a la invasión nazi de su país y después de numerosas y con frecuencia desgarradoras experiencias en el transcurso de la segunda guerra mundial, entrará en la Orden del Carmelo, ordenándose como sacerdote e instalándose en Haifa, Israel, en donde, siendo conocido como “Padre Daniel” -Hermano Daniel, lo llama la autora en diversas entrevistas-, creará el convento Stella Maris y vivirá en dicha comunidad más de cuarenta años entregado, expresado de una manera sintética que luego desarrollaré, al muy cristiano servicio al prójimo. Liudmila Ulítskaia conoció -lo cuenta al final de su libro- a Daniel Rufeisen, como ella lo denomina, en agosto de 1992, cuando el monje la visitó en su casa de Moscú. Desde ese momento, deslumbrada por su personalidad, indagaría en su vida y en su obra, se entrevistaría con quienes lo conocieron y leería infinidad de libros sobre su figura para acabar, en 2006, tras más de trece años de preparación, publicando la novela de la que ahora os hablo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La historia resumida del Daniel Stein personaje coincide en lo esencial con la de su referente real. Nacido en 1922 en un pequeño pueblo cercano a Auschwitz, en ese territorio central de Europa que durante el siglo XX cambiaría de manos, en función de los albures de las guerras y el poder y los intereses dominantes, formando parte, en diferentes momentos, de Polonia, Alemania, Ucrania, Bielorusia o la Unión Soviética. Sin haber viajado, hasta los diecisiete años, <i>más allá de cuarenta kilómetros de casa</i>, en 1939 deberá abandonar su país ante la invasión nazi. El libro recoge el relato de las vicisitudes de esa huida atravesando media Europa con las tropas hitlerianas acechando a poca distancia. Entre los episodios más destacados de ese desgarrador periplo se incluyen la dolorosa separación de los padres que, ancianos, son incapaces de mantener el ritmo de la marcha y se ven obligados a retroceder a su domicilio, acabando sus días en un campo de exterminio; su colaboración con la Gestapo, a la que logra ocultar su origen judío, actuando como intérprete -Daniel hablaba varias lenguas- entre la gendarmería alemana, la policía bielorrusa y la población local, condición que aprovecha para salvar de la muerte a centenares de inocentes; su nueva huida, al ser finalmente descubierto por las SS, para acabar escondido en un convento de religiosas, las Hermanas de la Resurrección; su refugio entre los partisanos en los bosques rusos cuando la protección de las monjas se revela insuficiente; su posterior captación, de nuevo en funciones policiales, por la NKVD, antecedente de la KGB, cuando, tras la derrota nazi, la Unión Soviética “libera” las devastadas poblaciones ocupadas en las que los judíos han sido exterminados. Finalizada la guerra, volverá a Polonia en donde ingresará en un monasterio y recibirá las órdenes sagradas para, poco tiempo después, volar por fin a Palestina en donde, como ya he señalado, vivirá más de la mitad de su vida y hasta su muerte. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero siendo destacado el mero relato de las dificultades padecidas por su protagonista en los años de la guerra, esa narración “bélica”, desperdigada por la obra, no ocupa en su conjunto ni cincuenta páginas de un libro cuya mayor parte se centra en el tiempo vivido por el monje en Israel, lo que permite al lector, además de conocer unos años esenciales en la biografía del personaje y acercarse a infinidad de cuestiones morales, religiosas, metafísicas y hasta teológicas que afloran en el texto, trasladarse a los escenarios en los que se desarrollan los terribles sucesos que en la actualidad vivimos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Todo ello presentado al modo de un rompecabezas hecho de recortes, crónicas, diarios, testimonios, cartas, artículos de prensa, transcripciones de conversaciones y charlas, informes y documentos oficiales diversos que se van sucediendo en el texto, engarzados con esmero y muy buen pulso narrativo, haciendo de esta manera avanzar una acción que, sin embargo, vuelve una y otra vez hacia atrás y hacia adelante, alternando tiempos y lugares, en una polifonía de voces muy rica (los “hablantes” sobrepasan la veintena) y eficaz literariamente que, desde Moscú o Haifa, Berkeley o Cracovia, Vilna o Jerusalén, cuentan sus propias trayectorias vitales, sus experiencias, sus pensamientos, sus preocupaciones, sus vivencias, mientras van dibujando el retrato de este Daniel Stein, un ser humano excepcional, un “santo”, un <i>hombre justo</i>, cuyo itinerario vital, siempre en zonas de conflicto y hecho de confluencias y de mezclas -su padre alemán, su madre polaca, sus vivencias en la Europa convulsa de la primera mitad del siglo pasado, sus “colaboraciones” con el nazismo y el estalinismo, su condición de judío, su conversión al catolicismo, su nacionalización “incompleta” en Israel, disponiendo de los documentos oficiales pero sin poder llamarse judío ante sus conciudadanos por su “cambio” de religión, su contacto con gentes de todo tipo y condición, de creencias y visiones del mundo diversas-, hizo de él la más genuina representación de la tolerancia, la misericordia, el amor al prójimo, la sencillez y la bondad frente a los dogmas, frente al poder y la fuerza y los totalitarismos de todo signo, defendiendo al débil, al desamparado, al que nada tiene, al que sufre -en un “radical” cumplimiento del mensaje cristiano más original y verdadero- por encima de razas, de credos, de ideologías, de iglesias, de reduccionistas “pertenencias”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y es aquí donde el libro conecta mejor con mi propósito de esta tarde, pues el relato de Liudmila Ulítskaia se abrirá, entre otros muchos temas, a reflexiones sobre la identidad de los pueblos y la lacra del nacionalismo; sobre la cuestión judía, en un debate que va desde el deseo que mueve al personaje de escribir una historia de <i>Yiddishland</i>, el sufriente pueblo judío diseminado entre Polonia, Bielorrusia, Ucrania, Rusia, Letonia y Lituania, hasta el aborrecimiento de todo cuanto suponga un privilegiado “mirarse el ombligo”: <i>¡Odio la cuestión judía! (…) Es la cuestión más repugnante de la historia de nuestra civilización; </i>preguntándose la autora si es que esa preocupación egocéntrica se debe a que Dios ha maltratado a los judíos más que a otros pueblos; sobre las dificultades y contradicciones inherentes a la creación y el desarrollo del estado de Israel; sobre las absurdas disputas de religión (<i>tantas iglesias, tantos altares</i>); cuestiones todas que sobrevuelan también los dramáticos acontecimientos de estos últimos meses. Un libro singular y ciertamente interesante. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh387yhYd9FXU5wya2LaDkfTmgUdzLUu28rPj7qysjCI2LhyphenhyphenpUGkKkceF45GL8iMcNJpS1vNi8unrSs1mnERy0G169JbUTTKjf4nbhyvYu4W5uJFGbn8TfLFpletsujOGV-iqSm2NwuODzxqh2aVJ2_oQFpbqRGHHNTyE5Um4KjBo8Pzr1UYCt83CY6FVvB/s635/Programa%20555.%20Isabella%20Hammad.%20El%20parisino.jpeg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="635" data-original-width="405" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh387yhYd9FXU5wya2LaDkfTmgUdzLUu28rPj7qysjCI2LhyphenhyphenpUGkKkceF45GL8iMcNJpS1vNi8unrSs1mnERy0G169JbUTTKjf4nbhyvYu4W5uJFGbn8TfLFpletsujOGV-iqSm2NwuODzxqh2aVJ2_oQFpbqRGHHNTyE5Um4KjBo8Pzr1UYCt83CY6FVvB/s320/Programa%20555.%20Isabella%20Hammad.%20El%20parisino.jpeg" /></a></div>Poco más de año y medio ha pasado desde que os presenté aquí <i>El parisino</i>, la primera novela de Isabella Hammad publicada en 2021 por la Editorial Anagrama en traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle. Siendo muy reciente, pues, mi reseña, y habiéndoosla ofrecido en la actual versión del espacio -fácilmente recuperable, por tanto, en mi canal de Youtube- me limitaré ahora a recordaros los aspectos del libro que mejor pueden servir para ampliar la información sobre las circunstancias que rodean al actual conflicto palestino-israelí. Por de pronto, Isabella Hammad es inglesa de origen palestino y recrea en su ficción la intensa peripecia vital de uno de sus bisabuelos, particularidades ambas que dotan a su novela, de entrada, de unas ciertas garantías de conocimiento y profundidad en el tratamiento del ámbito en que se desarrolla, algo que aflora, más allá de la dimensión novelesca de su relato, hecha de invención y de una muy libre construcción de tramas y personajes, en la indudable base histórica del texto, que se refleja en las coordenadas sociales o políticas bien documentadas que constituyen su telón de fondo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El personaje principal, Midhat Kamal, es un joven de Nablus (en la novela se usa siempre Naplusa, la denominación tradicional de la ciudad palestina, situada al norte de Jerusalén y al sur de Damasco), que en 1914, en los inicios de la Primera Guerra Mundial, se embarcará hacia Francia con la triple intención de escapar de la leva que lo obligaría a combatir en las filas del Imperio otomano, bajo cuya “jurisdicción” se encontraba en la época la región, de estudiar Medicina y de satisfacer así los deseos de su padre, un rico comerciante de telas que se desenvuelve entre su ciudad y El Cairo. Tras diversas vicisitudes -el fracaso en su carrera académica, una historia de amor no del todo lograda, la entrega a los placeres mundanos, la frecuentación de obsequiosas y “liberadas” (para su anticuada mentalidad oriental) mujeres y las frívolas y siempre estériles y solipsistas veladas entre intelectuales, en las que jóvenes árabes inquietos se entregaban a divagaciones filosóficas y políticas en torno al problemático futuro de sus pueblos- volverá a Palestina sin completar sus estudios, para enfrentarse a la difícil tarea de adaptarse a una realidad que ya le es, en cierto modo, extraña. Este juego de contrastes entre el cosmopolitismo de la vida europea y el atraso de una sociedad, la palestina, para entonces ya bajo el mandato británico, es uno de los frentes de interés de la obra, en el que ya se hacen tangibles los odios ancestrales, el incipiente pero ya furibundo nacionalismo, la repulsa a la dominación (antes otomana, ahora británica y pronto sionista), las revueltas y los conflictos étnicos, políticos y religiosos, en un marco geográfico y una época agitados y convulsos, en los que aún no existen como tales la mayor parte de países de la zona, Siria, Líbano, Jordania, Israel o la propia Palestina, permitiendo, por lo tanto, al lector, conocer los orígenes de gran parte de los problemas actuales de la región. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La poderosa composición del personaje principal se produce en paralelo a la muy convincente ambientación de su entorno familiar, de los escenarios geográficos y físicos, urbanos y rurales de aquellos lejanos territorios y, por encima de todo, a la incardinación del relato en un contexto general de acontecimientos de extraordinaria importancia histórica, que cambiaron la configuración social, política y económica del Oriente Medio. La conflictiva identidad de Midhat, a caballo de dos mundos, corre en paralelo con la también problemática coexistencia en una Palestina cruzada por infinidad de orígenes, de rasgos étnicos, de tradiciones y de credos diversos (<i>a causa de los elementos cristianos y samaritanos, Naplusa era un ejemplo perfecto de ciudad islámica</i>). Y aquí se ofrece a la autora la ocasión de mostrar su amplio conocimiento del mundo que describe, las tradiciones, costumbres, leyendas antiguas, vestimentas, mobiliario, arquitectura, espacios urbanos, parajes rurales, ceremonias, fiestas y celebraciones, zocos y mercados, las populares casas de baños -los hamman-, los entornos domésticos de una sociedad y un marco geográfico que trasladan al lector a lugares de tanta resonancia cultural como Jerusalén, el desierto israelí, el mar de Tel Aviv y Jaffa, el pozo de Jacob, Nazaret, Belén, Damasco, la propia Naplusa, emplazamientos, muchos de ellos, en los que se sitúan los bárbaros sucesos recientes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero donde el libro entronca de un modo más destacado con la principal finalidad del programa de hoy, que no es otra que proporcionar a quien nos lea, escuche o vea en Youtube distintas visiones de la realidad vivida por los habitantes de esos enclaves arrasados por el enfrentamiento, el combate y el odio, es en la muy fidedigna recreación de los principales momentos históricos ocurridos, desde finales del siglo XIX y en el primer tercio del XX, en esa convulsa región del Medio Oriente. Así, punteando la trayectoria vital del personaje, la autora nos pone en contacto con la deportación de los armenios a manos de los turcos, un genocidio anterior a la creación del tipo jurídico “acuñado” tras la Segunda Guerra Mundial; los últimos coletazos del Imperio otomano y la represión contra los discordantes; los mandatos europeos sancionados por la Sociedad de Naciones y el reparto de territorio entre las potencias coloniales (Francia acabaría por gobernar Siria y el Líbano, y Gran Bretaña, Palestina, y en la división surgirían también la entonces llamada Transjordania e Irak), aunque solo fuera de manera temporal (<i>Los mandatos eran medidas temporales para preparar el autogobierno, un período de supervisión «hasta que llegue el momento en que puedan gobernarse solos»</i>); la progresiva inmigración sionista, con la llegada de sucesivas olas de decenas de miles de judíos (<i>todos los meses entran más de mil inmigrantes judíos y está claro que quieren crear un Estado judío</i>) comprando las tierras locales (<i>nos quitan la tierra de debajo de los pies</i>) en una ocupación “pacífica” de la región; la división de los lugares sagrados para las dos principales religiones enfrentadas (<i>Era el Muro de las Lamentaciones de los judíos y el Muro de Buraq de los musulmanes</i>); la fundación de las primeras organizaciones nacionalistas árabes; los movimientos por la independencia palestina (<i>Si querer ser una nación es un crimen —se echó a reír y por primera vez su voz cansada se volvió aguda—, entonces todos somos criminales. Deberían encerrarnos a todos</i>); el activismo político, el social, el tímido feminista, con las primeras mujeres que se quitan públicamente el velo… ¡en 1923!; las revueltas, los disturbios y las huelgas generales; la lucha urbana y la violencia terrorista sobre los soldados de Gran Bretaña y los colonos judíos; las ejecuciones públicas de disidentes; la reclusión de “agitadores” en campos de concentración; la celebración de infinidad de congresos, negociaciones, conferencias y comisiones por la paz, en una intensa sucesión de acontecimientos -en un arco cronológico que va desde 1882, con el comienzo de la inmigración judía, a 1936, con el cruento fin de la insurrección a favor de la independencia- que constituyen el germen de la actual y en apariencia irresoluble situación. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjy4a45kNoGxI5pev841dIlTh_QdUckP2v1KzmE8ZhkymbVKgaLIih014h_ifMQEHo31Wf1vwgTsIW2LYXj6WemnNk9z5_8FXFhN1TOhwOOakS7hQ7LrzJU79vUaDsuaz4kv9PFYXCx5fFPyHiH8mZv9iCnjJkWJg_eWuzaw2ncEZZVIOhjvieJcD-K0Aa4/s1600/Programa%20555.%20David%20Grossman.%20La%20vida%20entera.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1600" data-original-width="1071" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjy4a45kNoGxI5pev841dIlTh_QdUckP2v1KzmE8ZhkymbVKgaLIih014h_ifMQEHo31Wf1vwgTsIW2LYXj6WemnNk9z5_8FXFhN1TOhwOOakS7hQ7LrzJU79vUaDsuaz4kv9PFYXCx5fFPyHiH8mZv9iCnjJkWJg_eWuzaw2ncEZZVIOhjvieJcD-K0Aa4/s320/Programa%20555.%20David%20Grossman.%20La%20vida%20entera.jpg" /></a></div>Y habiendo escuchado la voz de un personaje israelí, siquiera por adopción y convicción -Daniel Stein- y uno palestino, aunque de conflictiva percepción identitaria -Midhat Kamal-, ninguno de los cuales representa una posición rígida o fanatizada sobre la problemática situación de la región, cierro mi reseña con un nuevo enfoque desde la perspectiva judía (el miércoles próximo serán dos autores palestinos y uno norteamericano, aunque pro-palestino, los que protagonizarán el espacio, equilibrando así la participación de ambos “bandos”; reduccionista término que, pese a todo, me resisto a utilizar). <i>La vida entera</i>, ambientada en un entorno parecido al de <i>El parisino</i>, aunque en una época y unas circunstancias muy distintas, es una voluminosa novela de David Grossman, de una intensidad y una emoción por momentos sobrecogedoras, publicada en España en 2010 en la editorial Lumen, en traducción de Ana María Bejarano. Grossman es un escritor israelí, persistente activista en pro de la paz en su país, que se ha hecho merecedor, por su obra y por su entrega a esa noble causa, de infinidad de premios, reconocimientos y doctorados honoris causa en diversas universidades del mundo entero. En septiembre de 2019 yo os hablé en<i> Todos los libros un libro</i> de este<i> La vida entera</i> junto a otra de sus novelas, <i>Gran Cabaret</i>, que en 2017 ganó el prestigioso Man Booker International Prize al mejor libro traducido al inglés en el año anterior; siendo su traductora al castellano, la citada Ana María Bejarano, galardonada en 2016 con el Premio Nacional a la Mejor Traducción por su traslación del libro del hebreo originario a nuestro idioma, un texto también publicado por Lumen. En <i>Gran Cabaret</i> hay referencias, indirectas, tangenciales, al asunto que esta tarde nos ocupa, pero es en <i>La vida entera</i> donde el actual conflicto entre Israel y Palestina alcanza un papel protagonista en la trama novelesca. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro -con el amor y la muerte como temas filosóficos principales- se abre con una extensa escena -más de cien de un total de ochocientas largas páginas- de tintes oníricos que nos muestra a tres chicos israelíes, Ora, Abram e Ilan, que permanecen recluidos en un fantasmagórico hospital aislado en una ciudad extraña, en el que han sido abandonados a cargo de una única enfermera árabe a causa de lo contagioso de sus enfermedades y de la generalizada huida del personal sanitario como consecuencia de la guerra, la fugaz pero trascendental Guerra de los Seis Días, en 1967. La cercanía forzosa entre los jóvenes, la fragilidad -física y anímica- de su situación y las naturales “pulsiones” de la adolescencia, hacen nacer entre ellos sentimientos de interés, de amistad, de atracción incluso, que Grossman cuenta con maestría en una narración construida casi íntegramente a base de diálogos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Más de treinta años después nos reencontramos con los tres personajes. Ora -que será en la mayor parte del texto la voz que cuenta- está ahora separada de Ilan, con el que se casó y con el que tiene dos hijos en común, Adam y Ofer. Abram, tras una trágica experiencia, detenido y torturado por las tropas egipcias en una de las muchas experiencias bélicas vividas por israelíes y árabes en la zona, retoma la vida civil en un estado de absoluta devastación psicológica y permanece apartado de sus amigos -casi ilocalizable- desde hace años. El pequeño de los hijos de Ora, Ofer, que acaba de cumplir los tres años del servicio militar obligatorio habitual en su país, se apunta a su término como voluntario, no obstante, para hacer frente durante tres largas semanas a un nuevo estado de emergencia que conlleva medidas de presión y control del ejército sobre una población árabe en la que cualquier niño que se dirige al colegio con una mochila puede esconder un potencial terrorista. El espanto que provoca en Ora, sola tras la marcha de Ilan y Adam a un viaje por América Latina, el riesgo de muerte de su hijo en alguna escaramuza militar en la arriesgada operación, la lleva a abandonar su hogar, ahuyentando así -al menos en un plano simbólico- la imaginada y temida escena en la que los responsables del ejército llaman al timbre de su casa para comunicar la infausta noticia: si ese hecho no se produce, si no hay nadie en casa en ese momento irreversible, su hijo estará a salvo, la muerte no le alcanzará, piensa. Así, y tras localizar sorprendentemente a Abram, inicia con éste un viaje sin rumbo fijo, sin móviles ni contacto con la realidad de la guerra, atravesando a pie el país, que recorren de un extremo a otro, voluntariamente ajenos al acontecer de la contienda e inmunes, pues, a las malas nuevas que la guerra pudiera generar. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En su recorrido, que constituye el núcleo central de la novela, Ora -y, en menor medida, el propio Abram- habla sin parar para así tener presente y proteger a Ofer; y así cuenta la vida entera (<i>Ora está un poco turbada por el hecho de estar hablando tanto, pero no es capaz de interrumpirse, porque eso es precisamente lo que tiene que hacer ahora, eso es lo que siente, tiene que describírselo con todo detalle</i>): la suya propia y la de su familia, la de su marido y sus hijos, la de la fuerte imbricación vital -con episodios inesperados y sorprendentes que no quiero revelar aquí- de los tres amigos, la de Israel, con sus vicisitudes políticas y sus innumerables guerras, con el conflicto irresoluble entre árabes y judíos. Y su relato, que fluye incontenible, lleno de emoción, de melancolía, de vida -de nuevo la vida entera (<i>Miles de momentos, de horas, de días, miles de hechos, infinidad de acciones, de intentos, de errores, de palabras, de pensamientos, todo para poner a una persona en el mundo</i>)- será una forma de exorcizar el temor a la muerte del hijo, expuesto en cualquier momento a la amenaza de una bomba, de un disparo, de un atentado, pero preservado de todo riesgo mientras se mantenga vivo en el discurso de su madre. <i>Lo que yo quiero es contártelo todo sobre él, hasta el más mínimo detalle, su vida entera, todo, aun a sabiendas de que eso es imposible, imposible, pero es lo que ahora tengo que hacer por él</i>, explica a Abram. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero, <i>¿cómo puede contarse una vida entera? Para eso no bastaría toda una vida</i>. El genio de David Grossman lo logra y es por eso por lo que el torrencial flujo verbal de Ora, un personaje inolvidable, transporta al lector a las interioridades del alma de la protagonista; un lector que “conviviendo” con ella, inmerso, embebido, en su relato, se conmoverá, se emocionará, llorará, se estremecerá, se apasionará, reirá, se entusiasmará -Ora, <i>mi semejante, mi hermana</i>- con esa vida puesta a su alcance. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sin tiempo ya para más comentarios, quiero señalar -pues resulta esencial para la completa comprensión del libro y arroja luz, además, sobre los hechos actuales a cuyo entendimiento desapasionado y racional quiero contribuir, muy modestamente, con mis recomendaciones- que la escritura de <i>La vida entera</i>, que Grossman inició en 2003, se cierra en diciembre de 2007, un año y medio después de que Uri, el menor de sus dos hijos varones, muriera -su tanque alcanzado por un misil- en las horas finales -el 12 de agosto de 2006- de la segunda guerra del Líbano, en un muy relevante paralelismo con la situación de fondo que “revolotea” por la novela. Apenas diez días después, el 21 de agosto, publicó en El País (entre otros importantes periódicos de todo el mundo) una tristísima pero esperanzadora y muy valiente carta, con el título <i>Nuestra familia ha perdido la guerra</i> y en traducción de María Luisa Rodríguez Tapia, que hoy quiero dejaros como cierre a mi reseña. Sus palabras concuerdan con la idea que al principio de esta reseña os trasladaba a partir del artículo de Natalia Ginzburg y que, en síntesis demasiado limitada, resumen la que creo debe ser la posición humanista frente al conflicto: ser <i>sensible al malestar de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo de batalla</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tras la lúcida, inteligente, comprensiva y conmovedora carta, la versión que hace Joan Baez -un clásico, muy presente en la banda sonora de mi juventud- de <i>Dona, Dona</i>, una canción folclórica judía -originariamente en yidis- que suena en el libro. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Mi querido Uri: </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Hace tres días que prácticamente todos nuestros pensamientos comienzan por una negación. No volverá a venir, no volveremos a hablar, no volveremos a reír. No volverá a estar ahí, el chico de mirada irónica y extraordinario sentido del humor. No volverá a estar ahí, el joven de sabiduría mucho más profunda que la propia de su edad, de sonrisa cálida, de apetito saludable. No volverá a estar ahí, esta rara combinación de determinación y delicadeza. Faltarán a partir de ahora su buen juicio y su buen corazón. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>No volveremos a contar con la infinita ternura de Uri, la tranquilidad con la que apaciguaba todas las tormentas. No volveremos a ver juntos Los Simpson o Seinfeld, no volveremos a escuchar contigo a Johnny Cash ni volveremos a sentir tu fuerte abrazo. No volveremos a verte andar y charlar con tu hermano mayor, Yonatan, gesticulando con ardor, ni volveremos a verte besar a tu hermana pequeña, Ruti, a la que tanto querías. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Uri, mi amor, durante tu breve existencia todos aprendimos de ti. De tu fuerza y tu empeño en seguir tu camino, incluso aunque no tuviera salida. Seguimos, estupefactos, tu lucha para que te admitieran en los cursillos de formación de jefes de carros de combate. No cediste a la opinión de tus superiores, porque sabías que podías ser un buen jefe y no estabas dispuesto a dar menos de lo que eras capaz. Y cuando lo lograste, pensé: he aquí un chico que conoce sus posibilidades de manera sencilla y lúcida. Sin pretensión, sin arrogancia. Que no se deja influir por lo que dicen los demás de él. Que saca la fuerza de sí mismo. Desde que eras niño, eras ya así. Vivías en armonía contigo mismo y con los que te rodeaban. Sabías cuál era tu sitio, eras consciente de ser querido, conocías tus limitaciones y tus cualidades. Y, la verdad, después de haber doblegado a todo el ejército y haber sido nombrado jefe de carros de combate, se vio claramente qué tipo de jefe y de hombre eras. Y hoy oímos hablar a tus amigos y tus soldados del jefe y el amigo, el que se levantaba antes que nadie para organizar todo y que sólo se iba a costar cuando los otros ya dormían. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Y ayer, a medianoche, contemplaba la casa, que estaba más bien desordenada después de que cientos de personas vinieran a visitarnos para ofrecernos consuelo, y dije: tendría que estar Uri para ayudarnos a recoger. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Eras el izquierdista de tu batallón, pero te respetaban porque mantenías tus posiciones sin renunciar a ninguno de tus deberes militares. Recuerdo que me habías explicado tu "política de controles militares" porque tú también habías pasado bastante tiempo en esos controles. Decías que, si había un niño en el coche que acababas de detener, lo primero que hacías era tratar de tranquilizarle y hacerle reír. Y te acordabas de aquel niño, más o menos de la edad de Ruti, y del miedo que le dabas, y lo que él te odiaba, con razón. Pese a ello, hacías todo lo posible para facilitarle ese momento terrible, pero siempre cumpliendo tu deber, sin concesiones. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Cuando partiste hacia Líbano, tu madre dijo que lo que más temía era el "síndrome de Elifelet". Teníamos mucho miedo de que, como el Elifelet de la canción, te lanzases en medio de los disparos para salvar a un herido, de que fueras el primero en ofrecerse voluntario para el reabastecimiento de las municiones largo tiempo agotadas. Temíamos que allí en Líbano, en esta guerra tan dura, te comportases como lo habías hecho toda la vida en casa, en la escuela y en el servicio militar, que te ofrecieras a renunciar a un permiso porque otro soldado lo necesitaba más que tú, o porque aquel otro tenía una situación más difícil en su casa. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Para mí eras un hijo y un amigo. Y lo mismo para tu madre. Nuestra alma está unida a la tuya. Vivías en paz contigo mismo, eras de esas personas con las que uno se siente bien. No puedo ni decir en voz alta hasta qué punto eras para mí "alguien con el que correr" [título de una de las últimas novelas del autor].Cada vez que volvías de permiso, decías: ven, papá, vamos a hablar. Normalmente, íbamos a sentarnos y conversar a un restaurante. Me contabas un montón de cosas, Uri, y yo me enorgullecía y me sentía honrado de ser tu confidente, de que alguien como tú me hubiera escogido. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Recuerdo tu incertidumbre, una vez, por la idea de castigar a un soldado que había infringido la disciplina. Cuánto sufriste porque la decisión iba a indignar a los que estaban a tus órdenes y a los demás jefes, mucho más indulgentes que tú ante ciertas infracciones. Castigar a aquel soldado, efectivamente, te costó mucho desde el punto de vista de las relaciones humanas, pero aquel episodio concreto se transformó después en una de las historias fundamentales del batallón, porque estableció ciertas normas de conducta y respeto a las reglas. Y en tu primer permiso me contaste, con un tímido orgullo, que el comandante del batallón, durante una conversación con varios oficiales recién llegados, había citado tu decisión como ejemplo de comportamiento por parte de un jefe. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Has iluminado nuestra vida, Uri. Tu madre y yo te criamos con amor. Fue muy fácil quererte con todo nuestro corazón, y sé que tú también viviste bien. Que tu breve vida fue bella. Espero haber sido un padre digno de un hijo como tú. Pero sé que ser el hijo de Michal quiere decir crecer con una generosidad, una gracia y un amor infinitos, y tú recibiste todo eso. Lo recibiste en abundancia y supiste apreciarlo, supiste agradecerlo, y no consideraste nada de lo que recibías como algo que te fuera debido. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>En estos momentos no quiero decir nada de la guerra en la que has muerto. Nosotros, nuestra familia, ya la hemos perdido. Israel hará su examen de conciencia, y nosotros nos encerraremos en nuestro dolor, rodeado de nuestros buenos amigos, arropados en el amor inmenso de tanta gente a la que, en su mayoría, no conocemos, y a la que agradezco su apoyo ilimitado.
Me gustaría mucho que también supiéramos darnos unos a otros este amor y esta solidaridad en otros momentos. Ése es quizá nuestro recurso nacional más especial. Nuestra mayor riqueza natural. Me gustaría que pudiéramos mostrarnos más sensibles unos con otros. Que pudiéramos liberarnos de la violencia y la enemistad que se han infiltrado tan profundamente en todos los aspectos de nuestra vida. Que supiéramos cambiar de opinión y salvarnos ahora, justo en el último instante, porque nos aguardan tiempos muy duros.
Quiero decir alguna cosa más. Uri era un joven muy israelí. Su propio nombre es muy israelí y muy hebreo. Era un concentrado de lo que debería ser Israel. Lo que está ya casi olvidado. Lo que muchas veces se considera casi una curiosidad. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>A veces, al observarle, pensaba que era un joven un poco anacrónico. Él, Yonatan y Ruti. Unos niños de los años cincuenta. Uri, con su absoluta honradez y su forma de asumir la responsabilidad de todo lo que sucedía a su alrededor. Uri, siempre "en primera línea", con el que se podía contar. Uri, con su profunda sensibilidad respecto a todos los sufrimientos, todos los males. Con su capacidad para la compasión. Una palabra que me hacía pensar en él cada vez que me venía a la mente. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Era un chico que tenía unos valores, ese término tan vilipendiado y ridiculizado en los últimos años. Porque en nuestro mundo loco, cruel y cínico, no es cool tener valores. O ser humanista. O sensible al malestar de los otros, aunque esos otros fueran el enemigo en el campo de batalla.
Pero de Uri aprendí que se puede y se debe ser todo eso a la vez. Que debemos defendernos, sin duda, pero en los dos sentidos: defender nuestras vidas, y también empeñarnos en proteger nuestra alma, empeñarnos en protegerla de la tentación de la fuerza y las ideas simplistas, la distorsión del cinismo, la contaminación del corazón y el desprecio del individuo que constituyen la auténtica y gran maldición de quienes viven en una zona de tragedia como la nuestra. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Uri tenía sencillamente el valor de ser él, siempre, en cualquier situación, de encontrar su voz exacta en todo lo que decía y hacía, y eso le protegía de la contaminación, la desfiguración y la degradación del alma. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Uri era además un chico divertido, de un humor y una sagacidad increíbles, y es imposible hablar de él sin mencionar algunos de sus "hallazgos". Por ejemplo, cuando tenía 13 años, le dije: imagínate que puedas ir con tus hijos un día al espacio, como vamos hoy a Europa. Y él me respondió sonriendo: "El espacio no me atrae demasiado, en la tierra se encuentra de todo". </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>En otra ocasión, en el coche, Michal y yo hablábamos de un nuevo libro que había despertado gran interés y estábamos citando a escritores y críticos. Uri, que debía de tener nueve años, nos interpeló desde el asiento de atrás: "¡Eh, los elitistas, recordar que lleváis detrás a un inculto que no entiende nada de lo que decís!". </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>O, por ejemplo, una vez que tenía un higo seco en la mano (le encantaban los higos): "Dime, papá, ¿los higos secos son los que han cometido un pecado en su vida anterior?". </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>O cuando me resistía a aceptar una invitación a Japón: "¿Cómo puedes decir que no? ¿Tú sabes lo que es vivir en el único país en el que no hay turistas japoneses?". </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>En la noche del sábado al domingo, a las tres menos veinte, llamaron a nuestra puerta y por el interfono se oyó la voz de un oficial. Fui a abrir y pensé: ya está, la vida se ha terminado. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Pero cinco horas después, cuando Michal y yo entramos en la habitación de Ruti y la despertamos para darle la terrible noticia, ella, tras las primeras lágrimas, dijo: "Pero seguiremos viviendo, ¿verdad? Viviremos y nos pasearemos como antes. Quiero seguir cantando en el coro, riendo como siempre, aprender a tocar la guitarra". La abrazamos y le dijimos que íbamos a seguir viviendo, y Ruti continuó: "Qué trío tan extraordinario éramos, Yonatan, Uri y yo". </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Y es verdad que sois extraordinarios. Yonatan, Uri y tú no erais sólo hermanos, sino amigos de corazón y de alma. Teníais un mundo propio, un lenguaje propio y un humor propio. Ruti, Uri te quería con toda su alma. Con qué ternura te hablaba. Recuerdo su última llamada de teléfono, después de expresar su alegría por el alto el fuego que había proclamado la ONU, insistió en hablar contigo. Y tú lloraste después. Como si ya lo supieras.
Nuestra vida no se ha terminado. Sólo hemos sufrido un golpe muy duro. Sacaremos la fuerza para soportarlo de nosotros mismos, del hecho de estar juntos, Michal y yo, nuestros hijos, y también el abuelo y las abuelas que querían a Uri con todo su corazón -le llamaban Neshumeh (mi pequeña alma)-, y los tíos, tías y primos, y todos sus amigos del colegio y el ejército, que están pendientes de nosotros con aprensión y afecto. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Y también sacaremos la fuerza de Uri. Poseía una fuerza que nos bastará para muchos años. La luz que proyectaba -de vida, de vigor, de inocencia y de amor- era tan intensa que seguirá iluminándonos incluso después de que el astro que la producía se haya apagado. Amor nuestro, hemos tenido el enorme privilegio de haber estado contigo, gracias por cada momento en el que estuviste con nosotros. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Papá, mamá, Yonatan y Ruti.</i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;">
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</div><div style="text-align: justify;">Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/sOKgf6DvFMc" width="520" youtube-src-id="sOKgf6DvFMc"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">David Grossman. La vida entera</div>
<iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/david-grossman.-la-vida-entera" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-9631334451603676702024-02-28T20:09:00.000+01:002024-02-28T20:09:20.436+01:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">LEA YPI. <i>LIBRE</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a <i>Todos los libros un libro</i>. Hace siete días y coincidiendo con el segundo aniversario de la trágica invasión de Ucrania por parte de la Rusia del imperialista Putin os hablaba aquí de un libro espléndido, <i>Un hogar para Dom</i>, escrito por Victoria Amelina, la novelista ucraniana que vio truncada su prometedora carrera literaria y, sobre todo, su vida, en julio de 2023, cuando a sus cortos treinta y siete años, un misil la hirió gravemente durante un ataque ruso a Kramatorsk mientras cenaba en el RIA Pizza, un restaurante popular entre los periodistas desplazados a los escenarios bélicos. Amelina, que desde 2022 investigaba y denunciaba los crímenes de guerra perpetrados por las tropas rusas, estaba en ese momento acompañada por el escritor Héctor Abad Faciolince, el diplomático Sergio Jaramillo Caro y la periodista Catalina Gómez, todos colombianos, que salvaron su vida milagrosamente mientras que ella fallecería a los pocos días a causa de las heridas sufridas a consecuencia del bombardeo. A través de la figura de un perro, el Dom del título, y de un modo muy original, la autora nos hace recorrer la historia de su país a lo largo del siglo XX, unas décadas en las que Ucrania se vio sometida a la represión estalinista, la bárbara ocupación nazi y la no menos terrible “liberación” y consiguiente opresión soviética a partir de 1945 y hasta la independencia, también convulsa, a principios de los años 90. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mi propuesta de esta tarde se inscribe, en cierto modo, en la estela del libro de Amelina, con el que guarda, como iremos viendo, algunos paralelismos: protagonismo de una niña, relato familiar, entorno soviético, pueblo sometido a convulsos avatares de la historia, entre otros. Se trata de <i>Libre</i>, una novela de la escritora albanesa Lea Ypi, en la que, bajo un muy elocuente subtítulo, <i>El desafío de crecer en el fin de la historia</i>, narra, en una obra claramente autobiográfica, su propia infancia y adolescencia en la aislada Albania soviética que, cuando ella contaba con apenas once años, se desmoronará de manera abrupta pasando en pocos meses de una versión extrema del estalinismo cerril a la apertura política y la desatada entrega al liberalismo más desaforado. El libro, publicado en Inglaterra en 2021, vio la luz en España el pasado 2023 en la editorial Anagrama, con la traducción de Cecilia Ceriani, alcanzando entre nosotros una repercusión y una influencia sobresalientes, como, por otro lado, ha ocurrido también fuera nuestro país, donde <i>Libre</i> ha sido aclamado por doquier (lo que no obsta para que, en algún caso, hayan aflorado también las críticas). Ello, la popularidad y el éxito del libro, el protagonismo de la novela en las páginas de los suplementos culturales de todos los periódicos, que han resaltado sus muchos motivos de interés, hace que, quizá, mi reseña resulte ya redundante o consabida para muchos de los oyentes y seguidores del espacio. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgbOigdTbC7SzYJYQ9aGPOXrEcH1sjAQpo-RFiHY0j5Cy2jrGYXYgEPj5ThfIg2NXk9luQ0bvVGqergPdX-h67Zwg9Slgf3nwhY4OKPkt7jZx8HG896dysB3hw1us-r8dXAkZc4lomDxQup8ZOZnSBbVzCHgSmqTerUK59Cv6DzN5Y0Bf4TF_qW7P1mi2Co/s2661/Programa%20554.%20Lea%20Ypi.%20Libre.jpeg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="2661" data-original-width="1701" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgbOigdTbC7SzYJYQ9aGPOXrEcH1sjAQpo-RFiHY0j5Cy2jrGYXYgEPj5ThfIg2NXk9luQ0bvVGqergPdX-h67Zwg9Slgf3nwhY4OKPkt7jZx8HG896dysB3hw1us-r8dXAkZc4lomDxQup8ZOZnSBbVzCHgSmqTerUK59Cv6DzN5Y0Bf4TF_qW7P1mi2Co/s320/Programa%20554.%20Lea%20Ypi.%20Libre.jpeg" /></a></div>Nacida en 1979 en la Albania estalinista, opresiva, secreta, aislada y cerrada al exterior que fue el país mediterráneo hasta hace pocas décadas (yo viajé a la zona -batallitas de abuelete Cebolleta- dos veces, en auto-stop, en 1979, y en coche, en 1984, y en ambos casos, la entrada estaba vedada, debiendo bordear Montenegro y atravesar Kosovo y Macedonia, cuando aún no se llamaban así y formaban parte de Yugoslavia, para poder acceder a Grecia), Lea Ypi pasó su infancia y adolescencia en Durrës, la pequeña ciudad de la costa adriática de su país, de donde salió con dieciséis años, poco tiempo después del desmoronamiento del régimen comunista en 1990, para iniciar sus estudios universitarios en Italia. Filósofa, en la actualidad es profesora de Teoría Política en la prestigiosa London School of Economics y también profesora asociada de Filosofía en la Australian National University. Especializada en marxismo y teoría crítica, es una mujer extraordinariamente inteligente, como resulta ostensible en cuantas entrevistas yo he podido consultar tras mi lectura de su libro, en las que demuestra su capacidad para desenvolverse con soltura en cinco idiomas (inglés, francés, italiano, alemán y, por supuesto, albanés; que son los “únicos” en los que la he oído hablar) y en las que la lucidez de su pensamiento, la profundidad de sus argumentos y la claridad de sus exposiciones deslumbran y fascinan. Una inteligencia que atrae y que quizá también apabulle haciendo que, en más de una ocasión, la tarea de comprenderla en toda su extensión pueda resultarle ardua o poco asequible al lector. <i>Libre</i> es, sin embargo, una novela magnífica que, lejos de ceñirse al ámbito académico en que su autora destaca y que, como es obvio, impregna las tesis subyacentes al libro, es, sobre todo, una obra de gran calidad literaria, punteada por sutiles muestras de humor y de lectura no especialmente difícil a pesar de esos esporádicos obstáculos ya referidos. En ella se conjugan una suerte de peculiares y entrañables memorias, que recrean sus recuerdos personales y familiares de esa primera etapa de su vida, antes de su abandono del país, con una formidable y muy detallada ambientación que permite al lector adentrarse y conocer el marco histórico en el que transcurrió el acontecer de la sociedad albanesa en el convulso siglo XX, y todo ello entreverado por las muy agudas reflexiones sociopolíticas, filosóficas e intelectuales sobre diversos asuntos, fundamentalmente el que aflora ya desde el título de la novela y que constituye el principal objeto de su investigación académica: la libertad. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro se organiza en dos partes y un epílogo que, con un tono y un enfoque diferentes al resto de la obra, cierra el singular planteamiento de la autora. La primera de ellas se sitúa en los últimos meses de 1990, cuando una Lea de once años asiste al derrumbe del régimen comunista y, con él, al de todas las certezas que habían acompañado su vida hasta ese momento. Son diez capítulos soberbios en los que bajo la mirada inocente de la niña conocemos la cotidianidad de una familia sometida, como el pueblo albanés entero, a la férrea dictadura de un sistema dirigista y asfixiante en el que el Estado determina y controla hasta el más mínimo resquicio de la vida de sus ciudadanos. En la segunda sección de la novela, dividida esta vez en doce capítulos, el relato se detiene en la descripción de los cambios en la sociedad albanesa desde que alcanza su “liberación” y se produce la por entonces entusiasta apertura al liberalismo económico y a la democracia política, hasta el año 1997, cuando, con el país sumido en la confusión y la pobreza, con el caos, la violencia, los disturbios, las protestas y los enfrentamientos abocando a la guerra civil, el comienzo de la etapa universitaria de la joven la llevará a dejar atrás esa tortuosa transición, decir adiós a su padre y a su abuela (su madre y su hermano menor ya habían abandonado Albania meses antes) y cruzar el Adriático hacia la cercana Italia con el fin de iniciar allí sus estudios de Filosofía. Por fin, la tercera parte consiste en un breve epílogo en el que se abandona la condición estrictamente novelística del resto del libro para dar voz a la Lea Ypi académica, ya adulta e instalada en Londres como profesora, que reflexiona, desde una perspectiva más teórica e intelectual, sobre lo vivido y narrado, a la vez que explicita las tesis que conforman su pensamiento político. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El primero de los ejes principales del libro es la crónica, desenfadada, optimista, alegre, familiar, de la infancia de una niña inocente y feliz, repleta de simpáticas anécdotas contadas con un tono amable, lírico y tierno. La familia que “conoce” la Lea infantil -la adolescente acabará por vislumbrar otra muy distinta- es, pese a las estrecheces, las carencias, los secretos y las ocultas insatisfacciones, entrañable. La madre, Vjollca Veli, Doli (de niña, un pariente, que decía de ella que era <i>preciosa como una muñeca</i>, la llamaba así, <i>Doll</i>, y de ahí Doli) es una mujer fuerte, decidida (<i>rara vez se quejaba; jamás la vi llorar. Irradiaba una seguridad total y una autoridad absoluta</i>), algo gruñona, íntimamente descontenta y disconforme con el mundo y, de manera discreta (al menos, en una primera instancia), también con el régimen comunista, entregada con fruición a las labores de la casa para ocultar -vanamente- y soportar sus desengaños (<i>Mi madre tenía tendencia a manifestar su frustración buscándose una nueva tarea doméstica: cuanto mayor era su frustración, más ambiciosa era la magnitud de sus proyectos</i>). El padre, Xhaferr Ypi, “atado” siempre a su inhalador para el asma, es cariñoso y cercano, simpático, muy bromista (<i>Le gustaba burlarse de las cosas más trágicas y sus bromas sobre la política antiimperialista eran famosas entre mis amigas</i>), relativiza, silencioso y paciente, los frecuentes arrebatos de ira de su mujer (<i>Mi madre soltó un bufido de sorna. Abandonó la mesa y empezó a aporrear ollas y sartenes, y a arrojar los cubiertos al fregadero</i>). Junto a ellos vive Nini (fallecida en 2006 y a quien Lea dedica el libro), la madre de Xhaferr, seria, ponderada, sentenciosa, transmitiendo con dulzura sus valores a su nieta, resignada y aceptando, en apariencia, su destino anodino en la normalidad comunista. La relación entre los padres, que marca este primer círculo de la vida de la niña, es conflictiva pero amable, siendo múltiples los motivos de discusión y muy diferentes sus esquemas de valores, como queda de manifiesto en este fragmento, por lo demás muy significativo sobre la familia y la época: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Mi madre y mi padre tenían valores radicalmente diferentes y actitudes totalmente opuestas en casi todo: respecto al tiempo que había que seguir remendando la ropa antes de pensar en comprar una nueva; si </i>Sacco y Vanzetti<i> era una película superior a </i>Lo que el viento se llevó<i>; si los niños descansaban mejor dejándolos llorar hasta que cayesen dormidos; si se podía beber leche que estuviera un poco pasada; si se podía o no llegar tarde a una cita y, en tal caso, cuál era el retraso permitido; y durante cuántos días era posible reciclar las sobras de una comida antes de claudicar y tirarlas a la basura. Mi padre y Nini detestaban el dinero; mi madre lo adoraba; los primeros respetaban los antiguos códigos de honor; ella se vanagloriaba de ignorarlos. Mi padre mostraba un profundo interés por la política, incluida la política de lugares remotos; a mi madre solo le importaba la política si le afectaba a ella directamente. Era una gran ironía que se hubieran casado porque, en otra época y en otro lugar, es muy probable que hubieran sido enemigos acérrimos. La historia los convirtió en aliados. Ninguno de los dos parecía disfrutar del conflicto diario que generaba dicha interacción, pero ambos habían desarrollado estrategias para sobrellevarlo. Eran muy francos al expresar que no aprobaban los criterios morales del otro. Pero no tuvieron más remedio que casarse, decían. Todo fue una cuestión de «biografía». </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero, independientemente de que el largo texto permite conocer el clima, afectuoso pese a las diferencias, en el que se desenvuelve la familia, es esta mención entrecomillada a la “biografía”, la que encierra una de las claves de la auténtica realidad que los padres ocultan y apenas intuye una Lea inocente (<i>Provengo de una familia a la que mi profesora Nora llamaba «de intelectuales</i><span style="text-align: left;"><i>»</i></span>). Y es que la condición de ciudadanos “corrientes”, de vida gris y uniformizada en la banal cotidianidad albanesa de los Ypi, encierra un secreto -uno de los muchos ocultos o disimulados a la mirada de la niña-, que solo se desvelará cuando el derrumbe de la dictadura soviética haga desaparecer el miedo: ambas ramas, materna y paterna, de la familia tienen una trayectoria fascinante, hecha de conocimiento, cultura e “intelectualidad”, costumbres aristocráticas, hábitos refinados, compromiso ideológico en contra de los fanatismos totalitarios, desclasamiento obligado, disidencia y crítica, temor a las represalias, también asesinatos políticos y vicisitudes personales de toda índole. La abuela Nini era nieta de <i>un pachá y segunda hija de una familia de altos gobernadores provinciales del Imperio otomano</i>. Nacida en Tesalónica, destacada estudiante del Liceo Francés de esa ciudad, consejera con veinte años del primer ministro, conoció a su marido en la boda del rey Zog, que gobernaría Albania hasta 1939. Escribe Lea, en síntesis muy descriptiva: <i>A los veintitrés se casaron. Él era socialista, pero no un revolucionario. Ella era ligeramente progresista. Ambos procedían de conocidas familias conservadoras, repartidas por el Imperio otomano durante varias generaciones. A los veinticuatro fue madre (…) A los veintiséis participó en las elecciones a la Asamblea Constituyente, las primeras en las que pudieron votar las mujeres y la última a la que pudieron presentarse candidatos de la izquierda no comunista. A los veintisiete, esos mismos candidatos, muchos de los cuales eran familiares y amigos, fueron arrestados y ejecutados. Mi abuelo le propuso abandonar el país con la ayuda de los militares británicos que iban a repatriar y que él había conocido durante la guerra. Ella se negó. Su madre, que había ido a Albania desde Grecia para ayudarla con el bebé, acababa de caer enferma y no quería dejarla allí sola. Cuando mi abuela tenía veintiocho años, mi abuelo fue arrestado, acusado de agitación y propaganda, y sentenciado, primero a la horca y después a cadena perpetua, sentencia luego conmutada por quince años de cárcel. A los veintinueve perdió a su madre por causa del cáncer. A los treinta la obligaron a abandonar la capital y mudarse a otra ciudad. A los treinta y dos empezó a faenar en los campos de trabajo. Cuando tenía cerca de cuarenta años, la mayoría de sus parientes habían sido ejecutados o se habían suicidado, y los que habían sobrevivido estaban en hospitales psiquiátricos, en el exilio o en prisión. A los cincuenta y cinco estuvo a punto de morir de pleuresía. A los sesenta y uno fue abuela, al nacer yo</i>. El personaje de la abuela, pese a su presencia menor, es espléndido, una mujer de una gran dignidad y fortaleza, que no siente nostalgia de ese pasado privilegiado y feliz (<i>No añoraba volver a aquel mundo donde su familia aristocrática hablaba en francés e iba a la ópera mientras los sirvientes que les preparaban las comidas y se ocupaban de su ropa no sabían leer ni escribir</i>, dirá), y tampoco, como es obvio, de la vertiente convulsa y dramática de su trayectoria vital (<i>Lo perdimos todo –dijo–. Pero nosotros no nos perdimos. No perdimos nuestra dignidad, porque la dignidad no tiene nada que ver con el dinero, los honores ni los títulos</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por otro lado, los progenitores son universitarios, hablan idiomas, son cultos, lectores, amantes de la música (<i>A mi madre le encantaban Schiller y Goethe, iba a los conciertos a escuchar música de Mozart y de Beethoven</i>). El padre es, desde niño, un apasionado de la Física, la Biología, las Matemáticas, que la madre, que fuera con veintidós años campeona nacional de ajedrez, aborrece, pero los designios del Partido los obligan, a uno a arrumbar su pasión y ocuparse de la Ingeniería forestal y a la otra, paradójicamente, a desempeñarse como profesora de… matemáticas. Y es que la “biografía” (<i>Las biografías eran minuciosamente clasificadas en buenas y malas, mejores o peores, limpias o turbias, relevantes o irrelevantes, transparentes u oscuras, dignas de confianza o sospechosas, las que era bueno recordar y las que era mejor olvidar</i>), el pecado original “genealógico” que impide “lucir” un pasado revolucionario impoluto, el hecho de que Xhaferr fuera descendiente del Primer Ministro albanés, destacado colaboracionista en los inicios de la Segunda Guerra Mundial (y bisabuelo de Lea) y que a los ascendientes de la madre <i>les fueran confiscados las propiedades, las fábricas y los apartamentos que había dibujado de niña</i> [y que] <i>en realidad habían pertenecido a su familia antes de nacer ella, antes de la llegada del socialismo</i>, marcarán para siempre la existencia de la familia en las largas y siniestras décadas de sometimiento soviético. Obligados por las autoridades comunistas a hacerse perdonar la “lacra” de su origen reaccionario, los padres mantendrán -en distinto grado, sumiso en la superficie el padre, un disidente nato, crítico por igual del capitalismo y el socialismo; algo más díscola y “desobediente” la madre- una fachada de asentimiento a la ideología, las costumbres y las normas imperantes. Lea crece así, inocente, rodeada de secretos, de silencios, de veladas alusiones, de sospechas, en un entorno, en una burbuja, en todo coincidente con el gris sistema vigente, con el que sus mayores la han querido preservar de los riesgos que entrañaría para ella conocer el “problemático” pasado de su familia. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En síntesis, y por simplificar, Lea pasa su infancia y su muy primera adolescencia convencida de que el “universo” comunista en el que habita de puertas afuera de su casa y que su familia intenta mantener en los escenarios domésticos, es la única realidad existente (<i>Yo siempre había pensado que no había nada mejor que el comunismo. Todas las mañanas de mi vida me despertaba deseando hacer algo para que llegara más rápidamente</i>). Será pionera (su padre la llama <i>brigadista</i>), jurará lealtad al Partido, recogerá, tras su estancia en los campamentos veraniegos, estrellas rojas, banderitas, diplomas y medallas que acreditan su compromiso. Leerá en la escuela poemas a Stalin, cultivará la idolatría hacia la figura de Enver Hoxha, el dictador y líder supremo albanés (<i>–¿Veis esta mano? –dijo la profesora Nora al final de su discurso mientras levantaba la mano derecha con una expresión enérgica en el rostro–. Esta mano será siempre fuerte. Esta mano siempre luchará. ¿Sabéis por qué? Porque ha estrechado la mano del camarada Enver</i>), la enardecerá el entusiasmo por el Partido, el deseo de servir a la patria socialista, el desprecio por el enemigo capitalista (la totalidad del mundo, en esos días en que Albania está fuera de las dos grandes esferas de influencia). Rastreará, decepcionada por el fracaso de su pesquisa, en su árbol genealógico, convenientemente “podado” por su padres y abuela, la existencia de héroes de guerra, de partisanos enfrentados a los nazis, de antifascistas notables, de mártires socialistas. Escuchará entregada los discursos políticos, conmemorará emocionada las fechas clave del “santoral” soviético, celebrará los Primeros de Mayo, los aniversarios de las distintas revoluciones en el mundo. Creerá a pies juntillas las soflamas ideológicas de profesores y autoridades, su sesgada versión de los hechos históricos, discutirá en el colegio la existencia de Dios, la necesidad de abolir la religión, la secularización de iglesias y mezquitas (<i>las iglesias se convirtieron en centros deportivos y las mezquitas, en salas de congreso</i>s). Despreciará a los <i>elementos pequeñoburgueses y reaccionarios</i> de su entorno escolar, repudiará, ingenuamente convencida, el imperialismo y el revisionismo, ufana de la excepción albanesa que resiste ante <i>los cantos de sirena del Este revisionista y del Occidente imperialis</i>ta. Defenderá el dogma de la sociedad sin clases, se enorgullecerá, en su candidez infantil, de vivir en una sociedad que le permite <i>estar a resguardo de los horrores que asolaban a otras partes del mundo, donde los niños se morían de hambre, se congelaban de frío o eran forzados a trabajar</i>. Llorará, desconsolada, con apenas seis años, la muerte del “Tío Enver”, la máxima divinidad del dictatorial culto al hombre de aquel delirio totalitario. Un ejemplo paradigmático, en fin, del lavado de cerebro perpetrado contra sus ciudadanos por un Estado autocrático y doctrinario. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y, más allá de la recreación de esta cotidianidad del país más cerrado e inaccesible de los del Telón de Acero (yo conocí -más batallitas- la asfixiante realidad de la Yugoslavia y Bulgaria de la época, paraísos de la libertad en comparación con la opresión albanesa, aunque con muchas concomitancias con ella, algunas de las cuales pueden verse reflejadas en la novela), una de las principales razones por las que el libro interesa, la autora presenta esa fantástica e infantil ideación de la muy crédula niña con abundantes muestras del día a día familiar, plasmadas en infinidad de anécdotas, entrañables y reveladoras, de la vida, precaria, de los Ypi y del austero entorno que los rodea. Así, es muy notable la presencia de la televisión, con su único canal albanés, adoctrinador y tedioso, lo que obliga al padre a subirse al tejado de la casa, girar la antena e intentar captar la señal de Dajti, la cordillera que rodea la ciudad y en la que se ubicaba un satélite o un repetidor de televisión que permitía alcanzar, con dificultades, la señal -intermitente y de escasa calidad- de las emisoras yugoslavas o italianas, una promesa de libertad en la irrespirable cárcel del estalinismo gubernamental (<i>«Lo vi anoche a través de Dajti» significaba: «Estuve vivo. Violé la ley. Pude pensar». Durante cinco minutos. Durante una hora. Durante un día entero. Durante el tiempo que Dajti estuvo activo</i>). Y entonces, como por ensalmo, aparecían los partidos de baloncesto yugoslavos, la serie Dinastía, que provocaba la admiración de la familia ante la decoración de las casas “capitalistas”, el festival de Eurovisión de 1990, que ganó en Zagreb el italiano Toto Cutugno, los anuncios publicitarios, una fiesta entre los Ypi (<i>Cada vez que mi padre veía un anuncio en TV Skopje, sobre todo si se trataba de un anuncio de higiene personal, enseguida gritaba: «Reklama! Reklama!». Entonces mi madre y mi abuela dejaban todo lo que estaban haciendo en la cocina y corrían al salón para ver la última toma de una mujer bonita con una sonrisa encantadora que te enseñaba a lavarte las manos</i>). Y vemos las inevitables colas para conseguir artículos básicos, cada vez más largas y sometidas a unos en apariencia exigentes aunque en el fondo lábiles protocolos; las estanterías de las tiendas, a menudo vacías; los conflictos vecinales a causa de las codiciadas latas de Coca-Cola, emblema elegido, con muy buen criterio, dado su carácter simbólico, para la portada del libro (<i>En aquella época, esas latas eran extremadamente raras. Y más raro aún era entender su función. Constituían indicadores del estatus social: si alguien tenía una lata, la exponía en su salón, casi siempre encima de un tapete bordado, colocado sobre el televisor o la radio y, a menudo, junto a la foto de Enver Hoxha. Si no fuera por la lata de CocaCola, todas nuestras casas eran iguales: estaban pintadas del mismo color y tenían los mismos muebles. La lata de CocaCola hacía que algo cambiara, y no solo en el aspecto visual</i>); los tibios ejemplos -y pese a ello prohibidos y perseguidos- de una iniciativa empresarial individual fuera del control del Estado: la madre que compra ilegalmente cincuenta pollitos para criarlos y evitar la cola en la tienda de huevos, <i>las niñas gitanas que montaban un tenderete sobre la acera del bulevar principal, donde vendían pintalabios y broches de pelo</i>; el adoctrinamiento, también en la prensa oficial -la única existente-, con sus titulares de portada ocupados inexplicablemente, por mensajes de solidaridad a los huelguistas del mundo, difusos estibadores en el puerto de Róterdam, desconocidos mecánicos en British Leyland, maestros, vaya a saberse si existentes, en Perú, Costa Rica y Colombia, en una manifestación palpable del internacionalismo proletario. De las limitaciones y carencias de la vida de Lea en aquellos días es buena muestra el elenco de “descubrimientos” que la niña hará en un inusitado viaje a Grecia con su abuela, que debe acudir a su país de origen -tras el preceptivo visado que concede, no sin corruptelas, algún miembro del Partido- para solventar asuntos de una antigua y olvidada herencia. Cuenta Lea:<i> Decidí hacer una lista de todas las cosas nuevas que veía por primera vez y las fui registrando meticulosamente: la primera vez que sentí el aire acondicionado en la palma de las manos; la primera vez que comí plátanos; la primera vez que vi semáforos; la primera vez que me puse unos vaqueros; la primera vez que no tuve que hacer cola para entrar en una tienda; la primera vez que pasé un control de fronteras; la primera vez que vi una cola formada por coches en lugar de por seres humanos; la primera vez que me senté en un retrete en lugar de ponerme en cuclillas; la primera vez que vi que la gente iba detrás de un perro sujeto a una correa en lugar de ver perros callejeros yendo detrás de la gente; la primera vez que tuve entre las manos un chicle de verdad en lugar de solo el envoltorio; la primera vez que vi edificios con diferentes tiendas y escaparates repletos de juguetes; la primera vez que vi cruces sobre las tumbas; la primera vez que contemplé paredes cubiertas de anuncios en lugar de proclamas antiimperialistas; la primera vez que admiré la Acrópolis, aunque solo desde fuera porque no teníamos dinero para pagar la entrada. Y también describí en detalle mi primer encuentro con niños turistas siendo yo también una niña turista, cuando me enteré, sorprendida, de que no sabían quiénes eran Atenea ni Ulises, y se rieron de mí porque yo no conocía a un ratón que, al parecer, era muy famoso, llamado Mickey</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Esa Albania “extraterrestre” desaparecerá de la noche a la mañana en 1990, y con ella la vida de Lea, cuyo organizado, completo, inmaculado y también fantástico e irreal mundo se derrumbará estrepitosamente. En la novela, el cambio de la sociedad corre en paralelo al adiós a la infancia de la niña, y esa vertiente es otra de las más fecundas e interesantes del libro. <i>Los patrones que habían conformado mi infancia, las leyes invisibles que habían estructurado mi vida y mi percepción de las personas cuyas opiniones me habían ayudado a entender el mundo y darle sentido, todo eso cambió para siempre en diciembre de 1990. Sería exagerado decir que el día que abracé a Stalin</i> [en el episodio que abre la novela, Lea, emocionada y devota, abraza una estatua del dictador mientras, muy cerca, puede oírse el alboroto de los manifestantes contra el Régimen, que ella, entonces, no es capaz de procesar] <i>fue el día que me convertí en adulta, el día que me di cuenta de que era yo quien debía conferirle sentido a mi propia vida. Pero no sería tan descabellado decir que fue el día que perdí mi inocencia infantil. Que fue la primera vez que me planteé la posibilidad de que la libertad y la democracia no formaran parte de la realidad en la que vivíamos, sino que fueran una misteriosa condición futura sobre la que yo sabía muy poco</i>. La descripción de este fulminante proceso de cambio -de autoridades, de ideologías, de costumbres, de valores, del “paisaje social”- (<i>en diciembre de 1990 ocurrieron más cambios que en todos los años juntos de mi vida hasta entonces</i>) es muy interesante y otro de los grandes logros de la novela. En lo externo, la sociedad experimenta transformaciones inimaginables: <i>El 12 de diciembre de 1990, mi país fue oficialmente declarado un Estado multipartidista, donde se celebrarían elecciones libres</i>. Meses antes, Ceauşescu había sido fusilado en Rumania; poco después, Polonia saldría del Pacto de Varsovia, Lituania y Letonia declararían su independencia de la Unión Soviética, las tropas soviéticas entraron en Bakú para reprimir las protestas de los azerbaiyanos, los partidos comunistas en Bulgaria y Yugoslavia renunciarían también a monopolizar el poder. En Albania se funda el primer partido de la oposición, las gentes toman las calles en defensa de la libertad (<i>los mismos que habían participado en las marchas que celebraban el socialismo y el avance hacia el comunismo se echaron a las calles para exigir su fin. Los representantes del pueblo manifestaron que las únicas cosas que habían conocido bajo el socialismo no eran la libertad y la democracia, sino la tiranía y la coacción</i>), se multiplican las manifestaciones, estudiantes y trabajadores protestan por las malas condiciones económicas, pero pronto el movimiento desborda las quejas iniciales para reclamar el fin del sistema unipartidista y el establecimiento de la democracia y el pluralismo político. Cambia, incluso, el lenguaje, como describe la autora en este muy elocuente pasaje, en una síntesis admirable de la profundidad de los cambios: <i>dictadura, proletariado, burguesía. Dejaron de formar parte de nuestro vocabulario. Antes de que se desintegrara el Estado, se desintegró el propio lenguaje con el que se articulaba esa aspiración. El socialismo, la sociedad en la que vivíamos, desapareció. El comunismo, la sociedad que aspirábamos a crear, donde ya no existiría el conflicto de clases y las capacidades naturales del individuo se desarrollarían plenamente, también desapareció. No solo desapareció como ideal y como sistema de gobierno, sino también como una categoría del pensamiento</i>. El Partido comunista se reconvertirá (<i>El Partido se había ido, pero todavía seguía allí. El Partido estaba por encima de nosotros, pero también lo llevábamos muy dentro</i>) para presentarse a las elecciones, y sus dirigentes, adictos al poder, asumirán los nuevos postulados democráticos imperantes. Los funcionarios de la omnipresente y poderosa y temible burocracia estatal se transforman ahora en carismáticos líderes políticos, en empresarios dinámicos, en aprovechados especuladores, en dueños de boyantes negocios. La ruina amenaza por doquier, miles de fábricas, talleres y empresas estatales al borde del cierre, el país se sume en un caos económico con recortes de plantilla, despidos, desempleo y pobreza. La explotación económica ha cambiado de fachada, pero sus víctimas siguen siendo las mismas. Los ciudadanos quieren huir de su miseria (<i>La mayoría de nuestros amigos y parientes pasaban días, semanas e incluso meses planeando cómo marcharse del país. Existía una amplia gama de posibilidades: falsificar documentos, secuestrar embarcaciones, cruzar la frontera terrestre, encontrar a un occidental que los invitara y les proporcionara alojamiento, pedir dinero prestado</i>), intentando escapar de la estrechez subiendo a los barcos en los puertos (<i>con una capacidad para solo tres mil personas, el Vlora zarpó ese día con casi veinte mil</i>) -quién, con una cierta edad, no recuerda aquellas dramáticas escenas, el rechazo en los puertos de llegada, las muertes en el Mediterráneo. En el texto final que cierra esta la reseña os dejo un fragmento del libro en el que Ypi glosa con lucidez esos episodios. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Las costumbres sociales, los pequeños hábitos cotidianos, las usanzas, las rutinas colectivas también mutan súbita e inopinadamente: <i>Salimos a la calle a toda prisa y vimos que mucha gente se saludaba levantando la mano y formando una V con dos dedos. Mi hermano y yo cambiamos con sorprendente facilidad el saludo con el puño apretado por aquel nuevo con los dos dedos</i>. En el colegio, los estudiantes ya no están obligados a llevar uniforme, las chicas se maquillan en los baños del instituto, acortan el largo de las faldas, imitan a la Madonna de “Material girl”. Las camisetas con lemas comunistas y las chaquetas tipo Brézhnev dan paso a los relojes Rolex y a los trajes de Hugo Boss, por las calles se multiplican los Mercedes relucientes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y tanta mudanza, tan rápida y tan convulsa, provocará, en el ámbito íntimo y personal, el resquebrajamiento de los esquemas vitales de la niña, a quien se le viene abajo el suelo firme -el social y el familiar- que con tanta solidez había soportado su infancia y adolescencia. En su relato, Lea multiplica las consideraciones sobre la perplejidad y el desconcierto en que se suceden sus días tras las explicaciones de sus padres: <i>En aquel invierno de 1990 (…) todo lo que me rodeaba se tornó inestable, incluidos mis padres; Mis padres me revelaron la verdad, su verdad; Ahora mis padres dicen que mi familia estaba en el lado equivocado de la lucha de clases</i>. Lea conocerá que las Universidades en que estudiaban sus familiares en el relato de sus progenitores eran, en realidad, centros de encarcelamiento y deportación, que la solícita benevolencia del Régimen, la apacible afabilidad del Tío Enver, la entusiasta convicción de los profesores y los responsables del Partido, la unánime conformidad de las gentes, ocultaban represión, violencia, asesinatos y terror, que el ex primer ministro fascista al que había despreciado toda su vida era su bisabuelo, que la realidad de su familia -sus orígenes, sus anhelos, sus ideas, su visión de la existencia- era muy distinta y hasta opuesta a la que le habían permitido ver todos esos años. Y todo ello trastoca radicalmente la identidad de la niña: <i>empecé a preguntarme en qué clase de familia me había tocado nacer. Dudaba de ellos y, al hacerlo, empecé a dudar de quién era yo</i>. Lea, se sume en la incertidumbre -<i>mi familia no era</i> [ya] <i>la fuente de todas las certezas, sino también de todas las dudas</i>- oscilando entre la comprensión -no del todo asimilada- del cariñoso proteccionismo familiar y la desconfianza por la ruptura del relato, embustero y falaz, que hasta ese momento había conformado su personalidad, su ideología, sus ahora por primera vez tambaleantes convicciones: <i>Me resultaba difícil procesar el hecho de que todo lo que mi familia había dicho y hecho hasta aquel momento había sido una mentira, una mentira que habían seguido repitiendo para que yo continuara creyendo lo que me decían los demás</i>. ¿Por qué me habían mentido? ¿Por qué no confiaron en mí? ¿Cómo podría ahora confiar en ellos? Ante esas versiones opuestas, ¿dónde encontrar la verdad? <i>En una sociedad donde la política y la educación impregnaban todos los aspectos de la vida, yo era producto tanto de mi familia como de mi país. Cuando el conflicto entre ambos salió a la luz, aquello me aturdió. No sabía dónde mirar, a quién creer. Unas veces me parecía que nuestras leyes eran injustas y nuestros gobernantes, crueles. Otras me preguntaba si mi familia se había merecido los castigos que se les había infligido. Después de todo, si les importaba la libertad, no deberían haber tenido sirvientes. Y si les importaba la igualdad, no tendrían que haber sido tan ricos. Pero mi abuela dijo que ellos también habían querido que cambiaran las cosas. Mi abuelo era socialista; le molestaban los privilegios de los que gozaba su familia</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El cambio radical de su escenario vital la lleva al cuestionamiento de los principios que le han inculcado desde muy niña. En particular, Lea se pregunta, ya a sus once años, por el sentido de la libertad: ¿por qué los manifestantes, en los postreros días del régimen, <i>gritaban «Libertad, democracia, libertad, democracia»? ¿Qué significaba eso?</i> Ante la enésima ocultación de los padres -que desvían la atención de su hija y dejan de contestar sus preguntas llamando hooligans a los jóvenes opositores que inundan las calles- no parará de darle vueltas al asunto: <i>Nunca me había parado a pensar en la libertad. No hacía falta. Teníamos muchísima libertad. Me sentía tan libre que a veces percibía mi libertad como una carga y, en alguna que otra ocasión, como aquel día, como una amenaza</i>. A partir de ese momento, sus reflexiones incluirán numerosos “apuntes” sobre la libertad: cuando tenga que decidir si volver a casa por un camino u otro; cuando piense, con sus profesores, en la necesidad de superar las supersticiones y ficciones de la religión que condicionan nuestro comportamiento; cuando, ya caído el régimen, vea a su padre, despedido y en paro pese a la libertad recién estrenada de poder elegir empleo en libre competencia; cuando observe que la libertad de la soñada democracia solo ha llevado consigo que su progenitor, aún sin trabajo y en casa, cambie su pijama por un enorme chándal amarillo y verde que le queda grande mientras agita compulsivamente el mando a distancia -la libertad- de su recién estrenado televisor; cuando discute sobre la libertad para portar y usar armas de la que disponen los estadounidenses; cuando constate que, abandonado el aislacionismo ancestral y la aspiración comunista soviética, en el nuevo sueño europeo del país aparece una muy limitada interpretación de esa ampulosa libertad: <i>«Queremos que Albania sea como el resto de Europa». Cuando le preguntaban a mi madre que querían decir con «el resto de Europa», ello lo resumía en pocas palabras: combatir la corrupción, fomentar la libre empresa, defender la propiedad privada, promover la iniciativa personal. En definitiva: libertad</i>; cuando, con su padre ocupando ya, en el nuevo <i>statu quo</i>, un puesto de responsabilidad en el puerto (llegaría a ser diputado en el nuevo Parlamento albanés), con trabajadores a su cargo, compruebe que el paso de la opresiva dictadura a la supuesta liberación democrática era eso, supuesto (<i>Mi padre pensaba, como muchos de su generación, que la libertad se perdía cuando otros nos dicen qué pensar, qué hacer y dónde ir. Pronto comprendió que la coacción no siempre adopta una forma tan directa. El socialismo le había negado la posibilidad de ser lo que él quería, de cometer errores y aprender de ellos y de explorar el mundo a su manera. El capitalismo le estaba negando esa posibilidad a otros, a la gente que dependía de las decisiones que él tomase, a la gente que trabajaba en el puerto. La lucha de clases no había acabado. Lo estaba viendo</i>); cuando, en definitiva, y en metáfora muy ilustrativa, concluya que <i>cuando por fin llegó la libertad fue como si te sirvieran comida congelada. Masticamos poco, tragamos rápido y nos quedamos con hambre. Algunos se preguntaban si nos habían dado sobras. Otros dijeron que no eran más que unos entrantes fríos</i>. Un golpe de suerte cambiará la situación económica de la familia (<i>Un promotor inmobiliario árabe nos compró una gran extensión de terreno costero y nuestra suerte cambió de la noche a la mañana</i>) y Lea acabará -ella también- dejando atrás Albania, su identidad ideológica, su pasado ya casi totalmente enterrado para embarcarse hacia Italia. <i>Me prometieron</i> [los padres] <i>que me dejarían estudiar Filosofía y yo prometí mantenerme lejos de Marx. Mi padre me dejó marchar. Abandoné Albania y crucé el Adriático. Dije adiós a mi padre y a mi abuela mientras el barco se alejaba de la costa rumbo a Italia navegando sobre miles de cadáveres de ahogados, de cuerpos que un día albergaron almas más esperanzadas que la mía, pero que tuvieron un destino menos afortunado. Nunca he regresado</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro cambia aquí de registro. Tras la “descripción” -bien que novelística aunque con un claro enfoque documental, de crónica histórica, de notas fidedignas- de la evolución -personal y familiar de la niña y los Ypi, por un lado, y social, económica y política de la sociedad albanesa, por otro- Libre se abre, casi a su término, a un tercer frente que, como acabo de señalar, ya ha ido impregnando las páginas anteriores, entrecruzando de continuo el relato de la pequeña: las reflexiones, de corte filosófico, sobre esa libertad que da título a la obra. Las tímidas e inocentes vacilaciones intelectuales, las intuiciones, lúcidas e inteligentes pese a ello, de la adolescente, su extrañeza, su asombro, su estupor y su desconcierto ante la nueva situación a la que se ve abocada su vida, se reformulan ahora, retrospectivamente, por la Lea adulta, académica y profesora, en clave racional y filosófica, en esa última, breve pero sustancial última parte del libro. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El comienzo del iluminador epílogo sintetiza lo esencial de su discurso. Una vez más dejo aquí, pese su extensión, el fragmento entero, muy elocuente: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Todos los años empiezo mi curso sobre Marx en la London School of Economics diciendo a mis alumnos que mucha gente piensa que el socialismo es una teoría sobre las relaciones materiales, la lucha de clases o la justicia económica, pero que, en realidad, trata de algo mucho más fundamental. El socialismo, les digo, es sobre todo una teoría de la libertad humana, de cómo entender el progreso a través de la historia, de cómo nos adaptamos a las circunstancias, pero también de cómo intentamos superarlas. No solo se nos priva de libertad cuando otros nos dicen qué tenemos que decir, dónde tenemos que ir o cómo debemos comportarnos. Una sociedad que presume de permitir a sus ciudadanos desarrollar su potencial humano, pero que no cambia las estructuras que impiden que todos progresen, es igual de opresora. Y sin embargo, pese a todas las restricciones, los seres humanos nunca perdemos nuestra libertad interior: la libertad de hacer lo correcto</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En las cortas páginas de esta coda final se suceden las consideraciones sobre el socialismo real que ella había vivido y el utópico e inalcanzable que poblaba los sueños revolucionarios de sus compañeros de estudios y cuya aspiración había justificado las mayores atrocidades (<i>el socialismo de mis compañeros universitarios era claro, brillante y con futuro. El mío era confuso, sangriento y pertenecía al pasado</i>), sobre las nobles ideologías y su a menudo cruenta plasmación práctica, sobre las evanescentes categorías económicas y políticas y las personas concretas que las encarnan, sobre, en definitiva, <i>la superposición de las ideas de libertad en las tradiciones liberal y socialista</i>, un planteamiento que, inicialmente, Lea Ypi había pensado como tesis académica pero que acabó por tomar cuerpo como novela, representada en las vidas, palpitantes, llenas de deseos, aspiraciones, confusión, injusticias, silencios, ocultaciones, sufrimientos, anhelos, sacrificios, propósitos, ilusiones, renuncias, de tres generaciones de su familia. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y siendo una novela, y más allá del “contacto” con unos personajes inolvidables en los que encontramos un reflejo de nuestras propias experiencias vitales -más o menos coincidentes con las nuestras en función del cambio de contexto y circunstancias-, deja en el lector apasionantes preguntas sobre cómo construir una sociedad humana auténticamente libre; sobre la dificultad de la democracia, asediada de continuo por, de un lado, las tentaciones autoritarias, el estatalismo dirigista y, por otro, su cada vez más ostensible consideración como una mera envoltura formal, en la que una clase política ajena a la ciudadanía organiza la convivencia mediante unas leyes en cuya elaboración hay millones de personas -inmigrantes, excluidos, pobres, clases sociales con menos poder y menos dinero- que no han podido intervenir; sobre, en definitiva, la importancia filosófica y vital de la libertad. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Una novela excepcional, cuya lectura os recomiendo con pasión. Os dejo ahora el prometido fragmento que habla de la fuga masiva de albaneses, cruzando el Adriático, en los años noventa, en busca de una vida mejor, y que pone de manifiesto también las contradicciones entre las distintas visiones de la libertad contemplada desde una u otra orilla -la capitalista y la comunista- del mundo occidental. Antes, un tema musical de una extraordinaria cantante albanesa, Elina Duni, que ha aparecido más de una vez en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, <i>Buscando leones en las nubes</i>. Se trata de una exquisita versión del <i>Wayfaring stranger</i>, un clásico de Johnny Cash. Acompañada a la guitarra por Rob Luft, la canción, triste, melancólica, desgarrada, ilustra perfectamente algunos de los aspectos del libro, con una letra que habla de migración, de desarraigo, de búsqueda del hogar, de padecimientos y soledad, de lucha por la vida, de esperanza en un futuro mejor. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>En el pasado te detenían por querer irte del país. Pero después, cuando ya no estaba prohibido emigrar, no éramos bien recibidos fuera de nuestras fronteras. Lo único que cambió fue el color de los uniformes de la policía. Nos arriesgábamos a que nos detuvieran, no en nombre de nuestro propio gobierno, sino en nombre de otros estados, los mismos que en el pasado nos habían incitado a liberarnos. Occidente se pasó décadas criticando a Europa del Este por el cierre de fronteras, financiando campañas para reclamar la libre circulación de los ciudadanos, condenando la inmoralidad de los estados que restringían el derecho de salida. Nuestros exiliados solían ser recibidos como héroes. Ahora los trataban como criminales. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Quizá nunca les importó realmente la libre circulación. Resultaba fácil defenderla cuando era otro el que hacía el trabajo sucio de encerrar a la gente. Pero ¿qué valor tiene el derecho a salir de un país si no existe el derecho a entrar en otro? ¿Las fronteras y los muros solo son censurables cuando sirven para impedir que la gente salga y no cuando impiden que la gente entre? Los guardias fronterizos, las lanchas patrulleras, la detención y represión de los inmigrantes que empezaron a aplicarse por primera vez en el sur de Europa durante esos años se convertirían en una práctica habitual en las siguientes décadas. Occidente, que al principio no estaba preparado para la llegada de miles de personas que querían un futuro diferente, pronto perfeccionó un sistema para excluir a los más vulnerables y atraer a los más cualificados al tiempo que defendía las fronteras para «proteger su estilo de vida». Y sin embargo, los que emigraban lo hacían porque les atraía ese estilo de vida. Lejos de suponer una amenaza para el sistema eran sus más fervientes defensores.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/pjE3FaVvA7E?si=5pTc0FlZMduKvdrR" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/3HNpDFE7QNA" width="520" youtube-src-id="3HNpDFE7QNA"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Lea Ypi. Libre</div><div style="text-align: justify;"><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/lea-ypi.-libre" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>
</div>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-60658693857948017982024-02-21T20:24:00.003+01:002024-02-21T20:24:52.065+01:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">VICTORIA AMELINA. <i>UN HOGAR PARA DOM</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libro</i>. Dentro de tres días, el 24 de febrero, se cumplen dos años del inicio de la invasión de Ucrania por las tropas del autócrata Vladimir Putin. La consiguiente guerra desencadenada, las decenas de miles de fallecidos, las innumerables víctimas, no solo mortales, entre la población civil, los desplazamientos forzados, la triste emigración a la que se han visto abocados mujeres y niños, huyendo del horror, el dolor y el sufrimiento de quienes, aún en el país, intentan vanamente mantener una cierta normalidad, padeciendo la amenaza constante de obuses y bombas, de destructivos drones, de ataques inesperados que provocan el terror indiscriminado, la insufrible incertidumbre, han conmovido al mundo entero desde entonces. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">También nuestro espacio ha sido sensible a tanta aflicción, tanta angustia, tanta congoja. Y así, un mes después de comenzada la contienda dediqué aquí un primer espacio a Ucrania, recuperando algunas recomendaciones de libros aparecidos en <i>Todos los libros un libro</i> en la larga existencia del programa y que tenían a la propia Ucrania o a las vastas regiones de la Europa central y oriental en las que han germinado guerras y conflictos armados en los últimos ciento cincuenta años, como protagonistas. Y así, os hablé de libros como <i>HHhH</i>, de Laurent Binet; <i>Calle Este-Oeste</i>, la obra genial de Philippe Sands;<i> La liebre con ojos de ámbar</i>, otra maravilla, de Edmund de Waal; la monumental <i>Las benévolas</i>, de Jonathan Littell; <i>Los hermanos Ashkenazi</i> y <i>La familia Karnowsky</i>, dos novelas formidables de Israel Yehoshua Singer; la autobiográfica y también descomunal <i>La octava vida (para Brilka)</i>, de la georgiana Nino Haratischwili; el ya clásico <i>Vida y destino</i>, de Vasili Grossman; y la inteligentísima <i>El orden del día</i>, de Éric Vuillard. Todos ellos se desarrollan en Ucrania, Polonia, Rusia, los países eslavos, escenarios en los que se dirimen conflictos étnicos y políticos a través, a menudo y por desgracia, de sangrientos y espeluznantes episodios bélicos, de modo que todos ellos también giran, de manera más o menos directa, sobre el exterminio judío, sobre la ocupación violenta de los territorios de esa convulsa región de Europa, sobre los desplazamientos y el exilio de millones de personas, sobre la barbarie organizada de los regímenes nazi y soviético, también de los fascistas ultranacionalistas ucranios, sobre el genocidio y los crímenes contra la humanidad, sobre el odio y la venganza, sobre las oscuras fuerzas que han propiciado esas guerras, sobre sus devastadores efectos, sobre la difícil vida en esos países antes, durante y después de las contiendas, las explosiones, los obuses, las bombas, las violaciones, los asesinatos. Vuelvo ahora, al paso, a recomendaros la lectura de cualquiera de ellos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A finales de febrero de 2023, y al cumplirse un año del estallido de la guerra, y en esta misma lógica de avivar aquí el recuerdo de Ucrania y de las tribulaciones de sus ciudadanos aprovechando la innecesaria excusa de un aniversario redondo, os presenté <i>Orfanato</i>, del escritor ucraniano Serhiy Zhadan, una excepcional recreación novelística de la brutal, injusta y sanguinaria anexión de Crimea por el gigante ruso en 2014 y, en paralelo de la invasión del Donbás, en el oriente de Ucrania, de la que, en cierto modo, es consecuencia la guerra que ahora hace sufrir a los ucranianos y aterra al mundo; y también <i>Zov</i>, un relato de la actual y devastadora irrupción de las tropas de Putin en tierras de Ucrania contado desde dentro por uno de sus protagonistas, Pável Filátiev, un antiguo soldado ruso, combatiente en el frente ucranio y hoy desertor residente en Francia, donde se le ha concedido asilo político. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y ahora llega el segundo aniversario de la ocupación con, por desgracia, la guerra todavía activa y extendiendo sus calamidades, su rastro de muerte y desolación, a miles de seres humanos inocentes, sumiéndolos aún en la enfermedad, el padecimiento y la angustia. Y, de nuevo, quiero aprovechar esta triste fecha para poner el foco de nuestra atención en Ucrania y en sus atormentados habitantes, víctimas del espanto bélico, con, como corresponde a la naturaleza de nuestro espacio, una propuesta lectora que, además de servir de pretexto para recordar el drama atroz que sigue sucediendo días tras día, aunque ya no cope las primeras planas de los medios de comunicación, ávidas siempre de novedades, sirva también como oportuna lectura, estimulante y valiosa literariamente. Un libro que, por distintas razones, ejemplifica de manera muy significativa, la cruel tragedia que vive Ucrania. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhyt4odAX5FRQ3n4mvQIUCt2lyP9eVEo1ZvRohh3BcfAUulI3ymB5e7pSz7XHeGs_3UU_8WDSd6c42fK0C68KKVlq2WngyZuk2TiL1YB4w-OhF39lbU8H1tLCRH0lF3Pg3oiAhyXxyC5iKSvqnlm5Q30Oh6ikrOjhzQofrwaFVqYqruMybiUgLbeXb8TeC8/s1241/Programa%20553.%20Victoria%20Amelina.%20Un%20hogar%20para%20Dom.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1241" data-original-width="898" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhyt4odAX5FRQ3n4mvQIUCt2lyP9eVEo1ZvRohh3BcfAUulI3ymB5e7pSz7XHeGs_3UU_8WDSd6c42fK0C68KKVlq2WngyZuk2TiL1YB4w-OhF39lbU8H1tLCRH0lF3Pg3oiAhyXxyC5iKSvqnlm5Q30Oh6ikrOjhzQofrwaFVqYqruMybiUgLbeXb8TeC8/s320/Programa%20553.%20Victoria%20Amelina.%20Un%20hogar%20para%20Dom.jpg" /></a></div>Se trata de <i>Un hogar para Dom</i>, una voluminosa novela de más de cuatrocientas páginas, de la escritora Victoria Amelina, publicada por Avizor Ediciones a mediados de 2023 en traducción de Oksana Gollyak y Frederic Guerrero Solé, que pueblan el libro de abundantes -más de un centenar- y muy explicativas notas a pie de página. Antes de hablar del libro debo hacerlo de su autora, y no por las razones comunes en mis reseñas, la conveniencia de ubicar, con algunos someros datos biográficos, al responsable de la obra que cada semana presento. En este caso, mi comentario preliminar sobre Victoria Amelina es, lamentablemente, forzado y viene impuesto, de manera terrible, sobrecogedora y muy triste, por el hecho de que la joven escritora -solo treinta y siete años- de Leópolis, la convulsa ciudad de Ucrania, centro de numerosos episodios sangrientos a lo largo del siglo XX, falleció el 1 de julio de 2023, en un hospital de Dnipró, a causa de las heridas sufridas pocos días antes en un bombardeo ruso sobre Kramatorsk, muy cerca del frente de guerra, en el Donetsk, al este de Ucrania. Cuando cenaba en un popular restaurante entre los reporteros desplazados a la región, en compañía del escritor Héctor Abad Faciolince, del diplomático Sergio Jaramillo Caro (responsable de la firma de la paz con las FARC en Colombia) y de la periodista Catalina Gómez, todos colombianos, dos ataques con misiles balísticos <i>Iskander</i> provocaron la destrucción del local y las heridas de Victoria, que acabarían por causarle la muerte, junto con otras 12 personas, mientras el resto de sus acompañantes resultaron ilesos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Amelina, más allá de su prometedora y ya para siempre truncada carrera literaria, era una activista contra los crímenes de guerra, implicada en documentar las atrocidades bélicas de Rusia través de la ONG <i>Truth Hounds</i>. De su arriesgado compromiso con tan necesaria y noble causa da cuenta uno de sus tuits, que he podido conocer a través de una revista italiana. Ilustrando una foto de ella misma pertrechada con un casco, la escritora escribió: <i>Soy yo en esta foto. Soy una escritora ucraniana. Tengo retratos de grandes poetas ucranianos en mi bolso. Parece que debería estar tomando fotos de libros, arte y mi hijo pequeño</i> [deja un niño de diez años]. <i>Pero documento los crímenes de guerra de Rusia y escucho el sonido de los bombardeos, no los poemas. ¿Por qué? </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">De formación técnica, informática de profesión, abandonó su carrera como ejecutiva en una empresa tecnológica para dedicarse a tiempo completo a la escritura. Con alguna incursión previa en la literatura infantil, un rastro muy notorio en el estilo y la atmósfera que se respira en el libro que hoy os presento, Amelina, también poeta y ensayista, había escrito otra novela antes de este <i>Un hogar para Dom</i> que, publicado en 2017, la consagró internacionalmente (y ello pese a no estar, que yo sepa, traducido aún al inglés) y la hizo reconocedora de distintos premios, Mejor Libro del Año de Ucrania, el que organiza LitAkcent, un portal ucraniano de crítica literaria, en 2017, el UNESCO Literary Award, también en 2017, el Premio de Literatura de la Unión Europea y el Joseph Conrad de 2021, otorgado a escritores ucranianos de menos de cuarenta años. En su polifacética actividad literaria, Amelina había fundado un modesto aunque ambicioso festival literario en Niujork (que también se escribe New York), una pequeña población en la región del Donetsk de la que son originarios su marido y su familia, y cuya sede, la Casa de la Cultura, fue bombardeada y destruida también tras un ataque ruso el pasado verano. Antes de su muerte, Victoria estaba trabajando en su primer libro de no ficción en inglés dedicado a mujeres que, como ella, se ocupan de documentar crímenes de guerra. Se titula <i>In War and Justice Diary: Looking at Women Looking at War</i> (Diario de guerra y justicia: observando a las mujeres que miran la guerra) y se publicará póstumamente. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Antes de entrar en mi comentario de <i>Un hogar para Dom</i>, quiero transcribiros aquí las últimas palabras de un emotivo artículo que Héctor Abad Faciolince, que ha escrito un sentido epílogo para la segunda edición del libro y que estaba sentado frente a Victoria en el restaurante de Kramatorsk en el momento del bombardeo, publicó en El País el 23 de julio pasado. Os recomiendo su lectura íntegra, disponible, en principio, solo para suscriptores del diario: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>En el último año, Victoria se había apartado de la ficción y se había dedicado a buscar y a documentar con detalle los crímenes de guerra cometidos por los agresores. Hay un crimen de guerra que ya no va a poder documentar personalmente: el que cometieron con ella. Yo voy a dedicar los próximos meses a escribir sobre este crimen atroz, a contarlo minuciosa y detalladamente, por encima de la propaganda y la mentira de los rusos. Es algo que le debo a la justicia, en abstracto, y a la justicia que algún día deberá hacerse por este crimen atroz cometido contra una gran colega muy valiente, una escritora de la edad de mi hija que, a su vez, deja huérfano a un niño de diez años. Al menos a ese niño se lo debo, para que dentro de otros diez años pueda saber exactamente cómo mataron a su valiente, a su brillante y encantadora madre. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Por ahora les cuento tan solo el último instante en que Victoria Amelina tuvo conciencia. Yo estaba frente a ella en la terraza del restaurante. Como había ley seca, Victoria se había pedido una cerveza sin alcohol. Sergio Jaramillo me había llenado un vaso con hielo y algo parecido a jugo de manzana. Victoria miró mi vaso: “Parece whisky”, dijo, y sonrió. En ese momento nos cayó del cielo el Iskander, el infierno. Ahora Victoria tiene domicilio en el cielo. No en el sentido cristiano o musulmán, no. En ese cielo inmaterial y mental, muy humano, que llamamos memoria. </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh5yxQDL0xaYGDWpQEXgCqMAcLmLi1cdWPytIq4-Pj-PB0gzjBFRVnWmbDuDBLKqnCd6vqEXmWMbNXz3rzmYAZmFZ8T9hG-z-eIdNltt4uQqDcINL0RnjvUiBsvNGdq5EmEzh4PEauq6lud5VUau6hrEzxqncELX1fjFekZZvt52A6wvPttibn4Y0ZcUGtZ/s780/Programa%20553.%20Victoria%20Amelina.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="736" data-original-width="780" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh5yxQDL0xaYGDWpQEXgCqMAcLmLi1cdWPytIq4-Pj-PB0gzjBFRVnWmbDuDBLKqnCd6vqEXmWMbNXz3rzmYAZmFZ8T9hG-z-eIdNltt4uQqDcINL0RnjvUiBsvNGdq5EmEzh4PEauq6lud5VUau6hrEzxqncELX1fjFekZZvt52A6wvPttibn4Y0ZcUGtZ/s320/Programa%20553.%20Victoria%20Amelina.jpg" width="320" /></a></div>
Un hogar para Dom</i> parte de un planteamiento narrativo singular. El narrador es el Dom del título, un perro <i>standard poodle</i>, un caniche estándar (<i>Soy un caniche blanco, demasiado alto, con una melena abundante y despeinada y unas garras delicadas en las patas</i>), aunque con “taras” (<i>Además, los pelos de mi oreja izquierda son notablemente más oscuros y tienen un color amarillento parduzco. Oí cómo lo decían cuando me compraron. “¡Es defectuoso!”</i>). Su historia empieza en febrero de 1991 en el pequeño pueblo de Noversk (un lugar ficticio cuyo nombre, al parecer, significa en ucraniano “ningún lugar”, en uno de los muchos elementos con valor simbólico en una obra plagada de ellos), cuando pasa a ser uno de los perros de <i>la familia ucraniano-ruso-polaco-judía del que fue jefe de contabilidad de la fábrica textil de Berdichev</i>. Pronto vendido a Boris Andriiovich, el Amo, que pretende hacer de él un perro de caza, su ineficacia en dichos menesteres, que se narran en la breve primera parte del libro, lleva a su dueño a regalarlo a su hija Masha, que vive en Leópolis con los Tsylik, la familia de su antigua esposa, Tamara. Instalado en su nuevo hogar (el piso en el que vivirá es la casa de la infancia del escritor Stanislaw Lem, nacido en Leópolis cuando la ciudad pertenecía a Polonia; de origen judío, sobrevivió a los pogromos nazis para convertirse en uno de los más destacados exponentes de la literatura de ciencia ficción. Una reveladora cita de un texto suyo, <i>La voz de su amo</i>, abre <i>Un hogar para Dom</i>: <i>Que el dolor, el miedo y el sufrimiento de un ser humano desaparezcan con su muerte, que nada quede después de las vicisitudes, las torturas y los placeres a los que le somete la vida, es un regalo que debemos agradecer a la evolución, y que nos pone en el mismo lugar que a los animales. Si quedara, aunque fuera un solo átomo de los sentimientos de cada persona infeliz y torturada, y esta miserable herencia creciera de generación en generación, si una sola chispa de sufrimiento pudiera pasar de una persona a otra, el mundo estaría atestado de terribles aullidos, arrancados violentamente de nuestras entrañas</i>), Dom contará la crónica de la familia ruso-ucraniana (Aquí, en casa, viven seis personas, y sólo una de ellas es un hombre), en un relato que permite conocer a tres generaciones de los Tsylik y, por entre los entresijos de las peripecias familiares, la historia de Ucrania en el siglo XX -que llega hasta las manifestaciones proeuropeístas del Euromaidán, entre finales de 2013 y comienzos de 2014- desde una aproximación atípica y peculiar, muy curiosa e interesante. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El núcleo germinal de los Tsylik lo constituyen el coronel Iván (también llamado Vania, el coronel o Ivanko), un viejo jubilado, inspirado en el abuelo de la propia Victoria Amelina, que sobrevivirá al Holodomor, la terrible hambruna provocada por Stalin entre 1932 y 1933, y que se convertirá más adelante en cómplice del régimen soviético, llegando a ser piloto de la aviación de la URSS, con intervención en la guerra de Corea en los años 50; y su mujer, Lilia (la Gran Ba), una mujer enorme, instalada permanentemente ante el televisor, nostálgica de su anterior plácida vida a orillas del Mar Caspio, un personaje también basado en su abuela, rusa como ella y compartiendo el nombre (en una entrevista, la autora señalaba que había cambiado ligeramente y “ficcionalizado” las biografías de sus allegados, pero no la del perro, y así lo hizo constar en la entradilla del libro: <i>Todos los personajes de esta narración son ficticios, sólo el perro es real</i>). Iván y Lilia son padres de dos mujeres, Tamara y Olga. Tamara -Tomka-, la mayor, es una corriente alterna de amargura y fe. Su añoranza de un mundo que se ha resquebrajado y desaparecido, su inconformismo desesperado ante la nueva realidad, su rebeldía frustrada la llevan a encontrar refugio en el alcohol, en el sueño de la huida, que acabará por materializarse en una remota España. Olga -también Olia o mamá Olia-, guapa y más conforme, a priori, con el mundo, más voluntariosa en su afán de adaptación, es profesora de Historia de Rusia y en ruso, obligada, tras la independencia ucraniana y el giro de la Historia, a cambiar el relato de sus clases, tarea para la que se verá incapacitada, lo que la llevará, más adelante, a abandonar la docencia para regentar un kiosco. Ambas son divorciadas (el marido de Olia se ha ido a Estados Unidos y el de Tamara, el inicial Amo de Dom, vive en Rusia, destacado colaborador del poder soviético) y representan en el libro dos visiones muy distintas, antagónicas, de la vida y de su país. Cada una de ellas tiene una hija, del mismo nombre, María, aunque se las diferencia por su apelativo, la citada Masha y Marusia. Muy diferentes entre sí, la adolescente Masha pronto abandonará el hogar familiar, mientras que la pequeña Marusia, a quien el lector puede reconocer como la proyección de la autora, permanecerá en el domicilio de la calle Lepkoho. La ingenuidad de la niña, con apenas seis años al inicio de la novela, su entrañable inocencia, su indefensión ante el mundo debida a su ceguera (otra circunstancia cargada de simbolismo), cautivarán al lector y, también, al caniche, conmovido por su cercanía y su cariñosa delicadeza (<i>Nadie me había acariciado así antes. Esta niña, esta chiquilla tan extraña, es un prodigio. Es tan rara, que acaricia las paredes con la misma ternura con la que me acaricia a mí</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En este entorno, y con un puñado de personajes secundarios que irrumpen -desde el presente (vecinos, amigos, compañeros, conocidos, parientes) y desde el pasado y los recuerdos (abuelos y bisabuelos)- en las existencias de los Tsylik, Dom cuenta lo que ve y, sobre todo, lo que huele, pues su aguzado olfato perruno capta la esencia de las personas con las que trata, con una perspicacia, una sagacidad y una clarividencia portentosas de las que la novela nos ofrece muestras constantes. Así, el coronel Iván <i>huele a silencio, a tierra y a pan, a manzanas, a medicina para el corazón y, sorprendentemente para un anciano como él, a aceite de motor, a viento y a queroseno</i>, y en el “retrato” está la vida entera del personaje; la Gran Ba <i>huele a caramelo, a té fuerte, a colada, a pastillas para el dolor de garganta, a harina, a hilo y, por alguna razón, también a petróleo. Pero, ¿cómo es posible que huela a petróleo? Para mí es un enigma</i>, y pese al misterio, el lector “conoce”, en escasas tres líneas, a la mujer; las manos de Tamara <i>huelen a bicarbonato de sodio, como las manos de una mujer a la que le encantan los platos limpios. Y a chocolate. Seguro que le gustan los dulces. Y también a alcohol. Sí, sus manos también huelen a alcohol</i>; <i>Olia, además de tiza y tinta, Olga es todo libros, pintalabios, inseguridad, pero también un poco de estepa, de trenes y de carreteras. Aunque, por encima de todo, huele a su hija, la siento como madre y probablemente es así como ella misma se percibe</i>; la pequeña Marusia <i>sólo huele a caramelo, a ciudad, a champú de manzanilla, a madre y a amor</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La sostenida y subyugante narración del muy agudo, siempre irónico y muy inteligente perro nos mostrará, en una visión lúcida, desapasionada, aunque cercana, la vida de esta familia que, como señala el editor, José Manuel Cajigas, en el prólogo a la novela, <i>esconde con remordimiento secretos del pasado, trata de entender el presente y sufre apuros económicos insuperables para afrontar el futuro</i>. Partiendo de este original enfoque el libro interesa por muy diversos motivos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En primer lugar, el carácter universal de los hechos que se nos narran, la dimensión íntima de la vida familiar, en la que, al margen de las circunstancias particulares de tiempo y espacio -que, por otro lado, son, como luego veremos, esenciales en la novela-, permiten el reconocimiento y la empatía por parte del lector: el transcurrir del tiempo, la vida común, ordinaria, que avanza, discreta, con sus afanes, lo entrañable de los personajes, su historia oculta, las esperanzas, los afectos, los miedos, las alegrías, los anhelos, las disensiones, los secretos del pasado (que el perro, con su olfato portentoso, es capaz de desvelar), el amor, la esperanza, la melancolía, la ilusión, las renuncias y las frustraciones, los sueños y los deseos -y aquí el libro abandona esa condición universal para reflejar la singularidad de la existencia de los ucranianos- de una vida verdadera sin odio, sin guerras, un hogar en el que pueda haber libertad, seguridad, tranquilidad, paz. Como ocurre tantas veces con las mejores obras literarias, el lector, a través de la lectura profunda que le permite la “inmersión” en otras realidades, comparte las existencias de los personajes, algunos intensos momentos de sus vidas, encariñándose con ellos y cuyas vivencias acaba por “sentir” como propias. Todo ello está en <i>Un hogar para Dom</i>, siendo, como digo, una de las grandes virtudes del libro. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero, como he anticipado, la novela no nos traslada a una realidad intemporal y carente de contexto. Por el contrario, éste, el marco de referencia en el que se desenvuelven los hechos que nos cuenta el muy lúcido Dom, es el elemento central de la obra, y la voluntad de divulgarlo y darlo a conocer, ha debido ser, a mi entender, otra de las principales causas de su escritura por parte de Amelina. Así, <i>Un hogar para Dom </i>puede entenderse como la historia de Leópolis y, por extensión, la de Ucrania en los últimos cien años. Leópolis, la mayor ciudad de la Ucrania occidental, las más cercana a Europa y, por tanto, relativamente alejada de los frentes de guerra actuales (y el adverbio es oportuno, cuando la tecnología bélica pone al alcance de los misiles a casi cualquier lugar del mundo), tiene un pasado convulso que revelan ya, de manera inequívoca y esclarecedora, los muchos nombres con los que se la ha denominado en el último siglo (<i>Calle Este-Oeste</i>, de Philippe Sands es, quizá, la mejor lectura posible para conocer esa trayectoria agitada y amarga). La capital que hoy llamamos Leópolis, fue conocida indistintamente como Lemberik (en yidis), Lemberg (en alemán), Lwów (en polaco), Lvov (en ruso) y Lviv (en ucraniano), en función de su pertenencia sucesiva, en distintas épocas, al imperio austrohúngaro, a la Polonia independizada poco después de la Primera Guerra Mundial, a la Unión Soviética que la ocupó durante la Segunda Guerra Mundial, a la Alemania nazi en 1941 y, por fin, tras la “reconquista” soviética, a la actual Ucrania, de la que forma parte en nuestros días (<i>a principios del siglo XX</i>, leemos en el interesante prólogo, <i>su población se componía de un 20% de ucranianos, 30% de judíos, 50% de polacos, y un 0% de rusos. En 1950 había cambiado a 50% de ucranianos, 7% de judíos, 11% de polacos, y un 32% de rusos. En 2001 eran un 88% de ucranianos, 0,5% de judíos, 1% de polacos, un 9% de rusos, y un 1,5% de otras nacionalidades</i>, en un listado muy descriptivo de las turbulencias y los cambios políticos padecidos). Sus calles, sus edificios, también -por desgracia- sus habitantes, sufrieron -y hoy, por ahora en menor escala, siguen sufriendo- una tras otra, todas las desgracias a las que un siglo terrible, con dos devastadoras guerras de por medio, abocó a la humanidad. Esas calles de nombres también cambiantes, esos edificios, destruidos y rehechos (<i>Hasta tiene su encanto</i>, dice de ella Dom, <i>con sus macizos con flores rojas al lado de los hospitales, sus Consejos de Distrito y sus Jefaturas de Policía. Las casas tienen el estilo de las polacas. No llueve muy a menudo. Las paradas de trolebús y tranvía están cerca de la casa. El tranvía de Horodotska sólo se oye a primera hora de la mañana, y luego el bullicio general se lo traga todo</i>), esos vestigios, más o menos escondidos, de otras épocas, ese rastro de los padecimientos pretéritos y de la compleja realidad presente, afloran de continuo en el libro, como, por ejemplo, en esta heteróclita enumeración de las pertenencias con las que la familia llega a la ciudad en los años setenta: <i>A la casa llevaron cacharros de todo tipo recolectados a lo largo y ancho del mundo socialista: gruesos rollos de alfombras azerbaiyanas y georgianas, vajillas polacas embaladas en papel del diario Pravda, lotes de libros, las obras completas de Pushkin, Dostoievski, Lenin y Shakespeare, vestidos y zapatos en un sinfín de cajas de cartón, un armario alemán blanco como la nieve, estanterías de fabricación casera, camastros de hierro, como los de los cuarteles, porque no había otros o no habían tenido tiempo de comprarlos. Colocaron sus muebles junto con las reliquias abandonadas en el piso: el baúl de hierro y una estufa con azulejos blancos agrietados y el interior negro</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero, al modo en que la intrahistoria familiar refleja la de la ciudad, también la de Leópolis se constituye, en definitiva, en una representación a pequeña escala de la de Ucrania entera e, incluso, si abrimos el foco, de la del trágico destino que ha acompañado al continente europeo en los peores momentos de su historia. En el relato de las duras y penosas vicisitudes de los Tsylik están, de manera expresa o tangencial (y las “vemos” a través de las palabras de Dom), las etapas antes mencionadas: su pertenencia al Imperio Austro-húngaro, la Primera Guerra Mundial, la desmembración de Galitzia, la región central, en cierto modo la “almendra” de Europa, la breve independencia posterior trufada de guerras civiles, la era estalinista, el Holodomor, el genocidio que acabó con millones de ucranianos asesinados por el hambre y por Stalin, la invasión nazi y el exterminio consiguiente, la Segunda Guerra Mundial, el sometimiento a la Unión Soviética tras el triunfo contra Hitler y los cincuenta años de dictadura de Moscú hasta la Independencia de 1991 -en donde nos sitúa el comienzo de la novela- y los días revolucionarios y europeístas del Maidán, con los que el libro cierra sus páginas. No parece aventurado colegir que, sin hablar de la situación actual -algo imposible, pues el libro se escribió en 2017-, hay en la novela algo de anticipatorio, en tanto revela el clima de conflicto y enfrentamiento permanentes en que se ha visto envuelta Ucrania y, sobre todo, la búsqueda de identidad y el ansia de libertad de sus ciudadanos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Porque, si en muchos casos las referencias a la historia del país no son explícitas, <i>Un hogar para Dom </i>no deja de ser, de manera indiscutible, una novela sobre Ucrania, sobre el sentir de sus gentes, sobre sus preocupaciones y sus miedos, sobre su difícil pasado y, por encima de todo, sobre sus expectativas y deseos de futuro. Y aquí comparece el tercer frente de interés del libro, tras la descripción de las vivencias del núcleo familiar y la mención a la historia de Leópolis y Ucrania: su simbolismo, el carácter metafórico, alegórico, de muchos de los elementos que se presentan la obra, objetos, personajes, actitudes vitales, incluso el estilo y el lenguaje, que apuntan a otros ámbitos más generales que trascienden la mera recreación lineal de los hechos que se nos cuentan y que dotan a la novela de una atmósfera “especial” y la convierten en una creación literaria muy singular y original. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">De este modo, hay muchos detalles que apuntan a un tema fundamental en el libro: la identidad. Con una trayectoria política tan confusa y cambiante, con un pasado hecho de mezclas y cruces -de sangres, de ideologías, de regímenes políticos, de ocupantes y dominadores, de orígenes étnicos, de nacionalidades, de culturas, de religiones- el núcleo del conflicto de Ucrania, un país que cada poco tiempo cambia de manos, es identitario, los ucranianos -los personajes de la novela en tanto la autora pretende que sean representativos- se preguntan por quiénes son, ansían descubrir su identidad, una identidad que se presenta fluctuante, difusa, inestable. Los Tsylik son una familia ruso-ucraniana, condición compartida, por otra parte, con la propia Victoria Amelina, y en las fechas en las que se sitúa la novela, sus miembros se ven obligados -por convicción o por necesidad, por rechazo del pasado o por esperanzada ilusión de futuro- a elegir quiénes son o quiénes quieren ser. Ante un país devastado y reconstruido, de fronteras lábiles, tornadizo y mudable, los personajes buscan una estabilidad, un ámbito de pertenencia, un territorio estable, un hogar. En este sentido, <i>Un hogar para Dom</i> -y ello es evidente desde el título, en lo que expresamente dice y en lo que esconde, soterrado- es así un relato sobre la búsqueda de un hogar. Porque <i>Dim dlja Doma</i>, que así es como se llama el libro en su idioma original, incluye el vocablo “Dim”, “casa” en ucraniano, y “Dom”, diminutivo de Dominik, el perro protagonista y también “casa” en ruso.
Ello abre otra línea muy notoria en el libro, cargada también de simbolismo, la del lenguaje y el “juego” con el idioma. Los personajes hablan en ruso, en ucraniano, se ven obligados a cambiar en función de las circunstancias, a la Gran Ba no la entienden cuando habla en ruso, Marusia tendrá que hacer, en un examen de admisión escolar, una prueba de ortografía en ruso, que no es su lengua habitual. A Dom, su Amo original le habla en ruso, pero el abuelo Iván lo hace en ucraniano, aunque solo cuando nadie le puede escuchar. Y el perro, al comienzo del libro, confiesa al lector: <i>Si yo fuera una persona la habría dado mil vueltas al idioma en que contar esta historia, en ucraniano o en ruso</i>. El conflicto lingüístico llega a nuestros días, pues tras la ocupación, muchos ciudadanos ucranianos, habituados a expresarse en ruso normalmente, se resisten ahora a aceptar la lengua del agresor, y se reflejaba también en <i>Orfanato</i>, de Serhiy Zhadan, en donde el “confundirse” de idioma en los territorios en los que se desarrolla la guerra puede suponer la muerte. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Dentro de este mismo ámbito que tiene que ver con “lo simbólico” a mí me ha interesado la idea de fragilidad y de la correlativa exacerbada sensibilidad que suponen tanto su imperfección, el defecto de una de sus orejas, en el caso de Dom, como la ceguera de Marusia. Son muy perceptibles las descripciones que se hacen partiendo de los sentidos, el agudo olfato del caniche y el tacto y el oído de la intuitiva niña. Su debilidad los hace entrañables al lector, sus limitaciones apuntan a otra forma de entender la realidad, ajena a la confusión babélica de las palabras. En este sentido, <i>Un hogar para Dom</i> cautiva por unos rasgos que tienen que ver, desde mi punto de vista, con la trayectoria previa de la autora como escritora de literatura infantil: lo mágico, el aliento poético, la delicadeza, la emoción, el encanto, la dulzura, lo imaginativo y fantasioso (animales que hablan, objetos que cobran vida), como de encantamiento sentimental, propio de los relatos para niños, rezumando candor y ternura. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y en esta vertiente de leyenda, cercana a los cuentos de hadas, se inscribe, en un lugar central del libro, la presencia de un baúl misterioso repleto de desconocidos secretos. Cuando los Tsylik se mudaron a su hogar en la calle Lepkoho, <i>un baúl solitario, dicen, esperaba a sus nuevos dueños junto a una puerta interior bien cerrada. Un gran baúl de hierro macizo, ennegrecido. Probablemente, los anteriores dueños del piso tenían prisa y no tuvieron tiempo de llevárselo</i>. El arcón, cerrado -su llave perdida-, de peso enorme y que apenas puede moverse, permanecerá en la casa ante la indiferencia de sus habitantes, salvo Marusia y Dom, para los que es fuente de todo tipo de interrogantes. Marusia dormirá sobre el baúl, soñará con el tesoro que alberga, indagará por doquier en busca de la llave que permita el acceso a sus arcanos, confiará en que en su interior alberga libros con historias fantásticas, la visión recuperada, la promesa de una vida mejor para su familia. Solo al final de la novela tendremos un atisbo de su enigmático contenido, más prosaico, reforzando el carácter simbólico del relato. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y están también la aparición de numerosos perros y el protagonismo de las mujeres y la muy subrayada importancia de la educación, con la presencia de profesores, maestras, la propia Olga de truncada carrera docente y, de continuo, la transmisión de los valores que Amelina defendía en su vida, la concordia, la búsqueda de la paz, el valor de la casa, de la comunidad, la superación del horror, del sufrimiento, del dolor. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Un libro espléndido que os recomiendo vivamente. Como lo hago también con los intérpretes de mi propuesta musical de esta tarde, el formidable grupo ucraniano DakhaBrakha, que hace una música mestiza, a caballo del folklore y el pop, entre la tradición y los ritmos más actuales, entre lo viejo y lo nuevo. Os dejo con un tema de un encanto magnético, atmosférico, envolvente, <i>Monakh</i>. Antes de él, un significativo texto de la novela, en el que Dom, con su voz lírica, describe con simbolismo poético la situación de esta Ucrania siempre rota y sufriente a la vez que muestra la animosa y esperanzada posición de su infortunada creadora. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Yo creo que, en general, la gente ahora es libre y puede hacer lo que le plazca, al menos dentro de los límites espaciales que llaman “mundo civilizado”. Es libre hasta en el gran país en el que nacieron todas las personas de mi familia —el Amo, el anciano coronel y todas las mujeres, incluida la pequeña Marusia—, pues ese enorme y terrible país se desmoronó y se dispersó, como se esparce a veces la sal o la harina por el suelo. ¿O quizás no se desmoronó, sino que sólo se desbordó, como un río después del invierno? Eso lo explicaría todo. Aquel país se resquebrajó y se derramó, fluyendo en ríos y arroyos por los adoquines, como si se hubiera roto una botella de aceite comprada por una señora cualquiera en el mercado de la estación de Leópolis. Y una vez derramado el aceite, no es tan fácil limpiarlo de las calles. A medida que pasa el tiempo, los pies humanos y las patas perrunas resbalan, una y otra vez, en el aceite derramado en las vías del tranvía que se dirige al centro, bajando por la calle Horodotska. Todo alrededor es pegajoso y confuso, y ya no estás seguro de si fue la gente la que derrotó al monstruo o si, por el contrario, fue el monstruo el que venció a la gente con sus tretas. Ahora será aún más difícil deshacerse de él. Y quieres huir, volver a casa, pero resbalas, te caes, y tu pata se desliza por debajo del tranvía. —¡Corre, Dom!—. Estoy corriendo. Pero ¿no sería mejor esperar que todo se seque y luego irnos? Pero todo —las suelas de las viejas botas, los tacones demasiado altos, las ásperas almohadillas plantares— se pega por igual, no hay forma de despegarse de esta tierra. Dentro de cien años aún quedarán huellas: un olor apenas perceptible, pero característico, de algo derramado, cuyo nombre ya se habrá olvidado. Las mujeres limpian y, aunque intentarán hacerlas desaparecer, pensarán en huir de aquí a un lugar donde no haga falta limpiar esas huellas, donde no haya nada destruido, ni monstruos, ni ejércitos, ni vidas rotas. Aunque el viejo coronel ya me advirtió de que lugares como esos no existen en la Tierra. En todas partes siempre algo se resquebraja, se rompe y esparce sus huellas-trampa. Mi nariz me dice lo mismo. Estaría bien no contar mi historia con palabras, sino con olores; con el olor de las huellas que están esparcidas por todas partes, esperando ser leídas.</i></div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/aFJ717atqaw?si=PQd8RCB4is2AsUfj" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/bNnTopqzPHA" width="520" youtube-src-id="bNnTopqzPHA"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Victoria Amelina. Un hogar para Dom</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/victoria-amelina.-un-hogar-para-dom" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-58784514796636389382024-02-14T20:24:00.000+01:002024-02-14T20:24:02.754+01:00<b><span style="font-size: x-large;">SCOTT SPENCER. <i>AMOR SIN FIN</i></span></b><div> </div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libro</i>, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro excelente, que cuenta ya con más de cuarenta años a sus espaldas pero que no había visto la luz en nuestro país -al menos que yo sepa- hasta el pasado 2023. Se trata de <i>Amor sin fin</i>, la excepcional novela del estadounidense Scott Spencer, publicada originariamente en 1979 y que acaba de editarse en España, en traducción de Inmaculada Pérez Parra, en el seno de la editorial Muñeca infinita. El libro, muy popular desde su aparición, ha sido traducido a infinidad de idiomas y dado lugar también a un par de adaptaciones cinematográficas, una pasable y la otra, al parecer, lamentable, e incapaces ambas de trasladar la intensa, compleja, obsesiva, profunda y filosófica incluso, historia de amor total, extremo, descaradamente romántico y desgarrador que nos muestra el autor, para convertirla en una edulcorada y empalagosa versión de Romeo y Julieta en la adaptación de Franco Zefirelli, de 1981, con Brooke Shields y la primera, y muy fugaz, apenas tres líneas de texto, aparición cinematográfica de Tom Cruise; y en una disparatada, simplista y de todo punto olvidable “recreación”, con numerosos cambios sustanciales con respecto al texto original, dirigida en 2014 -¡y estrenada el día de San Valentín de ese mismo año, como si el “amor” de Spencer fuera el “amor” de El Corte Inglés! (y, por cierto, el hecho de que mi reseña se emita precisamente hoy, festividad del romántico santo que tanto aborrezco, en una mera casualidad)- por una anodina e irrelevante Shana Feste. No debéis dejar de leer el artículo que el propio Spencer escribió para The Paris Review en septiembre de 2013, poco antes del estreno de esta segunda versión: <i>Me sorprendió que algo tan tibio y convencional pudiera haber sido creado a partir de mi novela ligeramente trastornada sobre la gloriosa violencia destructiva de la obsesión erótica</i>, dirá del “caramelo” zefirelliano; para añadir, apesadumbrado, sobre el nuevo intento: <i>Amor sin fin</i> <i>estaba destinado a ser un cuchillo en el corazón del lector, no en el del escritor (…) y ahora una segunda generación se está viendo envuelta en su propia masacre del Día de San Valentín</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiJ0J5B1bNZ70ChDJYBWMcKABr2_t6Q4cXojpA4Ziaq6Ju-Njb0jXIus6o5Qezl1LsbpE0ByoiIzSvDkSY5dQzxCMQKUPQQE5HOaZNVsn8dwVOBGdCyv1zV4tc8csbsqes3lYMlTqX484RTgM1Ut9m_f7u4DuxiA2q2hO4Ud0lXklFf7ViLSTuchCa9Z_OB/s2476/Programa%20552.%20Scott%20Spencer.%20Amor%20sin%20fin.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="2476" data-original-width="1654" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiJ0J5B1bNZ70ChDJYBWMcKABr2_t6Q4cXojpA4Ziaq6Ju-Njb0jXIus6o5Qezl1LsbpE0ByoiIzSvDkSY5dQzxCMQKUPQQE5HOaZNVsn8dwVOBGdCyv1zV4tc8csbsqes3lYMlTqX484RTgM1Ut9m_f7u4DuxiA2q2hO4Ud0lXklFf7ViLSTuchCa9Z_OB/s320/Programa%20552.%20Scott%20Spencer.%20Amor%20sin%20fin.jpg" /></a></div>La novela cuenta la arrebatada, turbulenta, apasionada y doliente historia de amor de David Axelrod y Jade Butterfield, jóvenes de diecisiete años de Chicago. Narrada en primera persona por el muchacho, cuya voz adolescente, excesiva, a veces violenta y exagerada, a menudo ingenua e inocente, es uno de los indudables logros del libro y una de las causas del estado de encantamiento con el que el lector avanza embebido en sus páginas, <i>Amor sin fin</i> se abre de modo brillante con unas palabras inolvidables y destinadas a convertirse en uno de esos comienzos memorables, con el tiempo clásicos, de la historia de la literatura: <i>Cuando tenía diecisiete años, obedeciendo los mandatos más urgentes de mi corazón, me alejé del camino de la vida normal y en un momento arruiné todo lo que amaba; lo amaba tan profundamente que, cuando el amor se interrumpió, cuando el incorpóreo cuerpo del amor retrocedió aterrorizado y mi propio cuerpo fue encerrado, a todos les costó creer que alguien tan joven pudiera sufrir de manera tan irrevocable. Pero ahora han pasado los años y la noche del 12 de agosto de 1967 todavía divide mi vida</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y es que esa noche, en el paroxismo de su obsesión, David incendiará la casa en la que vive su enamorada Jade, con ella, sus dos hermanos y sus padres dentro. Así -y el hecho ocurre en las tres primeras páginas del libro; no estoy desvelando nada esencial que pueda incomodar al lector que quiera seguir “virgen” la trama-, con esa fuerza arrolladora, empieza una novela en la que el amor, la locura y la muerte (al menos su posibilidad), tres de sus elementos fundamentales, están presentes desde la escena inicial. David es hijo único de dos estrictos simpatizantes del Partido Comunista -él un abogado <i>que no defendería nunca a un hombre rico contra uno pobre y que no les cobraba a sus clientes tarifas exorbitadas</i>-, progresistas que pasan los sábados <i>ayudando a los negros a hacer un piquete en los almacenes Woolworth</i>, nostálgicos de unos valores que sostienen de modo irreductible aunque desencantado y melancólico, conscientes de sus contradicciones, los algo añejos ideales de los círculos radicales en que se mueven, excéntricos, en el exclusivo Hyde Park en que residen. Los padres de Jade, por el contrario, son dos burgueses, formados en universidades de prestigio, miembros de “buenas familias” (<i>sus cuerpos esbeltos y sus huesos fuertes, sus dientes derechos, su pelo liso y el tañido incurable de sus voces de clase alta</i>), algo <i>hippies</i> -estamos, ya se ha dicho, en 1967, en la explosión de la contracultura y la fascinación por el <i>underground</i>-, de mente abierta y pensamiento alternativo, con ciertas costumbres excéntricas, habituados a experimentar -incluso en familia- con el LSD. El enamoramiento de David por la chica lo llevará a pasar cada vez más tiempo en la casa de ella, deslumbrado por esa familia singular -<i>esa familia perfecta</i>- y ese ambiente poco convencional, tan diferente del muy rígido entorno en el que creció. Acabará por instalarse en su casa, en donde la mentalidad tolerante de los Butterfield no solo permite su cordial acogida sino el que comparta cuarto y cama -un viejo colchón perfumado con Chanel nº 5- con Jade, profundice en la relación con sus hermanos, Keith, el mayor, y Sammy, el pequeño, y disfrute, encandilado, del atractivo encanto de la madre, Ann. Sin embargo, el padre, Hugh, que al poco tiempo percibe que la relación entre los dos muchachos, demasiado cerrada y agobiante, puede llegar a ser peligrosa para su hija, “condena” a David a un alejamiento temporal de treinta días (<i>aunque cuando Hugh Butterfield me dijo, mientras me desterraba de su casa, que Jade y él habían decidido que no me acercara durante treinta días, tuve la sospecha -infundada, pero poderosa, de que habían maquinado una separación que quizá no fuera a terminarse nunca</i>). Enloquecido por la súbita expulsión del centro de su vida, toma la determinación -mitad impulso, mitad reflexión, cien por cien delirio (<i>La guerra que había emprendido contra todo el mundo desde que Hugh Butterfield me dijo en 1967 que no podía ver a su hija durante treinta días</i>)- de prender fuego al hogar familiar en una noche en que padres e hijos se entregan, adormilados, a la plácida languidez de un viaje lisérgico colectivo. <i>El fuego es mesiánico: gobierna sobre sus dominios con una autoridad abrasadora, totalitaria, y parece creer que toda la creación debería estar en llamas</i>, subraya David a la vista de los devastadores efectos de su acto, para añadir, en otra reflexión que acentúa el carácter metafórico de las llamas (es continua, a lo largo del texto, la asimilación de ambos “fuegos”, el real y el simbólico; el autor ha confesado su fascinación por el fuego, habiendo sido, en el pasado, voluntario del departamento de bomberos), y su equiparación alegórica (<i>es obvio que lo que se encendió cuando te quise sigue ardiendo</i>) con el amor que lo domina: <i>En la plenitud de sus fuerzas</i> [el fuego; y el amor], <i>completa su victoria sobre el mundo estable y todo queda a su merced</i>. En la candorosa imaginación del adolescente, el incidente permitiría su inesperada aparición como salvador, el acabamiento de su “exilio”, la recuperación de la confortable comodidad de su hogar adoptivo y la vuelta a la exacerbada pasión que ardía -no cabe otro término- entre los brazos de Jade. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero los acontecimientos se desbocan, las tímidas llamitas que el chico prendió en el porche de los Butterfield pronto escaparán a su dominio, los hechos se le irán de las manos, la casa acabará arrasada y todo acaba con David denunciado y, como condena menor, encerrado en <i>Rockville</i>, un hospital psiquiátrico, con la prohibición taxativa de entrar en contacto con la chica y sus familiares que, pese a la destrucción de la casa, han salido indemnes. A lo largo de quinientas sesenta páginas, Scott Spencer nos permite escuchar la voz de un David que narra más de una década de su vida tras los hechos, la terrible reclusión en la institución, su posterior salida en libertad condicional, los imprudentes intentos de desafiar su condena y localizar a Jade, a su madre o a sus hermanos, entre otros muchos episodios -encuentros inesperados, despedidas repentinas, muertes, condenas, <i>amantes y tribunales y hospitales y cartas sin mandar y diez mil horas de terror y de duda</i>- que no quiero desvelar (lo cual hace muy difícil aportar a mi reseña elementos significativos que puedan despertar vuestro interés por leer el libro). Un David, triste, solitario, desesperado y ascético que se niega a cualquier tipo de práctica sexual reservándose para un nuevo encuentro con su amor perdido; ocupado, las enteras jornadas, los años enteros, en rastrear las huellas de su amada, de ir en busca de ella, de su destino, incapaz de más vida que la que se desarrolla en el exaltado seno de su amor por Jade, un amor totalizador, que todo lo abarca, que lo es todo, que absorbe el mundo entero. La escuela y los estudios, el arte y la escritura, la sociedad, el trabajo, la familia, las amistades, las reglas, los valores, la cordura, hasta la biología, ceden ante este delirio apasionado que exuda dulzura y deseo, erotismo y ternura, frenesí, lujuria y sexo, ardor, ciega irracionalidad, delicioso arrobamiento y arriesgado exceso, un enloquecido amor simultáneamente fatal y feliz. Hay una escena -y su sola mención ya contiene indicios que pueden destripar parte de la trama argumental; sáltese este párrafo quien quiera evitar conocerla-, que ocupa cuarenta de las setenta y cinco páginas del intenso capítulo 14 de la novela, en la que se describe, de un modo magistral, un tórrido pero dulcísimo encuentro sexual, lleno de lubricidad y pasión, en un hotelucho de Nueva York; un episodio inolvidable que encierra la esencia de esta novela magistral. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En un mundo como el actual, en el que el sexo a la carta, el mercadeo de cuerpos en las aplicaciones especializadas, la exacerbación del deseo, el auge de los encuentros esporádicos y fugaces, el <i>ghosting</i> como desenlace habitual de las muy fugaces relaciones (por cierto, ¿por qué decir <i>ghosting</i> en vez del castizo -y mucho más explícito y rotundo- “si te he visto no me acuerdo”?), la banalización del contacto sexual, la progresiva disolución de la pareja (¡y qué decir del matrimonio!), la siempre creciente cifra de divorcios, el cuestionamiento del amor romántico y de las uniones “para toda la vida”, el escepticismo posmoderno ante cualquier forma de vínculo duradero, todos esos signos de nuestro tiempo, constituyen la pauta habitual en que se desenvuelven las relaciones entre sexos y determinan también el cambio de paradigma amoroso en este descreído siglo XXI, un libro como <i>Amor sin fin</i> brota a contracorriente, como una provocación, en cierto modo. El amor incondicional, duradero, estable, fiel, imperecedero, indestructible parece relegado a añejas ensoñaciones “romanticoides”, propias de novelones decimonónicos o, tras el conveniente “aggiornamento”, de series alemanas de sobremesa dominical. El amor inflamado y enardecido -no me resisto a evitar las metáforas ígneas- es cosa de viejos verdes temblorosos ante pequeñas ninfas, de tímidos muchachos enamorados de sus maestras, de perturbados asociales, de, en definitiva, seres excéntricos, marginales, que están fuera -de un modo u otro- del “correcto” desenvolvimiento en sociedad. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Es por ello por lo que, entre otras muchas razones, <i>Amor sin fin</i> resulta a la vez sugestivo y perturbador, porque nos muestra a un protagonista poseído por un sentimiento poderoso e imprudente, asocial -o más exactamente “antisocial”-, fuera de lo normal, fuera del tiempo (<i>Todo está en su sitio. El pasado descansa, respirando apenas en la oscuridad. Ya no me abraza como solía; ahora tengo que retroceder para tocarlo. Es de noche y estoy solo y sigue habiendo tiempo, un momento más. Estoy un largo escenario negro, con un círculo de luz sobre mí, que es mi amor por ti, imperecedero. Me he escapado y -o me han expulsado- de la eternidad y he vuelto al tiempo</i>, confesará el chico, cuando se ve obligado a alejarse de su amada). El amor entre David y Jane carece de límites; mejor dicho, quizá los tiene “objetivamente”, pero el personaje principal no los reconoce, no tiene conciencia de ellos, ni los “procesa”. David no ve otro objeto que su amor, no hay barrera que no salte para llegar a Jade. Ni las reglas sociales, ni las costumbres familiares, ni siquiera la propia voluntad de la destinataria de su amor, mucho menos las leyes constituyen un obstáculo que impida dar rienda suelta a su enérgico e incontenible sentimiento. La inconmensurable magnitud, la potencia de su afección, lo resolutivo de su proceder, son percibidos como una monomanía adolescente, narcisista, petulante, como una peligrosa provocación, si bien resultan también envidiables, contagiosos, fomentan la imitación, por lo que disuelven las prácticas tibias de quienes no están -no estamos- a la altura, en particular los adultos que, en ambas familias, los rodean, que ven como los rescoldos de necesidades, de sueños, de deseos apagados en ellos (<i>Erais todas nuestras fantasías románticas medio olvidadas encarnadas para siempre</i>, dirá Ann) vuelven a encenderse (¡ay, el fuego que nunca deja de arder!). David nos muestra, de modo extremo y, a la postre, trágico, la ilusión de que otra vida es posible, una quimera sin cuyo auxilio no se puede, casi literalmente, vivir. <i>Llevar el sueño más allá de esos límites que se habían acordado como razonables</i>, leemos, en una síntesis muy esclarecedora del propósito que guía su existencia dañada. Estamos, claro está, ante un amor adolescente, propio de la sensibilidad exacerbada, de la radical entrega, de la impasibilidad ante los obstáculos, del valiente atrevimiento (<i>las cosas que no hice. Al final del día, eso es todo de lo que nos quejamos. Los caminos que no hemos recorrido. Las personas que no hemos tocado</i>), de la confrontación con el mundo, de la insensata temeridad, de la irracional y desafiante voluntad de una juventud que todo lo puede (o que cree poderlo todo). Pero no se debe subestimar el amor adolescente. <i>De hecho</i>, explica el propio autor en otra entrevista, <i>quería que el título fuera una especie de desafío, como si el tema de la novela desafiara a lectores sofisticados, acostumbrados a una dieta de hierro de cinismo e ironía, insistiendo en que se tomen en serio los dolores amorosos de los adolescentes. No creo que nadie pueda entender el llamado “amor adulto” sin reconocer sus raíces en nuestras relaciones anteriores</i>. Así es; y me atrevo a apostillar: no hay amor verdadero si no es, en su fondo último, adolescente. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro deja al lector rumiando acerca de si, en realidad -más allá de la ficción-, es posible el amor eterno o si, a la postre, la vida y su medida se imponen. Su inexorable medida: la muerte (<i>Nunca pienso en la vida que me perderé después de que me haya muerto o en todo lo que me perdí antes de nacer. Es el tiempo que paso muerto durante esta, mi sola y única vida, el que me hace tirarme de los pelos</i>). Otra lectura de <i>Amor sin fin</i> es la que muestra la cercanía entre la vida intensa y la muerte, la pasión y la destrucción, Eros y Tánatos. El amor de David, espiritual, delicado, emotivo y sensible, es también, ya se ha dicho, muy carnal, arrebatado, y solo es concebible envuelto en locura, violencia, aniquilamiento, infelicidad. Como recoge alguna crítica, <i>leyendo este libro, más que literatura tienes la sensación de lidiar con carne palpitante, con un paquete de nervios y sinapsis temblando y golpeando a izquierda y derecha</i>. Un lector que mientras pasa las páginas de Amor sin fin padecerá la lacerante envidia que despiertan tanto la atracción, la fuerza subyugante de un impetuoso deseo sexual ya definitivamente perdido, como la melancólica nostalgia por un amor adolescente que quizá nunca existió o que, de haberlo hecho, se ha olvidado para siempre. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Es, pues, el amor, infinito, apasionado, torrencial, incontenible, exaltado, resuelto, inconmensurable, enloquecido, insólito y único en su vehemente intensidad (<i>Es algo que pasa una vez en la vida. Odio pensarlo, pero supongo que es verdad. Es una lástima para nosotros que nuestra única vez en la vida pasara cuando éramos demasiado jóvenes como para saber manejar la situación</i>), el centro todo del libro y la principal razón de ser de su magnética atracción para el lector. Y esta vertiente que atañe a la locura es, también, otro aspecto reseñable de la novela. La declaración de principios de David, que leemos en las primeras páginas, sobre la desaforada naturaleza de su amor, es muy buena prueba de ello: <i>Yo pertenecía, lo supe entonces, a la vasta red de hombres y mujeres condenados: el amor había tomado un camino equivocado dentro de mí y me había empujado al caos. No era mejor que los que hacían llamadas anónimas, que los fanáticos, las alimañas enloquecidas, los que amputaban orejas, los que perpetraban extravagantes suicidios acusadores, lo que contrataban a detectives privados o que un rey medieval dispuesto a desplegar un ejército de diez mil almas para ganarse el favor de una doncella distante y quien, una vez que los campos están abrasados y los cuerpos yacen en montones bajo el sol, se golpea el pecho y dice: “Lo hice todo por amor”</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El amor que retrata Scott Spencer es exaltado (<i>Intenté concentrarme en mi impotencia, en mi incapacidad de seguir adelante con mi vida, de volver a empezar. Aunque la verdad era que no tenía ninguna voluntad ni ninguna intención de volver a recomenzar mi vida. Lo único que quería era lo que ya había tenido. Esa exultación, ese amor. Era mi único hogar verdadero, en los demás sitios solo estaba de visita. Había pasado demasiado pronto, eso seguro. Habría sido mejor, o por lo menos más fácil, que Jade y yo nos hubiésemos encontrado y descubierto lo que significaba estar juntos cuando fuéramos mayores, que hubiese pasado después de años de intentos y decepciones, en vez de ese salto inmenso y desconcertante de la infancia a la iluminación. Era difícil aceptar, y también aterrador, que la cosa más importante que me iba a pasar nunca, la cosa que era mi vida, me había pasado cuando no tenía aún diecisiete años</i>), excesivo (<i>Escribí cientos de cartas que no me atreví a mandar. Les escribí a Keith, a Sammy y Hugh. Le escribí más de una docena de cartas a Ann y más de setenta y cinco cartas a Jade. Escribí disculpas. Escribí explicaciones racionales y ataques contra mí mismo que habrían excedido sus impulsos más amargos. Escribí cartas de amor, una iba firmada con la mancha de sangre de la yema rebanada de un dedo. Supliqué y recordé y me comprometí con el ardor asfixiante de un exiliado. Escribí al amanecer, escribía en el cuarto de baño, me despertaba en mitad de la noche deshabitada y escribía y escribía. Escribí poemas, algunos los copiaba, otros los componía. Le dejé claro al mundo que lo que Jade y yo habíamos encontrado el uno en el otro era más real que el tiempo, más real que la muerte, más real, incluso, que ella y que yo</i>), adictivo (<i>El amor -¿o es solo el amor romántico?- es un psicodélico. Es la alfombra voladora, el truco de la cuerda</i>), un estado alterado de conciencia (<i>Con Jade siempre notaba las cosas que estaban fuera de nosotros -las grietas en la pared, el olor de los arces húmedos entrando a través de las mosquiteras- y al registrarlas lo convertía todo en parte de nosotros</i>), una patología, una obsesión (<i>Pienso en ti todo el rato (…). Cuando estaba en aquel puto hospital y en casa de mis padres y ahora, en mi propia casa</i>), un delirio ajeno a la realidad (<i>Una parte de mi ser permanecía distante de esas escaramuzas nerviosas con los días que pasaban. Consideraba esa parte la mejor y más secreta de mi ser y no la sometería a mi guerra perdida con el tiempo</i>).</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En este sentido, el protagonismo del febril padecimiento del chico “oscurece” a Jade, que, en el fondo, está ausente, es una sombra, es tan solo un objeto de deseo, el foco sobre el que se concentra el enajenado sentimiento del chico. Lo relevante en la novela -y a ello contribuye, claro está, la redacción en primera persona- es lo que el muchacho siente por ella, cómo ella lo “construye” a él, cómo su existencia repercute en su familia, en su lugar en el mundo, cómo es tener relaciones sexuales con ella, cómo el chico se siente cuando la extraña y cómo cuando la quiere; todo lo que a él le ocurre se muestra de una manera mucho más vívida que la propia presencia de Jade, borrada, aniquilada, en cierto modo un fantasma, un mero desencadenante de la obsesión de David. De hecho, hay varios personajes, sobre todo su madre, Ann, con una mayor y mucho más significativa presencia en el texto. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y en la novela está también, casi imperceptible, difuminado tras el impulsivo arrobamiento del muchacho, el telón de fondo “social”, el sutil retrato de la una sociedad, la norteamericana de los sesenta, que acabaría por “imponer” al mundo ese “<i>american way of life</i>” y que aparece reflejada -insisto, muy en segundo plano, como en sordina; aunque de manera bien perceptible- en sus rasgos más destacados: la prosperidad económica, la apertura liberal y el keynesianismo, el generalizado bienestar social, la aparentemente tranquila balsa de aceite en que se desenvuelven los ciudadanos de la primera potencia mundial, la vida confortable en las viviendas unifamiliares y, pese a ello, la crisis de la familia, los avances en los derechos civiles -el divorcio, la tolerancia cultural-, los nuevos hábitos, la experimentación con las drogas, la “naturalización” de la homosexualidad, la impetuosa segunda ola feminista, la píldora y la revolución sexual, Vietnam, la revuelta generacional, el "hippismo" con su universo de paz, música, flores y pelo largo, las protestas sociales, el activismo político, la cuestión racial, el prestigio -solo entre la clase acomodada e intelectual, no en la población- de la “Nueva Izquierda”. En este explícito marco, David aparece -sin pretenderlo- como una suerte de héroe contracultural que encarna los principales mitos de la rebeldía de los 60: libertad sin freno, autenticidad frente a la hipocresía social, rechazo a las convenciones sociales, subjetividad desaforada, reivindicación -tímida- de la locura frente a la rutinaria y castradora normalidad (<i>Mis padres eran los modelos vivientes del orden y de los ‘buenos hábitos’. Los periódicos, si no se iban a guardar para siempre, había que tirarlos justo después de leerlos. El vaso que usabas para tomarte un zumo a media mañana, se lavaba de inmediato y se colocaba en el escurridor de plástico azul. No se dejaban las luces consumiéndose en las habitaciones vacías y ningún zapato desocupado se atrevería jamás a asomar siquiera la punta por debajo de una colcha con flecos</i>), búsqueda adolescente de la realización personal al margen de las trayectorias diseñadas por el mundo adulto, repudio del “sistema”, énfasis en lo espiritual y despreocupación por las necesidades materiales. Pero, entiéndase, <i>Amor sin fin</i> no es una novela de tesis ni sociológica, en la que su autor pretende mostrar una época. Lo hace, claro está, pero -pienso- sin la voluntad explícita de su autor cuyo talento en la ambientación del “escenario” en que se desenvuelven sus personajes le permite, sin embargo, reconstruir con eficacia un segmento de la historia de su país. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, son muchos los motivos, como puede observarse, para adentrarse en esta extraordinaria novela, de lectura subyugante. Os dejo ahora con un fragmento en el que queda de manifiesto la intensidad amorosa que padece (en el amor, pasión es, claro está, gozoso apetito exacerbado, pero igualmente padecimiento y dolor) su protagonista. Tras el breve texto, una de las muchas canciones que salpican la narración, que, también a través de su formidable banda sonora (<i>Michael, row the boat ashore</i>, el <i>When a man loves a woman</i> de Percy Sledge, el <i>Cry (If your sweetheart sends a letter of goodbye)</i>, de Johnny Ray, los Beatles, Stevie Wonder, Joni Mitchell, los Beach Boys, el <i>Sunny</i> de Bobby Hebb, <i>Lola</i>, de los Kinks, la Steve Miller Band; entre conspicuas presencias de música clásica: Vivaldi, Bach, Fauré), “dibuja” fielmente la "fotografía musical" de aquellos años. El tema elegido es <i>Silver dagger</i>, de Joan Baez, otra figura legendaria de aquella época. Su estrofa <i>Don’t sing love songs. You’ll wake my mother</i> “suena” en los episodios en los que las muy agitadas efusiones sexuales de la pareja en casa de los padres de ella, llegan a alterar el sueño de los restantes miembros de la familia. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Si a veces me sentía solo con mi amor sin fin, no era más que por vanidad o por desánimo, pero ahora que estaba corriendo el riesgo al que me había urgido mi corazón, sentía también que no estaba solo. Si el amor sin fin era un sueño, entonces era uno que compartíamos todos, más incluso de lo que compartíamos el sueño de no morirnos nunca o de viajar en el tiempo, y si algo me distinguía de los demás no eran mis impulsos sino mi cabezonería, mi voluntad de llevar ese sueño más allá de lo que se daba por supuesto que eran sus límites razonables, declarar que ese sueño no era un truco febril de la mente, sino una realidad por lo menos igual de real que la otra, la ilusión más débil y más infeliz que llamamos vida normal. Al fin y al cabo, las imposiciones del amor sin fin seguían siendo las mismas desde hacía miles de años, mientras que la vida normal había cambiado mil veces y de mil maneras diferentes. ¿Qué era, entonces, lo más real? Enamorado y dispuesto a sacrificar lo que fuera por mi amor, me sentía conectado con todo el tiempo humano, con los esclavos que habían llorado en las tarimas donde los subastaban, con los músicos que había rasgueado sus instrumentos bajo balcones iluminados por la luna y, tanto si me quería como si no, con Jade.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/MX-QApWIXs4" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/W43_VqIcU1c" width="520" youtube-src-id="W43_VqIcU1c"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Scott Spencer. Amor sin fin</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/scott-spencer.-amor-sin-fin" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-78239331912520737302024-01-31T20:51:00.004+01:002024-01-31T20:51:58.649+01:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">GONZALO TORRENTE BALLESTER. <i>LA SAGA/FUGA DE J.B.</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libr</i>o, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo una propuesta singularísima, unida a la actualidad por un aniversario al que hemos llegado en estos días. El 27 de enero de 1999 -el pasado sábado se cumplieron, pues, veinticinco años- moría en nuestra ciudad Gonzalo Torrente Ballester, una de las figuras más destacadas de la literatura española del último siglo. Hace ya algo más de tres años, en noviembre de 2020, y con ocasión entonces de los ciento diez años del nacimiento de Torrente, os había hablado aquí de otra de sus novelas mayores -y sin duda la más popular y conocida- <i>Los gozos y las sombras</i>, rúbrica bajo la que se agrupan tres libros, <i>El señor llega</i>, <i>Donde da la vuelta el air</i>e y <i>La Pascua triste</i>, aparecidos en 1957, 1960 y 1962, respectivamente. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ahora, transcurrido un cuarto de siglo de su muerte, y como homenaje al escritor gallego, que tantos vínculos tuvo con Salamanca, mi sugerencia de esta semana se centra en el que, sin duda, es el libro más importante de la muy copiosa obra -sobre todo novela, pero también teatro, ensayo o crónicas periodísticas- del ferrolano. Se trata de <i>La saga/fuga de J. B. </i>publicado en 1972 y objeto desde entonces de numerosas reediciones en diferentes sellos editoriales. Yo lo leí en la primera edición de Destino de abril de ese año y he vuelto a hacerlo, hace unos meses, en la que presentó con un enjundioso prólogo de Andrés Barba, Alianza Editorial en 2019, de formato y tipografía mucho más acogedores para mis desgastados ojos que los que rodeaban -letra mínima, interlineado apretado- al sin embargo entrañable volumen de la legendaria colección Áncora y Delfín del venerable y prestigioso sello catalán.
Quiero destacar también la edición crítica -que incorpora quinientas cincuenta citas y una copiosa bibliografía- publicada por Castalia en 2010, con un muy interesante estudio preliminar -de lectura imprescindible para la cabal comprensión del complejo texto novelístico- de dos expertos: Antonio Jesús Gil González, doctor en filología por la Universidad de Salamanca y profesor de Teoría de la literatura y Literatura comparada de la Universidad de Santiago de Compostela, autor de diversas publicaciones en torno a la figura literaria de Gonzalo Torrente Ballester, y especialmente, Carmen Becerra Suárez, doctora en filología española por la Universidad de Santiago de Compostela y profesora titular del área de Teoría de la literatura y Literatura comparada de la Universidad de Vigo, fundadora y directora de la revista <i>La Tabla Redonda. Anuario de Estudios Torrentinos</i>, iniciada en 2003, y que publicó hasta 2020 dieciocho números dedicados a la obra del autor ferrolano, siendo el primero de ellos, el inaugural de 2003, un extenso y formidable monográfico sobre la novela que hoy comento, con interesantes artículos, que exploran las inagotables vertientes de la novela, a cargo de críticos, escritores y académicos de renombre como, entre otros, José Saramago, Alfredo Conde, Víctor F. Freixanes, Manuel Rivas, José María Merino, Darío Villanueva, Rafael Conte, Ángel Basanta, José Antonio Pérez Bowie, Juan José Guirado, Stephen Miller, Manfred Tietz, José Antonio Ponte Far y, obviamente, los propios Becerra y Gil González. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Resulta innecesario, a estas alturas, y por tantos motivos, hacer una presentación de Gonzalo Torrente Ballester. Nacido, como he adelantado, en Ferrol, en 1910, cursó estudios en disciplinas diversas -Derecho, Filosofía, Ciencias-, licenciándose en Filosofía y Letras en Santiago de Compostela. Fue profesor de Historia en la Universidad de Salamanca y, en lo que constituiría el núcleo central de su desempeño profesional a lo largo de su vida, catedrático de Literatura Española en bachillerato. Miembro de la Real Academia de la Lengua, galardonado con todos los premios literarios imaginables, singularmente el Nacional de Literatura, el Príncipe de Asturias y el Cervantes, doctor <i>honoris causa</i> por distintas universidades, Torrente fue poeta, novelista, dramaturgo, crítico, prodigándose en decenas de títulos, novelas, ensayos, obras de teatro, artículos periodísticos y libros misceláneos. Su biografía se vio afectada por una controvertida trayectoria ideológica. Afiliado inicialmente al Partido Galleguista, en 1934, cercano al anarquismo a través de su colaboración en el madrileño diario La Tierra, se incorporará a la Falange tras la guerra civil, colaborando en revistas e instituciones falangistas (<i>Jerarquía</i>, <i>Escorial</i>, <i>Arriba</i>, cabeceras de inequívoca y reaccionaria adscripción política), mantuvo más adelante una postura de un cierto distanciamiento con el régimen franquista, con reiterados problemas con la censura, lo que no le hizo perder su enorme repercusión pública, con premios, homenajes y reconocimientos constantes -¡llegó a ganar el Premio Planeta, en 1988!-, aunque siempre desde una posición excéntrica en cualquier ámbito: cercano al régimen para los intelectuales antifranquistas, heterodoxo y disidente para la autoridad imperante. Su larga vida, con estancias como profesor en Galicia -Santiago, Pontevedra, Vigo-, Madrid o Albany, en Estados Unidos, finalizó en Salamanca, en donde se jubiló como catedrático de secundaria en un instituto de nuestra ciudad. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiu0nrPtAq9kDPjleCk9KrLLeB7LoDIa6-kF0XlDKdP7Xa5Irapf0AwUHu1mIARwLR0XnEO8qZDAy05X7dZnuyib-hxrnFO091D40TjO1y0OUokcw6CtPsrNwjjGlc4ecpSbVefeYibPjGg5t6BMMRJtbDIr2EEsfo4MtMz3sEOKgRtePSig0JHJeHAgXnA/s833/00%20Alianza.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="833" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiu0nrPtAq9kDPjleCk9KrLLeB7LoDIa6-kF0XlDKdP7Xa5Irapf0AwUHu1mIARwLR0XnEO8qZDAy05X7dZnuyib-hxrnFO091D40TjO1y0OUokcw6CtPsrNwjjGlc4ecpSbVefeYibPjGg5t6BMMRJtbDIr2EEsfo4MtMz3sEOKgRtePSig0JHJeHAgXnA/s320/00%20Alianza.jpg" /></a></div><i>La saga/fuga de J.B.</i> es un libro difícil. <i>Más es la gente que lo compró que la que lo leyó. Son muchos los que me han dicho francamente que no han podido pasar de la página treinta. Lo siento por ellos, pero me lo explico. Hay libros que pueden leerse en la cama o de viaje, porque no requieren gran atención; pero hay algunos lectores que si ésta los prende, corren el riesgo de pasarse del destino o de no dormir esa noche. También cuento con ejemplos de ambos casos, y también se lo agradezco. Lo correcto, sin embargo, debe situarse entre ambas exageraciones: leer un poco y dejarlo para más tarde, o para el día siguiente. Es inútil, sin embargo, que lo haga quien no se sienta interesado por lo que acontece en Castroforte do Baralla, por lo que le pasa a José Bastida y a todos los demás J. B. No son cosas corrientes. Tampoco los J.B. son gente corriente, sino más bien insólita, en el caso bastante dudoso de que se sepa a ciencia cierta lo que son. Me inclino a creer que ni yo mismo lo sé, aunque lo barrunte como lío o como laberinto, según (el laberinto es racional; el lío, no). De esta manera, como es o como yo creo que es, lo ofrezco. No se hallarán en él los ingredientes al uso: violencia, pornografía, moralidad o inmoralidad, sino solo diversión o, mejor dicho, juego. Pero no se olvide que todo jugador juega con instrumentos reales, a veces con su propia vida</i>. Permítaseme esta larga cita, entresacada del prólogo que el propio Torrente escribió para la edición de la novela en el Círculo de Lectores, en 1988, la última en vida del autor, como aviso para navegantes. Y es que, en efecto, las casi setecientas cincuenta páginas del libro -en la edición de Alianza-, se organizan en una estructura muy densa en la que, entre un no demasiado extenso <i>Incipit</i> y una breve coda final, se desarrollan tres largos capítulos en los que se recoge, sin apenas puntos y aparte, un arrebatador, desbordante, lujurioso y exuberante flujo narrativo hecho de infinidad de historias que se entremezclan, surcado por multitud de personajes cuyos perfiles se confunden, que hace “sonar” a una pluralidad de voces que se imbrican y superponen, que se desenvuelve en distintos planos -realista, “ficcional”, histórico, mítico-, que salta adelante y atrás en el relato de los acontecimientos con constantes idas y vueltas en el tiempo, en una “acción” que se enmaraña, hasta el punto de hacerse ininteligible -o de difícil entendimiento- al entrecruzar diversos hilos argumentales, abrirse a constantes digresiones (<i>ya que me he visto en el trance de cometer digresión</i>, afirma, explícito, el narrador, para, a continuación, justificado ya en su propósito, lanzarse a una de las numerosas e intrincadas divagaciones que atraviesan el texto), intercalar episodios, lances, sucesos paralelos, comentarios, crónicas, leyendas, informes, reproducciones de entrevistas, citas, incisos, gráficos y tablas, listados, excursos, desviaciones y añadidos, todo ello contado en las tres diferentes e intercambiadas personas del verbo. Al lector le asalta de continuo (al lector que yo soy ahora; no recuerdo las circunstancias ni el efecto de mi remota primera lectura de la novela, más allá de un fervoroso entusiasmo juvenil) la sensación de encontrarse perdido, desorientado, incapaz de introducir una cierta coherencia, un determinado orden, unas pautas estables en las que incardinar ese profuso, excesivo, caudaloso “torrente” verbal -el vínculo entre el apellido del autor y su vigorosa y rebosante prosa es resaltado por todos los críticos- al que se ve arrastrado desde que abre la primera página de <i>La Saga/fuga de J.B</i>. No sorprenden, por tanto, las palabras del propio autor en el párrafo que acabo de transcribir, que advierten -y hasta los prevén- del posible desapego inicial del lector, de su desánimo posterior y, quizá, del abandono final del libro. Los términos de “lío” o “laberinto” que emplea Torrente Ballester para calificar su texto aparecen también, y más de una vez, en el curso de la novela, en la que ante lo enrevesado de determinados hechos o situaciones o peripecias que surgen en la narración, se remarca de manera expresa su complejidad, como si el narrador/autor (una de las claves interpretativas del libro: la identidad última de ambas voces) quisiera hacer un guiño a quien sigue, paciente, abriéndose paso en aquel por momentos indescifrable dédalo. Véanse, entre otros muchos, los siguientes ejemplos: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>No, amigos míos. No un lío, sino todo un laberinto. El laberinto es la razón que se ríe de sí misma y desarrolla las posibilidades de oscuridad que su naturaleza le permite. A primera vista, claro. (…) Quiere decir que el genio no está al alcance de todas las conciencias. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>A primera vista, resulta un galimatías, aunque solo por la oscuridad engendrada por los seudónimos. Pero el galimatías se organiza y la oscuridad se aclara si convertimos en personajes de la narración a Rogelio Barallobre, al Vate Barrantes y a Ifigenia Heliotropo. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Como, por otra parte, en las cartas se cuentan, no una, sino varias historias, según se ordenen los distintos fragmentos narrativos y según la clave que apliquemos a los seudónimos, el lío resultante es monumental. Lo mejor será que los exponga y que después procedamos conjuntamente a ordenarlos e interpretarlos. </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Es más, en algún momento de su enrevesada “marea” verbal quien narra se adelanta al previsible cansancio del lector y le aconseja, en una nota a pie de página: <i>Recomiendo al lector apresurado saltarse unas cuantas páginas y reanudar la lectura aquí (2)</i> [y la nota lleva a unas cuántas páginas más adelante] <i>Pierde el resumen y parte del texto del discurso de Don Torcuato, pero no es una gran pérdid</i>a. </div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">Anticipémoslo, pues, la lectura de <i>La Saga/fuga de J.B</i>. es compleja, ardua y, por momentos, trabajosa, exigiendo una paciente y perseverante tarea por parte de quien ha decidido, aun a costa de ese esfuerzo, recorrer sus rebosantes e intrincadas páginas (<i>activaba su singularidad al mismo tiempo que singularizaba su actividad, y aunque activamente singularizase, singularmente activaba, y la singularización de la activación, si bien no del todo equivalente a la activación de la singularización, podía confundirse con ella merced a la doble apariencia de actividad singularizada o de singularidad activada que ofrecía el conjunto, lo cual, como es obvio, le permitía moverse dentro de tal construcción dialéctica bien inclinándose y, por decirlo así, prefiriendo la singularidad, bien concediendo a la actividad algo de su singularidad y de su tiempo</i>), en la confianza -y creedme cuando afirmo que a la postre no defraudada- de disfrutar de los placeres (y serán muchos, de superarse los obstáculos referidos) de una novela en todos los sentidos inmensa. Pero he de admitir -y de ahí esta advertencia preliminar apelando a una cierta prevención lectora- que todo eso, el empeño, la insistencia, la tenacidad, la constancia, el ánimo, el afán indesmayable, no son precisamente las cualidades más comunes en estos tiempos actuales, marcados por la ligereza, la comodidad, la inmediatez, la facilidad, la gratificación instantánea, la satisfacción urgente, el pronto placer que no admite la demora en el goce, el aplazamiento del disfrute y la postergación del logro. A mí mismo me ha costado sortear las dificultades y no ha sido hasta haber “lidiado” con las primeras doscientas páginas, más o menos, cuando he podido entregarme a la delicia de su lectura, ya a partir de ahí exultante. Porque lo que aflorará tras esa lectura -“durante” ella, si logramos resistir a los fáciles y engañosos cantos de sirena que nos piden abandonar el libro y entregarnos a otros menesteres menos exigentes- es una experiencia apasionante, muy fecunda y gozosa, en contacto con una novela compleja, sí, pero deslumbrante, de una enorme imaginación, desorbitada, excesiva, surrealista en muchos pasajes, con una inventiva desaforada, repleta de historias, rezumando humor, ironía, magia, drama, rigor y disparate, erotismo, rebosante de experimentos, juegos de espejos, construcciones lúdicas, referencias múltiples, diagramas, listas, cuadros, desdoblamientos, injerencias, invenciones, decenas de personajes, delirios, parodias, mitos, leyendas, poemas, crónicas periodísticas, con calas en asuntos políticos, filosóficos, literarios, históricos, religiosos, metafísicos, con una Galicia muy presente en el ambiente “realista” -los lugares, los hechos, los personajes- y también en el espíritu y la atmósfera neblinosa, evanescente que envuelve el relato (<i>La niebla cubre la tierra y al hacerlo le niega, en parte, su realidad, se funden lo onírico y lo real, lo pasado y lo presente</i>, como señala Andrés Barba, en su prólogo a la edición de Alianza, dando con otra de las claves -la niebla real y metafórica- del libro). Una genialidad estilística, formal, temática, una aventura alucinada, insólita, distinta a la mayor parte de las novelas que se escriben -y se han escrito-, narrada con un lenguaje magnífico, en diferentes registros lingüísticos, con cambios en el punto de vista, con saltos en el espacio y el tiempo, en la voz narrativa; escrita, como confesaba el propio Torrente, a lo largo de seis años, en Pontevedra, Estados Unidos y Madrid, en una suerte de estado de trance, dejándose llevar el autor por una fuerza narrativa que se apoderó de él (<i>Yo escribí la Saga/Fuga en sentido material, me fue dictada por una voz despectiva y admirable, una voz convencida de su superioridad y recibida por mí con la más humilde pasividad del mundo, con la más absoluta sumisión</i>, declararía en una entrevista) y lo arrastró en un aluvión de historias que fluían imparables, al ritmo de su muy fértil imaginación, que avanzaba arrebatada en un texto interminable que crecía y se complicaba, llegando a quemar hasta cuatrocientos folios, para volver a empezar impetuoso, dando fin a una suerte de inabarcable historia universal. Una novela mágica, compleja, misteriosa, imaginativa, fantástica, razones todas por las que, insisto, bien merece la resistencia obstinada a las triviales tentaciones del acomodamiento. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhqg_ZTPWhfNP6SS2pXACp-qvQQ8PLOLKZy26Pkbkyz1QO4PSPoL5ZRAIXtZoIKcz7mu6rVEhhN9_aEnQDz2X2KEqqM34fQDA9C49MB9ighxgwtX-64Ye2M6YZgfWzq5RpDAJyrF0qYqD2R0OFHT3bhzYrH8ZW07hPhYotrjMo_Etj2wjeNp-UrZ9PQmUpm/s1465/00%20Destino.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1465" data-original-width="903" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhqg_ZTPWhfNP6SS2pXACp-qvQQ8PLOLKZy26Pkbkyz1QO4PSPoL5ZRAIXtZoIKcz7mu6rVEhhN9_aEnQDz2X2KEqqM34fQDA9C49MB9ighxgwtX-64Ye2M6YZgfWzq5RpDAJyrF0qYqD2R0OFHT3bhzYrH8ZW07hPhYotrjMo_Etj2wjeNp-UrZ9PQmUpm/s320/00%20Destino.jpg" /></a></div>Con lo dicho resulta fácil de colegir que dar cuenta del argumento de esta obra frondosa e inagotable es tarea absolutamente imposible. En un intento condenado de antemano al fracaso podría resumirse diciendo que se trata de una crónica con aires de leyenda en la que conocemos la historia de Castroforte del Baralla, un pueblo nebuloso -ya se ha dicho- y algo etéreo (<i>parece de piedra pómez incandescente</i>), capital de una supuesta quinta provincia gallega, que teniendo, en apariencia, una existencia real -¿qué querrá decir este término en la delirante novela de Torrente?-, con sus calles, sus plazas, sus edificios, sus instituciones y, sobre todo, sus habitantes, carece de tal condición objetiva, pues no figura en los mapas ni en los documentos administrativos ni en las indicaciones de las carreteras ni en la conciencia del resto de ciudadanos y organismos españoles. Todo ello a causa, al parecer, de una voluntaria omisión del poder central que, desde la Restauración decimonónica, se habría obstinado en negar el estatuto de realidad a un pueblo que en distintas épocas históricas se había manifestado en rebeldía frente a las diferentes autoridades nacionales, sobre todo tras el significativo hito de la declaración, en 1864, del <i>Cantón Federal e Independiente de Castroforte del Baralla</i>. Pero es que, por si no fuera suficiente con su irrealidad, Castroforte “goza” de otra llamativa peculiaridad, su recurrente propensión a levitar y suspenderse en el aire, desgajándose de la tierra, cuando sus habitantes se ensimisman, unánimes en algún pensamiento o alguna preocupación. La “acción” se desencadena en el <i>Incipit</i> que abre el libro, una docena de páginas memorables en las que ya están, apuntadas pero explícitas, todas las claves y, sobre todo, la atmósfera entera que envuelve la novela, y en el que se nos da cuenta del robo del Cuerpo Santo (<i>¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!</i>), un pilar esencial sobre el que se fundamenta la historia, mítica, legendaria, histórica, inventada, real -quién sabe cuál es el adjetivo conveniente- de la ciudad. El cuerpo santo es el de santa Lilaila de Éfeso, <i>mártir de los iconoclastas</i>, que de modo milagroso recorrió durante doscientos años las cambiantes sendas del mar desde Éfeso, en la costa de Asia Menor, hasta la ría de Castroforte del Baralla, en el Finisterre, para ser rescatada de las aguas hace más de mil años, en una epopeya que se narra en la <i>Balada incompleta y probablemente apócrifa del Santo Cuerpo Iluminado</i> que se transcribe como cierre a ese inolvidable preámbulo. A partir de ese acontecimiento, el libro recrea la existencia de las muchas generaciones que pueblan los varios milenios de historia de Castroforte (que fue fundado, dos mil años antes de Cristo, por Argimiro el Efesio, en una de las distintas genealogías fantaseadas en el libro) todas ellas unidas por algunos vínculos comunes. Hay siempre un J.B. (Jacinto Barallobre habría sido el valeroso autor del rescate de las reliquias de la santa, y desde él se suceden los Jerónimo Bermúdez, obispo, Jacobo Balseyro, canónigo y nigromante, John Ballantyne, almirante, Joaquín María Barrantes, poeta, Jesualdo Bendaña, <i>full-professor</i>, José Bastida, desgraciado cronista oficial del pueblo y quien, presuntamente, narra la historia; entre otros muchos), situado del lado de la rebeldía, de la independencia del lugar, de la preservación de su singularidad, de la libertad y del progreso. Frente a ellos hay siempre, también, un religioso, cura, deán u obispo, cuyo nombre empieza por A (Asclepiadeo, Asterisco, Amerio, Apapucio, Acisclo) y que encarna los valores tradicionales, regresivos, reaccionarios, cercanos a las autoridades locales y el gobierno central. Hay, igualmente, cruzando las épocas históricas y para completar el “juego” alfabético (solo uno de los innumerables elementos lúdicos de una novela llena de ellos), una Lilaila (Lilaila Obispada, Lilaila Armes¬to, Lilaila Barallobre, Lilaila Souto y Julia, una indudable Lilaila sin el nombre), amantes de los respectivos J.B. y a las que los clérigos persiguen con la puritana y fanática intención de liberarlas de sus vidas de pecado, redimiéndolas por el categórico expediente de recluirlas en un convento. Los enfrentamientos se reproducen también en otros ámbitos, Castroforte contra su vecina centralista Villasanta de la Estrella; los nativos castrofortinos ante los “godos” extranjeros; los miembros de la Tabla Redonda frente a los representantes de las fuerzas vivas del pueblo; las “Calientes” frente a las “Gaviotas”, apelativos de las mujeres locales en función de su más o menos fogosa actividad erótica; los dioses monóculos frente a los binóculos; los nombres de los órganos sexuales masculinos frente a las denominaciones de los genitales de las mujeres; las aguas del Mendo, lentas, densas, opacas, frente a las del Baralla, rápidas y alborotadas, ligeras y transparentes (en un reparto de adjetivos que da pie a los estudiosos a una sustanciosa discusión sobre la puntuación de las frases que los califican en las distintas ediciones del libro); las lampreas contra los estorninos; los bendañistas contra los barallobristas; los vendidos a las fuerzas ocupantes napoleónicas frente a los que apoyan a los ejércitos ingleses; en un esquema de confrontaciones duales que se repite en el libro, siendo la más obvia de ellas, claro, la que ¿distingue? entre historia e invención, entre realidad y ficción. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En un presente que puede situarse en los años posteriores al fin de la guerra civil española, quizá los primeros de la década de los cincuenta del siglo pasado, y en un relato que constantemente salta de uno a otro de los múltiples planos temporales que marcan la azarosa trayectoria del pueblo, José Bastida, un feo, pobre, solitario, muy humilde y modesto profesor de Gramática, que sobrevive a duras penas, recién llegado a Castroforte desde Madrid, represaliado por sus ideas, y en el que podemos ver -o no, como todo en el libro, tan gallego- la figura del propio Torrente Ballester, lleva las riendas de la narración (aunque es difícil hablar de sometimiento a brida o sujeción alguna en un relato tan desaforado, libre, inconmensurable, desmesurado, como el de esta novela desmedida), en cientos de páginas en las que se suceden infinidad de acontecimientos insólitos que afloran en la evocación/recuerdo/invención (en la novela todo es y no es, o es una cosa y su contraria) de este José Bastida, quien <i>en estado de trance o de ensoñación ha presenciado o imaginado una representación y la narra en tiempo pasado a su enamorada (Julia) con quien está compartiendo lecho</i>, como apunta el profesor Pérez Bowie, antiguo Catedrático de Literatura de nuestra Universidad, en un estudio sobre el libro. Para añadir, a continuación, en el mismo ensayo: <i>Recuérdese que este personaje, el “héroe” de la novela, es una especie de archinarrador que asume las voces de los diversos personajes (los J.B.) en los que se desdobla continuamente transformándose en “un híbrido de diversas voces, perspectivas e identidades” a través de un proceso de invención que “se describe irónicamente en términos de un trance mágico, en el límite metafórico del fraude y la mentira”</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Así, el lector asiste simultáneamente asombrado y perplejo, impresionado y confuso, a un encadenamiento (y el término es singularmente oportuno, pues no hay, como ya he señalado, ni siquiera puntos y aparte que establezcan una mínima frontera o pausa en la profusa corriente verbal) de historias a cuál más admirable, más sorprendente, más desconcertante, más pasmosa y original. En una enumeración heteróclita y desordenada: los funcionarios de los organismos locales de Castroforte, supuestos policías espiando para el poder central; los heterónimos que habitan en el alma de José Bastida: Bastidoff, Bastideira, Monsieur Bastide y Míster Bastid, cada uno con sus personalidades; el loro parlanchín que almacena los recuerdos de la ciudad desde su fundación y que repite el discurso de sublevación por la independencia del pueblo en cuanto suena la <i>Marcha Turca</i> de Mozart; las peripecias de los miembros de la Tabla Redonda en la que, bajo los nombres míticos de Merlín, Tristán, Lanzarote, Galván, Bohor y el Rey Artús, se esconden los conspiradores castrofortinos rebeldes ante la opresión estatal; la dificultad de encontrar candidata idónea para cubrir la vacante de la Reina Ginebra, toda vez que, según el mito artúrico, habría de <i>ponerle los cuerno</i>s al propio rey, con los problemas de celos que ello ocasionaría entre los actuales “caballeros”; las vicisitudes de la guerra contra las tropas napoleónicas y su repercusión en el pequeño pueblo; la creación del Palanganato, <i>una reunión de solteras, locas y viudas sin consuelo, alucinadas por la esperanza de que un nuevo J.B. viniera a fecundarlas</i>, que comparten <i>la terapéutica del baño de asiento, y ciertas ideas, quizás algo confusas, pero muy profundamente sentidas, sobre la palingenesia</i> y la transmigración de las almas; la historia de la rivalidad milenaria entre Castroforte del Baralla y Villasanta de la Estrella; el delirante <i>Homenaje Tubular al Sistema Métrico y también Fantasía Matemática de Tuberías Proliferantes y Polimorfas</i>, un interminable engranaje, de ignota significación simbólica, hecho de tubos que acaban por invadir el edificio en que habita su impar inventor; la extraña época de los <i>Envenenamientos Atípico</i>s, en la que se multiplican las muertes por venenos letales; las variadas leyendas sobre los difusos orígenes de Castroforte y la incierta autenticidad del Cuerpo Santo de Santa Lilaila de Barallobre; el destacado papel de las lampreas en la Historia y en el presente del pueblo, animal cuya condición mítica permea la novela entera, en particular en las referencias a <i>La Oda anacreóntica a la lamprea</i>, en la magistral recreación de la legendaria guerra entre los estorninos y los enigmáticos peces o en su consabida presencia depredadora (<i>Siempre que alguien desaparece, en Castroforte se dice: «¡Lo habrán comido las lampreas!»</i>), entre otras muchas manifestaciones; la extravagante balada en que se cuentan los amores de un tornillo del doce y de una tuerca del siete, un idilio imposible, de irrealizable consumación; la persistente participación de las mujeres en la cosmogonía local, en muchas etapas una ginecocracia representada en el sorprendente <i>Culto al Vaso Idóneo</i>, un desenfreno de las integrantes de la Logia Santa Lilaila de Barallobre, que <i>cultivaban la esperanza y al parecer el místico contacto con el Varón Liberador mediante un ritual profético, orgiástico y lustral</i> que enaltece al diablo -al decir de las autoridades- en forma de miembro viril (<i>un «Rico pirulí de La Habana» clavado en una patata y envuelto todavía en el papelín colorado (…) simbolizaba al Varón Libertador</i>); la Cueva oculta en el interior de la Colegiata, que guarda los secretos de la raíz mítica de Castroforte, que han de ser preservados y transmitidos por las mujeres de generación en generación; los excursos “europeos”, con calas en Viena o París, ciudades en las que algunos personajes relatan sus experiencias en distintas épocas; las múltiples manifestaciones del babélico fenómeno de la invención de idiomas imposibles, con poemas, que con frecuencia se intercalan en el texto, escritos en lenguas inexistentes, que se recrean en sus variaciones, sus inflexiones rítmicas, sus léxicos ininteligibles (a modo de ejemplo, estos versos: <i>Lasculavi tebafos can moldeca / divilán voricer malagoscía; / arconta latilós debalatía / ormelabán orcalitán zos teca</i>, que según el modo en que se agrupen sus sílabas o se dispongan sus acentos pueden significar tanto <i>Ha quedado en el aire una luz demorada, / un poco gris y un poco púrpura, siento / que mi voluntad se demore también, aunque / en medio de la niebla</i>, como <i>No seas cretino. ¿Qué más da que las nubes / sean grises, que el aire sea claro, / que los vencejos atraviesen el cielo, / mientras estés hambriento?</i>, o incluso, en una tercera opción <i>Escúchame. No llores más. Aún queda / una esperanza. No estás tan sola como / crees. Todas las noches pienso en ti / y me entristezco, porque eres bella y yo feo</i>); los rituales de otro culto más o menos esotérico, el que venera los mínimos genitales, las diminutas <i>partecitas</i> de quien de adulto llegaría a ser el Vate Barrantes; los muy realistas recorridos por las calles de Castroforte del Baralla, esa reconocible Pontevedra literaria (<i>el color verde-dorado de los sillares, los jaramagos y verbenas que crecen en los aleros; las losas grises, gastadas, del pavimento; las calles empinadas, la curva plateada del Mendo en las noches de luna, el silencio oscuro de la Colegiata vacía, la hoz del Baralla y, sobre todo, la Plaza de los Marinos Efesios, donde iba a pasear en soledad sus murrias</i>); la desopilante conversación de uno de los personajes con Dios, en la que éste se burla, al borde de perder la paciencia, de la estulticia de su interlocutor; la agria disputa entre quienes proclaman el Cantón Independiente de Castroforte del Baraña acerca de la conveniencia de expulsar o no a los curas; la elogiable consecución, por parte de la Tabla Redonda, del indudable logro que permitió que <i>las muchachas nativas rechazasen el cortejo de los funcionarios godos que Madrid se empeñaba en seguir enviando</i>; el episodio del <i>Estornudo Gigante</i>, según otras versiones el <i>Magnífico Estornudo</i>, tan sonado que a la <i>Plazuela del Aire</i>, en donde se produjo la expansión del señor Castiñeira (otro de los innumerables personajes del libro), se la acabó denominando <i>Plazuela del Estornudo Seismopoion</i>, por cuanto que el ruido que produjo <i>fue tan súbito, redondo y estentóreo, que todo el mundo quedó en silencio, como en espera de consecuencias mayores. Que llegaron, es lo cierto, pero al día siguiente y en forma de noticia de que un tifón de fuerza incalculable, un tifón de tamaño tan grande que los más grandes de la mitología resultaban, a su lado, chiquitos, había devastado las costas del Japón, con más de cincuenta mil muertos en Yokohama y aldeas próximas</i> (y por ello el señor Castiñeira <i>se vio compelido por su honestidad a escribir una carta al Mikado declarándose responsable, pidiendo perdón y ofreciéndose a cumplir en las prisiones japonesas los años de condena que los jueces estimasen oportuno</i>); la insólita petición, publicada en el periódico local y formulada por <i>una comisión de damas de las que ejercen en el Pasaje de la Violada la antigua y acreditada industria de proporcionar a los varones paraísos efímeros a precios accesibles</i>, dirigida a un ciudadano local, <i>famoso por su ciencia y por el calibre y potencia de fuego de su artillería</i>, para solicitar del muy bien dotado individuo su indispensable contribución para solucionar el problema de una de las mujeres, apodada la Estrecha, por razones obvias de su constitución vaginal; las diferencias ostensibles entre los paupérrimos hábitos amatorios de los godos -pobres, monótonos, rutinarios, reprimidos- y los muy libres e imaginativos talentos eróticos de los castrofortinos; el apasionado torneo intelectual para solventar el intrincado problema de cuál de los órganos sexuales, el masculino o el femenino, conoce un mayor número de vocablos alusivos; las numerosas calas, todas ellas discutibles, en la fantasiosa historia de Castroforte del Baralla (<i>la llegada, un día remoto, de Argimiro el Efesio, con sus birremes (o trirremes, ¿quién sabe?); la posterior de cierta tribu ártabra disidente y fugitiva, y la primera destrucción de Castroforte por Celso Emilio el Romano: tres acontecimientos que un ara marmórea, el dolmen que la cobija y las huellas de un incendio formidable pueden probar a quien esté dispuesto a admitirlos como prueba. Porque la cita de Tito Livio es vaga; la de Orosio, inconcreta, y el texto de Hesíodo en que Amoedo hace más hincapié, pertenece a un fragmento de atribución dudosa</i>); los misterios de la <i>escopetástasis</i>, inefable práctica que alude tanto a la política como al sexo: <i>Unas veces quiere decir, un poco a la letra, restauración por la escopeta, revolución; pero otras significa claramente éxtasis por la escopeta. ¿Orgasmo?</i>; el revelador pero nunca del todo entendido Concierto del Humo; la lucha entre los Dioses monóculos y los binóculos, cuyas vicisitudes se retrotraen hasta el Neolítico; los embarazos insólitos (<i>Lilaila quedó encinta del espíritu de Ballantyne, que era íncubo</i>); el fundamentado informe de los ingenieros de la <i>Triangulación Geodésica</i> asegurando la inexistencia de Castroforte; la sorprendente hipótesis según la cual el corredor de Maratón no habría muerto inmediatamente después de haber culminado su hazaña y transmitido su mensaje, como quiere el mito, sino que su fallecimiento se habría producido <i>justamente a mitad del camino, pero tal era su prisa, era tal su obsesión por llegar pronto, que no se dio cuenta</i>; la disparatada historia del <i>Tren Ensimismado</i>, al que se induce un estado mental de ensimismamiento, mediante la construcción de una vía especial, un trayecto circular, cerrado sobre sí mismo, del cual el tren, una vez dentro, no puede salir, de tal manera que, dado su estado de suma concentración, una vez retirada la vía se logra que circule por el aire: <i>el tren pita, sale, adquiere velocidad, entra en el círculo, la incrementa, y empieza a recorrer incansablemente el mismo camino, con la misma prisa que si fuera al infierno. Y ya está. Desde abajo, se retira uno de los arcos, y el tren no se da cuenta. Se retira otro, y otro, y el tren sin enterarse. Hasta que se retiran todos. Si el tren, gracias a su velocidad, ha logrado que todas las moléculas que componen su masa tiendan unánimes hacia adelante, continuará corriendo por el aire indefinidamente, o, por lo menos, hasta que se le acabe el combustible</i>; las sesiones de espiritismo, capaces de traer a Hitler o Goebbels a los recónditos predios gallegos; las muy chocantes apariciones de Unamuno, Cela, Wenceslao Fernández Flórez, el propio Torrente o un Julio Cora Borraja (trasunto obvio de Julio Caro Baroja), mencionados en distintos momentos del relato; las disquisiciones gramaticales y filológicas; el augurio de la muerte de los distintos J.B. de la historia con ocasión de los Idus de Marzo, previsión conocida a través de una determinada conjunción astral que, misterios del Universo, se reproduce en la disposición de unos lunares en las nalgas de una de las Lilailas; los cinco recurrentes mitos de Castroforte del Baralla, de cuya génesis y desarrollo temporal se hace eco la narración de Bastida: <i>el Cuerpo Iluminado de Santa Lilaila de Efeso, y las figuras supuestamente históricas del Obispo Bermúdez, del Canónigo Balseyro, del Almirante Ballantyne y del Vate Barrantes</i>; los innegables vínculos entre la historia fundacional del pueblo y las leyendas sobre el Apóstol Santiago (<i>¿Y no se le ocurre a usted que, estando como estamos en tierras jacobeas, la historia que se cuenta en esas piedras sea la del Cuerpo del Apóstol Santiago? Las señas coinciden: barca, ataúd, traslado, bosque...</i>); la concurrencia de otros mitos galaicos: la isla de San Brandán, la sirenas que encandilan a marineros, los sueños que duran siglos, los pajarillos “porteros” del más allá; los procesos medievales contra brujas, nigromantes, herejes y practicantes de la alquimia, todos ellos acostumbrados a los pactos con el diablo; el exhaustivo catálogo de gatos, en un desternillante pasaje en el que Bastida intenta persuadir a uno de estos felinos, <i>indiferente por naturaleza a toda cuestión medianamente espiritual, como la respuesta a la Triple Acuciante Interrogación: ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?</i>, de la conveniencia de hacer frente a tal sustancial pregunta (<i>que todo Gato sensible debe plantearse al menos una vez en su vida</i>); los <i>Murciélagos gigantes</i>, cuyos cuerpos son personas desnudas, acopladas, que vuelan de dos en dos; las escenas de la guerra civil, en las que el narrador es detenido por los soldados de ambos bandos tras los sucesivos y azarosos cambios de un lado a otro de las trincheras; los vuelos sobre un tapiz mágico; el indescriptible don Benito Valenzuela, <i>godo activo y singular</i>, que trabaja para el Departamento de Limpieza Pública y Similares, y que atraviesa el libro con su recogedor de basuras o, en su defecto, con maletas, bolsas, carretillas, cajas de sombreros, maletines o carritos en los que deposita todo cuanto va arramblando en su acelerado deambular y que consigna en su escrupulosa estadística (<i>107 Llaves inglesas, 16 Tornillos, 13 Sombreros de señora, 9 Paraguas de caballero, 99 Cometas de papel, 568 Suspiros (que son aire y van al aire), 45 Restos minerales, 1 Niño recién nacido, 75 Zapatillas de brujas desaparejadas, 3 Aerolitos, 12 Proyectos de Reforma Agraria, 9 Cartas de amor y 7 Hojas del árbol caídas</i>); los angustiosos transportes provocados por torbellinos vertiginosos, vórtices helicoidales que difuminan los límites espacio temporales; las <i>manadas de bisontes furiosos montados por emplumachados indios, seguidos de coyotes en manada</i>, solo concebibles a través de los surcos que dejan en la niebla; la modesta y humilde y muy tierna historia de amor entre la pobre, desvalida, sufriente y cariñosa Julia y su feo, desmañado y muy romántico “Joseíño”; entre otras innumerables y descabelladas historias. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhHBmF4eqXHOGDVnPqxxDBJuE3SEM12CZ8K6nUacBlhuKE5UeWsL8h-4HqGmEg4oE0Lcug7RVewH1S-OUh8AttR2E8cjK_4PEm0gFiG6TB5ADzbvN3HdxXAU2Fap6tDlWp5Zaq0N-_CagaHdSIvaqeYtmIrTjDOLxPmmm8jD691R5o_6qXjaH10OMY5upgY/s1500/Castalia.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1500" data-original-width="973" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhHBmF4eqXHOGDVnPqxxDBJuE3SEM12CZ8K6nUacBlhuKE5UeWsL8h-4HqGmEg4oE0Lcug7RVewH1S-OUh8AttR2E8cjK_4PEm0gFiG6TB5ADzbvN3HdxXAU2Fap6tDlWp5Zaq0N-_CagaHdSIvaqeYtmIrTjDOLxPmmm8jD691R5o_6qXjaH10OMY5upgY/s320/Castalia.jpg" /></a></div>Pero más allá del contenido de todas estas narraciones en el libro destaca la excepcional forma literaria, el modo en que el talento y la indudable facundia de Torrente Ballester, su imaginación exuberante <i>(El riesgo de la literatura española</i>, confesará, <i>es el realismo, el querer copiar la realidad</i>), su indudable y muy perceptible “galeguidade”, su peculiar interpretación del relato oral, mítico y folclórico gallego, nos dan cuenta de esas historias, en un texto muy complejo y también muy completo, que admite lecturas variadas, que se mueve en diferentes dimensiones y se ocupa de frentes diversos alusivos a la historia, la cultura, la escritura, la política, las incontables referencias literarias y culturales, la metaliteratura, los elementos metaficcionales, lo fantasioso, los planteamientos estilísticos, los registros lingüísticos (Realismo, costumbrismo, fantástico, lo onírico, lo surrealista) la oralidad, los escenarios, los tiempos, el humor, lo lúdico, el erotismo, la identidad (<i>Yo no soy nadie. ¡Oh, si fuese alguien, me atrevería a poner mi nombre entero al pie de estas cuartillas, mi nombre con mi apellido, caray, que lo tengo como cualquiera, hijo legítimo que soy, aunque modesto!</i>, escribe Bastida, narrador y personaje en busca de autor), los límites entre realidad y ficción (<i>la pretensión visible, bien de que lo imaginario pasase por real, bien de que lo real se viese inmediatamente introducido en una serie imaginaria</i>, confiesa Torrente a través de la voz que cuenta), el azar, los paralelismos fortuitos, las correspondencias y concomitancias aleatorias. Los profesores Becerra y Gil González, en el mencionado prólogo a la edición de Castalia, y el escritor Andrés Barba, en el de la de Alianza, exploran estas y otras vertientes de la inagotable novela. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Así, por ejemplo, las influencias, explícitas algunas, veladas muchas más: Cunqueiro, Joan Perucho, el territorio mítico gallego (cita Barba al pintor Urbano Lugrís: <i>pinto en gallego, no puedo ser realista</i>), el Quijote, el ciclo artúrico, obviamente, García Márquez y sus <i>Cien años de soledad</i>, el <i>Ulises de Joyce</i>, la <i>prosa desmesurada</i> de Rabelais, la literatura barroca de Quevedo o de Gracián, Jonathan Swift y sus viajes de Gulliver, con la isla de Laputa también suspendida en el aire, el <i>Tristram Shandy</i> de Sterne, que tan admirablemente tradujo entre nosotros Javier Marías, los elementos burlescos, satíricos, paródicos y alegóricos de Melville, Steinbeck, Faulkner (<i>A ratos me parece reconocer el recitativo de un</i> Moby Dick <i>galleguizado</i>, afirma de nuevo Barba). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">También el erotismo, de presencia abundante, manifiesta y expresa, lo cual puede resultar sorprendente teniendo en cuenta el puritano rigor del franquismo. Ha pasado ya a la cuestionable historia de la censura el dictamen con el que el funcionario de turno dio el plácet al libro (afirma Torrente que no pudo tener tiempo de leerla, pues se la devolvieron al día siguiente de haberla entregado para su eventual corrección): <i>De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor. Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo santo que apareció en el agua y una sarta de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto, y alguna palabrota para seguir la actual corriente literaria. Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación, la denegación no encontraría justificación y la aprobación sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez. Se propone que se aplique el SILENCIO ADMINISTRATIVO»</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A destacar también el juego de planos temporales, que se entremezclan y confunden (a propósito de la difícil ubicación temporal de la mayor parte de los lances narrados, de la imposibilidad de conocer la anterioridad o posterioridad de alguna escena, la profesora Becerra cita, con buen criterio y mejor humor, el fragmento de Les Luthiers: <i>No recuerdo si fue antes o después, no, no, fue después… lo que no recuerdo es después de qué</i>). Así, en primer lugar, el pasado legendario de Castroforte, los mitos fundacionales que sitúan su origen en una difusa colonia griega o romana, más adelante el obispo Bermúdez y la represión de la herejía priscilianista, la contrarreforma inquisitorial, las guerras napoleónicas y el cantonalismo republicano del XIX. En este sentido, por este detenerse en una perspectiva poco convencional de la Historia, no sorprende que Gonzalo Torrente Ballester fuera el prologuista de <i>Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España</i>, de Fernando Sánchez Dragó, que, publicado en 1978, obtendría el Premio Nacional de Ensayo un año después, tras haber sido presentado, por el propio autor, en un acto inolvidable en el que Dragó compareció “arropado” por Dámaso Alonso, Fernando Savater, Julio Caro Baroja, Fernando Arrabal, Luis Racionero y Agustín García Calvo; un libro muy original y controvertido en el que se defendía una visión alternativa, ancestral, heterodoxa de nuestra historia, muy presente también en la inflamada imaginación que rezuma <i>La saga/fuga de J.B.</i> En segundo lugar aflora el presente de la ciudad, en la posguerra, con un José Bastida, cronista oficial de Castroforte, que parece escribir desde esa realidad “actual”. Y, por último, el tercer nivel, el muy libre flujo de la conciencia interna del narrador. De entre los muchos pasajes en que se muestra ese entrelazamiento de tiempos, hay uno, prodigioso, en el que se narra un lance de la batalla de Brunete, que se imbrica con otro de un episodio de un combate naval protagonizado por el Almirante Ballantyne, y todo ello bajo la mirada reflexiva del narrador, que se inmiscuye por entre ambas historias. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, no hay tiempo ni espacio para más. Un libro difícil, complejo, exigente, pero también muy atractivo y estimulante, este <i>La saga/fuga de J.B.</i>, la magna obra de Gonzalo Torrente Ballester que he querido presentaros en estos días en los que recordamos el escritor gallego/salmantino en el vigésimo quinto aniversario de su muerte. Os dejo con un breve texto en el que podremos apreciar uno de los nebulosos ascensos a los cielos de Castroforte del Baralla. Tras el fragmento, la conocidísima <i>Marcha Turca </i>de Mozart, que en la novela desencadena el furor discursivo del loro de Reboiras. Aquí suena en la interpretación al piano del talentoso Lang Lang. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Alejándose imperceptiblemente de su asiento, la ciudad con su niebla se columpiaba en el aire limpio de la madrugada, se mecía como un péndulo lento, como un barco que navegase en un espacio quieto. Si al despegarse había hecho ruido — si la tierra se había quejado—, los ecos del ruido o de la queja habían emigrado ya por encima de la mar, a aquella hora tiernamente azulada: un gran silencio lo arropaba todo y lo colmaba, como si aquella luz creciente del crepúsculo fuese silencio-luz. Hasta que, de repente, sentí un rumor continuo e invariable, no de música, de furia: un rumor que ascendía y se acercaba. Miré hacia abajo. En la mitad del aire, equidistando de Castroforte y la llaga sangrante de la tierra, corría el tren aéreo que yo mismo había inventado. Corría bastante cerca, por sus raíles circulares, aunque tan rápidamente que la sucesión de los vagones se fundía en un solo vagón continuo como el cuerpo de una sierpe, con locomotora en la cabeza y furgón en la cola: tan próximos entre sí, que una vez cada vuelta la locomotora abría las fauces para tragarse el furgón, y al no poder alcanzarlo, le lamía los topes con su lengua de fuego. Presiento que este conjunto veloz, que este fuego voraz entrañaban un importante simbolismo, aunque no supiese bien de qué.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/0HhBr0t4VJ0?si=kL2_-OusXOdC3Et8" width="520"></iframe> </div><div style="text-align: justify;"><span style="text-align: left;">Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/2SRBmGbLy8c" width="520" youtube-src-id="2SRBmGbLy8c"></iframe></div><br /></span><span style="text-align: left;">Gonzalo Torrente Ballester. La saga/fuga de J.B.</span></div>
<iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/gonzalo-torrente-ballester.-la-saga-fuga-de-j.-b." webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>
Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-55232222155550398182024-01-24T20:45:00.002+01:002024-01-24T20:45:13.315+01:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">BERNARD MINIER. <i>LUCÍA</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libro</i>, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Desde el comienzo de nuestras emisiones, en octubre de 2010, he mantenido, sin excepciones significativas, una pauta común en mis reseñas: ocuparme aquí de libros que me han parecido de calidad, valiosos e interesantes, en la creencia de que aquellas obras que han podido concernirme, agradarme, atraerme, conmoverme, hacerme reflexionar, cautivarme o entusiasmarme, también pueden provocar esos efectos en muchos de nuestros oyentes. Ese modo de proceder se resume, en definitiva, en mi voluntad de plantearos críticas solo positivas, dejando fuera del foco de mi mirada aquellos libros en los que mis comentarios hubieran de concitar más objeciones que aspectos destacables. Cierto es que, incluso siguiendo un criterio tan optimista y “constructivo”, no he hurtado a nuestros seguidores, cuando así lo he creído oportuno y conveniente, el subrayado de aquellos elementos de los libros reseñados que han podido parecer menos logrados o abiertamente endebles, deficientes, desafortunados o erróneos, pero en el balance final, lo estimable siempre se ha impuesto a lo negativo. ¿Por qué desaprovechar el esfuerzo, la dedicación y el tiempo dedicados a elaborar mi reseña, a emitirla y pasarla al blog, a intentar que llegue a algunos lectores u oyentes, si lo que se pretende es cuestionar una obra literaria señalando que su lectura no (me) ha merecido la pena? Son tantos los libros que el hoy disparatado mercado editorial pone a nuestro alcance y tantos también los que resultan medianamente interesantes, al menos para mi acepto que benevolente juicio, que carece de sentido ocupar nuestra emisión en resaltar los que, siempre desde este personal y subjetivo punto de vista, me han parecido fallidos. Si algo caracteriza <i>Todos los libros un libro</i> es, eso creo, la pasión con la que intento transmitir mi atracción o mi preferencia por un determinado libro, hasta el punto de pretender y desear compartirlo con más gente; y es difícil que pueda haber pasión sin encantamiento o admiración previos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sin embargo, este principio que, insisto, sin excepciones de relieve me ha guiado desde hace trece años, los que dura la ya dilatada vida de <i>Todos los libros un libro</i>, se va a romper en parte en la emisión de esta tarde, pues quiero hablaros de un título que, en cierto modo, “debe” leerse por un par de razones que justificaré a continuación, pero que, pese a ello, acumula más de un motivo para que lo desechemos sin siquiera abrirlo en virtud de infinidad de reparos que a mí mismo me han asaltado a medida que iba avanzando en sus páginas. Debo decir también, antes de empezar con la explicación de las muchas debilidades y las escasas fortalezas de la obra escogida para centrar la emisión de esta tarde, que mi “evaluación” negativa surge a contracorriente de las opiniones mayoritarias de crítica y, sobre todo, público, que se han decantado fervorosa y casi unánimemente por los elogios al libro. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgSyfGkpv15ULl2pD0_Fa4B2yLNe_TLT93tEZtEXyzhNOdf_21V03TUs1O6x_GIcT6n5Dig8gNwb3XWskJDwjjrerqlnHBteY0o0G079rkFWyfKriqJAOnACL0QAJWfHw-ywCfSjqO5Jjtupumff6z8r3kn4SwbqDoPkQFNju6-HWPwi23TgMj_EM36hPNT/s887/Programa%20550.%20Bernard%20Minier.%20Luc%C3%ADa.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="887" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgSyfGkpv15ULl2pD0_Fa4B2yLNe_TLT93tEZtEXyzhNOdf_21V03TUs1O6x_GIcT6n5Dig8gNwb3XWskJDwjjrerqlnHBteY0o0G079rkFWyfKriqJAOnACL0QAJWfHw-ywCfSjqO5Jjtupumff6z8r3kn4SwbqDoPkQFNju6-HWPwi23TgMj_EM36hPNT/s320/Programa%20550.%20Bernard%20Minier.%20Luc%C3%ADa.jpg" /></a></div>En marzo de 2022, Bernard Minier, un reputado escritor francés de novela negra, presentó en su país <i>Lucia </i>(así, sin tilde, en la versión original) con un inmediato éxito de lectores, previsible dada la rutilante carrera literaria previa de su autor. El libro, titulado ya <i>Lucía</i>, con la preceptiva tilde en español, se presentó entre nosotros en mayo de ese mismo año en la editorial Salamandra y con traducción de Dolors Gallart, a la que se le escapa un erróneo “de cuclillas” (lo correcto es “en cuclillas”) y un catalanismo muy reiterado entre los hablantes de dicha lengua (“ya le iba bien”) y que no suena “natural” en nuestro idioma (“le venía bien”, parece más ajustado e idóneo). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Bernard Minier, nacido en Béziers en 1960, pasó su infancia en Montréjeau, en la región de Haute-Garonne, en la vertiente francesa de los Pirineos oscenses. Su madre, llegada a Francia a la edad de ocho años, era originaria de Graus, un pueblo del Alto Aragón que desempeña un papel importante en la novela de la que ahora os hablo. Los vínculos de Minier con España no se limitan a la genealogía y la cercanía de su domicilio, sino que en 1982 vivió un año en nuestro país, coincidiendo con la eclosión de la “movida” (en la biografía que incluye en su página web resume la experiencia con un esclarecedor “Sexo, drogas y San Miguel”), no alejándose nunca del todo de este vínculo español. En 2011, con más de cincuenta años, publica <i>Bajo el hielo</i>, el primer libro de la serie del inspector Martin Servaz, que obtendrá varios premios de literatura policiaca, se convertirá en una celebrada serie televisiva y será aclamada por la crítica, además de contar con una extraordinaria acogida entre los lectores. <i>El círculo</i>, <i>No apagues la luz</i>, <i>Noche</i> y <i>Hermanas</i>, son el resto de novelas de la serie publicadas en España, las dos primeras en la editorial Roca y el resto en Salamandra, todas en traducción de Dolors Gallart (hay otras tres que siguen inéditas entre nosotros), ninguna de las cuales he leído pese a que también han logrado una sobresaliente repercusión, con ediciones en una muy larga treintena de países (en <i>Lucía</i> el autor se despide de sus lectores de esta guisa, algo presuntuosa: A<i> mis lectores españoles, y también a mis lectores alemanes, americanos, árabes, australianos, austriacos, belgas, búlgaros, canadienses, checos, coreanos, daneses, eslovacos, griegos, holandeses, húngaros, indonesios, ingleses, israelíes, italianos, japoneses, latinoamericanos, letones, noruegos, polacos, quebequeses, rumanos, rusos, serbios, sudafricanos, suizos, taiwaneses, turcos, ucranianos, vietnamitas, y, sobre todo, a mis lectores franceses, cada vez más numerosos: gracias</i>). La nota editorial con la que Salamandra presenta el libro nos habla de más de cinco millones de ejemplares vendidos de su obra, y lo califica de “referencia imprescindible del <i>thriller</i> francés y europeo” (una vez más, en el apunte biográfico que Minier, poco modesto, incluye en su página web recoge que la prensa italiana lo ha calificado de <i>Il più grande giallista europeo</i>, y que El País lo ha denominado <i>El nuevo rey del thriller</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y, pese a ello, esta <i>Lucía</i>, que esta tarde comparece en <i>Todos los libros un libro</i>, no está la altura, como luego veremos, de estas encomiásticas opiniones ni de estos antecedentes triunfales. Hay que decir, de entrada, que en Lucía Menier cambia de protagonista, abandonando temporalmente a su “favorito” y ya consolidado como referencia del género Martin Servaz para presentarnos a Lucía Guerrero, una teniente de la UCO, la Unidad Central Operativa, el cuerpo de élite del servicio de Policía Judicial de la Guardia Civil. Con ella se abre, al parecer, un nuevo ciclo de novelas del que ya se anticipan próximas entregas y en las que no solo el foco se desplaza a la impulsiva y algo ruda policía española, sino que se dejan atrás los escenarios frecuentados por el comandante de Toulouse para saltar a nuestro país, en una trama argumental con frentes en Madrid, Segovia, Benalmádena, Graus (en la comarca de Ribagorza, en Huesca) y, principal motivo de mi elección del libro para la recomendación de esta semana, una Salamanca universitaria presente en muchas de las páginas de la novela y de importancia capital en el desarrollo de su intriga. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Estamos en noviembre de 2019. En una tempestuosa y oscura tarde de relámpagos, truenos y lluvia desmesurada, en la cima de una pequeña colina que despunta sobre un descampado a treinta kilómetros al noroeste de Madrid, en un monumento, tres grandes cruces negras, que representa la crucifixión los guardias civiles destacados al lugar, entre ellos la teniente Guerrero, alertados por la llamada de un supuesto testigo, se encuentran con que en una de las cruces, la de la derecha del Cristo, la estatua del ladrón, que yace en el barro cercano, ha sido sustituida por un cuerpo “real”, un hombre, desnudo y lívido, con los brazos en cruz y la cara vuelta hacia el cielo, con un destornillador clavado en el corazón, varias veces y con una violencia extrema, pues hay indicios de enseñamiento, y que flota como “suspendido” en el aire, al habérsele embadurnado de cola la espalda, las nalgas, las pantorrillas, la parte de atrás de los brazos, las manos y la cabeza, y pegado el cuerpo al pilar en tan dramática composición. Se trata de Sergio Castillo Moreira, un sargento del Instituto armado, treinta y cinco años, casado, padre de dos niñas y compañero -y ocasional amante- de la propia Lucía. Este es el desencadenante de la novela -la escena descrita se nos muestra en sus tres primeras páginas- que, en síntesis sencilla, dará cuenta de la investigación que llevará a cabo la teniente -doblemente implicada, por su condición profesional y por el vínculo personal con el asesinado- para descubrir al culpable de la espeluznante muerte. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En su búsqueda, que se lleva a cabo en un frenético lapso de apenas doce días, surgirán extrañas conexiones, reaparecerán crímenes antiguos no resueltos y perpetrados con un <i>modus operandi </i>similar, la acción de desplazará de uno a otro punto de España, se incorporarán a la indagación un catedrático universitario salmantino de Criminología y un grupo de sus estudiantes, informáticos que han desarrollado un programa -con ayuda de la Inteligencia Artificial- que detecta coincidencias entre miles de crímenes registrados, se cruzarán personajes diversos -guardias civiles retirados, el consejero de Educación de la Junta de Castilla y León, profesores de la Universidad, familiares de la investigadora-, complicándose la pesquisa en derivaciones e “hilos” inesperados, en un relato intenso, que atrapa al lector y se lee en un par de arrebatadas tardes, como suele ocurrir con los mejores exponentes del género. Esta capacidad para captar la atención del lector, para estimularlo, seducirlo e implicarlo intelectualmente en la resolución de la intriga, para sorprenderlo y provocarlo con la dosificación de nuevas e inquietantes ramificaciones de la trama, para inducir su irrefrenable avance por entre las páginas de la novela, para impedir que pueda abandonar la lectura, cautivado por las diversas y sorprendentes vicisitudes de su desarrollo, es, sin duda, la razón fundamental por la que merece la pena dedicar unas horas de nuestras vidas a compartir las experiencias de la tenaz, rebelde e independiente teniente Guerrero. Un buen libro de entretenimiento, subyugante en la sucesión de peripecias, inteligente en su planteamiento y que, además, permite variados niveles de lectura a partir de la multiplicidad de referencias culturales, literarias y artísticas que incluye. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Lo es también, causa suficiente para leer <i>Lucía</i>, sobre todo quienes accedan al libro desde una vinculación previa con Salamanca, la fuerte presencia -y también precisa, detallada, aunque algo tópica- de la venerable ciudad universitaria, como marco muy relevante en el desenvolvimiento argumental de la novela. Salamanca está presente, desde antes del comienzo de la narración, en el plano inicial (hay otro, de Segovia, al final del libro) obra de un incógnito Noël Meunier (mis también algo detectivescas búsquedas en internet no han logrado encontrar rastro alguno de su existencia); en sus calles (las muy añejas y significativas calles Libreros, Compañía o Doctrinos, pero también la anodina Avenida de los Maristas, entre otras muchas); en sus espacios, tanto los más actuales (la librería de viejo <i>La Galatea</i>, otra librería, más moderna, <i>Letras corsarias</i>, el <i>Camelot</i>, el <i>Gatsby</i> y otros locales de copas, el campus Miguel de Unamuno, su biblioteca, las aulas de la Facultad de Derecho, el Hospital Virgen de la Vega) como los históricos (el Liceo, la Plaza Mayor, el edificio histórico de la Universidad, con su fachada y su paraninfo, las aulas Dorado Montero, Unamuno y Fray Luis de León, la simbólica escalera con su bajorrelieve del siglo XVI, la formidable Biblioteca General, los vítores); en sus personajes (profesores, catedráticos, la directora de la Biblioteca Francisco de Vitoria, alumnos; en los agradecimientos finales Menier menciona, con nombres y apellidos, a algunos de los que le han ayudado o servido de inspiración en determinados aspectos de la novela: Eduardo A. Fabián Caparrós, catedrático de Derecho Penal; Eduardo Hernández Pérez, responsable de biblioteca; Mariate Soria Alonso, directora de la Francisco Vitoria, entre otros); en la atractiva atmósfera estudiantil, aunque descrita de modo algo previsible, como cuando, en un evocador y melancólico paseo nocturno (<i>La noche de Salamanca era una noche con varios siglos de antigüedad</i>), el narrador comenta ante la mucha gente en las calles: Casi todos eran jóvenes. Casi todos, estudiantes. <i>Casi todos, estudiantes borrachos. El diploma de juerguista era sin duda el que más se entregaba en Salamanca. Los estudios y la fiesta habían convivido siempre en armonía en la ciudad</i>; y, sobre todo, en su noble tradición universitaria reflejada en su insuperable pasado académico, en sus ocho siglos de antigüedad, en su prestigio cultural y humanístico, en su entrega al saber, a la erudición, al conocimiento, en su monumentalidad “viva” (<i>esta ciudad está llena de imágenes, de símbolos</i>), en la solemnidad de sus ceremonias (una “escena del libro” nos lleva a la inauguración del curso académico 2019-2020). Solo por esta “inmersión” en la realidad salmantina -junto con, ya se ha dicho, el interés intrínseco a la trama detectivesca- la novela merece una “oportunidad”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Una oportunidad que, sin embargo, deberá sobreponerse a muchos obstáculos en su contra, pues son innumerables las razones por las que, siempre a mi juicio, estamos ante una novela fallida, fundamentalmente por la acumulación de tópicos, lo forzado de muchas de las situaciones descritas y lo inverosímil de la trama. Intentaré dar cuenta de todo ello sin destripar en demasía la intriga que constituye el núcleo central de la historia, sobre todo en lo que tiene que ver con las causas, los motivos y los responsables del crimen inicial y, ya lo anticipo, de los que lo seguirán en el curso del relato. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Empecemos el interminable recuento de desaciertos deteniéndonos en la construcción del personaje principal. De todos los lugares comunes del género negro que Minier ha querido reunir, en densa aglomeración, en su novela, son quizá los que afloran en la caracterización de la teniente Guerrero los más burdos. De entrada, su perfil remite a un estereotipo ya bien conocido (y desgastado por el muy frecuente uso en libros, películas y series; pienso, por ejemplo, como arquetipo de esa “tipología”, en Lisbeth Salander, la “antiheroína” de Stieg Larsson a la que muy obvios intereses editoriales están haciendo perdurar mucho después de la muerte de su creador) de la mujer fuerte, decidida, implacable, algo arisca y rebelde, que no respeta las convenciones, ni siquiera los códigos de su propia profesión. Con treinta y pico años, atractiva físicamente (<i>Una cara bonita, resultado de la mezcla de genes de su ADN, rusos por parte de madre y españoles por parte de padre… Ojos castaño oscuro moteados de oro, pestañas largas y una melena negra y reluciente con un flequillo recto hasta las cejas, como si llevara una cortina en la frente</i>), su presencia impone, pese a su delgadez y sus reducidos 1.62 metros de altura, por su “hábito”: vestida de negro de pies a cabeza (<i>Vaqueros negros, camiseta negra, cazadora de cuero negro</i>) y con su cuerpo surcado por trece tatuajes que, pese a su discreción -ninguno es fácilmente visible cuando viste el uniforme, como es preceptivo-, resultan improbables, por su profusión y sus características, en un miembro de la Guardia Civil: una calavera de doce centímetros en el bíceps izquierdo, recuerdo de unas vacaciones en México, una rosa con espinas ensangrentadas cerca del pubis, unos bailarines de tango en una pantorrilla, una brújula con la aguja apuntando al corazón bajo el pecho izquierdo, frases, cifras, estrellas, símbolos. Además, e<i>n la espalda tenía un tatuaje inmenso que iba desde los omoplatos hasta la zona de los riñones. Se trataba del perfil de una silueta con los brazos abiertos. Pero no era un Cristo. O, mejor dicho, se trataba de su Cristo particular</i>. De este Cristo personal (como puede apreciarse, es este detalle, la “postura” del cadáver encontrado y la imagen de la espalda de la policía, el primer vínculo inusitado, la primera coincidencia de las muchas que, sin demasiada consistencia, aparecen en el texto) hablaremos más adelante. Pero no es solo el aspecto físico lo que resulta previsible en el retrato de la protagonista. Su “composición” psicológica incide en los rasgos más consabidos en este “tipo” de investigador de novela. A lo largo del texto se la describe como alguien con mucho carácter, impulsiva (<i>ese tipo de reacciones impulsivas las que le habían destrozado la vida</i>), inestable, violenta e incontrolable, individualista e incapaz para el trabajo en equipo, fastidiosa, con tendencia a saltarse las reglas, generadora de complicaciones para los compañeros, irascible (<i>estuvo a punto de estampar el teléfono contra la pared</i>), terriblemente testaruda, poco dada a limar asperezas, <i>cabezota insoportable</i>, nada sumisa, poco proclive al halago gratuito y a hacerle la pelota a nadie, escasamente sociable y celosa de su privacidad, <i>no apta</i>, en definitiva, <i>para estar en la UC</i>O, como señala alguno de sus colegas. Pese a ello, su independencia, su tenacidad y su competencia la han hecho merecedora de <i>una impresionante hoja de servicios</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero aún hay más. Para completar la muy convencional estampa y en otra de las derivadas más previsibles en esta vertiente del género negro, no podían faltar en Lucía las muestras de una personalidad conflictiva y un alma torturada, que se manifiestan en el enfado constante, la irritación, la soledad, el desapego. Aquí comparecen el complejo y a menudo airado trato con su expareja Samuel; los tórridos, clandestinos y adúlteros encuentros sexuales con el compañero fallecido; el amor teñido de culpabilidad por su hijo Álvaro, que vive con su padre y al que ella descuida a causa de las exigencias de su profesión y lo singular de su temperamento; el cuidado de su madre viuda y enferma, tampoco suficientemente atendida por ella; la esporádica, fría, distante y también espinosa relación con Adrián, su amante circunstancial aunque duradero (más de un año de contactos relativamente subrepticios); y, sobre todo, el profundo lastre que supone en su carácter la muerte de su hermano menor Rafael, a quién Lucía estaba muy unida desde que ambos eran niños y que acabaría suicidándose tras una adolescencia tortuosa (sensibilidad enfermiza, esquizofrenia, peligrosos coqueteos con los abismos de las drogas). <i>Su hermano Rafael, destruido por la droga. Rafael… su Syd Barrett particular</i>; en una de las varias y algo impostadas referencias musicales de la novela. Rafael, <i>grabado para siempre en su piel</i>, es el doliente Cristo que lleva en su espalda, un tatuaje, el primero, que se hizo pocas semanas después de su muerte. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tópica es también, y tediosa por reiterada, la enésima incursión en los procelosos territorios del mal, de la oscuridad, de la noche, de lo dark y lo gótico, de lo sombrío y lo demoníaco, de lo tenebroso y lo siniestro a los que ya apuntan la vestimenta y la idiosincrasia de la protagonista y, claro está, lo pavoroso del crimen inicial y de los que lo siguen (o preceden, como luego se entenderá). Ya en las citas iniciales de Swinburne (<i>La noche, sabueso negro/persigue al cervatillo blanco del d</i>ía), de <i>El estudiante de Salamanca,</i> de Espronceda (<i>Era más de media noche,/antiguas historias cuentan,/cuando en sueño y en silencio/lóbrego envuelta la tierra,/los vivos muertos parecen,/los muertos la tumba dejan./Era la hora en que acaso/temerosas voces suenan/informes, en que se escuchan/tácitas pisadas huecas,/y pavorosas fantasmas/entre las densas tinieblas/vagan, y aúllan los perros/amedrentados al verlas</i>) y del grupo de Jared Leto, Thirty Seconds To Mars, en su canción <i>100 Suns</i> (<i>Yo no creo en nada: ni en el día ni en las tinieblas</i>), se nos anticipa esa atmósfera opresiva y aterradora en la que se va a desenvolver el libro. Y a partir de ellas, se suceden los <i>leitmotivs </i>habituales de esta vertiente del “<i>noi</i>r” (nunca más a propósito la denominación): horrendos crímenes en serie; asesinos de inteligencia extraordinaria y desafiantes que envían mensajes anónimos a la prensa o a la policía para retarlos a que los detengan; soportables -afortunadamente- dosis de gore; alusiones más que explicitas al <i>slasher</i>, con la impostada y, al término, defectuosamente explicada presencia de un depredador sexual asaltando estudiantes en la noche salmantina; conveniente y muy políticamente correcto feminismo à la page, ostensible tanto en la figura de la “empoderada” protagonista como en la subrayada denuncia de los feminicidios; investigadora díscola e insubordinada que se enfrenta por sí sola y bordeando peligrosamente los límites de la legalidad (si no traspasándolos de modo abierto) al Mal absoluto; perversas redes de pederastas; persecuciones por los tejados; puertas chirriantes anticipatorias de peligros innominados; sótanos lóbregos, escenarios de torturas escalofriantes; infantiloides universitarios de películas de serie B que se implican en la investigación policial con un talante que recuerda a las bienintencionadas ingenuidades de “los cinco” de Enid Blyton; trastornos extremos de comportamiento, personalidades múltiples, identidades disociadas; obligada presencia de psiquiatras; sobreabundancia de explicaciones psicologistas superficiales y demasiado forzadas, simplistas, para resolver las causas de los crímenes (traumas infantiles, <i>crueldad hacia los animales y hacia los otros niños, rechazo a la autoridad, familia desestructurada, padre violento y maltratador, relación fusional de amor/odio con una madre [cuyo adulterio flagrante presencia el niño en la infancia] a la vez idealizada y odiada</i> (…). <i>A los diez años el asesino clavó la punta de un compás en la frente de uno de sus compañeros de clase porque se había burlado de su baja estatura</i>; ergo, décadas después te conviertes en asesino en serie). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pese al aparente refinamiento del recurso, la exquisitez pretendida y la pátina de inteligencia de la que el autor parece querer presumir, tosca es igualmente -y escasamente original a estas alturas de la evolución de la novela policial, con, al menos, una decena de detectives e investigadores criminales en la literatura de cada país que han agotado toda cuanta ramificación de los elementos del género pueda concebirse (y aun las inconcebibles)- la ya tediosa vinculación de los crímenes con algún hilo conductor externo, más o menos cultural: los siete pecados capitales del <i>Seven</i> de David Fincher, los versos de Edgar Allan Poe en <i>El poeta</i>, de Michael Connelly, la “excusa” del asesino del Zodíaco y tantos otros casos similares de asesinos “intelectualizados”, a los que se une ahora el responsable de los crímenes cuyos enigmas pretende desentrañar Lucía Guerrero, inspirado, eso se nos cuenta, en tres cuadros -<i>Píramo y Tisbe</i>, de Jean-François de Troy, <i>Céfalo y Procris</i>, de un artista anónimo, y <i>La muerte de Jacinto</i>, de la escuela italiana- basados en la <i>Metamorfosi</i>s de Ovidio, los cuales, una vez identificados tras el también tópico rastreo de los investigadores por los muy raros ejemplares que custodia la Biblioteca de la Universidad de Salamanca, acabarán por permitir el desenmascaramiento del asesino. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En este sentido, en lo que tiene que ver con las “coartadas culturales” de los crímenes, recurso, como digo, ya cargante por su escasa originalidad, Minier fatiga al lector -y lo lleva, al menos en mi caso, al límite de la exasperación- con lo que se percibe como una evidente impostura, un intento, a todas luces, forzado, de salpicar su relato con referencias literarias, musicales o cinematográficas “elevadas”. De tal manera que la constante interpolación de citas, alusiones o “píldoras” culturales acaba por ser vista como una irritante manifestación de la aparente narcisista necesidad del autor de dejar constancia -subrayándolas en demasía- de su sabiduría y su erudición. Y ya no son solo, por tanto, los muy artificiosos vínculos con las <i>Metamorfosis</i> de Ovidio y con sus interpretaciones pictóricas, sino que el libro está cruzado por menciones -a menudo superficiales, como metidas con calzador- a las <i>Narraciones extraordinarias </i>de Edgar Allan Poe, <i>El desierto de los tártaros</i>, la metafísica novela de Dino Buzzati, San Agustín, Shakespeare y su <i>Ricardo III</i>, <i>Las 120 jornadas de Sodoma</i> del marqués de Sade, la <i>Elektra</i> de Richard Strauss, las bergmanianas <i>Fresas salvaje</i>s y <i>El último sello</i>, la autora de thrillers Natsuo Kirino (que hace años os traje a <i>Todos los libros un libro</i>, con su muy interesante <i>Out</i>), Simenon, Agatha Christie y Vázquez Montalbán, el Laurence Olivier de <i>Marathon Ma</i>n y el Robert Mitchum de <i>El cabo del miedo</i> o las fotos de Cristina García Rodero, que, siendo magistrales en sí mismas, su utilización por Minier resulta artificiosa, un enfático y fracasado intento de enlazar los crímenes de su relato al tópico de la España negra, bárbara, irracional y atrasada que tan bien refleja la obra de la genial fotógrafa manchega: <i>Era la España de los años sesenta y setenta, la España profunda, ancestral, la que permanecía oculta y lejos de los circuitos turísticos, la de Franco y la fe católica. El aliento de la vida y la pulsión de la muerte. El misticismo, lo sobrenatural y el masoquismo. El sentimiento de lo sagrado, de lo religioso, mezclado con las fuerzas vitales más turbias y obscenas</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La recurrente utilización de lugares comunes por parte del escritor francés alcanza cotas insoportables en la descripción del entorno del Departamento de Criminología que colaborará con la teniente Guerrero en el esclarecimiento de las escalofriantes muertes. Para empezar, el “retrato” de su responsable, Salomón Borges, un catedrático de Criminología y de Criminalística en la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, de 62 años, y de su actividad docente, resulta inconcebible: viudo, solitario, añorando a su compañera de vida -habla con ella, con sus fotos, en las vastas dependencias de su casa salmantina en la céntrica calle Zamora-, canturreando el <i>Yesterday </i>de los Beatles como recuerdo permanente de su amor imperecedero. Su caracterización es, de nuevo, enfática, poco creíble, ficticia: un individuo entrañable y bonachón, con su aura melancólica, su colección de soldaditos de plomo de las guerras napoleónicas, con los que disfruta como un niño (aunque Minier no puede dejar de mostrarse trascendente: <i>Aquellas figurillas petrificadas en pleno movimiento le recordaban todas esas guerras de los siglos anteriores que podían resumirse en una sola: la guerra que eternamente perdía la humanidad contra la muerte</i>), sus inenarrables clases, de un colegueo infantiloide estomagante, su increíble -literalmente- capacidad de seducción, que lo lleva, en un inciso delirante, a convertir un encuentro casual en una plaza con una docena de jóvenes <i>que habían salido del bar de al lado y seguían bebiendo en plan botellón</i> en una interesante clase de todo punto imposible. A primeras horas de la mañana, y ante una audiencia de chicos resacosos tras la noche interminable, dicta su lección: <i>Ya lo veis, el ser humano es un animal social y un animal violento por excelencia. No se puede remediar: es así. Y al igual que ocurre con los animales más evolucionados, la violencia más brutal no se da entre individuos, sino entre grupos. Pongamos, por ejemplo, los gorilas de las montañas de África Central. No tienen nada que ver con King Kong. Dian Fossey, que los estudió durante dos décadas, los describió como los animales más pacíficos de la tierra, aunque se vuelven feroces cuando dos grupos se encuentran cara a cara. El setenta y cuatro por ciento de los machos observados tienen marcas provocadas por las profundas heridas infligidas durante los enfrentamientos entre los distintos grupos de la zona</i>). Y los jóvenes embebidos: Parecían apasionados por lo que les contaba. Minier aún se atreve a escribir: <i>—¡Cuéntenos otra historia! —pidió un chico.</i> ¿Alguien puede creer en la verosimilitud de la escena? En fin, impostura y artificio ilusorios a los que resulta difícil sobreponerse. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y otro tanto ocurre con el elenco de sus “privilegiados” alumnos, a los que dirige en el proyecto DIMAS, una base de datos supuestamente muy innovadora (una antigualla, dados los tiempos que corren) capaz de cruzar la información de los diferentes archivos de la policía y la Guardia Civil para encontrar pautas entre miles de crímenes, sin importar dónde y cuándo se han producido, facilitando así a los investigadores su resolución. El tratamiento de este “hilo” del relato es también superficial y acorde a lo tantas veces ya representado, sobre todo, en el cine: un puñado de jóvenes, <i>nerds</i> en distintos grados, que desde su ordenadores encuentran las claves de difíciles casos de asesinatos cuya clarificación se les escapa a los profesionales, al modo en que, en otros ámbitos, <i>unos jóvenes que habían empezado haciendo bricolaje en un garaje ahora estaban lanzando naves tripuladas al espacio, creaban aplicaciones que utilizaban miles de millones de personas y fabricaban criptomonedas que no tardarían en sustituir a las monedas oficiales</i>. Si Jobs, Zuckerberg y Bezos, desde esos inicios, habían sido capaces de crear Apple, Facebook o Amazon, entonces, nos dirá con ingenuidad sonrojante Minier, <i>¿por qué no podían crear algo extraordinario unos estudiantes de la USAL?</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En este caso, además, la nómina de doctorandos que dirige el bueno de Salomón responde a otra de las evidentes debilidades del libro, la insufrible corrección política, ya mencionada a propósito de las gotas de feminismo “canónico”, y patente también en la crítica no tan velada a la homosexualidad reprimida públicamente por los prejuicios sociales, y presente aquí en las indispensables dosis de diversidad (de todo tipo) entre los miembros del grupo: Haruki Tanizaki, de Osaka, que pone la cuota asiática; Cordelia Blixen, de Copenhague, especializada en Lingüística Forense; Assa Diop, francesa de origen africano, de raza negra, por supuesto, y muy “cómoda” en su conveniente rol de “rebelde” con causa; Ulysses Joyce, inglés de Bath, <i>alto y espigado como un gato flaco, con orejas prominentes y granos de acné algo tardíos</i>, incurriendo Minier, sin recato alguno, en la muy manida representación del informático <i>friki</i>; Alejandro Lorca, de Linares; Verónica Gaite, salmantina y de la que por toda descripción (escuetas y banales en cada uno de los casos) se nos dice que <i>porta </i>un tatuaje en el antebrazo derecho que representaba el baile de los protagonistas de <i>Pulp Fiction, su película favorita</i>, aspecto sin duda trascendental para la completa caracterización psicológica del personaje. Nótese, por cierto, la burda -una vez más- maniobra de dotar a las intelectualmente imberbes (valga el despropósito de imagen) luminarias criminalistas de apellidos ostensiblemente relacionados con escritores: el Borges del propio “cabecilla”, Joyce (¡de nombre Ulysses!; ¿no quieres caldo?, ¡toma dos tazas!), Haruki (como Murakami) Tanizaki (como Junichiro, el clásico japonés), Lorca, Gaite, Blixen o el, entre nosotros menos conocido, senegalés Diop. Absolutamente patético y hasta risible. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La impresión que asalta al lector, una y otra vez, es que Minier ha intentado meter todos los posibles tópicos del género en un único relato, con las presumibles e inevitables consecuencias de haber convertido su libro en un pastiche, en la categórica acepción que del término hace la Real Academia de la Lengua española: <i>Imitación o plagio que consiste en tomas determinados elementos característicos de la obra de un artista</i> [un género literario, en este caso] <i>y combinarlos de forma que den la impresión de ser una creación independiente</i>. Si a eso le añadimos la cantidad de personajes supuestamente relevantes pero de paso fugaz por el libro (el amante, el exmarido, la madre y el hijo de la protagonista, algún profesor universitario, los chicos de Dimas, el testigo y principal acusado del crimen inicial); las muchas tramas episódicas que se abren a digresiones superfluas, sin tratamiento consistente, y que se agotan al poco de iniciadas, sin aportar nada y haciendo que, en consecuencia, el lector las olvide para siempre, tras constatar su irrelevancia y despistarse una y otra vez del hilo conductor central (el juicio por el caso del Asesino del Martillo; Japón y la yakuza; la aparatosa operación de la UEI, la Unidad Especial de Intervención, en el domicilio del clan de los Lozano, notorios narcotraficantes; el trastorno de personalidad de un sospechoso; la doble vida del Consejero de Educación castellano-leonés; las agresiones sexuales en la Universidad, -<i>¿crees que podría tener algo que ver con nuestro caso?</i>- se pregunta, sorprendida, la policía y el lector comparte su extrañeza mientras piensa: “¿a qué vendrá esta historia paralela?”; la explicación de los pormenores de la escalera de la Universidad salmantina, con la mención a la oposición entre el Bien y el Mal; incluso las derivaciones del crimen de Graus, tres décadas previas al comienzo de la trama de la novela); los guiños demasiado evidentes de un autor que parece hacer ostentación de su inteligencia ante un lector al que supone tonto; las muy improbables coincidencias que “explican”, en teoría, las claves de los crímenes (a modo de ejemplo: el programa DIMAS lleva el nombre del buen ladrón bíblico, en una remisión supuestamente sutil al asesinato que desencadena la acción novelesca. ¿Sutil? Minier no puede dejar de manifestar su voluntad de que el lector sea consciente de su ingenio incorporando en un pasaje la -una vez más- pedante explicación: <i>DIMAS, también conocido como Dismas, Desmas o Dumachus, del griego dysme, «crepúsculo», patrón de los ladrones, era el nombre que habían elegido para su programa «ladrón de datos»</i>); la imposibilidad material de llevar a cabo tantas acciones descritas, tantos episodios, tantos desplazamientos -Huesca, Benalmádena, Segovia, Madrid, Salamanca- una y otra vez, de aquí para allá, con los viajes en coche, los correspondientes protocolos de actuación, los interrogatorios, el cotejo de pruebas, la consulta de documentos en archivos y bibliotecas, las persecuciones, los disparos, los levantamientos de cadáver, etc…. ¡¡en tan solo doce días!!; lo improbable de la relación, cercana, familiar, casi íntima -sin connotaciones sentimentales o sexuales, obviamente- entre el veterano catedrático y la arriscada policía; la poco exigente jornada de trabajo “oficial” de la policía, que campa a sus anchas por el relato sin someterse a obligación laboral alguna; la sobreabundancia de coincidencias inverosímiles (un contrato de alquiler que alguien firma, en un descuido imperdonable, como Naso -siendo Publius Ovidius Naso era el nombre completo de Ovidio- y que pone a los investigadores sobre la pista del sospechoso; un doble fondo en un armario encontrado inopinadamente, en un caserón con múltiples habitaciones e infinidad de muebles, y que constituye la apertura exclusiva a uno de los tenebrosos escenarios de los crímenes; el hallazgo imposible de un diario, que resolverá un delito, y que aparece por azar, sin buscarlo -pues no se tenía noticia de su existencia-, en una vasta biblioteca poblada por miles de libros); y, por último, una explicación final en la que, supuestamente, deberían quedar aclarados todos los hilos sueltos pero que deja al lector sumido en el desconcierto, la confusión y la perplejidad. Ante tanto dislate junto, el dictamen último no puede ser otro que el que nos hallamos ante una obra inconsistente, endeble, claramente fallida, poco creíble y, en algunos aspectos, rozando el disparate. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Leed, no obstante, esta <i>Lucía</i>. El paseo literario por Salamanca y las horas empleadas en seguir la intriga policiaca pueden, quizá, merecer la pena. De no ser así, no desesperéis porque la semana que viene volveré con nuevas recomendaciones, sin duda más estimulantes. Ahora os dejo con un fragmento del libro, en el que se recrea la figura de Ovidio en la explicación del inefable Salomón Borges. Tras él, <i>100 Suns</i>, la canción de Thirty seconds to mars parte cuya letra se recoge en una de las citas iniciales del libro.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>En cuanto a Ovidio, el hecho más conocido de su vida es su exilio lejos de Roma, y aun así se trata de una de las cuestiones más misteriosas de la Antigüedad. Ovidio era un poeta adulado y famoso. En esa época, en Roma, los poetas gozaban de tanta popularidad como los actores de hoy en día. Sin embargo, en el año 8 de nuestra era fue desterrado de manera fulminante por orden del emperador Augusto, y no a cualquier sitio, sino a los confines del mundo conocido, a Tomis, una aldea siniestra, oscura y glacial, donde la gente no hablaba latín y era mucho menos refinada que los romanos. Tomis se encontraba en lo que hoy en día es el este de Rumanía, en la costa del mar Negro. De la noche a la mañana Ovidio debe, pues, abandonar a su esposa, su familia y sus amigos, dejar atrás todos sus bienes y sus propiedades, su agradable vida romana y su carrera, y marcharse en un barco con destino a esos territorios lejanos en los límites del imperio. Nunca regresó a Roma. Murió en el exilio, solo, lejos de los suyos y de su casa, como un perro. Allí escribió unas cartas que se cuentan entre las más conmovedoras y desgarradoras de toda la literatura. Están reunidas en dos recopilaciones, las </i>Triste<i>s y las </i>Pónticas<i>, porque la remota región donde estaba desterrado se llamaba por aquel entonces Ponto Euxino. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Fijó la vista en el fondo de su taza. Lucía advirtió que estaba emocionado, como si, después de tantos siglos, siguiera conmoviéndole el terrible castigo infligido por el emperador Augusto al desdichado poeta. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>—Esas cartas son gritos de dolor, de desesperación. Son también súplicas, porque en ellas suplica a sus antiguos amigos que lo ayuden a recuperar el favor de Augusto, para regresar a Roma o, al menos, para lograr que el emperador lo destierre a un lugar menos horrible. En Tomis los inviernos son largos y rigurosos, los ríos quedan helados, la nieve… que lo romanos apenas conocen… cubre los techos y las murallas. El comportamiento de sus gentes es violento y la guerra con las hordas bárbaras vecinas es incesante y llega incluso a las puertas de la ciudad. En resumidas cuentas, para Ovidio Tomis era un verdadero infierno. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Se la quedó mirando un momento. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>—El exilio de Ovidio es uno de los acontecimientos más enigmáticos de la Antigüedad. ¿A qué se debió semejante castigo? Oficialmente fue para castigarlo por la inmoralidad del </i>Arte de amar<i>, pero este poema elegiaco había sido publicado siete años antes sin suscitar el menor problema. En realidad se cree que quizá no fue ésa su única falta, que debió de haber incurrido en otra mucho más grave a ojos del emperador para merecer tal castigo. No obstante, dicha falta se mantuvo en el más estricto secreto. El único rastro que se ha conservado es la alusión que el mismo Ovidio hace en sus cartas a esa segunda falta, más grave que la primera pero involuntaria, y que sería según él el verdadero motivo de su exilio. Lo que escribió fue más o menos esto: «Me castigan porque mis ojos vieron algo sin querer y mi único error es haber tenido ojos.» Sin duda tenía que ser algo relacionado con el emperador Augusto… El misterio que envuelve este asunto acumula desde hace dos mil años un sinfín de conjeturas entre los especialistas de la Antigüedad, incluidos los de la USAL… </i></div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="270" src="https://youtube.com/embed/0md5YrAQRQ4?si=m7egm7qrl3rLtTap" style="background-image: url(https://i.ytimg.com/vi/0md5YrAQRQ4/hqdefault.jpg);" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/Xwy9xNskycw" width="320" youtube-src-id="Xwy9xNskycw"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Bernard Minier. Lucía</div><div style="text-align: justify;"><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/bernard-minier.-lucia" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe></div>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-8415700102538037702024-01-17T20:24:00.001+01:002024-01-17T20:24:24.692+01:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">HÉCTOR RUIZ MARTÍN. <i>¿CÓMO APRENDEMOS? </i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Alberto San Segundo, al frente de <i>Todos los libros un libro</i>, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, os saluda y os invita a disfrutar con nosotros de una nueva propuesta de lectura, hoy no estrictamente literaria, ya que mi sugerencia es de índole ensayística, alejada, por tanto de los territorios habituales de la Literatura -la narrativa y la poesía-, en los que se desenvuelve habitualmente nuestro espacio. Porque esta tarde, siendo el curso académico el marco de referencia temporal que delimita nuestro calendario radiofónico, me acojo a esa circunstancia y, como tantas otras veces en estas fechas en las que se reanudan las actividades escolares, tanto en secundaria como en la Universidad, quiero aconsejaros la lectura de un libro que tiene a la educación como protagonista central. Un libro que deben leer, sin duda alguna (soy categórico), todos los que, como yo mismo, se dedican profesionalmente a la docencia (se trata de una obra con un destacado componente técnico) pero que interesará también a cualquiera que se preocupe por esa esencial dimensión de la vida humana y que tiene que ver con el aprendizaje y la enseñanza. Se trata de <i>¿Cómo aprendemos?</i>, su autor es Héctor Ruiz Martín y vio la luz en 2020 en la editorial Graó, un sello que cuenta en su catálogo con una amplia variedad de publicaciones pedagógicas. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Vasta es también la trayectoria investigadora y editorial de su autor. Héctor Ruiz Martín es director de la International Science Teaching Foundation. Biólogo e investigador en los campos de la psicología cognitiva de la memoria y el aprendizaje, ha sido profesor tanto en educación secundaria como en la universidad. Su carrera científica, desarrollada en centros de investigación de Estados Unidos como la Universidad de Washington y el Jet Propulsion Laboratory (NASA) de California, se ha centrado en el desarrollo de recursos educativos fundamentados en la evidencia científica en torno al aprendizaje, habiendo escrito varios libros sobre la materia: <i>Aprender a aprender</i>, <i>Aprendiendo a aprender</i>, <i>Los secretos de la memoria</i>, entre otros; así como la obra que hoy os traigo. Se ha desempeñado también como asesor de diversos gobiernos e instituciones educativas en España, Asia y Latinoamérica. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgZsSa-G9G6cTOKgV2Wg65Or-PRp_wPwHJVj9s4Mj7jA_CDxRHRk-mSKSOEArpSuFfrSV9ry5c6bUjspE-axCHERow6q_oMYDLDYv9pB-DcOb_EGAUCzOgIvr6Iifsaf8GC6rk8Lp4sV0AKp-6K0J6dn_E5x_X47H78PdyVQuyjE2Fz_9ZGeHlYzrKZ2ARs/s1154/-Como-aprendemos--i6n19301692.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1154" data-original-width="800" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgZsSa-G9G6cTOKgV2Wg65Or-PRp_wPwHJVj9s4Mj7jA_CDxRHRk-mSKSOEArpSuFfrSV9ry5c6bUjspE-axCHERow6q_oMYDLDYv9pB-DcOb_EGAUCzOgIvr6Iifsaf8GC6rk8Lp4sV0AKp-6K0J6dn_E5x_X47H78PdyVQuyjE2Fz_9ZGeHlYzrKZ2ARs/s320/-Como-aprendemos--i6n19301692.jpg" /></a></div><i>¿Cómo aprendemos?</i> se presenta con un muy elocuente subtítulo, revelador del contenido que nos vamos a encontrar entre sus páginas: <i>Una aproximación científica al aprendizaje y la enseñanza</i>. En su capítulo introductorio, Ruiz Martín deja claros el objetivo y el planteamiento de su libro, que parte del presupuesto de que los procesos por los que se aprende y, por tanto, se enseña, <i>pueden ser analizados bajo la lente del método científico</i>. En consecuencia, las evidencias a las que ha llegado la investigación científica sobre estas materias pueden -y deben- emplearse para tomar decisiones -tanto las individuales en tanto docentes o estudiantes, como las colectivas, que afectan a las políticas educativas de los gobiernos- que ayuden a unos y otros a mejorar las prácticas educativas. El autor es consciente de los aspectos organizativos y económicos que condicionan la enseñanza, y tampoco desconoce -ni quiere obviar- las componentes de arte y hasta de intuición que encierra la labor docente, pero, dada su formación académica y su experiencia como científico, quiere centrar su estudio en las investigaciones significativas, comprobables y potencialmente objeto de transferencia a las aulas, que permiten un mejor <i>entendimiento de los procesos de aprendizaje, tanto a nivel neurológico como psicológico</i>. Y este es, precisamente, el fin último del libro: <i>contribuir a divulgar, en especial entre los docentes, lo que la investigación ha revelado sobre cómo se produce el aprendizaje y qué factores tienen mayor impacto, para promoverlo en el contexto académico</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Adelanta también Ruiz Martín las premisas desde las que fundamenta su ensayo: voluntad de comunicar de manera amena y asequible, incorporando por ello al texto abundantes ejemplos clarificadores; respeto absoluto al rigor científico y consiguiente aceptación de los consensos indiscutibles alcanzados sobre el objeto de su estudio; cautelosa pretensión de objetividad; profunda consideración de las fuentes, incluyendo en su texto las referencias a los artículos científicos que respaldan cada una de sus aseveraciones (recogidos en una extensa bibliografía final que incluye cerca de seiscientas entradas); prudencia intelectual ante los postulados de <i>una ciencia tan inexacta como esta</i>; valentía y ausencia de prejuicios a la hora de desmontar ideas preconcebidas, mensajes falsos, modas pedagógicas o mitos pseudocientíficos; deliberado empeño en huir de recetas, soluciones fáciles, explicaciones categóricas, postulados simples y carentes de matices; énfasis en los fundamentos teóricos aunque sin desdeñar sus posibles repercusiones en el aula, pese a la complejidad que supone la transferencia entre teoría y práctica; abierta confesión de la posición intelectual de la que se parte, situada en el dominio de la psicología cognitiva, que no solo estudia <i>la forma en que el cerebro obtiene, manipula, almacena y utiliza la información que le llega en primera instancia a través de los sentidos</i>, alimentándose sobre todo de las investigaciones en laboratorio, sino que examina también el aprendizaje en su contexto real, sirviéndose de estudios en escenarios cotidianos como las aulas ([la psicología cognitiva] <i>es el puente más directo entre la investigación básica y su contexto de aplicación real</i>). Todo ello en aras de una ambiciosa pretensión: conocer <i>cómo los estudiantes pueden alcanzar aprendizajes significativos, duraderos y transferibles, y de cómo pueden mejorar su rendimiento académico (…) No en vano, estos son los dos grandes objetivos educativos que la ciencia ha investigado en mayor profundidad</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Como puede deducirse de esas pautas iniciales, el libro es ambicioso y apasionante. Organizado en cinco bloques, dieciocho capítulos y un interesante y provocador anexo, el análisis de Ruiz Martín se abre con el estudio del modo en el que la ciencia investiga en el ámbito de los procesos de aprendizaje y enseñanza y, en consecuencia, de la conveniencia y la necesidad de seguir las prescripciones que derivan de sus hallazgos en vez de dar por buenas las creencias arraigadas o los estereotipos consolidados por la inercia o la costumbre. En general, a la hora de encarar los problemas con los que se encuentran en su práctica docente, los profesores, sostiene Ruiz Martín, juzgan, opinan y toman decisiones basándose en meras intuiciones, sin ninguna base contrastable y solvente más allá de los <i>conocimientos y creencias sobre la educación </i>que nacen de la experiencia personal de cada uno, primero como alumnos y luego, claro está, como profesores. Pero la validez de esas percepciones o “vislumbres”, teñidas de subjetividad, no está probada y no debiera por lo tanto permitir que se “levantara” a partir de ellas una teoría con pretensiones de servir de modo objetivo y general ni de asegurar la eficacia de los métodos pedagógicos basados en tales vagos e imprecisos presupuestos. Con el título de <i>La ciencia de cómo aprendemos</i>, esa primera sección del libro recoge algunos de los principales sesgos cognitivos que condicionan nuestros juicios y, como es obvio, también los de los docentes. <i>Nuestro cerebro opera habitualmente manipulando la información sensorial y modificándola. Esto es, no percibimos las cosas tal como son: el cerebro procesa la información sensorial y la «ajusta» antes de situarla en nuestra consciencia</i>. La falacia <i>ad hominen</i>, la falacia <i>ad verecundiam</i>, la falacia <i>ad populum</i>, el sesgo de confirmación, la disonancia cognitiva o el sesgo de arrastre son algunos de estos apriorismos que operan sobre nuestro juicio, nublándolo y limitando su capacidad de entender la realidad. Por estas razones, el neurobiólogo postula la necesidad de <i>ir más allá de la experiencia personal y poner en juego estrategias que nos ayuden a liberarnos de nuestros sesgos y discernir entre lo que realmente «funciona» y lo que «no funciona», a partir de evidencias empíricas no alteradas por nuestra mente</i>, una propuesta que nos lleva al obligado recurso al <i>método científico como antídoto de los sesgos</i>. Antes aún de adentrarse en el ámbito educativo, Ruiz considera obligada una somera caracterización de los rasgos que definen ese método: la fórmula ensayo-error, el establecimiento nítido de relaciones de causalidad y no de mera correspondencia entre dos fenómenos (revelador el gráfico que recoge la correlación entre el número de divorcios en el estado de Maine y el consumo de margarina per cápita), la validación en contextos diversos y relativamente universales de los postulados extraídos de las experiencias particulares, entre otros. Ya en el terreno de la educación, la metodología científica (sobre todo la derivada de las mencionadas neurobiología, que investiga<i> cómo se produce el aprendizaje a nivel molecular, celular y de órganos y sistemas</i>, y psicología cognitiva, que se ocupa, como se ha dicho, de cómo el cerebro obtiene, manipula y almacena la información) permite estudiar los procesos de aprendizaje y enseñanza en contextos reales y extraer conclusiones que puedan resultar aplicables al día a día en las aulas, debe ayudar a superar los mitos pseudocientíficos que proliferan por doquier, la poca calidad de muchos de los estudios que se citan como referencias supuestamente irrefutables, los propios sesgos de los investigadores y las contradicciones entre estudios que parecen demostrar <i>la efectividad de un método y otros que reflejan todo lo contrario</i>. Como conclusión de este primer bloque del libro, aflora de manera notoria la necesidad de una enseñanza basada en los <i>principios del aprendizaje respaldados por la evidencia</i>, cuya exposición y desarrollo constituye el núcleo central de la obra en sus cuatro bloques restantes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Son infinidad las cuestiones de interés que brotan por doquier en esas cuatro secciones del libro. Mis apuntes de lectura aparecen repletos de centenares de anotaciones, de las que resulta imposible dar cuenta más allá de una genérica y entusiasta invitación a leer el libro con detenimiento. Comentaré por encima alguno de esos aspectos, tarea muy complicada tantas son, a tantos frentes se abren y tan “apetitosas” resultan las reflexiones de Ruiz Martín. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Así, el segundo módulo del libro está dedicado a <i>Los procesos cognitivos del aprendizaje</i> y explora el modo en que funciona la memoria humana y las implicaciones en el contexto educativo que ello supone. Y es que la memoria <i>opera bajo unos mecanismos descifrables y modelizables, comunes a todos los seres humanos</i>, que, siendo conocidos, pueden ser aplicados en la labor docente. Este bloque, que se articula en siete muy sugestivos capítulos, se abre con el estudio de los componentes de la memoria, partiendo de la constatación de que son múltiples las propiedades de nuestro cerebro que se engloban bajo el término memoria, de manera que este concepto no alude a<i> una única destreza, sino un conjunto de destrezas que dependen de procesos y estructuras neurales diferentes</i>. Así, conocemos la existencia de la memoria sensorial (y dentro de ella, la ecoica y la icónica), la memoria a corto plazo (o memoria de trabajo) y la memoria a largo plazo (en la que puede diferenciarse la memoria explícita -episódica y semántica- y la implícita). Cada una de las cuales procede de manera distinta y desempeña funciones diversas con efectos dispares en el recuerdo y el aprendizaje. La sensorial, codifica la información que recibimos a través de los sentidos y la mantiene a través de unos segundos, en un lugar de la mente ajeno a la consciencia. La memoria a corto plazo o <i>memoria de trabajo</i>, activa los procesos mentales que nos permiten mantener y manipular la información a la que estamos prestando atención en cada momento. A partir de ella, la memoria a largo plazo hace posible que recuperemos una información que ha sido percibida con anterioridad y a la que hemos dejado de prestar atención consciente. Las tres son, en distinta medida, esenciales en el aprendizaje, que en realidad supone que algunas informaciones lleguen del entorno, pasen a la inmediata memoria de trabajo, la abandonen en el corto plazo y “reaparezcan” tiempo después sin necesidad de una nueva consulta, habiendo “entrado”, pues, en la memoria a largo plazo. Esa capacidad de “conservar” durante largo tiempo recuerdos, experiencias, habilidades, informaciones, conocimientos es a lo que, con propiedad, llamamos memoria: <i>El término </i>memoria a largo plazo <i>no solo se refiere a nuestra habilidad para guardar recuerdos y conocimientos de lo que experimentamos conscientemente; también incluye nuestra capacidad de aprender habilidades motoras —como caminar, atarse los cordones de los zapatos o montar en bicicleta— y procedimientos cognitivos —como leer o resolver ecuaciones—, así como la capacidad de generar inconscientemente asociaciones entre objetos y eventos o, incluso, de reducir o aumentar nuestra sensibilidad a estímulos del entorno</i>. Una de sus manifestaciones funciona de manera deliberada y consciente, es explícita, plena y propiamente humana. Incluye la memoria episódica y la semántica, siendo la primera, también llamada memoria autobiográfica, la que registra los recuerdos de nuestra vida diaria y, por tanto, queda anclada a referencias contextuales (lugares, canciones, olores) mientras que la segunda, la memoria semántica, guarda los conocimientos sobre cómo es y cómo funciona el mundo y no está vinculada a acontecimientos externos (<i>podemos saber qué es el ADN, pero no recordar necesariamente cuándo ni dónde lo aprendimos</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por otro lado, la memoria implícita, que compartimos con el resto de los animales, abarca todos aquellos aprendizajes que podemos realizar por medio de la experiencia, sin necesidad de intervención de la consciencia, como en la memoria procedimental, que está en juego cuando “recordamos” cómo se monta en bicicleta o cómo se atan los cordones de los zapatos, o en el condicionamiento clásico (la respuesta a la campanilla del perro de Pavlov) y el condicionamiento emocional (la reacción asociada a un estímulo vinculado a una emoción, el miedo, por ejemplo) del que hoy día conocemos que <i>permite a nuestro cerebro activar respuestas fisiológicas y motoras unas décimas de segundo antes de que percibamos conscientemente el estímulo que las ha ocasionado</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En este bloque se estudian en detalle esos distintos tipos de memoria, los procesos que conlleva aprender el tipo de conocimientos que cada una de ellas alberga, y el modo en que se desarrolla el aprendizaje de las habilidades cognitivas que son objetivo de la educación, como la resolución de problemas, el análisis crítico o la creatividad. Hay análisis muy esclarecedores sobre cómo se organiza la memoria; sobre la teoría de los llamados <i>esquemas</i>, las estructuras mentales que organizan nuestros conocimientos conectándolos mediante relaciones de significado y que determinan el encaje de nuevos conocimientos; sobre, en consecuencia la importancia de los conocimientos previos para que el aprendizaje sea eficaz; sobre la necesidad de establecer conexiones que vinculen la nueva información a esos conocimientos previos; sobre, por lo tanto, la evidencia, de indispensable aceptación por el profesorado, de que solo<i> aprendemos cuando activamos los conocimientos previos relevantes y los conectamos con el objeto de aprendizaje</i>; sobre la certeza empírica de que <i>aprendemos aquello sobre lo que pensamos en términos de significado</i>; sobre la contraproducente confusión que hoy se da en relación al aprendizaje activo, asociado al<i> learning by doing</i> (aprender haciendo), cuando, en realidad, se trata de <i>learning by thinking</i> (aprender pensando), por lo que, en este sentido, y contrariando los mantras más repetidos en la actual modernidad pedagógica, <i>una clase expositiva o leer un libro pueden ser un método de aprendizaje activo si el alumno piensa activamente sobre lo que se le explica o lo que lee</i>; sobre la conveniencia de que el profesor incluya en su práctica docente actividades que le garanticen que los alumnos reflexionen sobre lo que aprenden; sobre la importancia de que el docente dirija, guíe y oriente el razonamiento y la reflexión de los estudiantes (lo que no excluye, antes al contrario, las explicaciones explícitas o demostrativas); sobre la necesidad de organizar actividades que activen los conocimientos previos de los alumnos, para lo cual es fundamental su evaluación y el cuidadoso diseño previo de la práctica educativa por parte del profesor; sobre la importancia de las preguntas en clase; sobre la capacidad de rescatar un recuerdo de nuestra mente, de evocar lo aprendido; sobre los tres procesos indispensables para que haya aprendizaje: la obtención de información (codificación), su conservación (consolidación y almacenamiento) y su recuperación (evocación); sobre el equivocado énfasis educativo en el tercero de estos procesos; sobre la superior eficacia de la evocación frente al “reestudio”, una evidencia que choca con los protocolos que siguen la mayor parte de los estudiantes (y profesores); sobre cómo, en el mismo sentido, parece demostrado que la práctica de la evocación no solo resulta útil para recordar datos, hechos o el texto de un poema, sino que también, y sobre todo, puede promover el aprendizaje con comprensión y la capacidad de transferencia, esto es, la capacidad de usar lo aprendido en una situación nueva, aspectos altamente relevantes en el proceso de aprendizaje; sobre la conveniencia de plantear al estudiante <i>dificultades deseables</i>, retos cognitivos, <i>circunstancias que cognitivamente nos lo pongan más difícil —pero no imposible— </i>[lo que] <i>repercutirá en una mejor consolidación del aprendizaje a largo plazo; sobre, por lo tanto, la certeza, empíricamente probada, de que cuanto más esfuerzo cognitivo conlleva la evocación, mayor es su impacto en el aprendizaje</i>, contrariamente a las tesis dominantes en la pedagogía actual, que en muchos casos se “contentan” con la placentera inmediatez de lo lúdico; sobre algunos métodos de fácil implementación en el aula para desarrollar esa capacidad de evocación; sobre la importancia de la evaluación de cara al aprendizaje y, en consecuencia, la relevancia de seleccionar pruebas “evaluadoras” que permitan el desarrollo de los procesos cognitivos más eficaces; sobre la conveniencia de la repetición para consolidar lo aprendido, siempre que se lleve a cabo de manera espaciada; sobre el olvido y el modo en que sucede; sobre la falsa idea, muy consolidada, según la cual la memoria es -y funciona- como un músculo, cuando, por el contrario, <i>la memoria no es una habilidad que mejore de manera general simplemente por ejercitarla, sino que su fortalecimiento depende de la obtención de conocimientos</i>; sobre el cambio conceptual que supone el aprendizaje de nuevas ideas, no previamente vinculadas a los conocimientos previos ni a la comprensión del mundo que tiene el alumno; sobre las estrategias de aula que pueden promover y facilitar dicho cambio; entre ellas las que potencien la autoexplicación (<i>la práctica en que el estudiante trata de explicarse a sí mismo lo que ha aprendido, con sus propias palabras</i>); sobre la mencionada transferencia de saberes, la capacidad para extrapolar y aplicar en otros contextos distintos al escolar los conocimientos, habilidades y destrezas aprendidos en él, pues solo hay aprendizaje si hay transferencia (<i>cuando aprendemos, transferimos. Esto es así porque el acto de aprender implica la activación de conocimientos previos que resultan trascendentes para lo que se está aprendiendo, con vistas a conectarlos con ello. Aprender requiere aplicar lo que ya sabemos a la nueva situación que plantea la actividad de aprendizaje</i>); sobre los factores que facilitan esa transferencia: la multiplicidad de contextos a los que se vinculan los conocimientos que se enseñan, las frecuentes conexiones entre lo abstracto y lo concreto, entre los conceptos y su plasmación práctica, la abundancia de ejemplos, la identificación de la estructura común que comparten diversos hechos, sucesos o fenómenos; sobre la dialéctica aprendizaje reproductivo/aprendizaje comprensivo; sobre la operatividad de la memoria de trabajo y la necesidad de mantener la atención para su eficacia; sobre la importancia, en este sentido, de las <i>funciones ejecutivas del cerebro</i>, dos <i>procesos cognitivos superiores</i>, tan en riesgo ante la constante tentación de los dispositivos electrónicos: la capacidad de mantener la atención en una tarea específica y no dejarse distraer por otros estímulos o pensamientos (control inhibitorio) y la capacidad de cambiar el foco de atención con rapidez (flexibilidad cognitiva); sobre la <i>teoría de la codificación dual</i>, de relevantes repercusiones en el aprendizaje; sobre otra teoría, la de <i>la carga cognitiva</i>, según la cual, la memoria de trabajo puede llegar a la saturación si su limitado espacio se puebla de informaciones superfluas o irrelevantes; sobre la indudable correlación entre dicha memoria de trabajo y los resultados académicos; sobre los métodos más eficaces para manejar la carga cognitiva; sobre lo inexacto de considerar el talento innato como premisa indispensable para poder desarrollar habilidades o desempeños, siendo así que lo que resulta más relevante desde este punto de vista es el haber dedicado importantes períodos de <i>esfuerzo deliberado para mejorar el rendimiento en un dominio específico</i> y, en consecuencia, lo fundamental del “entrenamiento” concienzudo y persistente; sobre los elementos que caracterizan la “expertez” (uno más de los neologismos que pueblan el libro, no demasiado cuidadoso en su expresión, por no decir abiertamente defectuoso en ese plano: <i>las pequeñas emociones también surgen efecto</i>, como sangrante ejemplo significativo; pero hay muchos más, como el uso reiterado de “a la práctica” en vez de “en la práctica”, locuciones como “hasta el punto que”, “punto y final”, o la poco recomendable aunque, de por desgracia, muy usada actualmente, “a día de hoy”, entre otros); sobre la riqueza y organización de los conocimientos previos como base para su eficacia a la hora de desarrollar las habilidades cognitivas superiores que tanto se valoran actualmente, como el razonamiento, la resolución de problemas, el análisis crítico o la creatividad; sobre la falaz distinción entre conocimientos teóricos y habilidades prácticas (<i>no podemos menospreciar la necesidad de adquirir conocimientos, pues no es posible desarrollar dichas habilidades sin ellos</i>); sobre la trascendencia de la práctica deliberada, que aúna las dos dimensiones citadas; entre otras muchas ideas de extraordinario interés para los profesionales de la educación y aun para cualquier interesado en aprender. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¡Y todo ello cuando aún no hemos llegado ni a la mitad del libro! Resulta imposible ya, pues, entrar en detalle en mis comentarios sobre los bloques tercero, cuarto y quinto y sobre el muy estimulante anexo final, en torno a los cuales podría estar hablándoos horas, pues son igualmente apasionantes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El segundo módulo gira sobre la dimensión socioemocional del aprendizaje. Frente al modelo, imperante durante largo tiempo, del <i>cerebro-computadora</i>, en virtud del cual el modo en que procesamos y tratamos la información se centraba en los procesos cognitivos de nuestro cerebro, en la actualidad, y a medida que el desarrollo científico ha ido avanzando, las investigaciones en todas las áreas de la cognición humana, tanto desde la perspectiva neurológica como psicológica, nos revelan que <i>los mecanismos de la emoción juegan un papel muy relevante cada vez que realizamos cualquier tarea de procesamiento de información: desde la percepción hasta el razonamiento</i>. La división clásica entre el estudio de la emoción y la cognición se ha revelado errónea, y, por ello, la comprensión de los procesos cognitivos, en particular los relacionados con el aprendizaje y la memoria, exigen tener en cuenta la emoción. Otro tanto ocurre con la dimensión social del ser humano, extraordinariamente influyente en los procesos de enseñanza y aprendizaje. En este bloque se repasan, cuatro apetitosos capítulos, el papel de las emociones, de la motivación, de las creencias y del marco social en el aprendizaje. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hay mucho mito en relación con las importancia de las emociones en el aprendizaje. En los claustros de profesores, en las Facultades de educación, en los cursos de formación del profesorado se insiste, con énfasis acrítico, en la importancia de las emociones en la enseñanza. Y siendo evidente, Ruiz Martín así lo señala (<i>Resulta obvio que aquellas experiencias que conllevan una carga emotiva importante tienen mayor probabilidad de recordarse</i>), que las emociones que experimentamos durante cualquier situación de nuestra vida -también en las experiencias educativas- afectan a la capacidad de recordar, bien porque intensifican dicho recuerdo, bien porque desvían la atención hacia estímulos o pensamientos superfluos, su repercusión real es más limitada. En el libro se exponen los procesos cerebrales -activación de la amígdala, implicación del hipocampo- que potencian la memoria como consecuencia de la presencia de las emociones. La sorpresa, la curiosidad, incluso las pequeñas emociones derivadas de la relación social en el aula, pueden tener un impacto en el recuerdo, en la memoria -y por tanto en el aprendizaje- de los escolares. Pero, contrariamente a los mantras que hoy campan a sus anchas entre el <i>mainstream</i> educativo, sus efectos dejan huella, sobre todo, <i>en nuestros recuerdos episódicos, y no tanto en la memoria semántica, que es la que al fin y al cabo nos interesa fortalecer en clase. Por ello, cuando los estudiantes hacen alguna actividad «emocionante» en clase, al día siguiente recuerdan principalmente lo que sucedió durante la lección, pero apenas nada de lo que se supone que debían aprender</i>. Como se pone de manifiesto en una viñeta humorística que el autor incluye en este apartado, tras el experimento lúdico en el aula, el alumno recuerda la anécdota, pero no ha interiorizado la categoría. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhElcDIZ7-8OS6IILfkPuGRa8kFH6E_LFktWAMDoHl0xwT9-sLW3PFiLoVgfJ6lFK4OUF2jnuN2qLa01sRZ8RMRFy4Ju7FgpebnmYsPZLWOSJQiihCy2Cz1kNO82TGYlxXNEKQfPFXGCOSjpvD8e8czY9rRUoCjL4rW-W258dR5dbqapRTd9NYjXyhizeum/s686/Imagen1.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="665" data-original-width="686" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhElcDIZ7-8OS6IILfkPuGRa8kFH6E_LFktWAMDoHl0xwT9-sLW3PFiLoVgfJ6lFK4OUF2jnuN2qLa01sRZ8RMRFy4Ju7FgpebnmYsPZLWOSJQiihCy2Cz1kNO82TGYlxXNEKQfPFXGCOSjpvD8e8czY9rRUoCjL4rW-W258dR5dbqapRTd9NYjXyhizeum/s320/Imagen1.jpg" width="320" /></a></div>Es, sin embargo, más interesante el efecto que sobre el aprendizaje tiene la motivación del alumnado, y a ello se dedican en <i>¿Cómo aprendemos? </i>dos capítulos muy sugestivos repletos de ideas de aplicación práctica en las aulas. La investigación en pedagogía ha venido centrándose, tradicionalmente, en la identificación de qué es lo que nos hace aprender. Solo de manera reciente el estudio se ha dirigido también a averiguar qué nos hace <i>querer</i> aprender, esto es, a la motivación. En este contexto, Ruiz Martín nos habla de la importancia de los objetivos (de los académicos, dada la naturaleza del libro, pero sus tesis son, creo, extrapolables a otros ámbitos de nuestras vidas), estableciendo una taxonomía precisa de las metas que “operan” en la educación, en particular las de competencia y las de rendimiento, jerarquizándolas en función de su mayor o menor incidencia en la consecución de logros; anticipa cómo la motivación no produce efectos educativos por sí misma sino que potencia el aprendizaje porque <i>induce al alumno a esforzarse más y dedicar más tiempo y atención al objeto de aprendizaje</i>; advierte que la motivación no es un fin, como tantas veces ocurre en los “modernos” experimentos educativos, que la consideran núcleo central de los cambios metodológicos; sostiene, en consecuencia, que la finalidad última de la potenciación de la motivación en las prácticas educativas no puede ser pretender “<i>que los alumnos estén más motivados</i>”, a secas -tarea sencilla, en el fondo, y que se vincula con la opción simplista por lo lúdico y la diversión en las aulas- sino “<i>que los alumnos estén más motivados para aprender lo que les propongamos</i>”, que estén motivados <i>para implicarse cognitivamente en el tipo de actividades que llevan a un aprendizaje profundo y significativo</i>; y presenta un largo y sustancioso elenco de estrategias y métodos que incrementan la motivación, tanto porque potencian el<i> valor subjetivo</i> del estudio y el aprendizaje, la importancia que el estudiante atribuye a su tarea académica, como porque incrementan sus <i>expectativas</i>, la estimación que el alumno hace de su propia capacidad para alcanzar las metas pretendidas. Se ofrecen así algunas recomendaciones de valor probado en las clases, como facilitar la comprensión de lo que se aprende, emplear ejemplos o contextos conectados a los intereses de los estudiantes, demostrar la propia pasión por lo que se enseña (<i>cuando el docente muestra abiertamente su entusiasmo o su pasión por lo que enseña, con sus gestos, sus expresiones, su entonación y sus palabras, esa emoción se contagia y genera curiosidad en los estudiantes. Se trata de un efecto psicológico que tiene mucho sentido evolutivamente hablando: si algo puede interesar tanto a un miembro de nuestra especie, quizás es que ese algo es realmente importante y deberíamos descubrir por qué</i>), destacar de modo explícito la importancia de lo que se va a aprender, vincular lo que se aprende con contextos o ejemplos donde se refleje su utilidad, realizar actividades que transciendan el aula, ajustar adecuadamente el nivel de las actividades, en busca del reto óptimo, ofrecer oportunidades de éxito tempranas que permitan al alumno percibir su propios avances, facilitar claves sobre cómo afrontar las tareas, explicitar abiertamente los objetivos de aprendizaje ofreciendo plantillas o rúbricas de evaluación, que orienten al estudiante acerca de cuáles son los resultados pretendidos. Y todo ello sin caer en la confusión de lo interesante y lo divertido, fácil o sencillo: <i>Lo que deseamos es que el alumno disfrute del proceso de aprendizaje, incluso que disfrute del esfuerzo que este requiere, no que pueda ahorrárselo (…) El cerebro aprende más cuando se esfuerza</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En este mismo ámbito relacionado con la motivación, Ruiz advierte de la relevancia que tienen las creencias y las expectativas de los estudiantes en sus logros académicos, unas esperanzas, unos valores y unas metas que son subjetivos, fundamentados en las ideas que ellos mismos han desarrollado intuitivamente, en sus percepciones acerca de su capacidad para aprender, de la complejidad de las tareas y de la dificultad de las metas académicas a las que se enfrentan. Y todo ello, irreal en muchas ocasiones (<i>Lo que realmente influye sobre las expectativas de los estudiantes no son sus experiencias pasadas en sí, sino la manera como las interpretan, y en concreto, las causas que les atribuyen</i>), modula y condiciona su conducta en relación con el aprendizaje. Con respecto a las causas a las que los alumnos atribuyen sus éxitos o fracasos escolares, las más significativas son, a juicio del autor -que, una vez más y del mismo modo en que “opera” a lo largo de su libro, maneja las fuentes científicas más solventes-, las que aluden a la habilidad, las que aluden al esfuerzo y las que aluden a factores externos. También es extraordinariamente importante el determinar si se trata de causas estables o modificables, estando no en sus manos, en este último caso, el cambiarlas. Así, el sentido de autoeficacia del estudiante, sustancial para la mejora de su motivación y, por tanto, de sus resultados, estaría vinculada a la percepción de que las causas desencadenantes de los logros son, por un lado, las que se vinculan con factores internos y controlables por el alumno, en particular el esfuerzo, y, simultáneamente, las que son modificables. Si atribuimos los fracasos a causas fijas, externas e incontrolables, la autoeficacia se verá seriamente comprometida. En desarrollo de esta idea el capítulo se cierra con la presentación de algunas estrategias de <i>entrenamiento atribucional</i> que potencian la mentalidad de crecimiento del alumno frente a la mentalidad fija, anclada en etiquetas y estereotipos y, por tanto, fuertemente autolimitante. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hay aún, para cerrar este bloque, algún sugestivo apunte acerca de la dimensión social del aprendizaje, el modo en que nuestro cerebro aprende a partir de nuestras experiencias y, por lo tanto de las interacciones que se producen con quienes nos rodean, tanto desde el punto de vista cognitivo como emocional. Es por ello por lo que el entorno escolar, las relaciones con los compañeros, el “clima” que los profesores crean en las aulas tienen una importancia capital en el rendimiento de los alumnos. Como resulta obvio para cualquiera que haya dado clase -o la haya recibido-, <i>los docentes que facilitan un clima emocional positivo y expresan entusiasmo por su labor proporcionan un entorno en el que los estudiantes están más motivados por aprender y más predispuestos a cooperar y participar en las clases</i>, pues está comprobado con estudios relevantes que <i>tanto lo que </i>[los profesores] <i>expresamos verbalmente como lo que transmitimos con nuestro tono, nuestros gestos y nuestra actitud es interpretado por los alumnos a la luz de sus valores y sus expectativas, y acaba repercutiendo en su motivación</i>. A la luz de esta evidencia, Ruiz Martín analiza las repercusiones del efecto Pigmalión, la utilidad del <i>aprendizaje colaborativo </i>y los pros y contras del hoy tan en boga Aprendizaje Basado en Proyectos, señalando las tres premisas indispensables para que su implementación resulte exitosa -y que están muy lejos de cumplirse en la mayor parte de las prácticas docentes: que los grupos de alumnos deben ser heterogéneos en cuanto a su habilidad y conocimientos iniciales; que la evaluación de la tarea debe ser grupal, lo que conlleva que todos los miembros del grupo deben saber que recibirán la misma calificación; y que dicha evaluación no valorará el logro -el proyecto- final común, sino el aprendizaje obtenido cada miembro del grupo por separado. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El bloque cuarto del libro se ocupa de la autorregulación del aprendizaje, otro aspecto fundamental en la enseñanza. Afirma el autor, basándose, como siempre, en consolidados estudios científicos, que <i>la capacidad de autorregulación del aprendizaje podría ser un predictor del éxito académico incluso mayor que la inteligencia</i>. Aprenden más y mejor quienes de manera deliberada se “obligan” a realizar las tareas indispensables para aprender, quienes son “dueños” y “llevan las riendas” de sus decisiones, quienes regulan sus emociones y modulan sus estrategias de motivación para permanecer en su desempeño y obtener éxito en él. Es por ello por lo que en esta sección se estudian, una vez más de manera apasionante, conceptos como aprender a aprender, el autocontrol (con un especial énfasis en el conocido experimento de los niños y los dulces, el <i>test del malvavisco</i>, y la capacidad para posponer las recompensas; tan fácilmente constatable en la práctica docente), el control inhibitorio, la gestión de objetivos, la autorregulación emocional o la resiliencia y la capacidad de perseverar (deteniéndose en el concepto -no exento de elementos criticables- del <i>grit</i>, acuñado por la psicóloga Angela Duckworth; la traducción literal del término es <i>agallas</i>, pero con él la experta quería referirse a <i>una mezcla de perseverancia y pasión por alcanzar unos objetivos a largo plazo</i>. De los estudios de la profesora y académica norteamericana, se deduce que las personas con un alto nivel de <i>grit</i> pueden <i>mantener su determinación y motivación durante largos periodos de tiempo a pesar de afrontar experiencias de fracaso y adversidad</i>); como habilidades que definen al <i>estudiante autorregulado</i>. A modo de resumen del apartado, y en relación con el primero de estos “constructos”, de nuevo tan de moda hoy día -y tan banalizado-, subraya Ruiz algo tan indiscutible como que <i>aprender a aprender implica hacerse consciente del propio proceso de aprendizaje, monitorizar su progreso y ser capaz de tomar medidas adecuadas para mejorarlo deliberadamente</i>, en suma, ese “llevar las riendas” de su aprendizaje al que antes me refería, una competencia que incluye <i>procesos como la planificación de la tarea, la monitorización de los avances y la evaluación del resultado obtenido (…), la posible modificación de la estrategia elegida con vistas a mejorar el resultado o para optimizar la eficacia del procedimiento empleado (…) la reflexión sobre las propias creencias acerca del aprendizaje o con respecto a nuestra capacidad de aprender (autoeficacia)</i>. Igualmente, y a propósito del mencionado <i>grit</i>, me interesa resaltar una afirmación categórica que la intuición de cualquier profesor sabe cierta sin necesidad del aval científico: <i>A partir de sus estudios, Duckworth ha argumentado que el </i>grit <i>es mejor predictor del éxito que el talento intelectual (coeficiente intelectual) u otros talentos, ya que el </i>grit <i>es un factor primordial que proporciona la resistencia necesaria para «mantener el rumbo» en medio de desafíos y adversidades, esto es, para seguir esforzándose con vistas a alcanzar las metas a pesar de los (inevitables) fracasos y contratiempos. Dicho de otra manera, el trabajo de Duckworth apoya la tesis de que el esfuerzo es más importante que el talento</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La última sección del libro, más allá de su interesante anexo, al que luego me referiré, titulada <i>Los procesos clave de la enseñanza</i>, parte de una afirmación del economista y experto en ciencias sociales Herbert Alexander Simon: <i>El aprendizaje es resultado de lo que el alumno hace y piensa y solo de lo que el alumno hace y piensa</i>. El profesor solo puede promover el aprendizaje influyendo sobre lo que el alumno hace y piensa. Aceptando esa premisa, parece evidente que el papel del docente resulta esencial a la hora de facilitar y potenciar el aprendizaje de sus estudiantes. Ruiz analiza el modo en que los docentes inciden en dicho aprendizaje y cuáles deberán ser sus acciones y sus métodos de enseñanza para multiplicar la eficacia de sus clases. En concreto, se centra, a lo largo de tres capítulos sucesivos, en otros tantos procesos esenciales en la enseñanza: la instrucción directa (<i>la práctica en que el docente expone explícitamente aquello que desea que los estudiantes aprendan y propone las actividades concretas que realizarán para consolidar su aprendizaje</i>), el <i>feedback</i> o retroalimentación (<i>que consiste en proporcionar a los alumnos información sobre su desempeño e indicaciones sobre cómo mejorarlo</i>) y la evaluación (cuando valoramos el desempeño alcanzado). En cada uno de estos frentes se proponen estrategias que repasan y combinan ideas ya tratadas en los módulos anteriores del libro. Así, en relación con la instrucción resulta muy oportuna y esclarecedora la relativización del supuesto valor revolucionario del “aprendizaje por descubrimiento”, otro de los tópicos que, incorporado acríticamente por las nuevas corrientes pedagógicas, invade la jerga educativa actual. Hay, además, interesantes propuestas, planteadas a partir de los principios formulados por Barak Rosenshine, profesor en el Departamento de Psicología Educativa de la Universidad de Illinois, sobre prácticas como el secuenciar y dosificar el trabajo de los estudiantes, ofrecer modelos para guiar el razonamiento de los alumnos, proponer ejemplos trabajados, llevar a cabo actividades de repaso, realizar muchas preguntas durante las sesiones (se proporcionan muestras de algunas ciertamente eficaces), planificar de manera concienzuda y detallada las clases, entre otras. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En lo que tiene que ver con el <i>feedback</i>, segundo capítulo del bloque, se estudian los efectos -positivos y negativos- derivados de la retroalimentación, las muchas situaciones en las que los profesores transmiten a sus alumnos, incluso inconscientemente, los juicios, valoraciones o impresiones que les merecen: al corregir tareas escolares, al calificar las pruebas de evaluación, al valorar un trabajo o proyecto, al comentar una actividad realizada por el estudiante en la pizarra o al reaccionar ante la intervención de un alumno. El modo en que cualquiera de estas acciones se lleva a cabo puede tener unas consecuencias muy diversas -opuestas, incluso- desde el punto de vista del aprendizaje. El <i>feedback</i> puede constituirse así tanto en un eficaz medio de instrucción, guía, orientación y encauzamiento de la enseñanza, como en una perniciosa fuente de conflicto que agudice el desinterés y la falta de motivación del alumno. Ruiz examina en detalle las tres variables que permiten una retroalimentación efectiva: el momento en que se da, la manera en que la damos y el modo en que es interpretada por los alumnos. El capítulo se cierra con sendos análisis sobre los vínculos entre <i>feedback</i> y motivación, sobre las ventajas e inconvenientes del <i>feedback</i> positivo y negativo, y sobre el impacto de las notas en la evolución del aprendizaje de los estudiantes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por fin, la sección acerca de estos procesos clave de la enseñanza se cierra con el análisis de la evaluación. Una vez más, cualquier profesor sabe, por su propia experiencia, recurrente en este asunto, que la forma en que se plantean las pruebas, los diversos instrumentos de evaluación elegidos y los criterios de corrección y calificación establecidos condicionan la manera en que los alumnos abordan el proceso de aprendizaje. Es por ello por lo que, desde el punto de vista del éxito de este proceso, es conveniente analizar, con el apoyo de las investigaciones contrastadas, sobre todos esos elementos. En este sentido, en este capítulo Ruiz se detiene en estudiar las evaluaciones cuantitativas y cualitativas, con sus aspectos positivos y negativos; propone criterios para determinar la validez, la fiabilidad, la exactitud y la precisión de los distintos procedimientos de evaluación; reflexiona sobre la necesidad de eliminar -o al menos minimizar- la subjetividad, los sesgos cognitivos de quien evalúa; se plantea el interrogante, muy relevante y de difícil solución, acerca de qué miden, en realidad, las pruebas de evaluación y, en último término, las notas que reciben los alumnos; valora la importancia de diseñar pruebas que requieran de la adquisición de conocimientos significativos para ser superadas, que evalúen, por tanto, la capacidad de transferencia, la posibilidad real de aplicar lo aprendido a contextos nuevos (lo que introduce en el debate la sugestiva cuestión de la utilidad -o, por el contrario, la ineficacia- de la práctica -que, confieso, yo mismo llevo a cabo en mis clases- de que los alumnos realicen las pruebas bien “pertrechados” de apuntes, libros o material adicional). En el tratamiento de todos estos asuntos queda de manifiesto la necesidad de superar la reduccionista visión de la <i>evaluación sumativa</i>, que se emplea con el único propósito de emitir un juicio final, una nota, sobre el desempeño del alumno, incidiendo, por el contrario, en la <i>evaluación formativa (una evaluación frecuente e interactiva del progreso y la comprensión de los alumnos para identificar sus necesidades de aprendizaje y ajustar la enseñanza oportunamente</i>, en definición de la OCDE) que permita identificar el nivel de aprendizaje de un estudiante y, a la vez -y de modo principal- ofrecer pautas para su continuación y mejora. A este respecto, y siguiendo la pauta mantenida en el libro entero, se ofrecen ejemplos prácticos que permitirían una eficaz implementación en el aula de esta deseable evaluación formativa. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Como he venido anticipando, el libro se cierra con un breve anexo final, de apenas doce páginas, dedicado a los <i>Mitos pseudocientíficos sobre el aprendizaje</i> o <i>Neuromitos educativos</i>. La tesis de Ruiz, evidente -y no quiero resultar reiterativo- para cualquiera que se desenvuelva con un mínimo espíritu crítico en el ámbito escolar, es que el encomiable interés que en los últimos años se percibe entre el profesorado por las cuestiones relativas a la investigación científica -en particular, a la neurociencia- y sus aplicaciones educativas, se ve contaminado por la ignorancia, el desconocimiento, los malentendidos, las malinterpretaciones, las ideas preconcebidas, los sesgos cognitivos, las tergiversaciones erradas, la ingenuidad y el voluntarismo (como se ve, excluyo la mala fe o la voluntad explícita de dañar) que, en general, la comunidad educativa mantiene sobre los hallazgos científicos que versan sobre el cerebro y sus procesos. Todo ello ha provocado como consecuencia notoria -y muy peligrosa- la proliferación en los claustros de profesores -y, en consecuencia, en las aulas- de mitos pseudocientíficos o neuromitos, no respaldados por las evidencias, contrarios a la mejor investigación de la que disponemos, que no solo resultan insostenibles y no mejoran las prácticas educativas, sino que, lejos de ello resultan extraordinariamente perjudiciales desde muy diversos puntos de vista pues suponen la toma de decisiones y la dedicación de esfuerzos a estrategias erróneas, pérdidas de un tiempo valioso que podría ocuparse en actividades más eficaces, desembolsos económicos en “soluciones” educativas basadas en teorías evanescentes y, claro está, muy negativas repercusiones en el aprendizaje de los alumnos. Diversos informes de la OCDE avalan la prevalencia de este fenómeno y alertan de los riesgos que ello podría conllevar. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Es por ello que Ruiz Martín desmenuza, esclarece y revela la inconsistencia de algunas de estas ideas falsas que, pese a su falta de rigor, han tomado carta de naturaleza en gran parte de las experiencias docentes más supuestamente innovadoras: que <i>las personas aprenden mejor cuando reciben la información en su estilo de aprendizaje preferente (auditivo, visual, cinestésico)</i>; que <i>los entornos que son ricos en estímulos mejoran el cerebro de los niños en edad preescolar</i>; que <i>existen periodos críticos en la infancia después de los cuales ya no es posible aprender ciertas cosas</i>; que <i>ciertas diferencias en la dominancia de un hemisferio cerebral sobre el otro ayudan a explicar algunas de las diferencias que se dan entre los alumnos</i>; o que -en <i>dictum</i> muy popularizado- <i>solamente usamos el 10% del cerebro</i>. Las falacias en las que se sustenta cada uno de ellos son desmontadas, muy certera y contundentemente, en estas últimas páginas del libro. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Una obra altamente recomendable para cualquiera -profesor, alumno, responsable educativo- cuyo acontecer profesional diario se desenvuelva en el ámbito de la enseñanza, y también -más allá de que se trate de un libro técnico- para cualquier persona que quiera conocer los fundamentos científicos que explican cómo aprendemos. Os dejo, tras un fragmento del libro que habla, precisamente, de estos mitos neurocientíficos, con un clásico entre las canciones que se refieren al mundo educativo. The Boomtown Rats, el legendario grupo de Bob Geldorf, obtuvo en 1979 un generalizado éxito de ventas en todo el mundo con <i>I don’t like mondays</i>, un tema con la violencia escolar como fondo. Aquí os la ofrezco en la versión de Tori Amos incluida en su álbum <i>Strange little girls</i>, de 2001. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>No querría dejar de advertir sobre el peligro de confundir ciencia y pseudociencia. Desde que los avances científicos sobre cómo se desarrolla y aprende el cerebro han llegado al público general, múltiples mitos pseudocientíficos se han inmiscuido en la educación. Se llaman así porque son ideas muy extendidas que parecen avaladas por la ciencia, pero que en realidad han surgido a partir de la tergiversación o malinterpretación de los hallazgos científicos. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Por ejemplo, el mito de que la atención solo dura 30 minutos se debe probablemente a una interpretación poco afortunada de los estudios sobre vigilancia, ese tipo de atención muy intensa que deben mantener profesionales como los vigilantes de la playa o los agentes que inspeccionan minuciosamente el contenido de las maletas que pasan por los rayos X en los aeropuertos. De hecho, el concepto de atención que maneja la ciencia es bastante distinto al significado que le damos cotidianamente. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Los mitos pseudocientíficos son un problema porque nos confunden y nos llevan a tomar decisiones y dedicar esfuerzos en favor de prácticas que no cuentan con ninguna evidencia, mientras nosotros creemos que sí. En general conllevan un coste de oportunidad (perdemos un tiempo valiosísimo que podríamos haber dedicado a actividades más efectivas). También pueden conllevar pérdidas económicas y, en el peor de los casos, pueden llegar a tener un impacto negativo en el aprendizaje. Este último sería el caso de algunos métodos de enseñanza de la lectura, que no solo son poco efectivos, sino que además dejan atrás a los niños con menos oportunidades de aprender a leer. </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/XirdPLIo7QU?si=6reYb5TNvjooXY0o" style="background-image: url(https://i.ytimg.com/vi/XirdPLIo7QU/hqdefault.jpg);" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/ueHhbtfIf9U" width="520" youtube-src-id="ueHhbtfIf9U"></iframe></div><br />Héctor Ruiz Martín. ¿Cómo aprendemos?</div><div style="text-align: justify;"><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/hector-ruiz-martin.-como-aprendemos" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe></div>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-59014942277000648342024-01-10T20:24:00.001+01:002024-01-10T20:24:28.817+01:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">JOHANN HARI. <i>EL VALOR DE LA ATENCIÓN</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos un año más a <i>Todos los libros un libro</i>. El espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca os ofrece hoy una nueva propuesta más o menos vinculada a estos días iniciales de 2024, en los que se reanuda el curso académico en colegios, institutos y facultades. Y es que, durante un par de semanas os propongo aquí una breve serie, con un total de dos espacios, centrada en libros cuya temática alude, de modo directo o indirecto, a la enseñanza y al mundo educativo. Ese hilo con lo escolar y lo pedagógico será explícito y patente en mi recomendación del miércoles próximo, que aún estoy dudando si comparecerá o no en la emisión, pues, pese a ser muy interesante, resulta quizá demasiado técnico para que pueda encajar en el planteamiento último de nuestro programa, que se pretende más genérico y divulgativo, más sencillo y asequible. Pero de él os hablaré, de todas formas, dentro de siete días. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En el caso del no menos sugerente libro que hoy os presento, nos hallamos ante una obra no pensada abiertamente para el ámbito de la educación, aunque muchas de sus enseñanzas son, sin duda, extrapolables a ese dominio de importancia capital en nuestras sociedades. Sin embargo, el enfoque y el propósito de este <i>El valor de la atención. Por qué nos la robaron y cómo recuperarla</i>, pues esa es la rúbrica bajo la que aparece en España un libro que en su edición original norteamericana se llamó <i>Stolen Focus: Why you can’t pay attention</i>, apuntan en una dirección más amplia que, si no resultara, quizá, algo exagerado, podríamos resumir como “la vida en la era de la distracción”. Con traducción de Juanjo Estrella González, el libro apareció en nuestro país hace ahora doce meses, en enero del año pasado, editado por Península, una de las “marcas” del sello Planeta. Obviamente, el asunto de la atención y de su pérdida, del estado de permanente distracción en el que todos, en la última década y por mor de la omnipresencia de los dispositivos electrónicos en nuestras vidas, estamos envueltos, es una de las grandes cuestiones que afectan hoy día al mundo de la educación (aunque no solo a él), y sin duda, a mi juicio, la de mayor trascendencia por sus importantes y muy dañinas consecuencias de diversa índole. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Johann Hari, nacido en Glasgow en 1979, de padre suizo y madre escocesa (como cuenta, en diferentes anécdotas de su infancia, en su libro) es un popular divulgador, con enorme difusión y reconocimiento en todo el mundo, multiplicándose las traducciones de sus libros y siendo objeto su labor de innumerables premios. Colaborador de las principales cabeceras de la prensa internacional -<i>The Independent</i>, <i>The Huffington Post</i>, <i>The New York Times</i>, <i>The Guardian</i>, <i>Los Angeles Times,</i> <i>Le Monde</i> o <i>El País</i>, entre otros- su trabajo se ha centrado en asuntos como la depresión y las drogas, con éxitos de ventas como <i>Tras el grito</i>, que gira sobre la guerra contra las drogas, como revela su título originario, <i>Chasing the Scream: The First and Last Days of the War on Drugs</i>. Publicado en España en 2015, también en Planeta, fue llevado al cine en una película de 2021, <i>Los Estados Unidos contra Billie Holiday</i>, una peculiar biografía de la cantante. En <i>Conexiones perdidas</i>, que entre nosotros vio la luz en Capitán Swing en 2020, su análisis gira sobre la depresión y la ansiedad, investigación que llevó a cabo a partir de su propias vivencias, pues Hari sufrió la enfermedad desde niño y comenzó a tomar antidepresivos cuando era adolescente. Los dos libros -y hablo a partir de las notas con las que las respectivas editoriales los han publicitado- siguen unas pautas similares a las que ahora yo encuentro en este <i>El valor de la atención</i> que hoy os traigo: voluntad de “agotar” un tema, buscando información sobre sus diferentes facetas y manifestaciones, dilucidando sus causas y efectos; un cierto vínculo inicial entre el objeto de su ensayo y la propia experiencia personal, que opera como desencadenante de la obra; viajes por el mundo entero para entrevistarse con científicos, expertos, catedráticos, investigadores y también individuos corrientes conectados con el asunto principal de su trabajo; y también un ostensible afán -todavía más significativo cuando se conocen los aspectos más controvertidos de su trayectoria profesional, como ahora veremos- de presentarse como “desmitificador”, develando ideas preconcebidas, descubriendo enfoques ocultos, constatando <i>la disparidad asombrosa entre lo que nos han transmitido y lo que en realidad sucede</i> -como apunta Planeta en la publicidad con la que arropa a uno de sus libros-, con la indisimulada pretensión de cambiar las visiones convencionales sobre el objeto de sus reportajes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgV_zpgudYw1WY9vR9f8WWQfv81YS2bGsu0xPtq87MOHz7IIapVP317szF-BQsy-M2g1lwWn_tH9MVtHtm1D_lBjL_NUHgIV1d_HJbDckWjnXRAR-GSpY5Nad56RjR1ECzXw0AnFuumdKds0eoOCBvuIVKCNWd9N-dJ1ZQ6-3gs-gOILJGujUZLkOm485Pe/s857/Programa%20548.%20Johann%20Hari.%20El%20valor%20de%20la%20atenci%C3%B3n.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="857" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgV_zpgudYw1WY9vR9f8WWQfv81YS2bGsu0xPtq87MOHz7IIapVP317szF-BQsy-M2g1lwWn_tH9MVtHtm1D_lBjL_NUHgIV1d_HJbDckWjnXRAR-GSpY5Nad56RjR1ECzXw0AnFuumdKds0eoOCBvuIVKCNWd9N-dJ1ZQ6-3gs-gOILJGujUZLkOm485Pe/s320/Programa%20548.%20Johann%20Hari.%20El%20valor%20de%20la%20atenci%C3%B3n.jpg" /></a></div>Pero Hari es, también, y conviene que quien nos sigue sepa de esta otra vertiente de su labor, pues puede condicionar la lectura de su libro -yo mismo he relativizado el valor de sus propuestas al conocerla y me he obligado a ser algo más prudente y cauteloso con la euforia y el entusiasmo que me han provocados sus, en apariencia, bien documentadas tesis-, un personaje controvertido, con una carrera profesional conflictiva y llena de polémicas, con acusaciones de plagio, críticas por insuficiente documentación, invención de datos, citas erróneas y tergiversación de las fuentes en sus obras, así como denuncias por prácticas fraudulentas (habiendo editado en la Wikipedia, al parecer, entradas difamatorias y abiertamente falsas en páginas de periodistas que le habían criticado), llegando, incluso, a ser suspendido de su colaboración en algunos medios como <i>The Independent</i> por su proceder poco ético. Es por ello, quizá, por cubrirse las espaldas, sabedor de que los lectores que estén al tanto de los claroscuros de su carrera pueden albergar dudas acerca de la verosimilitud y la fiabilidad de lo que van a leer, por lo que en una nota previa, incluso, a la introducción del libro, informa: <i>publico los audios de todas las personas a las que cito en este libro en la página web para que, a medida que leáis el libro, podáis seguir nuestras conversaciones. Disponible en </i><span style="text-align: left;"><i><www.stolenfocusbook.com/audio></i></span>. </div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><br /></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio="">Además, y en ese prólogo de más de treinta páginas en el que explica la génesis, la finalidad, la organización y la estructura de su libro, se ve en la necesidad de aclarar y justificar, quizá debido al peso de ese pasado “cuestionable”, el modo en que ha recabado las pruebas que presenta a lo largo del libro y el porqué de su elección. Señala, en este sentido, que en su investigación ha leído un gran número de estudios científicos y entrevistado a los mejores especialistas (sobre todo neurocientíficos y expertos en ciencias sociales) en las materias en las que ha centrado su publicación, pero que, aun así, en algunos casos <i>son controvertidas las pruebas que aporto</i>. Apunta, además, que en la mayor parte de sus aseveraciones se ha basado en los criterios que concitan el consenso científico más amplio (<i>he construido mis conclusiones sobre las rocas firmes de sus conocimientos</i>), aunque, aceptando que <i>existen algunas otras áreas en que solo un puñado de científicos ha investigado la cuestión que me interesaba entender, por lo que las evidencias que puedo extraer de ellos son menos sólidas. Y hay algún tema en que reputados científicos discrepan sobre lo que está ocurriendo en realidad</i>, por lo que, confiesa igualmente, en esos casos, <i>compartiré con el lector esas discrepancias abiertamente, e intentaré representar todo el espectro de perspectivas en relación con la cuestión. En cada una de las etapas, he procurado llegar a mis conclusiones sobre la base de las pruebas más sólidas que he sido capaz de encontrar</i>. Del mismo modo, aparece como una clara estrategia de autojustificación previa su enfática declaración (innecesaria, por sobreentendida, en condiciones normales) de que sus estudios de Ciencias Políticas en la Universidad de Cambridge, le proporcionaron <i>una formación rigurosa que me preparó para la lectura de la clase de estudios que publican esos especialistas y para la interpretación de las pruebas que aportan, así como (o eso espero) para formular preguntas pertinentes en relación con ellas</i>. Y en este mismo tono de exculpación algo sospechosa -excusatio non petita…- afirma (y, pese a su extensión, incluyo la cita íntegra, pues resulta muy reveladora de cara a que el lector se forme un criterio apriorístico sobre el grado de confianza que pueden merecerle las propuestas de Hari): <i>Siempre he intentado acercarme a ese proceso con humildad. Yo no soy experto en ninguna de las cuestiones. Soy periodista; entro en contacto con expertos, y pongo a prueba sus conocimientos y los explico lo mejor que sé. Si el lector desea conocer con más detalle esos debates, profundizo mucho más en las pruebas en las más de 400 notas que he incluido en la página web del libro y en las que se abordan los más de 250 estudios científicos que me han servido de base para la elaboración del presente trabajo. En ocasiones, también he recurrido a mis propias experiencias para ayudar a explicar lo que he aprendido. Mis anécdotas individuales, claro está, no constituyen ninguna prueba científica. Pero cuentan algo más sencillo: por qué me interesaba tanto conocer las respuestas a esas preguntas</i>. </www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><br /></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio="">Aceptadas, pues, estas premisas, y convenientemente informado el lector de los elementos externos al libro que deberían ser tenidos en cuenta en su lectura, paso ya a presentar este <i>El valor de la atenció</i>n por tantas razones estimulante. El desencadenante del libro se retrotrae a diez años antes de la experiencia que provocará su escritura. Cuando Adam, el ahijado de Johann Hari, tenía nueve años, había desarrollado una enloquecida obsesión por Elvis Presley. Entusiasmado por el cantante, el muchacho reproducía a voz en grito <i>El rock de la cárcel</i> mientras imitaba los gorgoritos, las poses, los frenéticos movimientos de pelvis del mito. El padrino alentaba esa fascinación casi enfermiza del chico cantando a dúo con él <i>Blue moon</i> y contándole la historia, <i>a la vez</i> <i>inspiradora, triste y algo tonta</i>, de su ídolo. La complicidad entre ambos propició el que el niño obtuviera de Johann la promesa de que algún día lo llevaría a Graceland, la legendaria, recargada, excesiva y absolutamente <i>kitsch</i> mansión de Elvis en Memphis. <i>Diez años después</i>, escribe Hari, <i>Adam se encontraba perdido. Había abandonado los estudios a los quince años y se pasaba casi todas las horas del día en casa, ausente, pasando de pantalla en pantalla, del móvil —con sus visitas interminables a WhatsApp y a Facebook—, al iPad, en el que alternaba YouTube con porno. En ciertos momentos, aún veía en él rastros del niño alegre que cantaba «Viva Las Vegas», pero era como si esa persona se hubiera descompuesto en fragmentos desconectados entre sí. Le costaba mantener un tema de conversación más allá de unos pocos minutos, y o bien regresaba a alguna de sus pantallas o bien cambiaba de asunto. Parecía moverse a la velocidad de Snapchat, habitar en un lugar en el que no podía alcanzarle nada que se estuviera quieto o fuera serio. Era inteligente, buena persona, amable, pero parecía como si su mente no pudiera fijar nada</i>. </www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><br /></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio="">Johann reconoce en esa desidia, en esa fragmentación, en esa conversión de un niño alborozado y entusiasta, vivo, en un fantasma ensimismado y distraído, los síntomas de un fenómeno que también le afectaba a él mismo, así como a gran parte de la población del mundo desarrollado, en gran parte víctimas de idéntico “mal”, uno de cuyos síntomas más evidentes era la sensación de que la capacidad para prestar atención, para concentrarse, <i>se iba desmoronando y resquebrajando</i>. Una noche, enfrascado cada uno de ellos en sus respectivas pantallas, ajenos al otro y al mundo entero, Johann “cayó del caballo” y se dijo a sí mismo -y a su ahijado-, <i>Vámonos a Graceland</i>, intentando con ello revivir aquel espíritu ilusionado que había animado a ambos hacía una década. Su anestesiado ahijado reacciona, algo dubitativo, al despertarse en su interior algún recuerdo intenso de sus sueños infantiles, escéptico ante la seriedad de la propuesta. <i>¿Lo dices en serio? Sí</i>, responderá el padrino, <i>pero con una condición. Yo pagaré un viaje de más de seis mil kilómetros. Iremos a Memphis y a Nueva Orleans. Iremos por todo el Sur, por donde tú quieras. Pero no podré hacerlo si, cuando lleguemos a los sitios, no vas a hacer nada más que mirar el móvil. Tienes que prometerme que lo tendrás desconectado de día, que te conectarás solo por la noche. Debemos regresar a la realidad. Debemos volver a conectar con algo que nos importe</i>. </www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><br /></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio="">La experiencia, sin embargo, no acaba por salir bien. Tanto desde el punto de vista externo, pues todo a su alrededor “conspira” contra esa realidad “pretecnológica”, desconectada, limpia, sosegada (<i>Cuando llegas a las puertas de Graceland, ya no hay un ser humano que trabaje enseñándote el lugar. Ahora te entregan un iPad y te introduces unos auriculares pequeños en los oídos, y el iPad te va explicando lo que tienes que hacer</i>), con las “hordas” de turistas enganchados a sus diabólicos artefactos (<i>Estuve un rato observándolos. Se dedicaban a deslizar la imagen a un lado y a otro, estudiando los diferentes ángulos de la habitación. Me adelanté un poco. «Pero señor —dije—, también puede verlo como se hacía antiguamente: se llama “volver la cabeza”. Porque es que estamos aquí. Estamos en la Jungle Room. No hace falta que lo vea en la pantalla. Lo puede ver sin intermediarios. Está aquí. Mire.»</i>), como por las reiteradas “traiciones” del chico, incapaz de cumplir su promesa y abducido de continuo por las pantallas (<i>«¡No podemos vivir así! —le dije—. ¡No sabes estar presente! ¡Te estás perdiendo tu vida! Tienes miedo de perderte algo... ¡Por eso te pasas el rato consultando la pantalla! ¡Y al hacerlo sí que te lo pierdes! ¡Te pierdes la única vida que tienes! No ves las cosas que tienes delante, las cosas que deseabas ver desde que eras un niño. De toda esta gente, nadie ve nada. ¡Mírala!»</i>). La conclusión fue desesperanzadora: <i>Me había llevado lejos a Adam para huir de nuestra incapacidad para concentrarnos, y lo que descubrí fue que no había escapatoria porque ese problema estaba en todas partes</i>. </www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><br /></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio="">Graceland, el fallido viaje a la mansión de Elvis, representó el punto de inflexión que desembocaría en el libro del que ahora os hablo. A su vuelta de Memphis tuvo conciencia plena del estado real de dependencia al que había llegado en su “hiperconexión” a dispositivos electrónicos, incapaz de concentrarse en la menor actividad ajena a ellos (<i>Un día me pasé tres horas leyendo las mismas primeras páginas de una novela, distraído en mis pensamientos, perdiéndome en ellos cada vez que lo hacía, casi como si estuviera drogado, y pensé: no puedo seguir así</i>). Se le hicieron entonces evidentes las constantes manifestaciones, que hasta ese momento no le habían resultado especialmente relevantes, de esta incapacidad colectiva de prestar atención a las cosas que realmente importan: los turistas que, en Islandia, se sumergen en la Laguna azul, un bellísimo lago de aguas termales, sin despegarse de sus palos de selfi, posando para no se sabe quién en lugar de disfrutar de la experiencia; el gentío ante la Gioconda, multitudes que se agolpan ante el cuadro para, de espaldas, sin mirarlo, “inmortalizar” el momento; las preocupantes estadísticas de concentración de los estudiantes estadounidenses (<i>de media, un estudiante cambiaba de tarea una vez cada sesenta y cinco segundos. El promedio de tiempo en que se concentraban en una cosa era de apenas noventa segundos</i>) y de los adultos de ese mismo país (<i>Gloria Mark, profesora de informática de la Universidad de California en Irvine (…), se dedicaba a calcular cuánto tiempo de media se mantiene con una misma tarea un adulto que trabaja en una oficina. Y era de tres minutos</i>); entre otras muchas pruebas -bastantes de las cuales se recogerán en el libro- de nuestra delirante adicción. </www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><br /></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio="">Decidido a afrontar una solución drástica al problema, resuelve desterrar el móvil de su vida. Reservará una habitación en la playa de Provincetown, en Cape Cod, en la costa Atlántica, a hora y media en ferry de Boston, y se aislará allí, en una <i>desintoxicación digital extrema</i>, durante tres meses, sin <i>smartphone</i> y sin ordenador con conexión a internet. Por primera vez en veinte años, estaré desconectado, escribe. Compra un teléfono “soloteléfono” para posibles emergencias, carga con un viejo ordenador portátil <i>viejo, roto, que desde hacía años no podía conectarse a la red</i>, regalo de un amigo y se lanza a la “aventura”. </www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><br /></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio="">Las reflexiones nacidas en su experiencia, unidas a la constatación de que establecer un paréntesis de solo un trimestre para luego “tener” que volver a sus perniciosos hábitos no resuelve el problema, lo llevan a investigar cuáles son sus causas, sus efectos y, sobre todo, cómo podría hacérsele frente tanto de manera individual como colectiva. Durante tres años intenta responder a esas preguntas, viajando por todo el mundo -confiesa haber recorrido casi 50.000 kilómetros, desde Miami hasta Moscú y desde Montreal hasta Melbourne: <i>Mi búsqueda de respuestas me llevó a una curiosa mezcla de lugares, desde una favela de Río de Janeiro, en que la atención se había destrozado de un modo particularmente desastroso, hasta el remoto despacho de una localidad poco poblada de Nueva Zelanda en que habían descubierto una manera de recuperar radicalmente la concentración</i>-, reuniéndose con científicos, entrevistándose con más de 250 expertos, leyendo infinidad de estudios sobre la materia, de los que da cuenta en las cuarenta páginas con centenares de notas que incluye el libro (muchas menos de las realmente consultadas, como deja claro el autor al presentarlas, en un nuevo intento -o eso quiero imaginar- de despejar dudas sobre la “limpieza” de su modo de proceder: <i>las notas que siguen son parciales. Existen más referencias, contexto y materiales explicativos suplementarios, así como los audios de las citas del libro, que pueden encontrarse en </i></www><span style="text-align: left;"><i><www.stolenfocusbook.com/endnotes></i></span>.). </div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">El resultado de todo ello es <i>El valor de la atención</i>, un libro, cuyas tesis, a juicio del propio autor -y yo comparto, y aún amplío, sus argumentos-, debiera interesarnos por tres razones. En primer lugar porque la vida sometida a permanentes distracciones es<i> una vida mermada</i>. Si cualquier actividad que exija una atención sostenida se ve interrumpida de continuo por avisos de Whatsapp, entrada de correos electrónicos, actualizaciones de Facebook, consultas en internet, visitas a nuestros perfiles en las redes, estamos perdiendo un tiempo valioso (valga la redundancia, el tiempo perdido es, por definición, valioso: nunca más volverá) y estamos limitando gravemente las posibilidades de conseguir sacar adelante esa actividad que, a priori, ha movido -conscientemente, a diferencia del impulso ciego que nos hace consultar los dispositivos- nuestra voluntad. En definitiva: perdemos la vida. En segundo lugar, porque hay una dimensión colectiva, social, de esta generalizada fragmentación de la atención que debiera preocuparnos como sociedad. La pérdida -la destrucción- de la capacidad de concentración supone la imposibilidad -o una mayor dificultad- para el pensamiento profundo; y ello cuando los grandes problemas que nos aquejan desde una perspectiva global -cambio climático, demografía, pandemias, guerras, evolución descontrolada de una tecnología cuyo avance parece carecer de límites, desigualdades, inmigración, populismos, crisis del estado del bienestar- necesitan, precisamente, análisis rigurosos, estudios solventes, investigaciones serias y exigentes, consensos basados en la racionalidad, en la reflexión y en los criterios juiciosos, todo lo cual es incompatible con el pensamiento fragmentario, disperso, superficial al que la actual dependencia digital induce (<i>Creo que nos encontramos en un proceso de ingeniería inversa de nosotros mismos. [Hemos descubierto la manera de] abrir el cráneo humano, descubrir los mecanismos que nos controlan y empezar a mover nosotros mismos esos hilos de la marioneta (…) Esa es la era hacia la que nos dirigimos en la actualidad (…) lo que vemos es «la degradación colectiva de los seres humanos y la mejora de las máquinas». Estamos volviéndonos menos racionales, menos inteligentes, menos centrados</i>). Y, en este sentido, afirma Hari: <i>La gente que no es capaz de concentrarse es más proclive a sentirse atraída por soluciones autoritarias, simplistas</i>; para añadir, categórico (y no puedo estar más de acuerdo con él): <i>No creo que sea casual que esta crisis de atención coincida en el tiempo con la peor crisis de la democracia desde la década de 1930. </i>La tercera razón, relativamente optimista en este panorama cercano al apocalipsis, es que solo intentando entender qué es lo que está sucediendo, procurando conocer sus causas y buscando ser conscientes de sus efectos, cabe alguna posibilidad de revertir una situación que para la mayor parte de la gente se presenta -de un modo erróneo (e interesado por quienes se benefician de ella)- como inexorable. </www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">Por todo ello, el libro desmenuza con profundidad y rigor -sin estar exento de humor y trufando el texto de anécdotas personales- las doce causas (de toda índole -individuales y colectivas- y operando en diversos ámbitos -laboral, medioambiental, nutricional, obviamente educativo, e incluso el político que atañe al funcionamiento de la democracia) que, a juicio del autor, explicarían el actual estado de cosas en relación con la casi universal pérdida de la atención. En catorce capítulos (el estudio de alguna de las causas requiere dos apartados, otras se concentran en uno solo y hay un par de secciones, a modo de incisos, en los que se apuntan posibles alternativas al previsible “desastre” que se nos avecina) y una reflexión final a modo de conclusión, Hari rastrea todas las vertientes posibles del problema, en un estudio apasionante (ya he hablado más arriba de la euforia y el entusiasmo que me asaltaron durante la lectura al reconocer lo oportuno y acertado del diagnóstico y lo sugerente -y también controvertido- de sus propuestas). Vayamos ya, pues, de modo resumido, con cada una de ellas. </www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">En primer lugar, consigna Hari el aumento de la velocidad a la que transcurre el mundo en nuestros días. Los abundantes datos que proporciona en este capítulo para justificar sus planteamientos -presentados todos, como en el resto de la obra, con las correspondientes referencias a los estudios que los sustentan- son escalofriantes. El estadounidense medio se pasa al teléfono tres horas y quince minutos al día y “toca” su dispositivo 2.617 veces cada veinticuatro horas; el tiempo que un tema se mantenía entre los cincuenta más comentados en Twitter (ahora “X”) era, en 2013, de 17,5 horas, pero en 2016, la cifra ya había bajado hasta las 11,9 horas; la información que, de media, se “lanzaba” sobre una persona a través de todos los medios existentes entonces -televisión, radio, libros-, equivalía, en 1986, a la contenida en cuarenta periódicos de información convencionales, pero en 2007, alcanzaba los 174 periódicos diarios (y puede imaginarse qué ha ocurrido desde entonces); la gente habla significativamente más deprisa hoy que en la década de 1950, y en apenas veinte años las personas, en las ciudades, han pasado a caminar un 10 por ciento más rápido; un trabajador estadounidense medio se distrae aproximadamente una vez cada tres minutos y el oficinista medio de ese país pasa el 40 por ciento de su jornada laboral enfrascado en multitareas; la mayor parte de las personas que trabajan en oficinas no llegar a disponer nunca de una hora entera de trabajo sin interrupciones, cifra que se reduce a veintiocho minutos para los directores ejecutivos de las grandes empresas; los resultados de los alumnos universitarios en pruebas realizadas con su teléfono conectado y, por tanto, recibiendo mensajes en su móvil fueron, de media, entre un 20 y un 30 por ciento peores que los de quienes llevaban a cabo el test sin interrupciones; la «distracción tecnológica» (el mero hecho de recibir correos y llamadas) causa una caída del cociente intelectual de diez puntos de media; entre otras muchas elocuentes cifras. </www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">El desmesurado incremento del volumen de información al que estamos expuestos, la rapidez y la velocidad con la que se suceden los estímulos, la constante alternancia de tareas, la muy evidente sensación de aceleración que nos envuelve, provocan el declive de nuestra atención, aumentan la dispersión, limitan la comprensión, dificultan la facultad de confrontar la complejidad, agudizan la incapacidad para concentrarse, fomentan la comisión de errores, disminuyen nuestra creatividad y penalizan gravemente nuestra memoria. <i>Hemos creado en nuestra cultura</i>, podemos leer, <i>una tormenta perfecta de degradación cognitiva como resultado de la distracción</i>. </www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">El examen de <i>la mutilación de los estados de flujo</i>, segunda causa analizada, llevó al autor a ponerse en contacto, entre otros expertos, con quien es la máxima autoridad en la materia, Mihaly Csikszentmihalyi, que acuñó, hace lustros, el concepto y cuyas tesis contrapone a la mayoritaria hasta entonces, el conductismo de Skinner (y sus conocidos experimentos con palomas y ratones). El estado de flujo es una suerte de trance hipnótico, común, por ejemplo, en la práctica artística, pero frecuente también en las actividades de quienes se entregan profundamente a una ocupación, en el que el sujeto se integra de manera plena en su desempeño, perdiendo conciencia del tiempo, olvidando los requerimientos del ego, fundiéndose con la tarea, con una concentración extremada y ajena a cualquier distracción. Nuestra realidad, interrumpida de continuo por los llamamientos electrónicos, fragmentada en fogonazos dispersos, fugaces, en pausas frecuentes, en paréntesis, en discontinuidades, en “ruido”, en desviaciones del hilo conductor principal de nuestros quehaceres, en incesantes búsquedas inútiles de aquello que pueda calmar nuestra <i>sensación constante de vacío</i>, es la antítesis de este fluir intenso, esencial para nuestro equilibrio emocional y nuestro completo desarrollo intelectual (<i>si en nuestra vida diaria nos interrumpen mucho, empezamos a interrumpirnos nosotros mismos incluso cuando nos vemos libres de esas interrupciones externas</i>, en diagnóstico esclarecedor de lo que nos ocurre). Csikszentmihalyi descubrió, ya a finales de los ochenta y con inusual perspicacia anticipatoria, que <i>mirar una pantalla es, entre las actividades en que participamos, una de las que proporciona, de media, la menor cantidad de flujo</i>.<i> Podemos elegir</i>, afirma Hari en el cierre al capítulo, <i>entre dos fuerzas profundas: la fragmentación o el flujo. La fragmentación nos vuelve más pequeños, más superficiales, más enfadados. El flujo nos vuelve más grandes, más profundos, más calmados. La fragmentación nos encoge. El flujo nos expande. Yo me pregunté a mí mismo: ¿quieres ser una de esas palomas de Skinner, atrofiando tu atención, bailando para conseguir simples recompensas, o uno de esos pintores de Mihaly, capaz de concentrarse porque ha encontrado algo que realmente importa? </i></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">El aumento del cansancio físico y mental, evidente en una parte importante de la población en estos tiempos acelerados y exigentes, es otra de las causas, la tercera, de nuestra pérdida de atención. Frente a las sociedades preindustriales, en las que las costumbres y los hábitos cotidianos se acomodaban a los ritmos naturales -en esencia, la salida y la puesta del sol-, las demandas economicistas, productivas, consumistas, de eficacia y rendimiento de la frenética vida actual, imponen unas jornadas, una dedicación, unos compromisos y unas obligaciones que limitan el tiempo de descanso (<i>En una sociedad dominada por los valores del capitalismo de consumo, «el sueño es un gran problema —me dijo—. Si dormimos, no estamos gastando dinero, por lo que no estamos consumiendo nada. No estamos produciendo ningún producto». (…) si todo el mundo pasara una hora más durmiendo [como se hacía antes], no entrarían en Amazon. No comprarían cosas»</i>), minimizan las horas de sueño (<i>En el último siglo, el niño medio ha perdido ochenta y cinco minutos de sueño cada noche</i>), exigen el consumo de estimulantes (<i>A lo largo del día, en nuestro cerebro, se va generando una sustancia química llamada adenosina, que nos indica cuándo tenemos sueño. La cafeína bloquea el receptor que lee el nivel de adenosina. «Yo lo comparo a pegar un pósit sobre el indicador de gasolina del coche. No te estás dando más energía; lo que haces es no darte cuenta de lo vacía que estás. Cuando la cafeína se va, te sientes doblemente cansada</i>) y fármacos (<i>Nueve millones de estadounidenses -el 4 % de la población adulta- usan somníferos con receta médica»</i>, en palabras de una de las expertas citadas por Hari), obligan a la exposición a la “escasamente natural” luz eléctrica (<i>El 90 % de los estadounidenses miran algún dispositivo electrónico que emite resplandor en la hora anterior a la de acostarse (…) En la actualidad estamos expuestos a una cantidad de luz artificial diez veces superior a la que recibía la gente hace apenas cincuenta años</i>) y, como consecuencia, reducen la capacidad de concentración, restringen las posibilidades de acceder a todos los recursos neuronales de los que disponemos, afectan gravemente al funcionamiento de la memoria a largo plazo, recortan nuestra capacidad para pensar en profundidad y establecer conexiones (<i>si nos mantenemos despiertos diecinueve horas seguidas, nos convertimos en personas cognitivamente impedidas, incapaces de concentrarnos ni pensar con claridad, como si nos hubiéramos emborrachado</i>) e imposibilitan la correcta restauración de los niveles de energía aconsejables para mantener nuestra vida diaria con normalidad. </www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">El desplome de la lectura sostenida es la cuarta causa -¿o es quizá el efecto?- de la falta de concentración que nos arrasa. El mundo de las redes, de Twitter, Facebook, Instagram (y de todas ellas se ocupa Hari), el universo de las pantallas en el que vivimos inmersos nos hace leer de manera sincopada, agitada, discontinua, intermitente, <i>a partir de saltos nerviosos que nos llevan de una cosa a otra</i>. Los libros, por el contrario, obligan a una lectura lineal, que exige centrarse en una tarea durante un periodo largo, mantenido en el tiempo. Aquí aflora, una vez más, Mihaly Csikszentmihalyi, que sostiene, a partir de sus investigaciones empíricas, <i>que una de las formas más simples y más comunes de flujo que la gente experimenta a lo largo de su vida es la lectura de libros</i>. Esta experiencia se halla en caída libre, <i>asfixiada por nuestra cultura de la distracción constante</i>. </www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">Los mensajes subyacentes que Twitter envía sus usuarios son que no tiene sentido concentrarse en nada durante mucho tiempo; que todo puede explicarse -y entenderse- en afirmaciones simples, de no más de 280 caracteres; que lo realmente relevante es que la gente coincida y valide, con un<i> like </i>o un retuiteo (¿cómo se dirá de ahora en adelante, un “reequixeo”?), lo más rápidamente posible, tus comentarios por disparatados o faltos de fundamento que resulten. Y otro tanto ocurre con Facebook, que transmite -y hace comulgar- a sus consumidores con una idea básica primordial: lo importante es mostrar nuestra vida al resto del mundo y que ese universo potencial aplauda esas manifestaciones de nuestra existencia declarando abiertamente su amistad con quien las ha ofrecido al dictamen general. El juicio de Hari sobre Instagram es aún más cáustico. Para el británico, desde la perspectiva de la popular red social,<i> en primer lugar, lo que importa es cómo nos vemos externamente. En segundo lugar, lo que importa es cómo nos vemos externamente. En tercer lugar, lo que importa es cómo nos vemos externamente. En cuarto lugar, lo que importa es si a la gente le gusta cómo nos vemos externamente</i>. Frente al discurso implícito de estas aplicaciones, los libros nos dicen que la vida es compleja, que para intentar entenderla hay que dedicar tiempo -y no en pequeña cantidad- a pensar sobre ella con hondura y rigor, que merece la pena reflexionar en profundidad sobre las vidas de otras personas, que es conveniente conocer experiencias ajenas, vivencias distintas, planteamientos diferentes, visiones del mundo opuestas a las nuestras (<i>Quizá la ficción sea una especie de gimnasia de la empatía, que estimula la capacidad para empatizar con otra gente</i>). <i>La realidad</i>, -afirma, categórico y convincente, Hari- <i>solo puede ser entendida de manera sensata adoptando los mensajes opuestos a Twitter. El mundo es complejo y requiere una concentración sostenida para ser comprendido; ha de poder pensarse y captarse lentamente; y las verdades más importantes no serán populares la primera vez que se expresen. (…) Es evidente que se dan ocasionales perlas de pensamiento agudo en el sitio, pero si ese se convierte en nuestro modo predominante de absorber la información, creo que la calidad de nuestro pensamiento se degradará rápidamente</i>. Por el contrario -tal vez a causa de todo ello-, los niveles de lectura van disminuyendo progresivamente con el paso del tiempo, especialmente en estos años recientes del auge de la tecnología digital: <i>La Encuesta Americana sobre Uso del Tiempo —que estudia una muestra representativa de 26.000 estadounidenses— ha detectado que entre 2004 y 2017, la proporción de hombres que leían por placer había descendido un 40 %, mientras que en el caso de las mujeres la disminución era del 29 %. Gallup, la empresa de estudios de opinión, descubrió que la proporción de estadounidenses que no leían un solo libro en el transcurso de un año se había triplicado entre 1978 y 2014. El 57 % de los estadounidenses, en la actualidad, no leen un solo libro en el transcurso de un año normal. Y la cosa ha ido en aumento, hasta el punto de que, en 2017, el estadounidense medio pasaba diecisiete minutos al día leyendo libros y 5,4 horas al teléfono móvil</i>. <i>La ficción literaria compleja se está resintiendo especialmente. Por primera vez en la historia moderna, menos de la mitad de los estadunidenses leen literatura por placer. Aunque el fenómeno no ha sido tan estudiado, la tendencia en Gran Bretaña y en otros países parece ser similar: entre 2008 y 2016, el mercado de novela cayó un 40 %. En un solo año, 2011, las ventas de ficción en tapa blanda se desplomaron un 26 %</i>. Los efectos sobre la atención están siendo constatados en numerosas investigaciones: <i>Lo que se descubre es que la gente entiende y recuerda menos lo que absorbe a partir de pantallas. Actualmente ya son muchas las evidencias científicas que lo avalan, a partir de cincuenta y cuatro estudios (…), el término para referirse a este fenómeno es «inferioridad de pantalla». Esa brecha en la comprensión que se da entre libros y pantallas es tan grande que en alumnos de primaria equivale a dos terceras partes del progreso anual en comprensión lectora</i>. Y las repercusiones en la enseñanza se hacen notar, en todos los niveles, incluso los universitarios: <i>Cuando me encontraba en Harvard realizando entrevistas, un profesor me contó que le costaba lograr que sus alumnos leyeran incluso libros cortos, y que cada vez más les ofrecía la posibilidad de escuchar pódcast y ver vídeos de YouTube. Y estamos hablando de Harvard</i>. </www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">Otra muy ostensible causa de nuestra pérdida de atención, la quinta en la exhaustiva enumeración de Hari, tiene que ver con el hecho de que no dejamos espacio en nuestra mente a las divagaciones, atenazados como estamos por la obsesiva compulsión de llenar el tiempo con estímulos (<i>La idea de no llenar todos y cada uno de mis minutos con estimulación me generaba pánico</i>, confiesa el autor). En la parada del autobús, ante un semáforo, mientras da comienzo la película, el espectáculo, el concierto o la conferencia a los que asistimos, en la sala de espera del médico, en un viaje en tren, mientras hacemos deporte, cuando paseamos por la playa, en los muchos tiempos muertos del día a día, no somos ya capaces de dejar nuestra mente vagar, de entregarnos a ensoñaciones, a errancias mentales, a la mera contemplación, a enredarnos en pensamientos sin propósito, a, simplemente, no hacer nada. Imposibilitados para concentrarnos durante la mayor parte del tiempo, tampoco dejamos, de manera paradójica, que nuestra mente divague. Y es, precisamente, ese vagabundeo mental el que activa la <i>red neuronal por defecto</i>, esa región del cerebro responsable de que las ideas broten, <i>se desplieguen unos cursos de pensamiento más extensos</i>, se produzcan más asociaciones, aflore la creatividad, mejore la capacidad de tomar decisiones sopesadas, de fijar metas organizadas, actividades todas que <i>haremos mejor si dejamos que nuestra mente divague y lenta, inconscientemente, vaya captando el sentido de la vida</i>. </www></www></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Estas cinco primeras causas, de afectación individual, apuntan a que la solución al problema de la falta de atención pasaría también por un cambio de conducta personal. Esforzarse en practicar la “abstinencia” de las redes -o, de modo más drástico- de los dispositivos electrónicos es, sin duda alguna, la alternativa que cada uno de nosotros tiene más a mano para eludir los muy dañinos efectos de su influencia; y a las distintas maneras de implementarla en nuestras vidas se refiere Hari en cada uno de los capítulos que a ellas aluden. Sin embargo, un enfoque que se limite a <i>echar la pelota sobre el tejado del individuo</i> es reduccionista y limitado porque, en realidad, <i>son los cambios ambientales los que verdaderamente marcarán la diferencia</i>. La causa sexta, a cuyo análisis el libro dedica dos capítulos, tiene que ver con el surgimiento y la evolución, acelerada en la última década, de una tecnología que nos rastrea y manipula. El modelo de negocio que hoy impera entre las grandes tecnológicas que “diseñan” y mueven el mundo exige la captación, el mantenimiento y el dominio de la atención. <i>Nuestra distracción es su combustible</i>, como muy gráficamente señala Hari. Las técnicas psicológicas de persuasión, tradicionalmente utilizadas en publicidad, son perfeccionadas y llevadas al extremo gracias al desarrollo tecnológico y al uso generalizado de dispositivos electrónicos. A través de ellas se logra que el usuario “entre” constantemente en las aplicaciones, en un frenesí inconsciente que no logra dominar y que repercute en los beneficios de las empresas. Y es que el éxito de Google, YouTube, Facebook, Instagram, Twitter (o como quiera que acabe llamándose) o TikTok (<i>una aplicación (…) que, por comparación, hacía que Snapchat pareciera una novela de Henry James</i>; en una reveladora muestra del sutil sentido del humor que, pese a la seriedad de la materia tratada, permea el libro) se mide por lo que, en la jerga del sector, se denomina <i>engagement</i>, implicación, el tiempo que los usuarios pasan conectados al “producto”. El que cada vez que entramos en internet -esto es, de continuo y sin límite- estemos cediendo nuestros datos, permite que las empresas, los gobiernos, el “poder”, pueden hacer llegar su mensaje de un modo específico a cada individuo, experiencia que cualquiera puede constatar por escaso que haya sido el rastro dejado en la red. <i>La implicación equivale a dinero, y la falta de implicación equivale a menos dinero</i>, por lo que, como puede imaginarse, a falta de regulación -o con una ordenación laxa- ninguna empresa va a optar voluntariamente por renunciar a sus beneficios. Las nefastas consecuencias son palpables y basta un dato para imaginarlas: un niño estadounidense medio de entre trece y diecisiete años envía un mensaje de texto cada seis minutos (en su tiempo de vigilia, obviamente), por lo que su capacidad de atención (<i>todo es una carrera por la atención</i>) y de concentración están, en un gran número de casos, absolutamente devastadas, arruinadas. La invención del <i>scroll</i> infinito (<i>Llegas al final pasando el dedo por la pantalla y entonces, automáticamente, se carga otra porción para que la consultes. Y cuando llegas al final de ese trozo, automáticamente se descarga otro trozo, y otro, y otro, y así sucesivamente. Nunca se acaba. Se despliega infinitamente</i>); la creación de perfiles individualizados cada vez más precisos (<i>el muñeco</i> [la metáfora del muñeco de vudú que las compañías “construyen” y después manejan a su antojo comparece en esta sección del libro] <i>que tienen de nosotros es tan exacto que predice cosas de nosotros que a nosotros nos parecen magia</i>) a partir de la información que voluntaria y muchas veces inconscientemente cedemos (<i>Cada vez que enviamos un mensaje o actualizamos el estado de Facebook, Snapchat o Twitter, cada vez que buscamos algo en Google, todo lo que decimos se revisa, se clasifica y se almacena. Esas empresas van creando un perfil nuestro para vendérselo a los anunciantes que quieren dirigirse específicamente a nosotros</i>); el auge y la generalización del peligroso e invasivo <i>capitalismo de la vigilancia</i>, en concepto y término acuñados por la profesora de Harvard Shoshana Zuboff; la constante oferta de estímulos que inducen a la distracción (<i>Necesitan distraernos para ganar dinero</i>), de los cuales el uso masivo de los <i>clickbaits</i> es una prueba palmaria; el uso interesado de nuestra tendencia al “sesgo negativo” (<i>de promedio, nos quedamos mirando lo negativo o indignante más tiempo que lo positivo y tranquilizante, por lo que por cada palabra de indignación moral que se añadía a un tuit, la tasa de retuiteo crecía un 20% de media</i> siendo las palabras que hacían incrementar esa tasa “ataque”, “malo” y “culpa”); el énfasis en los contenidos extremos, radicales, agresivos (<i>Vivimos en un sistema que de manera sistemática, a medida que captamos la atención diariamente, administra más radicalización</i>); la muy extendida propagación de impactantes noticias falsas (<i>Un estudio del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) reveló que las noticias falsas viajan a una velocidad seis veces mayor en Twitter que las verdaderas, y durante las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos, mentiras descaradas en Facebook superaron las noticias de portada de diecinueve páginas de noticias generalistas juntas</i>); el hábil uso de técnicas psicológicas de persuasión y manipulación contrastadas (la promesa de recompensas frecuentes; la constante alternancia de tareas; el conocimiento profundo de nuestros hábitos, nuestros deseos, nuestras motivaciones, nuestra “alma”; la potenciación de nuestros instintos y sensaciones primarios -ira, enfado, indignación-; la creación de estados de opinión exaltados, conspiranoicos, incendiarios) y tantas otras estrategias de “secuestro” de la atención provocan nuestra adicción continua a la red (<i>El tiempo medio que la gente pasa en Facebook actualmente es de aproximadamente 50 minutos diarios</i>) de tal modo que, por mucho que nos lo propongamos, por grande que sea nuestra fuerza de voluntad, por comprometidos que estemos con la decisión individual de “resistir”, el mundo entero conspira contra la capacidad de atención, razón por la que Hari sostiene que frente a tal pernicioso y destructivo tsunami no basta con las actitudes personales, por necesarias y valiosas que ellas sean en cada caso, sino que es preciso unirnos como sociedad a fin de identificar los problemas que nos afectan colectivamente y buscar soluciones de ese modo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En este mismo plano colectivo se desenvuelve el análisis de la séptima causa, el surgimiento del optimismo cruel (en un capítulo significativamente subtitulado como “por qué los cambios individuales son un punto de partida importante pero no bastan”). Esperar diez minutos cuando el impulso te lleva a consultar el teléfono o a actualizar el estado de tus redes, practicar el control horario para la revisión del correo electrónico, seguir un plan detallado -e inalterable- de actividades a realizar cada día, modificar las notificaciones del teléfono para impedir las interrupciones, borrar del teléfono el mayor número posible de aplicaciones, programar por adelantado el tiempo que vamos a ocupar en aquellas que mantengamos, darnos de baja en suscripciones a listas de correo, de vídeos, de blogs, son técnicas útiles para minimizar el impacto nocivo de la dependencia tecnológica, pero, todas ellas, nos <i>instan sutilmente</i> [a percibir el fenómeno] <i>como un problema individual que tiene que ver, casi en exclusiva, con el uso de dispositivos electrónicos, cuando, en realidad, en la pérdida de la atención intervienen unas fuerzas que son más profundas que internet y el teléfono</i>. Denomina Hari “optimismo cruel” a este estado de cosas que parece desplazar a la responsabilidad individual la solución de unos problemas que requieren enfoques y respuestas sistémicos. Desde este planteamiento, en el estudio de las cinco últimas causas el libro se detiene en el examen de procesos sociales que, en síntesis muy reduccionista, pueden resumirse en la utilización de métodos de “manipulación mental” cuya pretensión última es <i>crear ansia</i>. No hay tiempo ya para un comentario detallado de estos apartados finales. Baste decir que en ellos comparecen, como origen y fundamento evidentes de nuestro estado de falta de atención, el estrés, las largas jornadas de trabajo basadas en una presencialidad poco productiva, la depresión, la mala alimentación y la obesidad derivada, la contaminación ambiental, el aumento y la consiguiente medicalización del trastorno por déficit de atención e hiperactividad, las adicciones farmacológicas, el confinamiento físico y psicológico (apartado, este postrero, en que se analiza la repercusión de estos asuntos en la educación, con propuestas alternativas que se plantean en postulados discutibles incluso para el propio autor). En estos capítulos se aportan, con evidente y, a mi juicio, lúcido escepticismo, algunas soluciones de carácter colectivo que pueden paliar los desastrosos efectos del fenómeno que nos ocupa. La categórica prohibición del capitalismo de vigilancia, por <i>antidemocrático</i> y <i>antihumano </i>(y Hari menciona en ayuda de sus argumentos los ejemplos -similares y, por tanto extrapolables al caso- de la prohibición de las lacas contaminantes, las pinturas o los combustibles con componentes de plomo); el establecimiento de un modelo de suscripción para asegurar la viabilidad económica de estas empresas y alejarlas así de la necesidad de manipular a los consumidores para mantener su modelo de negocio; su adquisición por los Gobiernos y, por lo tanto, su conversión en empresas públicas; la titularidad pública independiente del Gobierno, al modo de la BBC; la agrupación de notificaciones por parte de estas compañías, de modo que en vez del bombardeo incesante de avisos -<i>ese constante goteo de cocaína conductual</i>- se recibiera una única actualización diaria; la desactivación, técnicamente viable -y de sencilla implementación- del <i>scroll</i> infinito; la eliminación, con idéntico propósito, del motor de recomendaciones (como el que funciona en YouTube, por ejemplo); la obligación de que las plataformas preguntaran, cuando se abre una cuenta, el tiempo máximo de permanencia que quiere contratarse; evitar el efecto de inmediatez impulsiva que es inherente a toda adicción (<i>Amazon ha llevado a cabo estudios que demuestran que incluso cien milisegundos de retraso en la velocidad de carga de una página se traducen en un abandono sustancial de personas que esperan para comprar un producto</i>). También otras medidas, más generales, a implementar por los gobiernos: la renta básica universal, la jornada de cuatro días, el derecho a la desconexión, entre otras. Pero, como es obvio, todas estas propuestas, chocan frontalmente con los intereses de las compañías, por lo que no resulta muy probable que, sin la presión de los ciudadanos, puedan prosperar. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En las conclusiones con las que se cierra el libro, <i>La Rebelión de la Atención</i>, y aprovechando el cambio -a la postre para mal- que impuso en nuestras sociedades la funesta eclosión de la Covid-19 (en el ámbito que nos ocupa, el de la concentración, las estadísticas de aquellos días son demoledoras: <i>En Estados Unidos, en abril de 2020, el ciudadano medio se pasaba trece horas al día mirando alguna pantalla. El número de niños mirando pantallas más de seis horas al día se sextuplicó, y el tráfico de las aplicaciones infantiles se triplicó</i>), Hari ofrece sus propuestas que, en síntesis, se resumen en el siguiente párrafo: <i>Si seguimos siendo una sociedad de personas que duermen poco y trabajan demasiado; que cambian de tarea cada tres minutos; que son seguidos y monitorizados por unas redes sociales pensadas para descubrir sus debilidades y manipularlas para que sigan viendo contenidos sin fin; que están tan estresadas que se vuelven hipervigilantes; que adoptan unas dietas que les llevan a tener picos y desplomes de energía; que respiran a diario una sopa química de toxinas que les inflama el cerebro, entonces, sí, seguiremos siendo una sociedad con graves problemas de atención. Pero existe una alternativa. Y pasa por organizarse y plantar cara, por rechazar las fuerzas que incendian nuestra atención y sustituirlas por otras que nos ayuden a sanar</i>. Esa alternativa, esa organización, es <i>La Rebelión de la Atención</i>, que se plantea como un movimiento ciudadano que cuestiona el crecimiento económico ilimitado como<i> elemento nuclear de nuestra manera de ver el mundo</i>. Plantea Hari en estas páginas finales el paralelismo entre la lucha por la atención y la militancia en pro del medio ambiente: <i>La maquinaria del crecimiento ha empujado a los seres humanos más allá de los límites de nuestras mentes, pero también está empujando al planeta más allá de sus límites ecológicos. Y he acabado por convencerme de que esas dos crisis están interrelacionadas</i>. Y concluye recogiendo esperanzado las palabras del poeta Auden: <i>si nuestra atención sigue destruyéndose, el ecosistema no aguardará pacientemente a que nosotros recuperemos la concentración. Se destruirá y se quemará. Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, el poeta inglés W. H. Auden —ante el espectáculo de las nuevas tecnologías de destrucción creadas por los seres humanos— advirtió: «O nos amamos los unos a los otros, o morimos». Creo que ahora debemos concentrarnos juntos, o nos enfrentaremos solos a los incendios</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Como veis -aunque solo sea por la extensión de mi reseña; incapaz de resumir entre tantas ideas inspiradoras- son muchas las razones por las que merece la pena leer este <i>El valor de la atenció</i>n de Johann Hari que esta tarde os recomiendo vivamente. Os dejo con un breve fragmento en el que Aza Raskin, el inventor del <i>scroll</i> infinito y ahora arrepentido denunciante de los excesos de las grandes tecnológicas, tiene un especial protagonismo. Tras él, una de las canciones que aparecen en el libro. El clásico <i>Blue moon</i>, en la versión, cómo no, de Elvis Presley. </div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></div><div style="text-align: justify;"><i><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">Aza me lo explicó diciéndome que debía imaginar que «en el interior de los servidores de Facebook, en el interior de los servidores de Google, hay un muñequito de vudú, [y que es] una reproducción tuya. Al principio no se parece mucho a ti. Es algo así como un modelo genérico de un ser humano. Pero empiezan a recabar los rastros (es decir, todo aquello en lo que pinchas), y las uñas que te cortas, y el pelo que se te cae (es decir, todo lo que buscas, cada pequeño detalle de tu vida online). Van acumulando todos los metadatos que a ti no te parecen significativos, de manera que el muñeco se va pareciendo cada vez más a ti. [Entonces] cuando entras en [por ejemplo] YouTube, despiertan al muñeco y le proponen centenares de miles de vídeos a ese muñeco y ven qué es lo que hace que se le agite y se le mueva el brazo, para saber que funciona, y a continuación te lo muestran a ti». La imagen era tan macabra que me detuve. Él siguió hablando. «Por cierto... Tienen uno de esos muñecos por una de cada cuatro personas en el mundo.» </www></www></i></div><div style="text-align: justify;"><i><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></i></div><div style="text-align: justify;"><i><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes="">Por ahora, esos muñecos de vudú son a veces rudimentarios y otras veces, asombrosamente precisos. Todos hemos vivido la experiencia de buscar algo por internet. En mi caso, hace poco, intenté comprar una bicicleta estática y, transcurrido un mes, sigo recibiendo anuncios de bicicletas estáticas en Google y Facebook, una cantidad interminable de anuncios, tantos que me dan ganas de gritar: «¡Ya me la he comprado!». Pero los sistemas se sofistican más y más todos los años. Aza me contó que «está empezando a funcionar tan bien que cada vez que empiezo una presentación, le pregunto a los asistentes cuántos de ellos creen que Facebook escucha sus conversaciones, porque se ofrece un anuncio que realmente es ajustadísimo. Tiene que ver con algo muy concreto que nunca han mencionado antes (pero que de lo que resulta que sí han hablado fuera de internet con un amigo un día antes). Pues bien, por lo general la mitad o dos tercios de los asistentes levantan la mano. La verdad da más miedo. No es que nos escuchen y después sirvan anuncios personalizados. Es que el muñeco que tienen de nosotros es tan exacto que predice cosas de nosotros que a nosotros nos parecen magia».</www></www></i></div><div style="text-align: justify;"><i><www .stolenfocusbook.com="" audio=""><www .stolenfocusbook.com="" endnotes=""><br /></www></www></i></div><div style="text-align: justify;"><i></i><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/VZcLpM4-nhU?si=XOFm-NFZTFr5c0TU" width="520"></iframe></div><div style="text-align: justify;">Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/v3zFMYY0mfU" width="520" youtube-src-id="v3zFMYY0mfU"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Johann Hari. El valor de la atención</div>
<iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/johann-hari.-el-valor-de-la-atencion" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>
Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-80879106976579928552023-12-20T20:46:00.002+01:002023-12-20T20:46:56.642+01:00<div><br /></div><span style="font-size: x-large;"><div style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;"><b>MAGGIE O'FARRELL. <i>SIGO AQUÍ</i>; <i>EL RETRATO DE CASADA</i></b></span><i> </i></div></span><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de <i>Todos los libros un libro</i>. Llegados ya estos últimos días de 2023 no quería yo cerrar la programación por este año sin hablaros de dos de los libros más recomendables que he leído en estos doce meses. Por ello, voy a dedicar el penúltimo espacio antes de las Navidades a <i>Sigo aquí</i>, el conmovedor texto autobiográfico de Maggie O'Farrell, uno de sus pocos títulos que aún no había leído hasta hace unos meses porque en su momento lo dejé de lado para centrarme en su obra novelística; y <i>El retrato de casada</i>, la bellísima novela con la que la irlandesa ha entusiasmado a sus lectores tras el incuestionable éxito de su anterior publicación, la magistral <i>Hamnet</i>. </div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">La escritora británica ya había tenido presencia en <i>Todos los libros un libro</i> en un par de ocasiones, en 2013 y en el reciente 2022, en las que os hablé de la mayor parte de su obra, de la que soy un ferviente admirador y de la que ahora, muy brevemente, quiero dejaros un somero recordatorio antes de adentrarme en mi doble propuesta de esta tarde. En todos los casos, y como comenté la temporada pasada en mi reseña de <i>Hamnet</i>, estamos ante libros espléndidos, impregnados de una sensibilidad, una emoción, una intensidad, una delicadeza, un lirismo, una potencia narrativa, una gracia y una belleza memorables; unos logros especialmente notables cuando sus temas, la estructura, la ambientación, las tramas, sus líneas argumentales y sus propuestas estilísticas son muy disímiles, en un rasgo, un cierto eclecticismo, definitorio de la obra de O’ Farrell: la relación entre una anciana de setenta y siete años que ha vivido encerrada en una clínica psiquiátrica y su improbable única descendiente, una sobrina nieta que desconoce su existencia, en <i>La extraña desaparición de Esme Lennox</i>; un jubilado que desaparece repentinamente de su casa, en verano de 1976, dejando a su mujer y sus tres hijos, católicos irlandeses radicados en Londres, sumidos en la perplejidad y enfrentados a los secretos familiares, que centran la trama de <i>Instrucciones para una ola de calor</i>; una pareja atípica, él un profesor neoyorquino con dos hijos de un anterior matrimonio; ella una parisina estrella de cine, casada y con un hijo, que desaparece del mundo dejando atrás marido, carrera y fama para esconderse en una casona aislada en Donegal, Irlanda, en la que ambos vivirán una tortuosa y emotiva historia de amor que implica escenarios, tiempos y una decena de personajes muy diversos, en <i>Tiene que ser aquí</i>; las vidas de dos mujeres, a las que conocemos en dos épocas distintas, en la segunda mitad de los cincuenta y en la época actual, enlazadas por un sutil y hermosísima trama de amor, sufrimiento, traiciones, interrogantes y maternidad que aparecen en <i>La primera mano que sostuvo la mía</i>; y la memorable historia del pequeño hijo de Shakespeare, de la tierna, extraña, amorosa, libre, intensa y apasionada madre del niño y de la del propio dramaturgo, núcleo central de la exitosa <i>Hammet</i>. En todas ellas, y en los dos títulos que hoy quiero presentaros hay, sin embargo, una coincidencia en los asuntos vinculados a las relaciones familiares y sentimentales, al amor y sus enigmas, al abandono y la pérdida, a la maternidad, a los secretos, al matrimonio, al destino, y además -en <i>Hamnet</i> y<i> El retrato de casada</i>- un muy particular acercamiento a la recreación histórica. Y todas son, además de narraciones adictivas, novelas conmovedoras y emotivas, que rezuman sensibilidad y ternura, delicada melancolía, sentimiento y belleza. <i>La extraña desaparición de Esme Lennox</i> e <i>Instrucciones para una ola de calor</i> se publicaron en la editorial Salamandra en traducción de Sonia Tapia Sánchez. <i>Tiene que ser aquí</i>, <i>La primera mano que sostuvo la mía</i> y <i>Hamnet</i> aparecieron en Libros del Asteroide, en 2017, 2018 y 2021, respectivamente, en traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. Libros del Asteroide acoge igualmente, con idéntica traductora, <i>Sigo aquí</i>, de 2019, y <i>El retrato de casada</i>, de este mismo 2023. Aprovecho para informar a quienes nos siguen que ya está “cociéndose” la edición, también en Libros del Asteroide, de la que fue la tercera novela de O'Farrell, hasta ahora inédita en nuestro país. <i>La distancia que nos separa </i>aparecerá en marzo de 2024 y, como podéis imaginar, ya la estoy esperando con ilusión. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg6V_eoJ1xaaqpnlyN-q73oYWJFrVciPHNngixvJIyZDFDaNbKfa17puADBgRvieM5nfLFpVwWQfEX58V6-xkvf0Yu5-uTyBeZoUjxnXYu7cjetNbcVBIA0pVK5EUFxj4yfxQd8vONJSTKerekuRJs7aEedC0_Z8uN3pZAl3kerzzL3SlKcmhdg8ESzgT_B/s2361/Sigo%20aquii.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="2361" data-original-width="1474" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg6V_eoJ1xaaqpnlyN-q73oYWJFrVciPHNngixvJIyZDFDaNbKfa17puADBgRvieM5nfLFpVwWQfEX58V6-xkvf0Yu5-uTyBeZoUjxnXYu7cjetNbcVBIA0pVK5EUFxj4yfxQd8vONJSTKerekuRJs7aEedC0_Z8uN3pZAl3kerzzL3SlKcmhdg8ESzgT_B/s320/Sigo%20aquii.jpg" /></a></div>Antes de detenerme en mi entusiasta propuesta de <i>El retrato de casada</i>, que centrará la emisión de esta tarde, quiero comentaros brevemente esa peculiar autobiografía que es <i>Sigo aquí</i>, lo que permitirá a quien no conozca a Maggie O’Farrell, escritora, periodista y profesora de escritura creativa, nacida en Irlanda el 27 de mayo de 1972, saber de algunos de los aspectos más significativos de su vida, reflejados en el libro a partir de sus extraordinarios -aunque no en desde un punto de vista literal, pues han sido muy frecuentes- contactos con la muerte. En este sentido, el subtítulo de un libro que en su edición original se presentó bajo la rúbrica de<i> I Am, I Am, I Am</i> es suficientemente elocuente acerca de lo que se va a encontrar el lector que se adentre en sus doscientas setenta páginas: <i>Diecisiete roces con la muerte</i>. Publicado en el Reino Unido en 2017 y en nuestro país, como se ha dicho, dos años después, <i>Sigo aquí</i> debe su título a un también explícito verso de Sylvia Plath, en <i>La campana de cristal</i>: “I took a deep breath and listened to the old brag of my heart. I am, I am, I am” (<i>Respiré hondo y oí la consabida fanfarronada de mi corazón. Sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y es que, en efecto, Maggie O’Farrell sigue aquí, con sus padres, con su marido y sus tres hijos, con nosotros, sus lectores, pese a que, a lo largo de su azarosa existencia han sido diecisiete (dieciséis, en realidad, como luego explicaré), en el repaso literario de su protagonista, los sucesos, incidentes y situaciones en los que la muerte irrumpió en su vida estando a punto, en mayor o menor grado, de quebrarla. Diecisiete son también los capítulos del libro, encabezados, en casi todos los casos, por el nombre de algún órgano, miembro o parte del cuerpo en los que se concretó el peligro que puso en riesgo su vida. Cuello, pulmones -por tres veces-, columna, piernas, abdomen, cabeza (estos dos últimos en más de una ocasión), garganta, torrente sanguíneo, intestinos, cráneo, sistema circulatorio, todo el cuerpo, cerebelo, sangre y hasta “causa desconocida”, titulan los capítulos, en general no demasiado extensos, que se abren con preciosas ilustraciones anatómicas y en los que da cuenta, con su muy reconocible prosa sencilla y magnética, directa, diáfana, sin excesivos énfasis, y mezclando la cronología de los hechos -1990, 1988, 1977, 1993, 2002, 2003…, y así, en continuos saltos temporales arriba y debajo de su trayectoria vital-, de esos momentos, ocurridos en distintos lugares del mundo y sorprendentemente numerosos si consideramos el normal transcurrir de la existencia de una mujer de cincuenta y un años, en los que su vida pendió de un hilo, en un relato deslumbrante en el que, pese a que la sombra de la tragedia está presente de continuo haciendo que en muchas ocasiones el lector transite por las páginas del libro con el corazón encogido, prevalece la alegría, la lucha por la supervivencia, la maravilla, la inmensa belleza y el privilegio que supone el existir, la entusiasta liberación que proporciona el sabernos vivos, pletóricos, entonando cada día, exultantes, el eufórico canto: <i>sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí</i>… En diecisiete narraciones de diversa extensión, breves en su mayoría, como ya he señalado, afloran los temas habituales de O’Farrell: la necesidad de sobreponerse al duelo, la inocencia de la infancia y también su fragilidad, las cicatrices que nos deja y también su superación, las complejas relaciones familiares, el amor, la pareja y sus conflictos, la condición femenina y sus peligros -los ataques, los abusos, las violaciones, el miedo y la indefensión-, la conciencia y la importancia del propio cuerpo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Maggie O’Farrell se nos aparece en el libro como una mujer inteligente y decidida, aunque a la vez confundida en muchos momentos de su vida, contradictoria en sus sentimientos y su emocionalidad, fuerte y a la vez muy frágil, valiente y, también, extraordinariamente sensible y vulnerable, con una trayectoria vital marcada por las múltiples enfermedades, el dolor, los padecimientos físicos y el sufrimiento, que fraguan en esos momentos, inusitados por su abundante recurrencia, en los que la roza la muerte. <i>Las experiencias cercanas a la muerte no son nada único ni excepcional. No son tan raras; me atrevería a afirmar que todo el mundo las ha tenido en algún momento, aunque no se diera cuenta (…). Pululamos todos por ahí como atontados, viviendo un tiempo prestado, hurtando los días, librándonos del destino, resbalando por los resquicios sin saber cuándo va a caernos el hacha encima</i>, escribe, con una naturalidad solo posible en quien, en efecto, ha estado en muchas ocasiones cerca del fatal desenlace. Para, a continuación, citar a Thomas Hardy, en <i>Tess </i>(libro y autor presentados aquí hace algunos años): <i>Había otra fecha […] la de su propia muerte; un día que aguardaba agazapado, escondido entre los otros días, sin dar señales ni hacer ruido cuando ella pasaba por cada año; pero no por eso dejaba de estar ahí. ¿Qué día sería ese?</i>, en una reflexión muy reveladora de la constante presencia de la muerte en su vida. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Desde muy pequeña, una Maggie hiperestésica es consciente de esa sombra inquietante y aterradora. <i>La primera vez que me pasó esto tenía unos cinco años (…) Estaba en la puerta de una tienda, con una mano en el pomo de madera, columpiándome, tocando la mano quieta con la libre y hacia atrás otra vez. (…) Debía de estar esperando a mi madre, que habría entrado a comprar verdura: a mediados de la década de 1970 era aceptable dejar a los niños en la acera, a la puerta de las tiendas.
Recuerdo que, mientras me columpiaba, algo cambió o se instaló en mí, una visión más profunda. De pronto mis percepciones se recalcularon o se bifurcaron. Me vi desde arriba y desde dentro. Tuve la sensación de ser minúscula, inconsecuente, una autómata diminuta moviéndose en un espacio mucho más amplio, y, al mismo tiempo, era perfectamente consciente de mí misma como organismo, como microcosmos humano (…) En ese momento, y quizá por primera vez, supe que un día moriría, que no quedaría nada de mí, ni los guantes, ni la respiración, ni los rizos, ni el gorro. Lo supe con convencimiento por primera vez. Mi muerte era como una persona que estuviera siempre a mi lado</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En una conversación con su madre, recogida en uno de los capítulos del libro, explica cuál es el propósito último de su libro: <i>intento relatar una vida, pero solo a través de experiencias cercanas a la muerte</i>, para añadir, en síntesis clarificadora: <i>son solo… retazos de una vida</i>. <i>Una colección de momentos (…) La enfermedad de la infancia, cuando casi me atropella un coche, los partos, la deshidratación por disentería…</i> O’Farrell, rescata esos instantes significativos -decisivos- de su vida, llevada por una muy notoria hipersensibilidad, que le permite “recuperar” -recordar y revivir- a quien ella misma fue en el pasado: <i>De vez en cuando, no muy a menudo, pienso en la persona que era a los veintitantos años (…) A veces es difícil captar su esencia, imposible recordar cómo podía seguir avanzando ante tanta fluctuación e inestabilidad. Sin embargo, otras veces, la percibo. Tal vez voy paseando por la calle con mis hijos, con uno de la mano, intentando alcanzar a otro y escuchando lo que me cuenta el tercero sobre el referéndum escocés (mis hijos tienen andares divergentes e incompatibles: a uno le gusta ir detrás, distraído; a otro, echar a correr delante de mí, y al tercero, ir tan pegado a mi lado que a veces tropiezo con él). Podemos avanzar así, cada cual a su manera, cuando de pronto algo me llama la atención (el timbre inconfundible de un metro que desacelera, unos rasgueos de guitarra que salen por la ventana del sótano de un café, la sensación de unos dedos helados, encogidos dentro de un bolsillo), y entonces la percibo como si estuviera ahí mismo, en la acera, con nosotros</i>, y discúlpenseme los largos fragmentos intercalados, indispensables para trasladar el modo en que surgen las historias que integran la obra y, sobre todo, la atmósfera intimista, introspectiva, tierna, amorosa, delicada, sensible, emotiva, cercana, muy humana, que respira el libro. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En un repaso a vuela pluma de esos incidentes dramáticos y, en cierto modo, también reveladores de su vida, está en primer lugar el relato, <i>Cuello</i>, del encuentro, en un paseo campestre, de una Maggie muy joven, dieciocho años, el capítulo se fecha en 1990, con un hombre que la sigue por unos parajes solitarios cercanos a un lago con la intención, que la chica intuye con nitidez, de violarla y matarla. Cuando el hombre pasa por su cuello la correa de los prismáticos para que ella pueda ver los patos lacustres, la impresión de peligro mortal se hace insoportable. Ella consigue huir, indemne y aliviada aunque con la duda de si todo ha sido una invención suya. Dos semanas después, el hombre será detenido por la violación y muerte de otra chica en la misma zona. En <i>Pulmones</i>, la Maggie adolescente de 1988, aburrida con sus amigos de pandilla (<i>Esperan, todos ellos, porque esperar es lo que hacen los adolescentes que viven en las ciudades de costa. Esperan: a que algo termine, a que algo empiece</i>), se lanza al mar, impulsivamente, desde el muro del puerto, para, víctima de una de las secuelas de una muy grave enfermedad infantil (<i>Tengo unas cuantas funciones neurológicas deterioradas, entre ellas, la percepción de las cosas, de su posición o de dónde deberían estar, y del lugar que ocupo yo entre ellas. He perdido esta función inconsciente y la suplo con la vista; a esta habilidad que me falta la llaman propiocepción</i>), perder la orientación bajo el agua y estar a punto de perecer. Y ahora es un atropellamiento del que se salva por milímetros el que da pie a las reflexiones sobre su independencia, su rebeldía, su autonomía, ostensibles ya desde los cinco años. Saltamos a 1993, Maggie tiene veintiún años, viaja a Hong Kong en busca de dar sentido a su vida, tras abandonar la previsible y prometedora carrera universitaria después de unos no sobresalientes resultados académicos. En el vuelo, el avión cae inesperadamente en picado, los pasajeros saltan por los aires en la cabina, la muerte parece inminente. Todo pasa, no obstante -<i>Es preciso esperar lo inesperado, aceptarlo. Estoy a punto de descubrir que lo mejor no es siempre lo más fácil</i>-, e instalada en la capital asiática en casa de su amigo Anton, sin ocupación alguna, saca un libro tras otro de la biblioteca, lee sin parar (<i>Leo cuando voy andando al trabajo, leo en el metro, leo entre clase y clase, leo en el cuarto de baño</i>) y una noche, <i>en la época de los monzones, cuando la lluvia es un constante zumbido adormecedor en la calle, cuando la ropa, las ventanas y las fotografías se enmohecen por la humedad y hace demasiado calor para dormir, después de leer versiones subversivas de cuentos europeos, me entra la necesidad de escribir algo. Me levanto, busco un lapicero, abro un cuaderno encima de la mesa y, mientras Anton duerme, empiezo a escribir</i>, en lo que será el azaroso descubrimiento de su carrera como narradora. Y hay un robo en Chile, cuando, ya con su pareja de entonces -2002- y actual marido, Will, un hombre le pondrá una navaja en la garganta conminándolos a entregar todo su dinero. Y en 2003 nace su primer hijo, y el relato de la muy cruenta cesárea, complicada por las singularidades neuromusculares en la columna y la pelvis a las que la ha condenado su enfermedad infantil (<i>La causa más frecuente de mortalidad materna en todo el mundo es la hemorragia posparto</i>, en una afirmación, avalada con datos que se incluyen en el texto, que nos muestra otra de las vías, la combativa y de denuncia, por la que se mueve el libro), es angustioso y sobrecogedor, aunque da lugar a algunas de las páginas más bellas del libro, con la aparición algo fantasmal, apenas entrevista, quizá imaginada por entre las brumas de la anestesia, de un hombre, con uniforme de hospital y mascarilla, que le coge la mano, la conforta, la cuida en esos momentos terribles, terminales casi: <i>Cuando me cogió la mano me enseñó una cosa sobre el valor del contacto, el poder de comunicación de la mano humana (…) Las personas que nos enseñan algo nos dejan un recuerdo particularmente vívido en la memoria. Cuando conocí a este hombre, hacía unos diez minutos que yo era madre, y él, con un gesto pequeño, me enseñó una de las cosas más importantes de este trabajo: la ternura, la intuición, el contacto, y que, a veces, hasta las palabras sobran</i>. Y la maternidad, en este caso el aborto espontáneo, debiendo la madre “cargar” con el hijo muerto, es el núcleo de <i>Recién nacida y torrente sanguíneo</i>, que da pie a reflexiones más o menos “objetivas” sobre el aborto: <i>La vida</i> <i>[de los niños] empieza mucho antes del nacimiento, mucho antes de la concepción y, si resultan en aborto, se malogran o sencillamente no consiguen materializarse, se convierten en fantasmas de nuestra vida</i>, en palabras de Hilary Mantel que O’Farrell transcribe; y también subjetivas sobre el impacto personal que causa en la madre fallida la interrupción del embarazo: <i>¿Por qué no hablamos más de ello? Porque es demasiado visceral, íntimo, propio. Se trata de personas, espíritus, fantasmas que nunca respiraron aire ni vieron la luz. Son tan invisibles, tan evanescentes que no tenemos palabras para ellos</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y la zozobra, la congoja, el miedo y la desesperación que acompañan a la certeza de la muerte por ahogamiento vuelven a aparecer en el segundo capítulo titulado <i>Pulmones</i>, una experiencia angustiosa vivida en el océano Índico, en la que la protagonista -que la narra evocando su atracción por el mar y su fascinación infantil por los <i>selkies</i>, las criaturas mitológicas de los cuentos que leía de pequeña, unos seres que pueden tomar la apariencia de humano o de foca y que se debaten entre la naturaleza marina y terrestre-, se ve atrapada por una poderosa corriente que la zarandea, la hunde, la golpea contra el fondo, la revuelve, le impide encontrar la superficie y tomar aire. La alocada y algo insensata Maggie de 1991 se prestará, inconsciente, en un espectáculo circense, a que un lanzador de cuchillos la utilice como diana (<i>¿Por qué? Imposible decirlo ahora. ¿Porque solo soy una adolescente? ¿Porque me alivia tanto estar otra vez con mis amigos, saber que existe mi vida con ellos, que no la he soñado? ¿Porque a veces me harto de ser la única sobria del grupo? ¿Porque en cierto modo quiero saber qué se siente en el ruedo, al calor de los focos? Porque ¿por qué no? ¿Por qué no exponerse a que un desconocido en el que no tienes motivos para confiar te lance unos cuantos puñales?</i>), en un episodio de nuevo agobiante. Y a través del recuerdo de su madre -ella, con solo tres años cuando lo protagonizó, ha olvidado el incidente- sabremos que, en el garaje de su casa, cuando la mujer saca la compra del maletero y se dispone a cerrarlo, está a punto de golpear con la puerta a la pequeña que, desoyendo las indicaciones de su madre, y sin que ella lo advierta, se ha bajado del coche y tiene la cabeza metida en el maletero. Y un vehículo protagoniza también otro capítulo, en el que el movimiento instintivo de la protagonista, que se agacha al borde de la carretera para agarrar por el collar a un perro que se dispone a cruzar la calzada, la deja a escasos centímetros del paso arrollador de un camión, cuya inercia al pasar incluso le levanta el pelo. <i>Nunca ha sabido calcular bien la distancia entre ella y el resto del mundo, tampoco el espacio que ocupa ni el margen que necesita alrededor</i>, escribe O’Farrell que, como en el resto de las narraciones, se eleva de la anécdota para explicar aspectos sustanciales de su personalidad. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Una muy grave disentería amebiana, contraída en un viaje en China (vuelve, con Anton, desde Hong Kong -las distintas etapas de su vida van aflorando, entremezcladas, en un puzle del que el lector acaba por encajar todas las piezas-, en un viaje en busca de su propio camino, de orden vital, de estabilidad: <i>Viajamos por tierra, cruzaremos China, Mongolia, Siberia y Europa del Este, y terminaremos en Praga dentro de un mes o dos; desde allí cogeremos un autobús que llega a Londres en veinticuatro horas</i>), la llevará a un inenarrable hospital en el que recibirá un insólito tratamiento, un antibiótico para caballos, peripecia que sufrirá en paralelo a los primeros indicios de desintegración de su relación con Anton, una ruptura que llegará en el capítulo siguiente, <i>Sangre</i>, con las infidelidades y las mentiras del hombre y una consecuencia inesperada, la sospecha de una posible infección de sida, contada de modo emotivo y bellísimo, en un pasaje en el que Maggie acude al analista con Eric, un amigo homosexual. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Otra experiencia en la que se “siente” la inminencia de la muerte sobrevuela el relato aparece en <i>Causa desconocida</i>, que narra un incidente vivido en 2003. La autora, cuyo primer parto, como ya he reseñado, ha sido problemático, doloroso y con mucho peligro, se encuentra ahora con las dificultades que su hijo recién nacido tiene para mamar, lo que le ha llevado al borde de la muerte en una ocasión. En una carretera de Francia, a donde ha viajado en vacaciones, se ve obligada a detener el coche para atender al niño que reclama su atención con gritos y lloros urgentes. Entonces, cuando la angustia la desborda, dos hombres de aspecto amenazador se acercan con no muy buenas intenciones al automóvil, en el que una Maggie angustiada ha conseguido pulsar el seguro de las puertas: <i>Los hombres llegan. Intentan abrir las puertas, las de los lados y la de atrás, aplastan las manos contra las ventanillas, me miran, ahí sentada, con un pecho al aire y un niño inquieto en los brazos. El coche oscila de un lado a otro, pero sigo sentada, contenida, a salvo, rodeada de un foso de metal y cristal. Los miro a los ojos (los tienen desencajados y azules como el frío mar), les veo las líneas de las manos, apretadas contra el cristal. Jadeo, ellos también. Uno da un golpe rabioso, furioso, en el techo, que provoca una nota grave, como la de un fagot. Después se van, se alejan, se reúnen en el otro extremo del coche, se pierden en la carretera, se funden otra vez con el maizal</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los pulmones comparecen de nuevo en el antepenúltimo relato del libro. El bebé de la anterior historia es ahora un pequeño adolescente que disfruta con su madre de las plácidas aguas del Índico en Zanzíbar. Con el niño encima de ella, agarrado a su cuello, la escritora nada hasta una plataforma relativamente cercana a la costa, pero ha medido mal sus fuerzas, su energía se agota, el muchacho le pesa a sus espaldas y está a punto de desfallecer y ahogarse antes de alcanzar la plataforma. La tensión y el desasosiego del momento, son narrados en paralelo al recuerdo de su primer viaje, escolar, a Roma, con el encanto de la novedad y la alegría por haber encontrado en el acto de viajar el antídoto a <i>la insatisfacción, la restricción del día a día, el tedio y la tirantez de la rutina, el picor irritante de la monotonía. Y escribe: Recuerdo que, cuando me leyeron Alicia en el país de las maravillas y Alicia, suspirando, dice: «¡Ah, cuánto me gustaría escaparme de los días normales! ¡Quiero dar rienda suelta a la imaginación!», levanté la cabeza de la almohada pensando, sí, sí, eso es, exactamente. El viaje escolar me demostró que era posible calmar este anhelo, saciarlo. Lo único que tenía que hacer era viajar</i>. Cumplirá ese propósito con creces, como prueba la variedad de destinos viajeros en los que se embarca -a menudo con sus hijos- en los distintos episodios de este <i>Sigo aquí</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los dos últimos capítulos de la obra son magistrales, y el último en particular memorable, justificando por sí solo la lectura del libro. En <i>Cerebelo</i> conocemos la experiencia, dolorosísima y decisiva en su vida, de la encefalitis sufrida con solo ocho años. La percepción de la singularidad de su vivencia (<i>Siempre hay algo en mí que les parece</i> [a los médicos] <i>fuera de lo común, extraño, inexplicable, y echan un vistazo a mi historial y después me miran</i>); la larga y muy dura estancia hospitalaria; la rutinaria convivencia con el dolor intenso; la conciencia, en una mente infantil, de la muerte cercana; la dramática certeza, en el mejor de los casos, de una vida quizá definitivamente marcada por la enfermedad, impregnarán su existencia (<i>el tiempo que pasé en el hospital es la bisagra de la que cuelga mi infancia. Hasta aquella mañana en la que me desperté con dolor de cabeza yo era una persona; después, otra muy distinta</i>) y condicionarán el modo en que encarará sus días: <i>El haber estado tan cerca de la muerte de pequeña y volver de nuevo a la vida me proporcionó durante mucho tiempo una osadía, una actitud desdeñosa e incluso demencial frente al riesgo</i>. Todo ello contado entre informaciones técnicas sobre el funcionamiento del cerebro, anécdotas de su “reclusión” hospitalaria -algunas muy tiernas; otras dramáticas, como la siniestra aparición en su habitación de Jimmy Savile, al que no se cita por su nombre pero sí resulta fácilmente identificable, el popular locutor radiofónico británico, del que se acabó desvelando su condición de pederasta depredador-; y reflexiones sobre su infancia, la muerte… </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La experiencia de la maternidad, sustancial en varios capítulos del libro, resulta nuclear en <i>Hija</i>, que se sitúa temporalmente con un “<i>hoy en día</i>”. Es el único capítulo en el que la experiencia de la muerte no está protagonizada por la muy propensa a las situaciones límite Maggie O’Farrell, sino por su pequeña hija, la mayor de sus dos niñas. <i>Vamos en coche a toda velocidad por una campiña verde</i> [estamos, una vez más, en un viaje vacacional, ahora en Italia], <i>la carretera describe curvas muy cerradas alrededor de los campos. En ese momento me doy cuenta de que mi hija está en peligro de muerte</i>. La niña, que ya recién nacida manifestó preocupantes y dolorosísimos síntomas de una alergia que la hacía llorar desconsoladamente y rascarse con fruición, despellejándose la piel entre ronchas sanguinolentas, será diagnosticada de anafilaxia, un trastorno inmunológico congénito a causa del cual su sistema inmunitario reacciona en exceso frente a determinados “agentes”, inhibiéndose, también en demasía, ante otros. O’ Farrell nos ofrece la interminable y dramática lista de potenciales “asesinos” de su hija, expuesta de continuo al riesgo de una reacción alérgica mortal: <i>si come algo con trazas de frutos secos; si se sienta a una mesa en la que alguien ha consumido semillas de sésamo recientemente; si se casca un huevo cerca de ella; si le pica una abeja o una avispa; si toca la mano de alguien que acaba de comer frutos secos, huevo o ensalada con aceite de pipas de calabaza; si entra en un guardarropa y hay un cacahuete en el bolsillo de un abrigo; si se mete en una piscina hinchable con alguien que lleve crema solar de aceite de almendra; si en un café me dicen que tal tarta no lleva frutos secos ni huevo, pero la sirven con unas pinzas que han usado antes para coger un brownie; si en el tren o en el avión alguien abre una chocolatina con frutos secos al otro lado del pasillo; si su compañera de mesa en el colegio ha desayunado muesli</i>. La narración, de una sensibilidad y una emoción rayanas en lo insoportable (y hablo, claro está, en un sentido positivo del término), recrea la dura vida, el sufrimiento y el dolor de la pequeña, las preocupaciones y la angustia constantes de su madre, el permanente estado de alerta en que viven (<i>Mi hija sufre una media de entre doce y quince reacciones alérgicas al año, de gravedad variable</i>), las cautelas y las exigencias cotidianas, una sucesión de protocolos preventivos, que impone a ambas la enfermedad, los cambios en la personalidad de madre e hija provocados por esa incesante exposición a las amenazas de la muerte. Y, sobre todo, el relato es una conmovedora historia de amor materno que sume al lector en un mar de lágrimas. Corro el riesgo, como tantas veces en <i>Todos los libros un libro</i>, de desvelar al oyente algún elemento sustancial de la “trama” (llamémosla así), pero no puedo resistirme a transcribir las últimas palabras del capítulo, en las que se nos da cuenta de la resolución del incidente con el que se abría. Tras largos y angustiosos minutos en los que, extraviados en una carretera perdida, sin cobertura en sus móviles, urgidos por el padecimiento de la niña y desesperados por la imposibilidad de dar con un médico que la trate, cuando todo hace presagiar el inminente choque anafiláctico y, en consecuencia, la muerte de la pequeña, por fin<i> el navegador, con su inimitable calma electrónica, nos informa de que estamos a dos minutos de la</i> autostrada<i> y a ocho del hospital. Una «H» roja intermitente en la esquina de la pantalla nos guía con su luz: faltan ocho minutos, siete, seis. Will acelera por la</i> autostrada, <i>a la mierda el límite de velocidad, y llegamos al hospital Orvieto, las ruedas chirrían en la entrada reservada para las ambulancias; saltaré del coche, echaré a correr con mi hija en brazos, como una ofrenda. Pensaré, ¡ah, no, de eso nada! Ahora no, aquí no. Hoy no te la llevas, hoy no, ni hasta dentro de mucho tiempo.
Ella sigue aquí, sigue aquí, sigue aquí</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Simplemente inolvidable… ¡Lanzaos a leer <i>Sigo aquí</i>! ¡Pero aún no! ¡Esperad! ¡Aún falta <i>El retrato de casada</i>, otra maravilla! </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjyMDknq-HND5NzthoDfiCVeQEKRtn1qhmi_d692BhmUPJzihIBFheak4fWj1dQcFZWekUBKI4anNniHGKEHcfKTALjoqgFNAv414PkLPu3di8at3QMustyK4wWlhZXJY2hbRskHnBLmsoMLu8UY3hUhTAq9zkfyFzK128DhmTtCo2rLJJV1jqoyKMJUyVk/s1200/Maggie%20O%27Farrell.%20El%20retrato%20de%20casada.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1200" data-original-width="793" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjyMDknq-HND5NzthoDfiCVeQEKRtn1qhmi_d692BhmUPJzihIBFheak4fWj1dQcFZWekUBKI4anNniHGKEHcfKTALjoqgFNAv414PkLPu3di8at3QMustyK4wWlhZXJY2hbRskHnBLmsoMLu8UY3hUhTAq9zkfyFzK128DhmTtCo2rLJJV1jqoyKMJUyVk/s320/Maggie%20O%27Farrell.%20El%20retrato%20de%20casada.jpg" /></a></div>El hilo que une las cerca de cuatrocientas páginas de <i>El retrato de casada</i>, su línea argumental, es relativamente simple y lo revela la autora en el breve texto con el que, bajo la rúbrica “Referencia histórica”, se abre el libro: <i>En 1560, a los quince años de edad, Lucrezia di Cosimo de’ Medici salió de Florencia para iniciar su vida de casada con Alfonso II d’Este, duque de Ferrara. Moriría antes de cumplirse un año. La causa oficial de su muerte sería «fiebres pútridas», pero se rumoreaba que la había asesinado su marido</i>. Quedan así situados, desde el inicio, el marco histórico, el leve apunte de misterio que introduce en la novela notas de <i>thriller</i>, y la circunstancia personal de la protagonista del libro, esta Lucrezia, a la que “conoceremos” en su muy primera infancia, entregada después, a los trece años, a su futuro marido (él tiene doce más), aunque la consumación de su matrimonio deberá esperar -los asuntos políticos que acucian al ducado de Ferrera entretienen a Alfonso en Francia un par de años-; una joven, una niña, de la que O’Farrell nos contará, con continuos saltos adelante y atrás en el tiempo, su breve existencia, desde 1544 cuando aún es un mero germen de vida en el vientre de su madre, una fascinante Eleonora de Toledo, hasta 1561, en que se producirá su muerte, pasando por las diversas vicisitudes de su sombría estancia en Ferrara: su rechazo a una boda impuesta (<i>—Padre —dijo ella, y la voz se le quebró. Sabía que estaba a punto de echarse a llorar—, no quiero desposar a ese hombre. Por favor, no me entregues a él</i>); la soledad en palacio; la pesarosa conciencia de que su matrimonio, al que accede tras la muerte de su hermana mayor, quien era la prometida “prevista” para la boda, solo responde a la necesidad de cimentar vínculos entre dos familias, los Medici y los D’Este, y dos estados, Toscana y Ferrara; la responsabilidad de concebir un hijo que perpetúe el linaje de su marido, incapaz hasta ese momento de conseguir descendencia; su añoranza de la relativa placidez de su vida en “casa” (<i>lo único que desea es estar en los pasillos del palazzo de Florencia</i>) y su aislamiento en la corte, ajena a las conspiraciones y maniobras políticas (<i>aquí no es una más, entre estas gentes que se hieren, luchan, se destierran y se encarcelan unos a otros, que matan e intrigan, que se van y que urden maquinaciones</i>); las dudas sobre el carácter ambiguo de Alfonso, cariñoso, cercano, amable y comprensivo en ocasiones (<i>simpático y divertido, que ladea la cabeza, que sabe conversar, cogerle la mano, tratarla con cariño y consideración, que se remanga las mangas del giubbone y enseña la piel morena de las muñecas</i>) y brutal, desapegado y distante, despiadado y cruel incluso en muchas otras; la aterradora premonición, las sospechas, los indicios, nítidos a veces, aunque no concluyentes, en torno a su asesinato a manos de su esposo (<i>La certeza de que él pretende acabar con su vida es como una presencia a su lado, como si un ave rapaz de negro plumaje se hubiera posado en el brazo de su silla</i>, dirá, en la tercera persona del estilo indirecto libre elegido por O’Farrell para darle voz). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Además del correlato histórico -base ligera, pues apenas se conocen datos fidedignos de la figura de Lucrezia-, la irlandesa sitúa su novela entre otros dos referentes, presentes en las citas introductorias al libro: el poema <i>Mi última duquesa</i>, de Robert Browning (<i>He aquí a mi última duquesa pintada en la pared, como si estuviera viva</i>, reza la cita), escrito en 1842 y en el que un Duque renacentista comenta el retrato de quien fuera su primera esposa y explica el modo en que le dio muerte, unos versos de lectura indispensable para la mejor comprensión de algunas de las claves del libro de O’Farrell (Alfonso encargará a un pintor, Sebastiano Filippi, el Bastianino, el retrato de su esposa, en un eje central del libro al que, además, debe su título); y un fragmento de <i>El Decamerón</i> de Bocaccio: <i>las mujeres, sometidas a la voluntad, los gustos y los mandatos de padres, madres, hermanos y maridos, viven la mayoría del tiempo encerradas en el reducido círculo de sus estancias, sentadas y casi ociosas, queriendo y no queriendo al mismo tiempo, entregándose a diversos pensamientos que no siempre pueden ser alegres</i>, que nos introduce en la esfera íntima de una mujer de la época y, por tanto, de la Lucrezia novelada. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El primer elemento destacado del libro, más allá del propio interés de la historia que relata y de la consabida maestría de su autora para crear “artefactos narrativos” subyugantes, reside en la construcción del personaje de Lucrezia, una niña -pues eso es, apenas una niña- sensible, discreta, tímida e introvertida, que, en silencio, aprende y capta las enseñanzas de los preceptores, que se desesperan por la desidia y la ignorancia de sus hermanos y que ni siquiera reparan en ella, callada, ensimismada en sus pensamientos, íntimamente emocionada por el dramatismo de las historias mitológicas que les narran sus maestros, absorta en los dibujos con los que ilustra los relatos que escucha, en una práctica que mantendrá en el tedio de su encierro en Ferrara <i>(No sabe lo que va a hacer: escribir una carta, dibujar, leer, aprenderse una poesía de memoria… Solo sabe que sentarse ahí, delante de la arqueta, con su tinta, su carboncillo, su cortaplumas, el papel y los pinceles le da una paz que no encuentra en ninguna otra parte</i>). Una chica inteligente, decidida, independiente, libre pese a la condena de vivir en una jaula, inquieta, rebelde (<i>De pronto se da cuenta de que hay en su interior una parte vital que jamás se doblegará</i>) e indomeñable (<i>Le habría gustado contestarle que no, que su forma de ser no consistía en someterse y consentir</i>), que, “distinta” para los parámetros de su tiempo, no se resigna a su destino (<i>No consentirá que la mate, que ponga fin a su vida. Pero es una esposa de dieciséis años, pequeña para su edad, sin amigos ni aliados cerca, ¿cómo va a poder ganarle la partida a un soldado, a un duque, a un hombre de veintisiete?</i>). Y tanto es una niña ingenua y feliz, añorante de sus días infantiles (<i>Estos son los últimos momentos de su niñez: la vida con su familia se disuelve con cada segundo que pasa)</i>, por momentos ilusionada ante los atisbos de amor genuino en su marido, ante las pequeñas alegrías de su vida, los paseos por la naturaleza en la <i>delizia</i>, la villa campestre de Alfonso, con <i>los luminosos caminos de los jardines (…), sus habitaciones con ángeles en el techo (…), los amables criados de la villa ofreciéndole bandejas rebosantes de dulces,</i> [los] <i>paseos en la mula con las riendas rojas</i>, como una adulta reflexiva, consciente, angustiada por las sospechas sobre su ominoso futuro, poco dócil (<i>Hay algo en ella, algo desafiante , dirá su esposo. A veces la miro y lo percibo… como si un animal viviera detrás de sus ojos. Yo esto lo ignoraba antes de los esponsales, no tenía la menor idea. Me aseguraron que era una mujer equilibrada y que gozaba de buena salud. Parecía tan dócil, tan encantadora, tan joven e inocente. Pero ahora que lo veo no sé cómo no me di cuenta. Temo que siempre habrá algo en ella que no se doblegará ni se dejará gobernar</i>) ante una autoridad que acaba por obligarla al acatamiento (E<i>s su mujer, la Iglesia y su padre los han unido. Es la niña que ocupó el lugar de su hermana. Es el eslabón entre el linaje de la Toscana y el de Ferrara, tendrá un hijo que podrá aspirar al gobierno de las dos provincias, de los dos linajes. Es el precio que hay que pagar por la libertad de la </i>delizia), temerosa y desconcertada ante el sexo impuesto, una suerte de violaciones reiteradas, de las que ella se evade huyendo a su interior (<i>Ha aprendido a respirar, a dominar los músculos para que no se resistan, a hundirse más en el colchón y encontrar un poco de sitio para ella, a no sobresaltarse cada vez que la toca con la mano o con otras partes del cuerpo. Ha descubierto que Isabella tiene razón, que con el tiempo duele menos, que a él no le gusta que ella exprese malestar, que el acto se alarga si ella abandona su cuerpo, si se queda quieta, pasiva. Él se alegra y termina antes si ella imita sus movimientos, sus expresiones, si sonríe cuando sonríe él, si suspira cuando suspira él, si lo mira a los ojos</i>), en una fuga que es la pauta recurrente de su vida (<i>Ella está tan quieta como puede, se desentiende de lo que sucede en el salón, da rienda suelta a los pensamientos. Se convierte en otra persona, se va a otra parte, como hace por las noches, con Alfonso, cuando deja en su lugar solo la piel y el hueso, solo las capas externas. Todo lo demás se retira, huye, se aleja</i>), protegida, recluida en su intimidad inaccesible (<i>Podría contarle todo esto a Alfonso, pero entonces le daría claves, puertas y pasadizos para llegar a su interior. Por eso no se lo contó. No quería darle permiso para que llegara a su interior. No le diría que, sin las clases de dibujo, que continuaron hasta el día de la boda, cree que no se habría recuperado ni habría sobrevivido, sino que se habría hundido bajo una superficie oculta. Guardará las palabras, las pondrá a salvo donde nadie pueda verlas ni leerlas</i>). He aquí, pues, algunos de los grandes temas de esta novela excepcional: el sexo, el amor, la muerte, el miedo, la soledad, la búsqueda y la construcción de la propia identidad, la añoranza, el deseo, la esperanza y las ilusiones, el poder, la ambición, el alma y la condición femenina, en una de las líneas más notables del libro, la constatación de la injusta situación de la mujer (como cuando Lucrezia imagina el destino que le esperaría a una posible hija: <i>A una niña se le exigiría hacer lo mismo que ha hecho ella, desarraigarse de su familia y de su lugar de nacimiento para arraigar en otra parte en la que tendrá que aprender a medrar, a reproducirse, a hablar poco y hacer menos, a quedarse en sus habitaciones, y a cortarse el pelo, y a evitar las emociones, y a contener la estimulación y a someterse a todas las caricias nocturnas que le salgan al paso</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Una novela también sobresaliente por la magnífica recreación del entorno, tanto el doméstico e inmediato (los ropajes, el mobiliario, la ornamentación de los palacios, la iluminación de las estancias, los oscuros pasillos, los utensilios del día a día -una diadema, unos candelabros, una copa, o las muchas cosas y artilugios que Lucrezia tiene sobre su escritorio: <i>sextantes, un mapa astrológico, un telescopio recogido sobre sí mismo, varios cálamos que había afilado ella misma, un cortaplumas, un cuenco con una mezcla reseca de aceite de linaza y restos de cardenillo en polvo</i>-, los usos cotidianos -el peinado, las doncellas que ayudan a desvestirse, los rituales de las comidas-, el ampuloso ceremonial de las cortes…); como el histórico, externo, que nos traslada con verosimilitud a la Italia renacentista, con las intrigas políticas, las maquinaciones por el poder, las luchas religiosas. Todo ello contado con levedad, como mero telón de fondo, sin interferir en la historia principal, insinuado apenas en detalles que se dejan al paso (<i>Lucrezia capta un brillo metálico en el cuello de la </i>camicia<i> de su padre y entiende que también hoy lleva puesta la cota de malla debajo de la ropa: ha oído decir que jamás sale del </i>palazzo<i> sin ella, está seguro de que alguien va a atentar contra su vida. Vuelve la cabeza a un lado y al otro, teme que pueda haber un asesino entre la multitud</i>), pero que nos describen el juego de intereses que describen el panorama político de la época, con escisiones en las cortes, inestabilidad, cismas religiosos, matrimonios de conveniencia, uniones y separaciones de estados, traiciones, espionajes, componendas, compromisos y traiciones, alianzas, intereses, rivalidades y engaños. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Quiero destacar también, para cerrar esta larga reseña, algunos de los recursos literarios que utiliza O’Farrell, que constituyen su estilo, identificable también en sus otras obras. Así, la narración articulada en diferentes planos temporales, con continuos saltos de tiempo, no solo en los distintos capítulos, que no siguen un orden cronológico lineal sino que nos llevan hacia atrás y hacia adelante situándonos en diferentes momentos de la vida de la niña, sino incluso “internamente”, dentro de la narración de un mismo episodio. También el relato ágil, la prosa rica, el énfasis en la descripción de la esfera íntima de su personaje, de sus pensamientos, de sus anhelos y miedos y emociones. Igualmente, la precisión en los detalles, ya señalada a propósito de la fidelidad en la descripción de los escenarios, pero especialmente significativa en lo que podríamos llamar la “dimensión pictórica del libro”, tanto en los dibujos de Lucrezia niña como en las sesiones en las que el Bastianino la pinta en la novela (nos han llegado varios retratos de ella, estos “reales”, obra de autores diversos). Por último, hay unos reveladores juegos metafóricos, que establecen vínculos con lo mitológico (la Ifigenia, entregada a la muerte por su padre Agamenón, para que los dioses permitieran la continuación del viaje de éste a Troya; en un relato que escucha Lucrezia de pequeña, mientras dibuja su figura y que aflora en paralelo al sacrificio que supone su boda con Alfonso), con los cuentos de hadas (la cenicienta, el príncipe distante, las hermanas malvadas, los venenos, las bestias mágicas) y, a propósito de las fieras, las metáforas -libertad y encierro, naturaleza y jaula, fuerza indómita y esclavitud- que representan los abundantes animales que aparecen en el texto: monos, un lobo marrón plateado, leones, jabalíes, caballos, pájaros y, singularmente, una tigresa con la que la niña tendrá un estremecedor encuentro en una escena que os dejo ya como texto final de esta reseña. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Tras ella, una pieza musical de Adriaen Willaert, un compositor flamenco con una especial importancia en el desarrollo del lenguaje musical del Renacimiento. La interpretación es de la Capilla Flamenca con Dirk Snellings. Con ella me despido hasta el año próximo, deseándoos unas felices fiestas y un pronto e ilusionado retorno en 2024 para poder encontraros aquí, de nuevo, en muchas y espero que estimulantes emisiones de <i>Todos los libros un libro</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Se quedó mirando la oscuridad. Parecía que latiera y murmurara. Pasó la vista de una punta a la otra. Intentó proyectarse hacia el animal que estaba allí dentro, imaginarse lo que habría sido ser capturada en un lugar lejano, transportada en barco hasta la Toscana y encerrada finalmente en una celda de piedra. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Por favor, suplicó otra vez con mucho más fervor que en los reclinatorios de la capilla, por favor. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La carne entreverada de grasa soltaba un olor rancio y ferruginoso. ¿Por qué no se la había comido la tigresa? ¿No tenía hambre? ¿Tan triste estaba? ¿Temía a los leones? </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Siguió mirando las negras profundidades en busca de movimiento, color o lo que fuera, pero no tenía fuerza suficiente en los ojos o no miraba donde debía, porque, tras un indicio de movimiento cerca de la pared de piedra, cuando volvió la cabeza para verlo, se encontró con la tigresa casi encima de ella. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Sus movimientos eran líquidos, como la miel al gotear de una cuchara. Emergió de las sombras de la jaula como si tuviera bajo su mando una gran porción de la selva, como si pisara el sucio barro del suelo de Florencia con las zarpas. No era un gatito. Parecía que fuera a estallar, vibraba, borboteaba como si ardiera por dentro, la cara lívida, asombrosamente simétrica. Era lo más hermoso que había visto en su vida. La espalda y los lomos brillantes como la boca de un horno, el vientre claro. Vio que las rayas del pelaje no eran tales, no: esa palabra no servía para describirlas. Eran puro encaje oscuro que adornaba, que ocultaba; la definían, la salvaban. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La tigresa se acercó un poco más, y otro poco más, hasta ponerse debajo del triángulo de luz. Miraba a Lucrezia a los ojos, fijamente. Por un momento, la niña tuvo la sensación de que iba a pasar de largo, como la leona. Pero se detuvo justo enfrente de ella. No estaba pensando en otra cosa, como la leona. La había visto, estaba allí con Lucrezia; tenían muchas cosas que decirse la una a la otra. Lucrezia lo sabía… y la tigresa también. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La niña se acercó, se puso de rodillas. Ahí tenía el flanco de la tigresa, a su lado: incisiones y elipsis de negro y ámbar que se repetían. Veía entrar y salir el aire de su cuerpo; veía la parte en la que el torso descendía y se perdía en el blando vientre, las suaves zarpas, el temblor de las patas. Vio que levantaba el lustroso hocico, que olisqueaba el aire y filtraba cuanto pudiera contarle. Lucrezia sintió la tristeza, la soledad que emanaba, el impacto de ser arrancada de su hogar, el horror de las semanas y más semanas en el mar. Percibió los mordiscos de los latigazos que le habían dado, el amargo anhelo del vaporoso y húmedo dosel de la selva y los irresistibles túneles verdes del sotobosque que eran sus dominios; el dolor ardiente en el pecho por los barrotes que ahora la encerraban. ¿No había esperanza?, parecía preguntarle la tigresa. ¿Me quedaré aquí para siempre? ¿Jamás volveré a casa? </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>A Lucrezia se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Estar tan sola en semejante sitio! Era una injusticia, no había derecho. Le pediría a su padre que la devolviera a su lugar. Que la llevaran en barco al mismo sitio en el que la habían encontrado, que abrieran los barrotes de la jaula y la vieran volver a los altísimos árboles cubiertos de líquenes. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Lentamente, muy lentamente, estiró la mano. La metió con cuidado por un hueco entre los barrotes de hierro y la alargó más, con los dedos separados, hasta tocarle el hueco del hombro, y volvió a estirarla hasta rozar la jaula con la cara. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>El pelaje era flexible, cálido, suave como el plumón. Le pasó la punta de los dedos por el lomo, notó el temblor de los músculos, la flexibilidad de las cuentas de la columna vertebral. El pelaje negro y el anaranjado no se diferenciaban, no se unían en una línea, como se había imaginado. Los dos colores se superponían y se fundían sin dejar rastro. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La tigresa volvió la vívida y compleja cara como para examinar a la persona que le prodigaba esas caricias, como si quisiera comprender su significado. Mirarla a los ojos era como contemplar el rostro de una deidad incandescente, prohibida. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Lucrezia y la tigresa se miraron un largo momento, la niña tocándole la espalda, y el tiempo se detuvo para ella, el mundo dejó de girar. Su vida, su nombre, su familia y todo lo que la rodeaba retrocedió y desapareció en el vacío. Solo era consciente del latido de su corazón y del de la tigresa, del pulso entre las costillas que inundaba las venas de sangre escarlata impulsándola y expulsándola. Casi no respiraba; no parpadeaba. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/WYNzRQSusdA?si=vQrz_0SE-r0dl5eI" style="background-image: url(https://i.ytimg.com/vi/WYNzRQSusdA/hqdefault.jpg);" width="520"></iframe></div><div style="text-align: justify;">Videoconferencia</div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/qpPLp3Qbwh8" width="520" youtube-src-id="qpPLp3Qbwh8"></iframe></div><br /><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-29207913632628506172023-12-13T20:29:00.003+01:002023-12-13T20:29:46.051+01:00
<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">HERNÁN DÍAZ. <i>A LO LEJOS</i>; <i>FORTUNA</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos, una semana más, a <i>Todos los libros un libro</i>. El espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca os ofrece hoy dos extraordinarias recomendaciones que, sin duda, os van a interesar, además de proporcionaros muchas horas -entre ambas alcanzan ochocientas páginas- de entregado disfrute. Se trata de dos novelas, muy diferentes entre sí en estilos literarios, planteamientos, propósitos y argumentos, aunque igualmente excepcionales: <i>A lo lejos</i>, de 2018, que vio la luz en España en 2020, en el seno de la editorial Impedimenta, y la más reciente <i>Fortuna</i>, que apareció en marzo de este año en el sello Anagrama. Su autor es Hernán Díaz, un escritor nacido en Buenos Aires hace cincuenta años, que cuenta en su haber con estas dos únicas obras novelísticas, aunque, al parecer, es responsable también de un estudio de teoría literaria con Jorge Luis Borges como centro, publicado en 2012. Díaz -ni su nombre ni su origen deben confundiros- escribe en inglés, idioma del que lo han vertido al español Jon Bilbao y Javier Calvo, respectivamente. Y es que el argentino se crio en Suecia, exiliada su familia tras el golpe de estado militar de 1976, y vive en Nueva York, en donde se doctoró en Filosofía, siendo actualmente profesor en la Universidad de Columbia. Editor de la Revista Hispánica Moderna del Hispanic Institute de su universidad y colaborador habitual de las más prestigiosas cabeceras literarias norteamericanas, como <i>The Paris Review</i>, <i>Granta</i> o <i>The New York Times</i>, con su primera novela fue finalista de los premios Pulitzer y PEN/Faulkner, además de obtener distintos galardones de menor entidad, mientras que con la segunda, de estruendoso éxito y que le ha llevado a ser considerado uno de los grandes nombres de la literatura actual, ha ganado el Pulitzer de 2023. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Empiezo, pues, mis comentarios por <i>A lo lejos</i>, el libro que yo leí con entusiasmo en su momento y que me convirtió en “devoto” apasionado de su autor. <i>A lo lejos</i>, presentado en una edición bellísima y casi impecable (hay dos hirientes “irrupciones” de “sabia” por “savia” en las páginas 242 y 280), es un wéstern, aunque, ciertamente, muy singular, atípico, diferente a las muestras más convencionales, tanto literarias como cinematográficas, del género (pese a que, como luego veremos, las referencias a esos tópicos consabidos son numerosas a lo largo de su texto). Un wéstern que “deconstruye” el wéstern, una <i>reinvención antiépica del wéstern</i>, como he podido leer en alguna crítica. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjakdcJmVMu1FcyyIUNEWXLDfhQlzCUnY5qV-lp21erE9avNMDu4UzgvXBVAvMjIJ4MZ8OnrYV7SWWvduPAH-ik2y6JmdCgzRkfJX8unyLXtNQovMnptqiMGoDJxBoD6Aw_3FoRk5NHYsKG-TQtba2GTFfEQaTW4-lEFZPw5igaSXRR3FoeLPNC8FjTNZZ0/s1385/Programa%20546.%20A%20lo%20lejos.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1385" data-original-width="900" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjakdcJmVMu1FcyyIUNEWXLDfhQlzCUnY5qV-lp21erE9avNMDu4UzgvXBVAvMjIJ4MZ8OnrYV7SWWvduPAH-ik2y6JmdCgzRkfJX8unyLXtNQovMnptqiMGoDJxBoD6Aw_3FoRk5NHYsKG-TQtba2GTFfEQaTW4-lEFZPw5igaSXRR3FoeLPNC8FjTNZZ0/s320/Programa%20546.%20A%20lo%20lejos.jpg" /></a></div>El libro se abre, en un capítulo preliminar, con la aparición fantasmagórica de un anciano de dimensiones colosales, con barba y cabellos blancos <i>entreverados de mechones pajizos</i>, con una<i> constitución castigada y no obstante musculosa</i>, de <i>una delgadez extrañamente robusta </i>y una apariencia imponente, que emerge desnudo del agua helada desde un agujero excavado en la nieve. Estamos en Alaska. El hombre forma parte de la expedición de una goleta fletada por la Compañía de Refrigeración estadounidense desplazada al norte en busca de salmón, pieles y hielo. Tras el baño gélido, y con sus compañeros ya ante el fuego nocturno del campamento, el hombre irrumpe desde su camarote en una comparecencia nuevamente espectral: <i>Vestía unos pantalones de cuero, una camisa raída y varias capas indefinidas de lana, cubiertas a su vez por un abrigo confeccionado con pieles de linces y coyotes, castores y osos, caribúes y serpientes, zorros y perros de las praderas, coatíes y pumas, y otras bestias desconocidas. Aquí y allá pendía un hocico, una zarpa, una cola. La cabeza ahuecada de un enorme león de montaña colgaba a su espalda como una capucha. La diversidad de los animales que conformaban el abrigo, así como los diferentes niveles de deterioro de las pieles, daban una idea bastante aproximada del prolongado tiempo que había llevado la elaboración de la prenda, y también de la amplitud de los viajes de su portador</i>. Un grupo de atentos y aterrorizados pasajeros y tripulantes del barco, casi todos hombres curtidos -hay un chico de quince años aún impresionado por la sobrecogedora presencia-, que desde el inicio del viaje han identificado a su llamativo acompañante, saben de la leyenda que le rodea y discuten la veracidad de los muchos rumores que sobre él corren, acogen ante la hoguera al impresionante Håkan (<i>parecía un Cristo anciano y fuerte</i>), que así se llama el portentoso gigante. El titán desmiente los bulos (<i>Casi todo es mentira —repitió el hombre—. No todo. Pero sí la mayoría</i>) y, con un hablar pausado, entrecortado, inicia una narración en la que rememora la inverosímil sucesión de peripecias en que ha consistido su vida. <i>Håkan comenzó a hablar. Haciendo largas pausas, y a veces con una voz casi inaudible, siguió hablando hasta la salida del sol, dirigiéndose siempre al fuego, como si sus palabras debieran arder nada más ser pronunciadas. En ocasiones, no obstante, parecía dirigirse al chico</i>. La novela es, en su totalidad, más allá de esta escena inicial, el relato de esa tormentosa biografía. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Håkan Söderström es un niño que vive con su familia una existencia precaria aislada y solitaria en un entorno inclemente, en una granja al norte del lago Tystnaden, en Suecia. La pobre tierra que trabajan no les permite apenas subsistir (<i>Vivían como náufragos. Había días en que nadie en la casa pronunciaba una palabra</i>), alimentándose a base de setas y bayas del bosque, y anguilas y lucios del lago, viendo enfermar y morir a dos de sus hermanos, sobreviviendo con dificultad sus padres, él mismo y su otro hermano Linus, cuatro años mayor y al que el chico idolatra, que lo cuida, lo protege y entretiene sus largos días de soledad contando a Håkan una historia tras otra: <i>aventuras que afirmaba haber vivido, relatos de proezas supuestamente escuchadas de primera mano a sus heroicos protagonistas y descripciones de lugares remotos que, de algún modo, parecía conocer al detalle</i>. Las limitaciones económicas de la familia y la imposibilidad de garantizar la pervivencia de todos en aquella escasez endémica, llevan al padre a vender uno de sus potros y con el dinero resultante comprar dos pasajes para América -no había suficiente para que viajara la familia entera- y enviar a sus dos hijos a esa aventura desconocida. Tras la estación de paso de Gotemburgo llegarán a Portsmouth, en donde deberán embarcarse. Entre la abigarrada multitud de los muelles, Håkan perderá a Linus y, confundido, desconcertado, analfabeto, sin hablar inglés, primitivo e ignorante (no sabe, siquiera, que el mundo es redondo), que desconoce, incluso, su propia edad, con una muy difusa referencia del nombre de la ciudad hacia la que pretenden viajar -Nujårk (la traslación sueca de New York), en <i>Amerika</i>-, acaba por atender las indicaciones de un marinero para subir a bordo de un barco que lo llevará a su destino, convencido de que su hermano encontrará también el modo de embarcar. Pero ello no ocurre y “prisionero” en un buque que, lejos de dirigirse a Nueva York, recalará, tras una escala anecdótica en Buenos Aires (homenaje del autor a su lugar de nacimiento), en San Francisco, se verá solo y sin posibilidad de comunicarse en una California en plena fiebre del oro (estamos a mediados del siglo XIX). Su desenvolvimiento en el país de llegada es muy difícil. Su juventud, su timidez, su escasa práctica de la “sociabilidad”, dado el aislamiento de su infancia sueca y la infantil dependencia de su hermano, su desconocimiento del idioma, su absoluta ignorancia de las costumbres locales (el imaginario de Håkan está poblado de las fantasiosas invenciones de Linus, alentadas en su recorrido común hasta Portsmouth), acentúan su hermetismo y dificultan sus posibilidades de abrirse paso en el nuevo mundo. Pronto se ganará el apodo de <i>Halcón</i> a partir de la similitud fonética, en inglés, de Håkan con las palabras <i>Hawk can: El halcón puede</i>; ello hace que cada vez que diga su nombre se encuentre con la réplica: <i>¿el Halcón puede hacer qué?</i>, lo que contribuye a dificultar un trato casi siempre truncado desde el inicio. Sin otro referente vital que la búsqueda de su hermano perdido, único anclaje “real” en su vida, Håkan emprende una peregrinación imposible hacia Nueva York, el Este siempre como referencia (<i>Todo cuanto sabía era que Nueva York se hallaba al este y que él, por lo tanto, debía avanzar hacia el amanecer. Pero tal viaje, sin ayuda ni provisiones, parecía imposible</i>), en un periplo, de corte mitológico, cuyo relato constituye el núcleo del libro. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A lo largo de su viaje, del que no quiero adelantar demasiados detalles y que lo llevará a la ancianidad desde la que habla, Håkan vivirá infinidad de experiencias, casi todas aciagas y dolorosas, en una constante lucha por la vida, en un entorno salvaje y en contacto con unas gentes a menudo hostiles y brutales. Desorientado, aturdido, confuso, perdido, incapaz de encontrar su destino -el Nueva York de coordenadas geográficas y, en el plano íntimo, la construcción de su propio lugar en el mundo-, su existencia se convertirá en un deambular de ida y vuelta por el agreste territorio norteamericano, las praderas desérticas, las montañas inaccesibles, los cañones angostos, las planicies salinas de sequedad implacable, los bosques simultáneamente acogedores y adversos, los ríos que debe vadear, los valles a los que descender, solitario, silencioso, errático y perplejo ante las muchas equivocaciones en su rumbo, aislado e incapaz de contacto “normal”, auténtico, con la gente (<i>Nunca sería capaz de presentarse ante otras personas</i>), agostado por un sol inclemente (<i>el sol, esquivo en Portsmouth, implacable en la mina de Brennan, frío contra su ventana en Clangston, ensordecedor en el lago salado, cómplice tras la lona del carromato, excesivo cuando no era deseado y distante cuando sus criaturas más lo necesitaban</i>), abismado en un tiempo eterno, en una monotonía opresiva e inflexible, en una sucesión de instantes repetidos, punteados por el inexorable encadenamiento de las estaciones. Por su singular vida pasarán James y Eileen Brennan, que lo cuidaron en el barco y que lo sumaron a su expedición minera una vez en San Francisco, necesitados de ayuda para transportar el equipo; y más adelante recalará -por el engaño, la fuerza y la violencia, en una constante de su azarosa y desgraciada vida- en Clangston, el poblacho que alberga la codiciosa “fauna” de buscadores de oro, los <i>mercuriales mineros</i>: el anciano con uniforme de dragón, el repugnante “El gordo”, la mujer con vestido de lentejuelas, todos los cuales se aprovecharán de él y de los que deberá escapar, su vida en juego. Y luego vendrá el encuentro con el bondadoso naturalista John Lorimer, que le enseñará los rudimentos de la medicina y la práctica de algunos procedimientos quirúrgicos, un relativamente apacible paréntesis en su intrincada existencia. Y se cruzarán las caravanas de colonos que se dirigen al Oeste, en dirección contraria a su marcha, y la bella Helen y la ilusión del amor, solo intuido (<i>daría su propio brazo a cambio de que ella le enjugara la frente, le colocara bien la almohada y lo besara en los labios</i>), y el incidente sangriento en el que su descomunal fortaleza acabará con el ataque de Los Ángeles de la Ira, los Soldados de Jehú, fundamentalistas conchabados con el avieso Jarvis Pickett. Y una nueva huida, convertido ya en un proscrito, su nombre, su figura, adquiriendo poco a poco la condición de leyenda. Y la estancia entre los indios, la cercanía al anciano de cabello blanco, un sabio de conocimientos ancestrales. Y el siniestro y bestial sheriff, su sádica avidez excitada por la recompensa que se ofrece por el ya legendario Halcón. Y una nueva partida, liberado por Asa, el amigo de compañía complaciente. Y hay muertes y abandonos y pérdidas y siempre desolación y desamparo y aflicción y aislamiento. Y ahora llegan los soldados errabundos, quizá desertores de los dos ejércitos en la guerra civil, taimados, forajidos, ruines. Y Håkan se esconde, huye, siempre perseguido, robará algún caballo, buscará alimento, pondrá trampas, se refugiará en cuevas, se cubrirá con extrañas pieles de animales, a los que habrá despellejado y comido, confeccionará su propio calzado, levantará sus efímeros e inestables habitáculos. Y caminará hacia el Este, pero volverá sobre sus pasos, errático, temeroso, sin olvidar -durante largas temporadas sí lo hará- su propósito imposible, Nueva York y el encuentro con Linus. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y pasa el tiempo (<i>El silencio y la soledad habían enturbiado su percepción del tiempo. Un año y un instante duran lo mismo en una vida monóton</i>a), horas, días, años, eras -la novela tiene un dimensión mitológica, intemporal, telúrica: <i>El tiempo se disolvía en el cielo. Apenas se apreciaban diferencias entre el paisaje y los espectadores. Meros elementos insensibles que existían uno dentro de otro</i>-, y la piel se cuartea, las arrugas invaden su rostro, la soledad y el silencio destruyen su mente (<i>Moverse por el desierto palpitante era como sumirse en el estado de trance precedente al sueño, cuando la consciencia ha de recurrir a todas las fuerzas que le restan para nada más que registrar el instante de su propia disolución. Solo oía el ruido que los cascos de las monturas le arrancaban a aquella tierra tan fina —roca pulverizada estación tras estación, huesos molidos por los elementos, cenizas esparcidas como un susurro sobre las llanuras— al volver a machacarla una vez más)</i>. Suecia es un recuerdo difuso, Linus una quimera borrosa, olvidada. Camina, caza, se oculta, duerme, se entrega a ocupaciones estériles, cava zanjas, apuntala los frágiles refugios en los que se guarece, calla, piensa, delira, jirones difusos de recuerdos lo frecuentan (<i>estas visitas se fueron volviendo más esporádicas, hasta que la mayor parte de sus recuerdos parecieron haberse evaporado de su mente. El pasado rara vez volvía a él. Gradualmente, el presente se impuso, y cada momento se tornó absoluto e indivisible</i>), se encierra, cabalga, se agazapa, cabalga, cabalga sin cesar (<i>Siguió cabalgando hacia el oeste, en dirección al mar, a través de la estepa, por el bosque, escalando las montañas, descendiendo por los valles, cruzando los campos, apartándose de los caminos, evitando a otros viajeros y vaqueros, manteniéndose lejos de las ciudades que surgían por todas partes, poniendo trampas cuando le era posible, comiendo lo que encontraba y sintiéndose, la mayor parte del tiempo, seguro, encorvado y encogido a lomos de su gran caballo</i>), respira, se mueve en silencio (<i>No quería hablar más</i>), ya sin propósito (<i>Ahora era algo que vivía. No porque fuera su deseo, sino porque era inevitable. Seguir vivo era la trayectoria de menor resistencia. Se trataba de algo natural y, por lo tanto, involuntario. Cualquier otra cosa habría requerido una decisión</i>). Y el mito sigue creciendo a la par que su cuerpo, desmesurado, excesivo, gigantesco, colosal. Y, por fin, Alaska. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Partiendo de esta breve sinopsis argumental puede colegirse ya que <i>A lo lejos</i> es una novela de aventuras (“La novela de aventuras me fascina”, confiesa Díaz en una entrevista reciente. “Hay una velocidad en la lectura que es algo a lo que aspiro, por momentos, en mi escritura. Ese deseo casi físico de pasar las páginas. También la relación frente a la muerte que siempre está en el centro de la aventura. Eso me resulta fascinante”), ambientada en el Oeste americano y -ya se ha dicho- con muchos de los rasgos del género, aunque reformulados brillantemente. Pero, a la vez, aparece envuelta en una atmósfera metafísica, que induce de continuo a la reflexión sobre algunas de las grandes cuestiones de la existencia humana (“Pensamos en la aventura”, continúa el autor sus palabras anteriores, “como un género puramente físico, pero es esa dimensión física la que lleva al género a una dimensión mucho más profunda: las verdaderas aventuras siempre reflexionan sobre nuestra finitud y nuestra soledad esencial”).
En la primera de las dos vertientes, son constantes las resonancias, sobre todo literarias, de la tradición novelística norteamericana (no solo la del wéstern). En relación con este género y durante la lectura del libro me ha sido imposible sustraerme a la “presencia” de Cormac McCarthy, del John Williams de <i>Butcher’s Crossing</i>, de Dorothy M. Johnson, del <i>Cómo todo acabó y volvió a empezar</i>, de Edgar Laurence Doctorow, los cuatro ya reseñados en <i>Todos los libros un libro</i> hace unos años, o del Larry McMurtry de <i>Lonesome dove</i>, entre otros muchos vínculos evidentes. El libro se inscribe igualmente en un cierto “revival” del género como los recientes <i>El poder del perro</i>, <i>Los hermanos Sisters</i>, ambos con sus correspondientes traslaciones a la pantalla, o la exitosa serie <i>Yellowstone</i>, de Kevin Costner. De todas estas revisiones contemporáneas del legendario Oeste os hablaré a lo largo del curso en un par de emisiones monográficas del espacio. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero entre las referencias más o menos explícitas están también -y no puedo detenerme en su análisis- Robinson Crusoe y su soledad interminable; el sueño enloquecido de Alonso Quijano; la atmósfera de ultratumba que nos lleva a Juan Rulfo; la novela picaresca y la de iniciación, que afloran en el niño que se hace hombre superando duras pruebas, aprendiendo de la despiadada realidad; las historias de la pampa y los gauchos -las originales y las borgianas- en los espacios abiertos, infinitos, la mezcla de personajes, la inocencia primitiva, rústica, la violencia, el aislamiento, la injusticia; los escritores trascendentalistas norteamericanos, Emerson, Thoreau, y su reivindicación de la naturaleza; las narraciones de viajeros decimonónicos (“leí muchísimos relatos de viajes del siglo XIX. Pero la mayor parte del libro es totalmente imaginada”, confiesa); Henry James, de influencia estilística confesada por el autor, que lo reverencia. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sin embargo, <i>A lo lejos</i> es, como ya he señalado, un wéstern atípico, inusual, que no encaja de manera “cómoda” en la tradición habitual del género. Como ha señalado con acierto el propio Hernán Díaz, las novelas “clásicas” del Oeste se centran en un mundo ya domesticado, un mundo de vacas, cercados, vaqueros y, consiguientemente, lucha por la propiedad, por lo que siempre resultan ser, al decir de Diaz, “una oda al capital”, una suerte de epopeyas que “decoraban” con un<i> brillo romántico</i> -el individualismo del héroe, la conquista de lo inexplorado, la victoria de la civilización sobre la barbarie, las leyes democráticas de <i>El hombre que mató a Liberty Valance</i> frente a la arbitrariedad abusiva de los pistoleros- el espíritu de conquista de los pioneros que encarnan “los peores rasgos de la sociedad norteamericana: el machismo, el fatalismo de las armas, el individualismo y su espantosa, genocida relación con la naturaleza y los no semejantes”. <i>A lo lejos </i>se sitúa en una época previa a la del Oeste más o menos civilizado, mostrándonos la vida de un ser inocente, primario y tosco, que se mueve en dirección contraria a la de las caravanas de colonos, que no se aprovecha de las mujeres (bien al contrario, como reflejan algunos pasajes que no puedo desvelar), que no es depredador, sino que se integra en la naturaleza -con brutalidad “natural”, podríamos decir- en su lucha por la vida, que vive en un presente sin tiempo, sin memoria, brumoso, oscuro, sin referentes, en un espacio deshumanizado, en una tierra indómita poblada por bisontes y plantas salvajes, sin la coartada civilizatoria de los relatos convencionales. Hay en Díaz, y de nuevo sus declaraciones lo explicitan, una voluntad de, a la vez, homenajear y desmitificar una etapa sustancial de la historia de su país de adopción. <i>La novela tiene esa cualidad bifronte. Por un lado, fue concebida como una crítica a ciertos aspectos de Norteamérica que me parecen muy cuestionables, pero que me parece que son inherentes a toda historia nacional. Tienen costados oscuros, especialmente aquellas naciones con visiones imperiales, como Estados Unidos o España. (…) Pero por otro lado también está esta tradición literaria que para mí es central. Entonces, sí, es un homenaje.</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En relación con el segundo de los puntos de vista, la dimensión “metafísica” del libro, resultan muy sugestivos los temas que subyacen al relato: la ambivalente relación del hombre con la naturaleza (<i>la misma extensión ininterrumpida de terreno llano, la misma monotonía opresiva</i>), metáfora tal vez de nuestro despiadado paso por el mundo; el conflicto entre civilización y barbarie, de síntesis no siempre obvia; el paso de la infancia a la madurez, de la inocencia y los sueños a la implacable realidad; la reivindicación del individuo frente a la sociedad tantas veces hostil; el huidizo sentido de la vida, del que el infortunado Håkan solo alcanza a atisbar efímeros indicios (<i>Añoraba a Lorimer del mismo modo (si no con la misma intensidad) que añoraba a Linus. Ambos lo habían protegido, juzgándolo digno de su atención, e incluso habían tratado de alentar las cualidades que veían en él. Pero la principal virtud que su hermano y el naturalista compartían era, sin duda alguna, la habilidad de darle sentido al mundo</i>); la infructuosa búsqueda de la verdad; el tiempo inexorable que nos consume en un instante perpetuo (<i>Cada instante era una prisión, cercada por barrotes que la separaban tanto del pasado como del futuro. Ahora-aquí, ahora-aquí, le retumbaba el corazón en los oídos. Sentía una indiferencia absoluta hacia sí mismo y hacia su destino</i>); el carácter quimérico de toda existencia, un sueño fugaz desprovisto de propósito y significado; la resistencia frente a la adversidad, siempre frágil, siempre al borde de la quiebra; la soledad última de cada ser humano, enfrentado a una supervivencia austera, roma, elemental (<i>la soledad de Håkan, lo único provisto de profundidad en aquel mundo plano y aplanador</i>); la necesidad de trascendencia, de lazos que nos “religuen” con la tierra, con el universo, con nuestros semejantes, con un posible “más allá (<i>Esta es la verdadera religión: saber que existe un vínculo que une a todos los seres vivos</i>); la improbable, inverosímil, pasajera y caduca intuición del amor (<i>De cuando en cuando, sin embargo, se miraban desde sus respectivas monturas e intercambiaban una sonrisa fugaz. Nadie le había sonreído así a Håkan en su vida, por ningún motivo. Le gustaba. Al cabo de un tiempo, aprendió a devolverle las sonrisas. Cada tarde, cuando acampaban, mientras encendían el fuego y preparaban la cena, le parecía casi milagroso que alguien lo viera, que habitara el cerebro de alguien, que estuviera en la conciencia de alguien. Y la presencia de Asa también surtía su efecto sobre la llanura, que dejó de ser la opresiva inmensidad que, durante tan largo tiempo, solo se había confiado a la mirada de Håkan</i>); la bondad, siempre en peligro ante el mal; entre otras muchas cuestiones. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro interesa, además de por la formidable construcción del personaje, por la historia en sí, por la recreación del “clima” y los paisajes del western, por la vertiente metafísica, hasta aquí reseñadas, por un último aliciente, la calidad de la prosa, la irrefrenable fluidez de una narración magnética, las singularidades estilísticas con las que se “construye” el relato. Así, la muy lograda recreación de una personalidad insólita, salvaje, asocial, primitiva, muy alejada de los parámetros habituales en los que se desenvuelven las vidas convencionales; la subyugante descripción del vacío, tanto el exterior de unos parajes de una monotonía infinita, como el interior del alma de una persona “completamente desanclada y desasociada del lenguaje”, en palabras del propio Díaz; la alternancia entre diferentes “velocidades” de la narración, de los ritmos de la historia: pasajes lentos, densos, centrados en la despojada interioridad del pensamiento del personaje, y episodios más rápidos, con acontecimientos, incidentes, sucesos, peripecias; la combinación de elipsis de años, dilatados silencios, confusión de espacios y de tiempos, recursos retóricos muy eficaces para la creación de atmósfera como onírica que invade la historia; la ausencia de verbos sin conjugar en muchas partes de la novela, una opción técnica buscada por el autor para subrayar la fantasmal suspensión del tiempo, pues, como ha indicado Díaz en alguna entrevista, en aquella época “la expectativa de vida se situaba entre los 26 y los 28 años. No había ancianos, con lo que no había memoria, y el futuro no existía”; las repeticiones y enumeraciones, que transmiten la sensación circular del absurdo recorrido del personaje: <i>El marrón, los oteros, el murmullo, el resplandor, el polvo, los cascos de las monturas, el horizonte, la hierba, las manos, el cielo, el viento, los pensamientos, el resplandor, los cascos de las monturas, el polvo, los oteros, las manos, el horizonte, el marrón, el murmullo, el cielo, el viento, la hierba le revolvían el estómago</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhHDViD_MSKW7HcTbKQkz9b15twtIm5a97DNbhebzsSlETReunnky2uW20QllSRmrl04C99KjRDTBdJoZYMBzJllrAgxQ4ss3ZGXE1ZVmblsXlCF9-0gtmICgOC1sbBZEIiVH7x_VCYikn_8-ZxhNDM0bkPnkaLwdSbgJP8f_j6bViN32VmmZjTqOOYGGqy/s2607/Programa%20546.%20Fortuna.jpeg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="2607" data-original-width="1648" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhHDViD_MSKW7HcTbKQkz9b15twtIm5a97DNbhebzsSlETReunnky2uW20QllSRmrl04C99KjRDTBdJoZYMBzJllrAgxQ4ss3ZGXE1ZVmblsXlCF9-0gtmICgOC1sbBZEIiVH7x_VCYikn_8-ZxhNDM0bkPnkaLwdSbgJP8f_j6bViN32VmmZjTqOOYGGqy/s320/Programa%20546.%20Fortuna.jpeg" /></a></div>En fin, una novela magistral, altamente recomendable, como lo es también, aunque por distintos motivos -pues son muchas las diferencias estilísticas, argumentales, de intención y planteamiento entre ambas obras-, <i>Fortuna</i>, la por ahora última publicación de Hernán Díaz, presentada en Anagrama hace unos meses, en traducción de Javier Calvo, al que se le escapan -a él y a los correctores de la editorial- algunos fallos menores, como una construcción imposible en la página 204: <i>Mi ventaja nace del hecho de añadir la ciencia y la interpretación objetiva de grandes volúmenes de datos a mi intuición es lo que me da ventaja, o un hiriente </i>Cuesta de creer en la 415, entre otros, en cualquier caso, no demasiado enojosos. <i>Fortuna</i> está teniendo una formidable repercusión en crítica y lectores en el mundo entero. Recomendado por Obama, premiado con el Pulitzer, el libro va a ser objeto de una serie de la HBO que protagonizará, al parecer, Kate Winslet. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hay dos grandes razones para considerar excepcional el libro y para despertar el interés del lector: lo sugestivo de su trama argumental y lo muy singular y sobresaliente de su planteamiento literario. Y hay que decir que, en relación con cualquiera de los dos -muy bien entrelazados hasta el punto de que la historia y la manera de narrarla son, en cierta medida, indiscernibles-, resulta prácticamente imposible dar mínima cuenta de ellos sin destripar elementos cruciales del libro que, a mi juicio, debieran permanecer ocultos para mayor placer del lector al descubrirlos. Intentaré, sin embargo, y como tantas otras veces, despertar con mis palabras el deseo de su lectura sin desvelar demasiado de su esencia. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La idea que articula la novela, su desencadenante, el propósito inicial, parte de la constatación, revelada por el autor a Eduardo Lago en una muy recomendable entrevista en El País, de que “toda fortuna es el resultado del trabajo alienado realizado por las multitudes” (aprovecho para recomendaros otro artículo, totalmente contrario al libro y a sus tesis, de Carlos Rodríguez Braun, en <a href="https://www.larazon.es/opinion/fortuna-novela-socialista_20230405642ca5d42f8deb0001376dfb.html">La Razón</a>). Movido por este pensamiento y sorprendido por el hecho de que “en Estados Unidos, un país donde el dinero tiene una dimensión casi mística, no hay realmente novelas sobre el dinero”, Diaz centra su novela en el mundo de las altas finanzas, de la creación y multiplicación del dinero, de los negocios de alto nivel, de las especulaciones, las estafas y los engaños que tantas veces conllevan, de las crisis financieras, del capitalismo omnipresente y omnipotente, en “una radiografía ambiciosa y fragmentaria [más adelante aflorará en mi reseña el porqué de ambos adjetivos] de los engranajes que mueven Wall Street”, en palabras de Lago, que también ha acuñado el término “realismo capitalista” para clasificar la novela. El punto de partida -y su plasmación en el texto- es, pues, ciertamente militante y crítico con el hegemónico sistema capitalista, que Díaz considera construido sobre una explotación, sobre el engaño y el fraude, sobre la apropiación del esfuerzo ajeno (el título original del libro, en inglés, es <i>Trust</i>, que por un lado se traduce como “confianza”, pero también, literalmente, como “trust”, término ya admitido por la Real Academia Española de la Lengua, que lo define como “grupo de empresas unidas para monopolizar el mercado y controlar los precios en su propio beneficio”, en una acepción que apunta de modo certero al universo que retrata <i>Fortuna</i>). El “edificio” del capital (la foto de portada elegida por Anagrama, un rascacielos que se eleva, arrogante, sobre la gran urbe neoyorquina, no puede ser más pertinente, como emblema del crecimiento desmesurado de todo un sistema económico: <i>Como canoas fantásticas, las vigas de acero surcaban el cielo colgando de cables invisibles. Más abajo, sus sombras magnificadas se deslizaban por las calles, haciendo que algunos transeúntes confusos levantaran la vista para mirar aquel breve eclipse</i>) se construye a partir de la especulación en, al menos, tres de los sentidos del verbo especular que recoge, de nuevo, la Real Academia: <i>Efectuar operaciones comerciales o financieras con la esperanza de obtener beneficios aprovechando las variaciones de los precios o de los cambios</i>; <i>Comerciar, traficar</i>; <i>Procurar provecho o ganancia fuera del tráfico mercantil</i>. Y es que el dinero presenta así, en la lógica de Díaz, un carácter quimérico, ficticio, vacío, resultado de un juego tramposo con el trabajo ajeno, como se pone de manifiesto en el muy revelador texto que os dejo al término de esta reseña. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Para desarrollar su tesis -y su corolario inmediato: un sistema que busca la “multiplicación potencialmente infinita del capital” no se puede sostener, por lo que la economía en él basada, que prima el riesgo y rechaza la regulación, está llamada a sufrir crisis recurrentes-, el libro, en el que es patente una muy notable labor de documentación (la redacción le llevó cinco años a su autor, exigiéndole, previsiblemente, el manejo de información y conocimientos especializados, en ocasiones muy técnicos, y algo áridos, incluso, en su plasmación en determinados pasajes del texto), nos lleva a los Estados Unidos, en particular al Nueva York, de los años veinte y treinta del siglo XX, centrándose en el crac del 29 y las causas de la Gran Depresión, y retrotrayéndose también, de manera menor, tangencial y fugaz, a la segunda mitad del siglo XIX, con las anteriores crisis financieras (en el libro se hace mención a las crisis, pánicos y recesiones de 1807, 1837, 1873, 1884, 1893, 1907, 1920 y 1929). En este contexto, la primera de las cuatro partes de la novela -articuladas en una estructura muy particular a la que luego me referiré- nos presenta a Benjamin Rask, el último representante de un linaje de grandes empresarios y financieros cuya fortuna tenía su origen en el negocio del tabaco en la segunda mitad del siglo XVII (<i>Soy un financiero en una ciudad gobernada por financieros. Mi padre era un financiero en una ciudad gobernada por industriales. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por comerciantes. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por una sociedad estrechamente unida, indolente y puritana, como la mayoría de las aristocracias de provincias. Esas cuatro ciudades son todas la misma: Nueva York</i>; en una prodigiosa síntesis de la historia de los Estados Unidos), y representación paradigmática de este capitalismo salvaje al que vengo refiriéndome. <i>Inepto en el deporte, apático en sociedad, poco entusiasta en el beber, indiferente en el juego y desapasionado en el amor</i>, su vida, por lo demás discreta, casi anónima, ascética en su mansión de Hyde Park, totalmente desinteresada del brillo y el éxito social, se centra en cultivar su pasión por <i>las genealogías incestuosas del dinero -capital que engendraba capital que engendraba capital</i>-; en otro muy significativo resumen del foco principal del libro. Con una actividad empresarial muy diversificada, y que sobrepasa las fronteras de su país para abrirse al mundo entero -Inglaterra, Europa, Sudamérica y Asia-, comerciando con oro, con guano, con divisas, con algodón, con bonos, con carne, ampliando el radio de acción de sus negocios gracias a la tragedia de la Primera Guerra Mundial -minería, siderurgia, manufactura de municiones, construcción naval, aviación, empresas químicas y proyectos de ingeniería-, Rask, más allá de mercadear “bienes” materiales, tangibles, se entrega obsesivamente a la abstracción del capital. Dotado de un genuino talento para las finanzas y guiado por sus conocimientos matemáticos, su sutil olfato comercial, su fascinación por <i>las contorsiones del dinero</i> (atracción ajena a cualquier interés que no fuese la propia adquisición de ganancias, sin propósito ulterior: <i>La naturaleza aislada y autosuficiente de la especulación apelaba a su carácter y constituía motivo de asombro y un fin en sí mismo, con independencia de lo que representaran o le proporcionaran sus ganancias. El lujo era un vulgar engorro. El acceso a nuevas experiencias no era algo que su espíritu monacal anhelara. La política y el deseo de poder no desempeñaban papel alguno en su mente antisocial. Los juegos de estrategia, como el ajedrez o el bridge, no le habían interesado nunc</i>a), suscribe bonos, compra y vende acciones, adquiere fondos de inversión para deshacerse al poco de ellos multiplicando las plusvalías, lleva a cabo préstamos audaces de altísimo interés, invierte, acumula empresas, negocia con valores gubernamentales de los países afectados por la guerra, acumula beneficios que reinvierte en operaciones arriesgadas. Su objetivo único es la “Fortuna” y las “mediaciones” <i>prácticamente interminables que la constituyen: acciones y bonos vinculados a corporaciones vinculadas a tierras y equipamientos y fuerzas multitudinarias de trabajo, alojadas, alimentadas y vestidas gracias al trabajo de otras multitudes repartidas por el mundo, pagadas con monedas distintas cuyo valor también era objeto de comercio y especulación, vinculadas a los destinos de las distintas economías nacionales, vinculados a su vez a corporaciones vinculadas a acciones y bonos</i>. En definitiva, lo incorpóreo, lo invisible, lo quimérico, la ficción del dinero. Cuando llega la crisis de 1929, la perspicacia, la portentosa inteligencia financiera, también la voluntad infatigable de Rask le permiten salir indemne -más enriquecido, incluso- del desastre: se deshace de sus <i>vehículos más volátiles </i>con anterioridad al caos; vende acciones de manera compulsiva inundando el mercado de órdenes de venta <i>en la víspera del Jueves Negro</i>, desatando el pánico general; provoca, a sabiendas y en su propio interés, el consiguiente desplome de la Bolsa; negocia préstamos fragmentados de acciones cuando estaban en sus valores máximos para venderlas de inmediato, mientras aún seguían en la cúspide; espera a que el valor de esas mismas acciones tocara fondo, comprándolas luego a precios irrisorios y obteniendo unos beneficios colosales; maniobra, opera, manipula, tuerce la realidad a su antojo y conveniencia. Llegado el punto medio de su existencia, con su vida hecha de soledad y casi reclusión, entregado a su pasión sin límites, las conveniencias sociales -a las que, sin embargo, sigue siendo refractario- y <i>una vaga noción de responsabilidad genealógica</i> lo llevan a contraer matrimonio. Lo hará con Helen Brevoort, descendiente de <i>una familia antigua de Albany cuya fortuna había abandonado al apellido</i>. Helen posee un deslumbrante talento natural, es ávida lectora desde los cinco años, de inteligencia portentosa y precoz, educada por su padre en conocimientos variopintos, desde la botánica al griego, capaz de manejarse con soltura en diversos idiomas, fruto de las diversas estancias de su familia en Europa, interesada en la lectura y el arte, muy inteligente, algo distante y esquiva, independiente y solitaria; todo lo cual la convierte en un pequeño suceso en los eventos que organiza su madre para el lucimiento de su hija. El inevitable matrimonio entre ambos y su relativo aislamiento social, indiferentes uno y otro a los dudosos encantos de la exposición pública, los convertirá en <i>criaturas míticas en la misma sociedad de Nueva York que ellos tanto desdeñaban</i>. Pese a ello, su vida familiar será desdichada, bajo la apariencia formal de una educada corrección. Helen, amable, atenta, cariñosa, considerada con su marido, no lo ama. Benjamin, que admira a su mujer, la teme, la ve insondable, intimidatoria. <i>Ambos eran el resultado de una combinación perversa de amor y distancia</i>. Él sigue volcado en incrementar su riqueza. Ella se entrega a causas benéficas, se recluye en su intimidad, escribe su diario, empieza a experimentar los primeros síntomas de deterioro mental, leves atisbos de la enfermedad <i>que había poseído, transformado y consumido a su padre</i>. Benjamin decide internar a su esposa en una prestigiosa clínica psiquiátrica de Suiza, a donde acudirá acompañando a su mujer. Y hasta aquí llega lo que puedo adelantar de la novela… </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">De una novela que no es <i>Fortuna</i>, sino <i>Obligaciones</i>, que es, en efecto, “otra” novela distinta -o no- a la que tenemos entre manos. Porque la biografía de Benjamin Rask cuyo resumen acabo de presentaros, aparece como primera sección del libro de Díaz, que nos la ofrece como una ficción fechada en 1937 y escrita por un no identificado Harold Vanner. Y aquí no queda más remedio, si quiero trasladaros lo esencial de <i>Fortuna</i>, que comentar su muy especial estructura, por lo que invito a abandonar ahora la lectura de esta reseña a quien no quiera conocer un elemento crucial del libro, imposible de obviar en cualquier análisis que pretenda siquiera mostrar de modo mínimo en qué consiste su propuesta. Y es que la narración de corte realista, que recuerda muy claramente a las novelas de finales del siglo XIX -pienso en Henry James o en la Edith Wharton de <i>La edad de la inocencia</i> que hemos visto en el cine de la mano de Scorsese- no es sino la primera aproximación, de un total de cuatro, a la historia del financiero neoyorquino. Con esa presentación relativamente convencional, lineal, Diaz nos permite hacernos una idea “completa” de los grandes extremos de la vida de su personaje. Una idea completa solo en apariencia y a esa altura de la novela, porque en las otras tres partes de la obra, el talento del autor nos ofrece esa misma vida pero expuesta desde otros puntos de vista, resultando así <i>Fortuna</i> un prisma con cuatro caras que se confrontan y complementan, que se contradicen y se completan, cuatro enfoques distintos cada uno de los cuales representa una visión parcial, inconclusa, sesgada, abierta de la misma historia, a menudo discordante de las demás, de tal manera que al lector le falla el terreno que tiene bajo sus pies, no sabe exactamente a qué atenerse, viéndose envuelto en profundas dudas en torno a qué es verdad y qué invención, cuál es la historia “real” y cuál la ficticia. Porque la segunda parte es un texto de corte biográfico, que se presenta de manera fragmentaria y como en construcción bajo el título de “Mi vida”, aparentemente (el adverbio ya nos acompañará a lo largo de las cerca de cuatrocientas cincuenta páginas del libro, el escepticismo y la suspicacia instalados ya en la mente del lector) escrito por Andrew Bevel que lo fecha en Nueva York, en julio de 1938. Bevel es, en realidad (otro término que, a estas alturas, ya no puede ser leído con naturalidad, despertando la desconfianza y hasta el recelo de quien se lo encuentra en el texto), el magnate “retratado” en <i>Obligaciones</i>, que molesto -indignado- con las falsedades que a su juicio contiene el documento del desconocido Vanner, consciente de que, pese a ello, todo el mundo creerá esa versión distorsionada de su vida y de la de su mujer, se ve compelido a <i>responder a algunas de esas ficciones y refutarlas (…) sobre todo desde que pasó a mejor vida mi querida mujer, Mildred</i>. Una Mildred que es, claro, la Helen del primer relato, aunque aquí aparece “dibujada” desde otra perspectiva radicalmente distinta, pese a que las confluencias entre las dos narraciones permiten la evidente asociación entre ambas. Cuando accedemos a la tercera sección del libro, <i>Recuerdos de unas memorias</i>, escritos por Ida Partenza, el desconcierto pero también la curiosidad, el asombro y la admiración final del lector ya son manifiestos. Porque Díaz da una nueva vuelta de tuerca (siento el guiño fácil a Henry James) y hace que sea ahora esta Ida, una joven de veintitrés años, de origen italiano, una modesta secretaria que vive con su padre, un impresor de ideas izquierdistas, contrario al capitalismo que lo ha acogido en su seno (<i>Me acuerdo de mi padre. Siempre decía que todo billete de dólar se había impreso en papel arrancado de la escritura de venta de un esclavo. Todavía lo puedo oír: «¿De dónde sale toda esa riqueza? De la acumulación originaria. Del robo fundacional de tierra, medios de producción y vidas humanas. A lo largo de toda la historia, el capital ha provenido de la esclavitud. Mira este país y el mundo moderno. Sin esclavos, no hay algodón; sin algodón, no hay industria; sin industria, no hay capital financiero</i>), la que relate, por tercera vez y desde otra óptica distinta, la vida del potentado. El 26 de junio de 1938, recordará Ida en su narración en primera persona, se presenta a una entrevista de trabajo en la Bevel House, situada en el rascacielos de la Exchange Place en el cogollo del distrito financiero neoyorquino. Entre cientos de candidatos que deben someterse a distintas pruebas, Ida será por fin seleccionada y, tras la conversación definitiva con Andrew Bevel, contratada para ayudar al financiero en la redacción de su biografía (que parece ser, como puede resultar previsible, el texto que hemos leído en la segunda parte de Fortuna). Surgen así nuevas piezas del puzle que el lector debe armar, invitado por la inteligente y magistral voluntad de Diaz. Obligada a contrarrestar la mala imagen que la novela de Vanner da de Bevel y su mujer, Partenza debe recrear la vida de ambos a partir de los no demasiados detallados apuntes entresacados de las conversaciones con él, rellenando las “lagunas” e inventando abiertamente algunas circunstancias (<i>Transcribir y reformular las palabras de Bevel. Inventarme una vida para Mildred</i>). En sus recuerdos, Ida intercala los episodios de aquel lejano 1938 con lo sucedido casi medio siglo después cuando, cumplidos ya los setenta años, lee por casualidad en una revista <i>que la Fundación Bevel acababa de añadir a su colección los documentos personales de Andrew y Mildred Bevel. «Los archivos incluyen correspondencia, agendas de compromisos, álbumes de recortes, inventarios y cuadernos que documentan las vidas del señor y la señora Bevel»</i>. Es entonces, decidida a investigar y completar retrospectivamente el perfil de la pareja, y a partir de la consulta a los álbumes personales, los cuadernos de recortes de prensa y los diarios de Mildred, en los que esta muestra su intimidad, cuando cae en la cuenta de que ninguna de las versiones hasta entonces conocidas, la de Vanner, la de Bevel y la suya propia, se acercan a la verdadera. <i>Me da la impresión de que solo ahora vislumbro por primera vez a la Mildred Bevel real</i>. La cuarta y última parte del libro, <i>Futuros</i>, escrita por Mildred Bevel contiene en efecto fragmentos de sus diarios y, en un texto incompleto, hecho de fragmentos, aporta una nueva luz -¿aclaratoria?- sobre las existencias de la mujer y su marido. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Como puede verse estamos ante una estructura muy original, en un planteamiento literario escogido por Díaz de modo deliberado: “Sabía que [la estructura] tenía que ser tectónica, por capas, si quería ser fiel al objetivo de representar la naturaleza del capital que también tiene una estructura muy segmentada”, afirmaba en la referida entrevista de El País. En su reseña del libro en Zenda, Ricardo Lladosa resume este especialísimo y muy brillante juego metaliterario en una afirmación muy esclarecedora: “<i>Fortuna</i> comienza versando sobre el capitalismo y, conforme avanzan las páginas, termina siendo una reflexión sobre el punto de vista, sobre la ficción y sobre el proceso de creación literaria”. Hay que destacar, además, que el hecho de que las dos últimas narraciones sean escritas por mujeres, una de ellas una joven italiana pobre y perteneciente a una clase social radicalmente opuesta a la opulencia del dinero; la otra una mujer inteligente que siempre ha estado en segundo plano, a la sombra de su marido, oculta para la masculinidad agresiva del mundo financiero en el que lo femenino destaca por su ausencia (<i>Con el paso de los años, tanto en el trabajo como en mi vida personal, ha habido muchos hombres que me han repetido mis ideas como si fueran de ellos</i>), aporta sendos enfoques nuevos, alternativos, imprevistos, en cierto modo reivindicativos -feministas, incluso- y que, de cara a la comprensión más o menos lineal y previsible de la novela, sorprenderán a los lectores. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No hay ya tiempo mas que para volver a señalar que estamos ante dos novelas espléndidas que os recomiendo con apasionado entusiasmo. No dejéis de leerlas. La música que hoy acompaña mi reseña es, en consonancia con el universo de <i>Fortun</i>a, <i>Money</i>, el clásico de Pink Floyd, recogido en el álbum <i>The</i> <i>Dark Side of the Moon</i> que este 2023 ha cumplido cincuenta años. Antes, un texto en el que el padre de Ida Partenza nos deja su particular visión sobre el dinero. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>–El dinero. ¿Qué es el dinero? Bienes de consumo en forma de pura fantasía. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>–Un asentimiento solemne de la cabeza, el ceño repentinamente fruncido, un suspiro–. No me gustan los marxistas, ya lo sabes. Ni su Estado ni su dictadura. Ni su forma de hablar, con esas explicaciones en bloque, reduciendo el mundo a un argumento único. Igual que la religión. No, no me gustan los marxistas. Pero Marx... –Y volvía a poner aquella cara, como si lo estuviera torturando una visión demasiado hermosa–. Tenía razón en una cosa. El dinero es una mercancía fantástica. Una fantasía. Ni lo puedes comer ni te abriga, pero representa toda la comida y toda la ropa del mundo. Por eso es una ficción. Y eso mismo lo convierte en el patrón con el que valoramos todas las mercancías. ¿Qué comporta eso? Pues que el dinero se convierte en el bien de consumo universal. Pero recuerda: el dinero es una ficción; bienes de consumo en forma de pura fantasía, ¿entiendes? Y eso es doblemente cierto en el caso del capital financiero. Las acciones, los valores, los bonos. ¿Crees que alguna de las cosas que compran y venden esos bandidos del otro lado del río representan algún valor real y concreto? No, para nada. Las acciones, los valores bursátiles y toda esa porquería no son más que promesas de un valor futuro. Así pues, si el dinero es una ficción, el capital financiero es la ficción de una ficción. Con eso comercian todos esos criminales: con ficciones.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/-0kcet4aPpQ?si=PbQZSc4ZtVeWfR65" width="520"></iframe></div><div style="text-align: justify;">Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/eFWibnzmaug" width="520" youtube-src-id="eFWibnzmaug"></iframe></div>Hernán Díaz. A lo lejos; Fortuna</div><div style="text-align: justify;"><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/hernan-diaz.-a-lo-lejos.-fortuna" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>
</div>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-34896536255005853662023-11-29T21:39:00.000+01:002023-11-29T21:39:02.857+01:00
<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">TRUMAN CAPOTE. <i>DESAYUNO EN TIFFANY'S </i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libro</i>, bienvenidos al espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy os ofrece el primer programa de una breve serie, que iré desarrollando a lo largo de lo que resta de la presente temporada del espacio, en las que el cine será el protagonista. Y es que en este año que ahora acaba se han producido varias efemérides cinematográficas que quiero resaltar con una propuesta plural. En primer lugar, y por centrarme en la emisión de esta tarde, en 1963, exactamente el 12 de noviembre, hace ahora sesenta años, se proyectó por primera vez en España <i>Desayuno con diamantes</i>, un título esencial en el universo del séptimo arte, una película que se había estrenado en Estados Unidos dos años antes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Aprovechando el aniversario os propongo hoy la lectura de dos libros muy interesantes. Quiero hablaros del libro de Truman Capote en el que se basó la película, <i>Desayuno en Tiffany’s</i>, y de un número monográfico, <i>Desayuno con diamantes. El libro del 60 aniversario</i>, de la editorial Notorious, un sello de presencia recurrente en nuestro espacio, publicado cuando se cumplieron los sesenta años de su estreno en Estados Unidos, cuyos responsables son Quim Casas, Teresa Llácer, Ricardo López y Lucía Tello Díaz. A lo largo de los próximos meses, como digo, irán saliendo al aire mis sugerencias de libros relacionados con otras películas que han alcanzado un redondo cumpleaños en este 2023 ya declinante. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh8MTk1GyND78tnz4u9PuVUnxxr_3h4GuR9oqW01nsW81cFAEe1L8z8lUUK8DRjduMnrsDh_KEUzCGbuckze8MWHkm9yL0RS2zhRZ70fmGua8RBUCGGPqJd-V0MF0EattHbPSNfoZN78sZaXaftH7bVmhQyjjhthMcdBhk1MQcDLOvHA3NjXPuplqMw-Gcd/s783/Programa%20545.%20Truman%20Capote.%20Desayuno%20en%20Tiffany%27s.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="783" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh8MTk1GyND78tnz4u9PuVUnxxr_3h4GuR9oqW01nsW81cFAEe1L8z8lUUK8DRjduMnrsDh_KEUzCGbuckze8MWHkm9yL0RS2zhRZ70fmGua8RBUCGGPqJd-V0MF0EattHbPSNfoZN78sZaXaftH7bVmhQyjjhthMcdBhk1MQcDLOvHA3NjXPuplqMw-Gcd/s320/Programa%20545.%20Truman%20Capote.%20Desayuno%20en%20Tiffany%27s.jpg" /></a></div>Vayamos, pues, con <i>Desayuno en Tiffany’s</i>. La edición española “canónica” del libro es de 1987 (no sé si hay alguna previa; la publicación estadounidense originaria es de 1958) y la editó Anagrama en su ya legendaria colección “Panorama de narrativas”, con sus cubiertas amarillas y sus ya más de mil cien títulos publicados. Mi sugerencia de hoy os lo trae en la más reciente versión de Libros del Zorro Rojo, de 2016, que conserva la traducción para Anagrama (los editores agradecen en el colofón de la obra la cortesía del sello catalán) de Enrique Murillo, escritor él mismo y uno de los más importantes traductores de nuestro país (pese a lo cual, desde mi punto de vista, hay dos traslaciones, al menos, con sendas opciones léxicas de difícil justificación. La primera, la presencia del término “malea”, cuya existencia en castellano no he logrado localizar, y que por el contexto en que aparece podríamos asociar a tristeza, morriña o angustia (la expresión inglesa en el texto original es “you know those days when you've got the mean reds?”, de la que ignoro cuál debiera ser una traducción más adecuada; la de Murillo es “¿sabes esos días en los que te viene la malea?”; en el doblaje al español de la película se habla de “días rojos”). La segunda, un falso amigo, “implausible”, vocablo existente en inglés pero no en nuestro idioma, al que debería ser vertido como “inverosímil” o “increíble”). Además, los responsables de la edición más actual (no sé si el propio traductor o los editores; sospecho que estos últimos) han “pulido” algunos detalles de la inicial versión, actualizándola desde el punto de vista gramatical (las tildes en “solo”, por ejemplo) y cambiando términos hoy menos usuales (como muestra representativa, donde la edición original decía “llevar diamantes sin haber cumplido los cuarenta es una horterada”, hoy se ha sustituido el último vocablo por “ordinariez”; en la película se dice “vulgaridad”). El libro del que os hablo, que a diferencia del de Anagrama, que recoge otros tres cuentos, solo incluye la corta novela a la que alude su título, se presenta en un formato muy amable y con unas muy sugerentes ilustraciones de Karen Klassen, reconocida pintora e ilustradora canadiense, que se mueve en los mundos de la moda, la publicidad y el ámbito editorial. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Debo confesar, de entrada, que yo no había leído hasta hace unos meses la <i>novella</i> (<i>novella</i>, <i>nouvelle</i>, novela corta, todas ellas denominaciones convenientes, pues con sus escasas cien páginas estamos ante un texto de longitud mayor que la de un cuento y menor que la de una novela convencional) de Capote. He repasado mi biblioteca y en ella están -leídos hace décadas y olvidados en su mayor parte- <i>Otras voces, otros ámbitos</i>, <i>Plegarias atendidas</i>, <i>Música para camaleones</i>, el genial <i>A sangre fría</i>, que sí recuerdo bien, todos ellos en las ediciones de Anagrama de principios de los ochenta y en algunas, anteriores y deplorables, de Bruguera. Pero, concluido el exhaustivo arqueo, no aparece <i>Desayuno con diamantes</i>, y lo que resulta más revelador, tampoco guardo en mi memoria rastro alguno de su lectura. Y ello es, a la vez, una ventaja y un inconveniente. La principal limitación deriva del hecho de que, teniendo, en cambio, muy vivo el recuerdo de la película, que también he vuelto a ver estos días, mi actual y muy retrasada lectura se ha visto totalmente condicionada por la “presencia” irradiadora de Audrey Hepburn, que encarnó en el cine de un modo inolvidable a la subyugante Holly Golightly del libro, de tal manera que el enamoramiento instantáneo y arrebatado que provoca el personaje -también en la ficción literaria, con todos los hombres que la rodean entregados, de una u otra forma, a los encantos de la por muchos motivos deslumbrante heroína- se debe, en mi caso, en gran parte, a la fascinación que desprende la actriz (¿cómo no enamorarse de la bellísima chica, en apariencia frágil, que susurra <i>Moon river</i> -obvia opción musical para el cierre de esta reseña- rasgueando la guitarra en la escalera de incendios del<i> </i>destartalado<i> edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este?</i>). Sin embargo, alejando en lo posible de mi mente la poderosa imagen de la delicada belleza de Audrey Hepburn, mi lectura -tan tardía- de <i>Desayuno con diamantes</i> me ha permitido descubrir una obra muy interesante y, también, conmovedora. La experiencia completa, lectura del libro y revisión, por enésima vez, de la película, ha sido memorable y por eso quiero compartirla y recomendarla. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Con el habitual aviso para navegantes con el que subrayo la imposibilidad de hablar con un mínimo de profundidad del libro sin desvelar algunas de sus claves, anticipo someramente la trama argumental de la breve obra. El narrador, innominado en el texto literario -no así en la película-, es un joven aspirante a escritor que en los primeros años de la Segunda Guerra mundial (<i>Aquel lunes de octubre de 1943</i>, recuerda en un momento del libro), llega a la que va a ser su primera vivienda en Nueva York, con todas las ilusiones todavía intactas pese a que nunca ha publicado y ninguna editorial compra lo que escribe. Ya en los primeros días de su estancia en el nuevo domicilio ve interrumpido de continuo su sueño nocturno porque, a las dos, a las tres, a las cuatro de la madrugada, la excéntrica y ruidosa vecina del apartamento inferior al suyo llama insistentemente a su telefonillo para que, olvidadas una y otra vez la llaves de la puerta, le franquee el paso al edificio. Pese a tan constantes “incidencias”, tendrán que pasar aún algunos meses para que llegue a conocerla, puesto que en sus recurrentes servicios como portero forzoso solo la ha podido vislumbrar. Ello ocurrirá cuando la chica se presente en la ventana de su casa, en albornoz y desde la escalera de incendios, solicitando su ayuda para escapar así de un admirador “horripilante” que la acosa en su propio apartamento. La descarada muchacha es Holly Golightly, una chica muy joven (<i>le faltaban dos tímidos meses para cumplir los diecinueve</i>) y de vida algo alocada, cuyas peripecias constituyen desde ese momento el objeto de la curiosidad, del interés, también de la desesperación del pretendido escritor. Holly se convierte así, en consecuencia, en el centro absoluto sobre el que gira la novela y su personaje pasará a ser, merced a su omnipresencia en el libro y a la deslumbrante caracterización con la que la dibuja Truman Capote, una de las más sobresalientes e inolvidables figuras femeninas de la literatura -y sin duda también del cine- del siglo XX. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Holly es, aunque la novela no lo afirma abiertamente, una prostituta (<i>No es que me haya liado con auténticas multitudes, como dicen algunos: y no culpo a esos bastardos por decirlo, siempre he vivido en plan loco. Aunque, la verdad, la otra noche eché cuentas y sólo he tenido once amantes, sin contar lo que pudiera haber ocurrido antes de cumplir los trece años porque, al fin y al cabo, eso no cuenta. Once. ¿Basta eso para convertirme en una puta?</i>), que se codea con hombres de vida dudosa y miembros de la alta sociedad neoyorkina, millonarios, artistas, productores cinematográficos, algún mafioso, <i>tipos sospechosos</i>, de los que extrae sus únicas fuentes de ingresos, hombres <i>que sacaban con dos dedos un billete de cincuenta dólares para el tocador</i>. Muchas de las manifestaciones de su desordenada vida -presencia constante de amantes y hombres enamorados, fiestas ruidosas, hábitos extravagantes, horarios descabalados- repercuten en la anodina vida del escritor que, poco a poco, se ve arrastrado a la turbulenta vorágine en que consiste la existencia de la desconcertante joven. Tanto lo caótico y despreocupado de sus costumbres cotidianas como, sobre todo, los rasgos que caracterizan una personalidad de un magnetismo arrollador, enamoran a los hombres que la rodean, entre ellos, singularmente, al narrador y, de manera evidente en mi caso, también al lector. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El personaje atrae ya antes de conocerla, merced a los indicios que el escritor va teniendo de ella: <i>descubrí</i>, dirá, <i>observando la papelera que dejaba junto a su puerta, que sus lecturas normales eran la prensa popular, los folletos de viajes y las cartas astrales; que fumaba unos pitillos esotéricos de la marca Picayune; que sobrevivía a base de requesón y tostaditas; que su cabello multicolor no era obra de la naturaleza. La misma fuente de información me permitió saber que recibía montones de cartas del frente. Siempre estaban rotas a tiras alargadas, como registros. A veces me llevaba uno de esos registros para utilizarlo en mis lecturas. </i>Recuerdo<i> y </i>te echo de menos<i> y </i>llueve<i> y </i>escribe, por favor<i>, y </i>maldita<i> y </i>condenada<i> eran las palabras que más a menudo se repetían en esas tiras de papel; estas, y </i>soledad <i>y </i>te quiero. Un retrato fragmentario, incompleto y parcial, pero muy revelador del modo en que se desenvuelve la vida de la chica. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Idéntica predisposición positiva se produce cuando, por fin, Holly aparece ante el narrador y, consiguientemente, ante el lector, <i>con aspecto de persona mimada por la vida, serenamente inmaculado, como si la hubiesen estado cuidando las doncellas de Cleopatra</i>, como puede apreciarse en estos dos reveladores fragmentos que no me resisto a transcribir en su integridad: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Holly llevaba un fresco vestido negro, sandalias negras, collar de perlas. Pese a su distinguida delgadez, tenía un aspecto casi tan saludable como un anuncio de cereales para el desayuno, una pulcritud de jabón al limón, una pueblerina intensificación del rosa en las mejillas. Tenía la boca grande, la nariz respingona. Unas gafas oscuras le ocultaban los ojos. Era una cara que ya había dejado atrás la infancia, pero que aún no era de mujer. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Nunca se quitaba las gafas de sol, iba siempre muy bien vestida, con un buen gusto casi pomposo pese a la sencillez de su ropa, de los azules y los grises escasamente llamativos que hacían que fuese ella, su persona, la que brillaba. Hubiera podido deducirse que era modelo de fotógrafo, o una actriz principiante, aunque, por sus horarios, era obvio que no tenía tiempo para dedicarse a ninguna de las dos cosas. </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero si su apariencia externa resulta subyugante, no lo es menos la contradictoria amalgama que constituye su personalidad. Holly es una chica inocente, imprevisible, deliciosa, tierna, sofisticada, dulce, frívola, caprichosa, libre, elegante, despistada, liberada, moderna, disponible, cariñosa, seductora, ilusionada, ingenua, calculadora, extravagante, misteriosa, fantasiosa, desdichada, a veces desesperante, una <i>farsante</i>, una <i>vulgar exhibicionista</i>. Con un pasado oscuro de muchacha pueblerina en Texas, el cual quiere dejar atrás -y que yo tampoco desvelaré, aunque creo que ya he anticipado demasiado-, vive en Nueva York persiguiendo sus sueños, de los que el brillo deslumbrante de las joyas de Tiffany opera como metáfora, y a los que pretende acceder, infeliz, “cazando” a un hombre rico que la mantenga; una pobre y desamparada niña que solo busca, sin hallarlo, un lugar en el mundo. Su vida está hecha de excesos, de fiestas, de encuentros superficiales, de impulsos primarios de animalito salvaje, de excesos, champagne y promiscuidad, incapaz de establecer vínculos con ningún hombre, profundamente solitaria, protegida de la insatisfactoria realidad tras sus gafas oscuras, en una sucesión de días intensos y acelerados, aunque vacíos, que no mitigan su <i>cicatriz emocional </i>y que dejan un poso de tristeza e impregnan el libro de una atmósfera, entrañable pero dolorosa, de melancolía. Ricardo López, uno de los autores del libro de Notorious, describe con acierto al personaje, que se mueve, en sus palabras, <i>entre la más absoluta superficialidad y la ternura más intensa</i>. <i>Eres la persona más desconcertante del mundo</i>, le dirá su vecino, ya perdidamente enamorado de esa fascinante combinación de desvalimiento y fortaleza, de vulnerabilidad e independencia (<i>Él es independiente, y yo también. No quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi lugar y las cosas estén en el suyo. Todavía no estoy segura de dónde está ese lugar. Pero sé qué aspecto tiene</i>, afirmará, a propósito de su gato, un álter ego evidente), de frivolidad y rebeldía (<i>Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto</i>), de inocencia salvaje (<i>No se enamore nunca de ninguna criatura salvaje (…) Pero no hay que entregarles el corazón a los seres salvajes: cuanto más se lo entregas, más fuertes se hacen. Hasta que se sienten lo suficientemente fuertes como para huir al bosque. O subirse volando a un árbol. Y luego a otro árbol más alto. Y luego al cielo. Así terminará usted, Mr. Bell, si se entrega a alguna criatura salvaje. Terminará con la mirada fija en el cielo</i>) y elegante sofisticación, de libertad indomeñable e inconsciente reclusión en la jaula de su frenética y trivial y ligera e intrascendente cotidianidad. Una creación literaria inolvidable. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjZ0GGILTpK0kL_-8OcuVHBGIgTnjD66jQDxs0BNrydTlXRYzJ_tF2Txk09BjZc-erd42dRCg7CLahqn9FHcLgCwAZKqKl2JrGC19H6Ku-2tpcKlahKPPGdh275KT601oXGiBX8Zk1Ar7t2Y_yD8F6qy-87KQ6gD2VMJqZ4t_nfyWgmmy10puKqlggXHN95/s1011/Programa%20545.%20Truman%20Capote.%20Desayuno%20con%20diamantes.%20Notorious.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1011" data-original-width="800" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjZ0GGILTpK0kL_-8OcuVHBGIgTnjD66jQDxs0BNrydTlXRYzJ_tF2Txk09BjZc-erd42dRCg7CLahqn9FHcLgCwAZKqKl2JrGC19H6Ku-2tpcKlahKPPGdh275KT601oXGiBX8Zk1Ar7t2Y_yD8F6qy-87KQ6gD2VMJqZ4t_nfyWgmmy10puKqlggXHN95/s320/Programa%20545.%20Truman%20Capote.%20Desayuno%20con%20diamantes.%20Notorious.jpg" /></a></div>¡Y aún falta la película para provocar la rendición incondicional y fascinada del lector, ahora espectador, ante unos encantos que encuentran, en la dulce, bellísima y exquisita Audrey Hepburn, la perfecta encarnación del sensible retrato de Capote! Y no solo eso, porque <i>Breakfast at Tiffany’s</i>, en España <i>Desayuno con diamantes</i>, es una película excelente, aunque no llega, a mi juicio, al nivel de la novela, entre otras razones por algunas manifestaciones muy burdas de lo peor del estilo de su director, Blake Edwards, que no lastran, sin embargo, el formidable magnetismo del personaje principal y de la fascinante actriz que le da vida. Estrenada en Estados Unidos el 5 de octubre de 1961, aunque en nuestro país no pudo verse hasta el 12 de noviembre de 1963 (dos fechas que justifican, como se ha dicho, por un lado la aparición en 2021 del libro de la editorial Notorious, de título elocuente: <i>Desayuno con diamantes. El libro del 60 aniversario</i>, y por otro su presencia aquí en estos últimos días de 2023), la película tiene infinidad de motivos de interés y todos ellos, sin excepción, son explorados y analizados, con rigor, amenidad, conocimiento y brillantez en la obra de Quim Casas, Teresa Llácer, Ricardo López y Lucía Tello Díaz, cada uno de los cuales firma tres capítulos -salvo Casas y Llácer, responsables de cuatro- en los que se amplían para el lector los ecos de una cinta en sí misma muy interesante pero que, enriquecida con la profundidad de la sagaz mirada de los críticos, adquiere una magnitud aún mayor. Un libro capaz de provocar la lectura alborozada de quien se adentre en sus páginas, cautivado tanto por los muy sugestivos e iluminadores textos, pequeños ensayos monográficos, formidables pese a ciertas inevitables reiteraciones, como por la calidad de la edición, con los habituales elementos distintivos del sello Notorious: el papel satinado, el gran tamaño y el excepcional “aparato” gráfico, que incluye infinidad de magníficas fotografías de la película, del rodaje y promocionales, y sesenta y cuatro carteles publicitarios correspondientes a países y en idiomas diferentes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro se abre con una suerte de capítulo-marco, <i>Un film tan triste como chic</i>, en el que Quim Casas sitúa la película aportando comentarios generales sobre ella. Así, conocemos la peripecia editorial de la novela, no demasiado afortunada en sus inicios; el absurdo empecinamiento de Truman Capote con Marilyn Monroe, que era su amiga y a la que prefería inexplicablemente para el papel, una insensatez, no solo juzgando con la ventaja de saber, con la partida ya jugada, que Audrey Hepburn “es” Holly Golightly, sino por la ostensible inadecuación de la exuberante rubia en un rol en el que, sin embargo, sí podría encajar por la fragilidad emocional, la convulsa existencia personal y la difícil relación con los hombres de la infortunada Marilyn; la supuesta existencia de un personaje real, cuyo nombre Capote nunca reveló, como referente de Holly, aunque parece que la sombra de la madre del escritor planea sobre la creación literaria; las cinco nominaciones de la película a los Oscars, actriz, guion, dirección artística y los dos finalmente obtenidos, banda sonora y canción; la presencia en el reparto de “nuestro” José Luis de Vilallonga; la desafortunada participación de Mickey Rooney, interpretando al exageradamente caricaturesco japonés Mr. Yunioshi, en una opción hoy impensable por su cuestionable incorrección política; la decepción del autor ante la traslación cinematográfica (<i>dudo que vaya a verla</i>, llegó a decir); los muchos cambios habidos en el paso del libro a la pantalla; la aparente inconsistencia de hacer pasar por una chica de diecinueve años a una actriz que ya tenía treinta y uno; el durante mucho tiempo anunciado <i>remake</i>, a la larga imposible, con Jodie Foster de protagonista; el salto de la obra a los escenarios teatrales de Broadway y el West End londinense, entre otras muchas informaciones, anécdotas, curiosidades y detalles varios que marcan, desde el inicio del libro, el “espíritu” que lo guiará. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Organizando el caos</i> repasa la trayectoria de Blake Edwards como director, deteniéndose en algunas de sus películas más significativas -<i>El guateque</i>, con un impasible e hilarante Peter Sellers; <i>Días de vino y rosas</i>, interpretada por Jack Lemon y Lee Remick, con el alcoholismo como tema y compartiendo responsable musical con<i> Desayuno con diamantes</i>, como luego veremos; <i>Victor o Victoria</i>, con su mujer, Julie Andrews; la serie de <i>La pantera rosa</i>-, que se mueven en un arco que va de las notables comedias románticas con un punto de melancolía hasta las más desaforadas manifestaciones del <i>slapstick</i>, esa vertiente de las películas de humor basadas en la exageración, las caídas y los golpes, los efectos cómicos primarios, una dimensión que en <i>Desayuno con diamantes</i> aflora en la multitudinaria y a mi juicio prescindible -o al menos “recortable” en su duración- escena de la fiesta en el apartamento de Holly, también en la embarullada secuencia de la llegada de la policía y la posterior escena en la comisaría, así como en la presencia desmedida y grotesca -más allá de una lectura “pacata” desde la hoy insoportable corrección política- del personaje que encarna Mickey Rooney. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhoTbtEEw-zDfWzlfD3q55lfUfF95QvM34x6MduJTioPIlk_xI6hOfCal8Lq5eMyDYhbanOb7p31Sy6YCG-pXiOT2h7RXQS_PKwHbBs8UjeegJYstE_ssctwstfgGbkAtjX_L6skQEoIPyGQGAbG03NB_XYPXRhjaBhqGdFZ7nFThtuK9bOzIazOyoijFzJ/s1234/Breakfast_at_Tiffany%27s_%281961_poster%29.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1234" data-original-width="800" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhoTbtEEw-zDfWzlfD3q55lfUfF95QvM34x6MduJTioPIlk_xI6hOfCal8Lq5eMyDYhbanOb7p31Sy6YCG-pXiOT2h7RXQS_PKwHbBs8UjeegJYstE_ssctwstfgGbkAtjX_L6skQEoIPyGQGAbG03NB_XYPXRhjaBhqGdFZ7nFThtuK9bOzIazOyoijFzJ/s320/Breakfast_at_Tiffany%27s_%281961_poster%29.jpg" /></a></div><i>La chica del escaparate</i> se centra en la carrera de Audrey Hepburn y en su papel en la película como emblema del brillo, la elegancia y la sofisticación. Se nos da cuenta de la ya comentada preferencia de Capote por Marilyn Monroe y de la primera elección para el papel de Shirley McLaine, finalmente descartada, pues el personaje de Holly, en su fragilidad y tristeza, se parecía demasiado al que la actriz había encarnado en <i>El apartamento</i>, estrenada solo un año antes. Sabemos también de las inseguridades y el esfuerzo interpretativo que supuso la película para Audrey -<i>aquel papel requería un carácter extrovertido y yo no lo tengo</i>, declararía-, de, en sentido contrario, ciertos elementos biográficos coincidentes entre ella y su personaje, singularmente el abandono de su padre en la infancia, pese a la diferencia de ambientes sociales entre ambas, pues Hepburn era hija de una baronesa holandesa y un banquero británico, nacida en Bruselas, en el elegante barrio de Ixelles. Teresa Llácer se encarga, más adelante, en <i>Feliz de estar triste</i>, de comentar la recurrente presencia de los papeles tristes, lánguidos y levemente apesadumbrados en la trayectoria fílmica de la actriz, con esa manifestación significativa del fenómeno que es <i>Desayuno con diamantes</i> y, en ella y en particular, con esa explosión de ensoñación, ilusiones, necesidad de amor, fragilidad, desvalimiento, nostalgia y sentimiento melancólico que se concentra en la escena en la que Holly, sentada en la ventana de su apartamento, al borde de la escalera de incendios y bajo la arrobada mirada de su enamorado vecino, canta <i>Moon River</i>, una secuencia que “explica” a los dos personajes. <i>Romántico incurable</i> se centra en George Peppard, el actor que interpretó al anónimo escritor -Paul Varjak en la película-, en su carrera y en los rasgos de un personaje que en principio iba a adjudicarse a Steve McQueen. El rol de Peppard, que sería muy conocido en los setenta y ochenta por su participación en series televisivas, <i>Banacek</i>, <i>El Equipo A</i>, cambia sustancialmente en relación con la novela pues aquí es un gigoló, un “mantenido” de una mujer mayor casada, un personaje que se “inventó” para la película, lo que provocó el enfado de Capote al eliminarse la homosexualidad latente en el libro e introducir esta otra vertiente no prevista por él. El capítulo analiza la relación con la mujer, Emily Eustace Failenson, que interpreta Patricia Neal, y los juegos de poder y sometimiento, de dependencia y libertad, que equilibran el personaje del escritor -que nunca escribe y vive de los cheques de su “mecenas”- con el de Holly, que también sobrevive a costa de los hombres que la “compran”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Más allá de los actores protagonistas, el análisis del reparto alcanza, en una sección muy completa, <i>Los terceros</i>, a los principales personajes secundarios: el ya mencionado Mr. Yunioshi, que lleva a la bufonada el tantas veces cargante Mickey Rooney; la también citada Emily Eustace Failenson, que encarna con solvencia Patricia Neal, que fue mujer del escritor Roald Dahl; Doc Golightly, el aldeano palurdo pero sensible e íntegro que resulta ser -¡atención, nuevo <i>spoiler</i>!- el marido de Holly, y que toma cuerpo en la película bajo el rudo perfil tejano del actor Buddy Ebsen (al que en la España de los sesenta conocimos en una serie televisiva, <i>Rústicos en Dinerolandia</i>, que tuvo un <i>remake</i> en el cine en 1993), encajando a la perfección en el papel; José da Silva Pereira, el millonario brasileño que supuso la más conocida aparición en la gran pantalla de “nuestro” José Luis de Vilallonga; y, en papeles menores, O.J. Berman, el frívolo productor cinematográfico que interpreta Martin Balsam, con amplio recorrido en el cine, recordado por, entre otras, su presencia en <i>Psicosis</i>, <i>Doce hombres sin piedad</i>, <i>El cabo del terror</i>, <i>Pequeño gran hombre</i> o <i>Todos los hombres del presidente</i>. Hay menciones también a Rusty Trawler, Mag Wilwood, Mr. Shaughnessy o Sally Potato, personajes con una participación menor. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Humor del desencanto</i> es un capítulo muy interesante, en el que se explora la trayectoria de George Axelrod, reputado autor del guion de la película, así como de, entre otras,<i> La tentación vive arriba</i> y <i>Bus stop</i> ambas con Marilyn Monroe. Lucía Tello, que escribe este artículo, se detiene en el análisis del atrevimiento del guionista -presente en toda su carrera- para sortear la censura y los límites del represor Código Hays, que imponía estrictas reglas de conducta en la representación de la violencia, el sexo, el alcohol, los bailes, el cuerpo, los decorados, los temas o, incluso, la “vulgaridad” en las películas, y que estaba todavía vigente en ese momento. Hay un libro espléndido, también en Notorious, de título <i>Hollywood antes de la censura. Las películas pre-code</i>, escrito por Guillermo Ballmori, en el que se resalta el contraste entre la muy libre etapa del cine entre 1929 y 1934 y las exigencias pacatas y moralizadoras del Código, de las que Hollywood no se liberaría hasta los años sesenta (algunos de los grandes logros técnicos de Hitchcock tienen que ver con su inteligente y sofisticado talento para sortear esas absurdas exigencias). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Un estudio iluminador, también a cargo de Lucía Tello, es el que se recoge en <i>Croisanes recalentados</i>, en el que se cuenta la peripecia de la compra de la novela por la Paramount, que pagó a Capote 65.000 dólares por los derechos y se examinan las diferencias, algunas ya mencionadas, entre el libro y película. Hay críticos que hablan de que en la traslación cinematográfica se “desnaturaliza” la novela, y yo no puedo estar más de acuerdo, y en ello cifro mi mayor valoración del texto literario frente a la, pese a ello, excelente adaptación para la pantalla. El desplazamiento de la acción a década y media después del 1943 de la novela. El cambio en el tono de sordidez del texto de Capote, frente al <i>glamour </i>y el colorido de la película. La eliminación o, al menos la presencia muy secundaria y escondida de los temas “problemáticos” de la novela, la droga, la prostitución, el sexo muy libre, las referencias, siquiera veladas, a la homosexualidad del narrador y la bisexualidad de Holly, su condición de prostituta, un embarazo no deseado, su evidente promiscuidad, que se edulcoran en la película. La desaparición del personaje de Joe Bell, que en el libro permite la narración en un largo <i>flashback</i>, perspectiva que desaparece en la película. La variación del punto de vista narrativo, en el libro la primera persona del vecino escritor. El -aviso, <i>spoiler</i>- final feliz que no está, ni mucho menos, en la obra literaria, en la que Capote soslaya cualquier atisbo de romanticismo simplista. Y, claro está, las ya mencionadas aportaciones “<i>made in</i> Blake Ewards” que, presentes en el libro, no tienen en él ese tratamiento desorbitado de exagerada comedia de la película: la fiesta, el incidente con la policía, la larga secuencia del robo de las máscaras, el excesivo y caricaturesco japonés que, insisto una vez más, encarna un Mickey Rooney casi siempre sobreactuado y aquí patético. El rastreo de la obra de Capote en el cine continúa en <i>Truman Capote en pantalla</i> en el que se revisan los guiones, las adaptaciones y las obras del escritor de Luisiana a los dominios del séptimo arte, sus cameos en distintas películas, así como los <i>biopics</i> y los documentales sobre su figura. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Otro capítulo sugerente, sobre todo para cinéfilos, es <i>Romcom, antes y después de Tiffany’s</i>, en el que se analizan las llamadas “romcom”, comedias románticas, con las que la película tiene indudables concomitancias, deteniéndose, sobre todo, en las tres cintas, <i>Confidencias a medianoche</i>, <i>Pijama para dos</i> y <i>No me mandes flores</i>, rodadas por Doris Day y Rock Hudson, o, más adelante, las películas de Robert Redford y Jane Fonda, en particular <i>Descalzos por el parque</i>, que sirven al responsable del ensayo, una vez más Quim Casas, para examinar la repercusión de los cambios en los hábitos sexuales y las consecuencias de la liberación femenina de los años sesenta, en paralelo a la representación cinematográfica de las relaciones de pareja. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No podía faltar una sección dedicada a la música de la película, obra de Henry Mancini, y, en particular, a su tema estrella, esa canción inolvidable, <i>Moon River</i>, con música del propio Mancini y letra de Johnny Mercer, del que hablamos aquí hace unas semanas a cuenta de su “presencia” en <i>Alguien camina sobre tu tumba</i>, de Mariana Enriquez. En el capítulo, firmado por Quim Casas, el autor se detiene en la trayectoria del compositor, nominado trece veces a los Oscar, y ganador de tres galardones por <i>Desayuno con diamantes</i>, <i>Días de vino y rosas</i> y <i>Víctor o Victoria</i>; analiza algunas fecundas asociaciones director/compositor, como es el caso de Blake Edwards y el propio Mancini; comenta la letra de la canción, con especial mención a las referencias a “dos vagabundos”, y a “a lot of world to see”, explicativas del carácter del personaje; y menciona la excepcionalidad del tratamiento diegético de la canción en la película, con la voz y la guitarra de Audrey Hepburn en la legendaria escena de la ventana y con el silbido de George Peppard mientras sube las escaleras de su casa en un fugaz momento del film. El estudio se cierra con una larga lista, comentada en detalle, de versiones del ya clásico tema. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hay, para finalizar, interesantes indagaciones en aspectos no directamente vinculados a la trama de la película. Así, en <i>La vida en la ciudad</i> comparece Nueva York y se detallan algunos de sus lugares característicos reflejados en la cinta. Central Park, la Biblioteca Pública de la calle 42, el Upper East Side, donde está el edificio en el que viven Holly y Paul, la Grand Central Station, el edificio Seagram, el Club 21, muy frecuentado por el <i>star system</i> norteamericano, y, sobre todo, el edificio Tiffany, en la Quinta Avenida, en la ya mítica escena inicial con Hepburn descendiendo del taxi y observando extasiada los escaparates de la joyería con un café en la mano y comiendo un croissant -que no lo era, sino unas pastas danesas que se le atragantaban a la actriz, condenada a repetir la toma una y otra vez-, en una imagen emblemática de la película y muy representativa de su espíritu, como puede apreciarse en el texto que os dejo como cierre a esta reseña. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y hay también un repaso exhaustivo a la ropa y los complementos que luce Audrey Hepburn en el apartado de título <i>El vestuario</i>. Los distintos vestidos, los de Givenchy para las escenas de exteriores (memorable el de satén negro con escote recortado en la espalda que luce ante la joyería, y que, propiedad del escritor Dominique Lapierre, acabaría subastándose en 2006 y adjudicándose por 700.000 euros, que el francés entregaría a su ONG La Ciudad de la Alegría) y los de Edith Head para las escenas caseras; los guantes hasta el codo también de satén negro, las icónicas gafas de sol modelo Manhattan de Oliver Goldsmith, los sombreros, las tiaras, los peinados, la boquilla interminable. El capítulo alude también a las desavenencias entre el modisto francés y Edith Head, la jefa de vestuario de la Paramount, la mujer con mayor número de Oscar de la historia, ocho premios en total, entre ellos títulos de leyenda como <i>La heredera</i>, <i>Eva al desnudo</i>, <i>Vacaciones en Roma</i>, <i>El golpe</i> o<i> Sabrina</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No falta tampoco un capítulo centrado en las joyas. Con el título de <i>Nuevas colecciones de Tiffany</i>, Ricardo López relata la singularidad del rodaje de la única escena que transcurre en el interior de la joyería, que tuvo que llevarse a cabo un domingo a primera hora de la mañana, pues el local debió cerrarse al público por razones obvias; nos da cuenta de una breve historia de la prestigiosa joyería; describe los detalles de su diamante más representativo, The Tiffany Diamond; comenta las piezas -collares, pendientes, pendientes, tiaras- que luce Audrey Hepburn en la película -todas de bisutería pues las joyas muy valiosas no desentonarían con el nivel de vida del personaje- y en las fotos promocionales -éstas sí auténticas-; repasa las otras ocasiones en que un personaje famoso pudo lucir el monumental diamante (Lady Gaga, cantando <i>Shallow</i> con Bradley Cooper en la ceremonia de los Oscar de 2019, Gal Gadot en Muerte en el Nilo, recientemente Beyoncé en el inicio de su gira <i>Renaissance World Tour</i>, en este mismo 2023,); explica la singularidad del <i>blue</i> Tiffany, el color azul marca de la casa, presente en cajas y papelería; nos informa de la posibilidad de que turistas y visitantes disfruten de un opíparo desayuno en el lujoso restaurante de la cuarta planta del edificio por el módico precio de 29 dólares; examina la recreación de la iconografía derivada de la película, presente ya en la memoria colectiva, en la obra de pintores y diseñadores (Antonio de Felipe, Andy Warhol, Jordi Labanda), en la cultura popular -en diversos modelos de la muñeca Barbie-, en las “imitaciones” y citas de la imagen del personaje por parte de otras actrices, como Penélope Cruz, Anne Hathaway o Natalie Portman. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, una magnífica ocasión, ahora que se acaban de cumplir los sesenta años de su estreno en España, de volver a ver <i>Desayuno con diamantes</i>, acompañando la experiencia con la lectura de la breve novela original de Truman Capote y del desbordante volumen de la editorial Notorious que desmenuza la película desde todos los puntos de vista imaginables. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Os dejo ahora con un fragmento del libro, en el que Holly explica sus terribles días de “malea” y los motivos por los que visitar Tiffany’s le resultaba la única solución a su malestar emocional. Tras él, y como resulta inevitable, la interpretación que hace en la película Audrey Hepburn de <i>Moon river</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Oye, ¿sabes esos días en los que te viene la malea? </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—¿Algo así como cuando sientes morriña? </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—No —dijo lentamente—. No, la morriña te viene porque has engordado o porque llueve muchos días seguidos. Te quedas triste, pero nada más. Pero la malea es horrible. Te entra miedo y te pones a sudar horrores, pero no sabes de qué tienes miedo. Sólo que va a pasar alguna cosa mala, pero no sabes cuál. ¿Has tenido esa sensación? </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—Muy a menudo. Hay quienes lo llaman angst. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—De acuerdo. Angst. Pero ¿cómo le pones remedio? </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—No sé, a veces ayuda una copa. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—Ya lo he probado. También he probado con aspirinas. Rusty opina que tendría que fumar marihuana, y lo hice, una temporada, pero sólo me entra la risa tonta. He comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a Tiffany’s. Me calma de golpe, ese silencio, esa atmósfera tan arrogante; en un sitio así no podría ocurrirte nada malo, sería imposible, en medio de todos esos hombres con los trajes tan elegantes, y ese encantador aroma a plata y a billetero de cocodrilo. Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato.</i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;">
<iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/uirBWk-qd9A?si=oFtz76Q5RCiRynbi" width="520"></iframe>Videonconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/Mtc1x9X-8Sg" width="520" youtube-src-id="Mtc1x9X-8Sg"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Truman Capote. Desayuno en Tiffany's</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/truman-capote.-desayuno-en-tiffanys" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-75852992763749903032023-11-22T20:26:00.001+01:002023-11-22T20:26:52.586+01:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">STEPHEN KING. <i>22/11/63</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Estamos -cuando sale al aire la emisión de <i>Todos los libros un libro</i> en Radio Universidad de Salamanca- a 22 de noviembre de 2023. Tal día como hoy hace exactamente sesenta años tenía lugar en Dallas, Texas, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, un acontecimiento que marcó a más de una generación en Estados Unidos y en el mundo entero y uno de los magnicidios con mayores repercusiones -sentimentales, políticas, sociales, culturales, periodísticas, policiales y hasta geoestratégicas- de nuestra Historia moderna. En estas seis décadas no se han agotado las hipótesis sobre el modo en que se desarrollaron los hechos, sobre sus responsables intelectuales y sus autores materiales. La versión oficial, al margen de teorías conspiratorias más o menos fundadas -en su mayor parte, delirios disparatados-, el famoso informe Warren, publicado menos de un año después del crimen y que recogía las evidencias forenses, balísticas, testificales, y los informes del FBI, el Servicio Secreto y el Departamento de Policía de Dallas sobre el asunto, dio por probada la existencia de un único asesino, Lee Harvey Oswald, un muy joven -veinticuatro años recién cumplidos- exmilitar, que a los veinte había desertado a la Unión Soviética para volver a los Estados Unidos tres años después. Apostado en una de las ventanas del sexto piso del Depósito de Libros Escolares de Texas, Oswald esperaría el paso de la comitiva presidencial por delante del edificio, a apenas veinte metros de su posición. Kennedy, que junto a su esposa, el gobernador del Estado, John Connally, y la mujer de éste, viajaba en la limusina -el ya legendario Lincoln X-100- con la que recorría las calles de la capital texana, atestadas de jubilosos ciudadanos que celebraban la visita, recibió dos disparos, de los tres que realizaría su asesino -el tercero hirió de rebote a un espectador-, que le causarían la muerte. Oswald, que en su huida mató también a un agente policial, fue detenido en un cine pocas horas después. El día 24, cuando era conducido desde la sede de la policía de Dallas a los tribunales para su declaración, fue asesinado, a su vez, a la vista de todo el país que veía el traslado por televisión, por un empresario nocturno y hampón de poca monta, Jack Ruby, en un incidente que, como puede presumirse, añadió nuevos motivos para la especulación a un acontecimiento ya de por sí envuelto en enigmas. Desde entonces, centenares de artículos, libros, investigaciones varias, películas, documentales y hasta series televisivas han intentado aproximarse a aquel momento sobrecogedor (las imágenes que se conservan, mil veces repetidas, de Kennedy con el cráneo destrozado por los impactos, y del gesto instintivo de la primera dama subida sobre el maletero del vehículo y tratando de desplazarse a gatas hacia la parte trasera para recuperar una parte de la cabeza de su marido que había saltado por los aires tras los disparos, son de un dramatismo imposible de olvidar), ofreciendo explicaciones varias para sus no siempre aclarados, nebulosos y, en consecuencia, controvertidos puntos oscuros. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Cuando, ya hace unos meses, una alusión al paso en un artículo periodístico me recordó la inminencia del aniversario de aquel trágico e histórico acontecimiento, recuperé en mi memoria la existencia de un libro que un antiguo alumno me había regalado en el año 2011 con generosa amabilidad (nada sospechosa, aclaro, de, siquiera, ligera corruptela) y que, desde entonces, había pasado a integrar la amplia lista de centenares -la sola mención de la cifra me genera ansiedad- de volúmenes pendientes de lectura que atesoro -y el tópico verbo no puede ser más exacto-, en la ingenua creencia de que algún día encontraré tiempo para disfrutar de sus páginas. <i>22/11/63</i> era el inequívoco título, su autor, el muy popular Stephen King y, en su edición española de Plaza y Janés con traducción de Gabriel Dols Gallardo y José Óscar Hernández Sendín, ocupaba, polvoriento y ya amarilleando, un considerable espacio -son casi novecientas sus páginas- en un recóndito estante de una de mis atestadas librerías. Había llegado la ocasión propicia, pensé, para rescatarlo de su languideciente ocaso leyéndolo por fin con la excusa de esta efeméride. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiHYzeUGbM7HoQf_tqJ0R4e9mXiKCvKDacv92AMgWdYkfNPCVRBmbNkXDl2RpkgW6UclHow0fT2F9vzFCjmhwhX4HDCjLhVJRJSun9yppmc0JGUPTrFKTw7XXoxbmUW_3a4uT-6yPf-GkBG7j7Yr_xrTXhgQaJBkGO229FjdKuyXXnBBIIFJjogMUpvBoAn/s997/Programa%20544.%20Stephen%20King.%2022.11.63.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="997" data-original-width="650" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiHYzeUGbM7HoQf_tqJ0R4e9mXiKCvKDacv92AMgWdYkfNPCVRBmbNkXDl2RpkgW6UclHow0fT2F9vzFCjmhwhX4HDCjLhVJRJSun9yppmc0JGUPTrFKTw7XXoxbmUW_3a4uT-6yPf-GkBG7j7Yr_xrTXhgQaJBkGO229FjdKuyXXnBBIIFJjogMUpvBoAn/s320/Programa%20544.%20Stephen%20King.%2022.11.63.jpg" /></a></div>Quiero explicar, antes de adentrarme en mi comentario y mi exultante recomendación, el porqué de tan dilatada preterición del libro durante esta docena larga de años. Porque, si bien es cierto que, bulímico libresco -si puede decirse así-, compro más libros que los que puedo -y podré- leer a lo largo de mi vida y que, por lo tanto, muchos de ellos están condenados a sobrevivirme metafóricamente intonsos, no es este hecho -la muerte natural, llamémosle, por simplificar- el que explica mi olvido de <i>22/11/63</i>, sino un lamentable prejuicio que, superado racionalmente, sigue operando en un nivel más elemental, irreflexivo e involuntario. Nunca he leído nada de Stephen King, y el detalle es tanto más llamativo cuanto -como me informa la Wikipedia- el prolífico escritor de Maine es autor de “64 novelas, once colecciones de relatos y novelas cortas, y siete libros de no ficción, además de un guion cinematográfico, entre otras obras”, libros de los que se han vendido más de 500 millones de ejemplares (otras fuentes hablan de “solo” 350 millones) y que, en un gran número, han sido adaptados al cine y a la televisión; habiendo además una alta cifra de películas en las que el escritor ha intervenido como esporádico y circunstancial actor, lo que ha acrecentado su universal popularidad. <i>Stand by me</i>, <i>Misery</i>, <i>La milla verde</i>, <i>Carrie</i>, <i>Cadena perpetua</i> o <i>El resplandor</i>, entre otras muchas, son películas espléndidas basadas en sus relatos y que yo he disfrutado, pese a lo cual no me había decidido a conocer las obras literarias de las que partían. Hay, por un lado, una explicación más o menos plausible y que no me deja en demasiado mal lugar. El universo literario favorito de King es, por resumir, el gótico, las novelas de misterio, de terror, la “ficción sobrenatural”, la literatura fantástica, también la ciencia ficción, géneros y territorios bastante alejados -pese a mi curiosidad casi sin límites- de mis intereses personales. Y ya se sabe, demasiados libros, infinidad de ellos altamente sugestivos, obligan a elegir y, por tanto, a desechar opciones de lectura; y en ese proceso -casi siempre doloroso- de renuncia, primero “caen” aquellos libros que, a priori, me seducen menos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y he escrito “a priori”, anticipando la segunda y fundamental razón de mi rechazo a King: los prejuicios, tan comunes en relación con la obra del norteamericano. Y es que Stephen King es un escritor “comercial”, desdeñado -repudiado- por ello por la estirada élite intelectual que escribe en los suplementos culturales y literarios de los que yo me nutro -<i>mea culpa</i>; no cabe sino confesar- y para la cual, lo popular, el éxito de ventas, el <i>best-seller</i>, el respaldo del público, se equiparan con frecuencia a baja calidad, entretenimiento sin pretensiones, novelas para adolescentes (dados los temas recurrentes en los que se centran), textos de consumo fácil que apelan a las emociones más simples -el miedo, el terror, el misterio- de sus lectores, “libritos” de aeropuerto, literatura barata, de usar y tirar, “basura” (hay quien se refiere al escritor como Burger King, en una muy básica asociación de su apellido con la cadena de comida rápida), géneros menores, la aventura, la novela rosa, la negra, incluso cierta narrativa histórica devaluada. Y esa atmósfera negativa en torno a King -opresiva en los “refinados” y puristas entornos de la esnobista “intelectualidá” y que sus millones de lectores no respiran, obviamente- contaminó también mis planteamientos sobre sus libros, cuya publicación yo ni procesaba, llegando incluso a arrumbar en el rincón más oscuro de mi biblioteca el único libro que, sin yo preverlo, me había llegado bajo la forma de un muy cariñoso regalo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Debo subrayar, no obstante, que en los últimos años, y como señalaba el crítico Rodrigo Fresán en un artículo de hace una década, King empieza a ser reconocido en los habituales templos de la “intelligentsia”, como The New Yorker o The Paris Review, habiendo recibido igualmente la medalla a toda una carrera que otorga la prestigiosa National Book Foundation, un galardón que lo equipara a grandes nombres -estos sí consagrados sin paliativos- de las letras norteamericanas, como William Faulkner, Saul Bellow, John Cheever, Philip Roth, Susan Sontag, Don DeLillo, Thomas Pynchon y John Updike, la plana mayor de la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En cualquier caso, y más allá de mi circunstancia personal, la relativa exclusión del muy leído escritor de los altos círculos del olimpo literario pone sobre la mesa la interesante cuestión de los límites -y el conflicto- entre la alta y la baja cultura, entre -en lo que se refiere a la literatura- los libros que experimentan con el lenguaje, que exploran territorios no hollados, que descubren nuevas formas expresivas, que se adentran en realidades y visiones del mundo no consabidas, que rompen los límites de lo convencional, que no son complacientes, ni conformistas, ni cómodos para los lectores, que no halagan sus instintos, sus emociones primarias, sus procesos intelectuales básicos, sino que provocan, inquietan, perturban, exigen, incomodan, agitan, trastornan, revolucionan, desordenan (<i>Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros</i>, escribió Kafka), y, por otro lado, lo que podríamos simplificar bajo la rúbrica de “cultura de masas”, que ¿solo? busca el entretenimiento, la diversión, la fácil aceptación de los consumidores. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Debate polémico, muy transitado desde hace siglos, en el fondo irresoluble y que yo hoy quiero simplificar -antes de entrar en mi comentario de mi propuesta de esta tarde, que ya se está haciendo esperar- centrándome en una pregunta esencial al respecto: ¿para qué leemos? (que contiene en su seno, otra previa, ¿para qué escriben los que escriben?). Y es indudable que leemos para aprender, para conocer otros mundos, para ampliar nuestros horizontes, para ponernos en el lugar de otras personas, para estimular nuestra natural curiosidad, para activar el cerebro, para excitar la imaginación, para informarnos, para indagar en nuestro interior, para descifrar nuestros sentimientos, nuestras emociones, de repente visibles en las vidas de los personajes, también para pasar el tiempo, para evadirnos, para ahuyentar el tedio vital, para escapar de la horrible certeza de la muerte. Pero, sin desechar -al contrario- todas esas nobles finalidades, leemos, sobre todo, porque necesitamos -nos apasiona- que nos cuenten historias, porque, como subraya Will Storr en un libro magnífico, <i>La ciencia de contar historias. Por qué las historias nos hacen humanos y cómo contarlas mejor</i>, que espero poder presentaros en programas futuros, es imposible comprender la condición humana sin la narración de historias.<i> Hay narraciones de historias en todas partes: en las páginas de nuestros periódicos, en nuestros tribunales de justicia, en nuestros espacios deportivos, en los órganos de debate de nuestros gobernantes, en los patios de nuestros colegios, en nuestros juegos de ordenador, en las letras de nuestras canciones, en nuestros pensamientos más íntimos y en nuestras conversaciones con los demás; en aquello que soñamos dormidos o despiertos. Están por todas partes. Somos esas narraciones. La capacidad de narrar historias es lo que nos hace humanos</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y a esa necesidad primitiva -contar, escuchar, leer historias-, poderosísima al margen de cualquier coartada cultural, pedagógica, intelectual, filosófica o moral, aunque sin despreciar ni uno solo de esos planos, es a la que responde de modo formidable la literatura de Stephen King o, para ser más exacto, al menos el único libro de Stephen King que yo he leído, este desbordante, arrebatador, vibrante, adictivo y muy original (pese a partir de un desencadenante ya muy manido) <i>22/11/63</i> que ahora paso a comentar y cuya lectura quiero recomendaros vivamente. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Debo, sin embargo, adelantar dos cuestiones preliminares bastante recurrentes en <i>Todos los libros un libro</i>, ambas muy obvias, a mi juicio. La primera tiene que ver con el reiterado riesgo de “destripe” que siempre conlleva una reseña literaria. Hablar de un libro con la finalidad principal de estimular su adquisición y lectura por parte de los oyentes sin desvelar, siquiera mínimamente, parte de su contenido es, diríamos, metafísicamente imposible. Pero ello, el adelantar algunas de las claves de su desarrollo argumental, siendo casi inevitable, es, a la vez, extraordinariamente enojoso y hasta superfluo y, por ello, censurable por muchos lectores. Yo mismo rechazo cualquier información previa sobre los libros -me refiero a los de ficción- que voy a leer, a los que siempre abordo prácticamente “a ciegas”. Dejo de lado, totalmente, sin ni siquiera una ojeada fugaz, las notas con las que, en las contraportadas, las editoriales resumen el argumento y ponderan las virtudes de las novelas que presentan. No permito que quienes me sugieren un título vayan más allá de la mera propuesta, impidiéndoles de inmediato que entren en detalles. Incluso cuando, en los suplementos literarios que frecuento, me adentro en una crítica sobre un libro, valoro exclusivamente la autoría del análisis -si se trata o no de un reseñista que me merece confianza-, la leo “en diagonal” por ver si la temática general de la obra comentada me interesa, y prescindiendo de cualquier otra apreciación sobre el libro decido o no comprarlo, para, una vez leído, volver entonces al repaso detallado del artículo. Otro tanto ocurre con los prólogos que, a veces, anteceden a las novelas, que abandono en cuanto en ellos se muestra el más mínimo indicio de lo que voy a encontrarme en las páginas que vienen a continuación, para retomarlos terminada ya mi lectura del libro entero. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Como resulta evidente, si siguiera este modo de proceder en <i>Todos los libros un libro</i> los programas se resumirían en escasos dos minutos -lo cual, por otro lado, seguro que agradecerían sus pocos y sufridos seguidores-, en los que con diferentes grados de énfasis me limitaría a defender la conveniencia de la lectura de un determinado libro. Siendo ello cierto y queriendo, sin embargo, resaltar los aspectos remarcables de las obras que comento, me veo obligado a traicionar unos principios con respecto a los cuales, en mi propia experiencia personal, actúo de manera inflexible. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Todas estas reflexiones, por lo demás, como he dicho, evidentes, son especialmente ciertas en el caso de <i>22/11/63</i>, una novela de la que yo solo sabía, al comenzar su lectura, que hablaba del asesinato de John Fitzgerald Kennedy, pues su título y su portada (esta última es, ya en sí misma, un <i>spoiler</i>) resultan inequívocos en este sentido. Y ese absoluto desconocimiento inicial forma parte esencial, sin asomo de duda, del disfrute que me ha procurado, pues sin ninguna información previa que no fuera la mencionada, cada episodio, cada pasaje, cada giro en la trama, cada lance, cada circunstancia, cada suceso o incidente vivido por sus protagonistas se constituía de inmediato en un motivo de asombro que no hubiera sido el mismo si yo hubiera estado al corriente de lo que la historia me iba a deparar. De manera que, aviso para navegantes, quien quiera vivir la formidable experiencia de la lectura virgen de la novela, abandone aquí esta reseña, láncese a la librería más cercana, compre el libro y embébase en él durante decenas de horas, en lo que sin duda van a constituir unas muy gozosas jornadas lectoras. Los que quieran seguir leyéndome, que se atengan a las consecuencias. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La segunda precisión previa en relación con <i>22/11/63</i>, también señalada en otras ocasiones en el espacio, alguna muy reciente -mi crítica a <i>1Q84</i>, de Haruki Murakami, de hace poco más de un mes-, tiene que ver con la imprescindible operación de suspensión de la incredulidad que la literatura exige. Lo que se nos cuenta en una novela “es” verdad, al margen de que los hechos descritos contraríen la lógica, resulten irreales, disparatados, absurdos o imposibles. Sin esa aceptación de la singular racionalidad de la obra de ficción, a menudo totalmente ajena a las reglas que rigen el mundo en el que nos desenvolvemos, carecerían de sentido la mayor parte de las “producciones” literarias, cinematográficas, teatrales, televisivas y artísticas. Esta consideración se hace especialmente notoria y ostensible en el caso de la novela que ahora comento, que se construye sobre un hecho inverosímil del que parte la “acción” y el cual, a partir de su inclusión en el relato, obliga al autor a esquivar incoherencias, soslayar paradojas, evitar incongruencias y sortear contradicciones aparentemente irresolubles, y al lector a dejar de lado sus cautelas racionales y dar por bueno todo ello -así ocurre, puede creérseme, desde las primeras páginas- en aras del disfrute que le proporciona la historia en la que se ha adentrado y en la que se ve envuelto, arrebatado, de modo irremisible. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y aclaradas estas dos cuestiones previas, vayamos con un esbozo ligero (aceptar la inevitabilidad del “destripe” es una cosa y abrir en canal la novela al lector, otra) de su argumento. Jake Epping es un joven profesor -treinta y cinco años- del departamento de lengua del Instituto de Lisbon. Separado de su mujer, Christy, a la que había apoyado durante su estancia durante un largo período en un centro de desintoxicación, y que lo abandonó por otro hombre, al que conoció tras su paso -de ella- por Alcohólicos Anónimos, Jake da clase a adultos que estudian para sacarse el Diploma de Equivalencia de Secundaria en el Instituto de la pequeña localidad de Maine. Leyendo las anodinas y desalentadoras redacciones de fin de curso de sus alumnos, plagadas de inenarrables faltas de ortografía, se encontrará con un relato que le sorprende. Harry Dunning, el conserje del centro, alumno del curso, había contestado a la propuesta de trabajo del profesor -<i>El día que me cambió la vida</i>- con un relato defectuoso formalmente, incorrecto en lo ortográfico y lo gramatical, pero, para su sorpresa, lleno de vida y emoción, en el que narraba una trágica experiencia infantil que, en efecto, condicionó su existencia entera, privándole de su familia y condenándolo a una minusvalía: <i>No fue un día sino una noche</i> -escribía al comienzo de su redacción-. <i>La noche que cambió mi vida fue la noche cuando mi padre asesinó a mi madre y dos hermanos y me irió grave. También irió a mi hermana, tan grave que ella cayó en coma. En tres años murió sin despertar. Se llamaba Ellen y la quería mucho. Le gustaba recoger flores y ponerlas en boteyas</i>. Conmovido por el texto, Jake derramaría las lágrimas que no había sido capaz de verter cuando su mujer lo dejó, y con esa insólita e inesperada efusión empieza la novela, en una suerte de desencadenante iniciático, <i>porque todo cuanto siguió —todas y cada una de las cosas terribles que siguieron— derivó de aquellas lágrimas</i>. Cuando, semanas después, Harry se gradúa, Jake lo invita a celebrar el acontecimiento en la hamburguesería de Al Templeton. Dos años después, estamos en 2011, y coincidiendo con la jubilación del conserje, Jake recibirá una extraña e inquietante llamada telefónica de Templeton -tanto más extraña cuanto que el profesor había hablado con Al pocas horas antes, cuando cenaba en su local- rogándole que lo visite urgentemente en el establecimiento. Jake llega al Al’s Diner y se lo encuentra cerrado al público, con un cartelón explicativo en la puerta: “CERRADO POR ENFERMEDAD. NO REABRIREMOS. GRACIAS POR ELEGIRNOS TODOS ESTOS AÑOS & QUE DIOS OS BENDIGA”. Cuando su dueño le franquea la entrada, dos son las sorpresas que lo aguardan, la primera, el que <i>Al Templeton parecía haber perdido por lo menos quince kilos. Quizá veinte, lo cual representaría un cuarto de su anterior peso corporal. Nadie pierde quince o veinte kilos en menos de un día, nadie. Sin embargo, mis ojos no me engañaban. Y aquí, creo, fue donde la niebla de irrealidad me engulló de un bocado</i>. Superado a duras penas el impacto, lo asaltará un nuevo motivo de estupefacción cuando Al le revela la causa de su inconcebible cambio: atravesada la cocina del local, en el fondo de su despensa, unas escaleras “normales” revelan un extraño “punto de fuga” (<i>la madriguera del conejo</i>, como la llama, en clara alusión a la Alicia de Lewis Carroll), pues transportan a quien desciende por ellas a las 11.58 de la mañana del jueves, 9 de septiembre de 1958, momento en el que el “pasajero” aparece, repentinamente, situado en el mismo lugar en el que abandonó su mundo “de hoy”, aunque con la disposición -descampados en lugar de construcciones, otras edificaciones, distintos establecimientos, diferentes modas, gentes diversas- que tenía más de cincuenta años atrás. El tiempo, que corre en el pasado para quien se interna en él, permanece casi estático en el presente de 2011, en el que, cada vez que se repite la experiencia, solo transcurren dos minutos entre la ida y la vuelta del inquietante tránsito. Al, que encontró el pasaje por azar y que lo ha frecuentado de continuo para, entre otros fines, sacar adelante su negocio actual -compra la carne de sus hamburguesas en un pasado mucho más barato-, ha contraído un cáncer en esa su otra vida y su final está cerca en ambos mundos (todo sigue igual “en el exterior”, con solo dos minutos de desajuste en 2011, pero el viajero envejece al ritmo de su incursión en un pasado que, a cada nuevo “transporte”, permanece inalterado en todo lo que no sea el propio “pasajero” (<i>cada viaje a la madriguera de conejo es un reinicio</i>). Es por ello por lo que intenta convencer a Jake del propósito último que guía sus transportes en el tiempo, ya de imposible cumplimiento a causa de la enfermedad. Templeton quiere salvar a JFK, y con él a su hermano Bobby y a Martin Luther King, detener los disturbios raciales, evitar la guerra de Vietnam, modificar las consecuencias negativas que supuso el asesinato, alterar “para bien” el curso de la historia, persuadido de la virtualidad del “efecto mariposa” (<i>Significa que sucesos de poca importancia pueden tener, cómo se dice, ramificaciones. La idea es que si un tipo mata a una mariposa en China, quizá dentro de cuarenta años, o de cuatrocientos, se produzca un terremoto en Perú</i>). Adentrarse en el pasado por la “ventana” del 9 de septiembre de 1958, esperar en él hasta noviembre de 1963, acabar con Lee Harvey Oswald antes de que consume su crimen, puede, por la concatenación de efectos subsiguientes, provocar un efecto benéfico en las generaciones posteriores y mejorar -en cierto modo- la vida de la humanidad entera. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg8uWXEiuFtEkpIFHMPc6ocf3YfvVxIbqpixh-Y94BrMDABeIMBy0a-WheUvq_fGx0Tp6yfBPVK3QAc9lOLxc0dmRZbXN64Y_oS5GkBhPgaCKFUHoDCkSaLNjlvjDE2fVUCDcLwdXsLuNCuw_cAWXOdX9dMkIBsb0_hUn_eA-4dSVAT5FBRXkpeguQ5Kn3N/s1600/Programa%20544.%20Stephen%20King.%2022.11.63%20trasera.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1023" data-original-width="1600" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg8uWXEiuFtEkpIFHMPc6ocf3YfvVxIbqpixh-Y94BrMDABeIMBy0a-WheUvq_fGx0Tp6yfBPVK3QAc9lOLxc0dmRZbXN64Y_oS5GkBhPgaCKFUHoDCkSaLNjlvjDE2fVUCDcLwdXsLuNCuw_cAWXOdX9dMkIBsb0_hUn_eA-4dSVAT5FBRXkpeguQ5Kn3N/s320/Programa%20544.%20Stephen%20King.%2022.11.63%20trasera.jpg" width="320" /></a></div>En sus sucesivos desplazamientos al pasado, Al perfecciona su idea, tantea las posibilidades, ajusta los aspectos de intendencia -dinero, documentos, identidad- que le permitan vivir sin llamar la atención -como criatura del futuro- en los cinco años de espera hasta la fecha señalada (alterar con demasiada antelación el “natural” transcurso de los hechos puede ocasionar derivaciones imprevisibles) y comprueba la eficacia de sus planteamientos. Para ello, por ejemplo, graba, en 1958, sus iniciales en un árbol -<i>AL T. 2007</i>- y “verifica” su pervivencia una vez de vuelta al presente. Y con la intención de ver si los cambios en el pasado pueden, en efecto, modificar algún acontecimiento relativamente similar a las circunstancias que rodearon la muerte de Kennedy, busca en la prensa de entonces algún accidente ocurrido en otoño o en los primeros días de invierno de 1958 (cercano, por tanto, a su llegada al pasado) por ver si puede interferir en él y constatar sus efectos en la actualidad de 2011. Encontrará el caso de Carolyn Poulin, una niña de doce años que, en una jornada de caza con su padre, el 15 de noviembre de 1958, recibió el disparo de Andy Cullum, otro cazador, que erró el tiro sobre un ciervo y alcanzó desgraciadamente a la chiquilla, que quedó paralítica de por vida. Al logrará evitar el accidente distrayendo a Cullum e impidiendo su presencia en el lugar de los hechos en el momento señalado por el destino, modificado así por la acción de Templeton, lo que cambiará por completo la vida de Carolyn, en 2011 una feliz mujer de sesenta y cinco años, sin rastro alguno de la discapacidad que la incapacitó en su “otra vida”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por desgracia para sus propósitos, y cuando aún le faltaba un año para la llegada de la fecha del magnicidio, a Al se le diagnosticará el cáncer, de irrupción y alcance fulminantes, por lo que, ante la imposibilidad de llevar a cabo su “misión”, intentará convencer a Jake de que realice él partiendo desde cero, pues recuérdese que cada vuelta al pasado reinicia la Historia, que empieza en la situación en la que estaba originariamente:<i> Tú puedes cambiar la historia, Jake. ¿Lo entiendes? John Kennedy puede salvarse</i>, afirmará, persuasivo, entre convulsiones provocadas por la enfermedad que destroza sus pulmones, añadiendo: <i>Deshazte de un miserable descarriado, socio, y podrías salvar millones de vidas</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El fascinante abismo que se abriría ante cualquiera que tuviera ocasión de enfrentarse a una circunstancia como ésta ha sido desarrollado en la literatura y el cine de manera exhaustiva y, en ocasiones, altamente imaginativa. Pienso, por poner solo dos ejemplos significativos y relativamente recientes, en <i>Regreso al futuro</i> y <i>El día de la marmota</i>, que exploran, con humor y sin los componentes trágicos que envuelven el libro de King, las consecuencias -cuya sola ideación provoca vértigo intelectual- que conlleva el poder cambiar el pasado o saber con certeza qué es lo que va a ocurrir en un determinado momento y en el futuro, los dos elementos sustanciales en la propuesta de Stephen King. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No quiero detallar las numerosas y apasionantes peripecias que, a lo largo de, como he señalado, casi novecientas páginas, vivirá -y sufrirá: el pasado se resiste a ser cambiado- el bueno de Jake Epping en sus cinco años largos de vida pretérita. Mencionaré, tan solo, que antes de enfrentarse al motivo central de su misión, y mientras llegan la fecha del histórico atentado, intentará “recomponer” la vida de la pequeña Carolyn Poulin, a quien la nueva aventura de Jake ha condenado de nuevo a la incapacidad, la silla de ruedas y la existencia truncada (<i>cada viaje a 1958</i> [ponía] <i>el cuentakilómetros a cero</i>), evitar el sangriento suceso padecido por el pequeño Harry Dunning y su familia, y, por fin, liquidar a Oswald antes de que llegara a perpetrar el asesinato de Kennedy, no sin antes realizar indagaciones, siguiendo las exhaustivas instrucciones de Al, recabadas en sus anteriores viajes, sobre las circunstancias de la muerte del muy popular presidente. Por el camino, en una narración formidable, trepidante, intensa y adictiva, excitante, el lector disfrutará de infinidad de episodios, lances, peripecias, sucesos, con elementos de thriller, intriga, suspense, violencia, sangre, pero también historias de amor, reflexiones sobre el sentido de la vida, la identidad, la nostalgia del tiempo perdido, el destino, las consecuencias de nuestras decisiones, la búsqueda de la felicidad, la (im)posibilidad de rehacer los errores y hasta algunos muy inteligentes juegos de humor (sobre todo en los muy chuscos contrastes entre los cambios de hábitos sociales del pasado y el futuro). Todo ello entreverado de los que son los elementos típicos del universo de King, reconocibles incluso por quien, como yo, no lo ha leído (aunque sí visto bastantes películas basadas en sus obras): el terror, lo gótico, el Mal, las apariciones fantasmagóricas, los individuos violentos, los infanticidios, las desapariciones, Halloween, los mundos de ultratumba, lo sobrenatural, las presencias malignas, las criaturas fantasmales, los poderes psíquicos, las fuerzas ocultas, los temores cotidianos, los crímenes, la oscuridad -real y metafórica-; y también algunos de sus temas favoritos, la infancia y la familia, el alcoholismo, las agresiones a niños y mujeres...</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entre los elementos sobresalientes de la novela -al margen de la irresistible historia que se nos narra y de las digresiones “secundarias” que la acompañan- destacan la formidable ambientación de la época, esos años a caballo de las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado, que se nos muestran con una abundancia en los detalles materiales -vestimentas, programas televisivos, tecnología, registros lingüísticos, coletillas léxicas, música (la “banda sonora” del libro es excepcional), modelos de automóviles, objetos de consumo, cartas de los restaurantes, arquitectura urbana, etc.-, pero también en el marco histórico -personajes, sucesos, acontecimientos de la vida política, el racismo de la sociedad, con, como es obvio, la posición central en el libro de las interioridades y las circunstancias del plan para el asesinato de Kennedy, que se recrea, en lo que tiene que ver con su preparación, su desarrollo y su puesta en práctica, con una extraordinaria minuciosidad-, todo lo cual contribuye a transportar al lector en un viaje con el protagonista hasta un pasado absolutamente verosímil y fidedigno. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">También interesan los recursos literarios del autor para conseguir un texto que fluye con ligereza apoderándose de ese lector/viajero hechizado por el relato desde la primera página hasta la última: los diálogos abundantes, los intrincados detalles de la trama, la narración en primera persona (en algunos pasajes se cambia a la tercera), mediante el recurso, que se desvela al final pero se va anticipando a lo largo de la novela, del diario o manuscrito en el que Jake deja constancia de su experiencia, y, sobre todo, la estructura compleja pero muy bien construida, en la que todo acaba por encajar, salvo lo inexplicable: las irresolubles paradojas que conlleva el viaje en el tiempo, incompatibles con la racionalidad cotidiana y que pueden resumirse en otro tópico del cine y la literatura de este “subgénero”: ¿qué ocurriría con el personaje de 2011, si los cambios que provoca en 1958 llevasen consigo la imposibilidad -las alteraciones producidas impiden que sus padres lleguen a conocerse, por ejemplo- de su propia existencia. En este sentido, hay aquí otro vertiginoso motivo de fascinación del libro: la enrevesada concatenación de causas y efectos que provoca el adentramiento en ese turbulento vórtice que es la escalera que lleva al pasado; las inconcebibles derivaciones del efecto mariposa; las teorías de las cuerdas temporales, desafiando la lógica; los sutiles paralelismos, las coincidencias, los elementos del futuro que afloran, reconocibles aunque con pequeñas diferencias, en el pasado. King solventa con maestría los contrasentidos y absurdos a los que nos llevarían estos inexplicables callejones sin salida de su relato, contribuyendo a que el lector se olvide de ellos, los obvie, suspenda -como se ha dicho- el juicio de verosimilitud, despachando de un plumazo, cuando lo incomprensible amenaza con atascar el desarrollo de la trama, la contradicción “científica”, podríamos decir, a la que le ha llevado la historia. Veamos solo un par de ejemplos de cómo el autor se sacude de encima, sin miramientos, estos enojosos obstáculos: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i> —Sí, pero ¿y si vuelves atrás y matas a tu propio abuelo?
Me miró de hito en hito, perplejo.
—¿Por qué coño ibas a hacer eso?
Ésa era una buena pregunta, así que le indiqué que continuara. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>—El dinero vuelve. Permanece, independientemente del número de veces que utilices la madriguera de conejo. —Ya habíamos pasado por ese punto, pero seguía intentando asimilarlo.
—Sí, aunque también sigue en el pasado; un reinicio completo, ¿recuerdas?
—¿Eso no es una paradoja?
Me miró, demacrado, con la paciencia casi agotada.
—No lo sé. Hacer preguntas que no tienen respuesta es una pérdida de tiempo, y a mí no me queda mucho.</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Punto final, asunto resuelto… y volvemos a la acción trepidante. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La lectura de <i>22/11/63</i> me ha llevado a ver también una miniserie televisiva que se hizo en 2016 sobre el libro. Teniendo para mí mucho menos interés que la novela (la sensación de decepción me ha asaltado en muchos momentos mientras la veía), quiero, no obstante, aprovechar este espacio para recomendárosla. Bajo la realización de distintos directores -Bridget Carpenter, Kevin Macdonald, James Strong, Fred Toye, John David Coles y James Kent-, e interpretada por un elenco en el que destacan James Franco, Chris Cooper y Sarah Gadon, la serie tiene ocho episodios en los que se recrea la novela de King con numerosos cambios, algunos sustanciales, que alteran aspectos esenciales de la novela (por citar solo uno y menor, Jake no se incorpora al pasado en 1958 sino un par de años después). Además, se acentúan los detalles truculentos de la trama, no tan explícitos -o al menos más discretos- en el texto literario. Floja, en definitiva, pero “visible”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, desde <i>Todos los libros un libro</i> os invitamos una vez más a pasar muchos días de placer en compañía de nuestras propuestas, en este caso las muchas horas de entusiasta lectura que exige <i>22/11/63</i>, el libro de Stephen King y las ocho interesantes sesiones que supone el visionado de la serie del mismo nombre. Os dejo ahora con una canción, elegida, de entre las muchas que surcan el texto, por su valor significativo. Entre los problemas a los que se enfrenta Jake en su transporte a 1958, más allá de esa irracional obstinación del pasado en no dejarse alterar, de las dificultades intrínsecas que lleva consigo el evitar las muertes de Carolyn Poulin, los asesinatos de la familia Dunnit y el magnicidio de Kennedy, de las convulsas peripecias en las que se ve envuelto en su discurrir por el “túnel del tiempo”, uno de ellos, y no siempre menor, es evitar ser reconocido como un visitante del futuro, una situación que, en más de una vez, lo pone al borde del peligro: su móvil anacrónico hace sesenta años, una ropa totalmente extravagante en aquellos días, ciertas expresiones espontáneas normales en 2011 pero desconocidas y por tanto insólitas en 1958. En un determinado pasaje del libro, Jake es sorprendido cantando <i>Honky Tonk Women</i>, la famosa canción de los Rolling Stones que no se publicaría hasta 1969 y cuya explícita letra, inconcebible una década antes (<i>Conocí a una reina en Memphis empapada en ginebra, quiso subirme a su cuarto y montar una juerga, y también, Me sopló la nariz y me dejó la mente flipando</i>), despierta el recelo y las sospechas acerca de la verdadera identidad del joven. La estupenda canción pondrá el cierre musical a nuestro espacio de hoy. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Mantendría vigilado a Oswald cuando este regresara de Rusia, pero no interferiría. A causa del efecto mariposa, no podía permitirme ese lujo. Si existe una metáfora más estúpida que «cadena de acontecimientos», no la conozco. Las cadenas son fuertes (aparte de las que todos aprendemos a fabricar con tiras de papel coloreado en la guardería, supongo). Las utilizamos para extraer los bloques del motor de los camiones y para atar de brazos y piernas a los prisioneros peligrosos. Ya no simbolizaba la realidad tal como yo la entendía. Los sucesos son frágiles, os lo digo, son un castillo de naipes, y con solo aproximarme a Oswald (por no hablar ya de intentar advertirle de que no cometiera un crimen que ni siquiera había concebido aún) bastaría para regalar mi única ventaja. La mariposa desplegaría sus alas, y el curso de la vida de Oswald se alteraría. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Quizá al principio fueran cambios pequeños, pero como nos cuenta la canción de Bruce Springsteen, de cosas pequeñas, nena, un día las grandes llegan</i>.</div><div style="text-align: justify;"> <iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/ytCsaFEMsCY?si=Y1ujPFlMvCkORAuB" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/SHeTVjQldAs" width="520" youtube-src-id="SHeTVjQldAs"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Stephen King. 22/11/63</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/stephen-king.-22-11-63" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-10863176911068428682023-11-15T20:23:00.000+01:002023-11-15T20:23:23.002+01:00
<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">EDGAR LEE MASTERS. <i>ANTOLOGÍA DE SPOON RIVER</i>; CEES NOOTEBOOM. <i>TUMBAS DE POETAS Y PENSADORES</i>; WERNER FULD. <i>DICCIONARIO DE ÚLTIMAS PALABRAS</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Un miércoles más, como todas las semanas, sale a vuestro encuentro <i>Todos los libros un libro</i>, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad. Esta semana llega a su fin la breve serie que con tres “episodios” estamos dedicando a los cementerios con ocasión de la celebración, el pasado 2 de noviembre, del Día de Difuntos. En la emisión de la víspera de la popular festividad os hablé aquí de <i>Una tumba con vistas. Historias y glorias de cementerios</i>, un muy sugestivo libro del periodista británico Peter Ross, publicado entre nosotros en junio de este mismo año en el sello Capitán Swing. Hace siete días el espacio se ocupó de <i>Alguien camina sobre tu tumba</i>, el libro de Mariana Enriquez, que apareció en la Editorial Anagrama en 2021, y en el que autora argentina sigue un planteamiento muy parecido al del escocés, aunque ampliando a necrópolis y camposantos del mundo entero el recorrido por unos cementerios que, en el caso de Ross, se centraba, casi exclusivamente, en los del Reino Unido. Esta tarde quiero, como digo, cerrar la serie con tres nuevas propuestas de lectura cada una de las cuales constituye un original y muy estimulante acercamiento a ese singular universo repleto de enterramientos, tumbas, sepulturas, mausoleos y sepulcros. Dos de esos libros ya habían sido reseñados aquí hace algunos años, aunque ninguno en el formato actual del programa, que incluye, complementando la emisión radiada, la versión audiovisual a través de YouTube. El tercero de ellos fue el núcleo central, también, hace casi dos lustros, de un par de programas en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, <i>Buscando leones en las nubes</i>. Recupero ahora mis comentarios sobre los tres con la voluntad, esperanzada aunque impregnada de escepticismo, de multiplicar la difusión de unas obras que me merecen calificativos como magistral, interesante y estimable, aplicados, de manera respectiva y siguiendo el orden de su aparición en el espacio, a cada una de las tres. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhXxEykjpIQc5eRa0IekyUHhaTLD_uKuuFza9OAA4Gw5Na3XnTGyEjm4Rc9ShyKzwvml1P-YPcPZit2EvhwlKtDK9jDf1TYqn-zcSYT-KMQjk_znDelczl5E4zOkrdADTE4Mqwi-DI7scUS3EIygl_Bfd8qqaiZNITNRhEar1apLFQTSN2Qfvvaz39EuHmH/s900/Edgar%20Lee%20Masters.%20Antolog%C3%ADa%20de%20Spoon%20River2.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="900" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhXxEykjpIQc5eRa0IekyUHhaTLD_uKuuFza9OAA4Gw5Na3XnTGyEjm4Rc9ShyKzwvml1P-YPcPZit2EvhwlKtDK9jDf1TYqn-zcSYT-KMQjk_znDelczl5E4zOkrdADTE4Mqwi-DI7scUS3EIygl_Bfd8qqaiZNITNRhEar1apLFQTSN2Qfvvaz39EuHmH/s320/Edgar%20Lee%20Masters.%20Antolog%C3%ADa%20de%20Spoon%20River2.jpg" /></a></div>Empecemos, pues, con la obra mayor de mis propuestas de hoy. Escrita en 1915 (mi reseña originaria es de 2015, cuando se cumplió el centenario del libro), la<i> Antología de Spoon River</i>, es la obra maestra, el clásico indiscutible de Edgar Lee Masters. De entre las distintas ediciones que han visto la luz en España, yo he manejado dos: una, más clásica y “ortodoxa”, que publicó en 1993, primero, y en sucesivas ediciones revisadas después, en 2004 y 2007, la editorial Cátedra, en una muy documentada presentación, con cincuenta páginas de análisis introductorio, una completa bibliografía y numerosas, ilustrativas e imprescindibles notas del profesor, novelista, poeta y ensayista Jesús López Pacheco, que fue responsable también de la traducción, conjuntamente con su hijo Fabio L. Lázaro; y una segunda, más reciente -en todos los sentidos también más “actual”- que presentó en 2012 la editorial Bartleby con traducción, prólogo y notas de Jaime Priede. Cualquiera de ellas es altamente recomendable, aunque “mi” Spoon River será siempre, inevitablemente, el primero de los libros citados, por ser el que leí inicialmente, aun admitiendo que algunas de las opciones elegidas en la traducción de Jaime Priede “suenan” más frescas, más fluidas, más “naturales” a nuestros oídos. Os aconsejo también, y encarecidamente, la lectura de los mencionados estudios preliminares de López Pacheco y Priede, respectivamente; proporcionan infinidad de claves que contribuyen a la mejor inteligibilidad y por consiguiente al mayor disfrute del texto, sitúan en su tiempo al autor y su obra de una manera muy conveniente y oportuna para el lector y aportan mucha otra información valiosa para conocer los antecedentes y las repercusiones del ya entonces exitoso y hoy universalmente conocido libro. Una versión abreviada del prólogo de Jaime Priede para la edición de Bartleby, presentada con el título de <i>Murmullos de Spoon River</i> en un artículo en la asturiana revista El Cuaderno, incluida en un número de la segunda quincena de noviembre de 2012, aparece al término de esta reseña como complemento a mis palabras. Igualmente, y cerrando esta introducción, aunque en otro plano mucho más modesto, me permito sugeriros la escucha de un par de emisiones de mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes. Emitidas en 2015, redifundidas ahora, en sendos programas del lunes pasado y el próximo, y accesibles en el blog del espacio, buscandoleonesenlasnubes.blogspot. com, recogen una veintena de los dos centenares y medio de poemas que integran esta <i>Antología de Spoon River</i> de la que ahora quiero hablaros con fervor. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y es que, en efecto, el libro que os presento es un poemario, un tanto singular, muy cercano a la prosa -el verso libre, el léxico, que oscila desde el coloquial al forense, desde el romántico al científico- pero, en definitiva, un conjunto de poemas (y no una antología en sentido estricto, como luego veremos, pese a la aparente obviedad de su título). Edgar Lee Masters da voz, en su recopilación, a cerca de doscientos cincuenta personajes, todos ellos, menos uno, originarios de Spoon River, un pueblo ficticio, fruto de la libre creación de su autor, aun cuando sus coordenadas imaginarias lo vinculen a la realidad del poeta, que vivió su adolescencia en Illinois, en un pueblo llamado Lewiston, bañado por el río Spoon. Quienes hablan son hombres y mujeres que ya han fallecido y permanecen enterrados en el cementerio local, en <i>La colina</i>, <i>The hill</i>, que da título al primer poema de la serie. En realidad, lo que leemos en el libro son los epitafios de estos ciudadanos, el texto -el breve texto- que figura en sus lápidas mortuorias y en el que los hablantes se presentan, muestran aspectos significativos de su existencia, desvelan secretos que habían permanecido ocultos, se rebelan contra la visión convencional o consabida de sus personalidades, confiesan sus miserias o las de sus conciudadanos, acusan o se vengan de manera póstuma de quienes les han dañado o perjudicado en vida, gritan, suspiran, protestan, ironizan, se indignan, dialogan entre sí, insultan, denuncian, profieren alegatos o refutan lo que consideran enfoques subjetivos y parciales de sus vecinos. Escuchamos, pues, las voces de los muertos dirigidas a nosotros, los aún vivos, y al resto de los pobladores de Spoon River, y en ellas, en la libertad que deriva de lo inexorable de su acabada condición, detectamos los diversos registros de la inteligencia, la sentimentalidad y la emoción humanas, lo que convierte a <i>Antología de Spoon River</i> en un microcosmos -y ese, el llamémosle metafísico, es uno de sus más fecundos niveles de lectura, y quizá el mayor de sus destacados logros- que refleja la esencia de la naturaleza humana: la rabia, el sarcasmo, la ternura, la pesadumbre, el lamento, la amargura, el amor, la desesperación, la nostalgia, el dolor, la esperanza, la impotencia, la melancolía, la denuncia, el odio, los celos, la tristeza... </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiGDdLtYBO5uuBSP3nTIwfDuwsXNnQRix-3r0nzTEFFzw6xT53xjS1pSRL2pAr8iRp2_OHlaArKewJk0MCIE-bI473LewrtmJGk32IxcT8qJreKJ7eLkAizZQOwqSCvpOTZbL51Jd1k44X-mSu54fQyTLDZdM1WJpNjTpQ2H7Vz0hNkY8XlSPCYFk_Pa8gY/s1398/Edgar%20Lee%20Masters.%20Antolog%C3%ADa%20de%20Spoon%20River1.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1398" data-original-width="935" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiGDdLtYBO5uuBSP3nTIwfDuwsXNnQRix-3r0nzTEFFzw6xT53xjS1pSRL2pAr8iRp2_OHlaArKewJk0MCIE-bI473LewrtmJGk32IxcT8qJreKJ7eLkAizZQOwqSCvpOTZbL51Jd1k44X-mSu54fQyTLDZdM1WJpNjTpQ2H7Vz0hNkY8XlSPCYFk_Pa8gY/s320/Edgar%20Lee%20Masters.%20Antolog%C3%ADa%20de%20Spoon%20River1.jpg" /></a></div>Edgar Lee Masters fue un abogado laboralista en Chicago -los principales detalles de su vida y su obra pueden ser leídos, como he dicho, en los prólogos de las dos ediciones españolas referidas- que en su experiencia profesional había conocido muchos casos conflictivos que llegaron a los tribunales y que le pusieron en contacto con todo tipo de gentes, tanto individuos sencillos, del común, como prebostes y potentados cuyos privilegios se sustentaban sobre el sufrimiento de la mayor parte de sus conciudadanos. Muchos de ellos aparecerán luego en sus poemas, publicados por entregas en la prensa antes de acabar “antologizados” en un libro. Además, las frecuentes remembranzas que de su pasado en Lewiston hacía con su anciana madre le proporcionaban también “material” para su obra, con historias e individuos que, convenientemente modificados, pasaban a poblar su lírico camposanto. Masters era también frecuentador del cementerio de su pueblo y de los de los alrededores y allí -y en los documentos oficiales del estado de Illinois, que también manejaba- encontraba extraños nombres y datos singulares de las biografías en las lápidas de los muertos, que también eran alterados o combinados para dotar luego de “realismo” a las vidas de sus protagonistas. Con todos estos referentes, Lee Masters conforma un fresco de ese pueblo inventado que está ya entre las grandes creaciones de territorios ficticios de la historia de la literatura: el Macondo de García Márquez, el Comala de Juan Rulfo, el Yoknapatawpha de Faulkner, la Santa María de Onetti o, por qué no, la Mágina de nuestro Muñoz Molina, entre otros. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los poemas, que se leen como una novela, con sus interrelaciones, las historias que se imbrican y se completan, sus personajes reiterados, que se citan en distintos epitafios precisando y enriqueciendo el perfil de los difuntos, encuentran su inspiración en la Antología griega, más exactamente la Antología Palatina, pues Masters, como hace notar el profesor López Pacheco en su estudio, contaba con una sólida formación en lenguas clásicas y conocía bien los epigramas que la conformaban. Rebosantes de humanidad -en sus vertientes más positivas y también en las más acerbas-, como se ha dicho, los poemas son excelentes y, en consonancia con esa tradición clásica, la mayor parte de ellos giran en torno al tópico literario del <i>Ubi sunt</i>, junto a algunos otros motivos en los que quiero detenerme antes de pasar a mi comentario de la segunda propuesta de la tarde. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere, ¿dónde están los que en el mundo, antes de nosotros, han sido?, ¿dónde ha quedado la vida que rebosaban, su alegría y sus placeres, sus afanes y sus deseos, sus preocupaciones y su ilusión? ¿De qué ha servido tanto esfuerzo, tanta dedicación, tanto ahínco, tanta voluntad, borrados todos, irremediablemente, por la guadaña igualatoria de la muerte? Este tema medieval, con honda raigambre en el mundo latino, que aparecerá también en nuestro ámbito en las <i>Coplas a la muerte de su padre</i>, de Jorge Manrique, es una de las claves de la <i>Antología de Spoon River</i>, pues detrás de la mayor parte de los parlamentos de las almas difuntas subyace la reflexión -a veces no formulada como tal sino tan sólo presente como emoción entre líneas, escondida en el tono triste de las palabras del muerto- acerca de la inutilidad de la vida, de la fugacidad de nuestro paso por el mundo, del inexorable transcurso del tiempo, de lo superfluo de nuestros anhelos y pretensiones, de la inevitable soberanía de la muerte que a todos nos iguala, ricos y pobres, desdichados y favorecidos por la fortuna, seres anónimos o individuos que dejan un fulgurante rastro en su existencia terrenal. Este “lugar común” aparece con diversos matices, en formulaciones variadas, con acentos distintos según las diferentes disertaciones de los hablantes: la irrisoria ridiculez de la<i> hueca retórica</i>, de las <i>falsas crónicas </i>de las lápidas, la imposibilidad de vencer al <i>ogro monstruoso de la vida</i>, el profundo desconocimiento de <i>lo que hacen los vientos y las fuerzas invisibles que rigen la vida</i>, el amargo reproche a Dios <i>por haber creado un sol para al día siguiente tener gusanos deslizándose por entre sus dedos</i>, la despreocupada ligereza con la que vivimos nuestro tiempo y de la que sólo cabe lamentarse cuando la muerte nos alcanza (<i>Ahora lo sé</i>), y tantos otros ejemplos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero junto a este motivo clásico, que conforma lo que he llamado hace unas líneas la vertiente metafísica del libro, aparecen otros destacados que se desenvuelven en planos más “realistas”. <i>Antología de Spoon River </i>es también una furibunda denuncia de la corrupción del poder, de la venalidad de los políticos, del clasismo y la injusticia de quienes mandan, personificados en la figura de Thomas Rhodes, el máximo emblema de las fuerzas vivas locales en el poemario -aludido en sus palabras por muchos de sus conciudadanos y responsable él mismo de un cínico parlamento-, pero también la huella de la injusticia, los abusos, los privilegios y los atropellos, puede verse en abogados inmorales, presidentes de bancos ávidos de dinero, pastores de la Iglesia, reverendos y predicadores, a cual más fariseo, miembros de asociaciones reaccionarias (<i>El Club de la Pureza Social</i>), directores de periódicos, propietarios de fábricas y millonarios, alcaldes y jueces federales, funcionarios comprados, receptores de sobornos, evasores de impuestos, perpetradores de injusticias, capitostes de toda condición, <i>los que ganamos y atesoramos el oro</i>. Contra todos ellos escribe también su libro Edgar Lee Masters, que opta por el bando de los desfavorecidos, de los desheredados, de los fracasados, de los simples, de los perdedores, de los humildes, en otra de sus dimensiones notables, la política y social, que emparenta su obra a la de Walt Whitman o a la del Steinbeck de <i>Las uvas de la ira</i>, con las que mantiene muy claras concomitancias. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y está también el enfoque histórico, pues en muchos de los versos se nos da cuenta de episodios emblemáticos de la corta vida de Estados Unidos: la guerra de la Independencia, la de Secesión, sus distintos presidentes, singularmente Abraham Lincoln, los ideales románticos de libertad, la defensa de la igualdad y los valores democráticos, la aspiración algo ilusoria de la felicidad, todos esos referentes de lo mejor de la cultura y la tradición liberal estadounidense. Y no debe olvidarse, y ya el tiempo me impide desarrollar más mis criterios, la faceta sociológica, pues el<i> Spoon River</i> de Masters es fotografía fiel de un pueblo cualquiera -y de ahí su añadido valor universal- de la Norteamérica rural de principios del siglo XX. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La segunda propuesta “funeral” de esta tarde es un libro magnífico de un grande de la literatura universal, eterno candidato al Premio Nobel, el holandés de nombre impronunciable Cees Nooteboom. De su extensísima y muy variada obra literaria he seleccionado un volumen de difícil adscripción a un género en concreto, un libro que recoge delicada poesía, profundas reflexiones personales y magníficas fotografías, unido todo ello con un lazo común, la presencia de la muerte, una presencia no ominosa, ni sombría, ni dramática, muy al contrario, una muerte que se contempla desde una perspectiva que, al menos desde mi punto de vista, aparece como esperanza, como creación, como belleza, como -valga el oxímoron- profundamente vital. Se trata de <i>Tumbas de poetas y pensadores</i> y lo publicó, el año 2007, la Editorial Siruela en traducción del alemán de María Cóndor. El libro se presenta en una edición muy cuidada, de formato grande, tapas duras, excelente papel satinado, bellísimas fotografías -como ya he señalado- y desmesurado precio acorde con la extraordinaria calidad formal que ofrece. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEggtE1sQqCyClGFtYeDke9VlUKZXE-0NSG39AzYGrVUmnqlDOzvO7KqV7AkXi86zn0uoACYE5Tcv6O5mHRIshKL4SQmPU7adATTZyBtA5tEjIeQKegIYAf9H7Go34_MzcvDFdA2jFx7z6fuC6-CMJfJZcigdwi4FP_Zy4TB8Fr3_rNDpjJ4kdk2SmpE-3Yo/s2560/Cees%20Nooteboom.%20Tumbas%20de%20poetas%20y%20pensadores.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="2560" data-original-width="2250" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEggtE1sQqCyClGFtYeDke9VlUKZXE-0NSG39AzYGrVUmnqlDOzvO7KqV7AkXi86zn0uoACYE5Tcv6O5mHRIshKL4SQmPU7adATTZyBtA5tEjIeQKegIYAf9H7Go34_MzcvDFdA2jFx7z6fuC6-CMJfJZcigdwi4FP_Zy4TB8Fr3_rNDpjJ4kdk2SmpE-3Yo/s320/Cees%20Nooteboom.%20Tumbas%20de%20poetas%20y%20pensadores.jpg" /></a></div>Viajero empedernido, durante décadas Nooteboom ha visitado, allá donde le llevaban sus aventuras, las tumbas de escritores -fundamentalmente poetas pero también narradores o filósofos- cuyas obras le habían acompañado a lo largo de su vida. En total, ochenta y dos autores, todos sin excepción indiscutibles en cualquier historia de la literatura que se pretenda rigurosa, cuyas personalidades, cuyos versos, cuyos pensamientos llenaron su propia existencia de lector apasionado. En sus visitas le acompaña siempre su mujer, Simone Sassen, notable fotógrafa, y las imágenes que ésta recoge de las lápidas, los cementerios y, en general, los espacios funerarios, ciento treinta y cinco evocadoras y hermosísimas fotografías en blanco y negro, aparecen en el libro contribuyendo a trasladarnos al entorno -a menudo apacible y recogido, siempre ilustrativo y sugerente- de las últimas moradas de los literatos admirados. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El autor confiesa que su cuanto menos extraño proyecto surge de su “afición” a asistir a entierros de colegas escritores. <i>¿Cuándo empezó?</i>, se pregunta. <i>Yo ya había asistido con frecuencia, cuando en mi país algún colega más viejo o más joven emprendía su último, incierto y gran viaje por las antologías y manuales, a extrañas fiestas al revés en el aula magna de un cementerio, en las que nos volvíamos a ver unos a otros. Allí se suspendían por un instante las enemistades literarias, se daba el pésame a los inimaginables parientes -los escritores no tienen familia- y se hacían conjeturas en silencio acerca de cuánto tiempo resistiría la obra del difunto antes de pasar al segundo plano de la inimaginable eternidad.
Pero acudir a entierros no es lo mismo que visitar tumbas. Para expresarlo de la manera más sencilla posible: una tumba tiene que estar cerrada, y mejor si lo está ya desde hace tiempo. La mirada en la sima abierta en la tierra, donde se ve el ataúd, y todos los pensamientos relacionados con ella tienen todavía demasiado que ver con la vida. El que visita la tumba de un poeta emprende una peregrinación a sus obras completas</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">He ahí, pues, escondida en este significativo párrafo, la razón última del libro y de la voluntad que llevó a la experiencia que lo motiva: la intensidad con la que el autor vive su condición de lector. Visita las tumbas porque quienes están en ellas enterrados forman parte de su vida, porque sus obras han estado presentes en su existencia de las maneras más diversas y en los momentos más variados. Y por ello, no hay nada morboso o mortecino en su peregrinar de túmulo en túmulo. Son las voces, las voces vivas de los muertos, valga de nuevo la paradoja, vivas en sus versos inmortales, en sus páginas imperecederas, en sus ideas que han resistido el paso del tiempo, las que impulsan o acompañan al viajero. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Éste, a veces, emprende sus recorridos -que le han llevado, en una pasión irrefrenable, a todos los continentes- expresamente en búsqueda del lugar en el que yace enterrado el escritor querido; otras, es el azar, la estancia casual en las cercanías del enterramiento, el que motiva la visita a sus “muertos amados”. <i>Simone Sassen y yo</i> -escribe Nooteboom- <i>denominamos para nosotros mismos el relato de nuestra búsqueda, “Encuentros”. En algunos casos son sus encuentros y no hay más que la imagen; en otros yo quise escribir sobre alguien cuya sepultura no pudimos visitar</i>; pero casi siempre el texto y las reflexiones del escritor se asocian a las fotografías de su mujer, en un diálogo muy fecundo, en el que palabras e imágenes se imbrican, se complementan, sirven de ilustración mutua, permiten enriquecer nuestra visión de los escritores “visitados”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por el libro pasan así, en una muy completa y heterogénea enumeración, que no respeta siglos ni geografías y que denota lo universal de los gustos literarios del visitante, Celan, Descartes y Wittgenstein; Mann y Calvino, Canetti y Joseph Brodsky; Virgilio, Hölderlin y Leopardi; René Char, Thomas Bernhard y Paul Valéry; Marcel Duchamp, Montale, Keats y D.H Lawrence; Yeats y Ionesco. El autor peregrinó también, y el término no resulta excesivo pues de una auténtica aventura espiritual se trata, a las tumbas de Neruda en Chile, las de César Vallejo y Julio Cortázar en el parisino cementerio de Montmartre, a la de nuestro Machado en Collioure, a la de Robert Louis Stevenson en su remota isla de los mares del sur, a las de Keats y Shelley en Roma, a las innumerables del Pére Lachaise de París, Balzac o Proust o Wilde entre ellas. Y también visita en su último lecho a Susan Sontag, Virginia Woolf, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a Nabokov y Kafka, a Dante, Flaubert y Borges, a Bioy Casares y Samuel Beckett y James Joyce y Goethe y tantos otros. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y en cada caso nos encontramos con las atinadas reflexiones del autor: aquí un leve apunte biográfico sobre el escritor enterrado, allá -muy a menudo- una cita de su obra, un poco después unos versos, más adelante una somera y poética descripción de la tumba o de la lápida -sobria o alambicada, discreta u ostentosa, austera o sofisticada-; ahora un comentario sobre el espacio circundante -salvaje o “civilizado”, inaccesible o notoriamente señalizado, repleto de recuerdos y ofrendas y arreglos florales o desmañado, olvidado como a menudo lo es el muerto-, más tarde un retrato melancólico de los anónimos y privilegiados “vecinos” que duermen su sueño eterno a la vera del literato visitado, aún después, tres pinceladas sobre los fugaces visitantes del cementerio. Y siempre la profundidad del pensamiento de Cees Nooteboom, sus penetrantes anotaciones sobre la poesía, sus filosóficas disquisiciones sobre la vida y la muerte, sobre la memoria y el olvido, sobre los recuerdos, sobre la amistad y el amor, sobre -claro está- la literatura. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Un libro magnífico, este<i> Tumbas de poetas y pensadores</i>, del holandés Cees Nooteboom, que publica Siruela. Un libro interminable, además, gozosamente interminable, pues se abre a las obras de los escritores mencionados, avivando el interés por su lectura, y, sobre todo, a poco espíritu viajero que se posea, porque nos despierta el deseo de repetir la experiencia del autor, visitando también, con la misma pasión, con idéntico entusiasmo, con similar emoción, esos lugares en cierto modo sagrados. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mi última recomendación de esta tarde es un libro curioso, original, divertido, jocoso e incluso hilarante, adjetivos estos últimos que son, quizá, los que más le convienen, y ello pese a que su texto gira, como el resto de las propuestas de esta serie algo necrófila que llevamos ofreciéndoos en estas últimas semanas, en torno a la muerte y el inevitable espíritu fúnebre y melancólico que de ella siempre se desprende. Se trata de <i>Diccionario de últimas palabras</i>, escrito por Werner Fuld en 2001 y publicado por Seix Barral en un ya muy lejano 2004, en traducción del alemán de Pedro Madrigal. El subtítulo bajo el que se presenta el libro es muy elocuente y suficientemente revelador, por sí mismo, del contenido que se va a encontrar quien se decida a adentrarse en sus páginas: <i>Últimos mensajes de hombres y mujeres famosos. De Konrad Adenauer a Emiliano Zapata</i>. En él, y como se desprende de esta explícita rúbrica, se recogen varios cientos de frases pronunciadas en el lecho de muerte por personajes tan dispares como Aristóteles, Roosevelt, Rilke, Kant, Bernard Shaw, Jane Austen, Proust, Dickens y muchos otros representantes de la cultura, con decenas de otros desconocidos protagonistas -activistas de los derechos de las mujeres, políticos, actrices, condenados a la pena de muerte, nobles en el cadalso, gurús y delincuentes indios- de ese momento singular e irrepetible que es el tránsito al otro mundo. Tocadas en la mayor parte de los casos por una acusada comicidad, las últimas palabras que Werner Fuld selecciona resultan altamente estimulantes, haciendo de la lectura del libro una experiencia fascinante, instructiva, aleccionadora y, como digo, casi siempre divertidísima. En un gran número de los textos recopilados por Fuld, que se presentan organizados por orden alfabético de sus responsables y que aparecen arropados por unas muy breves explicaciones del autor, que sitúan al “casi” difunto en su contexto, se entremezclan la comprensible aspiración de los protagonistas a dejar a la posteridad un legado excelso, ejemplificado en alguna sentencia rotunda y brillante, con el muchas veces patético resultado, entendible también, dadas las circunstancias, de un balbuceo o un exabrupto, de una simpleza o una trivialidad banal. Una loable pretensión, la de muchos de los personajes escogidos, de pasar a la historia por la agudeza, la ingeniosidad y el sarcasmo postreros, que, en tantos casos, fruto de la natural imprevisibilidad que el tránsito al otro mundo conlleva, acaba por resolverse en memeces e inanidades insustanciales y absurdas. Cuenta Fuld en el prólogo al libro que Walt Whitman, el poeta norteamericano, que creía que las últimas palabras debían ser la culminación de la vida, buscó durante años algunas que resultaran apropiadas para tan importante trance. Pese a ello, en el momento decisivo, no se le ocurrió nada, y de su boca solo puedo salir un exabrupto desesperanzado: ¡Mierda! Del mismo modo, el escritor, también estadounidense Theodore Dreiser, había preparado su terminal salida de escena con un algo infatuado saludo de “colegas” a William Shakespeare, “<i>¡Shakespeare, I come!</i>”, aunque llegada la aciaga ocasión solo alcanzó a balbucir “¡Una clara!” </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh6pVCvxffDLc2Feegikdn-oCfsjY78NaJGm4ud0BIDa8wtW5URF4YJH3fRms709ZfWeuzmVNR3lTch6oMDUGiUNkWi_D-SV5M_OUUU-G37kiN51c-YsEUK2JQS1FrNWzfJkVmMq99xyyBdQY66AXPi2gi_eE86BmuiXByoapW8V-XKf7XodPrGfnxCpkoH/s1791/Diccionario%20de%20%C3%BAltimas%20palabras.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1791" data-original-width="1056" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh6pVCvxffDLc2Feegikdn-oCfsjY78NaJGm4ud0BIDa8wtW5URF4YJH3fRms709ZfWeuzmVNR3lTch6oMDUGiUNkWi_D-SV5M_OUUU-G37kiN51c-YsEUK2JQS1FrNWzfJkVmMq99xyyBdQY66AXPi2gi_eE86BmuiXByoapW8V-XKf7XodPrGfnxCpkoH/s320/Diccionario%20de%20%C3%BAltimas%20palabras.jpg" /></a></div>
No obstante, esos comentarios finales rezuman, en general, inteligencia, humor negro y una insólita lucidez, por más que muchos de ellos sean apócrifos y pertenezcan más al terreno de la leyenda inventada que al de los hechos constatables documentalmente (algunos, hay pruebas indiscutibles, son abiertamente falsos; por ejemplo, Humphrey Bogart, bebedor contumaz, no dijo, como afirma Fuld, “No hubiera debido cambiar del scotch a los martinis”, sino, al parecer, un menos memorable pero más humano “buenas noches, querida”, dirigido a Lauren Bacall, que le acompañó en ese momento y que dio fe de sus palabras). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro interesa, aparte de por su indudable comicidad, porque resulta muy ilustrativo sobre la condición humana. Por un lado, aflora lo mejor de nuestra especie, puesto de manifiesto en esa coyuntura excepcional: la conciencia de la propia fragilidad; el pesar por tener que decir “adiós a todo esto”, parafraseando a Robert Graves; el miedo ante el inmenso espacio desconocido que nos espera; la melancolía que nos acomete ante el triste recuerdo de lo vivido y ya perdido para siempre (y aquí viene a mi mente el famoso <i>Rosebud</i> de Ciudadano Kane, cuyo significado no destriparé por si hay alguien en el universo que aún no ha visto la obra maestra de Orson Welles, pero que resume el sentido último de la vida entera del excesivo personaje: <i>Maybe he told us all about himself on his deathbed</i>); la tristeza por el forzoso alejamiento, la definitiva pérdida de los seres queridos; también la rabia y la rebeldía ante lo inexorable de un destino ante el que nada podemos. Pero, además -e igualmente consustancial a nuestra compleja naturaleza-, comparecen el aburrimiento y el tedio finales de una vida ya sin horizonte; el agotamiento y el cansancio físicos; la debilidad y la falta de fuerza, la fatiga infinita tras la titánica lucha contra la parca; la algo desvaída curiosidad por los misterios que se abren tras la defunción; el desacato blasfemo y la contrición piadosa, esas dos formas de afirmar la presencia de Dios; la ligereza despreocupada y la solemnidad reverente. Están también los aires de grandeza, las poses mayestáticas, la severidad impostada, los ataques de dignidad sobreactuada, el narcisismo tanto menos comprensible cuanto que el egocéntrico está a punto de pasar a formar parte del reino de las tinieblas. Y, ya se ha dicho, está la ironía, la provocación, el ingenio, el desenfado, la provocación, el sorprendente e inesperado, dadas las circunstancias, humor. <i>Dime cómo mueres y te diré quién eres</i>, escribió Octavio Paz. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Para que se pueda apreciar la variedad de “registros” de los textos seleccionados por Fuld os ofrezco ahora, y ya como cierre a mi reseña, una breve muestra de algunas de esas despedidas </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>La idea entusiasta de Lord Byron de apoyar a los griegos en su lucha de liberación contra los turcos quedó hundida en la persistente lluvia de Missolonghi. Esta aldea de pescadores estaba en un terreno pantanoso, y Byron enfermó, a poco de llegar allí, de una malaria que no admitía ya tratamiento alguno. El 19 de abril de 1824, sus amigos estaban congregados en torno al lecho del moribundo; el médico, impotente, no podía contener las lágrimas. Byron abrió, por última vez, sus ojos, sonrió y, suspirando, dijo en italiano: </i>¡Qué hermosa escena! </div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La percha ceceante, como llamaban los críticos al actor Humphrey Bogart, muerto en 1957, era tristemente célebre por la cantidad de alcohol que consumía. Nos han sido transmitidas sus últimas palabras: </i>No hubiera debido cambiar del scotch a los martinis<i>. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La hermana mayor del emperador francés, Elisa Bonaparte, murió en 1820 como gran duquesa de Toscana a la edad de cuarenta y tres años. Resultaba, a todas luces, manifiesto que era una mujer muy realista, pues al decirle el médico que nada en la vida es tan inevitable como la muerte, respondió: </i>Salvo los impuestos<i>. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Arthur Cook, muerto en 1952, filólogo de lenguas antiguas, fue, sin lugar a dudas, todo un perfeccionista. Cuando en su lecho de muerte le eran leídos los primeros versos del salmo 121 no tardó nada en interrumpir la lectura: </i>¡Eso está mal traducido! </div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Las últimas palabras del gurú indio Meher Baba, muerto en 1969, no son únicamente notables por ser conocidas en todo el mundo -si bien es verdad que son muy pocos quienes conocen a su autor-, sino que son inolvidables sobre todo por haber sido pronunciadas cuarenta y cuatro años antes de que ocurriera, de hecho, la muerte del gurú. Ya en 1925 había revelado a sus discípulos el secreto de la vida, y, en adelante, guardó silencio. Dice así: </i>Don´t worry be happy<i>. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La actriz Marlene Dietrich pasó los últimos años de su vida en su vivienda de París y muy raras veces recibía a algún que otro conocido, pues quería mantenerse en el recuerdo de la gente como la hermosura que había sido en sus primeras películas. Unos días antes de su fallecimiento en 1992, su antiguo secretario consiguió introducir subrepticiamente en la vivienda a un sacerdote. La Dietrich, famosa por su lengua mordaz, lo echó de allí inmediatamente: </i>¿De qué voy a hablar con usted? ¡Tengo un encuentro inminente con su jefe! </div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>El saxofonista estadounidense Stan Getz, fallecido en 1991, quiso echar, desde su habitación, una última mirada al Pacífico. Pero precisamente, ese día dominaba en Malibú una espesa niebla. Decepcionado, se arrastró de nuevo hacia la cama y opinó molesto: </i>¡Vaya incineración! </div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>A Conrad Hilton, fundador de la cadena homónima de hoteles y fallecido en 1979, se le preguntó, en sus últimos momentos, si deseaba aún transmitir a sus empleados algún legado. Él contestó: </i>¡La cortina de la ducha hay que ponerla por el lado de dentro de la bañera! </div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>El legendario héroe del revólver Tom Horn, del tiempo de los pioneros estadounidenses, sabía que tenía bien merecida la muerte. Cuando, en el año 1878, era conducido a la horca se percató de que las manos del joven sheriff temblaban. </i>¿Ahora te vas a poner tú nervioso?<i>, preguntó Horn tratando de darle ánimos, a lo que el sheriff se disculpó:</i> Ésta es mi primera ejecución<i>. Horn se pasó él mismo la soga por la cabeza y contestó riendo: </i>¡También la mía! </div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>El patriota español Ramón Narváez, que murió en 1868, era aleccionado por el sacerdote en el sentido de que, para llegar al reino de los cielos tendría que perdonar también a sus enemigos. El general contestó, sin faltar a la verdad: </i>No es necesario, he hecho matar a todos<i>. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La razón de la ejecución de Waltheof, conde de Northumberland, en 1076, sigue oculta entre la niebla de la historia. Más nítidamente se oyó cómo, con la cabeza en el tajo, empezó a recitar el pater noster, hasta llegar al Y no nos dejes caer en la tentación... Su voz quedó aquí ahogada por las lágrimas, pero el verdugo no quiso esperar a que el conde se recompusiera y le decapitó de un golpe. Los asistentes a la ejecución aseguraban luego que la cabeza seccionada habría recitado aún, con toda claridad, las últimas palabras de la oración: </i>Mas líbranos del mal. Amén<i>. </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, leed y disfrutad de los tres libros que esta semana os presento, tres aproximaciones diversas a los cementerios y el tránsito a la otra vida. Os dejo con el prometido fragmento del artículo de Jaime Priede sobre la <i>Antología de Spoon River</i>. Tras él, he elegido, como complemento musical a mi reseña, una canción que habla de la muerte, <i>Flirted with you all my life</i>, del norteamericano Vic Chesnutt, de corta y desgraciada vida a la que puso fin por su propia mano hace ya casi quince años.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Murmullos de Spoon River. Jaime Priede </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>En la primavera del año 1914 aparece el embrión de este libro en una revista literaria de San Luis, Misuri. El nuevo Congreso empezaba a lanzar las leyes de la </i>New Freedom<i>. Eran tiempos propicios para la ciencia avanzada y una renacida libertad moral se expandía por las principales ciudades. Edgar Lee Masters, un conocido abogado laboralista local, se implicaba activamente en la lucha por esas nuevas libertades. Por encargo de su sindicato, defendía diariamente ante el tribunal a las camareras en huelga, procesadas por reclamar en sus hoteles y restaurantes el derecho a un día libre semanal. Un fin de semana de esa misma primavera había recibido la visita de su madre. Dieron largos paseos alzando la vista al endeble andamiaje que se perdía en las alturas mientras evocaban las pequeñas cosas de un pueblo con olor a establo llamado Lewistown. "Era domingo y tras dejarla en el tren de la Calle 53, volví andando a casa intensa, extrañamente pensativo. La campana de la iglesia estaba tocando, pero la primavera flotaba en el aire. Fui a mi cuarto e inmediatamente escribí </i>La colina<i> y dos o tres de los poemas de </i>Spoon River Anthology<i>. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La primera edición en libro de </i>Spoon River Anthology <i>tiene lugar en Nueva York, un año después, en 1915. En 1940 iba ya por las setenta ediciones. Ha sido traducido a una veintena de lenguas y se han hecho versiones en teatro y ópera. </i>Spoon River Antologhy<i> ha sido, hasta el momento, el único libro de poesía que ha alcanzado la categoría de </i>bestseller<i> en Estados Unidos. Su autor logró situarse en la </i>pole<i> del </i>ranking<i> literario, pasando a la historia como una de las figuras centrales del movimiento llamado </i>renacimiento de Chicago<i>. Poco después se lo reconocería también como pionero de la </i>revolt from the village<i>, que pronto se extendería a la narrativa. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>De todos modos, Edgar Lee Masters confiesa en su autobiografía no saber muy bien lo que estaba haciendo cuando escribió este libro. Lo que hacía, probablemente, era divertirse, sin mayores ambiciones. Inventaba personajes a partir de los nombres que leía en las lápidas de los cementerios; elaboraba luego monólogos de esos personajes desde el más allá que ajustaban cuentas y decían lo que no resultaba políticamente correcto decir en vida; jugaba entonces con diferentes registros de voces… Sin proponérselo, animado por el resultado, poco a poco va dando forma al retrato de una sociedad rural, la suya, en el que no escatima detalles y resonancias que adviertan de su corrupción y su doble código moral. Masters disfrutó inventándose un microcosmos que se ajustaba como un guante a la realidad de las cerradas comunidades campesinas de su entorno. Sin embargo, la utilización del verso libre, las acusaciones de prosaísmo, de vulgaridad, de obsesión por los temas sexuales y de inmoralidad general no se lo pusieron fácil a un libro que, a pesar de ello, supo beneficiarse del escándalo como factor publicitario entre la sociedad puritana de su tiempo. Masters se las sabía todas por entonces. Pasaba ya de los cuarenta y tenía una amplia experiencia laboral como abogado a pie de calle. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Para lograr una mayor libertad de acción y con ella una mayor eficacia de su realismo, Masters se inventa una población con unas coordinadas verificables. Traza la cartografía de una comunidad inspirada en la mezcla de dos poblaciones situadas al sureste de Chicago, ya en la zona de las grandes praderas. Pasó su infancia en Petersburg, a orillas del río Sangamon, y su adolescencia en Lewistown, cuarenta millas más al norte, cerca del río Spoon. En ellas, todo el mundo conoce a todo el mundo. Todos saben de las ramificaciones ocultas de las familias, de las oscuras relaciones sentimentales, de los éxitos y fracasos que la fortuna reparte sin miramientos por cada granja. Ambas aparecen fusionadas en una sola comunidad, y tal fusión provoca una especie de estrabismo que resulta caricaturesco, divertido y a la vez profundamente crítico. No obstante, su ficticia selección de voces admite una lectura de mayor alcance. Su particular microcosmos acaba por reflejar la realidad social de un país entero. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;">Spoon River Anthology<i> comienza con un plano general de «La Colina» y continúa con un </i>travelling<i> de primeros planos resueltos en forma de </i>flashback<i>. Este primer poema recrea el tópico </i>ubi sunt<i>, pregunta retórica a la que Masters da respuesta a través de una segunda voz que le hace perder al tópico su vocación ascética para situarse en un contexto más terrenal, alejado de la perspectiva clásica. Extrae los nombres de distintos cementerios de la zona, combinando nombres de pila de unos con apellidos de otros, sirviéndose también de los archivos del estado de Illinois, utilizando en algún caso nombres reales y nombres de personajes históricos con ligeras variaciones en el apellido. Este sistema combinatorio no obedece a ningún plan previo, lo que hace el abogado es improvisar, dar rienda suelta a la imaginación con las cosas que se va encontrando en las lápidas. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Edgar Lee Masters, como deja de manifiesto en </i>Spoon River Anthology<i>, siempre sintió simpatía por los hombres y las mujeres que se complican la vida, que suben tan pronto como bajan, que mantienen entre sí relaciones destructivas, víctimas de sus propias ambiciones, deseos e impulsos. Incluyéndose a sí mismo en el último epitafio, ellos son los protagonistas del libro de poesía más leído de todos los tiempos en Estados Unidos. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div>Spoon River Anthology<i>: cada uno ve la vida a su manera. Y a eso es a lo que llamamos vida.</i><div><i> </i><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/V4Z-kjr4BLs?si=DaqcEAgFkSgbTcY-" width="520"></ifram<iframe src="https://archive.org/embed/edgar-lee-masters.-antologia-de-spoon-river" width="520" height="30" frameborder="0" webkitallowfullscreen="true" mozallowfullscreen="true" allowfullscreen></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/JFKP7OdPOSo" width="520" youtube-src-id="JFKP7OdPOSo"></iframe></div><br /> Edgar Lee Masters. Antología de Spoon River</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/edgar-lee-masters.-antologia-de-spoon-river" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-7721266732889081122023-11-08T20:04:00.001+01:002023-11-08T20:04:28.468+01:00
<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">MARIANA ENRIQUEZ. <i>ALGUIEN CAMINA SOBRE TU TUMBA</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libro</i>. El veterano espacio de Radio Universidad de Salamanca, que lleva trece años ya proponiéndoos una recomendación de lectura cada miércoles -sobrepasamos ya las ochocientas propuestas de libros en quinientas cuarenta emisiones-, continúa hoy con la serie que iniciamos hace siete días, dedicada a los cementerios, a partir de la celebración, el pasado 2 de noviembre, del Día de los Difuntos. Con esa excusa, y con mi indisimulado interés por los camposantos, del que os hablaba el miércoles pasado, hoy os traigo un libro que, en cierto modo, prolonga y complementa aquel, aunque el de esta tarde es de publicación anterior al que os presenté en nuestra anterior emisión. <i>Una tumba con vistas</i>, escrito por el periodista británico Peter Ross, se publicó en nuestro país en junio de este mismo año, en el sello Capitán Swing, mientras que este <i>Alguien camina sobre tu tumba </i>del que ahora quiero hablaros, obra de la argentina Mariana Enriquez, vio la luz por primera vez en el país natal de su autora en 2014, aunque se ha reeditado en España en 2021 en el barcelonés sello Anagrama. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mariana Enriquez (así, sin tilde) es, como digo, una escritora argentina, también periodista (condición que se percibe de modo muy notorio en <i>Alguien camina sobre tu tumba</i>) y profesora, con una ya muy amplia trayectoria a sus espaldas, ya en su madurez literaria (pese a que no ha cumplido aún los cincuenta años). La recepción de su obra en el mundo entero, y en particular en España, en donde sus libros han aparecido siempre en el seno de la editorial Anagrama, ha sido extraordinaria, tanto en sus novelas como en sus colecciones de cuentos. Su libro <i>Nuestra parte de noche </i>ganó en 2019 el Premio Herralde de novela y el prestigioso Premio de la Crítica española, multiplicando desde entonces sus ediciones y concitando un enorme éxito de público. Asimismo, los relatos recogidos en <i>Las cosas que perdimos en el fuego</i>, merecieron en 2017 el Premi Ciutat de Barcelona en la categoría “Literatura en lengua castellana”. Y sin embargo, pese a las muy favorables críticas con las que siempre han sido acogidos sus libros, pese al entusiasmo de algunos de sus lectores más próximos a mí, que me la han elogiado encarecidamente, pese a las fervorosas recomendaciones que de su obra han hecho otros escritores y críticos de cuyo criterio me fio sin dudar, yo no he querido nunca -y cierto es que las tentaciones me han asaltado de continuo- leerla. Y ello por un prejuicio que confieso sin disimulo. El “universo Enriquez” es el de la literatura -y no me queda más remedio que ser reduccionista en mi categorización- gótica, oscura, fúnebre. Sus motivos recurrentes son la muerte, lo macabro, lo morboso, el terror, los fantasmas, los médiums, los rituales siniestros, lo lúgubre, lo fantástico, el vampirismo, lo demoníaco, lo paranormal, la magia negra, Lovecraft (mis lecturas juveniles del escritor de Providence, a las que accedí influido por los inflamados elogios de Fernando Savater, a quien yo entonces -y aún ahora- idolatraba, me han curado de espantos -nunca mejor dicho- sobre el ocultismo, el terror cósmico, las criaturas terroríficas y los vapores mefíticos de ultratumba tanto en los libros como en la vida), temas todos absolutamente alejados de mis más inmediatos -e incluso de los más remotos- intereses como lector. He estado una y otra vez muy cerca de comprar -llevado, insisto, por esas muy favorables opiniones sobre ella- su premiada novela <i>Nuestra parte de noche</i>, y una y otra vez me han resultado disuasorias las palabras con las que la presenta Anagrama: <i>El lector encontrará en estas páginas casas cuyo interior muta; pasadizos que esconden monstruos inimaginables; rituales con fieros y extáticos sacrificios humanos; andanzas en el Londres psicodélico de los años sesenta, donde la madre de Gaspar conoció a un joven cantante de aire andrógino llamado David; párpados humanos convertidos en fetiches; enigmáticas liturgias sexuales; la relación entre padres e hijos, con la carga de una herencia atroz</i>. Definitivamente, este no es mi mundo y, sin negar su más que probable valor literario y sin despreciar, por lo tanto, este tipo de literatura, siendo tantos los libros que me interesan y que aún quiero leer, he decidido postergar -quizá algún día las circunstancias me vuelvan a llevar a él y entonces pueda resolver adentrarme en sus tétricos misterios- mi acercamiento a su obra… </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhNsgdMpPIE4elYlISV0tjLy9o-bSmXIBsPGnFIIoYavmW9VAWzSaSKMAxMVKbwFvW0ZwhDCpUY9R6BUYz_6UB94XTIp3R82f2UmZ8Ym5hC43AzpZ5yN5QzdTfNbv1MIbPOWKT6xk7EwiWhusLc6hR2BoyO0O83lPqe3EqsKn4jYLwUv70iTkJrAUlXopY9/s2598/Mariana%20Enr%C3%ADquez.%20Alguien%20camina%20sobre%20tu%20tumba.jpeg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="2598" data-original-width="1651" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhNsgdMpPIE4elYlISV0tjLy9o-bSmXIBsPGnFIIoYavmW9VAWzSaSKMAxMVKbwFvW0ZwhDCpUY9R6BUYz_6UB94XTIp3R82f2UmZ8Ym5hC43AzpZ5yN5QzdTfNbv1MIbPOWKT6xk7EwiWhusLc6hR2BoyO0O83lPqe3EqsKn4jYLwUv70iTkJrAUlXopY9/s320/Mariana%20Enr%C3%ADquez.%20Alguien%20camina%20sobre%20tu%20tumba.jpeg" /></a></div>Una decisión que, obviamente, rompo con mi sugerencia de hoy, este <i>Alguien camina sobre tu tumba</i> que, con el muy descriptivo subtítulo de <i>Mis viajes a cementerios</i>, nos lleva a recorrer veinticuatro necrópolis (aunque no todas merecen literalmente esta calificación) que la propia Enriquez visitó en sus muchos viajes por el mundo entero y movida por su pasión funérea (en la que, aquí sí, coincidimos). El libro se organiza así en otros tantos capítulos (en la edición original argentina eran solo dieciséis los camposantos visitados), en los que, acompañados por algunas fotos representativas, se nos presentan los, por tantos motivos, interesantes cementerios objeto de sus crónicas. Hay, además, un capítulo final en el que, bajo la rúbrica <i>Los cementerios que quiero ver antes de morir</i>, se presentan otros diez, inexplorados aún por la escritora. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro se sitúa en un género híbrido, mezcla de crónica periodística, singular autobiografía (Enriquez la califica de “necroautobiografía”), estudio ensayístico “ligero” y hasta peculiar cuaderno de viajes. En esta última vertiente, los efectos que provoca su lectura son altamente estimulantes y el lector -al menos así ha ocurrido en mi caso- se ve alentado, empujado, impelido incluso a salir corriendo al aeropuerto más cercano para iniciar lo antes posible una apasionante vuelta al mundo “funeral”. Y es que el universo de los difuntos ejerce -o debería ejercer- una fuerte atracción, yo diría que casi natural y absolutamente racional, sobre los vivos. <i>Alguien camina sobre tu tumba</i> se abre con una cita de Flannery O’Connor muy significativa en este sentido (hay otra, de Neil Gaiman, también interesante pero menos oportuna para lo que quiero transmitir): <i>El mundo se creó para los muertos. Piensa en todos los muertos que hay –dijo, y luego, como si hubiera concebido la respuesta a todas las insolencias, añadió–: ¡Los muertos son un millón de veces más que los vivos y el tiempo que los muertos pasan muertos es un millón de veces más que el tiempo que los vivos pasan vivos!</i> Y, desde una perspectiva similar, y ya en el texto principal, podemos leer, en un fragmento que explica el título del libro: <i>mucha gente se asusta cuando sabe que camina sobre muertos. Aunque todos, en todas partes, más o menos, caminamos sobre mayor o menor cantidad de muertos. Hay muchos más muertos que vivos, es una verdad sencilla, y todos terminan hechos tierra</i>.Llevada por un interés que había surgido ya en su adolescencia de chica “gótica” en La Plata, cuando, movida también por su vocación literaria, tomaba notas en el camposanto de su ciudad, Enriquez se allega a los cementerios de las ciudades a las que viaja, casi siempre por algún otro motivo no necesariamente relacionado con las sepulturas. Hay alguna excepción de visitas hechas expresamente con esa finalidad principal de conocer una determinada necrópolis, pero, en general, se trata de breves “extensiones” de viajes realizados para asistir a un festival de literatura, estancias debidas a alguna invitación de una Universidad para impartir un curso o dar una conferencia, o simples desplazamientos vacacionales. Así, la vemos casi siempre apresurada, encontrando un hueco rápido entre dos eventos, preocupada por la falta de tiempo y perdiendo incluso la posibilidad de acceder a alguno de los objetivos inicialmente previstos por las limitaciones que impone la “intendencia” o la propia fugacidad de su estadía en la ciudad correspondiente: un tren que no llega a su hora, un taxi atrapado en un atasco, una incompatibilidad de horarios. El hecho de que sus recorridos estén condicionados por estas circunstancias externas hace que, de nuevo salvo excepciones inevitables -La Recoleta, el Père Lachaise, Highgate, Montparnasse- los lugares visitados no sean siempre los más previsibles y sí, en cambio, se acerque a cementerios poco conocidos, fuera de los circuitos convencionales -los hay, como vimos hace siete días- del turismo tafófilo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">“Los cementerios son máquinas de contar historias”, ha declarado la autora en alguna entrevista, y en esto coincide con nuestro invitado de hace siete días, Peter Ross. Detrás de las borrosas inscripciones de una lápida de siglos, entre los restos anónimos de un osario, bajo la grandiosa espectacularidad de los grandes mausoleos, escondidos tras la hiedra en un cementerio abandonado, por entre el silencio de los austeros túmulos apenas señalados de un antiguo campo de batalla, el visitante puede encontrar rastros de otras existencias, indagar en el pasado de unas vidas que, como la nuestra propia, pasaron por el mundo, dejaron en él su rastro más o menos relevante y, finalmente, lo abandonaron condenadas, casi siempre, a un olvido del que, a duras penas, los cementerios pueden ayudar a rescatarlas, al menos por un efímero instante. <i>Y luego partir hacia el cementerio, donde finalmente descansará en paz, junto a sus padres ya fallecidos, allí donde se pueda leer su epitafio. Qué hermosos son los cementerios, pienso mientras miro por la ventanilla el cielo gris (…) «Donde se pueda leer su epitafio.» Donde quedan el nombre y la fecha, una voz que dice: estuve, fui. A lo mejor ya nadie sabe mi nombre, pero alguna vez alguien me recordó</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Alguien camina sobre tu tumba</i> nos muestra estos lugares para el recuerdo y las muchas historias que albergan, entreveradas con las propias experiencias vitales de la autora; con elementos ajenos al cementerio que, sin embargo, están vinculados a él por sus particulares circunstancias personales (<i>intento</i>, ha declarado, <i>que sean espacios de memoria atravesados por mi sensibilidad, que en muchos casos tiene que ver con encontrar un libro de poemas relacionado con ese lugar o que a dos cuadras haya una tienda de discos rarísima</i>); con infinidad de anécdotas y sucedidos entre sepulturas (episodios de sexo juvenil, el robo de algún hueso, la repentina llegada de la policía tras una “incursión” nocturna, la sorprendente aparición de la cabeza de un dominicano decapitado); con comentarios variados sobre la historia de cada lugar o de los personajes que yacen en sus sepulturas o de los singulares frecuentadores de los cementerios encontrados en sus paseos entre tumbas; con interesantes excursos “musicales” en los que aflora el interés de la autora -que, amante del rock, fue en sus primeros años periodista musical- por grupos como los Manic Street Preachers o Suede, a los que sigue en sus giras y de los que busca el rastro en cementerios en los que sus miembros se habían fotografiado; con muy numerosas e ilustrativas referencias literarias que despiertan en el lector el interés y le abren la puerta a nuevas lecturas (por cierto, entre estas innumerables menciones literarias se desliza un fallo, por lo demás “justificable”: al comentar las tumbas de dos excepcionales mujeres, Christina Rossetti y Elizabeth Siddal, musas del movimiento prerrafaelita enterradas en Highgate, el cementerio victoriano de Londres -a las que ya se había referido Ross en su libro-, y en relación con el lance en el que el hermano de la primera y marido de esta última, el poeta Dante Gabriel Rossetti, halla el cadáver de su esposa fallecida por una sobredosis de láudano, Enriquez señala: <i>Se cree que Dante encontró una nota suicida pero su amigo Ford Maddox Ford lo convenció de quemarla, porque en esa época el suicidio era considerado una inmoralidad espantosa</i>. Ford Maddox Ford, espléndido escritor, autor de la obra maestra <i>El buen soldado</i>, que aprovecho para recomendaros también, de ninguna manera pudo recomendar nada a Rossetti, pues no había nacido aún cuando Lizzie Siddal falleció, en 1862; y tenía apenas nueve años cuando murió Dante. Sin duda la argentina se refiere a Ford Maddox Brown, abuelo de Maddox Ford, miembro de la Hermandad Prerrafaelita y, en efecto, amigo de Rossetti); entre otros diversos “frentes” del libro que se presentan con un enfoque que se desenvuelve entre el detalle documental, el dato histórico, la genuina tendencia hacia lo macabro de la autora, su muy patente toma de postura política y un apreciable sentido del humor. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entrando ya en el comentario de algunos de los cementerios recorridos en el muy particular peregrinaje de la escritora por el mundo entero (con una mayor presencia de los camposantos argentinos -siete de los veinticuatro recogidos en la obra son de ese país-, en el libro hay, sin embargo, ejemplos de necrópolis de América -Estados Unidos, Cuba, Perú, Chile, México-; Europa, con varios “representantes” de España, el cementerio del Poble Nou, en Barcelona, y los de los Ingleses, Igueldo y Polloe, en San Sebastián; y hasta un cementerio australiano), <i>Alguien camina sobre tu tumba</i> se abre con la visita de una Enriquez muy joven, solo veintitrés años, al Cementerio Monumental de Staglieno, en Génova, en el año 1997. En un viaje a Europa con su madre, y sin especial interés ni en la ciudad ni en su camposanto (<i>Entonces no era catadora de cementerios, como ahora</i>, escribe), conocedora, sin embargo, de la necrópolis genovesa a través de la música (las legendarias portadas del disco <i>Closer</i> y del “single” <i>Love Will Tear Us Apart</i>, del grupo Joy Division, uno de mis favoritos de los ochenta -no tanto de la escritora-, presentan fotos, cuyo autor es Bernard Pierre Wolf, de sendas tumbas de Staglieno), decide pasar en ella una de las dos tardes libres en Génova. Y entonces, <i>la sorpresa, ah, la sorpresa</i>, el amor. <i>El amor por los cementerios empezó en Staglieno</i>, nos cuenta, unido al amor romántico, carnal, al deseo y la sexualidad. En un capítulo muy tierno, Enriquez nos cuenta su muy efímero enamoramiento de Enzo, un chico que toca el violín en la calle, y su apasionado encuentro sexual con él en el frondoso cementerio (<i>es como un bosque con estatuas</i>), cerca de la tumba Oneto, con la conocida y bellísima efigie del <i>Ángel</i> -mujer, andrógino, <i>obviamente sexual</i>- del escultor Giulio Monteverde. <i>Fue así como me enamoré de los cementerios</i>, concluye el relato. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y ahora viajamos a Chubut, en la Patagonia argentina. El cementerio de Trevelin se creó a mediados del siglo XIX para albergar a la colonia galesa llegada a aquellas tierras en busca de una vida mejor. Su tumba más famosa es la del caballo Malacara que salvó la vida a su propietario, John Evans, en un ataque de los indios y que fue el desencadenante indirecto, por una serie de circunstancias que se describen en el capítulo a él dedicado, de que Trevelin pertenezca hoy a Argentina y no a Chile. Bajo el muy metafísico título <i>Todas hieren, la última mata</i>, leyenda frecuente en los relojes de sol y presente también en la capilla del cementerio del monte Igueldo en San Sebastián, Enriquez nos cuenta sus aventuras entre las tumbas donostiarras. Conocemos así la historia del cementerio de los Ingleses, que originariamente acogió a los fallecidos de la <i>British Auxiliary Legion</i>, llegada al País Vasco para combatir en las guerras carlistas, y seguimos a la escritora en una expedición nocturna que acaba provocando la denuncia de los vecinos y la llegada de la policía. Y luego continuamos en el citado Igueldo (<i>el cementerio parece el de un pueblo pobre y olvidado</i>), para acabar el periplo en el de Polloe, en cuya iglesita llaman la atención <i>dos murciélagos gorditos, panzones, a cada lado de la puerta, con las alas extendidas</i>, que reciben al viajero desde su frontal (los murciélagos son símbolos de la masonería) y que escuchan atentos el fantasmal relato <i>de la señora que entra al cementerio y no sale. Se la ve entrar y nunca se la ve salir</i>, por la que, interesada, Enriquez ha preguntado a la amiga que le muestra el lugar. Nos desplazamos a continuación a nuestras antípodas (el libro salta de aquí allá, de un país a otro, de un continente a otro, de una fecha a otra, sin criterio organizador alguno -que yo haya podido detectar- ni espacial ni temporal), hasta la lejana Australia. Acompañada de Paul, su novio australiano (en una relación que, con el tiempo, estamos en 2007, <i>resultará insólitamente estable, permanente y feliz</i>, anticipa), Mariana llega en barco a Rottnest Island (su descubridor holandés en 1689 la bautizó así <i>Rat’s Nest</i> -nido de ratas- por razones fácilmente imaginables), para conocer la escasa veintena de tumbas, que cobijan a apenas trece personas, que se conservan del cementerio de los primeros colonos y, sobre todo, para visitar el cementerio aborigen, excusa idónea para reflexionar acerca de las condiciones en las que se produjo la explotación, el cautiverio y el exterminio de los pueblos nativos australianos. Antes, en la cercana Fremantle, caminará hasta el camposanto en el que yace Bon Scott, primer cantante de AC/DC. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hay también interesantes páginas sobre la explotación de los pueblos indígenas, en este caso de los patagones, en el capítulo dedicado a “el cementerio más hermoso del mundo”, el Municipal Sara Braun, en Punta Arenas, en el muy remoto sur de Chile. En él, y después de toparse con el monumento al conquistador Magallanes, con toda la consabida iconografía, muy ideologizada, que consagra la superioridad del europeo “civilizado” frente al indio primitivo y salvaje (lo que permitirá las aceradas críticas de la autora a la <i>violencia demoledora de los procesos civilizatorios que se fundaron en el exterminio físico o simbólico del salvaje, del “natural”</i>), recorrerá el Cementerio Municipal Sara Braun, con sus extraños setos de singular forma cónica (<i>Son árboles muy altos, sin tronco, anchos: como misiles verdes enormes o, si uno lo piensa en términos sexuales, como gigantescos penes de un monstruo del bosque</i>) y nos hablará de la mujer que le da nombre, casada con uno de los hombres más ricos de la zona y conocida por sus actividades filantrópicas y de caridad, además de por la leyenda que corre sobre su enterramiento, del que, supuestamente, se la exhumaba cada año para que un estilista de Buenos Aires peinara el cadáver. Y en Argentina está también el cementerio de la Isla Martín García, situado en un área isleña de nombre inquietante, <i>Zona intangible</i>, y cuya especial singularidad consiste en que muchas de las cruces que coronan sus tumbas tienen el eje horizontal inclinado, caído, vencido. Tras la mención de los orígenes históricos de la isla, Enríquez se adentra en las posibles explicaciones del misterioso fenómeno: sectas satánicas; opciones estéticas relacionadas con la perspectiva; el molde que se utilizó para fabricar la cruz, defectuoso de origen, lo que llevó a la repetición una y otra vez del prototipo fallido; aviso de fallecidos por causa de una peste o en circunstancias sospechosas o trágicas; vínculos con la masonería; mero desgaste, debido a la acción del tiempo, de las ataduras de cuero que unían la madera horizontal y la vertical de las cruces; representación de la condena al Infierno de los bajo ellas enterrados; roturas intencionales, fruto de robos o ataques diversos; o, incluso, emblema distintivo de los seguidores de Charles Fourier, el socialista utópico francés que “inventó” el falansterio. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Resulta fascinante -y estimula grandemente el ansia de viajar a los lugares que se describen en él- el capítulo dedicado a los cementerios St. Louis N.º 1, Holt y Lafayette N.º 1, de Nueva Orleans (<i>desde que llegué a la ciudad, lloro de pura emoción una vez por día, porque la amo, la amo como se ama a un hombre. Estoy enamorada de la ciudad desde que vi alguna foto</i>), la ciudad sureña estadounidense, famosa por los ceremoniales del vudú (conoceremos la tumba de Marie Laveau, reina del vudú en esta ciudad durante la primera mitad del siglo XIX, la segunda más visitada de su país, tras Graceland, la última morada de Elvis Presley, que también está en el libro y que luego comentaré), la profusión de necrópolis (<i>Nueva Orleans tiene alrededor de 350.000 habitantes –más de un millón si se toma en cuenta todo su «conurbano»– y 42 cementerios</i>), la ausencia de enterramientos (<i>La ciudad está sobre un pantano (…) Intentar una tumba bajo tierra es condenar al ataúd a salir flotando algún día, cuando el agua suba. Por eso, solo hay nichos, bóvedas, panteones</i>), las casas malditas de su embrujado Barrio Francés; la legendaria Bourbon Street (<i>es una calle horrible, la más recorrida de la ciudad, copada por turistas de Wisconsin, putas tristes y chicos de fraternidad</i>). En su itinerario, la autora aprovecha para hablarnos de las escenas de drogas y desenfreno de <i>Easy Rider</i>, la película de culto epítome del hippismo; de la canción de Sting, <i>Moon over Bourbon Street</i>; del fervor de Nicholas Cage, dueño de una faraónica tumba en el St. Louis Nº 1, por Anne Rice y su <i>Entrevista con el vampiro</i>, que Coppola llevaría al cine; de Buddy Bulden, el cornetista de ragtime de los años treinta, enterrado en Holt, el cementerio de los indigentes; de Quentin Tarantino, que filma <i>Django desencadenado</i> en los aledaños de Lafayette Nº 1. En Cincinnati, en el estado de Ohio, se encuentra el cementerio de Spring Grove, en cuyos parajes apacibles -quince lagos, doce mil especies de árboles, hierba tan alta que<i> uno a veces se hunde y cae y se ríe entre el verde fresco</i>, flores que se desprenden con el viento, veintiún mil bulbos de tulipanes que se plantan cada año, <i>un rosedal que es para llorar</i>- se organizan visitas y paseos, caminatas nocturnas con linternas o conciertos al aire libre. Allí “reside” George K. Shoenberger, un magnate del acero de finales del siglo XIX y dueño de Scarlet Oaks, una impresionante mansión gótica que hoy puede visitarse. Con una decoración algo bizarra y bastante siniestra, reflejo del oscuro gusto de su dueño -pinturas de murciélagos y dioses cornudos, tallas de lechuzas, gárgolas amenazadoras, sillas con forma de dragón- la leyenda cuenta que una de las esposas del potentado, muerta joven, fue enterrada en Spring Groove en una tumba ubicada de tal manera que podía verse desde la torre de la mansión, en la que se apostaba, melancólico, su triste viudo. Lo cierto es que, en su visita al cementerio, Enriquez constata que, pese a que la sepultura esta situada sobre una pequeña loma, no puede divisarse la torre. <i>Deseamos</i> -confiesa, sin embargo, esperanzada y romántica- <i>que la historia sea cierta; ojalá el millonario rico se haya pasado tardes de este otoño de Ohio mirando aquella tumba solitaria</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Como resulta obligado en un país tan vinculado a lo mortuorio, hay un capítulo -memorable- dedicado a México, <i>Los perros negros</i>, que nos lleva a los panteones (en el país azteca a los cementerios se les llama panteones) de Belén y de Mezquitán, en Guadalajara. Pese a que su viaje no coincide con el Día de Muertos, el 2 de noviembre, la escritora se ha “empapado” de toda cuanta información hay que conocer sobre los rituales de ese día en que las almas regresan a casa de sus familiares y comen y festejan el encuentro con ellos: los altares con flores de cempasúchil, las ofrendas, el agua para la terrible sed de los difuntos, la sal para que sus cuerpos muertos no se descompongan, las velas para que puedan sentir la luz y el calor, el copal que se quema para ahuyentar a los malos espíritus, la mucha comida, el alcohol, los cigarrillos, el papel picado, las calaveras de azúcar, la multiplicidad de esqueletos, los de revolucionarios, los de personajes que bailan, niños, enamorados, los que representan personajes populares. Muertes festivas, alegres, sonrientes, maternales, seductoras, también peligrosas. Y la argentina nos relata infinidad de historias: el cierre de algún cementerio por motivos de salubridad; el Panteón de Belén que ya no se usa para entierros y sí solo como enclave para el turismo; la historia del niño Ignacio Altamirano, muerto a los dos años por un infarto provocado por su miedo a la oscuridad, pavor acrecentado una vez inhumado, por lo que, noche tras noche, dice la leyenda, abandonaba su tumba y aparecía tranquilamente sobre la tierra; Jesús Malverde, el santo de los narcos, al que le piden protección tanto los traficantes, casi todos fuera de la ley, como las familias de los secuestrados; El Panteón de Mezquitán, con el famoso mausoleo de Jesús Flores, un rico comerciante dueño de la Casa de los Perros, que tiene, obviamente, dos estatuas de perros, una en cada extremo de una tumba en la que <i>se escuchan</i> <i>movimientos fantasmales</i>. Mariana fotografía a un misterioso perro verdadero reposando sobre una tumba e ilustra el capítulo con su inquietante imagen. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La visita al cementerio Presbítero Maestro, <i>el gran elefante blanco de los cementerios patrimoniales de América Latina</i>, en una Lima que se muestra como una ciudad desaforada, violenta y extremadamente peligrosa, es la excusa para que el relato de Enriquez se pueble de interesantes informaciones: la explicación, que está en Las Siete Partidas de Alfonso X, de por qué, desde el siglo XIII, los enterramientos debían realizarse cerca de las iglesias; la historia de las primeras sepulturas extramuros limeñas; la furibunda diatriba de la autora en contra del injusto trato que, incluso en relación con la muerte, reciben los países “excéntricos” con respecto a los desarrollados, pues en su recorrido por las tumbas de personajes famosos enterrados en el Presbítero Maestro, se encuentra con que apenas hay ninguno, hecho que revela la visión eurocéntrica también ostensible en los cementerios (<i>Me da tristeza pensar en los cementerios europeos, llenos de celebridades globales. Me subleva que la dominación sea tan obvia y que no pueda ganarle ni la muerte</i>); los robos y ventas en el mercado negro de esculturas y obras artísticas de los camposantos (<i>Se dice que estatuas funerarias del Presbítero Maestro decoran jardines de familias ricas</i>); la insólita leyenda de Ricardito, la representación limeña del inevitable niño milagrero de todo cementerio; las increíbles decoraciones de los nichos del “parvulario”, la sección del cementerio dedicada a los pequeños muertos; la muy truculenta historia del dominicano sin cabeza; las singularidades de la agalmatofilia, la atracción sexual por las estatuas, placer del que, al parecer, disfrutaba Flaubert y que la propia escritora experimenta fugazmente ante la musculada estatua de un Juan Elguera desconocido: <i>La espalda monumental, los huesos de la cadera, la fuerza de las piernas, las venas de macho en los brazos, en las manos, el vientre firme, el pelo que cae descuidado, (…) ¿Quién es este Juan Elguera? Me alejo: voy a volverme loca. Nunca antes recorrí con la punta de los dedos los bíceps de un objeto frío e inmóvil</i>. En el siguiente capítulo, la episódica presencia en el libro del Cementerio Principal, de Frankfurt le sirve a la autora para resaltar la “alemanidad” del camposanto: <i>Solemne y oscuro, dos lugares comunes de lo alemán</i>. Y, en un nuevo desplazamiento a la Argentina, la visita al cementerio de Carhué, en la provincia de Buenos Aires, nos permite conocer la historia de Villa Epecuén, un pueblo cubierto por las aguas al desbordarse en 1985 la laguna salada del mismo nombre. Actualmente, con la progresiva retirada del agua, la ciudad ha vuelto a emerger, devorada por la sal, convertida en unas ruinas fantasmales, los árboles secos, salitrosos, blancos, como de ceniza, <i>árboles fantasmas, con las raíces al aire libre, árboles que parecen arañas en una larga marcha, árboles trífidos</i>. Y el cementerio “redivivo” (valga el oxímoron) de la ciudad, ahora una atracción turística, muestra las lápidas corroídas, los nichos y mausoleos mutilados, las cúpulas y las cruces derruidas, destrozadas, las estatuas desprendidas, v<i>írgenes sin cabeza, ángeles sin alas, Cristos sin manos</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los cementerios de Bonaventure y Colonial Park, en Savannah, la población de Georgia tan representativa del Deep South norteamericano, son el centro del turismo “sobrenatural” que inunda la ciudad en innumerables tours de fantasmas. La crónica de Enriquez, en la que están muy presentes los ecos de la Guerra de Secesión, gira sobre un eje principal, el libro de John Berendt -y también la formidable película que sobre él dirigió Clint Eastwood- <i>Medianoche en el jardín del bien y del mal</i>, que en palabras de la escritora es una <i>declaración de amor a la excéntrica ciudad de Savannah</i>. Un enamoramiento que comparte la argentina, que se “obsesionó” con la ciudad a partir de una foto, tomada en Bonaventure y que estaba en la portada del libro y el cartel de la película. En la fotografía, perturbadora y bellísima, obra de Jack Leigh, fotógrafo nativo de Savannah, aparece, en un entorno tenebroso que contribuye a dotar de atmósfera amenazadora a la imagen, <i>Bird girl</i>, una escultura, que ya no puede verse en el cementerio, hoy clausurado para entierros aunque abierto para visitas turísticas, de una niña delgada que carga en cada mano unos platos para que beban los pájaros. La narración nos permite conocer la historia de la figura, además de recordar la frase de Mary Shelley, la creadora de Frankenstein, relativa al cementerio protestante de Roma, donde fueron enterrados su marido, Percy Bysshe Shelley, y dos de sus hijos (<i>Es fácil enamorarse de la muerte al pensar que a uno pueden enterrarlo aquí</i>) y que Enriquez evoca (<i>Podría haber escrito ese elogio para Bonaventure</i>) en su paseo: <i>Es un cementerio con río, con un hermoso río celeste por el que pasan barcos que pescan camarones, un río bastante silencioso, que solo se escucha cuando una brisa sacude los árboles y entonces llega el rumor del agua</i>. Y en Bonaventure está también la tumba de Johnny Mercer, autor de algunos clásicos intemporales de la historia de la música del siglo XX: <i>Moon River</i>, T<i>he Days of Wine and Roses</i>, <i>Charade</i>, <i>Come Rain or Come Shine</i>, <i>That Old Black Magic</i>, <i>Jeepers Creepers</i>, algunas de ellas, más allá de su habitual lectura romántica, incluyendo subtextos “siniestros”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En su muy vasta exploración por los cementerios del mundo, la escritora argentina no podía obviar el que alberga <i>la tumba del rey</i>, Graceland, en Memphis, Tennessee, donde yace Elvis Presley. Enterrado inicialmente en el cementerio de Forest Hills, el ordinario de la ciudad, la disparatada afluencia de viajeros y, sobre todo, las constantes amenazas de robo de su ataúd, obligaron a desplazar sus restos y los de su madre, sepultados juntos, a la mansión familiar de Graceland. Allí fue trasladado también Jessie Garon Presley, el hermano gemelo de Elvis, que nació muerto y que fue enterrado inicialmente en una caja de zapatos en una tumba sin nombre -la familia era muy pobre- en Tupelo, el pueblo natal los Presley, en Mississippi. Su recuerdo da pie a la narradora para comentar la compleja relación del cantante con la fantasmal ausencia del pequeño. En la siguiente etapa del periplo, el libro nos lleva a menos de mil quinientos kilómetros al sur de la mítica morada de Elvis, al cementerio de Colón, en La Habana, a donde Enriquez se desplaza para asistir a una actuación de su banda favorita, los Manic Street Preachers. En un capítulo monopolizado por las vicisitudes que rodearon al concierto y por las apreciaciones sobre la decadente belleza habanera, hay espacio también para la descripción de la Necrópolis de Colón, cuyos mausoleos abandonados y sus blancas tumbas, relucientes bajo un sol espléndido, inducen la reflexión de la autora: <i>Qué diferente sería el Colón en Europa, bajo el cielo gris. Acá todas las tumbas son muy blancas, como quemadas por la luz, por la sal, por la lluvia del trópico</i>. En Colón, guiada por la sabia mirada de Albertico, un entrañable personaje, amigo gay de la argentina, buscará las tumbas de los escritores cubanos Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Dulce María Loynaz (en este último caso, sin éxito), o la del campeón mundial de ajedrez Raúl Capablanca, entre otras más o menos anónimas, como la del <i>Doble Tres</i>, que alberga a una mujer que cayó fulminada -y aquí surge, de nuevo, la más que probable sospecha de la leyenda- cuando durante una partida de dominó que creía ganada, quedó “cerrada” con el tres doble en la mano. En la lápida se reproduce, obviamente, la fatídica ficha. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y el apasionante viaje nos lleva otra vez a Europa, con dos escalas en Gran Bretaña, el cementerio de Greyfriars, en Edimburgo, y el de Highgate, en Londres, ambos ya presentes en el recorrido de Peter Ross por los camposantos británicos que os presenté aquí hace siete días. De modo que hay muchos elementos comunes -no puede ser de otra manera- en los relatos de los dos libros sobre estos monumentales parajes. En las páginas de <i>Alguien camina sobre tu tumba</i> relativas al escocés Greyfriars -<i>el más embrujado de Europa</i>, como afirma su autora-, y en un entorno de belleza sobrecogedora (sepulturas <i>decoradas con calaveras y huesos, querubines terroríficos con los ojos en blanco, cabezas de seres mitológicos talladas en piedra y aplastadas por columnas, lápidas con largas y detalladas descripciones del muerto, sus circunstancias y la familia que yace junto a él, máscaras mortuorias y esqueletos por todos lados</i>), volvemos a toparnos con las creencias espiritualistas y esotéricas de Sir Arthur Conan Doyle -que, paradójicamente fue el creador de ese prodigio de la racionalidad exacerbada que es Sherlock Holmes-; con la escultura del perro Bobby, cuya leyenda de extrema fidelidad, que recogía Ross en su libro, desmiente en parte Enriquez, aludiendo a investigaciones <i>que derriban el mito</i>; con las jaulas y rejas que cierran las tumbas y las protegen de los robos; con la historia del fantasma más famoso del cementerio, el del<i> rígido hombre de ley</i> George Mackenzie, “responsable” de la principal actividad paranormal alrededor de su mausoleo: sus visitantes sentían náuseas, se desmayaban, se les aflojaban las rodillas, recibían golpes y arañazos, sufrían tirones del pelo, notaban una mano en la boca, en un brazo, en un tobillo, con efectos tan fulminantes -aparte del previsible terror en el momento- como que la parte del cuerpo tocada por la mano invisible no se bronceaba y mostraba las huellas de los dedos de ultratumba cuando la “víctima” tomaba el sol. <i>En 2012 hubo más de cuatrocientos ataques documentados y más de cien personas tuvieron que ser retiradas, desvanecidas. Incluso hubo atacados que terminaron con los dedos rotos</i>, en dato que pone los pelos de punta al más escéptico o, por el contrario, le hace reflexionar acerca de la muy acusada influenciabilidad del ser humano. El relato de la escritora argentina sobre el londinense Highgate, incide en una idéntica confluencia de experiencias y personajes con los que aparecían en el libro de Ross y a los que me referí el miércoles pasado: el mausoleo de Marx, con la enorme cabezota de la estatua del pensador (ante la que posa la autora, “disfrazada” de fan de los Manic Street Preachers, con su abrigo de leopardo, <i>el uniforme Manic</i>, en un capítulo en que se nos cuenta la trayectoria de Enriquez como fanática del grupo); la tumba de Alma Mahler, hija de Gustav; la del escritor <i>underground</i>, Douglas Adams, cuya delirante <i>Guía del autoestopista galáctico </i>yo leí en los ochenta; la del “protopunk” Malcolm McLaren, mánager de los Sex Pistols; la de Pat Kavanagh, la famosa agente literaria que dejó a su esposo, el escritor Julian Barnes, para tener un romance con la escritora Jeanette Winterson y volver poco después con él; la de Allan Sillitoe, autor de <i>La soledad del corredor de fondo</i>, en la que se basó la película, ya clásica, de Tony Richardson, que a mí me emocionó en mi primera juventud; las ya mencionadas sepulturas de Christina Rossetti y Elizabeth Siddal; la de George Wombwell, el coleccionista de animales salvajes más importante del siglo XIX. Además, reaparecen las historias de los rituales de magia negra y apariciones vampíricas en los sesenta; la inmensa variedad de símbolos mortuorios (<i>Abundan los alfa y omega (símbolo de principio y fin), las anclas para quienes estaban conectados con el mar, los ángeles de la compañía y la resurrección, las Biblias abiertas para marcar los lugares donde yace gente muy devota, los pájaros mensajeros de Dios, las columnas rotas para indicar una vida que terminó muy temprano, la cruz celta, las uvas que representan la sangre de Cristo, las manos estrechadas como conexión entre los vivos y los muertos, la serpiente de la eternidad que se muerde la cola, los relojes de arena, los corderos que son símbolo de inocencia y están sobre tumbas de chicos, los pelícanos que representan sacrificio. Las flores también tienen sus motivos: los lirios son la castidad y la inocencia y eran grandes favoritas de los victorianos; la hiedra es símbolo de inmortalidad; la pasiflora se usa para los religiosos y las amapolas para simbolizar el sueño eterno</i>); y las singularidades de la Avenida Egipcia del cementerio, en cuya entrada fue entrevistado para un reportaje periodístico, Bernard Butler, guitarrista de Suede, otro grupo musical del que Enriquez es devota y cuyos conciertos en Londres en abril de 2019 fueron la causa última de su visita a la capital inglesa. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En una bellísima Praga atestada de turistas, a la que la devastadora marea de visitantes ha convertido en <i>una ciudad sepultada por su propia maravilla</i>, conoceremos el Viejo cementerio judío y el de Vyšehrad. La “polución” viajera desencadena las constantes quejas y lamentos de la escritora, horrorizada por las colas, la obscena masificación, la degradación urbana, la vulgaridad de las hordas de visitantes. <i>Todo eso es agobiante y triste, desesperado, afirma. Barcelona, Venecia, Nueva Orleans: el espíritu está ahí, pero acechado y aplastado y para colmo estoy segura de que la mitad de quienes hacemos lo mismo que criticamos somos capaces de sentir a esa ciudad que no se rinde, que cuenta su historia y está orgullosa pero querría ser vista, conocida y amada de otra manera</i>. Pese a ello, nos hablará de la historia del Golem, de las tumbas de Dvořák, el compositor, de Karel Čapek, el primero en usar el término «robot, en una obra de teatro de 1920, de Alfons Mucha, <i>mi ilustrador favorito</i>, todos ellos enterrados en Vyšehrad. Del cementerio judío resalta la ausencia de flores, prohibidas en los rituales de esa religión, que exige depositar piedras sobre las tumbas, en un gesto de alto valor simbólico. Las piedras nos llevan a los cementerios israelitas de Basavilbaso y Villa Domínguez, en Entre Ríos, de nuevo en la Argentina, en cuyo recorrido la autora nos ilustra acerca del significado de ese simbolismo: las piedras no se pudren, no vuelan, mantienen al difunto anclado a la tierra, son una marca permanente de su presencia. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En París, Enriquez busca su cementerio favorito, que ya no existe, el de los Inocentes, que hace doscientos años ocupaba una inmensa superficie en el barrio de Les Halles. Su personal descubrimiento del lugar en la novela <i>El perfume</i>, de Patrick Süskind y su reaparición en <i>El vampiro Lestat</i>, la segunda parte de las <i>Crónicas vampíricas</i>, de Anne Rice, despertaron su interés por la <i>fabulosa podredumbre</i> de ese conglomerado de <i>fosas comunes pestilentes, galerías de huesos a la vista: la muerte reinante, obscena, al aire</i>. Ante la imposibilidad de recuperar un camposanto ya destruido se “contentará” con visitar las catacumbas de la ciudad, en una experiencia algo angustiosa -hay que bajar los ciento treinta escalones de una escalera de caracol para acceder a unos espacios situados veinte metros por debajo de la superficie de París, en un trayecto en el que no cabe vuelta atrás, y avanzar, con un frío atroz, por oscuros pasillos repletos de huesos y calaveras- que finalizará con un incuestionable éxito personal: la algo culpable sustracción de un hueso (al que llamará François, por Rabelais, enterrado en Los Inocentes), previa meticulosa selección -<i>uno fino y firme, de unos veinte centímetros, en perfecto estado</i>-, elegido entre la apelotonada acumulación del osario. El relato del robo, de la ocultación del hueso bajo la manga del gamulán (no he señalado hasta ahora un detalle por lo demás obvio: <i>Alguien camina sobre tu tumba </i>está escrito en argentino), el chaquetón que, ya en el exterior, se empapará con la intensa lluvia poniendo a su dueña en riesgo de ser descubierta en su infracción, y de la huida posterior, con el brazo doblado para evitar que el hueso resbale, resulta hilarante. En la ciudad de la luz evitará el Père Lachaise, quizá el cementerio más célebre del mundo, pero no eludirá la visita a Montparnasse, <i>un cementerio de famosos</i>, que también había tenido su espacio en <i>Una tumba con vistas</i>. La autora comentará las sepulturas de Serge Gainsbourg, Julio Cortázar, inevitable para una argentina, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Jean Seberg y quien fue su amante, Carlos Fuentes. Ante la falta de tiempo e incómoda por el persistente chaparrón decide dejar para otro viaje las sepulturas de Samuel Beckett, Tristan Tzara, el fotógrafo Brassaï, el dibujante Moebius y Man Ray, pero sí habrá ocasión de detenerse en las de César Vallejo (<i>Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo</i>), Guy de Maupassant o François Bertrand, <i>el vampiro de Montparnasse</i>, que estaba lejos del vampirismo y muy cerca en cambio de la necrofilia, tenía sexo con cadáveres, atrapado por su voracidad. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La otra necrópolis española visitada, aparte de las tres donostiarras ya referidas es la de Poblenou, en Barcelona. En ella, las apreciaciones sobre el lugar se centran en <i>una de las esculturas más hermosas que existen, El beso de la muerte</i>, cuya autoría hoy se desconoce y discute. De mármol, de un tamaño imponente, sin mención alguna al difunto (parece que se trata del hijo, muy joven, de la familia de un empresario textil), con unos reveladores versos de Jacinto Verdaguer en el epitafio (<i>Mas su joven corazón no puede más; / en sus venas la sangre se detiene y se hiela / y el ánimo perdido con la fe se abraza / sintiéndose caer al beso de la muerte</i>), la impresionante imagen de la Muerte, alada, esquelética, con la calavera al aire, sin que ni guadaña ni capucha algunas -habituales aditamentos de la clásica representación fúnebre- impidan apreciar el núcleo central de la escena, el beso a un joven que, semidesnudo, languidece en sus brazos, <i>es tan hermosa como tétrica</i>. Enriquez comenta la relación, obvia por lo demás, de la figura con las Danzas Macabras y el “tópico” medieval de <i>la Muerte y la Doncella</i>, con su ejemplo más destacado en el famoso cuadro de Hans Baldung, de 1517. El capítulo, que transcurre en una Barcelona destino privilegiado de la emigración argentina (<i>la ciudad paraíso</i> [a la que] <i>los jóvenes de la clase media empobrecida argentina viajaban a instalarse cada año</i>), nos habla también de la historia del cementerio y de alguno de sus pobladores: Francesc Canals i Ambrós, llamado <i>el Santet</i> por su frecuentes milagros; Antonio Román Heredia, El Pote, gitano “alojado” en un impactante panteón; o las familias de Dalí y Picasso, no los artistas, enterrados uno en Figueras y el otro en el francés castillo de Vauvenargues. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los tres cementerios finales del libro son argentinos. El de Azul, en la provincia de Buenos Aires presenta como elemento más destacado una inmensa escultura -más de veinte metros de altura- de un Ángel, de presencia maldita (<i>en Azul la llaman El Ángel Exterminador o El Ángel Vengador</i>), obra de Francisco Salamone, arquitecto italoargentino. La autora comenta la talla desmesurada de la grandiosa construcción -y del resto de monumentos-, apunta informaciones acerca del supuesto carácter fascista de la arquitectura y de su creador, y da cuenta con humor de cómo el alto coste del proyecto hace que entre los frecuentadores habituales del cementerio se interpreten las enormes letras RIP que figuran en las placas gigantescas que acompañan al <i>brutal ángel de hormigón</i> no como siglas de <i>requiescat in pace</i>, sino como acrónimo de <i>resulta imposible pagarlo</i>. El capítulo dedicado a La Reja, el modesto cementerio de Moreno, también en la provincia de Buenos Aires, es conmovedor. En él se narra el enterramiento, en 2011, de la madre de una amiga de la escritora, secuestrada y desaparecida, junto a otras dos personas, desde el 28 de octubre de 1976. Treinta y cinco años después, el Equipo Argentino de Antropología Forense logra identificar los restos de quienes fueron, con tantos otros miles, víctimas de la dictadura militar. El relato de Enriquez privilegia el recuerdo de los desaparecidos y asesinados, la sobriedad de la ceremonia, las canciones y los versos, los claveles rojos, la decoración, plagada de símbolos, del sencillo ataúd, la emoción de los asistentes, las reflexiones de corte político, a la mera descripción del cementerio, del que solo se apunta la presencia de una especie de altar anónimo en el que, además de las consabidas botellas de plástico con flores artificiales, se acumulan las fotografías de personas diversas, sin nada en común, “salvadas” cuando algunas tumbas tuvieron que ser “desalojadas” para dejar espacio a nuevos enterramientos. El broche final al largo viaje funéreo de la autora lo pone, cómo no, el grandioso cementerio de la Recoleta, en Buenos Aires. Subraya la escritora algunos rasgos distintivos del muy singular espacio: la ausencia de árboles, porque las sepulturas son como palacios entre calles muy estrechas; el que las tumbas estén a la vista, pues las acomodadas familias propietarias gustaban de las ostentación y de competir sobre el precio y la calidad de los ataúdes; el ámbito urbano en que se sitúa, en medio del centro comercial de la capital platense; la fastuosidad de las bóvedas y cúpulas, de criptas, mausoleos y panteones, cualidad esta, la opulencia, que contradice el verso borgiano: <i>Aquí es la recatada muerte porteña</i>, lo que da pie a la autora a lanzar una sutil pero contundente andanada a su eximio compatriota: <i>de todas las veces en las que erró o exageró una apreciación, esta quizá es de las más insólitas. La Recoleta es cualquier cosa menos un cementerio recatado</i>. El eje central del capítulo gira sobre la accidentada historia de la tumba de Evita, hecha de embalsamamientos, robos, exhumaciones, traslados, entierros clandestinos, disputas políticas, viajes intercontinentales y vicisitudes varias. El lugar, lleno de bóvedas masónicas, con sus símbolos egipcios, las escuadras y los compases, acoge también el sepulcro de Mendoza Paz, fundador de la Sociedad Protectora de Animales. La austeridad de su tumba, <i>una aguda pirámide sin cruces ni ningún símbolo cristiano</i>, y la lucidez descreída del lema que preside su placa: <i>Aquí no hay nada. Solo polvo y huesos. Nada</i>, llevan a Mariana Enriquez a confesar, como colofón a su obra, que cuando muera quiere que arrojen sus cenizas en ella. Tras una búsqueda apresurada, la lápida no aparecerá, lo que introduce un escéptico elemento de misterio y enigma, muy acorde con el tono del libro entero. Un libro que se cierra, ya se ha dicho, con la lista de <i>los cementerios que quiero ver antes de morir</i>, diez camposantos (el Osario de Sedlec, en la República Checa; Sagada, en la filipina Isla de Luzón; Los Siete Magníficos londinenses; el General de La Paz; las Tumbas de Chaukhandi, en Pakistán; la de Inés de Castro, en Alcobaça; el peruano cementerio de San Pedro, en Ninacaca; la Beinhaus de Hallstatt, en Austria; el cementerio de Nokhur, en Turkmenistán y la Necrópolis de El Cairo) de cada uno de lo cuales se presenta un breve comentario. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg8ketPA3mEgOMpvUYo6yA2FulcyvK_qTuRFKfeQq7knMTrk951zy34k8yfNkTgb0EVg6KShx5-J-b7l6RE_yAEuqChaA_aVabuV8RrAghEezlKbrJF8Vvcxr9-jmSmy6qLfRtGpwmZiRs6WGJtqgh-PX9xM2fJj74m56Z97os9972sF4NU3kTZczCiFBvU/s600/Joy%20Divisi%C3%B3n.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="600" data-original-width="600" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg8ketPA3mEgOMpvUYo6yA2FulcyvK_qTuRFKfeQq7knMTrk951zy34k8yfNkTgb0EVg6KShx5-J-b7l6RE_yAEuqChaA_aVabuV8RrAghEezlKbrJF8Vvcxr9-jmSmy6qLfRtGpwmZiRs6WGJtqgh-PX9xM2fJj74m56Z97os9972sF4NU3kTZczCiFBvU/s320/Joy%20Divisi%C3%B3n.jpg" width="320" /></a></div>Despido ya esta extensísima reseña, con la que espero, al menos, haber despertado vuestro interés por el libro y avivado la para muchos quizá desconocida pasión necroturística, con uno de los más breves capítulos de <i>Alguien camina sobre tu tumba</i>, de título <i>El barón en la torre</i>, que nos lleva al Cementerio de Spring Grove en Cincinnati, con una historia que ya comenté con anterioridad. Y entre las muchas referencias musicales del libro no escojo como complemento a mis palabras, como sería previsible, ninguna canción de Manic Street Preachers o Suede, sino <i>Love will tears us apart</i>, de Joy División. Como también he señalado, la carátula del disco, de 1980, es una fotografía de una tumba sombría, inquietante y bellísima de Staglieno, en donde Mariana Enriquez se enamoró <i>para siempre de los paseos por la muerte</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>No sé si existe un cementerio más bello que Spring Grove, en Cincinnati. Los cuidadores dicen, con orgullo, que tiene uno de los diseños paisajísticos más celebrados del país y seguramente no exageran. Spring Grove tiene quince lagos, tres kilómetros de árboles, el pasto tan alto que uno a veces se hunde y cae y se ríe entre el verde fresco, lomas que hay que trepar, cerezos blancos en flor, flores que se desprenden en el viento y todo el verde parece nevado bajo el cielo azul del otoño de Ohio. Hay doce mil especies de árboles acá, entre las sencillas tumbas estadounidenses, y todo el año se organizan visitas y paseos, desde las típicas caminatas nocturnas con linternas hasta conciertos al aire libre o voluntariados para desenterrar los veintiún mil bulbos de tulipanes que se plantan cada año. El rosedal del cementerio es para llorar. Cada uno de sus árboles campeones –por ejemplo, un roble blanco, el más viejo del cementerio– da ganas de abrazarlo como un ecologista en su pico de idiotez. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Pasé una tarde entera en Spring Grove con mi pareja y Brian, un amigo mío, escritor, estadounidense, que vive en una granja en un pueblo bradburyano en la frontera de Ohio, Indiana y Kentucky. Hicimos un pícnic y fuimos a buscar algunas tumbas: la de la familia Wurlitzer, inventores del jukebox, o la de Hooker, un general que, de puro putañero, les dio el apodo a las mujeres que se prostituyen en Estados Unidos. Mi amigo Brian va a visitar la tumba de la familia Benedict, donde está enterrada la mujer que inspiró y protagoniza su primera novela, Summer People. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Pero, sobre todo, fuimos a buscar la tumba del dueño de Scarlet Oaks, una mansión apabullante en el exclusivo barrio Clifton de Cincinnati. Ahora es una residencia geriátrica, aunque parte de la vieja casa se conserva intacta. Antes de entrar en Spring Grove, pasamos por la residencia y pedimos una visita guiada. La hicimos con un enfermero absolutamente gustoso de abandonar a los viejos y pasear con gente de su edad por las antiguas salas. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Construida en 1867, Scarlet Oaks es una mansión gótica hecha especialmente para George K. Shoenberger, un magnate del acero que fue, a fines del siglo XIX, uno de «los siete barones de Clifton» (así se conocía a los empresarios más ricos de Ohio). Sus gustos eran muy extraños. Las salas góticas de Scarlet Oaks, con influencias victorianas, están pobladas de pinturas de murciélagos sobre las maderas, de dioses cornudos, de lechuzas talladas. Incluso las blancas salas de baile, con sus pisos alfombrados y sus mármoles, tienen algo oscuro. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Antes de ser una residencia de ancianos, nos dice el guía, Scarlet Oaks fue una clínica psiquiátrica. ¿Y hay historias?, preguntamos. Hace un gesto mostrando su entorno, las oscuras escaleras, las gárgolas –de adentro y de afuera–, los ancianos que a veces pasan en sus sillas de ruedas, los vitrales, las sillas oscuras de madera con forma de dragón. Claro que hay historias, dice. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La que le interesa a mi amigo Brian, sin embargo, no se puede comprobar, pero tampoco es una historia de fantasmas. Dice la leyenda, medio cuenta y medio pregunta, que una de las esposas de George murió joven, que la enterraron en Spring Grove y en una tumba que se podía ver desde la ventana de la torre de su mansión, de este castillo. El enfermero no lo sabe. Nos lleva hasta un pasillo donde podemos ver las fotos de la familia, aunque la cronología es un poco desordenada y dudamos de la identidad de la muerta, pero no de la veracidad de la historia: Brian dice que es así, que es cierta. Intuyo que alguna vez quiso escribir sobre eso. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>En Spring Grove encontramos la tumba Shoenberger rápidamente. Es de mármol rosado, un templete muy rígido, sin símbolos cristianos. Hay registro de una Sarah Hamilton que podría ser la mujer añorada. Desde la tumba, pese a que está en una elevación del terreno, no se ve la torre de Scarlet Oaks. A la torre no pudimos subir porque está clausurada al público. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Spring Grove cierra a las 18. Buscamos el auto y salimos rápido porque es el atardecer –dorado sobre las hojas rojas y blancas, sobre el agua quieta de los lagos–. Deseamos que la historia sea cierta; ojalá el millonario rico se haya pasado tardes de este otoño de Ohio mirando aquella tumba solitaria.</i></div><div style="text-align: justify;">
<iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/zuuObGsB0No?si=ropQQtzmeuJhSD7B" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/oUJgdiIF_UE" width="520" youtube-src-id="oUJgdiIF_UE"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Mariana Enriquez. Alguien camina sobre tu tumba</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/mariana-enriquez.-alguien-camina-sobre-tu-tumba" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-34043233412498849692023-11-01T20:12:00.000+01:002023-11-01T20:12:22.532+01:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">PETER ROSS. <i>UNA TUMBA CON VISTAS</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Hoy es primero de noviembre y aunque es una jornada festiva en la Universidad de Salamanca, <i>Todos los libros un libro</i>, el espacio de recomendaciones de lectura que lleva saliendo al aire desde hace trece años en la emisora universitaria, no quiere faltar a su cita en una fecha, víspera del Día de Difuntos, que este curso queremos conmemorar con hasta tres emisiones centradas en el universo, en apariencia tenebroso pero en el fondo sugerente, perturbador y sin embargo interesante, de los cementerios. Unos camposantos que estos días, en muy distintas partes del mundo, serán visitados por millones de personas, de culturas, razas, credos, orígenes, clases sociales e ideologías diferentes, en una tradición, religiosa o laica, devota o profana, compungida o alegre, llena de significado, en cualquier caso, para quien se acerca a las tumbas de sus antepasados con la intención de, ante ellas, y según las costumbres de cada país, recordar, celebrar, orar, dejar ofrendas, flores y alimentos, pronunciar discursos, comer, cantar y bailar, en homenaje a quienes ya han dejado esta vida y nos han precedido, por tanto, en ese inexorable viaje final. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">He de decir que a mí me han interesado desde hace mucho tiempo los cementerios y siempre reconozco en ellos unos espacios apacibles, muy favorables para el paseo sosegado, para la reflexión demorada, para el pensamiento y la meditación, para la melancólica remembranza, para la evocación filosófica, para avivar en nosotros la memoria de quienes formaron parte de nuestras existencias en el pasado, para una acogedora e introspectiva soledad, para la alegre (sí, alegre) constatación -pese al inequívoco memento mori que encierran- de que estamos vivos y el sol calienta nuestros cuerpos y la sangre fluye en nuestras venas y casi todo está -todavía- por hacer. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Además, y en algunos casos muy destacados, es la dimensión estética, arquitectónica, artística de los cementerios, la que nos lleva a visitarlos en nuestros viajes, en procura de su singular belleza. Me vienen a la memoria, así, a vuelapluma, entre los que he podido “disfrutar” directamente, el interminable Père Lachaise parisino, una ciudad dentro de otra, repleto de tumbas de personajes conocidos, Chopin, Modigliani, Oscar Wilde, Édith Piaf, Jim Morrison, Balzac, María Callas, Largo Caballero, Georges Perec; el de los Ingleses, en Roma; el majestuoso de la Recoleta, en Buenos Aires; los judíos de Praga y Varsovia, muy tristes; el de Montparnasse, también en París, con la muy frecuentada tumba de Cortázar (y las de Baudelaire y Proust, las de Sartre y Simone de Beauvoir, las de Samuel Beckett y Marguerite Duras, la de Jacques Chirac); la tumba de Neruda, frente al mar, en su casa de Isla Negra; el cementerio dos Prazeres, en Lisboa; el de Highgate londinense, repleto también de grandes nombres; los cementerios colgantes de los dogón, en Malí; las piras funerarias junto al Ganges, en sí mismo un cementerio fluvial; el pequeño cementerio de Chawton, el pueblito en que vivió Jane Austen, tan verde, tan silencioso, con las tumbas desperdigadas, entre ellas las de la madre y la hermana de la escritora; los cementerios de Bali y las peculiares ceremonias de cremación, presentes por doquier; el cementerio de Copacabana, en el lado boliviano del lago Titicaca; los impresionantes enterramientos del cementerio de Koyasan, en Japón, un inmenso bosque repleto de miles de tumbas cubiertas de musgo. En nuestro país, el cementerio inglés de Málaga; el de Luarca, en Asturias; los muchos gallegos, bellísimos casi en cada pueblo; el destartalado pero entrañable cementerio de San Martín del Castañar, por citar uno salmantino. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Por todo ello, esta tarde abrimos una serie, que se prolongará durante tres miércoles consecutivos, dedicada a algunos libros centrados en el singular ámbito de las necrópolis. En el caso de hoy, iniciaremos el ciclo con un libro magnífico cuya lectura os recomiendo muy vivamente (permitidme el chiste, no tan inapropiado como parece). Se trata de <i>Una tumba con vistas</i>, de subtítulo explícito, <i>Historias y glorias de cementerios</i>. Escrito por Peter Ross, periodista británico, la obra se presentó en nuestro país hace unos meses, en junio de este mismo año, en el sello Capitán Swing, con traducción de Isabel Hurtado de Mendoza Azaola. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ross, nacido en Glasgow, trabaja desde 1997 como periodista <i>freelance </i>en Escocia, nos dice la reseña biográfica que aporta su editorial. Ha colaborado en diversos medios nacionales e internacionales, periódicos, revistas, programas de radio… Cuenta en su haber con numerosos galardones otorgados por la prensa escocesa, y el libro del que hoy quiero hablaros ganó el premio de no ficción en los Premios Nacionales del Libro de Escocia, siendo también Libro del Año 2021 para el <i>Financial Times</i> y otras publicaciones. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgQN28FTcmI-A38tnxzFK_jrk1DWfnRroyY7AUw6nH8XjdiKZVqJvQMCpmNYuPhKGFEwjQbBHvJDYgof88ml13nS_MG-WeYA8yfz4esZbv1OX1Xji_7bauvg3k0dPQWJmylzEr9Z2iyrTuNb8AEobjUdWNJT7hr0H6-5Dj3WT9a-UBKn-8ELQdDIfwC_2kz/s1500/Peter-Ross-Una-tumba-con-vistas.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1500" data-original-width="961" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgQN28FTcmI-A38tnxzFK_jrk1DWfnRroyY7AUw6nH8XjdiKZVqJvQMCpmNYuPhKGFEwjQbBHvJDYgof88ml13nS_MG-WeYA8yfz4esZbv1OX1Xji_7bauvg3k0dPQWJmylzEr9Z2iyrTuNb8AEobjUdWNJT7hr0H6-5Dj3WT9a-UBKn-8ELQdDIfwC_2kz/s320/Peter-Ross-Una-tumba-con-vistas.jpg" /></a></div>El interés por los cementerios le viene desde muy niño, como confiesa en las primeras líneas de <i>Una tumba con vistas</i>: Y<i>o me crie en cementerios. Los muertos eran mis niñeras, mis tranquilos compañeros</i>. Entre las anécdotas que se recogen en ese capítulo inicial (hay una nota previa, a modo de introducción, que comentaré luego), y a propósito del cementerio de la ciudad vieja de Stirling, cercano a la casa de sus abuelos, relata Ross cómo siendo un niño pequeño <i>pasaba allí veranos enteros, intentando atrapar renacuajos —esas comas vivas— en el pequeño estanque llamado Pithy Mary, o sentado con una bolsa de caramelos de un penique en la Roca de las Damas, un promontorio empinado en el centro del cementerio, donde podía saborear las chuches mientras contemplaba la panorámica de las tumbas</i>. Desde muy tierna edad simultaneó los rituales de una infancia de <i>niño tímido, receloso, cauteloso y encerrado en mí mismo</i> con la apertura a dos mundos fascinantes, los libros y las tumbas. Encandilado por <i>La isla del tesoro</i>, <i>El perro de los Baskerville</i> y por las aventuras de otras épocas, y familiarizado con los normalmente siniestros espacios de la muerte (<i>Nunca me dio miedo estar rodeado de muertos</i>), el chico veía en los cementerios la continuación de la literatura por otros medios. <i>Las lápidas, en esa compañía, no eran más que otros cuentos, y las tumbas, dispuestas en filas, (…) estanterías llenas de historias</i>. Sus días infantiles no parecen haber sido, pues, convencionales: <i>Yo solía deambular entre las lápidas, leyendo las inscripciones, mirando boquiabierto las tallas del siglo XVIII o introduciendo un dedo vacilante en la cuenca de una calavera de piedra o en los agujeros que habían dejado las balas de mosquete en los muros de la iglesia medieval</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Con estos antecedentes, no puede sorprender que su fervor funeral -vamos a llamarlo así- fraguara en este formidable texto cuya lectura me ha absorbido en un rapto de entusiasmo durante varias muy estimulantes jornadas. <i>Una tumba con vistas</i> es un erudito, melancólico, inteligente, en ocasiones emotivo y siempre interesante recorrido, punteado por un notable sentido del humor, por cementerios de Escocia, Irlanda e Inglaterra, con alguna “desviación” al territorio continental, en el que se da cuenta de esas muchas historias que encierran los enterramientos y la infinidad de personajes que pueblan estas singulares urbes, unas y otros, narraciones e individuos, objeto del estudio y la investigación del autor a lo largo de una vida entera dominada por su pasión (Ross confiesa su condición de “<i>tafófilo</i>”, de <i>amante de las tumbas</i>). En la mencionada nota preliminar, escrita tras acabar la redacción de su obra y muy reveladora de la voluntad, la intención y el enfoque que guían su libro, señala que puso fin a la escritura de la obra que ahora os comento el 1 de marzo de 2020. <i>Once días después</i>, añade, <i>todo cambió</i>, enlazando su texto sobre la muerte con los miles -millones en todo el mundo- de fallecimientos que la epidemia del coronavirus dejaría en su país. A la <i>muerte con tinta</i> de su texto se le superponía la terrible Muerte <i>que lleva su libro de cuentas con sangre</i>. Las medidas sanitarias de emergencia, el confinamiento, las distancias de seguridad llevaron a cerrar sus puertas a la mayor parte de los cementerios británicos, pero no al de Cathcat, cercano a su domicilio e inspirador del libro, un lugar prácticamente abandonado, frecuentado <i>por drogadictos y borrachuzos, por gamberros con aerosoles de pintura y martillos</i>, y que se convirtió así, paradójicamente, en un espacio de vida en el que, con prudencia, caminantes, ciclistas, corredores, paseantes de perros, se saludaban solidarios, sintiendo la tibia caricia del sol y respirando el aire libre en una frágil pero tenaz resistencia contra la plaga. En sus paseos entre las tumbas asistió a un entierro islámico, veinte personas contraviniendo la exigencia legal de asistencia limitada; discutió con unos energúmenos que bebían cerveza y jugaban al golf por entre las lápidas; escuchó el «Auld lang syne», la oda escocesa a las despedidas, y a un músico que tocaba la gaita en un claro, que aprovechaba las restricciones para ensayar en el exterior. La balada, sonando en esas circunstancias, le pareció una adecuada metáfora de los camposantos, la conjunción de los “viejos tiempos” de la canción, los recuerdos, los difuntos, la muerte, y el “cuando todo esto acabe”, recurrente en esos días, con su promesa de un futuro renacido y vital. Y eso, pensó, son los cementerios, lugares de encuentro entre el pasado y el futuro. <i>Una de las ideas centrales</i> <i>de Una tumba con vistas</i>, escribirá, <i>es que los muertos y los vivos somos parientes cercanos. Pensamos en ellos, los visitamos, a veces conversamos y, algún día, nos reuniremos con ellos</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Esta idea guía el libro, en el que, más allá de las muchas historias, anécdotas, curiosidades, relatos, mitos, leyendas y misterios que se suceden en sus trescientas cincuenta sugestivas páginas, afloran de continuo reflexiones sobre la función -más allá de la evidente- de los cementerios y otras cuestiones metafísicas, religiosas o sociales adyacentes, como la importancia de la cultura y los ritos fúnebres (<i>En algún lugar, hace miles de años, alguien decidió enterrar a sus muertos y, al hacerlo, provocó toda una serie de cambios en los humanos (…) Nuestras ideas sobre la historia y el arte, nuestro sentimiento de pertenencia, incluso el desarrollo de emociones como el dolor, habían surgido de nuestra manera de tratar a los muertos</i>); la necesidad que tiene el ser humano de honrar a sus muertos; nuestra relación con la muerte; el valor de la memoria y los recuerdos; la evolución de las costumbres funerarias (<i>En su obra maestra de 1853, La casa lúgubre, Charles Dickens nos deja percibir, casi con el olfato, cómo eran los enterramientos de Londres a mediados del siglo XIX</i>); los cambios a lo largo de la historia en la regulación de los enterramientos; las distintas ceremonias con las que se llevan a cabo las inhumaciones; las peculiaridades de los sepelios en cada religión, con un sugestivo excurso en torno a las exequias musulmanas; el interés arqueológico por la exploración de los pocos osarios y criptas fúnebres, repletos de huesos, momias y calaveras, que aún “sobreviven”, superados por la actual secularización de la muerte; las diferentes concepciones arquitectónicas en el levantamiento de estos lugares; los heterogéneos estilos de sus edificaciones; el variado simbolismo de las lápidas y de los motivos ornamentales que las decoran; la presencia -o no- entre las sepulturas de brujas, fantasmas y seres de ultratumba; la progresiva carestía de las parcelas y, en consecuencia, las dificultades de espacio (<i>Un análisis de mil trescientos cementerios de todo el Reino Unido realizado por el periódico The Telegraph ha revelado que dos de cada cinco se quedarán sin espacio en menos de diez años</i>) y los problemas urbanísticos que generan los cementerios en las populosas urbes de hoy en día (<i>la historia de reurbanización de Edimburgo, en ocasiones tan cuestionable, es tal que una de las figuras históricas más importantes de Escocia yace ahora bajo la plaza de estacionamiento 23 del tribunal de justicia</i>); los aspectos organizativos, burocráticos y de intendencia que suponen, entre ellos los relativos a su a menudo invasiva flora y su singular fauna, y también los que afectan al personal encargado de su cuidado (jardineros, enterradores, albañiles, guías, gerentes, etc.); los aprietos económicos derivados de su cada vez más caro sostenimiento y complicada viabilidad; las medidas para hacer frente a gamberros, saqueadores y coleccionistas (en el pasado, también a ladrones de cadáveres); las muy numerosas -y muy <i>british</i>- asociaciones, entidades, instituciones y sociedades creadas -algunas hace siglos- para la conservación, el mantenimiento y la protección de los cementerios (la <i>Sociedad para la Abolición de los Enterramientos en las Ciudades</i>, los <i>Amigos de Crossbones</i>, el <i>Natural Death Centre</i>, la <i>Comisión de Sepulturas de Guerra de la Commonwealth</i>, entre otras); las empresas de pompas fúnebres, incluidas las muy modernas y ecologistas, que propugnan los enterramientos naturales; la progresiva preterición de los entierros frente a las incineraciones (<i>Tres cuartas partes de los habitantes del Reino Unido son incinerados</i>); el auge del turismo de cementerios (<i>Hay visitas guiadas por algunos de los cementerios más famosos del país, como el de Highgate en Londres, la necrópolis de Glasgow o el de Arnos Vale en Bristol</i>); el difícil equilibrio entre lo público y lo privado, con la deriva desde su natural cometido de espacio para el recuerdo y el recogimiento, a su actual conversión, cada vez más frecuente, en lugar de ocio y entretenimiento, también de educación y cultura; la dimensión política -especialmente notoria en el caso de Irlanda- de las tumbas, lugares de encuentro y enfrentamiento sectario entre facciones ideológicas rivales; su carácter profundamente democrático, pues la muerte a todos iguala (<i>Pasar una mañana recorriendo el cementerio con Hartley era conocer, aunque fuera superficialmente, a constructores navales, magnates del tabaco, futbolistas, periodistas, traficantes de armas y víctimas de conflictos armados</i>), y, a la vez, la constatación de las profundas diferencias sociales manifestadas en el contraste entre la sencillez de las modestas sepulturas anónimas y lo ostentoso de algunos mausoleos o panteones; el reflejo en los cementerios de las históricas discriminaciones por razón de sexo, feliz y progresivamente paliadas en los últimos lustros; las singularidades del entierro de los difuntos “proscritos” -<i>extraños, marginales, bichos raros</i>-, los sin techo, los recién nacidos abandonados, los niños muertos sin bautizar, los suicidas, las prostitutas, los fallecidos fuera de las leyes religiosas; las tumbas de los caídos en combate en tierras lejanas y desconocidas; entre otros muy interesantes asuntos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y todo ello en un relato muy entretenido regado con profusión de cifras y datos; entrecruzado por constantes interpolaciones literarias y musicales; trenzado con las palabras de una amplia variedad de frecuentadores de los cementerios con los que Ross charla: paseantes ocasionales, visitantes habituales, extravagantes necrófilos, familiares y admiradores de los enterrados, trabajadores y personal de los camposantos, fotógrafos, expertos, especialistas e investigadores en las distintas vertientes del universo funéreo; salteado con menciones a tumbas de personajes variopintos, tanto los de reconocida trayectoria histórica y las celebridades contemporáneas como, sobre todo, los apenas identificados por algunos pocos eruditos, los casi anónimos, los recordados solo por amigos y familiares. Un libro entrañable, impregnado de un espíritu optimista y positivo, alegre y esperanzado pese a lo oscuro, tétrico y funesto, en apariencia, del objeto del ensayo (<i>este libro, como un buen funeral, será una celebración, no un lamento</i>), aunque -no se trata de una objeción, muy al contrario- el texto sí aparece envuelto en un respetuoso aroma de melancolía y sensibilidad que aflora en las muchas apreciaciones de índole filosófica sobre los espacios que el autor visita y a los que luego me referiré. Son, muchas veces, los propios interlocutores de Ross en sus paseos por los distintos cementerios -y él mismo, claro está- los que dejan caer, de continuo, pensamientos, consideraciones, advertencias, disquisiciones, divagaciones y sentencias sobre el recuerdo y el olvido, sobre el dolor y la pérdida, sobre el duelo, las lágrimas y el luto, sobre la añoranza del pasado y la necesaria urgencia del ahora, sobre la fugacidad de la vida y la pervivencia de la memoria, sobre la entrega y el amor (<i>Siempre había sabido que mi libro sobre la muerte era un libro sobre la vida, pero ella me hizo ver que, en realidad, es un libro sobre el amor</i>). De este modo, el libro pone ante nuestros ojos los numerosos motivos por los que los cementerios son algo vivo que “toca” facetas esenciales de la vida humana, la sentimental, la afectiva, la trascendental. Dejo aquí algunos de estos juicios, en ocasiones casi aforísticos, con los que espero transmitir el “espíritu”, la atmósfera que se respira en el libro: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Los cementerios tienen que ver con lo eterno (…) Se trata de dar otra voz a personas que han sido olvidadas. Su recuerdo está volviendo. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Es importante que </i>[las tumbas] <i>tengan nombre. Es parte del acto de recordar. Sin una lápida, sin un nombre, se los olvida. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Así es la engañosa proximidad de una tumba: estar donde yace alguien nos acerca mucho a esa persona. Tan cerca y, a la vez, tan lejos. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Soy jardinero, y poder crear un espacio donde los visitantes puedan estar, ser ellos mismos y tener un momento de duelo, paz y recuerdo es realmente importante. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Esas personas no querían ser olvidadas. Querían que se las recordara, que se les dedicaran oraciones. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Los cementerios son como bibliotecas de los muertos, índices de vidas desaparecidas tiempo atrás. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Esta es una de las maravillas de los cementerios: los encuentros que se pueden tener con los vivos. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Eso es lo que pueden enseñarnos los cementerios: a tratar a los vivos con la amabilidad y el respeto que prodigamos a los muertos. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Jim Tipton, fundador del sitio web </i>Find A Grave<i>, denomina los cementerios «parques para introvertidos», lo cual parece muy acertado. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>“La vida es como esa vela: si tienes suerte, te consumirás hasta el final. —Se lamió el pulgar y el índice y aplastó la mecha—. La vida se puede apagar de un soplo, pero mañana volveré a encender la llama”. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Haberse criado en un cementerio influyó en varios aspectos importantes de su vida, como en sus ideas políticas: le sirvió para darse cuenta de que era imposible llevarse el dinero al más allá, con lo que no tenía sentido aferrarse a él y explotar a otros para conseguirlo. De manera similar, valoraba la importancia de la amabilidad: las personas sufrían, se afligían, así que había que tratarlas con dulzura. Su padre le había inculcado la bondad. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Así es la vida. Primero lloramos y, más tarde, nos lloran. Las losas proliferan lentamente por la tierra: un arrecife de coral de la memoria. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>En una tarjeta ponía: «Me faltan las palabras». Parecía acertado. Grabamos palabras en la piedra para recordar a nuestros difuntos: sus nombres y fechas, además de algún texto anodino pero adecuado. La formalidad e irrevocabilidad de la convención de las lápidas toma todo el caos del dolor y la pérdida y lo reduce a algo que pueda expresarse con un martillo y un cincel: «amada esposa de»; «siempre en la memoria de». Pero aquella tarjetita, con su reconocimiento de las limitaciones del lenguaje, parecía algo muy real. Tal vez sean esas las verdades que deberíamos grabar con líneas rectas y tipografías elegantes: «Me faltan las palabras». «No sé cómo voy a superarlo». «Nunca volveré a ser el mismo». </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Pasear por un cementerio es a la vez un privilegio y una lección de humildad. Ahora estamos aquí y podemos leer los monumentos fúnebres y seguir caminando, pero un día pueden ser nuestros nombres los que cubra el musgo que crece entre las letras. ¿Creerá alguien que nuestros relatos merecen ser contados? ¿Se sentará alguien, descendiente o extraño, en nuestras tumbas al sol y pensará con cariño o curiosidad en quiénes fuimos?</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">De todas estas consideraciones recurrentes en el ensayo del británico, son estas últimas, las que presentan los cementerios como fuente de relatos que merecen ser contados, las que se repiten en él con mayor frecuencia y las que, en el fondo, explican su planteamiento y estructura y también su propósito último. <i>Eso era lo que tenían los cementerios: parecían —aún parecen— cofres llenos de historias</i>. Y así, Ross adelanta en su introducción que en su libro <i>sacará a la luz las historias y las glorias de los mejores cementerios, desde las grandiosas necrópolis de las ciudades hasta los acogedores camposantos de las iglesias rurales. A mí me encantan todos. Los adoro hasta los huesos. Y me gustaría conseguir que a ti también te gusten</i>, dejando clara la voluntad que mueve al libro (y que, en cierta medida, lo define). Examinado desde esta perspectiva, <i>Una tumba con vistas</i> es, sobre todo, una deslumbrante recopilación de historias. <i>Y es que las tumbas son tan tentadoras</i>... Los datos básicos que se recogen en las lápidas (<i>cada estela</i> [es] <i>una historia lista para ser contada</i>), un nombre, unas fechas, quizá una breve frase, unas pocas palabras, <i>son la entrada a un agujero espaciotemporal para cualquier persona dotada de una mente curiosa y un teléfono bien cargado. Se empieza por Google y quién sabe dónde se acaba</i>. Y eso hace el autor, visitar cementerios, observarlos en todas sus facetas y desde todos los ángulos posibles con interés y espíritu curioso, reflexionar, estudiar, investigar y profundizar en los muchos detalles relevantes que se han advertido en ellos, y, por fin, trasladar al lector, en un texto ameno, sugerente y muy evocador, el resultado de esos recorridos, búsquedas, conversaciones, experiencias, indagaciones y lecturas. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro se organiza en dieciséis capítulos en los que, con derivaciones, saltos, incisos y correspondencias entre ellos, se repasan las singularidades de decenas de cementerios situados en emplazamientos y localidades diferentes. El itinerario -que en ocasiones sigue un orden geográfico, en otras una pauta temática, a veces gira sobre un personaje o una determinada vertiente del vasto universo mortuorio, dentro de las constantes digresiones y asociaciones libres a las que se entrega el autor- comienza, obviamente, en Glasgow, en dos de sus cementerios (aunque hay continuas referencias a otros muchos), el de Stirling de su infancia, ya mencionado, y el de Cathcart, cercano al actual hogar familiar de Ross, del que se resalta la invasiva presencia de la hiedra, que da título a esta sección: <i>La hiedra esculpida en una lápida simboliza la vida eterna, pero, en Cathcart, como en tantos otros cementerios antiguos, la planta ha convertido lo figurativo en literal tapando lo que en su día debió de ser una hermosa talla, como si quisiera mostrar su desagrado por la metáfora. En un cementerio, la hiedra está indignante y ostentosamente viva. Desprende los nombres de las lápidas como, más abajo, se desprende la carne de los huesos</i>. En el recorrido, lleno de idas y vueltas, de este primer capítulo, nos encontramos con la tumba de Mary Dickie, fallecida en 1740 a los 3 años y 9 meses y en cuya lápida figura la frase bíblica: <i>Dejad que los niños vengan a mí</i>; con las sepulturas vecinas de John Barnes, peluquero, que falleció en enero de 1891 a los sesenta y siete años, y de Ebenezer Gentleman, que murió en la Navidad de 1868, lo que lleva a Ross a preguntarse si el primero habría usado alguna vez en su juventud <i>el peine y las tijeras para atusar el cabello</i> de su compañero de eternidad; con el <i>monumento que acompaña a dos mujeres</i>, Margaret McLachlan y Margaret Wilson, ejecutadas en 1685 por negarse a renunciar a la religión protestante (<i>Las habían amarrado a estacas y las habían ahogado en el estuario de Solway durante la pleamar</i>); con la de la estrella de los espectáculos de variedades Marie Lloyd, ante la cual el visitante escucha en el teléfono móvil una grabación de su canción de 1915 <i>A little of what you fancy does you good</i>, en un sobrecogedor viaje en el tiempo; con la del pequeño Douglas Crosby, muerto por la mordedura de una víbora de la que se había hecho amigo y con la que compartía los copos de avena del desayuno (<i>Historias como esta se encuentran por todas partes, ocultas bajo el musgo y las hojas</i>); con la de la madre de Stan Laurel, el melancólico y tristón componente del dúo del cine clásico <i>el Gordo y el Flaco</i>; con la cruz de granito, erigida por un tal William Fulton Young, indicando el lugar del reposo eterno de su esposa, Isabella, y de sus hijos Alexander, John y Robert, fallecidos en las trincheras en Francia, o como consecuencia de las heridas recibidas en ellas, en la Primera Guerra mundial (<i>Se calcula que en el Reino Unido hay unos 14.000 cementerios, de los cuales aproximadamente 3.500 son anteriores a la Primera Guerra Mundial</i>); con el enterramiento de Hannah Twynnoy, que el 23 de octubre de 1703 <i>se convirtió en la primera persona de Inglaterra a la que dio muerte un tigre</i>; con los de Francis Huntrodds y Mary, su esposa, que <i>nacieron el mismo día de la semana, mes y año: el 19 de septiembre de 1600; se desposaron el mismo día de su nacimiento y, tras haber engendrado doce hijos, fallecieron a la edad de ochenta años, el mismo día del año en que nacieron, el 19 de septiembre de 1680, el uno no más de cinco horas antes que el otro</i>, como reza su lápida, en un texto que propicia la glosa de Ross: <i>Una historia de amor, ni más ni menos, en la biblioteca de los muertos</i>. ¡Y todo ello solo en el primer capítulo! </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Siete son los cementerios de Londres de los que <i>Una tumba con vistas</i> da noticia, los Siete Magníficos. En el segundo capítulo del libro, <i>Ángeles</i>, conocemos dos de ellos. En el de Brompton, <i>un hermoso lugar de enterramiento victoriano</i>, colindante con Stamford Bridge, el estadio del Chelsea, Ross nos hace participar del <i>Queerly departed</i>, una visita guiada por las sepulturas de personas gais, lesbianas, bisexuales o <i>cualquier otro matiz intermedio</i>. Además, “vemos” los enterramientos de la conocida líder sufragista Emmeline Pankhurst; de Frederick Leyland, un magnate naviero, mecenas de los prerrafaelitas, con su tumba obra de Edward Burne-Jones, uno de los más conspicuos representantes del movimiento; de Hannah Courtoy, una <i>misteriosa mujer de la alta sociedad </i>con una fortuna fabulosa, cuya tumba, diseñada por el egiptólogo Joseph Bonomi, que está enterrado a pocos metros es, dice la leyenda, una sorprendente máquina del tiempo, una cabina que permite la teletransportación; de la marquesa bisexual Luisa Casati (<i>“cadavérico” es el adjetivo más utilizado para describir su aspecto</i>), bohemia, escandalosa y excéntrica (<i>haría palidecer a Lady Gaga</i>). Kensal Green, la <i>respuesta londinense al cementerio Père Lachaise</i> de París, es el único de los siete grandes cementerios que sigue siendo de propiedad privada. En su origen se trató de un lugar de prestigio, en el que se enterraba a la alta burguesía, y contó, por ello, con un alto valor añadido como símbolo de estatus (<i>Pasear hoy por Kensal Green supone sentir la vanidad y el poder económico del siglo XIX como una fuerza casi palpable; su energía y diligencia plasmadas en piedra. Al igual que Turner capturó la lluvia, el vapor y la velocidad del ferrocarril en su cuadro Rain, steam and speed – The Great Western Railway, Kensal Green es una imagen congelada de un periodo de enorme progreso. Es una osificación de la Gran Bretaña victoriana</i>). En la actualidad se ha democratizado y en sus “instalaciones” podemos encontrarnos a una población variopinta: a un anarquista italiano, Recchioni, asiduo frecuentador de las cárceles; a Byron Upton, un joven de dieciséis años, que, en 1982, tras una ingestión de alucinógenos se tumbó sobre las vías del tren y murió arrollado (en su tumba, que comparte con su madre, puede verse una foto de ambos hecha por David Hockney); a William Mulready, un pintor irlandés, que yace sobre su propia tumba como si <i>estuviera recostado en una cama</i>; o a Medi, el hijo, fallecido a los once años, del conmovedor Mehdi Mehra, un empresario iraní, que tras la muerte del muchacho, construyó un grandioso monumento conmemorativo al que acudía con frecuencia para recordar al pequeño. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El siguiente capítulo, <i>Querubines</i>, nos lleva a Edimburgo y a sus varias necrópolis: St. Cuthbert, donde está enterrada Agatha Christie, Canongate, o Warriston, con la tumba del <i>poltergeist</i>, el “fantasma” de Mackenzie el Sangriento, el antiguo fiscal general del Estado para Escocia conocido por sus violentas persecuciones religiosas y, al parecer, por su infatigable actividad <i>post mortem</i> (<i>Ha habido cuatrocientas cuarenta documentaciones de personas a quienes han arañado y mordido aquí</i>). En Warriston está la tumba de la pequeña Nancy, muerta a los tres años y a la que sus padres visitaron regularmente hasta sus respectivos fallecimientos, cuarenta años después. Su lápida, un querubín al que el paso del tiempo le ha hecho perder un ala, refleja simbólicamente el espíritu del lugar y, por extensión, el de muchos cementerios más o menos abandonados: <i>destrozado y, aun así, bello</i>. Y, sobre todo, en Edimburgo está Greyfriars. <i>Greyfriars da la impresión de no ser del todo real, sino más bien un decorado para alguna película aún sin filmar. Recuerda a los cementerios de ficción más fascinantes</i>. A las vetustas casas colindantes se les adosó una serie de enormes monumentos funerarios, de manera que los habitantes de las viviendas tienen la panorámica de sus ventanas oculta en parte por los mausoleos, circunstancia que explica el título del libro: <i>La ventana de una cocina está encajada entre dos bóvedas enormes, con una jardinera repleta de geranios en el alféizar: una tumba con vistas</i>. Uno de estos edificios cuyas ventanas traseras dan al camposanto es el del café <i>Elephant House</i>, en donde J. K. Rowling escribió parte de sus novelas de Harry Potter y se inspiró en las inscripciones de las lápidas para poner nombre a alguno de sus personajes, lo que hace que el cementerio esté siempre lleno de seguidores del joven mago. También muy visitada es la tumba de Bobby, el perro que a la muerte de su amo en 1858, pasó todas las noches de los siguientes catorce años, hasta su propia muerte, durmiendo junto a su sepulcro. Los visitantes, nos cuenta Ross, dejan palos, en lugar de flores, sobre su lápida, <i>para que el perro corra tras ellos</i>, en una costumbre conmovedora. En Geyfriars se conservan aún dos <i>mortsafe</i> unas <i>jaulas de hierro colocadas sobre las tumbas para disuadir a los ladrones de cadáveres</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y ahora estamos en Belfast, en el cementerio de Milltown, a donde acuden en procesiones y desfiles, portando fotografías y lirios (el capítulo lleva por título el nombre de la flor), los simpatizantes y las familias de los <i>patriotas fallecidos</i>, partidarios de la independencia de Irlanda, por la que, en no pocos casos, hicieron verter sangre ajena (y propia, también, en ocasiones). <i>Se dice a veces que un cementerio puede contar la historia de una ciudad (…) Milltown cuenta la de una lucha</i>. Tumbas de miembros del IRA (entre ellos el muy conocido Bobby Sands, un icono muerto tras una huelga de hambre en 1981), inscripciones combativas (<i>Asesinado por las armas del apartheid a manos de un escuadrón de la muerte británico</i>; <i>Quien muere por Irlanda vive</i>; y, sobre todo, el escalofriante mantra repetido en una y otra vez: <i>asesinado por su fe</i>; <i>asesinado por su fe</i>; <i>asesinado por su fe</i>), agresivas pintadas políticas, constantes homenajes a quienes, a todas luces -más allá de la posible nobleza de la causa defendida-, habían sido terroristas), ostensible iconografía católica (<i>desde 1869, casi doscientas mil personas han recibido sepultura en Milltown; entre esa multitud, solo hay un protestante</i>). Histórica y furibundamente católico es Friar’s Bush, el cementerio más antiguo de Belfast, “cortado” por un muro subterráneo creado para <i>mantener la pureza de la zona católica</i>, en la que no tenían cabida, además de quienes no hubieran profesado esa fe -y por idénticas razones de fanatismo religioso-, <i>los menores sin bautizar, los suicidas ni quienes hubieran comprado una tumba siendo católicos pero se hubieran convertido más tarde al protestantismo</i>, en una muestra más, por si fueran pocas, de cómo <i>la división sectaria que asfixiaba la vida de los irlandeses no se aflojaba con la muerte, sino que seguía apretando en las entrañas de la tierra</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y Ross viaja a Brighton para encontrarse, en una visita guiada llamada <i>Mujeres famosas de Brighton</i>, con Margaret Damer Dawson, la primera mujer policía; y con algunas de las primeras médicas que ejercieron en Gran Bretaña; y con la primera mujer británica que cruzó a nado el canal de la Mancha; y con Doreen Valiente, <i>la madre de la brujería moderna</i>; y, con Martha Gunn, llamada <i>Reina de las Bañistas</i>, que a finales del siglo XVIII se ganaba la vida ayudando a las mujeres adineradas a bañarse en el mar; y, núcleo central de un capítulo que la incluye en su título, <i>la increíble Phoebe Hessel</i>. Phoebe, nacida en 1713, tuvo una vida remarcable, en la que, a lo largo de 108 años, en los que sobrevivió al reinado de cinco monarcas, a dos maridos y a sus nueve hijos, sirvió como soldado (ocultando su condición femenina) en diferentes ejércitos, fue herida en batalla, se quedó ciega y paralítica y vivió peripecias múltiples que nos han llegado en versiones contradictorias en la que se confunden la historia y el mito (<i>Era una Orlando, una Zelig, un portento</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Bajo la rúbrica de <i>Cedro</i>, y en uno de los capítulos más largos de la obra, el libro nos lleva de nuevo a Londres, al cementerio de Highgate. En el relato de Ross nos encontramos las tumbas de George Eliot, la celebrada escritora victoriana, de la que hace años os traje aquí su novela <i>Middlemarch</i>; la de Karl Marx (<i>Uno de los artículos más vendidos en la pequeña tienda de regalos de Highgate es un molde para galletas con el perfil de Karl Marx</i>); la de Adam Worth, <i>el Napoleón de los Ladrones</i>, como dice su lápida, probable inspiración de Conan Doyle para crear al profesor Moriarty, el enemigo de Sherlock Holmes; la de George Wombwell, propietario de una casa de fieras victoriana, con un león coronando su tumba; la de Bruce Reynolds, uno de los asaltantes, en 1963, del vagón postal del tren de Glasgow, del que se llevaron tres millones de libras, en un atraco legendario que invadió los sueños de mi infancia; la de Michael Faraday, científico precursor de la electricidad; la de Malcolm McLaren, destacada figura de la primera ola del punk; la de Storm Thorgerson, diseñador de las portadas de los discos de Pink Floyd; la de Alexander Litvinenko, el exespía ruso asesinado por agentes de Putin mediante polonio radiactivo, lo que hace que su ataúd esté forrado de plomo; la de George Michael, una de las tumbas más visitadas; la de Lizzie Siddal, modelo de la <i>Ofelia ahogada</i> de Millais, esposa de Dante Gabriel Rossetti, muerta a los treinta y dos años tras <i>hundirse en una marea de láudano</i>, y exhumada siete años después para que su marido pudiera recuperar el libro de poemas que había enterrado como prueba de amor a su esposa y que ahora quería publicar (la leyenda dice que <i>el ataúd estaba lleno del pelo de la joven, que había seguido creciendo después de su muerte</i>); la de Sonny Anderson, un niño de once años, muerto por cáncer, cuya lápida muestra la esquina superior izquierda con la pizarra quebrada y reconstruida con piezas de Lego, en una idea de los padres para honrar de un modo “personalizado” y convenientemente infantil el recuerdo de su hijo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Todos ellos yacen en un escenario arquitectónicamente teatral, inaugurado en 1839 (<i>El 26 de mayo de 1839, Elizabeth Jackson, de Golden Square, en el Soho, se convirtió en la primera persona en ser enterrada en Highgate</i>), bajo la sobra tutelar de un gran cedro del Líbano, cien años más viejo que el propio cementerio, del que se nos cuentan las vicisitudes de su larga y finalmente truncada vida (<i>Ese árbol había nacido georgiano y había muerto isabelino</i>), entre jugosas informaciones sobre el auge de las incineraciones; sobre el desmesurado incremento de inhumaciones tras la Primera Guerra Mundial; sobre su dejadez y su abandono, invadido por la maleza y por exóticas criaturas faunísticas, y sobre la posterior rehabilitación de sus espacios; sobre la delirante presencia de un fantasma -una vez más, en leyenda que se reitera de unos tiempos y unos lugares a otros-, el <i>Vampiro de Highgate</i>; sobre la consiguiente invasión del lugar por hordas <i>de tíos, la mayoría pirados, cargados de estacas de madera, crucifijos y dientes de ajo</i>; sobre las limitaciones a las visitas y el turismo; sobre la amenaza de su pronto acabamiento (<i>Hoy en día, Highgate casi ha alcanzado su capacidad máxima. Se calcula que quedan menos de cincuenta tumbas para enterrar ataúdes</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En <i>Sin marcar</i>, un capítulo muy interesante, el relato se centra en Crossbones, el cementerio en el que se enterraba a las prostitutas que contaban con la autorización eclesial para poder ejercer su profesión, pero a las que, una vez muertas, no se las consideraba dignas para su sepultura en terreno sagrado. Está situado en Southwark, una jurisdicción que hoy forma parte de Londres y que desde el siglo XII tenía la consideración de <i>zona de tolerancia</i>, no sujeta, por tanto, a las leyes por las que se regía el resto de la ciudad. Sin lápidas que permitan identificar a los muertos, la mayor parte eran, aparte de las trabajadoras de los muchos burdeles de la zona, individuos marginales, difuntos proscritos, excluidos, inadaptados, asociales y, en definitiva, pobres de toda pobreza (<i>Se calcula que hay unas quince mil personas enterradas en Crossbones</i>). Los restos de los esqueletos extraídos en la excavación que hubo de hacerse en 1992 por las obras de ampliación de las líneas del metro, encontraron huellas ostensibles de las difíciles condiciones de sus duras existencias (muchos niños, mayoría de mujeres, ataúdes baratos, huesos deformados, rastros de sífilis, <i>vidas transcurridas entre la niebla tóxica y los barrios bajos</i>). Desde 1998 en Crossbones se celebran “vigilias”, <i>mezcla de rito mágico totalmente sincero, acontecimiento bohemio bastante guasón y jarana de tipo performativo</i>. Después de la muerte de David Bowie, en una de ellas se le concedió el “título” de Ángel de los Proscritos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ross vuelve a Irlanda para hablarnos de los <i>cillín</i> (se pronuncia <i>kilín </i>y significa “iglesia pequeña”). En ellos -más de mil cuatrocientos en toda la isla de Irlanda- están enterrados niños muertos antes de su bautizo, y el libro se detiene en explicar su historia, las razones religiosas de su especificidad, relacionadas con la noción del limbo, su naturaleza transicional, de umbral o frontera entre el cielo y el infierno, que se refleja, en bastantes casos, en la propia ubicación de esos enterramientos, simultáneamente dentro y fuera de una granja, entre la tierra y el mar, en una isla a la que solo cabe acceder cuando baja la marea. Muchas de estas tumbas no están ni siquiera marcadas (de ahí el título del capítulo: Sin marcar), se encuentran en las lindes de los campos y, a menudo, los agricultores sacan con sus arado restos dispersos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Ancla</i> es un capítulo muy emotivo en el que peregrinamos a los cementerios, donde permanecen enterrados las víctimas de las dos guerras mundiales. Dispersos por Gran Bretaña, Francia y toda la Commonwealth, pues las muertes se debieron a acciones de guerra, accidentes aéreos, hundimientos de barcos, y en estos casos se sigue la norma de sepultarlos en el lugar en el que fallecieron, <i>existen cerca de 1,7 millones de tumbas y monumentos de guerra de la Commonwealth en veintitrés mil lugares de 153 países de todos los continentes excepto la Antártida</i>. Ross nos lleva a la Isla Verde, a las islas Monachs, en las Hébridas, a la cumbre del More Assynt, todos en Escocia, y en cada caso nos cuenta las conmovedoras historias de combatientes muertos en defensa de su patria, cuyo espíritu se evoca a través de los versos del poeta y soldado Rupert Brooke: <i>Si he de morir, piensa sólo esto de mí:/que algún rincón de una tierra extraña/será por siempre Inglaterra</i>. También se nos da cuenta de los enterramientos de los soldados muertos sin identificar, desconocidos (<i>solo en Francia aún hay cien mil soldados británicos y de la Commonwealth desaparecidos</i>), cuyos restos se sepultaban bajo una leyenda piadosa: <i>Conocido por Dios</i>. En este sentido, podemos leer páginas muy curiosas y también enternecedoras sobre los “detectives de la guerra”, que aún hoy, a partir de los escasos restos hallados (un lápiz, trozos de papel, un anillo, una fotografía), intentan averiguar la identidad del muerto y ponerse en contacto con sus familiares (<i>Suena un teléfono en Australia y alguien le dice al interlocutor que se ha encontrado en el campo en el que cayó a un hombre al que nunca ha conocido, que podría ser su pariente directo o no y que murió hace mucho tiempo en el otro confín del mundo. A pesar de todos esos grados de separación, es común que la gente se involucre personalmente y se eche a llorar</i>). En un breve pero enjundioso paréntesis se nos presenta a los saqueadores de tumbas, que las profanan en busca de armas, hebillas de cinturón, balas, pertenencias de los soldados muertos para destinarlos al mercado negro -sí, existe, aunque repugne nuestra sensibilidad- de recuerdos de los campos de batalla. E igualmente hay, para agotar las ramificaciones bélicas del tema central, una subyugante digresión en torno al destino -muchas veces la pena de muerte- de los objetores de conciencia, en particular las de <i>los dieciséis de Richmond</i>, que, por distintas razones y en distintos grados se negarán a participar en las contiendas. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Me resulta extraordinariamente tentadora la idea de daros cuenta, llevado por el entusiasmo que me suscitan las muchas y muy sugerentes historias del libro (de las que bastarían como significativa muestra las hasta aquí entresacadas de los apartados iniciales del ensayo), de la vasta variedad de semblanzas, anécdotas, sucesos, ejemplos y relatos que, de manera desbordante, asaltan al lector prácticamente a cada página de <i>Una tumba con vistas</i>. Pero ante la evidente imposibilidad de hacerlo por falta de tiempo, no queriendo alargar ya más la extensión de esta larguísima reseña, y habiendo resaltado suficientemente, a mi entender, el espíritu, el tono y el carácter de la propuesta en la que el libro consiste, de modo que quienes seguís el programa hayáis podido caer rendidos ya a los muchos alicientes que encierra, me despido por hoy dejándoos con un fragmento del libro y sin poder presentaros otros interesantes cementerios, a sus moradores y al copioso anecdotario de unos y otros. Son los casos del Eton College; de St. Mary the Virgin de Henbury, en Bristol; de los de Mount Jerome y Glasnevin (con la deslumbrante figura de Shane MacThomáis, en cierto modo núcleo irradiador del libro) en Dublín; del de Tory Bay, con la tumba cubierta por el mar de la bruja Lilias Adie; del de Brookwood en Londres y el Gardens of Peace, en Essex, cementerios musulmanes; del Holy Trinity de Rothwell, en Northamptonshire, con su tenebrosa <i>Cripta de los Huesos</i>; del de St. Michan, también en Dublín, con sus cuatro momias, la Desconocida, la Monja, el Ladrón y el Cruzado, en diferentes estados de conservación; del de St. Mary del pueblo de Northchurch, en Hertfordshire, en donde está enterrado Peter, el niño salvaje, encontrado en 1725 en un bosque, asilvestrado, incapaz de hablar; del de Sharpham Meadow, uno de los cerca de trescientos cementerios naturales del Reino Unido; el de Arnos Bale, también en Brístol, en donde termina el recorrido y el libro, en el que se celebran proyecciones de películas y otras actividades culturales, así como bodas. En particular, la de Liz y Shaun, que recorren bajo una lluvia de pétalos de rosa el arco que forman sus amigos y familiares. <i>Si se buscara un símbolo que resumiera la forma en que los grandes jardines de la muerte también pueden ser lugares de vida</i>, afirma, esperanzado y entusiasta Ross para clausurar su ensayo, <i>bastaría con seguir los pétalos del suelo. Me di cuenta de que algunos habían caído sobre la tumba que compartía una pareja. William Ring había muerto en 1886; su esposa, Harriet, en 1908. Su convivencia había terminado, la de Liz y Shaun no había hecho más que empezar. Así es la vida.</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, no deberíais dejar de leer este apasionante <i>Una tumba con vistas</i>, escrito por Peter Ross. Os aseguro muchas horas de amenas historias, reflexiones profundas e intensas emociones. Como complemento musical a esta reseña os dejo con un tema de los muchos que se mencionan en el libro. En la boda final de Lizz y Shaun suena <i>Many rivers to cross</i>, de Jimmy Cliff, que me parece una excelente elección para acompañar mis comentarios. </div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Estaba en la tumba de Annie Paton Spence, conocida como Nancy, según rezaba la lápida, que murió el 25 de enero de 1933, a la edad de tres años y tres meses. Estaba enterrada junto a un hombre y una mujer, William y Margaret, que supuse que eran sus padres. Tuvieron que vivir mucho tiempo sin su pequeña, ya que murieron en 1969 y 1975 respectivamente. Era fácil imaginárselos acudiendo a ese lugar, adecentando la tumba, depositando rosas y algunas palabras que se quedaron por decir, hasta ese día en que la madre tuvo que empezar a ir sola. ¿Visitaría alguien la sepultura después de la muerte de Margaret? Tal vez no. Un enterramiento es como una flor abierta. Tiene una época, un momento de esplendor, más allá del cual los visitantes ya no se sienten atraídos. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Esa tumba estaba coronada por una pequeña figura de piedra, una niña con un vestido, con los ojos cerrados y las manos unidas en oración. Sobre su hombro derecho, un arco de plumas de piedra congelado a mitad del aleteo. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Un monumento así podría considerarse sentimentaloide, una noción de la muerte típica de Disney. Yo prefiero pensar que era un consuelo para sus padres. Había una lápida muy similar en la tumba de mi hermano pequeño, al que perdimos cuando tenía catorce meses. Los padres de Nancy, como los míos, habrían querido darlo todo por su hija y entregarle, como último regalo, algo precioso. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La lápida de Nancy era un símbolo de todo el cementerio: Un querubín al que le falta un ala refleja el aspecto de este lugar. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Destrozado y, aun así, bello. </i></div><div style="text-align: justify;">
<iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/twf7LhQIBkQ?si=NjMiuhtJz1CHRSdc" style="background-image: url(https://i.ytimg.com/vi/twf7LhQIBkQ/hqdefault.jpg);" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/XNrnCdNwAgw" width="520" youtube-src-id="XNrnCdNwAgw"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Peter Ross. Una tumba con vistas</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/peter-ross.-una-tumba-con-vistas" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-78186622446921163862023-10-25T20:21:00.003+02:002023-10-25T20:21:51.717+02:00
<div><b style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">NUCCIO ORDINE. <i>LOS HOMBRES NO SON ISLAS</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libro</i>, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde quiero hablaros de un excelente libro que comparece aquí por una doble razón de oportunidad. En primer lugar porque, como sabéis quienes nos seguís habitualmente, en este mes de octubre, y coincidiendo con la celebración de la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias correspondientes a 2023, que tuvo lugar en Oviedo hace unos días, el pasado 20 de octubre, estamos dedicando nuestras emisiones a autores premiados tanto en convocatorias anteriores como en la actual. Así, iniciábamos el mes con el recordatorio de Fred Vargas, la espléndida escritora francesa, que obtuvo el galardón, en su categoría de Letras, en el año 2018. Continuábamos la serie, hace quince días, con Leonardo Padura, que lo consiguió, en el mismo apartado, en 2015. Y cerrábamos el repaso en nuestro programa del miércoles pasado con Haruki Murakami, al que se le concedió, siempre en la misma sección literaria de los premios, en la edición de este mismo año. Esta tarde, y siguiendo la pauta marcada, clausuramos el ciclo trayendo aquí a otro premiado de 2023, aunque esta vez en la categoría de Comunicación y Humanidades, el infortunado Nuccio Ordine. Y la presencia del crítico, ensayista, erudito y muy sabio profesor de Calabria obedece también a una segunda razón, además de la ya referida, y es mi voluntad de homenajear desde aquí a una figura muy querida por mí, que, por desgracia, falleció en junio de este año, cuando ya se le había concedido el Premio, que se falló en mayo, por lo que, como es obvio, no pudo recibir los muy merecidos honores que se le tributaron, lamentablemente “in absentia”, en la capital asturiana. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Nuccio Ordine ya “estuvo” en <i>Todos los libros un libro</i> hace ahora tres años, en octubre de 2020, cuando presenté dos de sus obras más conocidas, sin duda las más divulgadas y traducidas, la magistral <i>La utilidad de lo inútil</i>, y la también espléndida <i>Clásicos para la vida</i>, ambas publicadas en nuestro país en la editorial Acantilado en traducción de Jordi Bayod. Ahora quiero recomendaros la lectura de su, por ahora, último libro aparecido en España, en la misma editorial y con idéntico traductor, L<i>os hombres no son islas</i>. Acantilado acaba de poner en las librerías otro libro del italiano, unas en apariencia muy sugestivas conversaciones con el filósofo George Steiner, que han visto la luz con el título de <i>George Steiner,</i> e<i>l huésped incómodo</i>, que aún no he podido leer. Además, desde hace diez días y en tres lunes consecutivos, os estoy ofreciendo en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, <i>Buscando leones en las nubes</i>, una serie de programas centrados en cada uno de los libros de Ordine que acabo de mencionar. Así, fragmentos de <i>La utilidad de lo inútil</i>, envueltos en la absorbente música de Cassandra Wilson, constituyeron el centro de la primera emisión, que salió al aire el 16 de octubre. Anteayer, día 23, fue <i>Clásicos para la vida</i> el que protagonizó el espacio, con mi lectura de trece textos extraídos del libro y complementados con la música de Stacey Kent, otra formidable cantante de jazz. Kent es la responsable también de la banda sonora del tercer programa del ciclo, que se emitirá el próximo lunes 30 de octubre y en el que os presentaré doce breves fragmentos de <i>Los hombres no son islas</i>, mi propuesta de esta tarde, aquí, en <i>Todos los libros un libro</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh-a3ll0JzuWz4B_2gmdwY-jLxh7eTh3TuGYveDGOpBxm0jRokC8Fw-ER3_OuFzd_EjFsgGAOGkqbHIinGAL9dXR3o7b13ht_NJ0lPDQXwkE8lZuZFxzchBjR87YoiThNP7ud2bITqd8RGI_dVdKX_AVjxnwQ2zyuNy5sl0oJfx96JLgZghqZZO1spj58G7/s1200/Nuccio%20Ordine.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="800" data-original-width="1200" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh-a3ll0JzuWz4B_2gmdwY-jLxh7eTh3TuGYveDGOpBxm0jRokC8Fw-ER3_OuFzd_EjFsgGAOGkqbHIinGAL9dXR3o7b13ht_NJ0lPDQXwkE8lZuZFxzchBjR87YoiThNP7ud2bITqd8RGI_dVdKX_AVjxnwQ2zyuNy5sl0oJfx96JLgZghqZZO1spj58G7/s320/Nuccio%20Ordine.jpg" width="320" /></a></div>Nuccio Ordine, nacido en Diamante, un pequeño pueblo calabrés, fue profesor en numerosas universidades, incluyendo Yale, la Universidad de Nueva York, la Sorbona, el Instituto Warburg, la Universidad Católica de Eichstätt-Ingolstadt y, por supuesto la de su Calabria natal. Fue miembro honorario también del Instituto de Filosofía de la Academia Rusa de Ciencias y miembro de la Académie Royale de Belgique. Responsable de una muy nutrida obra ensayística y de pensamiento, se hizo acreedor a una treintena de prestigiosos premios, le fueron concedidos numerosos doctorados <i>honoris causa</i> y fue nombrado Comendador y Caballero de diferentes Órdenes, la del Mérito de la República Italiana y la Legión de Honor francesa entre otras. Fue, igualmente, colaborador habitual en las páginas culturales de <i>El País</i> y el <i>Corriere della Sera</i>, periódico este último que le brindó una columna semanal en la que vieron la luz por primera vez los textos de <i>Clásicos para la vida</i>, del que os hablé hace tres años y con el que este <i>Los hombres no son islas</i> que hoy quiero recomendaros guarda muchas concomitancias. Pero no solo con él, también hay muchos vínculos con <i>La utilidad de lo inútil</i> porque las tres obras mencionadas tienen bastantes puntos en común. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La tesis de fondo de <i>La utilidad de lo inútil</i>, que aflora en muchos de los capítulos de <i>Los hombres no son islas</i>, es que en este mundo productivista y “eficiente”, economicista y utilitario, en el que casi cualquier dimensión de nuestras vidas está, de un modo u otro, subordinada al rendimiento y el dinero, al beneficio y el éxito comercial, al interés y al poder, a lo lucrativo y la rentabilidad, en este <i>brutal contexto</i> que nos asfixia por doquier, resulta necesario -más aún, indispensable- defender la utilidad de los saberes que no producen resultados inmediatos, tangibles, constatables en las cuentas de resultados de gobiernos, empresas e instituciones (en particular las académicas). Las humanidades, el arte, la literatura, la filosofía, la poesía, la historia, la música, las ciencias no aplicadas, la cultura, la imaginación, la curiosidad, la reflexión, el razonamiento y el pensamiento crítico, el profundo saber y el conocimiento verdadero, el cultivo del espíritu, en fin, deben formar parte de las enseñanzas que se imparten en las aulas y, obviamente, “impregnar” la vida de todos los ciudadanos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero es en relación con <i>Clásicos para la vida</i> en donde las confluencias con el libro que nos ocupa resultan más evidentes. El cuerpo principal de <i>Clásicos para la vida</i> lo constituye la selección, impecable, de cincuenta fragmentos de otros tantos grandes autores clásicos, a los que de manera muy sucinta -un par de páginas en la mayor parte de los casos- el antólogo incorpora algunas notas significativas, profundas glosas, interesantes comentarios, en los que su inteligencia y su sensibilidad resaltan enfoques, ideas, explicaciones, siempre sabias, que amplían los ecos de unos textos ya de por sí cautivadores. En el estudio preliminar del libro Ordine confiesa que durante más de quince años leía en clase a sus estudiantes, una vez por semana, citas de obras en verso o en prosa no necesariamente vinculadas al programa de la asignatura que impartía. Esa experiencia, muy fructífera, se prolongó, por así decirlo, en una columna, de título <i>ControVerso</i>, en el semanario <i>Sette</i>, del <i>Corriere della Sera</i>, en el que fueron apareciendo algunos de esos fragmentos acompañados de las reflexiones del filósofo y profesor sobre los temas evocados en los textos. Y, como ya he señalado, algunas de esas colaboraciones, las publicadas entre septiembre de 2014 y agosto de 2015, integraron su libro, del mismo modo y con idéntico esquema que este <i>Los hombres no son islas</i>, que consiste, tras un largo estudio preliminar, en la selección de otros cincuenta textos clásicos, cuyos comentarios aparecieron en el <i>Corriere</i> en la temporada siguiente a aquella, esto es entre septiembre de 2015 y agosto de 2016. En ambos casos estamos ante una categórica reivindicación de la lectura de los clásicos, por la belleza, la inteligencia y la sensibilidad intrínsecas a las diferentes obras, pero también por su “perdurabilidad”, es decir por su capacidad, tantos siglos después, para sugerir, enseñar, iluminar, interpelarnos y hacernos reflexionar sobre algunos asuntos esenciales de la vida humana de hoy en día: la libertad, la sencillez, la dignidad, la honradez y el desapego de los bienes materiales, la igualdad y la justicia, la lucha contra la discriminación, la solidaridad y el compromiso, la fraternidad, el paso del tiempo, la fragilidad de la existencia, la sabiduría y el afán de conocimiento, la enseñanza, la educación y la institución escolar, la lectura y sus dones, la importancia del esfuerzo y el trabajo, el rechazo al egoísmo y el repudio de la hipocresía, las peligrosas pulsiones identitarias y nacionalistas, la búsqueda del bienestar, de la paz, de la convivencia civil, el valor del humanismo, de la ciencia, de la cultura, el amor y el sexo, la reivindicación del papel de la mujer en sociedad, el racismo, la inmigración, la violencia, la muerte. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Los clásicos nos ayudan a vivir</i> es el explícito y significativo subtítulo de un libro que se abre con un amplio estudio preliminar en el que se parte de un muy célebre fragmento de <i>Devociones para circunstancias inminentes</i>, la obra de John Donne, el poeta inglés de finales del XVI y comienzos del XVII: <i>Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano. Si una porción de tierra fuera desgajada por el mar, Europa entera se vería menguada, como ocurriría con un promontorio donde se hallara la casa de tu amigo o la tuya: la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; así, nunca pidas a alguien que pregunte por quién doblan las campanas; están doblando por ti</i>. En este largo preámbulo, que ocupa cien de las casi trescientas páginas del libro, Ordine reflexiona sobre los temas mencionados partiendo de una muy bien hilvanada trabazón entre las ideas de los autores que luego recogerá en su selección (y de algunos otros que no aparecen en ella pero sí han tenido un espacio en <i>Clásicos para la vida</i>, como por ejemplo Walt Whitman, Antoine de Saint-Exupéry, Montaigne, Baudelaire o Tolstói, entre otros). Según confesión propia -no del todo fácil de creer-, Ordine no escogió los textos siguiendo una pauta establecida, ateniéndose a cánones, categorías, jerarquizaciones o cualquier otra <i>preocupación clasificatoria</i>, sino dejándose llevar por los intereses de sus estudiantes, las lecturas y relecturas que le ocupaban en cada momento o en los temas de la actualidad más inmediata. Explica también el profesor italiano en su introducción la oportunidad de un texto como el suyo, teniendo en cuenta <i>lo que ocurre en Europa y en el mundo en estos momentos: se construyen muros, se levantan barreras, se extienden cientos de kilómetros de alambre de púa, con el despiadado objetivo de cerrar el paso a una humanidad pobre y sufriente que, arriesgando la vida, intenta escapar de la guerra, del hambre, de los tormentos de las dictaduras y del fanatismo religioso. Miles de personas sin voz, privadas de toda dignidad humana, desafían la aridez de los desiertos, los mares embravecidos y la nieve de las montañas buscando desesperadamente un refugio, un lugar seguro, un cobijo donde poder cultivar la esperanza de un futuro digno. El Mediterráneo—que durante siglos había favorecido los intercambios de mercancías, de lenguas, de cultos, de obras de arte, de manuscritos y de culturas—se ha convertido, en los últimos años, en un féretro líquido en el que se acumulan miles de cadáveres de migrantes adultos y de niños inocentes. Hoy, el Mare Nostrum—y esto vale para cualquier extensión de agua, dulce o salada—es percibido por los partidos xenófobos europeos como una frontera natural y no como una oportunidad para facilitar tránsitos y comunicaciones de un territorio a otro</i>. Perdóneseme la extensión de la cita en aras de su elocuente clarividencia. En esas palabras se puede atisbar también la, a mi juicio, única leve limitación del libro, constatable de continuo a lo largo de sus páginas: la toma de partido por una determinada opción ideológica que, más allá del carácter universal -y por tanto incuestionable- de la mayor parte de sus propuestas, se revela deudora de una muy particular interpretación de la realidad social y política. <i>Peccatta minuta</i>, en cualquier caso, si el lector se logra deshacerse de esas no tan relevantes adherencias ideológicas y se centra en la validez de unas ideas que, en el fondo, no representan otra cosa que los más sustanciales valores de la noble humanidad. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjW2CTQXv0Io0ep6aoJNcQe_sid4HAoT6B3ia3kkp-Rvszx442dFsD2cc7x7guhy3ekcSAKmQ8a3egy0XKHGsaQ49ox-BPIF-D3urCdF-3j_EPPtrmXJE7kQ5lB6ct3ZGVHCs9G2XazHLwp0E-8oEE8K5lCCImRtWn2w0gJAXef_T8qWwkeJt7_yu6L2aRg/s809/Los%20hombres%20no%20son%20islas.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="809" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjW2CTQXv0Io0ep6aoJNcQe_sid4HAoT6B3ia3kkp-Rvszx442dFsD2cc7x7guhy3ekcSAKmQ8a3egy0XKHGsaQ49ox-BPIF-D3urCdF-3j_EPPtrmXJE7kQ5lB6ct3ZGVHCs9G2XazHLwp0E-8oEE8K5lCCImRtWn2w0gJAXef_T8qWwkeJt7_yu6L2aRg/s320/Los%20hombres%20no%20son%20islas.jpg" /></a></div>Más allá de esta introducción, el libro interesa fundamentalmente por el medio centenar de fragmentos seleccionados y comentados, de manera breve pero enjundiosa, por el autor italiano. Unos textos, con extraordinario interés en sí mismos, pues encierran valiosas enseñanzas que la inteligencia, la sabiduría y la lucidez de su “intérprete” saben descubrir, sino que, a la vez, constituyen una formidable invitación y una espléndida puerta de entrada para la lectura completa de las obras de las que están entresacados. Por citar solo alguno de ellos, el que abre la antología es un apólogo de Ludovico Ariosto, que aparece en sus <i>Sátiras</i>, publicadas póstumamente en 1534. En él reelabora la fábula del zorro y la comadreja, narrada por Horacio. En cinco tercetos nos cuenta cómo el asno famélico que se cuela por una grieta en un almacén de grano y come en exceso ante la desbordante tentación que se le presenta, imposibilitado de salir por el hueco con la barriga hinchada como un tonel, se encuentra a un ratoncillo que le aconseja vaciar la tripa, vomitar lo tragado y enflaquecer si quiere volver a atravesar la grieta. Ordine interpreta el apólogo subrayando el alto precio que siempre se paga en el trato con los poderosos y el contacto con la corte y el dinero, y defendiendo una vida libre de ataduras, pues <i>quien quiere conservar su libertad, debe saber renunciar a dones y privilegios</i>. Un texto de la <i>Metafísica</i> de Aristóteles introduce la reflexión sobre el deseo de conocer y la búsqueda del saber a partir del asombro, un afán de sabiduría que no tiene utilidad alguna pues el <i>auténtico conocimiento «no sirve», porque no es servil, porque nos ayuda a hacernos mujeres y hombres libres</i>. De la <i>Nueva Atlántida</i> de Francis Bacon, una obra utópica publicada, también tras la muerte de su autor en la primera mitad del siglo XVII, escoge Ordine un fragmento en el que se relata cómo una nave inglesa, que viaja rumbo a la China y al Japón, se extravía tras una tempestad en el Océano Pacífico. Al borde de la desesperación, los marineros llegan a la pequeña isla de Bensalem, son recibidos con extrema amabilidad por sus autoridades. Cuando, agradecidos por la buena acogida y queriendo demostrar su amabilidad, los náufragos ofrecen regalos a los funcionarios que los atienden se encuentran con que éstos los rechazan, pues el rigor de sus reglas morales impide que quien ya recibe un salario del Estado lo vea incrementado sin necesidad, <i>porque al hombre dos veces pagado se le mira con suspicacia</i>. La mirada humanista de Ordine se detiene en la idea de conjugar humanidad y política, en una concepción del estudio, de la ciencia y del comercio independientes de la política y la religión, y puestos al servicio de los hombres y de su bienestar. La presencia en el libro de <i>El Jardín de senderos que se bifurcan</i>, el ensayo/relato de Jorge Luis Borges presente en Ficciones, su libro de 1944, es la excusa para la introducción de comentarios sobre la naturaleza del tiempo y sobre la relación entre literatura y ciencia, resaltándose los vínculos entre el cuento borgiano y las teorías de dos científicos premios Nobel, Richard Feynman e Ilya Prigogine. Una de las preocupaciones más frecuentes del escritor italiano, el abusivo dominio del dinero en nuestras modernas sociedades comparece en el texto de <i>La ópera de cuatro cuartos</i>, escrita por Bertold Brecht y representada en Berlín en 1928. Bajo una provocadora rúbrica, paráfrasis de las palabras de Brecht, <i>¿es mejor fundar un banco o desvalijarlo?</i>, el comentario resalta la injusticia que supone la siniestra codicia de bancos y financieros explotando la pobreza de los trabajadores honrados o el drama de los inmigrantes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Un texto de la <i>Expulsión de la bestia triunfante</i>, de Giordano Bruno, de cuya obra Ordine era experto sirve al autor para criticar la hipocresía religiosa, que privilegia las ceremonias y rituales de las iglesias frente a la ayuda a los débiles. Los dioses de Bruno, nos dice, se opondrán a un alcalde corrupto, a un político vendido a la mafia, a un prelado que se enriquece con fraudes o a un empresario que oculta cuentas en un paraíso fiscal y no a los cónyuges divorciados, a las parejas que conviven sin matrimonio, a personas del mismo sexo que se aman, o a quien elige la eutanasia cuando ya no puede vivir una vida digna. También contra la corrupción, las ganancias injustas, la venalidad de los gobernantes, la avidez del comercio y los beneficios, clama el profesor italiano en su comentario a los versos de <i>Los Lusiadas</i>, de Luís Vaz de Camões, seleccionados para el libro. E igualmente, en su análisis del soneto de Tommaso Campanella, <i>No es rey quien posee un reino, sino quien sabe reinar</i>, su diatriba se vuelve contra la hipocresía del gran teatro de mundo, contra el oropel y las apariencias que encubren la ignorancia: <i>Podemos llamarnos pintores, monjes o reyes sólo si sabemos mostrar nuestras cualidades pintando, siguiendo la virtud divina y reinando como se debe (…) no cuentan los hábitos, los privilegios de sangre o la herencia: sólo nuestra obra debería permitirnos conquistar prestigio y estima</i>. De la conocida carta de Albert Camus a su maestro de la infancia Louis Germain, enviada cuando el escritor recibió el premio Nobel de Literatura, una misiva emotiva y bellísima que ya había aparecido en <i>Clásicos para la vida</i>, resalta ahora Ordine las que, a su juicio, deben ser las virtudes del buen profesor, alguien capaz de descubrir el talento de sus alumnos y ayudarlos en la búsqueda de su propia verdad, defendiendo a ultranza de la escuela laica. Una defensa, la de la razón y la libertad frente al fanatismo y la intolerancia, que brota de nuevo en el capítulo dedicado a Sebastián Castellion y su panfleto <i>Contra el libelo de Calvino</i>, cuya tesis principal se recoge en el fragmento seleccionado: <i>Afirmar la propia fe no es quemar a un hombre, sino más bien quemarse en ella […] Matar a un hombre no es defender una doctrina, es sólo matar a un hombre. Cuando los ginebrinos mataron a Servet no defendieron una doctrina: mataron a un hombre</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hay una valiosa enseñanza, la que tiene que ver con la humildad intelectual, en el breve párrafo de <i>El jardín de los cerezos</i>, de Antón Chéjov, que Nuccio Ordine elige para integrar su libro, y es que ni en el teatro ni en la vida podemos pretender la evidencia de lo absoluto, <i>el mismo personaje puede ser negativo o positivo, tal y como la misma escena puede ser considerada tragedia o comedia. Todo depende del punto de vista desde el que se observa</i>. Y los valores humanistas afloran también en <i>Fuga de la muerte</i>, el famoso poema escrito en 1945 por Paul Celan y que es un testimonio dramático del brutal exterminio de millones de judíos y, precisamente por ello, un contundente alegato en pro de la palabra <i>frente a la negación de las pruebas, frente al silencio de los exterminadores</i>. El fragmento de <i>El orador</i>, la última obra de una trilogía de Marco Tulio Cicerón dedicada a la retórica, subraya cómo un discurso que se quede en la mera apariencia seductora, en el ornamento, en el maquillaje, sin llevar detrás argumentación, pensamiento y filosofía, no será nunca elocuente. Junto al <i>arte de decir</i> se hace necesario el <i>arte de pensar</i>, reflexión que Ordine traslada al ámbito educativo, en su particular y muy estimable cruzada en contra de la actual banalización de la enseñanza: <i>En contraste con la preeminencia de la didáctica (por desgracia, vigente hoy en las escuelas y universidades), el conocimiento de la disciplina es anterior a todo manual que enseñe a enseñar</i>. La alerta ante, una vez más, la intolerancia y la barbarie, las tentaciones totalitarias de algunas posiciones que, setenta años después del nacismo y el estalinismo, vuelven a amenazar a una Europa <i>extraviada e inhumana</i>, resuena, totalmente vigente en nuestros días, en las palabras de Joseph Conrad en <i>El corazón de las tinieblas</i> que avisan de los peligros de la fuerza bruta: <i>Se apoderaban de todo lo que podían sólo porque podían. Aquello no era más que un robo con violencia, asesinatos con agravantes cometidos a gran escala, y los hombres entregándose ciegamente a ello, como suele suceder con quien se enfrenta a una oscuridad. La conquista de la tierra, que en realidad significa arrebatársela a los que tienen otro color de piel o narices más chatas que las nuestras, no es algo muy bello si lo mira uno de cerca</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Entre las muchas referencias que <i>Los hombres no son islas</i> contiene en relación con el valor de los libros y la importancia de la lectura, destacan unos bellísimos versos del canto V del Infierno de Dante en los que los amantes, Francesca da Polenta y Paolo Malatesta, cuñados, adúlteros y asesinados por causa de su amor prohibido, leen una novela francesa en la que se relata el enamoramiento de Lanzarote y Ginebra. Arrebatados por las palabras leídas, se abandonan a su propia pasión y Paolo besará a Francesca bajo el influjo del libro. <i>La literatura puede inspirar a la vida, igual que la vida inspira a la literatura</i>, concluye Ordine, que añade: <i>Lo han enseñado, en contextos muy diferentes, también don Quijote (ávido lector de libros de caballería) y madame Bovary (enamorada de los relatos de amor)</i>. El dictamen final es categórico: <i>Un libro puede cambiar la vida</i>. El precioso poema de Emily Dickinson <i>Ninguna fragata</i>, que se glosa en el libro, establece un elocuente paralelismo entre la lectura y el viaje, <i>No hay fragata como un Libro / Para llevarnos por esos Mundos</i>. Y es que, en efecto, la lectura, los libros, la poesía, la escritura, nos transportan y, a un precio muy asequible -<i>Esta Travesía la puede realizar el más pobre / Sin la presión del Peaje</i>-, nos permiten acceder a los más recónditos rincones del alma humana. Una muy juiciosa diatriba contra las absurdas cadenas que impone el matrimonio a la libertad del individuo se halla en un convincente párrafo del <i>Suplemento al viaje de Bougainville</i>, de Denis Diderot que Nuccio Ordine pone ante nuestros ojos: <i>¿No te parece que nada es más insensato que un precepto que proscribe el cambio que hay en nosotros, que impone una constancia que no puede existir, y que viola la libertad del varón y la mujer, encadenándolos para siempre el uno al otro, que una fidelidad que limita el más caprichoso de los placeres a un mismo individuo, que un juramento de inmutabilidad de dos seres de carne, ante un cielo que no es ni por un instante el mismo?</i> De la obra de John Donne, <i>Devociones para circunstancias inminentes</i>, que constituye la base, como ya se ha señalado, desde la que se levantan las tesis del libro y que da explicación de su título, el profesor italiano subraya el famoso “por quién doblan las campanas” para reflexionar acerca de la fraternidad, pues, como rezan las palabras del poeta isabelino, n<i>ingún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano. (…) la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad</i>. Un nuevo poema muy bello, <i>Las antigüedades de Roma</i>, de Joachim du Bellay, en que se ponen en contraste lo efímero de lo que en su tiempo fue sólido y firme, las murallas, los palacios, las estatuas, los monumentos de Roma, hoy destruidos y en ruina, con la tenaz persistencia de las aguas del Tíber que aún siguen fluyendo hacia el mar, suscita las consideraciones acerca de la fragilidad de las construcciones humanas y la terca resistencia del tiempo. Y del tiempo hablan también, de <i>la eterna circularidad de las estaciones, de la vida y de la muerte, de la luz y de las tinieblas</i>, del renacimiento y la permanencia y la exploración y la experiencia, los versos de los <i>Cuatro Cuartetos</i> de T. S. Eliot que se recogen en el libro. Y ya desde el título de la obra que las acoge, <i>Lamento de la paz</i>, de Erasmo de Róterdam, queda clara la voluntad de su autor, que Ordine comparte, de rechazar el egoísmo, buscar el bienestar de la humanidad, combatir el fanatismo y favorecer la paz y la convivencia civil, frente a las guerras que, por el contrario, solo <i>destruyen a vencidos y vencedores</i>. La figura de Galileo Galilei, en un texto de su <i>Carta a Cristina de Lorena</i>, sirve para poner de manifiesto el conflicto entre los mitos de la religión y las verdades de la ciencia, subrayando que no se debe <i>confundir una afirmación metafórica con una demostración científica</i>. La ciencia, apostilla Ordine, <i>no se estudia en los libros sagrados</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El poder de la palabra, <i>instrumento de vida y de muerte</i>, es el tema subyacente al fragmento de <i>Encomio de Helena</i>, del filósofo grecorromano Gorgias. Y otro filósofo, el marxista Gramsci, formula su iracunda soflama contra la indiferencia y el conformismo. En <i>Oda contra los indiferentes</i> clama contra quienes no se implican, no participan, no “ven”: Q<i>uien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida</i>. El relato más popular de Ernest Hemingway, <i>El viejo y el mar</i>, es leído por Ordine en términos de defensa del esfuerzo, del aliento, de la lucha personal, del coraje, del sufrimiento con dignidad, frente a la espera perezosa de la suerte: <i>La fortuna no se compra (…), sino que se conquista</i>. El agónico combate entre un viejo pescador y un gigantesco marlín en las aguas frente a La Habana <i>conforma un extraordinario himno a la valentía, a la obstinación, al honor, a la piedad, a la esperanza, a la vida como perpetuo teatro de inevitables agonismos</i>. Como el clásico de Hemingway, <i>Siddhartha</i>, de Herman Hesse, fue para mí también una lectura impactante en mi primera juventud. <i>Los hombres no son islas</i> recoge un fragmento del libro, en el que se destaca la importancia de la búsqueda de la sabiduría, del viaje al encuentro con lo esencial de uno mismo, de la errancia intelectual y vital: <i>Sólo estoy en camino. Soy un peregrino</i>. El anticipatorio discurso feminista de Nora, la mujer que en <i>Casa de muñecas,</i> el drama de Ibsen de 1879, abandona, contra los dictados y las costumbres de la época, a su mezquino marido, que la engaña entre vacías declaraciones de amor, escenifica, en la lúcida interpretación de Ordine, escenifica <i>las hipocresías del matrimonio, la duplicidad de las relaciones humanas, el trágico destino de las mujeres condenadas a hacer felices a los hombres, la autoconciencia como opción de libertad</i>. El muy conocido <i>Discurso sobre la servidumbre voluntaria</i>, del gran amigo de Montaigne Étienne de la Boétie, al que ya me referí en <i>Todos los libros un libro</i> en las emisiones dedicadas a Azahara Alonso y Byung-Chul Han, tiene también un capítulo en el libro de Ordine, a partir de un fragmento que sirve al italiano para denunciar las modernas formas de la tiranía y la opresión y enaltecer los valores de la libertad y la rebeldía, frente a la sumisión y el sometimiento que, tantas veces, aceptamos de manera voluntaria. El análisis de <i>La Princesa de Clèves</i>, de Madame de Lafayette, que forma parte de un trabajo más extenso del autor sobre la figura de la aristócrata del siglo XVII francés, se detiene en los temas de la verdad, de la confesión y de los celos. En el amor, en el matrimonio y la pareja, a veces, el no saber, la <i>disimulación honesta</i>, el refrenar la curiosidad, el mantener <i>zonas de sombra</i> puede resultar útil de cara a la <i>recíproca tolerancia</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La presencia de “nuestro” Fray Bartolomé de las Casas y su indispensable aunque hoy controvertida <i>Brevísima relación de la destrucción de las Indias</i>, la implacable aunque, insisto, hoy en parte cuestionada denuncia del fraile dominico -exageraciones, datos falsos, cierta generosa inventiva-, en la que, muy pronto, a mediados del siglo XVI, cuando la “conquista” estaba en su pleno apogeo, puso por escrito las masacres que los españoles estaban cometiendo entre los pueblos nativos, permite poner de relieve los abusos del colonialismo, de la explotación, de la codicia asesina y depredadora que, por desgracia, siempre reaparece, en tiempos y lugares distintos, a lo largo de la historia de una Humanidad que con dramática frecuencia no hace honor a su nombre. Por el contrario, la tolerancia, el respeto a todas las creencias, la pacífica convivencia de las distintas religiones, el rechazo a los abusos y las imposiciones, al fanatismo basado en las ideas excluyentes, asoman en el fragmento de una obra y un autor para mí desconocidos, <i>Nathan el sabio</i>, de Gotthold Ephraim Lessing, escritor de la Ilustración alemana del XVIII. Una nueva vuelta al mundo grecolatino se produce con <i>Alejandro o el falso profeta</i>, de Luciano de Samósata, que encierra valiosas enseñanzas sobre la impostura y los falsos profetas, que explotan la esperanza y el miedo de los hombres, siempre temerosos ante la incertidumbre del futuro y proclives, por tanto, a aceptar los engañosos discursos de los embaucadores profesionales, tantas veces hoy encarnados en pensadores y periodistas, en líderes de opinión, en gurús religiosos y dirigentes políticos. Otro libro que también tuvo su espacio en nuestro programa, el <i>Viaje alrededor de mi habitación</i>, de Xavier de Maistre, propicia las reflexiones sobre el silencio, la lentitud, el sosiego y la quietud, también sobre la imaginación, la filosofía y la lectura. De esta última, de, un vez más, la importancia de los libros, habla el fragmento escogido de <i>Recomendaciones para la formación de una biblioteca</i>, escrito por el libertino y erudito francés Gabriel Naudé en 1627. Su texto sobre el contenido y la apariencia externa de los libros provoca la contundente, aunque acertada, afirmación de Ordine: <i>Se precisan muchos siglos para formar una biblioteca. Pero se necesita muy poco para dejarla morir en el silencio y la indiferencia</i>. E igualmente, el “buen leer”, lento y reposado, el aprendizaje con calma y morosidad, con detenimiento y profundidad, tan alejado de la prisa superficial, de la ansiosa celeridad de nuestros tiempos, protagoniza los comentarios en torno al texto extraído de <i>Aurora. Pensamientos acerca de los prejuicios morales</i>, obra de Friedrich Nietzsche. Las reflexiones de Blaise Pascal sobre la objetividad en el arte, presentes en un fragmento de sus <i>Pensamientos</i>, lleva a Ordine a contraponer al filósofo francés y su pesar por no poder hallar un centro absoluto desde el que contemplar el mundo con seguridad, con el enfoque ilusionado de Giordano Bruno que ve en este hecho una fuente de entusiasmo y de gozo: <i>es propiamente la imposibilidad de establecer un centro absoluto, eliminando toda rígida jerarquía, lo que hace de todo ser viviente el verdadero centro del universo</i>. Y son ahora las <i>Cartas familiares</i>, de Francesco Petrarca, las que se traen a colación para reivindicar, como tantas otras veces a lo largo de la obra que hoy os presento, el silencio y el esfuerzo como presupuestos indispensables para la lectura y el estudio, en abierta oposición de las modernas y hedonistas teorías pedagógicas: <i>Un texto, un cuadro, una pieza musical requieren silencio, concentración, dedicación. Sólo las «bellezas fáciles», aquellas que no dejan huella, pueden consumarse en medio del ruido y de la distracción</i>. El rechazo al poder omnímodo del dinero, al lujo superfluo que inútilmente pretende disimular con oropeles la estulticia, a la obscena ostentación y la zafia ordinariez del nuevo rico, aparece en el muy caricaturesco retrato de un patán enriquecido e ignorante, que protagoniza un episodio de la cena de Trimalción, que recoge Petronio en <i>El Satiricón</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Del poder de la música, la educación y la cultura para luchar contra la violencia y la intolerancia, ejemplificado en la labor de Claudio Abbado en los barrios de chabolas venezolanos y en el trabajo de Daniel Barenboim con su orquesta de músicos palestinos e israelíes, nos habla Ordine en un capítulo en el que el desencadenante de sus reflexiones es un elocuente fragmento de<i> La música</i>, de Plutarco. Y, siguiendo con el clásico latino, en un texto, esta vez, de su <i>Teseo</i>, aflora la defensa del carácter flexible y dúctil de la identidad, <i>un complejo conjunto de mutaciones y permanencias, de continuas ósmosis entre lo idéntico y lo diverso</i>, y no un rígido, estático e incontaminado conjunto de valores que se esgrimen para discriminar al “otro”, al diferente, al extranjero. Con una nueva cala en el ámbito educativo, tan querido a su autor, el libro nos presenta ahora unos párrafos de las <i>Cartas a un joven poeta</i>, en los que el maestro Rainer Maria Rilke alienta en su interlocutor la búsqueda de la dificultad y la necesidad de “mantenernos en lo difícil”, pues solo así sabremos que nuestra voluntad, nuestros propósitos, nuestros deseos e intenciones, están guiados por una fuerza genuina que no se arredra ante los obstáculos. La apostilla final de Ordine es magistral: <i>¡Es una lástima que las pedagogías modernas de lo fácil y lo rápido estén corrompiendo a las nuevas generaciones! Sin sacrificio, sin lo «difícil», ¿cómo puede uno conocer y conocerse?</i> Igualmente interesante resulta también el apartado en el que se glosan un muy breve texto de <i>El gallo de oro</i>, de Juan Rulfo, en el que el profesor italiano encuentra valiosas apreciaciones sobre la<i> soledad, la repetición, el destino, las mutaciones repentinas de la fortuna, la miseria, la esperanza, el amor, la arrogancia del dinero y del poder, la muerte, el sedentarismo y el nomadismo.</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No podía faltar, en este exhaustivo repaso por los grandes temas que afectan al ser humano, la presencia del amor, que se muestra, en la dimensión apasionada y turbadora, exaltada e incontenible del enamoramiento, en el bellísimo poema -e inconcluso como tantas otras veces en la poetisa helena- de Safo de Lesbos. En su muy manifiesta voluntad de celebración de los valores democráticos y los derechos universales, Ordine aprovecha los versos de Safo para reivindicar el amor plural, las uniones entre personas del mismo sexo y la sexualidad no necesariamente vinculada a la función reproductiva, frente a la intolerancia de quienes solo conciben una única visión -limitada y represora- de las relaciones afectivas y sexuales. En el mismo orden de cosas, el pronunciamiento contra el fanatismo, la censura, las prohibiciones, esta vez con los libros como protagonistas, está presente en la nota en torno a <i>Sobre la función de la inquisición</i>, el ardiente alegato del fraile del XVII Paolo Sarpi, contrario a la Contrarreforma y el poder clerical, que en su texto fustiga la labor de los censores, inútil a la postre, pues las llamas podrán aniquilar los libros, pero no la fuerza de las palabras. Como parece inexcusable en una antología de este género, las palabras de Séneca están también presentes en la compilación. En concreto, un breve texto de sus <i>Epístolas morales a Lucilio</i>, en el que se nos habla del error -que pasados veinte siglos de la desaparición del filósofo cordobés el ser humano sigue cometiendo- de juzgar a los demás no por quienes son realidad, “desnudos”, sino por su apariencia: <i>a nadie valoramos por lo que realmente es, sino que le añadimos también sus atavíos.</i> Como parece también evidente, en este intenso y muy completo repaso por los clásicos sería imperdonable la ausencia de Shakespeare. En los versos del <i>Rey Lear </i>seleccionados, en los que el monarca, privado de sus privilegios regios, pobre y castigado por la locura, percibe por primera vez en su vida, la <i>carne famélica</i>, la <i>pelada cabeza</i> y los <i>andrajos rotos y raídos </i>de los pobres, la lúcida lectura de Ordine entrevé una enseñanza sustancial: <i>la caída en la pobreza material ayuda a hacerse rico en el espíritu, de la misma manera que la pérdida de la autoridad regia ayuda a conquistar la autoridad moral</i>, y aboga por el despojamiento y la eliminación de lo mucho superfluo de nuestras vidas para así contribuir a la construcción de un mundo más equilibrado y más justo. La <i>Defensa de la poesía</i> de un para mí desconocido Philip Sidney, publicada póstumamente en 1595, una década después de la muerte de su autor, constituye <i>una apasionada apología de la imaginación, de las artes en general y de la función moral de la literatura</i>, a partir de la diferenciación entre el poeta “burócrata”, el mero versificador, que compone con gélida inanidad versos y rimas, y el poeta verdadero, que asienta sus creaciones en la búsqueda del conocimiento. Precisamente esa idea, la que defiende el afán por el saber, la razón y la instrucción, el enciclopedismo, el cuestionamiento crítico de los dogmas, el “impulso heroico” en pro de la verdad y la felicidad del género humano, está en la base del discurso <i>Sobre la mente heroica</i>, que Giambattista Vico dirigió a los estudiantes universitarios en 1732, en Nápoles, con motivo de la inauguración del año académico. El último fragmento presentado está extraído de <i>Las olas</i>, una de las obras mayores de Virginia Woolf. En las palabras de la escritora británica se explicita la gran metáfora que permea <i>Los hombres no son islas</i>: al modo en que las olas reafirman su individualidad en cada nueva acometida de la marea para, luego, reincorporarse al universo común del mar al que pertenecen, y al igual que, siguiendo a John Donne, ningún hombre es una isla sino que forma parte de una entidad múltiple, un “pedazo de continente”, así la lectura que hace Ordine del texto de Woolf subraya el ”mensaje” esencial de su obra con el que ahora, tras su muerte, recordamos al sabio profesor italiano: <i>de la misma manera que el individuo es a la humanidad y la ola al océano, aquí, una ola muere mientras que en otro sitio, de aquella misma agua, nace otra</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, cincuenta interesantes motivos, cincuenta textos fundamentales, cincuenta apreciables excusas para adentrarse en otras tantas obras clásicas y, también, para leer este <i>Los hombres no son islas</i>, de un Nuccio Ordine al que esta emisión quiere homenajear con ocasión de su prematura y triste muerte.
Os dejo con un fragmento de las notas para el discurso de aceptación del Premio Princesa de Asturias que Ordine había escrito y que no pudo revisar por culpa de su muerte prematura. Este muy avanzado esbozo de conferencia fue distribuido por su viuda y su hermana entre los invitados al acto. Como complemento musical os ofrezco un tema que me ha venido a la memoria a partir de la presencia central de John Donne en el libro comentado. Se trata de una canción magnífica de Van Morrison, <i>Rave on, John Donne</i>, de su álbum de 1983, <i>Inarticulate Speech of the Heart</i>, cuya letra el poeta londinense aparece acompañado de otros grandes nombres de la poesía universal Walt Whitman, Omar Khayyam, William Butler Yeats, Kahlil Gibran.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>En abril, al haber sido invitado a la Feria del Libro de Bogotá, tuve la oportunidad de visitar los míticos lugares de la infancia de Gabriel García Márquez: en Aracataca, en Cartagena de Indias, en Barranquilla y en las fincas bananeras de Prado Sevilla redescubrí muchas piezas que ayudaron a componer el rompecabezas de las mágicas Macondo relatadas por Gabo en sus extraordinarias novelas. Allí viví una experiencia humana e intelectual inolvidable: con la ayuda de mis colegas de la Universidad del Magdalena en Santa Marta, visité un pequeño pueblo palafito en la laguna de Ciénaga. A dos horas en barco de tierra firme, muchas familias de pescadores viven en Buenavista. Entre las casas coloridas, suspendidas sobre el agua, se encuentra también la escuela pública. El encuentro con los niños en esas aulas austeras y soleadas, pero rebosantes de vida, me resultó especialmente conmovedor. Vi en los destellos de sus miradas y en sus sonrisas festivas las esperanzas y los miedos, los sueños y las dificultades de quienes se preparan para afrontar la aventura de la vida. Me trajeron a la memoria mis primeros años en la escuela primaria cuando, en mi pueblo natal, al no haberse construido aún la escuela, unos maestros habían convertido unas habitaciones de sus propias casas en improvisadas aulas. Desde 1964 hasta 1967, la escuela pública se reducía a una habitación en la vivienda de mi maestra Ofelia Brancati. Aquellos escasos metros cuadrados encerraban casi toda mi vida: mi profesora, mis libros, mi compañero de pupitre y mis compañeros de clase. Fue allí donde, por primera vez, experimenté la alegría de aprender, la pasión de mis primeros amores, el misterio y el carácter indispensable de la amistad. Allí empecé a cultivar mis sueños: a planificar mis primeros viajes físicos e imaginarios y a pensar en una vida más allá de los estrechos confines de mi lugar de nacimiento. Al haber nacido en un pueblo sin librerías ni bibliotecas, en una casa sin libros y de padres que no habían tenido la oportunidad de cursar estudios de secundaria, sin la escuela pública, sin la Universidad pública y sin mis profesores, seguramente no habría llegado a ser lo que soy hoy en día. La fundación en la década de 1970 de la Universidad de Calabria en una de las regiones más pobres de Italia permitió a miles de jóvenes estudiantes locales acceder a una educación superior de la que nunca habrían podido disfrutar.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/nGZpgUBVC98?si=wY2W6EW4cs--T3QB" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/DbOkSBankSk" width="520" youtube-src-id="DbOkSBankSk"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Nuccio Ordine. Los hombres no son islas</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/nuccio-ordine.-los-hombres-no-son-islas" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-14268678572440582532023-10-18T20:26:00.001+02:002023-10-18T20:26:36.760+02:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">HARUKI MURAKAMI. <i>1Q84</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. <i>Todos los libros un libro</i>, el espacio de propuestas lectoras de Radio Universidad de Salamanca sale a vuestro encuentro una semana más para ofreceros la tercera entrega de la serie de cuatro que durante el mes de octubre estamos dedicando a celebrar los Premios Princesa de Asturias que dentro de un par de días, el próximo 20 de octubre, entregará los galardones correspondientes a 2023. En las dos emisiones precedentes a esta de hoy he “rescatado” mis comentarios de años atrás sobre la obra de otros dos premiados, ambos en la modalidad correspondiente a las Letras, Fred Vargas, que recibió la distinción en 2018, y Leonardo Padura, que la obtuvo en 2015. Son solo dos muestras, aunque bien representativas, del interés que para nuestro programa tienen los originarios Premios Príncipe -hoy Princesa- de Asturias, cuyo palmarés ha estado representado aquí por Mario Vargas Llosa, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Emmanuel Carrère, Bob Dylan, Woody Allen, Juan Mayorga, Margaret Atwood, Paul Auster, Leonard Cohen, Antonio Muñoz Molina y John Banville, además de Haruki Murakami y Nuccio Ordine, los dos nombres indiscutibles de la literatura y las humanidades que, premiados este mismo año, protagonizarán la emisión de hoy y la de dentro de siete días con la que cerraremos el ciclo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Vayamos, pues, con Murakami. El jurado del Princesa de Asturias, prestigioso y repleto de nombres sobresalientes de la cultura en español (Xosé Ballesteros Rey, Blanca Berasátegui Garaizábal, Anna Caballé Masforroll, Gonzalo Celorio Blasco, Jesús García Calero, José Luis García Delgado, Pablo Gil Cuevas, Francisco Goyanes Martínez, Lola Larumbe Doral, Juan Mayorga Ruano, Carmen Millán Grajales, Leonardo Padura Fuentes, José María Pou Serra, Fernando Rodríguez Lafuente, Ana Santos Aramburo, Jaime Siles Ruiz, Anne-Hélène Suárez Girard, Juan Villoro Ruiz, Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia Española de la lengua y presidente del jurado, y Sergio Vila-Sanjuán Robert, que ejerció de secretario), un elenco insuperable de novelistas, poetas, dramaturgos, críticos, académicos y premiados con anterioridad, concedió por unanimidad el galardón al escritor japonés resaltando <i>la singularidad de su literatura, su alcance universal, su capacidad para conciliar la tradición japonesa y el legado de la cultura occidental en una narrativa ambiciosa e innovadora, que ha sabido expresar algunos de los grandes temas y conflictos de nuestro tiempo: la soledad, la incertidumbre existencial, la deshumanización en las grandes ciudades, el terrorismo, pero también el cuidado del cuerpo o la propia reflexión sobre el quehacer creativo. Su voz, expresada en diferentes géneros, ha llegado a generaciones muy distintas. Haruki Murakami es un gran corredor de fondo de la literatura contemporánea</i>, como reza el acta que recoge la decisión del jurado. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Haruki Murakami es un escritor de presencia reiterada en <i>Todos los libros un libro</i>. El controvertido autor japonés -sus lectores se cuentan por millones, pero tiene, igualmente, un buen número de detractores; y ambas circunstancias resultan fácilmente entendibles- no fue, inicialmente, un escritor de mi agrado, hasta el punto de que, durante varios años, me resistí con firmeza a leerlo. El universo onírico, el simbolismo algo disparatado, el misticismo cercano a la autoayuda, la ruptura de la lógica convencional, la inverosimilitud de gran parte de sus historias y la presencia de fenómenos sobrenaturales, de episodios que desafían las reglas de la racionalidad no constituían para mí alicientes demasiado sugestivos para adentrarme en sus evanescentes territorios. Fue un azar, como tantas veces en la vida, relativamente tardío -hablo, creo, de 2006-, el que depositó <i>Kafka en la orilla</i> en mis manos, fruto de un inesperado regalo de una amiga. El entusiasmo que me provocó su lectura, expandido por un muy estimulante viaje a Japón en esas fechas, me llevaron a “devorar” (no cabe otro verbo) la mayor parte del resto de su obra novelística (y aún la de otros géneros, como el relato, en <i>Sauce ciego, mujer dormida</i>, o el ensayo, como <i>De qué hablo cuando hablo de correr</i>, una práctica a la que es aficionado el novelista y a la que aluden, velada, innecesaria y algo frívolamente, a mi juicio, las últimas palabras del jurado asturiano). Así ocurrió con <i>Tokio blues</i>, <i>Al sur de la frontera, al oeste del sol</i>, <i>Sputnik, mi amor</i>, <i>Crónica del pájaro que da cuerda al mundo</i> o <i>After dark</i>, encandilado en todos ellos por unas tramas que, pese a que repiten una y otra vez aquellos parámetros que, inicialmente, me resultaban más ajenos (lo excéntrico y hasta “anormal”, lo imprevisible, lo oculto, lo inexplicable, el abierto surrealismo, los enigmas y secretos, la existencia de otros mundos que se entrecruzan con el más tangible que nos rodea, lo fantástico), acabaron por subyugarme hasta estimarlas arrebatadoras y fuertemente adictivas (hay críticos que hablan de “hipnosis colectiva” para referirse al fuerte impacto que provocan las historias de Murakami en sus lectores, y algo así sucede al acceder a sus seductoras narraciones). En julio de 2012, traje aquí <i>Tokyo Blues</i>, el libro que en 2005 fue, en cierto modo, el desencadenante de la actual fiebre Murakami en todo el mundo y en particular en nuestro país. Más recientemente, hace apenas diez meses, en diciembre de 2022, os hablé de su por ahora última y ambiciosa novela, <i>La muerte del comendador</i> (hay otra, más reciente, <i>La ciudad y sus muros inciertos</i>, no traducida aún al español y que aparecerá, previsiblemente, en la primavera de 2024). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhT7DC2oiYQFHU5DSemGj5ymxyUTaxsU9WaoMpWZbUvlA8Pblsj3N9jugsXVDxzAHkguBWrk-OORRd2NbJzyIp8mT1m99PNPG62EkeUyaAbNtwxz3Iae1ZMHZ1awpq7cC5CmIghD_e1Biwn73KmvQW-vxXhgApjj7SCaXh0v75ByJh66rhwEHfbDH4dmgYX/s500/Programa%20539.%20Haruki%20Murakami.%201Q84.%20Libros%201%20y%202.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="500" data-original-width="334" height="400" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhT7DC2oiYQFHU5DSemGj5ymxyUTaxsU9WaoMpWZbUvlA8Pblsj3N9jugsXVDxzAHkguBWrk-OORRd2NbJzyIp8mT1m99PNPG62EkeUyaAbNtwxz3Iae1ZMHZ1awpq7cC5CmIghD_e1Biwn73KmvQW-vxXhgApjj7SCaXh0v75ByJh66rhwEHfbDH4dmgYX/s400/Programa%20539.%20Haruki%20Murakami.%201Q84.%20Libros%201%20y%202.jpg" /></a></div>Y esta tarde, ante mi voluntad de homenajear al escritor con ocasión de su presencia en Asturias para recibir su distinción, he decidido ceder el espacio a <i>1Q84</i>, otra voluminosa novela (más de mil cien páginas) que la editorial Tusquets, responsable de la difusión en España de las creaciones del japonés, publicó en un ya lejano 2011. En febrero de ese año, aparecieron, en un solo tomo, los llamados Libro 1 y 2 de la vasta obra. En octubre de ese mismo 2011, vio la luz el Libro 3 y último. Hay, además, una edición posterior que recoge los tres tomos, presentados en un vistoso estuche. A propósito de las distintas ediciones de los libros de Murakami, y en relación, más en particular, con sus traducciones, ya comenté en este mismo espacio la errática política, cuyas razones, obviamente, se me escapan, que sigue Tusquets a la hora de “dar voz” en español al escritor japonés. “Desaparecida” de Tusquets Lourdes Porta -¡lástima!-, que fue la eficaz responsable de las versiones españolas desde el comienzo de la peripecia editorial de la literatura “murakamiana” en nuestro idioma, se han sucedido los traductores, siendo los últimos Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, que se han encargado de <i>La muerte del comendador</i>, y Juan Francisco González Sánchez, que traduce <i>Primera persona del singular</i>, la, por el momento, postrera colección de relatos de Murakami, de 2021. Gabriel Álvarez Martínez, uno de los más “consolidados” traductores del nipón, con hasta cinco de sus libros en su haber, firma la traducción de <i>1Q84 </i>en la que, siempre desde mi punto de vista de profano desconocedor de la lengua japonesa y de los más elementales secretos de la traducción, llaman la atención algunas opciones elegidas para verter a nuestro idioma expresiones y vocablos que, probablemente, en la obra original, tienen un carácter abiertamente coloquial. Siendo consciente de la dificultad de trasladar términos conversacionales, informales, del lenguaje corriente y hasta popular, conjugando la preservación de las peculiaridades y la particular idiosincrasia de la sociedad en la que surgen, con el mantenimiento de su espíritu, su tono y su estilo en la lengua de destino, lo cierto es que chocan bastante -sin molestar ni entorpecer la lectura- opciones como “disfruté de sus clases como un enano” (página 424 del primer tomo), “fueron a un bar a tomarse unas cañas” (página 452), “y encima se tiene que comer el marrón” (página 543) o “escondo el parné entre el somier y el colchón” (página 570, siempre del volumen primero), puestas en boca de tokiotas “de pura cepa”. Errónea -y no solo discutible- es, abiertamente, la locución “punto y final”, que nos “agrede” en la página 426 de ese primer libro. En fin… </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Adentrarse en las obras de Murakami exige aceptar algunos apriorismos básicos si no se quiere salir “escaldado” a las pocas páginas, irritado el lector por el disparatado universo en el que el talento del autor lo ha introducido, una sucesión de desatinos, situaciones absurdas, despropósitos, sucesos inconcebibles, personajes estrafalarios y, en general, episodios desconcertantes desde la lógica convencional. La portentosa imaginación del escritor lo lleva, en más de una ocasión, al exceso, por lo que hay que estar preparado para lo que uno se va a encontrar si se decide a “conocer” las pintorescas peculiaridades de su mundo literario. La primera de estas premisas inexcusables es la suspensión de la incredulidad. El concepto, con raíces, al parecer, en Aristóteles, fue acuñado por el poeta y filósofo Samuel Taylor Coleridge en 1817 para referirse a la necesidad -que a menudo no requiere de un acto explícito de voluntad, operando con frecuencia de modo automático- de que el lector acepte como ciertos -por descabellados, fantásticos o imposibles que puedan resultar- los fundamentos desde los que se construye un texto literario, siempre que la narración se presente de modo consistente y con una apariencia de verdad. Si, por el contrario, leemos <i>1Q84</i> -o cualquier otra obra de Murakami- amparados en el más sensato cartesianismo, bien pertrechados de los recursos racionales con los que acostumbramos a interpretar la realidad, el escepticismo ante tamaña sucesión de dislates y extravagancias nos hará abandonar, enojados, la lectura. A este respecto, a lo largo de la novela hay más de un inciso en los que Murakami parece estar haciendo un guiño a sus propios lectores, como esta reflexión, referida a <i>La crisálida de aire</i>, un libro que ocupa un lugar central en su trama: <i>La gente considera “La crisálida de aire”</i> [vale decir <i>1Q84</i>, si en efecto se trata de un guiño] <i>una simple novela del género fantástico (…), una inofensiva fábula escrita por una imaginativa estudiante de instituto. De hecho, muchos la han criticado por su inverosimilitud</i>, adelantándose, quizá, a la percepción crítica de quien pueda estar leyendo su libro. E incluso, cuando lo extraño y enrevesado del relato al que la fecunda inventiva del japonés lo ha llevado puede hacer zozobrar el interés del lector, hace decir a uno de los personajes: <i>Toda esta historia avanza demasiado rápido para mí</i> […]. <i>No consigo encontrarle la coherencia</i>, anticipando, quizá, la perplejidad de quien está leyendo y poniendo la venda “autojustificatoria” antes de la más que probable herida de la incomprensión de la audiencia. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La segunda exigencia para una, a mi juicio, “eficaz” lectura del japonés es una suerte de corolario de la anterior: la fe, la entrega confiada e incondicional al magisterio de Murakami, la concesión al autor de carta blanca para que pueda urdir cuanta historia sorprendente, absurda e improbable se le antoje, en la creencia de que lo importante en la lectura no es tanto la verosimilitud de lo que se cuenta como la eficacia narrativa de la obra. En esta dimensión metaliteraria que siempre incluye el escritor en sus novelas, de nuevo Murakami parece prever la reacción de sus lectores, cuando incluye en su texto un fragmento de una canción, <i>It’s only a paper moon</i>, muy presente en la novela, avisándoles de cuál es el espíritu con el que deben encarar el contacto con su fantasioso universo: <i>Es un mundo circense/falso de principio a fin/pero todo sería real/si creyeses en mí</i>. E incluso, de un modo algo más larvado, yo encuentro una referencia a esta disposición de ánimo que se exige para entrar al “planeta” Murakami: <i>Si no crees en el mundo o si careces de amor, todo será una mera falsificación. En ambos mundos, o estés en el mundo que estés, la línea que divide las hipótesis de los hechos es, en la mayoría de los casos, imperceptible. Esa línea sólo se puede observar con los ojos del corazón</i>. Los ojos del corazón, la fe poética. Y hay en Murakami una voluntad explícita, una recurrente insistencia, en dejar claras sus premisas y en apelar a esa credulidad aceptada por el lector, que se manifiesta en los guiños referidos, en constantes “declaraciones de principios”: <i>Tiene que haber «algo especial». Por lo menos tiene que incluir algo que no pueda predecir. Con respecto a las novelas, eso es lo que yo más valoro. Las cosas predecibles no me interesan. Naturalmente. Son demasiado simples</i>, hace decir a un personaje. Y también: <i>Lo que deseo es burlarme de los círculos literarios. Quiero troncharme de risa de esa banda que no sabe más que reunirse en sótanos lúgubres y farfullar tonterías sobre la misión de la literatura, mientras se hacen la pelota, se lamen las heridas y se hacen la zancadilla los unos a los otros. Voy a burlarme del sistema y ridiculizarlo por completo. ¿No te parece divertido?</i> E igualmente: <i>En lo referente al significado de la crisálida de aire y la Little People, bastantes de los críticos estaban desconcertados o eran incapaces de tomar una decisión. Uno de ellos afirmaba: «La historia es apasionante y arrastra al lector hasta el final, pero el significado de la crisálida de aire y de la Little People permanece en un misterioso mar de preguntas hasta el final». </i>Y aún más:<i> En aquel momento veía la crisálida de aire y a la Little People como si fueran partes de sí mismo. Francamente, no sabía qué significaban, pero eso no le importaba. Lo más importante era si podía aceptarlos o no como algo real</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La tercera condición previa para el disfrute de las creaciones del japonés, consecuencia natural de las dos anteriores, es olvidar cualquier hábito de lectura adquirido, obviar la necesidad de explicaciones, de entendimiento, de comprensión que a todos nos acomete ante un producto literario y dejarse llevar por el caudaloso y ciertamente irrefrenable torrente narrativo, ante el encantamiento, la atracción hipnótica, el deslumbramiento maravillado, la fascinación algo alucinógena que transmiten sus historias (otro tanto ocurre, a menudo, con la poesía: ¿qué “quiere decir” un determinado poema, en apariencia ininteligible?). Desde este punto de vista, las novelas de Murakami son arrebatadoras y desde sus primeras páginas atrapan al lector en una vorágine que lo arrastra y zarandea, que lo envuelve en su impetuoso y agitado flujo para, tras cientos de páginas de <i>aglomeración confusa de sucesos, de gente o de cosas en movimiento </i>(en la tercera acepción de “vorágine” en el diccionario de la Real Academia), depositarlo de nuevo, algo desconcertado pero exultante, feliz aunque no del todo indemne tras el “ajetreo”, en la por fin estable, convencional, plácida y consabida orilla de su cotidianidad. ¿A qué responde, en definitiva, la literatura, más que a esa ancestral necesidad humana de escuchar historias, de contarlas y de que nos las cuenten? ¿Alguien se cuestiona, por poco verosímil, la presencia en un relato de una alfombra voladora, de un individuo repentinamente convertido en cucaracha, de un lugar que es el centro del universo y concita en él de manera simultánea todo lo que existe, de una lujuriosa lluvia de flores, de un orate que confunde los molinos con gigantes? ¿Alguien ha dejado de leer, por esa misma razón, <i>Las mil y una noches</i>, <i>La metamorfosis</i>, <i>El Aleph</i>, <i>Cien años de soledad</i> o el <i>Quijote</i>? Adentrémonos, pues, en la obra de Murakami, encarándola con ingenuidad, con inocencia lectora, con ausencia de prejuicios, con rendida predisposición, con voluntad bien determinada de disfrutar de la magia de sus narraciones. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Unas historias -y hablo ya de <i>1Q84</i>- de las que resulta imposible dar cuenta, más allá de por el hecho de que muchos pasajes no parezcan tener ni pies ni cabeza, debido a la complejidad del hilo conductor que las articula, a la infinidad de subtramas que se entrecruzan, a la multiplicidad de personajes singulares, a la ingente cantidad de sugerencias, citas, referencias, digresiones, relatos entrelazados, episodios extraordinarios, elementos sorprendentes, giros inesperados que encierran sus -ya se ha dicho- más de mil “multifacéticas” páginas. Son centenares -no exagero- las notas de lectura que conservo de mi primera aproximación al libro (que he releído ahora para completar esta reseña), y su mera consulta revela la imposibilidad de la tarea de dotarlas de un cierto orden y proporcionar a quien sigue nuestro espacio un resumen medianamente coherente de algo que puede parecerse a una trama argumental razonable, cuyo planteamiento pueda despertar en el oyente el interés por leer el libro. Me atreveré, no obstante, pese a la casi segura inviabilidad del intento. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Estamos en Tokio, en 1984 (las resonancias “orwellianas” de la fecha son explícitas en todo momento a lo largo de la novela, ya desde su mismo título: en japonés, la letra Q y el número 9 son homófonos, ambos se pronuncian <i>kyu</i>, de modo que Murakami deja que Orwell nos “salude” ya antes de abrir el libro). Una chica, Aomame, atrapada en un atasco en una autopista de circunvalación de la capital nipona, se ve obligada, por la urgencia del compromiso al que debe presentarse, a abandonar el taxi que la lleva, usar unas inesperadas escaleras de emergencia que le permiten una insólita salida de la carretera y la depositan en un inhóspito paraje del extrarradio, tomar desde allí el metro, incorporarse a su actividad normal y cumplir la también inusitada obligación profesional hacia la que se dirigía. En paralelo, un joven, Tengo, profesor de matemáticas y escritor en ciernes, recibe el encargo de una editorial para corregir -reescribir, en realidad- una fantasiosa novela, <i>La crisálida de aire</i>, creación de una misteriosa muchacha, Fukaeri, de apenas diecisiete años, con una imaginación y un talento natural para la invención literaria deslumbrantes, pero carente de las habilidades técnicas necesarias para articular una novela que llegue a los lectores. Ambos personajes, Aomame y Tengo, son jóvenes, en torno a los treinta años, solteros, independientes, moviéndose en ámbitos profesionales discretos, ella instructora en un gimnasio y él dando clases en una academia. Cada uno de los dos primeros libros de la trilogía -que en su origen se presentaron por separado mientras que, recuérdese, en España aparecen en un solo tomo- se organizan en veinticuatro capítulos protagonizados en alternancia por uno y otro, en peripecias aparentemente autónomas que se narran en paralelo aunque con vínculos entre ambas que, de modo sutil inicialmente y más explícito a medida que avanza la novela, acaban por entrelazarse (en el tercer libro, las líneas por las que discurre el relato son tres, incorporándose a la narración Ushikawa, un agudo investigador que se suma a la trama, que acentúa en esta tercera entrega los aires de <i>thriller</i> que ya estaban, larvados, en las dos primeras). De hecho, la conexión entre los dos jóvenes -desvelada en las primeras páginas- se retrotrae a veinte años atrás, pues Aomame y Tengo conservan un vívido recuerdo de una leve experiencia que los unió en el pasado, un hecho trivial sucedido en la escuela infantil que compartieron a los diez años: niños algo excéntricos y solitarios, poco integrados entre los demás alumnos, en una ocasión -única, fugaz, en apariencia irrelevante, sin continuidad en un muy escaso, inexistente trato posterior entre ellos durante dos décadas-, en un determinado momento sin especial significación, ella, inopinadamente, cogió de la mano al chico. Ese incidente insustancial dejaría, al parecer, una huella imborrable en ambos. A<i>quella niña de diez años me agarró la mano y cambió por completo algo que había en mi interior. No sé explicar de manera lógica cómo pudo suceder algo así. Pero en ese momento nos comprendimos uno al otro y nos aceptamos de manera natural. Por completo, casi de forma milagrosa. Esas cosas no ocurren muchas veces en la vida. No, probablemente sólo ocurran una vez</i>, pensará Tengo. Y Aomame, a propósito del incidente: <i>Sí que me acuerdo (…) Aquel año había agarrado la mano de un niño y había jurado seguir amándolo de por vida</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El descenso por las extrañas escaleras y la tarea de reescritura de la enigmática novela suponen, en la vida de cada uno de ellos, unos insólitos puntos de inflexión, tras los cuales se abren grietas en la normalidad, se registran sucesos sorprendentes y se producen desajustes en el ordinario desenvolvimiento de sus respectivas existencias, que se ven alteradas por fenómenos desconcertantes (<i>El sistema del mundo empezaba a enloquecer por alguna parte</i>). En síntesis, Tengo y Aomame se adentran en otro mundo, simultáneo al del 1984 en el que “en realidad” viven, un 1Q84 que se “hace notar” en infinidad de detalles que solo ellos dos -cada uno por separado y sin posibilidad de contacto alguno entre sí- pueden percibir (<i>Era igual que el juego de las siete diferencias. Había dos dibujos. Al colgarlos de la pared uno al lado del otro y compararlos, parecían exactamente el mismo dibujo. Sin embargo, inspeccionando cada detalle con atención se percibían algunas pequeñas diferencias</i>): la existencia de dos lunas, unas raras variaciones en el uniforme y el arma reglamentaria de la policía, un cartel publicitario en el que puede advertirse una sutil modificación, los singulares personajes de una novela que parecen tomar carta de naturaleza real, y, sobre todo, los cambios en el interior de sus almas (<i>El mundo ha cambiado y algo está a punto de ocurrir</i>): pálpitos iluminadores, percepciones extrasensoriales, presentimientos y corazonadas reveladores, enigmas de imposible solución, remembranzas nítidas de episodios de improbable recuerdo, desajustes en el transcurrir del día a día, situaciones en las que la lógica no tiene validez, experiencias que les hacen dudar de la realidad que habitan (<i>¿Es ésta la verdadera realidad? ¿No me habré colado en la realidad equivocada?</i>) e incluso de su propia cordura. <i>De vez en cuando tenía la impresión de estar desubicada. «¿Será esto real?»</i>, se dirá Aomame. Y, en el mismo sentido, Tengo: <i>¿Me estaré volviendo loco? No, no puede ser. Mi mente es como un clavo de acero novísimo: sólido, recto e imperturbable. Se clava con precisión y en el ángulo correcto en el núcleo de la realidad. A mí no me pasa nada. Estoy en mi sano juicio. Es el mundo que me rodea el que ha enloquecido.</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En consecuencia, muy pronto empiezan a moverse las aguas bajo la apacible superficie de las cosas. Aomame es, en realidad -¡hay que atarse los machos para escribir esta palabra cuando hablamos de una novela de Murakami!-, una eficaz y justiciera asesina -aunque noble y bienintencionada en las causas que la mueven- que se “desembaraza”, con un sutil, ingenioso y mortífero artilugio, una suerte de refinado y minimalista picahielos, de hombres que han maltratado y abusado sexualmente de niñas y mujeres. Por otro lado, la aparentemente inocua labor de “negro” literario de Tengo se complica, pues, tras su “reelaboración” de <i>La crisálida de aire</i>, el libro alcanza una repercusión sobresaliente, se convierte en un <i>best-seller </i>y despierta el interés de los medios de comunicación por el precoz genio de su supuesta autora, la asocial, jovencísima y muy bella -circunstancias todas que alimentan la atracción mediática- Fukaeri, complicando la existencia de su fraudulento -aunque también recto y generoso- “cocreador”. En ambos casos, la expeditiva, muy profesional y furtiva dedicación de Aomame y las cada vez más problemáticas derivaciones del también oculto desempeño de Tengo, acaban por coincidir en un extraño vínculo con una especie de secta, una congregación religiosa laica, secreta e impenetrable, de nombre <i>Vanguardia</i>, una comuna alternativa, con desconocidas fuentes de financiación, evanescente adscripción ideológica, velados propósitos y prácticas cotidianas delictivas (entre las que se cuenta la presumible explotación sexual de menores), de difícil comprobación al ser sus dominios inaccesibles y objeto de unas férreas condiciones de seguridad de imposible superación para quienes no son miembros de la en exceso prudente colectividad. Fukaeri, que ha huido de la forzada reclusión, es hija del líder de <i>Vanguardia</i>, el cual -y no quiero anticipar nada sustancial; sáltese este párrafo quien quiera obviar la más mínima información que pueda desvelar el encanto del descubrimiento virginal de la trama- será también una de las potenciales víctimas de Aomame, enlazando así, más allá del sorprendente episodio de la infancia, las dos trayectorias. Un lazo que, por cierto, el talento de Murakami va estrechando a medida que avanzan los capítulos alternativos, dejando en uno y otro retazos de la vía paralela que sigue el otro protagonista: el padre de Tengo, cobrador de la NHK, la organización pública de radio y televisión japonesa, que, quizá (todo es ambiguo en Murakami) aparece en una noticia de un periódico que lee Aomame; la <i>Sinfonietta</i> de Janáček, motivo musical recurrente en ambas historias; Chéjov y su relato sobre la isla de Sajalín; las dos lunas que<i> flotaban en el cielo</i> y que perciben Tengo y Aomame, cada uno en su realidad de 1Q84 que solo ellos habitan; entre otras “conexiones”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A partir de este frágil y vaporoso entramado argumental -por llamarle algo- la fantasiosa creatividad de Murakami fluye a su antojo y convierte la novela de un encadenamiento de sucesos disparatados, empezando por la inconcebible existencia de las dos lunas: <i>La falta de coherencia se debe a las dos lunas, (…) Son ellas las que lo vuelven todo incoherente</i>, vuelve a avisarnos el autor. Y así, incoherencia tras incoherencia, el libro nos pone en contacto con una novela -la ya mencionada <i>La crisálida de aire</i>- algunos de cuyos personajes -la <i>Little People</i>, unos individuos diminutos que recuerdan a los enanitos de Blancanieves aunque a más pequeña escala- cobran vida saliendo de la boca de una cabra muerta para fabricar, a partir de improbables hilos de aire, una crisálida dentro de la cual la protagonista, inexplicablemente, se desdobla y se convierte en <i>mother</i> y <i>daughter</i> (móter y dóter, en ocasiones). Dicha protagonista es, supuestamente, Fukaeri, la jovencísima muchacha, autora inicial de la novela, que afectada de dislexia apenas es capaz de articular una frase completa, no puede leer en condiciones un libro, escribe de manera rudimentaria, formula las preguntas sin signos de interrogación (no solo gramaticales, en el texto, sino en su expresión oral), parece haber perdido una parte de sus recuerdos, vive recluida en su mundo íntimo y es dueña de una especial clarividencia que le permite acceder a extrañas percepciones. Y hay también un cuervo que habla y aporta sus opiniones a sus interlocutores; y un perro pastor alemán al que le gustan las espinacas; y la habitual y muy “murakamiana” presencia de gatos (que en un relato, intercalado en la historia principal y que os dejo como cierre a esta reseña, habitan “humanizados” una ciudad); y el gran gurú de <i>Vanguardia</i> es un profeta con poderes inconcebibles, capaz de mover un reloj con la fuerza de su mente. Y Tengo identifica a los autores de las llamadas telefónicas por el modo en que suena el teléfono (¡estamos en 1984, no hay tonos personalizados en unos entonces inexistentes móviles!). Y hay un personaje que carece de <i>un cuerpo real; que no era más que la forma de un concepto</i>. Y Aomame se queda embarazada sin haber mantenido relaciones sexuales con ningún hombre y sin haber recurrido, obviamente, al auxilio de la ciencia (como no llamemos ciencia al hecho de que un coito entre otros dos personajes a kilómetros de distancia sea la causa última de su estado de gravidez). Y, en otro orden de cosas, menos delirante pero también bizarro, hay <i>un hombre que encuentra placer en violar a niñas antes de su primera regla, un robusto guardaespaldas gay, creyentes que rechazan la transfusión de sangre y se mueren por voluntad propia, una embarazada de seis meses que se suicida con una ingestión de somníferos, una mujer que asesina a hombres problemáticos mediante una punzada en la nuca con una aguja afilada, hombres que odian a las mujeres, mujeres que odian a los hombres</i>, en enumeración a vuela pluma que se recoge en la novela. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj-sFDui70ooSSNCyXehDibuD0ggw1-4LyJRSLylorUKojrFXr1zHkc03ngJ5fkCjKu2zUjSr65t3I6RfHeEmpFG3tlo1Vfug9cICsPexJFB2WYJOUIB2BmXxW64Yasb-OkxTsLzyfWVXw4Aa2DwcNQHCNLvNJduw7GkNXu2S-FsMW7LQpBESuceYuE4drY/s500/Programa%20539.%20Haruki%20Murakami.%201Q84.%20Libro%203.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="500" data-original-width="334" height="400" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj-sFDui70ooSSNCyXehDibuD0ggw1-4LyJRSLylorUKojrFXr1zHkc03ngJ5fkCjKu2zUjSr65t3I6RfHeEmpFG3tlo1Vfug9cICsPexJFB2WYJOUIB2BmXxW64Yasb-OkxTsLzyfWVXw4Aa2DwcNQHCNLvNJduw7GkNXu2S-FsMW7LQpBESuceYuE4drY/s400/Programa%20539.%20Haruki%20Murakami.%201Q84.%20Libro%203.jpg" /></a></div>Instalados en este marco mental y dejada de lado la pregunta “natural” -<i>¿Qué sentido tiene todo esto?</i>-, los lectores están ya preparados para encontrarse con el resto de los motivos habituales, con las “obsesiones” acostumbradas en el muy singular ámbito literario de Murakami, con <i>la extravagancia del mundo</i> que dibuja para nosotros, fruto todo ello de su portentosa imaginación, de su peculiar y surrealista visión de la existencia. ¿Cómo, si no, puede “entenderse” -y es uno solo de los centenares de ejemplos posibles- un párrafo como el siguiente?: <i>Esta cosa pequeñita reacciona de manera tangible ante la escena en la que la Little People y la niña protagonista crean la crisálida de aire dentro del almacén. Dentro de mi útero hay un calor suave pero palpable que desprende una tenue luz anaranjada. Como la propia crisálida de aire. ¿Querrá decir que mi útero funciona como una crisálida de aire? ¿Seré yo la </i>mother<i> y esa cosa pequeñita, mi </i>daugther<i>? ¿Ha tenido la Little People algo que ver en el hecho de que concibiese un bebé de Tengo sin haber mantenido relaciones sexuales? ¿Se han valido arteramente de mi útero para aprovecharlo como crisálida de aire? ¿Estarán intentando utilizarme para conseguir una nueva </i>daughter<i>?</i>, unas reflexiones de Aomame que describen de modo ejemplar el “clima” de la novela. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">“Murakamiana” es la constante ruptura de la causalidad (<i>La causa y el efecto parecen haberse entremezclado (…) No sé qué viene primero y qué después</i>) y de la razón (<i>He llegado al polo norte de la razón</i>), el misterio y los secretos, la labilidad de las fronteras entre el sueño y la vigilia (<i>¿qué tiene de extraño dormirse en ese mundo, soñar y ser incapaz de distinguir si es un sueño o si es real?</i>), la disolución de la realidad y la alusión continua al “otro lado” (<i>Es un mundo ficticio. Un mundo que no existe en la realidad (…) Estoy aquí y, al mismo tiempo, no estoy. Me encuentro simultáneamente en dos lugares</i>), los reiterados “juegos” duales, las confrontaciones, los contrastes (dos lunas, realidad y ficción, sueño y vigilia, 1984 y 1Q84, vida y muerte, racionalidad e imaginación). Y están también los pasajes, las conexiones, los extraños vínculos entre esos dos mundos paralelos, fronteras, intersticios, pasadizos, anomalías, revelaciones, diferencias sutiles, pequeñas quiebras, conductos, circuitos, oscuros agujeros, imperceptibles puntos de contacto, espacios de conexión, códigos ocultos, que comunican la realidad convencional y su misteriosa otra cara. <i>La Sinfonietta</i> de Janáček, la boca de la cabra muerta, una tormenta con truenos y aguaceros, la crisálida de aire, un tobogán en un parque infantil, la propia Fukaeri, la clarividencia del líder de la secta, una mirada imposible que se cruza entre dos seres que no pueden verse, las escaleras de emergencia de la autopista metropolitana, son puertas para el acceso al otro lado, a ese otro mundo <i>de cuyo cielo penden dos lunas, una grande y otra pequeña; a este año de 1Q84, repleto de enigmas</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y aparecen, igualmente, las historias intercaladas -las de los guiliacos “chejovianos”, la de la ciudad de los gatos ya reseñada, entre otras-; y los héroes significados por alguna rareza no ostensible, algún defecto visible, no obstante (las sorprendentes convulsiones faciales de Aomame, el trauma infantil de Tengo) que los hacen profundamente humanos; y el sexo, que aflora en escenas de un erotismo ritualizado, algo frío, como corresponde a individuos solitarios, otra constante de las novelas del nipón. Como lo es también el humor, con detalles sutiles, que el escritor deja caer al paso, sin énfasis especiales, como en los siguientes ejemplos que no me resisto a transcribir: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Los gruesos pelos rizados de color negro que le quedaban, aferrados alrededor de la cabeza chata y deforme, se extendían más de lo necesario cubriéndole las orejas sin ton ni son. La forma de aquel cabello probablemente haría pensar, a noventa y ocho de cada cien personas, en un pubis. Qué les evocaría a las otras dos personas no le incumbía a Tengo. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>—¿Diga? —preguntó Tengo todavía con la mente espesa. Parecía que, en vez de sesos, tuviera una lechuga congelada dentro de la cabeza. Hay quien no sabe que no se puede congelar la lechuga; una vez descongelada, deja de ser crujiente, con lo que pierde una de sus cualidades más atractivas. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>El siglo XX se aproxima a su fin. Una época muy distinta de aquella en la que Chéjov vivió. Por las calles no corren carruajes ni las señoras llevan corsé. De algún modo, el mundo ha sobrevivido al nazismo, a la bomba atómica y a la música contemporánea. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Personas que dominen la técnica de patear testículos, como Aomame, seguro que se pueden contar con los dedos de una mano.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y, como de costumbre, proliferan las comparaciones desconcertantes (todo es una cosa y otra -muy distinta- a la vez): </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Aquel hombre de mediana edad simplemente observaba con la boca cerrada la interminable fila de coches que se extendía ante él, como un pescador veterano que, erguido en la proa, lee la aciaga línea de convergencia de las corrientes marinas. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Cuando acababa de hablar, un pequeño fragmento de silencio locuaz se quedaba flotando en el estrecho espacio del vehículo, como la miniatura de una nube imaginaria. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Le vino a la mente la escena del director de orquesta sonriendo y haciendo reverencias hacia el público puesto de pie. Alzaba la cabeza, alzaba los brazos, le daba un apretón de manos al concertino, se daba la vuelta, levantaba ambos brazos, aplaudía a los miembros de la orquesta, se volvía hacia el público y, una vez más, hacía una profunda reverencia. Al cabo de un buen rato de aplausos grabados, éstos empezaron a enmudecer. La sensación era semejante a escuchar con atención una interminable tormenta de arena en Marte. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Esa niña posee algo valioso. No sé qué, pero lo tiene. Estoy seguro de ello. Tú lo sabes y yo también. Cualquiera puede percibirlo claramente, como el humo de una hoguera en una tarde sin viento.</i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>A veces, los ojos le centelleaban, como una estrella que titila en el cielo nocturno de invierno. Una vez que se callaba, por cualquier motivo, permanecía callado, como una roca en la cara oculta de la Luna. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Al acercar el auricular al oído, oyó como una ráfaga de viento. Una racha caprichosa que soplaba en un valle angosto, erizando ligeramente el pelaje de unos bellos ciervos que, agachados, bebían del agua cristalina de un arroyo. Pero no era viento. Era la respiración de una persona amplificada por el aparato telefónico. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>—El premio Akutagawa —repitió Tengo, como si trazara aquellas palabras en la arena húmeda con un palo, en grandes caracteres. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Le había pedido claramente que dejara de llamarlo por teléfono en plena noche. Como un campesino que le implora a Dios que no envíe una plaga de langostas a sus tierras antes de la cosecha. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La línea de nacimiento del cabello retrocedía al fondo de la frente, y el poco pelo que le quedaba hacía pensar en una pradera a finales de otoño cubierta de escarcha. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Fukaeri volvió a quedarse callada. Pero esta vez no era un silencio intencionado. Simplemente no entendía el objetivo de la pregunta de Tengo, la idea a la que remitía. La pregunta no llegó a tomar tierra en el terreno de su percepción. Parecía superar los límites de lo significativo y perderse para siempre en el interior de un vacío. Como un solitario cohete de exploración espacial pasando de largo al lado de Plutón. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Ella tomó asiento en la silla de enfrente. Hiciera lo que hiciese, apenas producía ruido. Como una zorra astuta atravesando el bosque. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Los medios de comunicación se le echarán encima, como una bandada de murciélagos al anochecer. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Tal y como iba vestido, con una sudadera gris, unos pantalones a juego y unas zapatillas de deporte gastadas para correr, y con la complexión fuerte que tenía, más que un médico de una clínica parecía el entrenador de un club deportivo universitario que, por más que lo intentaba, era incapaz de pasar de segunda división. </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y abundan las descripciones minuciosas, los nombres de marcas comerciales, que se detallan con precisión, la infinidad de referencias musicales, la sobreabundancia de citas cultas: Dickens, <i>El clave bien temperado</i>, los Heike-monogatari, Chéjov, Akira Kurosawa, <i>Los hermanos Karamázov</i>, Carl Jung, <i>La rama dorada</i>, de Frazer (del que se resalta el mismo mito que está presente en <i>Apocalyse now</i> y, antes, en <i>El corazón de las tinieblas </i>de Conrad), Proust, Wittgenstein, Isak Dinesen, <i>Memorias de África</i>, <i>Macbeth</i>, <i>2001: Odisea en el espacio</i>, Sean Connery, el <i>Crimental</i> de un <i>1984</i>, el clásico de George Orwell, omnipresente (<i>magnífica fuente de citas</i>, leemos). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y está también, como es obvio, la temática más “seria”, más filosófica, frecuente también en la literatura del último Premio Princesa de Asturias: las reflexiones sobre la escritura, la metaficción, la búsqueda del sentido de la existencia en una vida sin él, el amor, la confianza, la soledad en las ciudades deshumanizadas, la violencia, en particular la ejercida contra los niños y las mujeres, aunque estas a menudo son libres, fuertes, independientes, “empoderadas”, el tiempo, la identidad (<i>durante un tiempo no supe quién era. Pero es natural, porque en realidad no soy nadie</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, una vez más, son muchos los motivos para volver a acercarse a una novela de Murakami. La concesión del galardón asturiano, que se le entregará el próximo viernes es una muy buena ocasión para que quien aún no conozca su obra se decida a leerla. Os dejo ahora con <i>La ciudad de los gatos</i>, el cuento intercalado en la narración y, tras él, con uno de los muchos temas musicales que pueblan la novela, y quizá el de mayor significatividad: <i>It's Only a Paper Moon</i>. Aquí os lo dejo en la versión de Nat King Cole que aparece citado en la novela, aunque, que yo recuerde, no directamente en relación con la canción.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Entre ellos había una historia sobre un joven que viajaba a un pueblo dominado por gatos. Se titulaba «El pueblo de los gatos». Se trataba de una historia fantástica escrita por un autor alemán de quien nunca había oído hablar. En el libro se explicaba que había sido escrita en algún momento entre la primera y la segunda guerra mundial. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía un destino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba. Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba, volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual se extendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecillo en el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquel paisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos a base de trucha de arroyo. Cuando el tren se detuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún otro pasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>En la estación no había empleados. Debía de ser una estación poco transitada. El joven atravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente en silencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y en el ayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampoco había nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lo mejor todos estaban echando la siesta. </i><i>Pero todavía eran las diez y media de la mañana. Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algún motivo, la gente había abandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañana del día siguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allí la noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Pero en realidad aquél era el pueblo de los gatos. Cuando el sol se ponía, numerosos gatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad. Gatos de diferentes tamaños y diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, seguían siendo gatos. Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había en medio del pueblo y se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas de las tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada uno empezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó el puente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban al ayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel. Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unos tocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenas necesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el último rincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto del campanario. Cerca del amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos y ocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente. Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo, entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió todo cuanto quiso. Cuando le entró hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en la cocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió a esconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el comportamiento de los gatos. El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podría regresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el tren en aquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar el pueblo de los gatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía una profunda curiosidad y estaba lleno de ambición y de ganas de vivir aventuras. Deseaba seguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desde cuándo habían ocupado los gatos aquel pueblo, cómo funcionaba el pueblo y qué demonios hacían allí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía de haber sido testigo de aquel misterioso espectáculo. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo el campanario. «¿Qué es eso? ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues ahora que lo dices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno de ellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque no creo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Sí, tienes razón. No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo de los gatos.» «Pero no cabe duda de que huele a uno de ellos.» </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo, como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio, los gatos tienen un olfato excelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto del campanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras del campanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadados por el olor a humano. Tenían las uñas grandes y aguzadas y los dientes blancos y afilados. Además, aquél era un pueblo en el que los seres humanos no debían adentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía que fueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Tres de los gatos subieron hasta el campanario y se pusieron a olfatear. «¡Qué extraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no hay nadie.» «¡Sí que es raro!», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemos en otra parte.» «¡Esto es de locos!» Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Los gatos bajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridad nocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatos y él habían estado literalmente a un palmo de distancia en un lugar angosto. No habría podido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. El joven examinó sus manos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, por la mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren. Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre.» </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Pero al día siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante de sus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Se veía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas. Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven que esperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la que no se reflejara. Cuando el tren de la tarde desapareció a lo lejos, a su alrededor se hizo un silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó a ponerse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que se había perdido. «Éste no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquél era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.</i></div><div style="text-align: justify;"> <iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/Qc5RMYvXOhA" style="background-image: url(https://i.ytimg.com/vi/Qc5RMYvXOhA/hqdefault.jpg);" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/wLj6nkLV86c" width="520" youtube-src-id="wLj6nkLV86c"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Haruki Murakami. 1Q84 </div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/haruki-murakami.-1-q-84" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-31841330859725041202023-10-11T20:23:00.004+02:002023-10-11T20:23:57.955+02:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">LEONARDO PADURA. <i>LA TRANSPARENCIA DEL TIEMPO</i>; <i>PERSONAS DECENTES</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a <i>Todos los libros un libro</i> que como todos los miércoles sale al aire en Radio Universidad de Salamanca ofreciéndoos una propuesta de lectura que pueda interesaros. En apenas diez días, el próximo 20 de octubre, tendrá lugar en Oviedo la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias correspondientes a este año, unos galardones que en su rama de Letras -pero no solo- han tenido una constante presencia en nuestro espacio, por el que han pasado, en los trece cursos de nuestra ya dilatada presencia en las ondas -y, a través de este blog, también en internet- algunos de los premiados, como Mario Vargas Llosa, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Emmanuel Carrère, Bob Dylan, Woody Allen, Juan Mayorga, Margaret Atwood, Paul Auster, Leonard Cohen, Antonio Muñoz Molina, John Banville, Fred Vargas y Leonardo Padura, además de Haruki Murakami y Nuccio Ordine, ganadores este año en las modalidades de Letras y Comunicación y Humanidades, respectivamente. Para festejar nuestros “aciertos” -en la mayor parte de los casos, su protagonismo en Todos los libros un libro es previo al reconocimiento por parte de los distintos jurados asturianos; y muy anterior, incluso, si me refiero a la lectura de sus obras por mi parte-, he querido que todas las emisiones de este mes de octubre en el que se enmarca la formal, protocolaria y sin embargo entrañable ceremonia que tiene lugar cada año en el ovetense Teatro Campoamor se dediquen a celebrar a alguno de los autores “laureados” en los más de cuarenta años de vida de los prestigiosos premios. Así, la semana pasada, recuperaba aquí el programa centrado en Fred Vargas, que presenté originariamente en 2018 con ocasión de su reconocimiento de entonces y que, al no haber visto la luz en la actual fórmula de nuestro espacio, con su grabación en vídeo y su difusión en mi canal de YouTube, merecía, creo, dada la indiscutible brillantez de la escritora francesa y la enorme calidad y el gran interés que encierran sus obras, el que pudiera estar disponible también para quienes nos siguen por ese medio. Dejando para las dos emisiones finales del ciclo, las de los miércoles inmediatamente anterior y posterior a la citada fecha del 20 de octubre, la celebración de las muy sugestivas obras de Haruki Murakami y Nuccio Ordine, premiados, como se ha dicho, en este 2023, el programa de esta tarde se dedica, al igual que en el caso de Vargas, a una suerte de singular “rescate”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y es que nuestro invitado de hoy, Leonardo Padura, que obtuvo el Princesa de Asturias de las Letras por el conjunto de su obra en 2015, ya protagonizó ese mismo año la correspondiente emisión de nuestro espacio, que, del mismo modo que en lo señalado para la novelista francesa, solo salió al aire en su versión radiofónica, ya que, en aquellos lejanos días, <i>Todos los libros un libro</i> no se había abierto todavía al formato de videoconferencia. Por ello lo traigo hoy aquí, de nuevo, aunque con un elemento diferenciador con respecto a la reseña “resucitada” de Fred Vargas. En el caso de esta última, la muy brillante autora parisina no cuenta con ninguna novela nueva desde la fecha de su presencia en el programa, por lo que mis comentarios de hace siete días han sido, en efecto, “repetidos”, a partir de la base de lo sobre ella escribí en su momento. Por el contrario, desde 2015, Leonardo Padura, un autor cubano de novela negra, creador de una serie protagonizada por Mario Conde, un muy particular investigador cuya compleja personalidad es -a mi juicio- uno de los principales alicientes de las historias de las que es el personaje principal, ha dado a la luz dos novelas más de su serie, hasta completar la decena que hasta ahora la integran. Por ello, os contaré algunas generalidades sobre el autor y su personaje que ya estaban en mi reseña de hace ocho años, centrada en su entonces último libro, <i>Herejes</i>, y, a continuación, os dejaré unos breves apuntes sobre los dos más recientes, <i>La transparencia del tiempo</i> y <i>Personas decentes</i>, que, con tramas detectivescas diferentes, como es obvio, se ajustan totalmente a las pautas más representativas de la obra entera del cubano. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjEpXJqIjMBVRnqLI4-h0n_apgubU7sWT-0NqfUJ-9XqYXsLnmzf5gTXsWrBBSS-Phc6gJkpsy41xTxkJcHJHKrrbGZUGlH_qZ7BRqpEQ8_SJH5RwfNlYoPsqsY5SuujKgmg9o0UeDmAcGA7p291omtof1oYtSLi8l8KKClHXFhqm7g2wViN31Rzh3Jm4Y/s1500/Programa%20538.%20Leonardo%20Padura.%20Herejes.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1500" data-original-width="1001" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjEpXJqIjMBVRnqLI4-h0n_apgubU7sWT-0NqfUJ-9XqYXsLnmzf5gTXsWrBBSS-Phc6gJkpsy41xTxkJcHJHKrrbGZUGlH_qZ7BRqpEQ8_SJH5RwfNlYoPsqsY5SuujKgmg9o0UeDmAcGA7p291omtof1oYtSLi8l8KKClHXFhqm7g2wViN31Rzh3Jm4Y/s320/Programa%20538.%20Leonardo%20Padura.%20Herejes.jpg" /></a></div>No obstante, mi recomendación no se limitará a los títulos mencionados, sino que se extiende a la serie entera, cuya lectura no es imprescindible (cada libro es autónomo y Padura aporta pistas suficientes como para ubicar al personaje y su entorno), aunque sí aconsejable para la cabal comprensión de las distintas tramas y, sobre todo, para degustar la muy bien “dibujada” atmósfera en la que se enmarcan. Así, desde mi punto de vista, lo apropiado sería empezar por los cuatro primeros, que constituyen una tetralogía cerrada en sí misma, <i>Cuatro estaciones</i>, centrada, obviamente, en las distintas temporadas del año: <i>Pasado perfecto</i>, <i>Vientos de cuaresma</i>, <i>Máscaras</i> y <i>Paisaje de otoño</i>; leyéndola conoceréis los rasgos más destacados del interesante expolicía e investigador privado y podréis familiarizaros con su particular universo. Leonardo Padura es autor también de otros innumerables libros, al margen de esta serie policiaca: novelas, cuentos, ensayos o libros de viaje o de entrevistas. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mario Conde, <i>un comemierda con dos doctorados</i>, en expresiva definición del propio personaje, es, como digo, una creación literaria muy poderosa e interesante. Con evidentes concomitancias con otros detectives literarios, Conde es un tipo melancólico, desencantado, escéptico y algo triste que, sobrepasados ya -ahora, en esta última aventura- los sesenta años (<i>viejo y pobre y pesimista</i>, piensa de sí mismo; y también: <i>Sus más de sesenta años ya le pesaban a un organismo sujeto a múltiples y tan prolongados maltratos: alcoholes, desvelos, nicotina y alquitrán, ayunos mal resueltos</i>), pasea su ausencia total de expectativas vitales -al margen de las relacionadas con la vulgar supervivencia-, la irreversible derrota de sus sueños, su abandono de perro apaleado, por las calles de La Habana, una ciudad cuyo deterioro, cuya decadencia corren en paralelo a la del desengañado personaje. En las más recientes entregas de la serie, nuestro protagonista, que hace décadas ha dejado la policía, a la que perteneció durante diez años, moviéndose en el difuso y ambiguo (sobre todo en la Cuba estatalista de las últimas décadas) territorio de la investigación privada, recurre, como tabla de salvación ante la penuria reinante, <i>a la muy delicada pero por entonces todavía jugosa actividad de la compra y venta de libros de segunda mano</i> [en la que] <i>Conde había practicado todas las modalidades en las que se podía ejecutar el negocio</i>. En <i>Personas decentes</i>, hasta esa actividad ha quedado arrumbada, por imposible dadas las condiciones económicas del país, en los recuerdos del pasado y Conde alternará una labor de discreto controlador de excesos en un local nocturno, una esporádica colaboración con la policía en el desentrañamiento de algunos crímenes y, en paralelo, y de ello hablaremos más adelante, su vocación no del todo frustrada de escritor de novelas. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">De su precariedad económica y su desamparo existencial lo salvan unos cuantos amigos entrañables, una amante acogedora e incondicional, algunas rutinas apacibles y la persistencia en un puñado de sueños casi todos inalcanzables. Los amigos son, entre otros, con una fidelidad que desafía el paso del tiempo, el Conejo, Andrés, Candito el Rojo y, sobre todo, el Flaco Carlos, atado a una silla de ruedas, del que cuida con mimo su novia Dulcita. Con ellos -en los que el transcurrir de los años, a medida que se suceden las novelas, el tiempo va haciendo sus inclementes estragos- se reúne cada poco tiempo en unas comidas inenarrables preparadas -con un virtuosismo tanto más llamativo si se conoce la penuria en la que se desenvuelve la sociedad cubana- por Josefina, la amorosa madre del Flaco. En esos encuentros -en los que las muy propicias brumas del alcohol envuelven confidencias, recuerdos, lamentaciones y añoranzas- los amigos filosofan (<i>hablan mierda</i>, como se dice en <i>Herejes</i>) sobre sus vidas y la de su país, sobre las expectativas perdidas, los sueños rotos, las existencias abocadas al fracaso. Los sucesivos perros <i>Basura</i> -a partir de <i>Herejes </i>ya es <i>Basura II</i> el acompañante, y está casi sordo en <i>Personas decentes</i>-, tan desangelados y solitarios y libres como su dueño, forman parte -indudablemente- de este elenco de amigos, así como los parroquianos del bar de los Desesperaos (insisto en que el paso del tiempo hace desaparecer algunas de las personas y escenarios habituales; así ocurre con los Desesperaos, que no comparece en la entrega por ahora postrera de la serie), en los que la cuadrilla se aprovisiona de bebedizos alcohólicos muchas veces intragables si no francamente nocivos para la salud. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La maternal amante es Tamara, que en una de las primeras novelas del ciclo era la mujer de un corrupto dirigente local que muere asesinado en uno de los casos investigados por Conde. Desde entonces la casa de Tamara es un refugio al que el expolicía acude para encontrar ternura y compañía y complicidad y comprensión y algo parecido a la estabilidad y sexo ya no encendido y pasional aunque sí demorado y recogido y dulce. La relación, en la que <i>cada uno entregaba al otro lo mejor que tenía, sin ceder sus últimos espacios de individualida</i>d, aporta a ambos sosiego, calidez y fuerza para resistir la dura soledad del día a día. En <i>Personas decentes</i>, la mujer, mayor ya, como el propio Conde, se plantea la marcha a Italia, en donde viven su hermana, su hijo y, atracción irresistible, Raffaello, un pequeño nieto de dos años, perspectiva que sume a nuestro protagonista en la tristeza. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Las rutinas a las que el detective se ancla para sobrellevar la devastación del tiempo, son unos cuantos libros, por encima de todos los de Salinger, también Chandler o Hemingway -del que, sin embargo, acabará “alejándose”-; algunas películas, <i>Chinatown</i>, <i>El halcón maltés</i>, <i>Cinema Paradiso</i>, también, en <i>Herejes</i>, <i>Blade Runner</i>; ciertas músicas de hace cincuenta años, los Beatles, Credence Clearwater Revival, Blood, Sweet and Tears, Elvis, The Mamas and The Papas, Chicago, The Four Seasons y hasta el añejo y para muchos de vosotros desconocido y absolutamente <i>kitsch</i> grupo español de los sesenta ¡Cristina y los Stop!, presente en <i>Herejes</i>. También están, aunque Conde mantiene con ellos una “relación” ambivalente, los Rolling Stones, esenciales en el planteamiento que articula <i>Personas decentes</i>, que sucede en los días de la visita a Cuba de Barack Obama y del concierto en La Habana del legendario grupo de Mick Jagger y Keith Richards. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y todo, amigos, amante y rutinas conforman una existencia en la que la constatación de la mediocre realidad -mediocre en lo individual y también en lo social; aunque de esta segunda vertiente, de la ruina económica, política, sociológica y hasta moral de Cuba os hablaré luego- sólo puede combatirse con los sueños, unos sueños que el paso del tiempo y la lucidez de los personajes acaban por convertir en quimeras inaccesibles. <i>¿Cuántos sueños de futuro acariciados por él y sus amigos, mientras bajaban por aquella misma calle, se habían hecho mierda en el choque brutal contra la realidad vivida? Demasiados…</i>, piensa Conde en un momento del libro. O más adelante: <i>¿Le preocupaba que él y todos sus amigos se estuvieran poniendo viejos y siguieran sin nada en las manos, como siempre habían estado, o con menos de lo que antes habían estado, pues se les habían perdido incluso las ilusiones, la fe, muchas de las esperanzas prometidas por años y, por descontado, la juventud?</i> Y de entre todos sus sueños, la literatura, escribir una novela parecida a las de Salinger, es el más recurrente y escurridizo (o no tanto, pues resulta evidente que Conde es “muy” Padura, el personaje se asemeja mucho -así me lo parece- a su creador, que sí ha podido escapar de la inhóspita monotonía circundante escribiendo sus propios libros). En los dos últimos títulos por ahora publicados esa aspiración literaria de Mario Conde fragua por fin en una historia narrada por él e imbricada en los hechos que investiga en el “presente” (en <i>La transparencia del tiempo</i>) y en un intento de novela que, como luego veremos, forma parte del texto de <i>Personas decentes</i>, incorporada al libro en capítulos alternos a la trama que en él se cuenta. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Esta descripción somera del mundo de Conde aparece reflejada en este breve y significativo fragmento de <i>Herejes</i>: <i>Todavía él poseía cuatro tesoros que, en su magnifica conjunción, podía considerar los mejores premios de la vida. Porque tenía buenos libros para leer; tenía un perro loco e hijo de puta del cual cuidar; tenía unos amigos a quienes joder, abrazar, con quienes se podía emborrachar y soltarse a recordar otros tiempos que, en la benéfica distancia, parecían mejores; y tenía una mujer a la que amaba y, si no se equivocaba demasiado, lo amaba a él. Gozaba de todo aquello en un país donde mucha gente apenas tenía nada o iba perdiendo lo poco que le quedaba: porque demasiadas personas con las que cada día se topaba en sus afanes callejeros y le vendían sus libros con la esperanza de salvar sus estómagos, ya habían perdido hasta los mismísimos sueños</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y aquí aparece otro de los elementos muy destacados de las novelas del autor cubano: la triste y muy dura realidad del país caribeño que aflora en ocasiones de modo deliberado y que, en cualquier caso se impone muy a menudo como telón de fondo inevitable, más allá o a pesar de la reflexión consciente del investigador. Padura vive en Cuba, aunque tenga la doble nacionalidad, cubana y española, y viaje con frecuencia a congresos y encuentros de escritores, y, este hecho -su asentamiento en La Habana- revela, en consecuencia (aparte de su amor por la ciudad y su belleza y por sus gentes y su afabilidad), una cierta conformidad (sin duda matizable) con la dictadura castrista, con la que colaboró abiertamente en sus inicios profesionales en los que se desempeñó como periodista en distintas revistas y periódicos afines al Régimen. Sin embargo, en sus libros, la cruda realidad habanera y por extensión cubana, no se nos hurta a los lectores, que podemos conocer así -insisto, no sólo con las reflexiones de expolicía sino con las meras descripciones del marco en que se desenvuelven las tramas de las novelas- la dimensión más verdadera de la vida en Cuba. La pobreza, las limitaciones económicas, los “asentamientos” de aluvión -territorios sin ley-, los centenares de chabolas sin los equipamientos más elementales, los edificios en ruinas (<i>las costras de una ciudad que, bien vista, parecía afectada de lepra</i>, leemos en <i>La transparencia del tiempo</i>), los jardines convertidos en basureros, las mansiones devastadas, los automóviles destartalados, la ausencia de bienes de consumo básico, la carestía de la vida, la precaria sencillez de muebles, menaje y ropa, los vetustos electrodomésticos, lo reducido de la oferta cultural (sin publicaciones literarias recientes o con menos de cuarenta años, con un cine anclado en el pasado, un acervo discográfico congelado en la década de los sesenta; con algunas contadas excepciones en cada caso), la ya reseñada ausencia de expectativas vitales (el exilio, la emigración, la estéril lucha de las gentes por abandonar el país, en una huida liberadora vetada para la mayoría, un sueño imposible -<i>en la isla la gente decía que lo importante era tener FE: familiar en el extranjero</i>-, es otro de los motivos recurrentes de las novelas), dibujan un panorama social muy alejado de la imagen que desde las jerarquías políticas quiere transmitirse del “paraíso socialista”. Pero es que, además, Conde no se frena al mostrarnos -y criticar- la corrupción, la venalidad, la hipocresía y la inmoralidad reinantes en esas mismas jerarquías que imponen a su pueblo una somera y “revolucionaria” austeridad mientras se enriquecen, disfrutan de privilegios de toda clase, acceden a viviendas, restaurantes y objetos de lujo, viajan sin limitaciones, ajenos al sufrimiento de su pueblo. Incluso, prueba significativa de esta posición crítica del autor, una de sus novelas, <i>Máscaras</i>, se desenvuelve en un ambiente homosexual, un entorno, como se sabe, no especialmente querido por el régimen de los Castro, que condena a la clandestinidad, la represión y la cárcel cualquier “diferencia”, también la que suponen las opciones sexuales “no convencionales” (el poder “barbudo” las califica de “depravadas” y “decadentes”). También en <i>La transparencia del tiempo</i> y <i>Personas decentes</i>, la “cuestión homosexual” está presente, de modo abierto y explícito, en más de un personaje y en distintos episodios. Esta contradicción entre la quimera oficial y la muy cruda realidad se explicita en un fragmento de <i>Herejes</i>, en que puede leerse: <i>había descubierto hacía tiempo, con una clarividencia siempre capaz de asombrar al Conde, que el país donde vivían quedaba muy lejos del paraíso dibujado por los periódicos y discursos oficiales</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ante este panorama poco esperanzador, Mario Conde se sabe integrado en un sistema que no puede cambiar, pero no escatima críticas o, cuando menos, no se priva de “fotografiar” de modo lúcido y descarnado el mundo que ve: <i>A sus 54 años cumplidos</i> -se nos cuenta en <i>Herejes</i>, pero la reflexión sigue siendo válida casi diez años después, y así se explicita en <i>Personas decentes</i>- <i>Conde se sabía un pragmático integrante de la que años atrás él y sus amigos calificaran como la generación escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir de la madriguera habían evolucionado, (involucionado, en realidad) para convertirse en la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que se iba configurando. Sin fuerzas ni edad para reciclarse como vendedores de arte o gerentes de corporaciones extranjeras, o al menos como plomeros o dulceros, apenas les quedaba el recurso de resistir como sobrevivientes. Así, mientras unos subsistían con los dólares enviados por los hijos que se habían largado a cualquier parte del mundo, otros trataban de arreglárselas de algún modo para no caer en la inopia absoluta o en la cárcel: como profesores particulares, choferes que alquilaban sus desvencijados autos, veterinarios o masajistas por cuenta propia, lo que apareciera</i>. Y, llevado sobre todo del amor a su tierra, Conde -que quizá así “explica” a su autor- opta por sobrevivir en una Cuba que, pese a todo, encierra muchos motivos -además de los personales de cada uno de sus ciudadanos- para la felicidad: <i>aquella capacidad cubana de vivir cada situación como si se tratase de una fiesta le parecía, incluso desde la perspectiva de su ignorancia y desesperación, un modo mucho más amable de pasar por la tierra y obtener de ese tránsito efímero lo mejor que pudiera ofrecer. Allí todo el mundo reía, fumaba, bebía cerveza, incluso en los velatorios; las mujeres, casadas, solteras o viudas, blancas y negras, caminaban con una cadencia perversa y se detenían en plena calle a conversar con conocidos o desconocidos; los negros gesticulaban como si bailaran y los blancos se vestían como proxenetas. Las personas, hombres y mujeres, se miraban a los ojos. Y aun cuando la gente se moviera con frenesí, en realidad nadie parecía apurarse por nada. (...) Los cubanos afrontaban también sus propios dramas, sus miserias y sus dolores, aunque a la vez (...) lo hacían con una levedad y un pragmatismo que sorprenden al observador externo </i>-uno de los personajes de<i> Herejes- </i>que pronuncia esas palabras. Y ese atmósfera expansiva y vitalista, resistente a la adversidad, aflora también en<i> Personas decentes: la ciudad seguía sudando su fiebre de lujuria, gula, diversión, derroche, como si se vivieran los días finales de la existencia planetaria. O los primeros de otra era... histórica</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEidPebQhMpw4phe3Z4Ht7ASzYXdni2CNSJQnrmb9cd8idMLcZ_ZQGqmxmmHdUf79qFCzTZtImORuEpiWtfis-Uv_dDa45vA7ds0zb7_gRWGAwNeM3_iCHlTViDMy4ZtattzHskGj3EAFyA7JlEvNnroteEjR3kWzEha-T0rf7t1QwDHe7Kt9REM50Se-M5A/s1200/Programa%20538.%20Leonardo%20Padura.%20La%20transparencia%20del%20tiempo.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1200" data-original-width="801" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEidPebQhMpw4phe3Z4Ht7ASzYXdni2CNSJQnrmb9cd8idMLcZ_ZQGqmxmmHdUf79qFCzTZtImORuEpiWtfis-Uv_dDa45vA7ds0zb7_gRWGAwNeM3_iCHlTViDMy4ZtattzHskGj3EAFyA7JlEvNnroteEjR3kWzEha-T0rf7t1QwDHe7Kt9REM50Se-M5A/s320/Programa%20538.%20Leonardo%20Padura.%20La%20transparencia%20del%20tiempo.jpg" /></a></div>Y delimitados ya algunos de los rasgos más significativos de la obra de Leonardo Padura, dejadme presentaros muy brevemente ya sus dos últimas novelas a las que también, como es obvio, les son de aplicación las reflexiones precedentes. En relación con <i>Herejes</i> me remito a lo ya comentado en mi reseña de hace ocho años. <i>La transparencia del tiempo</i> repite la estructura -aunque esta vez dual y no organizada en tres frentes- de aquel libro, con una narración en paralelo que alterna los episodios correspondientes a la investigación que lleva a cabo Mario Conde, que, ya fuera de la policía, se ve implicado en la búsqueda de una vieja talla de una virgen negra robada a un amigo de juventud, Roberto Roque Rossell, Bobby, con el que compartió estudios en el “pre” y del que había perdido la pista desde sus días universitarios, y, por otro lado, en un relato paralelo, la historia, que se narra a través de una estructura muy singular que luego comentaré, de las peripecias de la estatua a lo largo de un tiempo que se retrotrae al siglo XIII y las Cruzadas. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En el primero de los planos, la investigación de Conde se complica en una trama en la que se suceden asesinatos, un criminal violento, intentos de estafa, tráfico de obras de arte a cargo de galeristas y coleccionistas sin escrúpulos, delincuentes de poca monta y negociantes de alto nivel, todo ello en el marco habitual de las aventuras del singular expolicía habanero, con el muy particular <i>modus operandi</i> del protagonista (un investigador <i>heterodoxo y sin reglas, alérgico a las armas y a la violencia, que leía demasiado, pretendía escribir y decía funcionar con corazonadas, prejuicios, premoniciones: un compendio antológico de lo que no podía ser un policía</i>), con la intervención de su antiguo subordinado, ascendido ahora a “mayor”, Manuel Palacios; con la incorporación de un nuevo policía, Miguel Duque, con el que, desde el primer momento, no habrá sintonía y con el que volveremos a toparnos en <i>Personas decentes</i>; con los encuentros regulares con los amigos de costumbre en reuniones fraternales en las que corren parejos el alcohol y la nostalgia; y con la irrupción de algunos personajes nuevos, como la exuberante Karla Choy o el mencionado Bobby, un homosexual excesivo y de personalidad ambigua, que permite a Padura despotricar de la hipocresía del Régimen (<i>una sociedad empecinada en regir todos los comportamientos éticos, políticos, sociales, y en reprimir, con rigor y hasta con saña, cualquier manifestación de diferencia</i>), que durante años purgó -el siniestro <i>Proceso de Profundización de la Conciencia Revolucionaria</i>- a quienes manifestaban su condición sexual “distinta”, reprimiendo, castigando y destrozando las vidas de tantos inocentes (<i>yo fui un enmascarado..., como casi todos</i> -se lamentará Bobby- <i>A mí me tocó esconder toda mi vida que era maricón de la cabeza a los pies, y que creía en Dios y en la Virgen Santísima... Y me pasé los primeros cuarenta años de mi vida fingiendo, reprimiéndome, torturándome, para que mis padres, para que ustedes, mis compañeros, para que todo el mundo en esta patria machista-socialista creyera que yo era lo que debía ser y no me ripiaran la vida: un joven ejemplar, varón y militante, ateo y obediente... Tú no te imaginas lo que fue mi vida</i>).
Esta vertiente de la novela se alimenta también -mientras la pesquisa detectivesca avanza en un plano secundario; de menor interés, a mi juicio, que la caracterización de Conde, de su entorno, de la atmósfera de La Habana-, con las ordinarias críticas, ya referidas, a la injusticia y la represión constitutivas del poder “revolucionario” vigente (<i>El país estaba cerrado a cal y canto y la llave la tenían otros, los que decidían quién viajaba y cómo, los que determinaban qué era lo bueno y lo malo para ti, qué libros debías o no debías leer, cómo pelarte y qué música oír. Para nosotros siempre ha sido así, sigue siendo así: alguien decide por nosotros, para cuidarnos y salvarnos</i>) y a las profundas desigualdades de una sociedad supuestamente exenta de discriminaciones (<i>Conde se dijo que en realidad había dos ciudades invisibles dentro de la ciudad visible: el hormiguero hirviente de los desafortunados y los recintos brillantes de los afortunados políticos y económicos</i>). Y como siempre en las novelas de la serie, el centro de interés lo ocupa la figura de un Mario Conde, a unos días de cumplir sesenta años (<i>se estaba convirtiendo en un viejo de mierda</i>), languideciendo desesperanzado y escéptico en su hábitat consabido, en el límite siempre del abandono de los sueños y las ilusiones de la juventud, impregnando la novela del clima de melancolía que es una de las notas distintivas de las novelas de Padura y uno de los elementos de mayor interés para el lector. En esa caracterización de Conde como un individuo descreído, pesimista y desengañado, aflora una vez más su indeclinable vocación de escritor y <i>sus pocas veces probado talento para realizar lo que más hubiera deseado: escribir historias escuálidas y conmovedoras</i>, que aquí fragua -y atención al destripe- en lo que acabará por constituir la segunda vertiente del libro, el relato de la trayectoria histórica de la escultura de la Virgen negra. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En capítulos organizados en un orden cronológico inverso, de lo más reciente a lo más remoto en el tiempo, Padura intercala entre las peripecias de Conde, las vidas de un Antoni Barral, al que, siendo y no siendo el mismo, en una extraña configuración del tiempo (<i>Antoni Barral tuvo la nítida sensación de estar penetrando en una dimensión diferente del tiempo, un espacio opresivo, circular, carcelario que lo acosaba y lo acosaría, una pátina distorsionante pero traslúcida, como el agua de los arroyos de la montaña, a través de la cual se veía a sí mismo haciendo y rehaciendo una y otra vez sus caminos, con la persistencia de lo eterno y lo inapelable, como una criatura vagante dentro y fuera del tiempo</i>), vemos en 1989, 1936, 1472, 1314, 1308 y 1291, en una narración -vuelvo a incidir en el <i>spoiler</i>: escrita por el propio Conde- en la que se da cuenta, con una indudable y muy documentada base histórica pero con también evidentes dosis de ficción, de la llegada de la estatua de la Virgen a Cuba, en una sucesión de acontecimientos que se desarrollan a lo largo de siete siglos y en los que se entremezclan la Guerra Civil española, la aldea inventada de Sant Jaume de la Vall, las Cruzadas, San Juan de Acre, los templarios, Roger de Flor, el Templo del rey Salomón y el Arca de la Alianza, Francesc Macià, el independentismo catalán, la chipionera y habanera Virgen de la Regla, la Moreneta, Yemayá y otros <i>orishas</i> de los ritos yorubas afro-cubanos, el sincretismo de una virgen <i>negra como la Osiris de los antiguos egipcios de los faraones, y es negra como la Madre Tierra de las viejas sagas celtas de mi país..., y nosotros, los cristianos, decimos que es María</i>. <i>Todo mezclado en una bella talla de madera</i>, en una pauta, la dimensión histórica de sus novelas, que se entremezcla e imbrica con la pesquisa policial en los escenarios de La Habana actual, seña de identidad de la literatura de Padura. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEigwvX0i_N8Q-bC40uNZO9sEeU3CbBhmgAeZoDkitY3GLfbqvwswDkQxKgwFfb4hC7smRYMmIGS4PfQThLWcai5xelfFUrcOgEf_vE90bE-At8JFz9uh9XUZlmWHt_oDoZxvRBJQRiDeOp-9SYjUDtsjA7ZS4RFA1mtdT7vREohc77SRokb0gl20nadD3z5/s824/Programa%20538.%20Leonardo%20Padura.%20Personas%20decentes.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="824" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEigwvX0i_N8Q-bC40uNZO9sEeU3CbBhmgAeZoDkitY3GLfbqvwswDkQxKgwFfb4hC7smRYMmIGS4PfQThLWcai5xelfFUrcOgEf_vE90bE-At8JFz9uh9XUZlmWHt_oDoZxvRBJQRiDeOp-9SYjUDtsjA7ZS4RFA1mtdT7vREohc77SRokb0gl20nadD3z5/s320/Programa%20538.%20Leonardo%20Padura.%20Personas%20decentes.jpg" /></a></div>Para cerrar esta ya muy extensa reseña, os hago un resumen apresurado de la trama y los principales motivos de interés de <i>Personas decentes</i>. Como he anticipado, en el libro se nos cuentan también dos historias paralelas, ambientadas en épocas distintas y protagonizadas por personajes diferentes, aunque entrelazadas por sutiles lazos que las vinculan. Contadas en capítulos alternos, en la primera de ellas vemos a Mario Conde en, ya se ha dicho, l<i>a extraña primavera cubana de 2016 </i>(aunque, en la nota final del libro, Padura confiesa haber de alterado levemente las cronologías y fechas reales) con La Habana convulsionada por la llegada de Obama, el concierto de los Rolling Stones, la celebración de una pasarela de Chanel y el “desembarco”, a su estela, de una larga serie de personajes, conspicuos “representantes” del vecino capitalista. <i>¿Te imaginas cómo se va a poner esto, men? Obama, los Rolling, Chanel, los de Rápido y furioso. Una pila de yumas con pasta y con ganas de gastarla... Hasta Rihanna y las Kardashian andan por aquí... </i>(Aprovecho el inciso que supone el texto transcrito para comentar que los libros de Padura están escritos en un cálido, colorido y muy jugoso cubano, en lo que constituye otro de los alicientes -y no de los menores- de su literatura). La dimensión popular de la presencia del presidente norteamericano, que incluye una cena en un restaurante privado del centro de la ciudad, varias reuniones con representantes de la sociedad civil, ajenas al Gobierno, y la asistencia a un partido de béisbol en el gran estadio de La Habana (<i>Obama en Cuba. La Habana hierve. Ejércitos de periodistas, empresarios, turistas, curiosos. Entusiastas, optimistas, nihilistas. Ofendidos y esperanzados. Y muchos policías, todos los policías. La gente pegada al televisor. Se sabe que Obama habla con disidentes, con emprendedores, se le ve reunido con los dirigentes cubanos</i>), altera la dinámica de la ciudad, no solo desde el punto de vista práctico -la intendencia de los actos obliga a un inusitado despliegue policial (<i>Las calles de La Habana parecían el desfile del carnaval de disfraces de la policía. Patrullas, camiones, motos de agentes del tránsito y muchos uniformados de a pie de distintas fuerzas y colores (verde olivo, azul, negro, boinas rojas, tropas especiales y otras gamas del espectro) se alternaban e, incluso bajo una lluvia intempestiva, prácticamente cubrían cada esquina de la ciudad</i>), pues el rígido Régimen teme las manifestaciones antigubernamentales de los muchos disconformes con la dictatorial represión que impera en la isla, aprovechando esos días en los que Cuba está en la portada de todos los periódicos y noticiarios de todo el mundo- sino que también remueve las inquietudes y aviva las esperanzas de los cubanos que ven en la visita del mandatario estadounidense, por un lado, un acontecimiento significativo que puede suponer una avance en las relaciones con su “belicoso” enemigo tradicional, una relajación en las tensiones entre ambos gobiernos, la superación de los resquemores históricos entre los dos países, la definitiva eliminación del bloqueo y, en consecuencia, la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos (<i>¿Algo va a cambiar? Cada día es más evidente: la gente lo desea, lo necesita, casi que lo ruega, y espera, confiada o desconfiada. Cansada de tanta historia, necesitada de esperanzas y espacios. Aire, hace falta aire...</i>); aunque, por otro, sigue prevaleciendo -en particular en el pesimista visceral Mario Conde- la duda y el escepticismo ante lo que, desde este punto de vista desencantado, se percibe como un mero paréntesis, una transitoria apariencia de libertad que, por tanto, acabaría por resultar, una vez más, decepcionante <i>(tenía la sensación de que el país solo estaba disfrutando de unas vacaciones que en un momento terminarían y volvería el rigor en el cual él había vivido más de cincuenta de sus sesenta años de existencia</i>). En este contexto, la aparición del cadáver mutilado de Reynaldo Quevedo, <i>la encarnación del Maligno para los medios artísticos del país</i>, una suerte de siniestro comisario político, con mucho poder, estalinista confeso, avieso y retorcido, de <i>maldad genéticamente codificada</i>, es el desencadenante de la vuelta de Conde a sus labores policiales, esta vez como mero colaborador, ya fuera de las instituciones oficiales. Quevedo había sido <i>el perro de presa, el abanderado de la pureza ideológica, al que las autoridades del país le habían conferido el arbitrio absoluto de decidir los destinos de los habitantes de la República de las Artes cubanas</i>, responsable por tanto del proceso de <i>persecución, hostigamiento y marginación que sufrieron demasiados escritores y artistas cubanos durante los años en que ejerció su compacto reinado</i>. A partir de su muerte, y tras algún otro crimen posterior a él vinculado, se desarrolla una trama en la que comparecen los sistemáticos abusos de poder; la corrupción estructural de los dirigentes “revolucionarios”; las recurrentes purgas políticas, ideológicas, sociales y hasta sexuales <i>que exigía el mundo feliz habitado por el Hombre Nuevo comunista</i>, infaustas -mortales a veces- para sus víctimas; las miserias de un sistema cerrado, opresivo, dogmático, infame, que se basa en la censura, la represión, el acoso, la desaparición de los pocos opositores que se atrevían a desafiarlo y la humillación, la marginación, el olvido, el silencio, el sometimiento, la infelicidad y el miedo de quienes no tenían otra alternativa que la resignada aceptación. La investigación, que se centra inicialmente, de manera obvia, en las posibles connotaciones de venganza política de los crímenes, pronto se abre a otros frentes, como un oscuro negocio de incautación y venta de obras de arte, plagado de sobornos, cohechos y corruptelas varias perpetradas por miembros del “aparato” del Régimen e, incluso, una vía, algo forzada, que introduce en la historia un raro y muy valioso sello napoleónico, robado en 1832 y “reaparecido” en Cuba en el presente de la novela, cuya incorporación al relato (con parada obligada en el afamado Museo Napoleónico de La Habana) permite a Padura desarrollar esos excursos históricos, con la exigencia de documentación que conlleva, en los que tan a gusto se siente y que, por tanto acaban por comparecer, aunque sea de un modo mitigado, en sus obras. En resumen, y como podemos leer en un pasaje del texto, una historia sórdida, hecha de <i>odio, crueldad, abusos, miedos, desesperaciones, venganzas, frustraciones, corrupción, depravaciones</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En paralelo, el lector se encuentra con otra narración, con el protagonismo de Arturo Saborit Amargó, un joven policía nacido en Cienfuegos en 1886 y que en 1908, recientes aún los efectos de la guerra hispanoamericana y la independencia -tutelada- de Cuba, deja su pueblo para desplazarse a La Habana en donde pronto entra a trabajar a las órdenes de Alberto Yarini y Ponce de León, un controvertido personaje de la época, con contrastada presencia histórica (en esa misma dimensión, ya mencionada, de la literatura de Padura que amplía los ecos de la mera investigación detectivesca, enriqueciéndola con otros frentes de interés). En este sentido, y a través de la figura de ese Alberto Yarini y Ponce de León, el Gallo de San Isidro, un joven político, aristócrata, proxeneta reconocido, con una extraña capacidad para atraer, para imantar la voluntad de la gente, muy querido por todos -salvo por quienes le disputaban la supremacía en el negocio de la prostitución habanera-, un Saborit fascinado por el magnetismo del personaje, por <i>la vanidad, el orgullo, los brillos del poder, la droga de la fama </i>que su tutela le prometía, nos traslada a La Habana de principios del siglo XX, en la que, desde la privilegiada atalaya de su ambivalente posición como, simultáneamente, inspector de policía y protegido del líder, contempla las luchas de poder, la guerra de clanes, con asesinatos de por medio, entre los “apaches” y los “guayabitos”, entre los franceses de Louis Lotot, que tienen en su nómina al jefe superior de la policía, que veta cualquier intervención punitiva contra su lucrativo comercio de explotación del juego, la droga y la prostitución, y las fuerzas locales cubanas que, encabezadas por un Yarini cuyo carisma le asegura el éxito en cualquier empresa en la que se implique, pretende hacerse con el dominio del sector, tradicionalmente en manos del francés. Con la excusa del muy cruento asesinato de la prostituta Margarita Alcántara, Saborit se verá involucrado en ese juego de rivalidad comercial, de intereses mafiosos, de afán de lucro, de medro económico, de egos masculinos desatados, de aprovechamiento y utilización de las mujeres, meros objetos en manos de los hombres, que se las ceden e intercambian como si fueran mercancías, y de, claro está, ambiciones políticas. Y este singular escenario permite a Padura evocar una época histórica de su país que acaba por revelar ciertos vínculos con el presente en el que se desenvuelven las “andanzas” de Mario Conde, al que aquel estado de cosas resulta extrapolable. </div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">El modo en el que Padura estructura este doble relato paralelo, aunque, a la postre, entrelazado, es muy inteligente y resulta otro de los muchos logros de la novela. Porque la historia que Saborit cuenta en primera persona y que se presenta como un relato personal que aparece fechado el 21 de noviembre de 1965, es, a la postre -y aquí incluyo una vez más un cierto <i>spoiler</i>, que debe ser obviado por quien prefiera desconocer cualquier indicio que, siquiera levemente, adelante elementos de la trama-, la novela que Conde, con esa afición literaria a la que ya me he referido, está escribiendo y que, finalmente, acaba por conectar con los crímenes que investiga en el presente, en un juego de muñecas rusas (Padura que escribe de Conde que escribe de Saborit) muy interesante. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A ello contribuye, además, otro recurso que el autor elige para esta vertiente del libro: en los capítulos del pasado, la narración se produce en la primera persona del propio Saborit, mientras que las “peripecias” de Conde en el otro frente de la novela se narran en tercera. Hay, sin embargo, algún sorprendente desliz, como el que se esconde en la página 102: “dispuesto a acompañarlo en la cama en el viaje al reino de Morfeo, como vulgarmente suele decirse [la negrita es mía, ASS]”. Un inciso a mi juicio poco consistente cuando el texto está redactado en tercera persona, lo cual, sin embargo, no desentonaría si la voz que habla es la del personaje/narrador. Que éste diga, por poner otro ejemplo: <i>Y ya verán en su momento por qué doy todos estos detalles</i> o interpele al lector: <i>¿No les parece?</i>, como en ambos casos hace Saborit, tiene pleno sentido; que lo afirmara un narrador objetivo que narra la vida de Conde carece de lógica. Pareciera, es mi hipótesis obviamente discutible, que Padura entremezcló las voces de una y otra parte de manera inadvertida. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Aparte de los <i>leitmotivs</i> habituales en la obra del cubano, el “tema” central en <i>Personas decentes</i> es, precisamente, el de la decencia, como en <i>Herejes </i>sobresalía la idea del libre pensamiento, la disidencia, el desarraigo, la herejía, el individuo libre frente a los dictados del grupo, de la uniformidad colectiva y en <i>La transparencia del tiempo</i> su eje principal, menos explícito, era, a mi juicio, el de la fe y la (im)posibilidad de los milagros. En la última novela de Padura hay una muy destacada insistencia -algo, por lo demás, implícito en el resto de sus novelas- en la integridad moral, la dignidad, la ética y la nobleza, la honestidad, el honor y la vergüenza como faros que deben guiar nuestro paso por el mundo, sobre todo en sociedades, como la cubana, en las que la corrupción, la hipocresía, el cinismo, el envilecimiento y la descomposición son la base del funcionamiento del poder y sus tentáculos. Conde “rescata” a Saborit por considerarlo un hombre decente, pese a sus ambigüedades, pese a su fiel entrega al servicio de un personaje que, al margen de su magnetismo y de su indudable encanto, es un implacable explotador de mujeres. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, hasta aquí llega por hoy <i>Todos los libros un libro</i>, con una propuesta múltiple de tres novelas, <i>Herejes</i>, <i>La transparencia del tiempo</i> y <i>Personas decentes</i> que por todos los motivos señalados son altamente recomendables como muchas otras de las de su autor. Os dejo, como ambientación musical de mi reseña, con <i>Satisfaction</i>, el clásico de los Rolling Stones que se “canta” en la última novela de Padura. La versión del vídeo que aparece en este blog está grabada en La Habana, el 25 de marzo de 2016, en el marco de la estancia en Cuba de Mick Jagger y los suyos de importancia capital en el libro. Los Rolling están también presentes en el texto con el que cierro mi reseña, un fragmento de <i>Personas decentes</i> que describe fielmente el clima de entusiasmo y exaltación, de esperanza y sueños de libertad, de nostalgia y previsible decepción que se respiraba en la capital cubana y en el país entero en los días del concierto de sus satánicas majestades.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Las calles de la ciudad parecían un hormiguero alterado. Cientos de personas de todas las edades y fachas imaginables avanzaban por las avenidas, entorpeciendo el tráfico de vehículos que a duras penas conseguía organizar y hacer fluir el ejército de policías, también de todas las fachas y edades posibles. Desbordados por el gentío convocado solo por la música y el júbilo, los agentes canalizaban los ríos humanos, siempre oteando con suspicacia hacia un lado y otro, como nerviosos ventiladores giratorios. Sin embargo, los vigilantes uniformados y los cientos de cancerberos mal disfrazados de civiles solo conseguían ver carteles con fotos de los músicos, con la imagen de la lengua irreverente que los identificaba, pancartas con corazones y símbolos de la paz y el amor sesenteros, y banderas de decenas de orígenes: enseñas cubanas, británicas, norteamericanas y de medio mundo, incluida una de la extinta Unión Soviética con la que arrambló algún nostálgico o desinformado. Carteles mejor o peor hechos que proclamaban la simpatía por el diablo, que todo era solo </i>rock and roll <i>y, sobre todo, que tú nunca consigues lo que quieres. Bienvenidos a Cuba socialista, compañeros Rolling, proclamaban otros. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Se decía que en la explanada de la Ciudad Deportiva, donde en unas horas se celebraría el concierto, por demás, también histórico, y en varias cuadras a la redonda, se congregaban ya varios miles de personas, muchas de las cuales, incluso, habían acampado desde la tarde y la noche anterior para procurarse un lugar de privilegio desde donde escuchar a Mick Jagger decir por enésima vez «</i>I can’t get no satisfaction<i>...». Las hordas de entusiastas cantaban, tocaban guitarras, se pasaban trozos de pan, buches de café, tragos de ron y botellas de agua, confraternizaban con un espíritu de solidaridad espontánea, no programada ni ordenada por nadie. Abuelos y hasta bisabuelos, hombres y mujeres de las mismas edades provectas de los músicos que los convocaban, insiliados voluntarios y exiliados recién regresados se abrazaban y besaban allí con hijos y nietos, propios y desconocidos, como si la concordia entre los hombres fuera posible, quizás hasta más potente que el odio. Frente a un escenario para un concierto se condensaba la posibilidad de la mejor convivencia, gracias a la música, la nostalgia, la realización de un sueño, tardía pero catártica. Una prodigiosa epifanía habanera. Y todos los arrastrados por aquel magnetismo benéfico disfrutaban a plenitud de las vacaciones concedidas, y algunos hasta se atrevían a soñar con más, porque no todo era o debía ser rock and roll y alguna vez, alguna vez, debías conseguir lo que querías, ¿no? </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>A bordo del auto que lo trasladaba, conducido por el agente famélico y mal dentado, Conde observaba el espectáculo que se desarrollaba en la ciudad y se preguntaba dónde estarían en ese preciso momento sus amigos, cuán cerca del Santo Grial lograrían ubicarse, qué pestes estarían hablando de él, el disidente, el empecinado o el renegado, según se viera. Y no pudo dejar de sentir envidia por los que disfrutaban del momento, muchos sabiendo que participaban de un evento singular, irrepetible, hasta poco antes inimaginable, y otros tantos creyendo que ya vivían en una era histórica diferente —y vuelta con la bendita historia— en la que se recuperaban deseos, sueños, goces y posibilidades. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Esa tarde allí estarían bien representados todos los bandos posibles, superados los antagonismos: el de los pragmáticos y el de los soñadores, el de los curiosos y el de los ilusos, el de los nostálgicos y el de los esnobs. Viéndolos y entendiéndolos, el sexagenario Mario Conde sintió la marginación sideral de pertenecer a un partido en esos precisos momentos minoritario aunque de vasta experiencia en las derrotas y decepciones: el de los escépticos. Porque él estaba convencido de que, como los acordes de las guitarras de los Rolling, todo aquel ambiente festivo y leve solo se reducía a eso, a </i>rock and roll<i>, y a notas musicales colocadas sobre un tiempo efímero que pronto sería barrido por el viento de la realidad, por el inmovilismo programado. Y detrás quedaría apenas el recuerdo y la emoción, la breve satisfaction conseguida, ya inerme sobre una tierra baldía, agrietada, agobiada por la sed de los manantiales segados.</i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/mBVxWKlK7dU?si=AqzAfb6rLeXua6NZ" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/6JgU7NZmttQ" width="520" youtube-src-id="6JgU7NZmttQ"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Leonardo Padura. Personas decentes</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/leonardo-padura.-personas-decentes" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-22596388469133780362023-10-04T20:22:00.003+02:002023-10-04T20:22:50.538+02:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">FRED VARGAS. <i>LOS QUE VAN A MORIR TE SALUDAN</i>. <i>LOS TRES EVANGELISTAS.</i> <i>CUANDO SALE LA RECLUSA</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a <i>Todos los libros un libro</i>, que hoy os trae, como cada semana, una nueva propuesta de lectura. Iniciamos las emisiones del mes de octubre y con ellas, una serie, que se va a desarrollar en los cuatro programas del mes, dedicada a un acontecimiento que, año tras año, se repite en nuestro panorama cultural y del que, también con cierta reiteración, se hace eco nuestro espacio. El 20 de octubre se entregan en Oviedo los Premios Princesa de Asturias, que desde 1981 -hasta 2014 con la denominación de Príncipe de Asturias, llevan más de cuarenta años celebrando las artes, las letras, la ciencia, la técnica, la cultura, las humanidades, las iniciativas de honda repercusión social, ejemplificadas siempre en algunos creadores, artistas, escritores, deportistas, científicos e instituciones muy relevantes en cada uno de esos campos. Dos de los galardonados en la edición de este 2023 son escritores que ya han estado presentes en este espacio en temporadas anteriores, Haruki Murakami, a quien le ha sido concedido el Premio en su modalidad de Letras, y el infortunado Nuccio Ordine, fallecido prematura e inesperadamente en junio pasado y destinatario del de Comunicación y Humanidades. En la larga historia de los Premios, y en la algo más breve de <i>Todos los libros un libro</i>, se han producido numerosas confluencias, habiendo reseñado aquí libros de algunos autores que están en el palmarés asturiano como Mario Vargas Llosa, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Emmanuel Carrère, Bob Dylan, Woody Allen, Juan Mayorga, Margaret Atwood, Paul Auster, Leonard Cohen, Antonio Muñoz Molina, Leonardo Padura, Fred Vargas, John Banville y, como transitorio cierre de esta larga lista, los dos “laureados” este año. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Es por ello por lo que quiero dedicar el mes entero de octubre a celebrar los Premios con cuatro emisiones protagonizadas por otros tantos galardonados. De dos de ellos, Fred Vargas y Leonardo Padura, voy a recuperar, convenientemente actualizados, mis comentarios de octubre de 2018 y junio de 2015, que salieron al aire, sin embargo, en un formato distinto al que hoy es habitual en nuestro espacio, la versión grabada en vídeo que, además de su emisión radiada, tiene su reflejo en Youtube. Ello me permite, por tanto, ofrecer a nuestros seguidores un planteamiento que, sin ser del todo original, sí presenta algunas novedades en relación con el ya presentado en el pasado. La inteligente autora francesa protagonizará así la emisión de esta tarde, siendo el escritor cubano el centro de mi propuesta de dentro de siete días. Dejo para los espacios del 18 y el 25 de octubre, enmarcando la ceremonia de entrega de los galardones, mis reseñas de Haruki Murakami y Nuccio Ordine. Salvo en el caso de Fred Vargas, que desde el 2018 en que “apareció” en el programa no ha publicado ningún libro nuevo, aunque está previsto otro de aparición inminente en nuestro país, <i>Sobre la losa</i>, disponible a partir del 8 de noviembre de 2023, en los otros tres casos os hablaré de obras diferentes a aquellas con las que ya habían comparecido en nuestras emisiones. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mi recomendación de hoy es ciertamente especial por otros dos motivos aparte de la celebración de Oviedo: el primero, que se trata de una sugerencia plural, pues no os hablaré de un único libro sino de la obra entera de su autora, de la cual -más de una veintena de volúmenes- quiero reseñar cinco referencias en particular; el segundo, que podríamos llamar “intrínseco” a dichos textos, tiene que ver con la extraordinaria calidad de la literatura de la no tan popular pero excelente escritora (aunque en los últimos años su repercusión va, poco a poco, aumentando en nuestro país, sin alcanzar su éxito, no obstante, las arrolladoras dimensiones que presenta en su Francia natal). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhmsCJuhvt4or47rc5h79orID3p9IfNczJ5fHDbKtqqIqwhOukhFo4Br3WdswdM_cq1wPzvfyZaZjYGyb4z3VSyUmCz7c4LQ5SbAyfRe59G5scsCGzLP02I7Pgn4wgJTVNK0klDfmOnusT42g3ShA2tzs55-T88sVu8IUhGBjctD7Ilzy3ACPyNCSwG09KF/s980/Fred%20Vargas.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="980" data-original-width="980" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhmsCJuhvt4or47rc5h79orID3p9IfNczJ5fHDbKtqqIqwhOukhFo4Br3WdswdM_cq1wPzvfyZaZjYGyb4z3VSyUmCz7c4LQ5SbAyfRe59G5scsCGzLP02I7Pgn4wgJTVNK0klDfmOnusT42g3ShA2tzs55-T88sVu8IUhGBjctD7Ilzy3ACPyNCSwG09KF/s320/Fred%20Vargas.jpg" width="320" /></a></div>Antes de adentrarme en mis comentarios sobre los títulos que os propongo esta semana, quiero detenerme, siquiera sea de modo sucinto, en la biografía de su autora, por ser ciertamente insólita -o al menos inusual- en una escritora y porque algunas de las circunstancias de su vida tienen una influencia indudable en su literatura. Frédérique Audoin-Rouzeau -ese es el verdadero nombre de Fred Vargas- nació en París en 1957. Su formación de base está vinculada a la Arqueología y la Historia, de la que es doctora con una tesis sobre la peste en la Edad Media. Arqueozoóloga y medievalista, ha trabajado como investigadora en el Centro Nacional de Investigación Científica (el reputado CNRS, por sus siglas en francés) y en el Instituto Pasteur, participando en diversas excavaciones arqueológicas en el país galo. Procede de una familia vinculada al arte y la cultura, pues es hija del escritor Philippe Audoin -un surrealista, amigo de André Breton-, tiene una hermana gemela pintora, Joëlle -Jo- Vargas, y su hermano es el historiador Stéphane Audoin-Rouzeau. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Fred Vargas es Fred por Frédérique y Vargas por el seudónimo que su hermana se “adjudicó” a partir del personaje interpretado por Ava Gardner en <i>La condesa descalza</i>. Desde muy pequeña empezó a interesarse por la literatura en general y la novela negra en particular. A los veintiocho años escribió su primera narración policiaca y desde entonces ha ido completando una obra, centrada sobre todo, como digo, en el género policial, formada por una veintena de novelas, además de algunos ensayos, un par de cómics y, ya con su verdadero nombre, sin seudónimo, otras publicaciones científicas en ámbitos pertenecientes a su dominio profesional. En su país, tal y como he señalado -y progresivamente también fuera de Francia, pues ha sido, está siendo, traducida con profusión- proliferan las excelentes valoraciones críticas sobre su obra, que han venido acompañadas de indudable prestigio e incluso considerable fama, habiendo obtenido numerosos premios específicos de novela negra, entre otros el Landerneau en 2015, en tres ocasiones consecutivas el Premio International Dagger a la mejor novela policiaca internacional, que concede The Crime Writer’s Association, el Premio Mystère de la Critique en 1996 y 2000, el Gran Premio de Novela Negra del Festival de Cognac en 1999, el Premio de las Librerías Francesas, el Trofeo 813 a la mejor novela en francés o el Giallo Grinzane en 2013. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hace cinco años, el jurado del Princesa de Asturias valoró en su obra narrativa “la originalidad de sus tramas, la ironía con la que describe a sus personajes, la profunda carga cultural y la desbordante imaginación, que abre al lector horizontes literarios inéditos”. Igualmente, destacaba el acta que “su escritura combina la intriga, la acción y la reflexión con un ritmo que recuerda la musicalidad característica de la buena prosa en francés. En cada una de sus novelas la Historia surge como metáfora de un presente desconcertante. El vaivén del tiempo, la revelación del Mal se conjugan en una sólida arquitectura literaria, con un fondo inquietante que, para goce del lector, siempre se resuelve como un desafío a la lógica”. Afirmaciones tan descriptivas y esclarecedoras que convierten en redundante cualquier comentario posterior sobre su obra. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Las novelas negras de Fred Vargas, que son las que yo he leído, publicadas en España por Siruela, pueden agruparse en tres frentes distintos aunque en más de un caso imbricados entre sí, de cada uno de los cuales quiero dejaros un breve comentario: hay alguna novela “autónoma”, que se presenta aislada, sin conexión con ninguna otra, como es el caso de <i>Los que van a morir te saludan</i>, que vio la luz en 1994 (en nuestro país en 2008); está también la breve serie -una trilogía- que se presenta agrupada bajo la rúbrica de Los tres evangelistas y que incluye los libros <i>Que se levanten los muertos</i>, <i>Más allá, a la derecha</i> y <i>Sin hogar ni lugar</i>, escritos en 1995, 1996 y 1997, respectivamente, publicados por separado diez años después en España y conjuntamente en un solo tomo -con el título aglutinador mencionado- el pasado 2014; y destaca, por último, la más larga serie protagonizada por el comisario Adamsberg, con diez novelas ya en su edición española, en la última de las cuales, <i>Cuando sale la reclusa</i>, de 2017, quiero centrarme también ahora en esta aproximación de síntesis casi imposible. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsqmXZfxTKcyApBISJMtr891ds21rgCsIHAjxjFLmY_t9SJWDrFcU5gORf3I1Oq1cE8TLikjuvRIWS8RWeXCtRfjS_6A15Qe8w2dxp_zZIWztphDcxNwM24JburvTLZADuf1OjAbuSo9noTvA0a1EIoJKLfvI25X06-vc3-nJHWt039-Bc5kEHsO0qaa40/s3718/Programa%20367.%20Fred%20Vargas.%20Lo%20que%20van%20a%20morir%20te%20saludan.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="3718" data-original-width="2500" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsqmXZfxTKcyApBISJMtr891ds21rgCsIHAjxjFLmY_t9SJWDrFcU5gORf3I1Oq1cE8TLikjuvRIWS8RWeXCtRfjS_6A15Qe8w2dxp_zZIWztphDcxNwM24JburvTLZADuf1OjAbuSo9noTvA0a1EIoJKLfvI25X06-vc3-nJHWt039-Bc5kEHsO0qaa40/s320/Programa%20367.%20Fred%20Vargas.%20Lo%20que%20van%20a%20morir%20te%20saludan.jpg" /></a></div>Los que van a morir te saludan</i>, de 1994, publicado en España en 2009 en traducción de la escritora Blanca Riestra (en una de las pocas objeciones que puede hacerse a la, por otra parte, impecable labor editorial de Siruela, la diversidad de traductores de las distintas novelas de la francesa: Blanca Riestra en esta ocasión, pero Helena del Amo en la primera entrega de la trilogía citada anteriormente, Manuel Serrat Crespo en la segunda y Anne-Hélène Suárez Girard que traduce la tercera y parece haberse asentado, por fortuna, en los últimos títulos de la serie de Adamsberg, cuyos primeros libros fueron trasladados a nuestro idioma por otros distintos traductores) tiene como personajes principales a tres jóvenes franceses, estudiantes en Roma. Claudio, Tiberio y Nerón, como se hacen llamar a sí mismos -Claudio es el único nombre real-, constituyen una tríada singular, son amigos, divertidos, brillantes. Sus vidas, sus plácidas vidas de estudiantes relativamente acomodados, se ven alteradas por la repentina e inexplicada muerte, bajo los efectos de la ingestión de altas dosis de cicuta, de Henry Valhubert, padre de Claudio, en una algo esotérica fiesta ante el palacio Farnese romano. Monsieur Valhubert se dedicaba al coleccionismo de arte y sus negocios no eran siempre todo lo claros que exigían su posición y su prestigio. Además, su joven mujer, Laura, encubre un pasado oculto que encierra un relativo secreto comprometedor para su marido, así como unas peligrosas relaciones con oscuras mafias italianas. Por otro lado, los tres amigos están vinculados, en una especie de tutela cuasi parental, con monseñor Lorenzo Vitelli, un obispo algo enigmático que se mueve con soltura en las salas de la Biblioteca Vaticana, de donde han desaparecido algunos dibujos, especialmente uno muy valioso, de Miguel Ángel. Para complicar la trama que, no obstante, es narrada de modo muy nítido y claro, el presumiblemente asesinado Henry Valhubert, era hermano del ministro del Interior francés, el cual hace desplazar a Roma a Richard Valence, un jurista reconocido, serio y grave, duro e impenetrable, para esclarecer los hechos. A partir de aquí se desarrolla la novela, que pasa por los avatares habituales del género aunque con ciertos rasgos específicos que contribuyen a apuntalar la caracterización de Fred Vargas como una destacada singularidad en el extraordinariamente frecuentado camino de la literatura policiaca. Aparecen ya, por ejemplo, entre estas notas distintivas de su obra, la escasa importancia que la autora concede a los aspectos técnicos de la historia (aunque en sus últimos títulos se detiene, incluso con minuciosidad, en la a veces compleja “intendencia” de los crímenes): <i>detesto hablar</i>, dice, <i>del calibre del proyectil, hacer el análisis del arma del delito; lo que para mí es importante es quién ha disparado y por qué</i>. También, la profundización en los personajes, casi siempre formidables, mucho más, a mi juicio, que las tramas, que muchas veces se adelgazan hasta lo esencial, aunque muchas más se enrevesan y abren en infinidad de derivaciones. Asimismo, son significativas las numerosas referencias cultas, las menciones a la Historia, la erudición. Igualmente, la huida consciente de los estereotipos, que tan habitualmente nos topamos en la literatura negra: detectives oscuros y perdedores que se pasean en gabardinas cochambrosas por callejones siniestros envueltos en nubes de humo, o acertijos seudo intelectuales plagados de pistas falsas, para mayor gloria del sesudo investigador que los desentraña desde su despacho sin inmutarse, o retratos ideologizados de jóvenes marginales que asesinan sin recato, supuestas víctimas inocentes de injustas situaciones sociales. Ninguno de estos tópicos se encuentra en las novelas de Fred Vargas. Y sí, en cambio, un sutilísimo sentido del humor, personajes poco convencionales y fascinantes y una atmósfera algo misteriosa pero muy sugestiva. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhhIwxdTe0rNiX3g90NDv5UXAyhiURvCgLGvYVuIjlX3rJa-prqEevZPHFlx2C9i5oG93YgHiVt3GdtsUFj_cnmN6b5h8ImGycWUSU5unk_TiJYCor0hPP9y_n6ZWR4Uk7f-Phq8tmsRmKpUv9nt7ORr1DPsjTbczot5K5jLqj1ZiVT8Hq67msyKk-vUCXR/s474/Programa%20367.%20Fred%20Vargas.%20Los%20tres%20evangelistas.png" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="474" data-original-width="305" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhhIwxdTe0rNiX3g90NDv5UXAyhiURvCgLGvYVuIjlX3rJa-prqEevZPHFlx2C9i5oG93YgHiVt3GdtsUFj_cnmN6b5h8ImGycWUSU5unk_TiJYCor0hPP9y_n6ZWR4Uk7f-Phq8tmsRmKpUv9nt7ORr1DPsjTbczot5K5jLqj1ZiVT8Hq67msyKk-vUCXR/s320/Programa%20367.%20Fred%20Vargas.%20Los%20tres%20evangelistas.png" /></a></div>Todos estos elementos y algunos otros también sustanciales que luego indicaré comparecen en <i>Los tres evangelistas</i>, serie en la que nos encontramos a tres jóvenes -no lo son tanto- que por los azares de la vida y por razones de oportunidad -están en paro y apenas cuentan con ingresos económicos- conviven en un destartalado caserón en un barrio parisino. Historiadores -y esa condición será una de las “vías” que permitirá que en las novelas aflore la formación de su creadora-, cultivan de modo algo estéril su pasión mientras transitan de uno a otro empleo “alimenticio” y malviven en un relativo fracaso vital (<i>Somos tres hombres de treinta y cinco años que viven juntos en un caserón medio en ruinas</i>). Lucien Devernois es historiador “contemporaneísta”, <i>perpetuamente sumido en el estudio de los entresijos de la Primera Guerra Mundial</i>. Mathias Delamarre es prehistoriador, un ser primitivo que se pasea descalzo y desnudo (si ha de vestirse por necesidad social lo hace, claro, aunque sin ropa interior), <i>indiferente y más bien hostil respecto a todo lo que había podido pasar después del año 10000 antes de Jesucristo</i>. Por último, Marc Vandoosler, medievalista, se abisma de modo apasionado en los aparentemente áridos asuntos del comercio en el campo y los excedentes de la producción rural en los siglos XI y XII. Solitario (los tres lo son) y romántico (<i>solo le interesaban la Edad Media y los amores desesperados</i>, se dice de él), será quien descubra la mansión casi en ruinas y propicie el encuentro y convivencia de los tres compañeros, a quienes recluta y que se instalarán en el desvencijado caserón respetando la “escala cronológica”: en la planta baja, l<i>o desconocido, el misterio del origen, los instintos primarios</i>, las estancias comunes que comparten, pues; en el primer piso, se abandona poco a poco el caos, comienza el lenguaje, el hombre desnudo se yergue, <i>ergo</i> allí habita el “prehistórico” Mathias; en el siguiente nivel queda atrás la Antigüedad y da inicio el glorioso segundo milenio, <i>los contrastes, las audacias y las penas medievales</i>: es el territorio de Marc; encima, en el tercer plano, la decadencia, la degradación, la Historia contemporánea y en particular la Gran Guerra, con Lucien como representante. Más arriba aún, culminando en la buhardilla el “orden del Tiempo”, con ellos vive también Vandoosler el Viejo, padrino de Marc, un expolicía ya mayor, con una trayectoria profesional bastante turbia y con algún episodio oscuro que acabó con su carrera, que recala en la vivienda para deambular -por la casa y por la vida- sin prisas y de vuelta de todo, aunque sin perder, no obstante, su olfato detectivesco ni sus relaciones con antiguos colegas de profesión, circunstancias que tendrán repercusión en las tramas. Es este Vandoosler, inteligente y cáustico, el que aprovecha los nombres de sus compañeros, Lucien, Mathieu y Marc, para “santificarlos” -San Lucas, San Mateo y San Marcos- y referirse a ellos como “los evangelistas”. A estos <i>cuatro hombres medio ahogados en el fracaso económico, con el improbable objetivo de unir sus esfuerzos para intentar salir bien librados</i>, se les unirá en la segunda y tercera novelas de la serie Louis Kehlweiler, apodado el Alemán, otro antiguo policía que permanece, un tanto clandestinamente, en el mundo de la investigación, por el que se adentra con la sola compañía de su sapo Bufo, al que lleva consigo en el bolsillo, en un rasgo más de su excéntrica figura. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Este algo estrambótico <i>conglomerado de personalidades poco conciliables</i>, se adentrará, al principio por azar, en la indagación de algunos extraños casos criminales: los dos “profesionales” movidos por sus “pulsiones” naturales y alentados por sus contactos y su cualificación previa; los jóvenes historiadores más o menos “advenedizos” serán “captados” para las labores detectivescas porque, como afirma Vandoosler el Viejo, <i>tres investigadores capaces de bucear en el tiempo para sacar a flote un pasado sumergido, deberían estar preparados para abordar la época actual</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Así, en <i>Que se levanten los muertos</i>, la aparición repentina, de la noche a la mañana, de un árbol, un haya, plantado en un jardín vecino al caserón, llevará al grupo a indagar en las causas de la desaparición de una cantante de ópera, Sophia Siméonidis, y en otros enrevesados sucesos vinculados a su ausencia. El segundo título de la trilogía, <i>Más allá, a la derecha</i>, es una buena muestra de la presencia de la condición de arqueozoóloga de Fred Vargas: entre las deposiciones de un perro en un parque parisino, Kehlweiler encuentra un pequeño objeto en el que cree ver un resto humano. Constatado que, en efecto, se trata de una falange de uno los dedos del pie de una mujer, la correspondiente investigación lo lleva, junto con algunos de los evangelistas, hasta Bretaña. Por último, en <i>Sin hogar ni lugar</i>, de la que os dejo un significativo fragmento como cierre a esta reseña, los siniestros asesinatos de algunas mujeres, también en París, parecen vincularse con un joven discapacitado, tutelado en su triste infancia por Marthe, una ya anciana prostituta, amiga de El Alemán. Las tres novelas -en total, más de seiscientas páginas de apasionante prosa- avanzan entre infinidad de referencias literarias -otra marca distintiva del estilo Vargas-, como Moby Dick o un poema de Gérard de Nerval que “explicará” los asesinatos del tercer libro, o culturales, sobre todo las muchas calas en el objeto de los estudios históricos de los tres amigos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Algunos de estos personajes irrumpen de vez en cuando en la serie del inspector Jean-Baptiste Adamsberg que cuenta con una decena de títulos publicados de los cuales yo he leído todos, desde los primeros, <i>Huye rápido, vete lejos</i> y <i>El hombre de los círculos azules</i>, hasta los últimos, el espléndido <i>Tiempos de hielo</i> y este <i>Cuando sale la reclusa</i> que constituye la por ahora postrera aportación (a la espera del inminente <i>Sobre la losa</i>) de la desbordante inteligencia de Fred Vargas (quizá su característica más acentuada, a mi juicio) al universo de la literatura policial. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjoYXJpcUI7r24dPaOZFhS8nz4kBYuyZOheRyq3vnjKs7bY4xXU_y63IGZdth960RmuONfyDuZmK9gAtDeID5sz51a1dIMwRdZsl_hJ7a2IJ3g5o1n3-5zIDf0-osKRebWaxait3GOYy0ckz4tiZp9AFG4f3yRzn3iQQTW2UDsB6tXl2M7u7N_LTFsWcoVx/s472/Programa%20367.%20Fred%20Vargas.%20Cuando%20sale%20la%20reclusa.png" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="472" data-original-width="305" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjoYXJpcUI7r24dPaOZFhS8nz4kBYuyZOheRyq3vnjKs7bY4xXU_y63IGZdth960RmuONfyDuZmK9gAtDeID5sz51a1dIMwRdZsl_hJ7a2IJ3g5o1n3-5zIDf0-osKRebWaxait3GOYy0ckz4tiZp9AFG4f3yRzn3iQQTW2UDsB6tXl2M7u7N_LTFsWcoVx/s320/Programa%20367.%20Fred%20Vargas.%20Cuando%20sale%20la%20reclusa.png" /></a></div>El comisario Adamsberg es un personaje excepcional, una construcción literaria de primer orden. Al frente de un grupo de veintisiete agentes de la Brigada Criminal del distrito 13 de París, su figura es todo menos “heroica” en el sentido prototípico que se asocia en el género al detective; ni siquiera encaja en la del antihéroe: se trata de un tipo común, delgado y bajito, sin especial atractivo físico aunque, eso sí, de admirable -fascinante incluso- personalidad. Reflexivo y de naturaleza infranerviosa, sin alterarse casi nunca (<i>hacía años que el comisario no se sobresaltaba</i>), su <i>modus operandi </i>profesional sigue métodos erráticos que se oponen frontalmente a las pulsiones cartesianas de su equipo, cuyos miembros <i>lo juzgaban a menudo soñador y utópico obstinado, para bien y para mal (…) Sin entender que, sencillamente, el comisario veía entre las brumas</i>. Y es que la mayor parte de sus hallazgos surgen a partir de pálpitos, de intuiciones indefinibles, de las <i>burbujas gaseosas</i> que habitan en su cerebro, difusos <i>protopensamientos</i>, esto es: pensamientos antes de los pensamientos, <i>embriones que se pasean y se toman su tiempo, aparecen y desaparecen, que vivirán o que morirán</i>. Ese poderoso instinto, su olfato, sus sensaciones, en ocasiones ancladas en algún suceso relevante de su pasado (las interpretaciones psicoanalíticas están muy presentes en la obra de Fred Vargas, en cuyas novelas aparece, a menudo, un psiquiatra), le harán dudar de las apariencias que ofrece la razón lógica llevándole al enfrentamiento con sus subordinados. La mayor parte de estos son también, por otro lado, caracteres muy bien dibujados, con verosimilitud y hondura, mostrando aristas y contradicciones, sentimientos y vida más allá de su funcionalidad como personajes de novela. Destacan, por resumir, la mente enciclopédica del comandante Danglard, con su erudición invasora y su vida personal destartalada; el teniente Veyrenc, íntimo amigo del comisario, procedentes ambos de los Pirineos, y que en su adolescencia recibió catorce puñaladas en el cráneo por lo que el pelo le crece en franjas de distintos colores -atigrado- desde entonces; Voisenet y sus revistas de ictiología (como siempre en las tramas Vargas -en una ostensible deformación profesional- los animales ocupan un lugar destacado); Mercadet, cuya hipersomnia le obliga a dormir cada tres horas, por lo que se habilita una cama en la comisaría para no abandonar la tarea; la informática Froissy, extraordinariamente eficiente, con su armario lleno de reservas alimentarias, de las que se nutre la brigada (y unos mirlos recién nacidos que aparecen en el patio); la pasión por los cuentos de hadas de Mordent; el sexismo y la homofobia de Noël; la enérgica y siempre disponible Violette Retancourt; el joven Estalère, que se limita -por si acaso: carece de <i>otro ámbito de excelencia</i>, según sus compañeros- a servir los cafés; y tantos otros… (incluido -aunque no es un investigador<i> stricto sensu</i>, como es obvio- el Bola, el gato gordo y blanco que holgazanea al calorcito de la fotocopiadora de la brigada). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En <i>Cuando sale la reclusa</i>, entre alguna subtrama paralela (algo muy común también en la literatura de Vargas), el equipo debe investigar las muertes de unos ancianos, provocadas, al parecer, por sendas picaduras de la araña reclusa, la <i>Loxosceles rufescens</i>. La indagación, apasionante (<i>una investigación que se adentra tanto en las entrañas del pasado como en las de la mente</i>), se abre a infinidad de interpretaciones, avanzando por muchas vías, exigiendo pruebas y pesquisas varias, provocando la elaboración de múltiples hipótesis que se confirman primero para descartarse después, entre giros, equívocos, sorpresas e iniciativas fallidas, en un relato subyugante, que se lee de manera compulsiva y que deja al lector deslumbrado por la maestría de la autora, por su profunda inteligencia, por su amplia cultura, por, en suma, la originalidad de su propuesta que nada tiene que ver con ningún otro autor de serie negra (casi ni siquiera con ella misma, pues el núcleo temático sobre el que se construye cada novela es, siempre, sorprendente y novedoso, muy distinto al de las demás). Porque, como es habitual en los libros de la francesa, las historias relatadas -impecables desde el punto de vista de la más convencional “eficacia” narrativa- presentan, además, una serie de conexiones culturales, históricas, filosóficas y literarias sin parangón -al menos en mi experiencia lectora- ni en el género negro ni, en general -me atrevería a decir-, en gran parte de la literatura actual. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En el caso concreto de <i>Cuando sale la reclusa</i>, las arañas así llamadas son un elemento capital de la trama, pero tienen también un valor metafórico que entronca con realidades -que no quiero referir para no desvelar la intriga del libro- cuyos antecedentes están en la Edad Media, momento histórico bien conocido por la autora, a propósito del cual escribe: <i>Nuestra época (…) ¿Civilizada? ¿Racional? ¿Tranquila? Nuestra época es nuestra prehistoria, es nuestra Edad Media. El hombre no ha cambiado ni un ápice. Y menos aún en sus pensamientos primarios</i>. Y así, por el libro discurren -aparte de reflexiones específicas sobre las “reclusas” (esta vez entre comillas; y cuando leáis el libro sabréis por qué)- la expedición de Magallanes y su aventura meridional, una derivación sobre San Roque que permite a la escritora hablar de la peste negra, citas de Corneille y Voltaire, de Nietzsche, reflexiones sobre Sócrates y su mayéutica, versos de La Fontaine y hasta un cuento de Alphonse Daudet que explica un elemento principal de la investigación. Y todo ello entre digresiones inteligentes (una vez más, imposible resistirse al término), guiños autorreferenciales (en la fase final del libro aparece Matthieu, uno de los evangelistas ya reseñados), alusiones, juegos etimológicos, claves vinculadas al significado oculto de las palabras, dobles sentidos, “pistas” psicoanalíticas y tantas otras insólitas manifestaciones del singular talento de esta excepcional escritora que es Fred Vargas y que de ninguna manera, por las innumerables razones que ya os he ofrecido en esta ya muy larga reseña que ahora termina, deberíais dejar de leer. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>La chanson de Craonne</i>, una canción de texto anónimo, cantada, sobre una música preexistente, en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y convertida en un himno antimilitarista, cierra hoy nuestra emisión. Marc Vandoosler la canta en la segunda de las novelas de los evangelistas. Aquí suena en la voz de Maxime Martelot y el acordeón de Aude Giuliano.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6. </div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Luis Kehlweiler lanzó el diario sobre la mesa. Ya había visto bastante y no tenía intención de abalanzarse sobre la página seis. Más tarde, quizá, cuando todo el asunto se hubiera enfriado, recortaría el artículo y lo archivaría. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Fue a la cocina y se abrió una cerveza. Era la penúltima de la reserva. Se escribió una C mayúscula a bolígrafo en el dorso de la mano. En plena canícula de julio era inevitable que aumentara notablemente el consumo. Por la noche, leería las últimas noticias sobre los cambios ministeriales, la huelga de ferroviarios y los melones tirados en la carretera. Y se saltaría tranquilamente la página seis. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Camisa abierta y botella en mano, Louis se puso de nuevo manos a la obra. Estaba traduciendo una voluminosa biografía de Bismarck. Pagaban bien, y tenía intención de vivir varios meses a costa del canciller del Imperio. Avanzó una página y se interrumpió, con las manos suspendidas sobre el teclado. Su pensamiento había abandonado a Bismarck para ocuparse de una caja de guardar zapatos, con tapa, que daría apariencia de orden al armario. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Un tanto irritado, echó la silla hacia atrás, dio unas zancadas por la habitación, se pasó la mano por el pelo. Caía la lluvia en el tejado de zinc, la traducción avanzaba bien, no había razón para preocuparse. Pensativo, deslizó un dedo por el lomo de su sapo, que dormía encima de su mesa de trabajo, instalado en la cesta de los lápices. Se inclinó y leyó en voz baja, en la pantalla, la frase que estaba traduciendo: “Es poco probable que Bismarck concibiera ya a principios de ese mes de mayo…”. Y su mirada se posó sobre el periódico doblado encima de la mesa. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;">El asesino deja su segunda víctima en París. Página 6<i>. Muy bien, pasando. No era asunto suyo. Volvió a la pantalla, donde lo esperaba el canciller del Imperio. No tenía por qué ocuparse de la página seis. Simplemente, no era su trabajo. Ahora su trabajo consistía en traducir cosas del alemán al francés y decir lo mejor posible por qué Bismarck no había podido concebir a saber qué a principios de ese mes de mayo. Una actividad tranquila, alimenticia e instructiva. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Louis tecleó unas veinte líneas. Iba por “pues nada indica, efectivamente, que aquello lo ofendiera entonces”, cuando se interrumpió de nuevo. Su pensamiento había vuelto a picotear en el asunto de la caja y trataba obstinadamente de resolver el tema del montón de zapatos. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Se levantó, sacó la última cerveza de la nevera y bebió a morro, a tragos cortos, de pie. Para qué engañarse. El que sus pensamientos se empecinaran en idear soluciones domésticas era una señal que debía tener en cuenta. A decir verdad, la conocía bien, era señal de debacle. Debacle de los proyectos, retirada de las ideas, discreta zozobra mental. No era tanto el hecho de que pensara en su montón de zapatos lo que le preocupaba. Cualquier hombre puede verse en la tesitura de pensar en ello de pasada, sin que sea dramático. No, era el hecho de que pudiera disfrutar con ello. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Louis tomó dos tragos. Las camisas también, había planeado ordenar las camisas no hacía ni una semana. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>No cabía duda, era la debacle. Solo los tipos que no saben qué coño hacer con sus vidas se ocupan de reorganizar a fondo su armario, a falta de poder arreglar el mundo. Dejó la botella en el bar y fue a examinar el periódico. Porque al fin y al cabo, si se encontraba al borde de la calamidad doméstica, de la reorganización de toda la casa, de arriba abajo, era por esos asesinatos. No por Bismarck, no. No tenía grandes problemas con ese tipo que le daba de qué vivir. No era esa la cuestión. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>La cuestión eran esos puñeteros asesinatos. Dos mujeres muertas en dos semanas, de las que hablaba todo el país, y en las que pensaba intensamente, como si tuviera derecho de pensamiento sobre ellas y su asesino, cuando en realidad no era asunto suyo en absoluto. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Después del caso del perro en la reja de un árbol, había tomado la decisión de no volver a inmiscuirse en los crímenes de este mundo, porque le parecía ridículo iniciar una carrera de criminalista sin sueldo con la excusa de haber adquirido malas costumbres en sus veinticinco años de investigaciones en Interior. Mientras estuvo contratado, consideró lícito su trabajo. Ahora que ya solo dependía de su humor, le parecía que estaba tomando un sospechoso cariz de buscador de mierda y de cazador de cabelleras. Huronear por su cuenta en el crimen, sin que nadie se lo hubiera pedido, abalanzarse sobre los periódicos, amontonar artículos, ¿en qué se estaba convirtiendo sino en una escabrosa distracción y una dudosa razón para vivir? </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Así fue como Kehlweiler, un hombre más dado a sospechar de sí mismo que de los demás, había dado la espalda a ese voluntariado del crimen, que de repente le parecía oscilar entre la perversión y lo grotesco, y hacia el que tenía visos de tender la parte sospechosa de sí mismo. Pero ahora, estoicamente abocado a tener a Bismarck como única compañía, sorprendía a su pensamiento regodeándose en el dédalo de la futilidad doméstica. Se empieza con cajas de plástico y no se sabe cómo acaba la cosa. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Louis tiró la botella vacía a la basura. Echó una ojeada a su mesa de trabajo, donde reposaba amenazante el periódico doblado. El sapo Bufo había salido provisionalmente de su sueño para ir a instalarse encima. Louis lo levantó con suavidad. Consideraba que su sapo era un impostor. Simulaba hibernar, y encima en pleno verano, pero era una farsa, se movía en cuanto uno dejaba de mirarlo. A decir verdad, al pasar a la condición de animal doméstico, Bufo había perdido todo su saber acerca de la hibernación, pero se negaba a reconocerlo porque era orgulloso. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>-Eres un purista imbécil -le dijo Louis volviendo a dejarlo en la cesta de los lápices-. Tu hibernación de pacotilla no impresiona a nadie, a ver qué te crees. Tú haz lo que sepas hacer y punto. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Con mano lenta, deslizó el periódico hacia sí. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Vaciló un instante y lo abrió en la página seis. </i>El asesino deja su segunda víctima en París<i>.</i></div><div style="text-align: justify;"> <iframe allow="autoplay; encrypted-media" allowfullscreen="" frameborder="0" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/BXnmRSb39ks" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/6jbNaSJiC34" width="520" youtube-src-id="6jbNaSJiC34"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Fred Vargas. Cuando sale la reclusa</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/fred-vargas.-cuando-sale-la-reclusa-2" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-82858816899365685392023-09-27T20:27:00.000+02:002023-09-27T20:27:08.692+02:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">MICK HERRON. <i>CABALLOS LENTOS</i> (SERIE JACKSON LAMB)</span></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libro</i>. Desde el pasado 28 de junio, y hasta el próximo 22 de octubre, puede verse, en la sede madrileña de CaixaForum, una muy interesante exposición que, con el título de <i>Top Secret. Cine y espionaje</i>, ofrece un estimulante paseo por las múltiples conexiones entre ambos mundos, en un bien consolidado vínculo de extraordinaria popularidad que forma parte, en muchas de sus manifestaciones -sofisticados artilugios electrónicos, modelos de automóviles, vestuario, carteles, héroes y malvados, actores y actrices relevantes asociados al género, escenarios singulares, tramas enrevesadas, vínculos con la realidad política del momento, fragmentos de películas, escenas míticas, líneas de diálogo (<i>Bond, James Bond</i>, por citar la más obvia y notoria), entre otros diversos elementos- de la memoria colectiva de varias generaciones de espectadores en todo el mundo. La muestra, que se complementa con un excelente catálogo, publicado por la editorial Blume y también altamente recomendable, constituye la excusa última por la que nuestro espacio ha abierto un breve ciclo, que dio comienzo el miércoles pasado y que hoy finaliza, dedicado a algunos sugestivos exponentes de la literatura de espías. Así, hace siete días os hablaba de un volumen aparecido en el seno de la editorial Reino de Redonda, que recoge dos títulos sobre el género: <i>Operación Desengaño</i>, una novela de Duff Cooper, y <i>El hombre que nunca existió</i>, una obra miscelánea, participando de la intriga de un thriller, el carácter fidedigno y verosímil de un texto documental, la “viveza” de una crónica periodística, el rigor y la precisión de una investigación histórica y la arrebatadora potencia narrativa de una gran novela, escrita por Ewen Montagu. En ambos casos, los libros giran, con enfoques muy distintos, sobre la Operación Carne Picada, el nombre que se dio a la magistral maquinación, urdida por el espionaje británico en la Segunda Guerra Mundial, que consistió en arrojar -el 30 de abril de 1943 y muy cerca de las playas de Huelva- el cadáver de un (supuesto) oficial de la Real Infantería de la Marina británica, víctima (también inventada) de un accidente aéreo (inexistente en realidad), llevando entre sus pertenencias personales ciertos documentos en los que se detallaban las intenciones -falsas pero creíbles- de los Ejércitos aliados, con el fin de que, persuadidos de la veracidad de la información que en ellos se contenía, los ejércitos del Reich organizaran sus operaciones bélicas conforme a los documentados propósitos de sus enemigos, reforzando la protección de determinadas zonas del frente mediterráneo, presuntamente amenazadas, y descuidando otras, en las que se iba a centrar realmente el ataque aliado, expeditas gracias al engaño, propiciando así la pérdida de esa zona sur en disputa y, poco después, la definitiva derrota nazi en la contienda. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pues bien, esta tarde volvemos a hacer otra cala en el género con una nueva y plural sugerencia de varios libros pertenecientes a un ciclo, conocido como “la serie de Jackson Lamb”, compuesto hasta ahora por ocho novelas (además de varias <i>novellas</i>, de menor extensión), de las cuales cinco están ya publicadas en España. Su autor, el británico Mick Herron, ha sido saludado por la crítica como heredero de John Le Carré y Graham Greene, y calificado como <i>el nuevo maestro de la novela de espías británica</i>. <i>Caballos lentos</i>, <i>Leones muertos</i>, <i>Tigres de verdad</i>, <i>La calle de los espías</i> y el reciente <i>Las reglas de Londres</i>, que vio la luz en España el pasado 14 de este mismo mes, son los cinco libros objeto por ahora de la recepción española de la obra de Herron, aparecidos todos en la colección Black de la editorial Salamandra. Los dos primeros fueron traducidos por Enrique de Hériz y, tras su desgraciado y prematuro fallecimiento con apenas cincuenta y cinco años, del resto se ha hecho cargo Antonio Padilla Esteban. En ambos casos, al lector atento le incomodan ciertas expresiones algo chirriantes, como “en cuando la mujer dio media vuelta” (en vez de “en cuanto la mujer dio media vuelta”) o el insistente y muy cargante recurso a “los mismos” y “las mismas”, como por ejemplo en “tras examinar sus cuatro paredes -lo que alcanzaba a ver de las mismas-” (en vez de “tras examinar sus cuatro paredes -lo que alcanzaba a ver de ellas-”); así como las habituales muestras de la sin duda inconsciente atracción de los traductores por el catalán de su comunidad autónoma: el uso reiterado de locuciones como “ya le parecía bien”, “ya le iba bien” y similares, en las que el “ya” parece innecesario (en “ya le iba bien” falla el “ya” y el “iba”, lo correcto es “le venía bien”, sin más), o de giros como “tendría que vendérsela”, a propósito de una casa, en la que el reflexivo implícito no resulta oportuno: “tendrías que venderla”. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mick Herron, que acaba de inaugurar la sexta década de su vida, acumula premios en el género negro, habiendo vendido más de un millón de ejemplares de sus libros, que se han traducido a más de veinte idiomas. Sobre las novelas de Jackson Lamb que esta tarde os comento se ha producido una serie televisiva, cuyas dos primeras temporadas han sido emitidas por Apple TV, estando ya filmada la tercera y contratada, al parecer, la cuarta. Los conocidos y prestigiosos actores Gary Oldman y Kristin Scott Thomas son sus protagonistas. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiEHBdza_Wb69bdyMQgJwcYJyJlolGCC78r5Dh2N-wfZra6iHhEa4Nls8qNmwvKsJIQxK6lGvg9punoXYMtwerUAkayTf1GOD2qNI6jbLfp1tu5BrKkTL93uA6cE-S7vn3lbbDVZH_ikO4r75_VbcuJG-1RsUPleOOGk-bhCa9_pNVl0keSR4YdEBfR3Bh8/s1698/Caballos%20lentos.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1698" data-original-width="1100" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiEHBdza_Wb69bdyMQgJwcYJyJlolGCC78r5Dh2N-wfZra6iHhEa4Nls8qNmwvKsJIQxK6lGvg9punoXYMtwerUAkayTf1GOD2qNI6jbLfp1tu5BrKkTL93uA6cE-S7vn3lbbDVZH_ikO4r75_VbcuJG-1RsUPleOOGk-bhCa9_pNVl0keSR4YdEBfR3Bh8/s320/Caballos%20lentos.jpg" /></a></div>El marco de referencia general en el que se desenvuelven las peripecias del inefable Jackson Lamb y sus colaboradores se describe, como es natural, en el primero de los libros, <i>Caballos lentos</i>, publicado originariamente en 2010 y presentado en nuestro país en 2018. Su comienzo, poderoso e intrigante, despierta de inmediato el interés del lector y lo sitúa en esas coordenadas generales que enmarcarán la serie entera: <i>Así fue como River Cartwright se salió de la pista rápida y se integró entre los caballos lentos. River Cartwright</i> -y es necesario aclarar que, siendo el misterio, el thriller y las ambigüedades y dobles juegos del género de espías el contexto en que se desarrollan las novelas, cualquier apunte, por leve que sea, de su contenido, supone desvelar, siquiera ligeramente, algunos de los elementos de sus tramas; sirva esta reflexión preliminar como aviso para navegantes- es, podríamos decir, un espía en prácticas, a punto de superar la evaluación final que le permitirá incorporarse a Regent’s Park, la sede oficial en la ficción de los servicios secretos británicos, el legendario MI5, hoy llamado Servicio de Seguridad, la élite de una de las organizaciones de espionaje más afamadas del mundo. Una colosal metedura de pata en su práctica final, que en condiciones normales provocaría la expulsión inmediata del servicio y el irremisible fin de su carrera, supone sin embargo que, gracias a la intervención de su abuelo, un ya jubilado D.O., Director de Operaciones de la organización, no sea despedido y sí desterrado a la Casa de la Ciénaga. La Casa de la Ciénaga no está en una ciénaga ni tampoco es una casa, como se nos advierte en las primeras páginas de <i>Caballos lentos</i>. En un recurso que se repite en todas las novelas de la serie, los libros se abren y se cierran con un “visitante” externo -un viajero que contempla el inmueble desde el piso superior de un típico autobús londinense, un pequeño ratoncillo, una fantasmal corriente de viento, los gorgoteos y borborigmos de las decrépitas cañerías de la casa, el alba que se abre paso por entre las dependencias del lugar- que nos da cuenta del lugar. Se trata de un desvencijado edificio de oficinas, en Aldersgate Street, un antro, un <i>vertedero</i> destartalado (<i>nadie entra en la Casa de la Ciénaga por la puerta de delante; sus ocupantes acceden por un ruinoso callejón a un patio mugriento de paredes mohosas y luego entran por una puerta que muchas mañanas, si la humedad, el frío o el calor han hinchado la madera, requiere una patada para abrirse</i>) y escondido (<i>el lugar parecía poco más que una tapadera para un negocio de porno por correo</i>), al que van a parar, degradados en todos los sentidos, los miembros del espionaje que han cometido algún error grave en sus funciones y que, conocidos despectivamente por sus colegas de mayor categoría como “caballos lentos”, ven pasar sus días, sin expectativa profesional de ningún tipo, condenados a funciones burocráticas, a ocupaciones rutinarias (<i>nuestros caballos lentos se dedican a sacar punta a los lápices, cuando no están doblando papeles</i>), a miserables trabajos de oficina o a tareas de escasa relevancia, para las que no se requiere la menor cualificación (<i>se podrían encargar a una manada de monos domados</i>; en una de las múltiples muestras del humor sarcástico que impregna la serie entera, un muy evidente rasgo de estilo de Herron, como más adelante veremos), muy alejados, en cualquier caso, de la trepidante acción que se supone forma parte del día a día del espía convencional. Concebida como una forma de castigo, la Casa de la Ciénaga (esa <i>mazmorra administrativa del servicio de inteligencia</i>) es una solución eficaz para <i>deshacerse de los agentes sin tener que librarse de ellos, esquivando líos legales y amenazas de querellas</i>, que sirve, además, para llevar a cabo ciertas actividades “preventivas” necesarias para las investigaciones de mayor calado: filtrar conversaciones grabadas al azar en los aledaños de las mezquitas más radicales detectando palabras sospechosas y cotejándolas con otras mediante programas de reconocimiento de voz, supervisar Twitter en busca de mensajes cifrados, preparar listas de estudiantes extranjeros que falten mucho a clase o investigar anomalías en el pago de la tasa ecológica en coches detectados en una zona para la que sus dueños no habían pagado, catalogar multas de aparcamiento en lugares cercanos a probables objetivos terroristas, posibles indicios -algo paranoicos y rozando el delirio- de pertenencia a un grupo islamista, a una banda criminal o a alguna organización delictiva. River, que al comienzo de la serie solo lleva unos meses “deportado”, se incorporará, frustrado, a esa <i>panda de putos perdedores</i>, desgraciados, solitarios, alcohólicos, derrotados, sin ilusión, sentenciados a una anodina y estéril labor. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El primer gran motivo de interés de la serie es la construcción del muy antiheroico líder de la Casa de la Ciénaga, Jackson Lamb, cuya creación, inolvidable, revela una imaginación y un talento magistrales. Sirva como ejemplo inicial esta soberbia presentación -de un modo indirecto y tangencial, el lector aún no conoce al personaje- de algunos de los rasgos que lo definirán (solo algunos; Herron, que afirma desconocer el pasado de su criatura, va mostrando, poco a poco, con habilidad, ciertos atisbos, que dosifica con cuentagotas en los distintos libros de la serie): <i>La planta superior</i> [de la Casa de la Ciénaga] <i>ni siquiera provee ese entretenimiento, pues sus ventanas tienen las cortinas corridas. Es evidente que a quien la habita no le apetece nada que se le recuerde la existencia del mundo exterior, ni que los rayos del sol puedan perforar su pesadumbre. Sin embargo, también eso es una pista, pues señala que quienquiera que sea el que se aloja en esa planta tiene la libertad de escoger la penumbra, y la libertad de escoger suele reservarse a los que mandan. De modo que, evidentemente, el mando en la Casa de la Ciénaga —nombre que no aparece en ninguna documentación oficial, placa o membrete; en ninguna factura de la luz o contrato de arriendo; en ninguna tarjeta profesional, listín telefónico o listado de agencia inmobiliaria; nombre que en ningún caso es el nombre verdadero del edificio, salvo en el más coloquial de los usos— va de arriba abajo, aunque a juzgar por la decoración, deprimente en su uniformidad, la jerarquía tiene carácter restringido. O estás arriba del todo, o no lo estás. Y arriba del todo sólo está Jackson Lamb</i>. Se intuyen en esos párrafos el aislamiento y la independencia buscados, un punto de aflicción, el oscuro pasado, el mucho poder (en su limitado círculo). Pero a medida que las tramas avanzan lo iremos conociendo con más detalle: intransigente, atrabiliario, extravagante, solitario (<i>después de la caída del muro de Berlín, Lamb había optado por construirse un muro propio en el que vivía parapetado desde entonces</i>, leemos en <i>Tigres de verdad</i>), ajeno a los usos y convenciones más básicos en el trato humano, asocial (<i>Tiene el don de gentes de un sapo</i>), desordenado y caótico, egoísta (<i>Simplemente, no prestaba atención. O estaba tan acostumbrado a vivir exiliado dentro de su propia piel que daba por hecho que los demás le cederían el espacio</i>), borracho, obstinado fumador, sucio (<i>el jersey verde de pico manchado por bocados mal calculados de comida para llevar, los puños de la camisa raídos asomando bajo las mangas del abrigo</i>), con la cremallera del pantalón desabrochada, con las manos siempre grasientas por los constantes bocadillos de salchicha, el escaso pelo rubio igualmente graso por la falta de higiene, los hombros cubiertos de caspa, gordo y desaseado (<i>un cabrón rudo de barriga floja, seguía vistiendo como si le hubieran hecho atravesar el escaparate de una tienda de caridad</i>), zafio (<i>Jackson Lamb metió una mano por dentro del abrigo y se llevó la satisfacción de que Taverner diera un respingo. La expresión de su rostro pasó al asco al ver que lo hacía para rascarse el sobaco. —Creo que me han picado cuando estábamos en el canal —explicó. Ella no respondió. Lamb sacó la mano y se olisqueó los dedos</i>), aquejado de una agresiva flatulencia a la que da rienda suelta sin reparo alguno, rodeado de un olor repugnante (<i>a tabaco, al alcohol del día anterior y a la comida para llevar de la cena</i>), dueño de una lengua afilada y cruel (<i>No os dejéis pegar un tiro, ni nada parecido. Me lo apuntan en mi historial</i>, espeta a los suyos al comienzo de una operación), grosero, faltón, tan políticamente incorrecto que puede llegar a ofender hasta a quienes, como yo mismo, nos parecen ridículas la mayor parte de las manifestaciones de la disparatada corrección <i>woke</i>: <i>ojos de persiana</i>, llamará a un colaborador oriental; y a otra de sus espías le espetará: <i>tú eres alcohólica, así que entiendo que te sientas extraviada varias veces al día</i>; y cuando una subordinada le pregunta, en relación con un rastreo de posibles terroristas sospechosos, si debe concentrar su búsqueda en hablantes de algún determinado grupo lingüístico, contestará, digno: <i>una investigación basada en perfiles raciales es moralmente inaceptable</i>, para apostillar, categórico: <i>concéntrate en moritos y similares</i>), intrigante, cínico (<i>siempre paga alguien; asegúrate de no ser tú</i>), despótico, irascible (<i>Podía tener cuerpo de barril y parecer torpe, pero si querías cabrear a un hipopótamo más te valía hacerlo desde un helicóptero</i>). En definitiva, la viva encarnación de la ejemplaridad. Y sin embargo es inteligente, perspicaz, conserva, pese a los golpes de la vida, su intuición de investigador avezado (<i>Los tiempos en que Jackson Lamb era una criatura con el don del instinto pertenecían al pasado. Correspondían a una versión más delgada y amable de sí mismo. Sin embargo, las vidas anteriores nunca desaparecen. La piel que mudamos queda colgada en el armario; ropa de emergencia, por si acaso</i>), es decidido, inconformista y rebelde, valiente ante el poder, al que se enfrenta sin titubeos, defensor a ultranza de su equipo (<i>El líder nunca quema a sus agentes)</i>, leal a unos sólidos principios morales, comprometido con su trabajo (uno podía cambiar de lado, vender sus secretos, ofrecer sus memorias al mejor postor, pero si era un espía nunca dejaba de serlo), espía excepcional (e<i>s mucho mejor agente de lo que puede parecer a simple vista</i>), aunque a veces bordee los límites de la legalidad (<i>como si fuera posible mantener un servicio de inteligencia eficaz sin traspasar alguna que otra línea roja de vez en cuando</i>) y pese a la turbia huella de un pasado que siempre lo acechaba a la sombra de su propio cuerpo. Y, como principales elementos definitorios, el sarcasmo, la ironía ácida y corrosiva, la mordacidad, el humor destemplado, la causticidad desatada, la rapidez verbal, la incisiva inteligencia que impregnan cada una de sus manifestaciones. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Bajo su muy atípico mando, el elenco de personajes -muy distintos entre sí aunque compartiendo infortunio, decepción, desengaño, frustración y fracaso (<i>Como todos los caballos lentos, Loy vivía solo. Parecía una estadística tremenda</i>)- que deambulan por la Casa constituye otro de los principales logros de las novelas. Con las lógicas altas, sustituciones y despedidas de algunos de ellos en cada nuevo libro -hay muchas vicisitudes, y muertes, que suponen cambios en la organización, en unos libros en los que la acción, sin ser el elemento esencial, sí desempeña un papel destacado-, los más destacados son, el mencionado River Cartwright, que, hundido en la Ciénaga (real y metafórica), sospecha que el error que truncó su carrera no fue tal, sino un engaño urdido por un hasta entonces compañero y ahora rival. Sin haber cumplido aún los treinta años -al comienzo de la serie-, es nieto de David Cartwright, el Viejo Cabrón, una especie de leyenda, director de operaciones de los servicios secretos, en la “Edad Oscura”, durante la Guerra Fría, cuando el MI5 alcanzó su condición legendaria, y que ahora, pese a estar jubilado, resulta ser una valiosa fuente de información y consejos para él. El rasgo que mejor define su situación en la vida es la decepción. River está hecho para el movimiento, para la labor de agente, en la calle, reaccionando ante los hechos, y sin embargo se ve forzado a una existencia insignificante y mediocre, perdiendo el tiempo en un despacho cochambroso, rellenando papeles, rebuscando pistas en las basuras, ocupándose de <i>cualquier cosa que implique más pensamiento que acción, lo que tal vez explique el aire de frustración</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgseJxP_s6F5Wxo4gjSe8YauRfVm7Nj4Efz_dj-MPZSgi5kwY1eRpMx3Z3lZFaIo8tHnMYKTgX--puxbC3oX6hsH6l8oWRsgmcoSsZhNGr1pxXgWMbZyWmgYHfnOe7E6ek7SrzpLKkfG2MTevJ79DD3_0qbeKidTyoJhcKww8XApGn8kGaap0eUY_BzI4Q6/s887/Leones%20muertos.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="887" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgseJxP_s6F5Wxo4gjSe8YauRfVm7Nj4Efz_dj-MPZSgi5kwY1eRpMx3Z3lZFaIo8tHnMYKTgX--puxbC3oX6hsH6l8oWRsgmcoSsZhNGr1pxXgWMbZyWmgYHfnOe7E6ek7SrzpLKkfG2MTevJ79DD3_0qbeKidTyoJhcKww8XApGn8kGaap0eUY_BzI4Q6/s320/Leones%20muertos.jpg" /></a></div>Catherine Standish, cincuentona (<i>con los cuarenta y ocho convertidos ya en un recuerdo</i>, se la describe en <i>Caballos lentos</i>), con una dura experiencia de alcoholismo superada, pese a que su huella reaparece en ocasiones (el mantra de la terapia seguida en Alcohólicos Anónimos -<i>Me llamo Catherine y soy alcohólica</i>- la asaltará de continuo), compagina su soledad de mujer madura y anticuada (<i>era como una criatura de otra época. Su palidez remitía a una vida que transcurría en el encierro. La ropa la cubría desde las muñecas hasta los tobillos. Incluso solía ponerse sombrero, ¡por el amor de Dios!</i>), poco atractiva y llena de miedos (<i>una definición perfecta de lo que significaba envejecer: los momentos de miedo habían ganado</i>) con una inteligencia, una lucidez, una clarividencia, una profesionalidad, unos arrestos y una capacidad de decisión que la hacen una espía excelente, confinada en la Ciénaga por una causa difusa, su cercanía a Charles Partner, el anterior director del servicio secreto, del que había sido su secretaria y cuyo cadáver -tras un suicidio aparente- descubrió en la bañera de la casa de él, de la que ella tenía la llave, una circunstancia que no resultó del todo fácil de aclarar. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y está Min Harper, para quien el matrimonio, la familia y la carrera, los pilares de su <i>vida funcional</i>, quedaron aniquilados por el <i>Momento Estúpido</i>, en que se dejó el disco duro de un ordenador en una estación del metro, dentro de un sobre marcado con el sello “Top Secret” y sin darse cuenta de ello hasta la mañana siguiente, cuando los informes clasificados que contenía el artilugio ya estaban en las portadas de todos los noticiarios. <i>Y por eso Min se había pasado los dos últimos años de lo que en otro tiempo parecía una carrera prometedora a cargo de la trituradora de documentos de la primera planta</i>. La vida de Louisa Guy participa de las notas de soledad y fracaso de sus compañeros, hechas todas de diversas variantes de mínimos apartamentos alquilados, lasañas recalentadas en el microondas y noches tristes viendo en la televisión programas de reformas inmobiliarias. Un despiste en el seguimiento del cabecilla de una operación de entrega de armamento, <i>un joven negro tan alejado del tópico como se pueda imaginar: llevaba traje de raya diplomática, gafas de pasta</i>, provocó que el sospechoso se escabullera entre otros seis jóvenes -<i>misma estatura, mismo color, mismo traje, mismo pelo</i>- conchabados al efecto, con la consecuencia, pocas semanas después, de la aparición de las armas en asaltos a bancos, en atracos, en tiroteos callejeros, y el consiguiente “exilio” de Louisa, acusada tácitamente de racismo, pues parecía ser incapaz de<i> distinguir a un negro de otro</i>. El trabajo en la Casa de la Ciénaga la obligará a <i>olvidar todo lo que sabía de gramática, ingenio, ortografía, modales y crítica literaria</i>, para pasarse las jornadas haciendo vigilancia virtual, <i>infiltrada entre</i> <i>los palurdos de la blogosfera</i>, rastreando webs más o menos delirantes -cómo hacer una bomba casera, el verdadero significado del islam y otros foros radicales de diversa índole- en busca de terroristas potenciales. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Roderick Ho encabeza el ranking de extravagancia en la disparatada comunidad que ocupa las cuatro desvencijadas plantas de la Casa de la Ciénaga. Informático experto, siempre aislado en su burbuja virtual (<i>sólo le interesaba lo que llevaba banda ancha de serie</i>), ensimismado, ajeno a la realidad externa (<i>aquella expresión familiar: la de cuando el mundo de su pantalla se volvía más real y menos irritante que el que lo rodeaba</i>), él mismo desconoce la razón de su expulsión de Regent’s Park y su incorporación a los “caballos lentos”, aunque todos sospechan la causa, personal y no profesional en este caso: <i>Roderick Ho cae mal a todo aquel con quien se cruza por la mera razón de que a él le desagradan visiblemente los demás</i>. En su caótico cubículo, ordenado, no obstante, de modo milimétrico según su neurótica personalidad (<i>junto al escritorio de Ho se alza tambaleante una torre de cartón levantada con el material de construcción más característico de todos los frikis: cajas de pizza vacías</i>), pasa sus horas sumergiéndose, bajo personalidades inventadas y con una rapidez y una eficacia prodigiosas, en los más profundos y casi ignotos recovecos de la red, habilidades que, más allá de su utilización en la resolución de casos, pone al servicio de causas personales en las que el aburrimiento, la mera curiosidad o, en ocasiones, el afán de venganza, lo llevan a entretenerse, averiguando, por ejemplo, la identidad completa (dirección, estado civil, historial bancario, historial médico, contenido de sus correos electrónicos, presencia en redes, mensajes en páginas de anuncios) de una mujer con la que coincide en el metro y cuyo nombre puede ver en el pase identificativo que ella lleva colgado en el cuello, hasta quedar con ella en circunstancias que no quiero desvelar; o a desmontar la vida entera de un individuo que desde su coche hace sonar la bocina al tener que detenerse por culpa de un Ho que, despistado en un paso de cebra, entorpece la circulación. Un Ho, en consecuencia, enfurecido, que ha logrado vislumbrar la matrícula del coche, identificará a su propietario en internet, y siempre en nombre del a partir de entonces desgraciado individuo le enviará un correo a su jefe dimitiendo y detallándole sus intenciones, nada edificantes, con respecto a su hija adolescente, anulará sus tarjetas de crédito, cambiará su número de teléfono, transferirá su hipoteca a otro beneficiario, comunicará a sus amigos su salida del armario, donará sus ahorros al Partido Verde, lo afiliará a la Cienciología, lo incorporará a una lista de delincuentes sexuales, y, por fin, venderá su coche -del que salió el infausto bocinazo- por eBay. Así se las gasta el bueno de Ho, un tipo, por lo demás, muy eficiente. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y hay muchos más, de presencia, como se ha dicho, más o menos episódica, Syd Baker, Jeff Moody, también Marcus Longridge y Shirley Dander, a los que conocemos en la segunda entrega, también con un pasado “discutible” que los llevará a integrar el peculiar universo de los caballos lentos. Él, cuarenta y tantos años, <i>negro, nacido en el sur de Londres de padres caribeños</i>, antiguo adicto al juego, “afición” que supuso la posible causa de su reclusión en la Casa de la Ciénaga; y ella, en la veintena, menos de un metro sesenta, fuerte y ruda, pelo muy corto, con <i>el atractivo sexual de un bolardo</i>, en otra muestra de la incorrección política que aflora a menudo en las muestras de humor que inundan el texto. Con una no del todo controlada propensión a la cocaína (<i>tampoco era una consumidora habitual: de los fines de semana no pasaba; de jueves a martes, y punto</i>), dueña de un carácter problemático, al decir de sus jefes, tras tumbar de un par de puñetazos a un compañero acosador insistente se hubiera ganado la expulsión fulminante del servicio, una situación que Shirley evitó confesándose lesbiana -sin serlo- para mitigar los efectos de la sanción, limitándola al exilio a las órdenes de Jack Lamb. De sus funciones originales como agente operativo, Longridge, y de Comunicaciones, Dander, no queda rastro en su nueva ubicación, en la que se verán obligados -como el resto del grupo- a batallar con equipos informáticos obsoletos en insulsas tareas administrativas: <i>Le dio un manotazo al ordenador —. De hecho, esta cosa tendría que estar en un museo. ¿De veras pretenden que pillemos a los malos con esta mierda? Tendríamos más posibilidades si nos plantáramos en Oxford Street con una carpetita y les preguntáramos a los transeúntes: «Perdone, señor, ¿es usted un terrorista?»</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgVIhpWd_6s_Bmox4dOkWd9WSbM2YR4vF5r3WyfnmZy__eTDQB-t5fBFtF8xd5CscqF4cCoZu5XozPNPv6uRfwoGZQHDzk3PrOHN1NwLDIhSrsvgNbbKfxMQCEWElivr5R7cktyh2ZvUxkOoNQWzjESIaj_nVnL3J-gMxI5xZ8gmAozpDscR_LHfQ8qpMjz/s1698/Tigres%20de%20verdad.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1698" data-original-width="1100" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgVIhpWd_6s_Bmox4dOkWd9WSbM2YR4vF5r3WyfnmZy__eTDQB-t5fBFtF8xd5CscqF4cCoZu5XozPNPv6uRfwoGZQHDzk3PrOHN1NwLDIhSrsvgNbbKfxMQCEWElivr5R7cktyh2ZvUxkOoNQWzjESIaj_nVnL3J-gMxI5xZ8gmAozpDscR_LHfQ8qpMjz/s320/Tigres%20de%20verdad.jpg" /></a></div>Y son muchos también, y muy bien perfilados -como lo están también los ambientes en que se mueven- los personajes de Regent’s Park, en sus distintos niveles jerárquicos: Ingrid Tearney y Diana -Lady Di- Taverner, las números uno y dos de la organización, competidoras, rivales y siempre envueltas en rencores, ambiciones, secretos, ocultaciones, envidias y celos profesionales; James “Spider” Webb, un trepa, responsable último del ostracismo de River, y enemigo declarado de este. Webb es la representación emblemática de los “trajeados”, espías de oficina, de despacho, siempre enfrentados a los agentes “de campo” (<i>Al contrario que River, él nunca había querido ser un agente de campo. Los agentes eran meras piezas en el tablero; la ambición de Webb consistía en ser uno de los jugadores</i>), individuos formales, muy british, elegantes y siempre impecables (<i>si le rajabas las entrañas seguro que sangraba a rayas diplomáticas</i>), fríos e impasibles en apariencia, ambiciosos, suficientes y despreciativos de cualquiera que ocupe un lugar inferior en el escalafón; Mick Duffy, el jefe de los temidos Perros de Regent’s Park, la seguridad interna de la agencia, que se ocupan de la depuración del personal “problemático”, ante el menor indicio, incluso falso, de responsabilidad (<i>Deambulamos por los pasillos. Olisqueamos a quien nos da la gana. Nos aseguramos de que todo el mundo haga lo que se supone que debe hacer y de que nadie haga lo que no debe. Y si alguien se desvía, le mordemos. Por eso nos llaman Perros</i>); Sam Chapmam, el Malo, amigo de Lamb y antiguo jefe de los Perros, <i>hasta que un lío de los gordos, con una cantidad industrial de dinero de por medio, provocó que alguien quisiera su culo en bandeja</i>; Molly Doran, en su silla de ruedas, importante en el pasado de Lamb y ahora responsable del inmenso y polvoriento archivo del servicio secreto, al que preserva ante el, a su juicio, seguro colapso de la Bestia, <i>el nombre colectivo que Molly Doran les daba a las distintas bases de datos digitalizados de la agencia</i>. En otro rango jerárquico, en una vertiente que aflora sobre todo a partir de <i>Tigres de verdad</i>, la tercera novela de la serie, destacan los peces gordos del <i>Otro Lado del Pasillo</i>, los políticos del Ministerio del Interior y del Parlamento de Westminster, las Comadrejas del servicio secreto, como se llama a los directivos del MI5. Y está también, en rangos menores, un catálogo variopinto de sujetos entre los que se cuentan los miembros de Antecedentes, el departamento que se dedicaba a <i>buscar esqueletos en los armarios</i>, los Conseguidores (<i>llamados así porque conseguían que se hicieran las cosas</i>), tipos atléticos pertenecientes a los grupos de intervención, siempre vestidos de negro y cargados de armas pesadas; las Reinas, encargadas de la base de datos, <i>muy útiles como amigas y más aún como contactos</i>; los Dentistas, truculenta pero muy elocuente denominación de los responsables de los interrogatorios; entre otros muchos “papeles” secundarios. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Con la participación -en distintos grados- de esta vasta nómina de personajes, las tramas se suceden en los episodios sobre los que gira cada novela, que, más allá de las particularidades argumentales de cada una, que luego sintetizaré, coinciden en una serie de elementos comunes, aparte de la singular fauna reseñada. En primer lugar destaca el ya mencionado clima de fracaso y frustración que envuelve a los “caballos lentos”, que a lo largo de los libros se subraya una y otra vez, impregnando de un tono de soledad y melancolía sus peripecias. Además, y de modo simultáneo, en casi todos ellos, está la esperanza, no demasiado consistente pero pese a ello viva (<i>¿Quieres saber cuánta gente ha hecho el viaje de vuelta de la Casa de la Ciénaga a Regent’s Park? (…). —Nadie. Eso nunca ha pasado</i>), de llegar a salir de su destierro y poder reincorporarse a Regent’s Park, lo que los lleva a intentar aprovechar escasas las oportunidades que surgen -por azar o por necesidad- para involucrarse en asuntos de más entidad. Herron quiere transmitir también ese hálito de relativa confianza, de aspiración escéptica y, en cualquier caso, de muy honrada profesionalidad de sus literalmente excéntricas criaturas, sobre las que vierte una mirada tierna. Esa reivindicación implícita del inconformismo y la dignidad de unos “perdedores” que han sufrido un golpe brutal en sus existencias hundiéndose en el oscuro pozo de la derrota y que, sin embargo, no se resignan del todo a su suerte, hace que el lector se encariñe con ellos y se haga partícipe así, más vivamente, de sus andanzas. Por otro lado, el planteamiento del autor resulta muy novedoso, al menos para quienes como yo no somos expertos en el universo, literario y cinematográfico, de los agentes secretos. Los libros de la serie no se parecen a las novelas clásicas de espías, subvirtiendo las reglas del género. Frente al habitual <i>glamour</i> y la refinada sofisticación que asociamos al espionaje (sobre todo a través de las películas de James Bond) -mujeres atractivas, trajes elegantes, fiestas mundanas, <i>casinos, hoteles de cinco estrellas, prostitutas de primera categoría</i>, ambientes cosmopolitas, avanzados e imaginativos inventos tecnológicos, automóviles de lujo, mansiones deslumbrantes, enredos diplomáticos, negociaciones de muy alto nivel- las novelas de Herron nos muestran otro ángulo no tan consabido del espionaje (<i>—¿Conoces el viejo dicho sobre las leyes y las salchichas? — preguntó el Viejo Cabrón —. ¿El que reza que es mejor no ver cómo se hacen? Pues lo mismo vale para los trabajos de espionaje</i>): las miserias, las decepciones, la mezquindad, las rivalidades, las aspiraciones, la estrechez, las chapuzas, la mediocridad, la falta de recursos, la insulsa cotidianeidad de una profesión en cierto modo no tan distinta al resto. El autor pone de manifiesto de modo explícito, y con evidente ironía, esas diferencias entre ambos enfoques, cuando pone a River Cartwight a correr para llegar a tiempo a una cita de urgencia vital: <i>James Bond habría saltado del puente peatonal al primer autobús que pasara por debajo, o le habría soltado una patada voladora a un motorista para hacerse con su vehículo. Jason Bourne se habría puesto a hacer surf sobre los techos de los coches, o habría hecho gala de su maestría en el parkour saltando de un muro a otro, de un contenedor con ruedas a otro, sabiendo siempre cuál era el callejón idóneo por el que atajar... Echó una mirada a la hilera de bicis municipales estacionadas junto a la acera, negó con la cabeza y entró en la estación de metro a toda prisa</i>. En relación con esta dimensión más ordinaria del desenvolvimiento de los personajes, otro elemento a subrayar y que engrandece enormemente las novelas, es lo que podríamos llamar su vertiente “psicologista”, pues, en todos los casos -y sin exceptuar siquiera los personajes de menor presencia- hay un muy afinado tratamiento de la personalidad de cada uno de los “actores” de las distintas historias, de cuyas vidas Herron quiere presentarnos no solo sus perfiles “externos”, siempre dibujados con precisión, sino también la interioridad de sus “almas”, con, según cada individuo, sus dudas, sus vacilaciones, sus frustraciones, sus esperanzas, su soledad, su tristeza, su miedo al envejecimiento y la muerte, sus enamoramientos, sus anhelos… </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Resulta relevante, igualmente, el que Herron salpique de referencias cultas, sin ostentación ni especiales subrayados, los parlamentos de sus personajes. Así, podemos encontrarnos con menciones a Rudyard Kipling, Joseph Conrad, Graham Greene, Somerset Maugham, John Le Carré, todos ellos con obra -abundante o episódica- en el género, pero también con William Blake, en cuya tumba en el cementerio de Bunhill Fields, Jackson Lamb cita a los suyos en alguna estrambótica reunión de trabajo nocturna; Daniel Defoe, a cuya mitológica ballena blanca, Moby Dick, se refiere para describir el síndrome de ciertos espías que se obsesionan en sus operaciones (<i>tomarse las cosas como algo personal con el enemigo resulta peligroso porque cuando eso pasa puede sucederte como al capitán Achab</i>); y hasta el Joyce del Finnegans Wake, presente en un restaurante de nombre Anna Livia Plurabelle. Del mismo modo, el éxito de la serie se explica, aparte de por las antedichas razones, por el humor desopilante que rezuma. Puedo confesar que en muchos pasajes de las distintas novelas no he podido contener las carcajadas con los diálogos chispeantes, con los intercambios de invectivas entre personajes, con las respuestas sarcásticas, con las alusiones ofensivas, con las réplicas corrosivas, con las insinuaciones agudas, con el rápido y afilado ingenio de Lamb. Y por supuesto, está el estilo literario de Herron, vivaz, ágil, presentando las historias con un montaje en paralelo, que se mueve simultáneamente en distintos escenarios y con diversos personajes, una prosa magnética que impide que soltemos los libros y que nos hace avanzar por ellos, simultáneamente entusiasmados por el mucho placer que su lectura nos está proporcionando y pesarosos por la muy rauda llegada a su término. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y todo ello al servicio de unas tramas que, sin ser lo más importante de cada novela, a mi juicio, son interesantes en sí mismas y, además, permiten el acercamiento a algunos asuntos que definen la contemporaneidad no solo británica sino europea y hasta del mundo entero en la última década (no se olvide que <i>Caballos lentos</i>, el primer libro de la serie, se publicó en el Reino Unido en 2010): la inmigración, el terrorismo islámico, la penetración del capital ruso a través de los oligarcas que “desembarcaron” en la City, las consecuencias de la desmembración del “Imperio soviético”, el Brexit, entre otros, que constituyen el marco en el que se inscriben los argumentos de los distintos libros en los que se suceden los consabidos lances de las novelas del género: desapariciones, muertes en extrañas circunstancias, sicarios, venenos, asesinatos, atentados, bombas que explotan, peleas, testigos sospechosos, investigaciones reservadas, secretos oficiales, mensajes cifrados, dobles juegos, ocultamientos y engaños, agentes infiltrados, información confidencial, conflictos diplomáticos, luchas de poder, políticos venales, corrupción, oscuros intereses financieros, repercusiones geoestratégicas… </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgy8_7DCkBYJZCMlazmZJDJBk3sxWg6_95K-U-Ntx3R0PegWqKRbwjUrtWvPOpnSHxGXkiKnknW6ljuc3TPruiq_U7OtujgOzJq99qihy_gYvqqE5ocTqxJKHjFXvcYvwUNitQnztzWGQ7JHURSfGfNgpJI1JHo5wgzcjCT28zCUJd_avAEYiFzF69VSPgh/s1698/La%20calle%20de%20los%20esp%C3%ADas.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1698" data-original-width="1100" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgy8_7DCkBYJZCMlazmZJDJBk3sxWg6_95K-U-Ntx3R0PegWqKRbwjUrtWvPOpnSHxGXkiKnknW6ljuc3TPruiq_U7OtujgOzJq99qihy_gYvqqE5ocTqxJKHjFXvcYvwUNitQnztzWGQ7JHURSfGfNgpJI1JHo5wgzcjCT28zCUJd_avAEYiFzF69VSPgh/s320/La%20calle%20de%20los%20esp%C3%ADas.jpg" /></a></div>Así, por ejemplo, y por resumir muy brevemente los cinco títulos hasta ahora publicados en nuestro país, en <i>Caballos lentos</i>, el hilo conductor de las historia es el secuestro de un joven de diecinueve años, pakistaní, elegido, sin otro motivo que su origen étnico, por tres miembros descerebrados de <i>La Voz de Albión</i>, un grupúsculo de extrema derecha que aboga por la expulsión de los inmigrantes del Reino Unido (<i>Había fundado La Voz</i> -afirmará su líder- <i>porque estaba harto de ver a su país, tan orgulloso en otros tiempos, arrastrado cuesta abajo por la escoria de los políticos al servicio de intereses extranjeros</i>). Los secuestradores mostrarán en internet al mundo entero, en directo, al chico en su encierro, vestido con un mono naranja, con la cabeza oculta bajo una capucha, sin pronunciar palabra y temblando de miedo. Sin petición de rescate ni reivindicación de ningún tipo comunican su decapitación, también televisada, en cuarenta y ocho horas. Pero Hassan, ese es su nombre, no es solo un joven británico de origen asiático que se está sacando una licenciatura en Ciencias Empresariales en Londres, sino que resulta ser el sobrino del general Mahmud Gul, el segundo del directorio paquistaní al mando de las relaciones entre los servicios secretos de ambos países. De cara a su seguro ascenso a la jefatura de la organización, al espionaje británico no le conviene la muerte de su sobrino a manos de extremistas fanatizados hostiles a la inmigración (<i>Cualquiera podía entrar libremente y quedarse el país: les hemos dado nuestros trabajos, nuestras casas, nuestro dinero, y si no quieren trabajar les damos dinero igualmente. ¿Estado del bienestar? No nos hagan reír. El país entero es una organización de beneficencia</i>), por lo que se desencadena una trepidante operación contra reloj que implica a las fuerzas vivas de Regent’s Park y también, por una serie de circunstancias que no quiero desvelar, a los caballos lentos, con Lamb al frente. En su desarrollo aparecerán políticos con pasado nazi hoy aupados al poder con un limpísimo historial impecablemente democrático, periodistas de turbia trayectoria que han girado de las convicciones comunistas de su juventud a la militancia en grupos fascistas, altas dirigentes de los servicios secretos enfrascadas en luchas de poder, espías supuestamente infiltrados en células islamistas y en grupos radicales de ultraderecha, el sombrío recuerdo de los sangrientos atentados de julio de 2005 en Londres, en una trepidante sucesión de acontecimientos que dejan al lector enganchado a la narración. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En el segundo libro, <i>Leones muertos</i>, la excusa argumental tiene que ver con Rusia, en unos episodios que pese a tener una década a sus espaldas -el libro se publicó en Inglaterra en 2013-, resultan absolutamente vigentes aún hoy. En su trama se entremezclan, en un conjunto que, sobre todo al final, puede parecer en exceso abigarrado, un exagente británico de los tiempos del “Zoo de los Espías”, en el Berlín anterior a la caída del Muro, defenestrado entonces como consecuencia del fin de la Guerra Fría; un oligarca ruso, propietario de una compañía petrolífera (un mafioso, <i>pero en Londres, si eras rico, ser un mafioso era un delito menor</i>), que quiere instalarse en la capital inglesa -que sería conocida como Londongrado en esos años de “desembarco” masivo de multimillonarios surgidos del desmoronamiento del régimen soviético- y pretende un “trato amistoso” de las autoridades, vendiéndose a los servicios de espionaje del Gobierno de Su Majestad, a cambio de que este se beneficie de su influencia si se colman sus ambiciones de poder en su país de origen (<i>No es uno de esos que se limitan a comprarse un equipo de fútbol y a casarse con alguna estrella del pop: éste le tiene el ojo puesto al trono</i>); un espía ruso, antiguo miembro del KGB, que forma parte de la <i>hojarasca arrastrada por los vientos de cambio de la Unión Soviética</i>; una red oculta de espías comunistas, una célula durmiente (“cigarras”, en la jerga de los servicios secretos; también “leones muertos”: <i>un juego para fiestas infantiles: tienes que hacerte el muerto, quedarte quieto, no hacer nada</i>) que se introduce lentamente y sin generar sospechas en la sociedad inglesa, y que permanece dormida durante dos décadas con el fin de reanudar su actividad en el momento propicio (<i>es lo que hacen las cigarras: se despiertan y cantan</i>); su creador y director, el legendario espía Alexandre Popov, de existencia e identidad improbables. Y todos ellos, junto a la habitual presencia del estirado personal de Regent’s Park y los singulares ocupantes de la Casa de la Ciénaga, envueltos en un desasosegante juego de apariencias, un laberinto de espejos en el que resulta imposible saber qué es verdad y qué invención (<i>el mejor disfraz para cualquier célula durmiente consiste en hacer creer al enemigo que no se trata más que fantasmas</i>), u<i>na serie de mentiras conectadas entre</i> sí que incluye espías dobles, agentes infiltrados, venenos de imposible detección, robo de diamantes, avionetas que sobrevuelan Londres con siniestras intenciones, helicópteros y distintos episodios de trepidante acción. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Tigres de verdad</i>, presentado en su país de origen en 2016 y publicado entre nosotros en 2021, ya con traducción de Antonio Padilla, tiene como centro de su apasionante trama -Salamandra recoge la algo enfática apreciación de The Times: “el mejor <i>thriller</i> de todos los tiempos”- el secuestro de Catherine Standish, la principal colaboradora de Jackson Lamb (si es que este término tiene algún sentido para el desapegado estilo de dirección del director de la Casa de la Ciénaga). En el relato de la misión de rescate de la mujer detenida comparecen diferentes líneas de desarrollo: un estrambótico y fatal combate entre unos tipos disfrazados de Batman y Spiderman con el que se abre la novela; un grupo de exmilitares responsables de operaciones estratégicas interesados en acceder a información reservada sobre sucesos del pasado; los problemas -no solo de espacio y ubicación- de los servicios secretos para la conservación y el almacenamiento de los datos confidenciales, tanto los digitalizados como también los físicos (<i>centenares y más centenares de metros de papeles, kilómetros incluso: informes y registros, expedientes personales, transcripciones, actas y minutas con varios niveles de confidencialidad</i>) y su mantenimiento a salvo de la destrucción, los robos y los ataques (<i>La caza furtiva de datos se había convertido ya en el peligro número uno, por encima de la amenaza nuclear, y el servicio secreto, que era muy amigo del robo, no quería ni pensar en que alguien pudiera colarse y llevarse algo</i>); la proliferación de patrañas, bulos estrafalarios y teorías conspiratorias que los servicios secretos recogen también puntualmente, en previsión de posibles amenazas futuras de locos conspiranoicos; la existencia de una legendaria red de transporte subterráneo ultrasecreta, con áreas destinadas a albergar interrogatorios de los que no constaba existencia real alguna; los consabidos juegos de “espejos” (la madrileña exposición de CaixaForum se abre, precisamente, con seis espejos, con las siluetas de otros tantos iconos del género -Modesty Blaise, James Bond-, en los que el visitante puede contemplarse nada más entrar), simulaciones, engaños, duplicidades, maquinaciones, complots, sorpresas y distracciones propios del espionaje (hasta el punto de que, en el “fragor de la batalla”, uno de los contendientes dirá a otro: <i>Recuérdame de qué lado estamos</i>, pregunta a la que se suma gustoso el lector), encarnados esta vez en los equipos tigre: <i>En lo esencial, los equipos tigre estaban formados por mercenarios a los que no se contrataba para eliminar a los enemigos, sino para poner a prueba las propias defensas con un ataque simulado. Podía tratarse de hackers que pusieran a prueba la eficacia de tus sistemas de seguridad o de un escuadrón que te permitiera medir la capacidad de reacción de un equipo de guardaespaldas</i>; los aires de cambio en la moderna organización de la seguridad, que la alejan de los métodos tradicionales y la aproximan a la gestión empresarial, y como consecuencia de ello, los habituales enfrentamientos entre las dos mujeres que ocupan la cúpula de la inteligencia británica, en su implacable lucha por el poder; y, por detrás de todas estas vertientes de la novela, la destacada presencia de Peter Judd, el flamante ministro del Interior en quien no es difícil ver la sombra “ficcionalizada” de Boris Johnson, evidente, entre otros muchos “indicios”, en este despiadado retrato: <i>Era un hombre corpulento; no necesariamente gordo, pero sí voluminoso. El año anterior había cumplido los cincuenta, pero seguía haciendo gala del peinado desgreñado y la pinta de colegial que tanto gustaban a la opinión pública británica, lo que había acabado convirtiéndolo en invitado habitual de los programas más superficiales del espectro televisivo, presentados por humoristas de medio pelo que no se apartaban ni un milímetro del guion, todos sonrisas y deferencias con el entrevistado. Gracias a su persistencia, a sus contactos personales y a su fortuna familiar, se había labrado una imagen —la del espíritu libre montado en su bicicleta— que lo situaba muy por encima de los restantes miembros de su partido. Muchos de sus colegas soñaban con cortar aquella cabeza descollante en interés de la unidad política, pero nadie había encontrado todavía el hacha capaz de segarla</i>, un siniestro personaje cuya ambiciosa carrera política puede estar en riesgo de descubrirse algún informe comprometedor. En este escenario, el futuro de Catherine quedará en manos de sus compañeros “cenagosos” -<i>¿En cuál de tus colegas de trabajo confiarías hasta el punto de poner tu vida en sus manos?-,</i> por lo que, en diferentes grados de implicación entrarán en juego<i> cada uno con su cruz a cuestas: luto, deudas de juego, adicción a las drogas, egocentrismo absoluto; intentando desahogarse hablando con un comatoso, peleándose en un bar, metiéndose en camas de desconocidos o bien volviéndose un gordo perezoso y acomodaticio</i>. Como puede colegirse de este retrato colectivo, una aventura con poco prometedoras expectativas de éxito. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>La calle de los espías</i>, publicado en Inglaterra en 2017 y en nuestro país en 2022, se abre con un salvaje atentado en un concurrido centro comercial londinense, una bomba cuya explosión truncará la vida de cuarenta y tres personas, jóvenes en su mayoría, convocados al lugar por internet para formar parte de un <i>flash mob</i>. La investigación de lo ocurrido se imbrica con las peripecias del abuelo de River Carthwright que, ya senil, añorando en su niebla mental sus viejos tiempos como Director de Operaciones en la Calle de los Espías, se ve implicado en un asesinato. Hay también una indagación que nos lleva a Francia, el “renacimiento” de un “cuerpo congelado” (<i>Un cuerpo congelado es una identidad prefabricada (…) Partida de nacimiento, pasaporte, número de la seguridad social, cuenta bancaria, historial crediticio, todo. Una identidad construida a lo largo de varios años, a través de canales oficiales. No estamos hablando del trabajo de unos falsificadores de primera categoría, sino de funcionarios estatales haciendo su trabajo de siempre. Esto es, ocupándose del papeleo. De todo el papeleo, desde el día del nacimiento hasta el certificado de defunción (…) Lo único que has de añadir cuando lo necesitas es carne y sangre, y ya tienes una vida plenamente documentada</i>). Conocemos la existencia del Proyecto Guirigay, un proyecto disparatado por el que los soviéticos, crean en su propio territorio una ciudad norteamericana falsa que funciona como una especie de vivero para formar a los futuros agentes durmientes (<i>una simulación perfecta de la vida del enemigo para que</i> [cada espía, desde muy niño] <i>pudiera pensar como él, soñar como él, actuar y vivir como lo haría él</i>). Hay, también, una participación residual de la CIA, que, en paralelo al proyecto soviético pretende fabricar un prototipo de fanático a partir de la nada, a través del adoctrinamiento y para ser usado en acciones futuras. Y, cómo no, vuelven a comparecer los habituales juegos de poder, intrigas, maniobras secretas, fingimientos y engaños (<i>ahora River sí que era el otro. O por lo menos estaba usando su pasaporte. Adam Lockhead, también conocido como Bertrand, el hijo de Frank. Un híbrido francoamericano que se hacía pasar por inglés</i>), confabulaciones y apuñalamientos por la espalda que, al parecer, constituyen la intensa cotidianidad del espionaje y que, en algunas ocasiones, comprometen el coherente seguimiento de la trama. En la novela se presentan nuevos personajes que se incorporan tanto a Regent’s Park como a la Ciénaga. Claude Whelan, en apariencia un funcionario íntegro, acaba de ser nombrado responsable máximo de los servicios de inteligencia “oficiales”, una vez defenestrada la muy calculadora Ingrid Tearney; y en lugar de Mick Duffy, la despampanante Emma Flyte (<i>no debería estar en el servicio secreto, sino desfilando por una pasarela</i>), que procede del cuerpo de Policía, pasará a ser la reticente jefa de los Perros, contrariada desde muy pronto a la vista de los “navajazos” que se encontrará en su nuevo destino (<i>Por Dios, a veces echo de menos el trabajo en el cuerpo policial. Ahí estábamos con la mierda hasta el cuello, sí, pero sabías a qué atenerte. —Manguis, drogadictos, putas (…) Aquí, en cambio, no te puedes fiar de nadie</i>). A las órdenes de Lamb se añadirán Moira Tregorian, ordenada y eficiente, que llega a la Casa para intentar, vanamente, poner un poco de cordura en el caos reinante (<i>el lugar está hecho un asco, ¿no crees? Y no me refiero a las oficinas o a los despachos, que ya son un desastre de por sí... Por no hablar de los aseos... (…) me refiero a todo el papeleo, la dejadez que se respira en el ambiente de trabajo, y al comportamiento del personal en general</i>, comentará ante la indiferencia burlona de su jefe); y el enigmático J. K. Coe que, escondido bajo la capucha de su sudadera y aislado por la música -Keith Jarrett- de sus auriculares, intenta alejar los lúgubres pensamientos que nacen de una mente dañada e inestable. Para los ocupantes de la Ciénaga, Coe es <i>un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma, sólo que en la forma de un gilipollas adusto y poco comunicativo</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg59Rg1YR9t0K5GCR9FlbDh507bI3q8jJgnEeUy6UmIwsHAXXrkVtY4PO9fHnazoIp0pNllErIyz_LFdjB40QQ_9QG5B1NK6PktCO9MaXOU0hUWythJqZpz7P0h9nOY3s_5dePJK9bNrB6NyQoWi5hS0uQXcj_zRjBjJU4HTR-Ci0xfTSNOlu0VcuSNlUNL/s1698/Las%20reglas%20de%20Londres.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1698" data-original-width="1100" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg59Rg1YR9t0K5GCR9FlbDh507bI3q8jJgnEeUy6UmIwsHAXXrkVtY4PO9fHnazoIp0pNllErIyz_LFdjB40QQ_9QG5B1NK6PktCO9MaXOU0hUWythJqZpz7P0h9nOY3s_5dePJK9bNrB6NyQoWi5hS0uQXcj_zRjBjJU4HTR-Ci0xfTSNOlu0VcuSNlUNL/s320/Las%20reglas%20de%20Londres.jpg" /></a></div>Las reglas de Londres</i>, publicado en España hace apenas dos semanas, el 14 de septiembre, por lo que tengo bien calentita su lectura, apareció en Inglaterra en 2018. El libro se abre con el brutal ataque de un comando armado, probablemente integrado por miembros del ISIS, en Abbotsfield, un pequeño pueblo de Derbyshire. En el sangriento tiroteo que se desencadena mueren doce personas. Poco tiempo después, una bomba estalla en el acuario del zoo de Londres, haciendo saltar por los aires el Abrevadero, el recinto de los pingüinos, destrozando también a decenas de inocentes animales. Y otro artefacto explota, esta vez sin víctimas, en los vagones de un tren. Y un político populista morirá en circunstancias extrañas. Los atentados, en apariencia aleatorios, convulsionan a la sociedad británica; inquietan a los dirigentes gubernamentales y a los más conspicuos representantes de la prensa sensacionalista, envueltos en sus sempiternas luchas de poder; alertan a los servicios de inteligencia, en los que también son comunes las traiciones, los dobles juegos y las maquinaciones; y, por último, acaban por afectar a los muy desganados y singulares integrantes de la Casa de la Ciénaga, a los que los sucesos involucran de refilón al constatar que, en paralelo a los atentados, alguien intenta reiteradamente asesinar a Roderick Ho, intuyendo que ambos planos, el general que afecta a la ciudadanía y el particular que pone en peligro la vida del excéntrico y poco querido Ho, puedan estar relacionados. Entremedias, las habituales enmarañadas tramas de la serie; los consabidos juegos de influencias, engaños y puñaladas traperas, tanto en la política como en los servicios de inteligencia; las calas en la polémica realidad británica de la época (las consecuencias del referéndum del Brexit están muy presentes en la novela), con la “participación” de algunos personajes realmente existentes (hay una alusión muy divertida a Piers Morgan, el controvertido periodista que entrevistó a Rubiales); un oscuro y chapucero complot que involucra a Corea del Norte; y, claro está, la conflictiva intervención de las huestes de Jack Lamb, cuyo personaje es llevado, de un modo algo forzado, al extremo de la zafiedad y la ordinariez, rozando casi la caricatura, aunque proporcionando al lector, con sus desopilantes barrabasadas, innumerables momentos de regocijo, que llegan a menudo a la abierta e irrefrenable carcajada, a causa de la desprejuiciada incorrección política del desaseado -y soy benévolo en la valoración- personaje. Y por sobre las investigaciones y los intentos de resolución de los enigmas planean en todo momento las “reglas de Londres”, cuyo primer precepto reza: “Cubrirte el trasero”, en una síntesis inmejorable de la atmósfera de desbarajuste e improvisación que envuelve las acciones de los caballos lentos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, leed la memorable serie de Jack Lamb obra de Mick Herron; como escribió el escritor y crítico Carlos Zanón a propósito de alguno de los libros del ciclo -no recuerdo ahora cuál-, <i>Este es ese tipo de libro que empiezas un viernes y acabas un domingo y piensas: quiero más</i>. ¡Y aún quedan sin traducir varias novelas, nuevas fuentes de placer! Os dejo ya con un tema musical y con el acompañamiento acostumbrado de un breve fragmento final en el que se describe la atmósfera de la Casa de la Ciénaga. El tema que he escogido es <i>Ready to start</i>, una de las canciones del grupo Arcade Fire interpretadas en su concierto de 2014 en el londinense Hyde Park. El CD del concierto, sin mención expresa a un tema en concreto, tiene un cierto protagonismo en una de las novelas de la serie. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>La Casa de la Ciénaga también estaba a oscuras. En Regent’s Park, incluso cuando no ocurría nada, siempre había personal suficiente para montar al menos un partido de fútbol a medianoche: once por equipo, más el trío arbitral. Allí, en cambio, no había más que vacío y un tufo a decepción. Mientras subía por la escalera lúgubre de la Ciénaga, Min Harper se dijo que el lugar parecía poco más que una tapadera para un negocio de porno por correo, y ese pensamiento llegó acompañado de la sensación desalentadora de formar parte de una empresa que no importaba a nadie, en la que gente a la que todo le daba igual se ocupaba de tareas que no tenían la menor importancia. Durante los dos meses anteriores, Min se había dedicado a investigar anomalías en el pago de la tasa ecológica: coches detectados en una zona para la que sus dueños nunca habían pagado; en la que, de hecho, sus dueños negaban haber estado el día señalado. Una y otra vez, la investigación arrojaba los mismos resultados aburridos: habían pillado a alguien que tan sólo era culpable de algún delito de cotidianidad. Tenían un lío del que no se sabía nada en casa, trasladaban deuvedés de contrabando, o llevaban a sus hijas a una clínica a abortar sin que se enterasen sus maridos… Existían campos de concentración donde los presos pasaban sus días llevando piedras de una punta a otra del patio, y luego de vuelta a su origen. Tal vez fuera una ocupación más satisfactoria</i>.</div><div style="text-align: justify;"> <iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/9oI27uSzxNQ?si=IDMuHFiylTJgtouR" width="520"></iframe></div><div style="text-align: justify;">Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/tibmA1iqC5k" width="520" youtube-src-id="tibmA1iqC5k"></iframe></div>Mick Herron. Serie Jackson Lamb</div><div style="text-align: justify;"><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/mick-herron.-caballos-lentos" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>
</div>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-51066237859167543502023-09-20T20:08:00.003+02:002023-09-20T20:08:47.965+02:00<div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">EWEN MONTAGU. <i>EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ</i>; BEN MCINTYRE. <i>EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ</i>; DUFF COOPER. <i>OPERACIÓN DESENGAÑO</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. <i>Todos los libros un libro</i> se adentra esta semana en un género muy poco frecuentado en nuestros trece años de vida, el del espionaje. Recuerdo ahora, en un repaso a vuela pluma, dos referencias en ese ámbito, que han aparecido en nuestro espacio en ese ya extenso tiempo. Por un lado, en junio de 2014 presenté aquí <i>La historia secreta del Día D. La verdad sobre los superespías que engañaron a Hitler</i>, la formidable investigación del experto Ben Macintyre, cuyo explícito subtítulo apunta a su contenido: la historia del Comité XX, la Doble Cruz, el grupo de élite formado en 1941 para coordinar el trabajo de espionaje de los agentes dobles encargados de suministrar información falsa a los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, cuya más relevante misión, llevada a cabo por cinco de sus miembros, fue la Operación Fortaleza, el gran engaño, la diabólica estrategia (Churchill la describió cómo un conjunto de <i>enredos dentro de enredos, complots y contracomplots, tretas y engaños, cruces y traiciones, agentes auténticos, agentes falsos y agentes dobles, oro y acero, la bomba, la daga y el pelotón de fusilamiento, [que] estaban entretejidos en muchos, formando una textura tan intrincada como para ser increíble y sin embargo era verdadera</i>), la imaginativa trama que -de modo sofisticado y sutil- distraería la atención del ejército alemán haciéndole concentrar sus fuerzas en el paso de Calais en previsión de un ataque que en realidad tendría lugar, como es sabido, en las playas de Normandía el 6 de junio de 1944. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En plena pandemia, en una reseña que no pudo emitirse y a la que hasta ahora solo se podía acceder a través del texto escrito para el blog del espacio, todosloslibrosunlibro.blogspot.com, os ofrecí mis comentarios sobre un libro de la editorial Reino de Redonda que incluía dos excelentes títulos del género: <i>El hombre que nunca existió,</i> de Ewen Montagu, al que se unía en la edición del sello del desaparecido Javier Marías la novela <i>Operación Desengaño</i>, escrita por Duff Cooper y basada en el libro de Montagu. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgi0qsZt9VmhHuiYt3NKwlYkDfxFo9r0fg87Fj7CsMUz_Q98LXVMja0Ag_F8iUB8Ir-qayaSpxBMufDF_epD0l8zdFDZg8Cyb917NarFmcK5PT_6QPHF4gH4ncSJthVhlV_fDNEfupayj4BrBZvco8FiNXgLyTIvfKmZy8dO4dO0VeRtak7NqIl40U1hJ_2/s1500/Programa%20535.%20Top%20secret.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1500" data-original-width="1062" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgi0qsZt9VmhHuiYt3NKwlYkDfxFo9r0fg87Fj7CsMUz_Q98LXVMja0Ag_F8iUB8Ir-qayaSpxBMufDF_epD0l8zdFDZg8Cyb917NarFmcK5PT_6QPHF4gH4ncSJthVhlV_fDNEfupayj4BrBZvco8FiNXgLyTIvfKmZy8dO4dO0VeRtak7NqIl40U1hJ_2/s320/Programa%20535.%20Top%20secret.jpg" /></a></div>En la emisión de esta tarde recupero, ya en formato radiofónico y videográfico, mis comentarios a dicho libro aprovechando una muy oportuna excusa. Y es que desde el pasado 28 de junio hasta el próximo 22 de octubre -estáis a tiempo aún, pues, de visitarla- puede verse en Madrid, en la sede de CaixaForum, una magnífica exposición, con fondos de la Cinémathèque Française, y de museos y archivos particulares, que con el título de <i>Top Secret. Cine y espionaj</i>e explora las muy bien avenidas relaciones entre ambos universos (<i>Todos los directores son espías porque despliegan técnicas para registrar y, a la vez, falsificar el mundo</i>, reza uno de los reclamos de la muestra), en un recorrido apasionante (guiado por un doble eje temático y cronológico) por las distintas vertientes de ese fecundo vínculo, que se plasma en la exhibición de cerca de trescientas piezas (dispositivos electrónicos, sofisticados artefactos “tecnológicos” -cámaras y micrófonos minúsculos, pitilleras que se convierten en pistolas, paraguas que incorporan venenos, zapatos que esconden dagas, pintalabios que albergan microfilms-, accesorios varios de uso habitual en la práctica del espionaje y, por tanto, en su representación cinematográfica, arquitectura, vestuario y mobiliario de las películas de James Bond, documentos de archivo, infinidad de fotografías, dibujos, pinturas, carteles, instalaciones artísticas y, sobre todo, muy bien elegidos fragmentos de películas del género), gran parte de las cuales son fácilmente reconocibles por el visitante, pues forman parte del imaginario colectivo asociado al cine de espías. La muestra se organiza en cinco grandes apartados: <i>Cine y espionaje: una historia de técnicas</i>, <i>Las agentes secretas en la Primera y Segunda Guerra Mundial (1914-1945)</i>, <i>Héroes de los dos bloques (1945-1989)</i>, <i>Terror y terrorismo (1975-2020)</i> y <i>El ciudadano espía (siglo XXI)</i>. Desde aquí quiero recomendaros, antes de entrar en mi propuesta literaria de hoy, la exposición, que os asegurará un par de horas de muy estimulante diversión. Si queréis multiplicar el tiempo de disfrute con un excelente libro que complementa la exhibición, no dejéis de comprar y leer su catálogo. Con el mismo título que la muestra, <i>Top Secret. Cine y espionaj</i>e, la editorial Blume publica un extenso volumen en el que, con un deslumbrante aparato iconográfico, se recogen todos esos apartados en un exhaustivo recorrido por la historia del popular género cinematográfico. La estructura del libro es algo distinta de la de la muestra, pues los temas aparecen recreados a partir de un índice alfabético que incluye “calas” en películas, directores, actores y actrices, con unos muy sugestivos y variopintos textos -pequeños ensayos, entrevistas, fichas técnicas-, acompañados de un abundantísimo aparato iconográfico, sobre todo carteles y fotogramas de los filmes. El volumen, de consulta imprescindible y apasionante, se abre con una muy reveladora cita de Jean Luc Godard, el director parisino fallecido hace ahora un año: <i>Hemos olvidado qué es lo que Joel McCrea iba a hacer a Holanda (…). Hemos olvidado de qué delito Henry Fonda no es del todo culpable y para qué exactamente el gobierno estadounidense ha contratado a Ingrid Bergman (…). Pero recordamos un bolso, pero recordamos un autobús en el desierto, pero recordamos un vaso de leche, las aspas de un molino, un cepillo para el pelo. Pero recordamos una hilera de botellas, unas gafas, una partitura musical, un manojo de llaves. Porque con todo ello y a través de ello Alfred Hitchcock triunfó donde fracasaron Alejandro Magno, Julio César, Napoleón: Tomar el control del universo</i>, en una síntesis admirable, con las referencias a <i>Enviado especial</i>, <i>Falso culpable</i> y <i>Encadenados</i>, del sentido de la exposición y el libro. Si tenéis la posibilidad, no deberíais perderos ni la exposición ni su completísimo catálogo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Vayamos ahora ya, pues, con mi doble propuesta de esta tarde. La exquisita editorial Reino de Redonda, dirigida con selectivo criterio por Javier Marías, presentó en 2019 un volumen doble que incluye <i>El hombre que nunca existió</i>, escrito por el británico Ewen Montagu y publicado en su país en 1953, que fue la base de la película del mismo nombre, realizada por Ronald Neame en 1956; y también <i>Operación Desengaño</i>, la novela de Duff Cooper, muy vinculada, como comentaré a continuación, con lo esencial de la historia narrada por Montagu. Ambos textos están precedidos de una sustanciosa introducción debida a John Julius Norwich, hijo de Cooper, que pone al lector en antecedentes de las circunstancias que provocaron la escritura de las dos narraciones. La traducción del libro -prólogo y relatos- es de Antonio Iriarte. Quiero recordar también que en 2010, con el mismo tema y el mismo título de <i>El hombre que nunca existió</i>, se publicó en España otro libro, también altamente recomendable, publicado en la editorial Crítica, traducido por Luis Noriega y escrito por Ben Mcintyre, el historiador y periodista de Oxford antes citado en mi recordatorio de <i>La historia secreta del Día D</i>. Mcintyre desarrolla la historia original de Montagu, tras acceder, a través de un encuentro con su hijo, a un baúl con recuerdos personales que incluía documentación sobre el caso que no había aparecido con anterioridad a su descubrimiento más de medio siglo después de escrito el libro. A partir de esos papeles (doscientas páginas de la autobiografía inédita de Montagu y una copia del informe oficial y secreto sobre la Operación especial que se narraba en el primer <i>El hombre que nunca existió</i>), el historiador oxoniense arma un relato también fascinante en el que se entrecruzan, en sus propias palabras, un abogado brillante, una familia de empresarios fúnebres, un patólogo forense, <i>un buscador de oro, un inventor, un capitán de submarino, un espía inglés travestido, un piloto de carreras, una bonita secretaria, un nazi crédulo y un almirante gruñón al que le encantaba la pesca con mosca</i>. De la vida y circunstancias de cada uno de ellos se nos da cuenta en el libro, en un relato profusamente documentado, que incorpora además una treintena de fotografías y que, rezumando un muy agudo humor británico, proporciona al lector todos los datos -hasta los más triviales-, muchos de ellos no presentes en las otras dos obras- que le permitirán adentrarse en una historia que resulta simultáneamente increíble y deslumbrante por sí misma, sin necesidad de su recreación más o menos literaria. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La idea central que articula <i>El hombre que nunca existió</i> de Montagu es, al igual que, con bastantes aportaciones, la que está tras la narración de Mcintyre, la de una extensa y bien organizada maquinación, un sofisticado artificio elaborado por el tantas veces genial espionaje británico para obtener ventaja frente al enemigo en otro episodio significativo de la última contienda mundial. A finales de 1942, las fuerzas aliadas habían logrado dominar la casi totalidad del frente norteafricano, derrotando a italianos y alemanes en Argelia, Marruecos, Libia y Egipto y haciéndose con el control del sur de Mediterráneo (Túnez “caería” a mediados de 1943) para intentar, desde las costas africanas, el ataque al continente en una acción que haría “pinza” con las del frente oriental, a cargo del ejército soviético, y las del occidental, que llegaría algo más tarde, en junio de 1944, con el protagonismo de las tropas norteamericanas, canadienses y británicas (entre otras) desde las playas normandas. En la lógica militar de los aliados, conocida y considerada previsible por las fuerzas del Eje, la operación mediterránea debía pasar necesariamente por la invasión de Sicilia, para iniciar desde la isla, una vez reducidas en sus costas las defensas nazis, la conquista de la Europa meridional. La importancia estratégica de Sicilia era enorme, pues además de servir de apoyo para las posteriores acciones en el continente, dominarla suponía el control del tráfico naval en el Mediterráneo y llevaba consigo, consiguientemente, asegurarse una ventaja decisiva en ese escenario en relación con el desplazamiento de armas, el avituallamiento de las tropas y la intendencia bélica en general. El Servicio de Inteligencia del Reino Unido, de una de cuyas ramas -la dedicada al contraespionaje y las operaciones de desinformación y engaño- formaba parte Ewen Montagu, abogado y entonces capitán de corbeta, aceptó la idea de éste de convencer a los alemanes, mediante algún tipo de simulación creíble, de que el previsible ataque masivo y definitivo sobre Sicilia no sería tal sino una mera maniobra de distracción, mientras que, por el contrario, el verdadero plan de los ejércitos aliados era invadir simultáneamente, en una operación combinada, Córcega y el sur de Grecia. Se trataba, pues, de construir una suerte de realidad paralela, necesariamente compleja pero verosímil y muy convincente, que pudiera persuadir al espionaje alemán de la inminencia de la doble acometida ficticia, a fin de que Hitler desviara sus tropas de Sicilia, desplazándolas para reforzar y proteger los enclaves supuestamente en peligro, desguarneciendo por tanto la isla y allanando así el camino a la intervención realmente prevista. La Operación Carne Picada, que así se denominó, con cáustico humor <i>british</i>, la prodigiosa maquinación, consistió en arrojar -a las 4.30 de la madrugada del 30 de abril de 1943 y muy cerca de las costas onubenses- el cadáver de un oficial de la Real Infantería de la Marina británica, supuestamente víctima de un accidente aéreo, portando entre sus pertenencias personales ciertos documentos en los que se detallaban las intenciones -falsas pero creíbles- de los Ejércitos aliados. Lo sibilino y retorcido del plan daba por supuesta la falsa neutralidad de la España franquista y, en consecuencia, la inmediata entrega -en cuanto las mareas depositaran el cuerpo del infortunado combatiente en las playas de Huelva- de la relevante documentación a los altos mandos alemanes. A la postre, la enrevesada intriga se cumplió punto por punto conforme a lo previsto, y una casi indefensa Sicilia (en la que, además, los responsables del Reich creían “saberse” víctimas de una inocua maniobra distractiva sin mayor trascendencia, en un brillante “rizar el rizo” del engaño) cayó en manos de los aliados apenas dos meses después, en julio de 1943, y su derrota sin apenas resistencia cambió el curso de la guerra adelantando la rendición nazi que, sin embargo, solo tendría lugar pasados dos años. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhXmcHecy_iFPbiWW4gpNUSCrqhU-D9YmeEih8ZomDjd31sMfntSHPwKpy4CyuLkOD0ErfcG_o4gxskKNIifmymxEpiS4_fjKRYeoeoFYQy6l9JYaCmi0BvmU3QV14UY2UFbKjmWxzAl3PMfzOuBMPZqSQL0gvSZ7qFZikYCWozeUwy4iXD40_2bFn1AlC6/s815/Programa%20535.%20Ben%20McIntyre.%20El%20hombre%20que%20nunca%20existi%C3%B3.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="815" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhXmcHecy_iFPbiWW4gpNUSCrqhU-D9YmeEih8ZomDjd31sMfntSHPwKpy4CyuLkOD0ErfcG_o4gxskKNIifmymxEpiS4_fjKRYeoeoFYQy6l9JYaCmi0BvmU3QV14UY2UFbKjmWxzAl3PMfzOuBMPZqSQL0gvSZ7qFZikYCWozeUwy4iXD40_2bFn1AlC6/s320/Programa%20535.%20Ben%20McIntyre.%20El%20hombre%20que%20nunca%20existi%C3%B3.jpg" /></a></div>
El libro que ahora os presento recoge dos aproximaciones de distinta índole a este legendario episodio. La primera es obra de Duff Cooper, miembro desde muy joven del Foreign Office, combatiente en la Gran Guerra, Secretario de Estado para la Guerra, Primer Lord del Almirantazgo, embajador de su país en Francia desde 1944 a 1947 y, <i>last but not least</i>, primer vizconde de Norwich. A poco de terminar la guerra, en noviembre de 1950, el diplomático y alto mandatario inglés, también escritor, presentó una novela, la única de su obra, de título <i>Operación Desengaño</i>, que recogía en las veinte últimas de sus casi doscientas páginas, lo sustancial de la apasionante historia. El Gobierno del Reino Unido, que había mantenido en secreto los hechos y exigido el silencio a sus protagonistas, no vio con buenos ojos el que se desvelaran aspectos sustanciales de su estrategia de inteligencia, sobre todo cuando se hacía a través de un relato novelado que podía inducir a confusión o transmitir una impresión desacertada del <i>modus operandi</i> del espionaje británico. Ante la imposibilidad de frenar la publicación, instó a Ewen Montagu, cerebro de la operación y obvio conocedor de sus entresijos, para que, ya que no se podía evitar la difusión, escribiera el relato verdadero y, por tanto, fidedigno y no susceptible de mixtificaciones. <i>El hombre que nunca existió</i> es ese relato, que apareció, primero por entregas en el <i>Sunday Express</i> y luego en libro, en 1953, con un extraordinario éxito, que condujo a su posterior versión cinematográfica, ya mencionada, de 1956. La edición española presenta en un solo volumen ambas narraciones, la verídica y la ficticia -en ese orden-, a partir de una publicación similar inglesa de 2003. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El libro de Montagu es, en realidad, un exhaustivo y detallado informe, un texto magnífico y deslumbrante, de condición casi documental, como demuestran la precisión y el rigor de los datos, la minuciosidad con la que se describe el proceso seguido por sus creadores y ejecutores, y la abundante documentación adicional -fotos de implicados y de objetos, reproducciones de cartas, certificados, entradas de teatro o facturas- que completa un relato de lectura absorbente y arrebatadora. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El autor alude en varias ocasiones al carácter <i>artístico</i>, a la <i>belleza</i> del plan urdido, y esta idea, la de construcción de un artefacto primoroso, hecho de decenas de pequeños detalles estudiados y llevados a la práctica al milímetro, resolviendo infinidad de dificultades y problemas que en una trama tan compleja y con tanta presencia del azar pudieran surgir y anticipando, en un prodigioso dominio de la psicología colectiva, las reacciones del enemigo, previendo “flecos” y derivaciones no probables -y encontrando soluciones para acomodarlos al propósito pretendido-, es, sin duda, el aliciente principal de esta historia fascinante, más allá de sus implicaciones y su repercusión en la pequeña historia de la Segunda Guerra Mundial y, en definitiva, en la general Historia de la humanidad. Hay un párrafo, que no me resisto a transcribir, que ilustra de un modo ejemplar acerca de la complejidad, la pulcritud y la sofisticación del juego mental en que, por encima de todo, consistió la operación: <i>Eres un oficial del Servicio de Inteligencia británico: alguien es tu contraparte en el Servicio de Inteligencia alemán de Berlín (como en la última guerra), y por encima de él se halla el Mando de Operaciones alemán. Lo que tú, británico con un bagaje británico, pienses que puede deducirse de un documento</i> [se refiere Montagu a una de las cartas señuelo que el “cadáver” llevaba consigo] <i>no importa. Lo que importa es lo que piense tu contraparte, con su educación y trasfondo alemán; la construcción que él levante sobre el documento. Por consiguiente, si lo que buscas es que él piense tal y tal cosa, tienes que darle algo que se lo haga pensar a él (y no a ti). Pero puede que le entren sospechas y busque confirmación. Tienes que pensar qué indagaciones hará él (no cuáles harías tú) y suministrarle respuestas a esas preguntas de forma que lo dejen satisfecho. En otras palabras, tienes que recordar que un alemán no piensa ni reacciona como lo hace un inglés, y tienes que ponerte en su lugar</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El largo informe del oficial británico consiste en la exposición pormenorizada, narrada con objetiva precisión no exenta de notables muestras de refinado humor inglés, de las decisiones más relevantes y significativas que hubieron de tomar los miembros del equipo de Inteligencia responsable de este rebuscado “ajedrez mental” (<i>Ay, qué telaraña tan enmarañada tejemos la primera vez que intentamos mentir</i>, cita Montagu con pertinencia a Walter Scott). El lector asiste así, con disfrute y entusiasmo crecientes, a la sucesión de situaciones, presentadas en el orden cronológico de su aparición en el día a día del proyecto, que iban surgiendo en el proceso de ideación y ejecución del plan. Así, conocemos sus orígenes (<i>Todo empezó en realidad como una idea disparatada</i>), con las descabelladas propuestas de algunos de los espías (lanzar un radiotransmisor en paracaídas para apoyo de la Resistencia en Francia para que, capturado por los nazis, permitiera la transmisión de engaños sobre la actividad de las tropas, o dejar caer, también en paracaídas un cadáver portando instrucciones falsas) que acabaron confluyendo en la acción elegida. Especialmente apasionantes son los pasajes en los que se narra -una vez decidido que el cadáver debiera llegar por mar a las costas españolas- la elección del cuerpo “idóneo” para provocar la confusión en los alemanes. Debiera tratarse de un muerto “reciente”, de alguien cuyo estado físico hiciera plausible su pertenencia a las fuerzas armadas y que, además, hubiera fallecido por alguna dolencia compatible con el hecho de haber pasado varios días en el agua, extremos todos cuya verosimilitud el espionaje nazi sin duda intentaría comprobar. Montagu mantiene -fiel a su compromiso con sus superiores- el secreto acerca de la identidad auténtica del “elegido” (hay fuentes -McIntyre entre ellas- que se refieren a un vagabundo galés, Glyndwr Michael, muerto por la ingestión de matarratas, hecho que quizá no resistiría una minuciosa autopsia alemana; otras mencionan al subteniente John MacFarlane, desaparecido tras el hundimiento del HMS Dasher), pero no ahorra detalles al referir las conversaciones con un experto patólogo para conocer de él los síntomas, el estado de los órganos y la apariencia física de alguien ahogado en el mar cuyo cadáver se recuperara días después de la muerte, al exponer las condiciones de -una vez seleccionado- su mantenimiento en hielo y al describir -se acompañan diagramas y fotos- el contenedor en que se desplazaría o el medio de transporte -finalmente un submarino- que lo conduciría a su destino, aspectos todos que se examinaron y ejecutaron con un esmerado alarde de escrúpulo profesional. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sorprenden por su puntillosa meticulosidad y su sobresaliente amor al detalle las páginas en las que se explica la “fabricación” de los documentos que el improbable oficial debía llevar consigo, en particular una carta -de la que se nos ofrece una foto del original y su traducción- de sir Archibald Nye, Jefe del Alto Estado Mayor Imperial, al general sir Harold Alexander, que dirigía las tropas británicas en el norte de África. La misiva, que iba encabezada por la explícita rúbrica de <i>Personal y sumamente secreto</i>, es un prodigio de precisión y cálculo, combinando las revelaciones de carácter oficial -aunque expresadas con leves menciones señaladas al paso, como en voz baja, en sordina- acerca del “inventado” propósito de los aliados de atacar Córcega y Grecia, así como de su intención de “engañar” a los alemanes en un ataque/señuelo en Sicilia, con opiniones personales y alusiones comprometidas -en contra de algunas actuaciones de los americanos, por ejemplo- que se entenderían como una licencia admisible fruto de la camaradería existente entre el redactor y el destinatario de la carta y que contribuirían -como así fue- a aumentar su verosimilitud. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEioWpNOEaQM1nmCYh6Zx35-F9a48erMIvPWzVW7oG8jgLN6-0xG-rLmYR-kuSwuX6ACkCSYGHJ3xcRAh-G4LJkGGUnmoDWwthfoZLIWbXzohRi_qiXD_nLxmEhwm7JQLw-1rdtUovKDOxpMGiLRxyrDYIP6_UIG-zewwRzLKGcK3fNn_2ZJ9lxoE-4VPPQQ/s1798/Programa%20535.%20Ewen%20Montagu.%20El%20hombre%20que%20nunca%20existi%C3%B3.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1798" data-original-width="1087" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEioWpNOEaQM1nmCYh6Zx35-F9a48erMIvPWzVW7oG8jgLN6-0xG-rLmYR-kuSwuX6ACkCSYGHJ3xcRAh-G4LJkGGUnmoDWwthfoZLIWbXzohRi_qiXD_nLxmEhwm7JQLw-1rdtUovKDOxpMGiLRxyrDYIP6_UIG-zewwRzLKGcK3fNn_2ZJ9lxoE-4VPPQQ/s320/Programa%20535.%20Ewen%20Montagu.%20El%20hombre%20que%20nunca%20existi%C3%B3.jpg" /></a></div>Excitantes son también los capítulos dedicados a la construcción de la personalidad “oficial” del militar -que pasaría a la Historia como el comandante William Martin, y así figura en la lápida de su tumba en el cementerio de Huelva- y también a dotarlo de una convincente trayectoria en la vida “civil”. En el primero de los casos, seguimos el hilo de pensamiento de los ingeniosos perpetradores de la trama y las distintas decisiones adoptadas, siempre en función de provocar la credulidad de los oponentes: la “ubicación” del infortunado Martin en un determinado Cuerpo del Ejército que resultara adecuado a los fines previstos; la elección del uniforme apropiado; la cumplimentación de sus documentos de identidad, que una vez emitidos se arrugaron y desgastaron para simular el paso del tiempo; la difícil tarea de obtener una foto del comandante para acompañar sus cédulas de identificación, toda vez que fotografiar al cadáver no parecía la opción mejor, debiendo encontrarse un “doble” del difunto; la solución al problema de dónde llevaría la documentación el oficial, pues, dejado a merced de las aguas durante algunos días, había muchas posibilidades de que se separaran del cuerpo o se deterioraran, lo que se resolvió con un maletín que se encadenó, de un modo plausible y razonable, a su cinturón; la necesidad de justificar la aparición del cadáver en las aguas de Huelva, eventualidad que se soslayó con la referencia a un accidente aéreo en la zona, reflejo de otro reciente similar; la compatibilidad entre la muerte del comandante y las listas oficiales de bajas británicas, a las que quizá el espionaje alemán pudiera acceder; y, sobre todo, la ineludible exigencia de dotar de consistencia al hecho, ciertamente inusual, de que un oficial de no muy alto rango llevara consigo un documento secreto de tal importancia como lo era la carta del Alto Estado Mayor: para ello se incorporó a su maletín otra carta adicional, de Lord Mountbatten, Jefe de Operaciones Combinadas, al almirante Sir Andrew Cunningham, Comandante en Jefe del Mediterráneo, en la que, a título personal, le solicitaba que escribiera el prólogo de un libro sobre la guerra que estaba a punto de publicarse, para lo cual le hacía envío de las pruebas a través de “nuestro” misterioso comandante, lo que ratificaba la coherencia del asunto. En la carta, Lord Mountbatten -en un giro magistral impuesto por los creadores del artificio: las muy altas autoridades escribían al dictado de Montagu y su imaginativo equipo- solicitaba en broma a su corresponsal que aprovechando el viaje de vuelta del muchacho le enviase unas sardinas, en alusión inequívoca a Cerdeña, contribuyendo de este modo, dada la informalidad del comentario, a apuntalar la fiabilidad del resto de las informaciones. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La invención del ciudadano William Martin, para, precisamente, quitar misterio a su, teniendo en cuenta el escenario bélico, sospechosa “presentación” marítima es también un asombroso portento de perspicacia, ingenio y creatividad. En el decisivo maletín que portaba se incorporaron también, además de los documentos “oficiales” referidos, muchos otros elementos que permitían confirmar una fehaciente vida privada compatible con las inquietudes de un joven de treinta y tantos años de la época. Montagu nos cuenta las gestiones para conseguir una factura del sastre, unas entradas para el teatro, una carta de su banco advirtiendo de un descubierto en su cuenta (justificado por una entendible tendencia al despilfarro de un militar a punto de participar en acciones de guerra), un carné acreditativo de su pertenencia al Club Naval y Militar (a la elaborada agudeza de la Inteligencia británica se le ocurrió que la antedicha carta del banco se enviara al Club del Ejército y de la Armada, para que el conserje de la institución escribiera en el sobre “Desconocido en esta dirección”, añadiendo “Prueben en el Club Naval y Militar”, atando más aún el nudo de la credibilidad de la “pieza general”), un par de cartas de su novia también ficticia (en realidad, la autora es Pam, una funcionaria de los servicios secretos), la segunda de las cuales se interrumpe abruptamente por la repentina llegada del jefe de la chica que escribía desde su trabajo (en un nuevo alarde de persuasiva espontaneidad fingida), otra de su padre, y tantos otros aparentemente inapreciables pormenores que conformaban, sin embargo, un relato muy -paradójicamente- veraz y de innegable convicción. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">A partir de ahí, ya se ha dicho, los hechos se desencadenan: el Servicio de Inteligencia alemán “traga” (<i>La imagen que se les presentaba era tan completa y fehaciente que ningún Servicio de Inteligencia podría dejar de estar convencido de que había cosechado un triunfo de los que hacen época</i>) y el Alto Mando, de la mano de un Hitler convencido al cien por cien de la fiabilidad de los documentos, toma la decisión de desplazar a sus tropas de Sicilia propiciando su caída. <i>Engañamos a los españoles que colaboraban con los alemanes, engañamos al Servicio de Inteligencia alemán tanto en España como en Berlín, engañamos al Mando de Operaciones y al Alto Mando alemán, engañamos a Keitel</i> [Comandante del Estado Mayor y coordinador de las Fuerzas Armadas nazis] <i>y, por último, engañamos al propio Hitler y lo tuvimos engañado por completo hasta finales de julio</i>, escribirá Montagu, satisfecho de su éxito. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sin tiempo apenas para más os dejo dos breves apuntes sobre <i>Operación Desengaño</i>, la novela de Cooper, y sobre la versión cinematográfica de <i>El hombre que nunca existió</i>.
La novela es espléndida, llena de sentimiento y emoción, ciertamente inolvidable. El diplomático británico construye su relato a partir de la invención de la personalidad del militar arrojado a las costas de Huelva. La mayor parte de su texto se centra en la vida, desde su nacimiento, de quien, a la postre, pasaría a la posteridad en el más absoluto anonimato. <i>Jamás hubo nadie con menos familia que Willie Maryngton</i>, es el insuperable comienzo del libro, adelantando desde el principio el clima de fracaso, soledad y decepción que envolvería su vida. Nacido con el siglo, su madre muerta al darle a luz y su padre, militar, fallecido en la Gran Guerra, Willie será acogido por la viuda y los tres hijos de un compañero de armas de su padre, también caído en combate, con los que convive en una relación estrecha, entrañable y cuasifamiliar. El sueño de Willie, desde pequeño, es ser militar y participar en la guerra. A la carrera militar accederá, aunque sin apenas progresión, y no pasará de un rango discreto. Su deseo de protagonismo bélico resultará igualmente frustrado porque por su corta edad “llega tarde” a las últimas levas de la Primera Guerra Mundial, y por la ya algo avanzada a comienzos de la Segunda tampoco puede intervenir activamente en ella. Siempre solitario y desencantado, triste y sin ilusión, muy desafortunado en el trato con las mujeres -su única novia lo abandonará antes de la boda y su amor por Felicity, la pequeña hija de su familia de acogida, se encontrará con el muchas veces abrupto distanciamiento de la chica-, su oscura existencia se sume en la melancolía, la oscuridad y el desánimo (<i>A veces pensaba que su destino parecía consistir en ser un soldado que nunca iba a la guerra y un amante que nunca dormía con su amada</i>, en tristísima descripción de su desengañada vida), lo que lo acabará llevando a una muerte prematura, en 1943. Será entonces cuando llegará su ocasión, pues, por una concatenación de circunstancias, su cuerpo difunto será el elegido para “protagonizar” la llamada en la novela, de modo muy pertinente, Operación Desengaño -en el título original <i>Operation Heartbreak</i>-, en una suerte de agradecida justicia poética, su sueño de intervenir en la guerra por fin cumplido -y brillantemente- de manera póstuma. Una novela bellísima que completa de manera excelente la apasionante aventura que supone adentrarse en el volumen que presenta Reino de Redonda. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La película también resulta apreciable y más que digna. Dirigida en 1956 por Ronald Neame, de discreta carrera artística, cuenta en su reparto con el gran Clifton Webb y la enigmática Gloria Grahame (en un personaje no vinculado a la historia auténtica, además de con un cameo del propio Ewen Montagu). El hilo argumental se sustenta en lo esencial en el relato de Montagu con algunas diferencias sustanciales. Por un lado, se abre una línea narrativa paralela, inexistente en el texto original, a partir de la secretaria Pam y su compañera de piso, Lucy (el papel que desempeña Gloria Grahame); por otro, se da una mayor relevancia a las iniciativas alemanas de verificación de los datos hallados en el cadáver, en otra vía de desarrollo de la acción, también ausente en el libro, que supone la creación de la figura de un espía nazi -un irlandés de muy subrayado odio a los ingleses- que llega a Londres para comprobar la verdadera existencia del comandante Martin siguiendo el rastro de las informaciones que aparecieron junto a su cuerpo: la compra acreditada por la factura del sastre, su pertenencia al Club Naval y hasta la autenticidad de la novia del militar. Este inopinado giro del guion introduce una vuelta de tuerca adicional a la ya de por sí rebuscada trama, dota de un elemento de suspense inesperado a la película y obliga a su creador a buscar una solución algo azarosa y cogida por los pelos a los problemas que dicha novedad ha creado. En cualquier caso, una película muy entretenida, estimable, aunque sin mayores pretensiones. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En el libro de Mcintyre, que desmenuza con rigor -y con su inevitable gran sentido del humor- todos los pormenores del asunto, se incluye un párrafo, muy significativo, que revela la extraordinaria importancia que la operación tuvo para adelantar el fin de la Segunda Guerra Mundial a favor de los aliados y con el que quiero cerrar mis comentarios: <i>Las guerras las ganan hombres como Bill Darby, tomando la playa mientras todos los cañones disparan, y como Leverton, bebiendo su té mientras las bombas caen. Las ganan los encargados de planificación que calculan correctamente cuántas raciones y anticonceptivos necesitará una fuerza invasora; los expertos en táctica que diseñan la gran estrategia bélica; los generales que inspiran a los hombres bajo su mando; los políticos que galvanizan la voluntad de luchar; y los escritores que ponen la guerra en palabras. Se ganan con actos de fuerza, valentía y astucia. Pero también mediante hazañas de la imaginación. Novelistas aficionados e inéditos, los cerebros de la Operación Carne Picada concibieron una concatenación de acontecimientos muy improbable, la hicieron verosímil y la enviaron a la guerra para cambiar la realidad a través del pensamiento creativo y demostrar que es posible ganar una batalla librada en la mente, desde un escritorio y más allá de la tumba. La Operación Carne Picada era fantasía pura; y consiguió hacer que Hitler creyera algo que cambió el curso de la historia. </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Os dejo ahora con un muy breve texto de la novela de Duff Cooper, su capítulo final, de tono elegíaco y emotivo. Os dejo también una pieza ajena a los dos libros y a la película, que no cuentan con referencias musicales explícitas. Se trata de <i>We'll Meet Again</i>, que interpretaba Vera Lynn y servía de despedida esperanzada para quien partía a la guerra sin saber si iba a volver y también, muchas veces, como homenaje a los caídos en combate. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Cuando el submarino salió a la superficie aún no había amanecido, pero estaba a punto. La tripulación agradeció la oportunidad de respirar un poco de aire fresco y puro y, puede que incluso más, la de deshacerse de su carga. Se retiraron los envoltorios y el teniente se cuadró y saludó mientras depositaban con la mayor suavidad posible el cuerpo del oficial uniformado sobre la superficie de las aguas. Una ligera brisa soplaba hacia el litoral y la marea subía en la misma dirección. Así es como Willie fue por fin a la guerra, con los galones de comandante en las hombreras y una carta de su amada cerca del corazón.</i></div><div style="text-align: justify;">
<iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/cHcunREYzNY" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/7zB_E7_uTZ4" width="520" youtube-src-id="7zB_E7_uTZ4"></iframe></div></div><div style="text-align: justify;">Ewen Montagu. El hombre que nunca existió</div><div style="text-align: justify;"><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/ewen-montagu.-el-hombre-que-nunca-existio" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>
</div>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-65126044945787764672023-09-13T20:16:00.000+02:002023-09-13T20:16:32.362+02:00<div><b style="text-align: justify;"><span style="font-size: x-large;">JULIO CORTÁZAR. <i>ANIMALIA</i></span></b></div><div style="text-align: justify;"> </div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos un curso más a <i>Todos los libros un libro</i>, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, dirigido y presentado por Alberto San Segundo. Con la emisión de hoy damos comienzo a nuestra decimocuarta temporada, más de quinientos programas -quinientos treinta y cuatro, exactamente, contando con el que ahora abrimos- desde que salimos al aire por primera vez, el 20 de octubre de 2010. Una cifra desmesurada, inimaginable entonces, como lo es igualmente la de los libros cuya lectura os he propuesto en este tiempo, cerca de ochocientos, una locura cuya mera mención me produce vértigo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, aquí estoy de nuevo, pues, con el mismo ánimo, idéntico propósito y similar entusiasmo que los del primer día, dispuesto a ofreceros más interesantes propuestas lectoras, guiado siempre, para su selección, por criterios de predilección personal, claro está, pero movido también en razón a la calidad literaria, el valor objetivo y lo estimulante y sugestivo de las obras elegidas, así como a su capacidad de inducir al pensamiento y la reflexión, de tocar la sensibilidad y despertar la emoción de un lector potencial. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En la emisión radiada de esta tarde habrá una primera parte -que aquí, en el blog, omito- de presentación general del espacio, pensada para quienes acceden a él por primera vez y en la que se comentarán el planteamiento y la estructura, el propósito y las pautas que guían el desenvolvimiento de las emisiones a lo largo de todos estos años junto a las novedades (relativas) previstas para el presente curso. Se tratarán en esa introducción asuntos como los criterios de selección de las obras recomendadas; las dificultades que conlleva la elaboración de las reseñas; el carácter amateur de quien dirige y presenta el programa y, como consecuencia, la relativización de los análisis -forzosamente limitados y poco profesionales- que se hacen de los libros; la obligada subjetividad en las críticas; la voluntad divulgadora que me mueve -soy, permanentemente, en el fondo (y en la superficie) un docente- y, en paralelo, el apasionado afán proselitista, que intenta, en cada nueva emisión, persuadir de los muchos alicientes que entraña la lectura; la frecuencia y la duración de las emisiones; y también, entre otras muchas cuestiones, la razón de ser del extraño título que da nombre a nuestro programa. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y a propósito, precisamente, de la rúbrica que nos define, <i>Todos los libros un libro</i>, y su inequívoco eco “cortazariano” (<i>Todos los fuegos el fuego</i> es el título de uno de los cuentos más conocidos del escritor argentino y la inspiración directa en la que se sustentó mi elección del encabezamiento que identificaría el espacio), a menudo he querido acompañar estos programas de principio de temporada con alguna recomendación de lectura con el propio Cortázar como centro. Así será también hoy a partir de una obra recientemente publicada y, como es común en nuestra trayectoria, con otras propuestas complementarias, que surgen al hilo de la sugerencia central. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgH0wX93BAenTp3ieMIEqM1Fq63wiRoU9wYgD7QqIEczMag88pzXCognL71kFSKmq9Sply3uGxVEvsDH8dq99sDv9QdsIFLAOGH6gQ9ZW1O32jeSY64Fpa8NzHkCv6q4-fN4qPySdpftb0_2lczKrrLsw77e-47ZX5WVW3RDoNcrjkiI29Rd_vkF2WzYS5K/s2560/Animalia%200.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="2560" data-original-width="1909" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgH0wX93BAenTp3ieMIEqM1Fq63wiRoU9wYgD7QqIEczMag88pzXCognL71kFSKmq9Sply3uGxVEvsDH8dq99sDv9QdsIFLAOGH6gQ9ZW1O32jeSY64Fpa8NzHkCv6q4-fN4qPySdpftb0_2lczKrrLsw77e-47ZX5WVW3RDoNcrjkiI29Rd_vkF2WzYS5K/s320/Animalia%200.jpg" /></a></div>Bajo la denominación genérica de <i>Animalia</i>, la editorial Alfaguara presentó, en noviembre de 2022 y en una edición muy cuidada, una antología de sus “bestiarios”, veintiún relatos (en realidad veinte más una excepcional y muy esclarecedora “rareza”, como luego veremos; no todos cuentos, a veces textos fragmentarios, ágiles destellos fugaces, apuntes, historias breves, prosas varias) en los que la presencia de animales es nuclear en las historias narradas (aunque hay muchas más “apariciones” animalescas, aquí no recogidas, en la obra de Cortázar). Aurora Bernárdez, que estuvo casada durante catorce años con Julio Cortázar y que fue su albacea literaria tras la muerte del argentino en 1984, fue la responsable de su selección y publicación en 2005. Esta primera edición apareció en un sello de, entonces, reciente creación -de hecho <i>Animalia</i> inauguró la trayectoria de la editorial-, a cargo de Francisco Porrúa y que llevaba su nombre. Con el diseño y la ilustración de portada de Julio Silva, un pintor también argentino habitual colaborador de Cortázar (a él se debe, entre otras, la legendaria cubierta de <i>Rayuela</i>), el libro incluía un interesante prefacio de Alberto Manguel. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Ahora, la “fauna” de Cortázar se reedita, sin el prólogo y sin la presencia de Silva pero manteniendo los veintiún relatos, que aparecen acompañados por las muy imaginativas estampas de Marisol Misenta, Isol, una dibujante e ilustradora argentina que se desenvuelve, sobre todo, en el ámbito de la literatura infantil. Todos los relatos, obviamente, ya habían sido publicados con anterioridad en otros libros de Cortázar. Así, <i>Axolotl</i> y <i>Los venenos</i>, pertenecen a <i>Final de juego</i>; de <i>Bestiario</i> son <i>Carta a una señorita en París</i>, <i>Cefalea</i>, <i>Circe</i> y el también titulado <i>Bestiario</i>; <i>Los posatigres</i>, <i>Historia con un oso blando</i>, <i>Instrucciones para matar hormigas en Roma</i>, <i>Camello declarado indeseable</i>, <i>Discurso del oso</i>, <i>Retrato del casoar</i> y <i>Tortugas y cronopios</i> forman parte de <i>Historias de cronopios y de famas</i>;
de <i>Último round</i> se recogen <i>País llamado Alechinsky</i>, <i>Los discursos del pinchajeta</i> y <i>Sobre la exterminación de los cocodrilos en Auvernia</i>; con un solo cuento seleccionado están <i>Octaedro</i>, al que pertenece <i>Verano</i>; <i>Un tal Lucas</i>, con <i>Lucas, sus luchas con la hidra</i>; <i>Queremos tanto a Glenda</i>, en donde apareció <i>Orientación de los gatos</i>; y <i>Deshoras</i>, en el que estaba integrado <i>Satarsa</i>. Os recuerdo que, también en Alfaguara, se recogen, en dos voluminosos y muy recomendables libros, los <i>Cuentos completos</i> de Cortázar, entre los que se incluyen casi todos los citados y de los que ya he hablado en temporadas pretéritas del programa. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi3oht26u2r3wCBX9_QGxIrpW_GcTZk4KXhtdUPnyQgYomdYgghdPnprkRqi1-0e9M9ISEjJOTc6yQiFvh6KRYZUxAoAyRh3YfJyyJhxy3QK13sAx0NXSN1Y0wUMV3v2YU0Cyvm2_WQunbjUcxPOs6HS0Yng5LgR9ZqqPP4doXVwblapUvFgblMIUF_WSI9/s910/Animalia%201.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="910" data-original-width="520" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi3oht26u2r3wCBX9_QGxIrpW_GcTZk4KXhtdUPnyQgYomdYgghdPnprkRqi1-0e9M9ISEjJOTc6yQiFvh6KRYZUxAoAyRh3YfJyyJhxy3QK13sAx0NXSN1Y0wUMV3v2YU0Cyvm2_WQunbjUcxPOs6HS0Yng5LgR9ZqqPP4doXVwblapUvFgblMIUF_WSI9/s320/Animalia%201.jpg" /></a></div>El texto que cierra la recopilación, en sus dos ediciones, no es, estrictamente, un cuento. <i>Paseo entre las jaulas</i> es la larga carta que Cortázar envió al editor italiano Franco Maria Ricci con ocasión de la publicación de un libro por muchas razones excepcional, el <i>Bestiario de Aloys Zötl (1831-1897)</i>, del que acabaría por formar parte y que exige un comentario detenido antes de entrar en una breve glosa de los principales cuentos de <i>Animalia</i>. Ricci era -murió hace ahora tres años, en septiembre de 2020- un personaje singular, único. De familia aristocrática, geólogo de formación, fue diseñador, artista gráfico y, sobre todo, responsable de uno de los proyectos editoriales más bellos, exquisitos y elegantes del último medio siglo. Bajo la inconfundible rúbrica del sello FMR, nacido en 1965, apareció la serie <i>La Biblioteca de Babel</i>, que auspiciada por Jorge Luis Borges, publicó una treintena de títulos de grandes autores de la literatura universal, seleccionados por el propio Borges, en ediciones primorosas. En 1982, Ricci dio a la luz en Italia una revista de arte, “la revista más bella del mundo”, como se presentaba y difundía, siempre bajo las mismas siglas FMR, una colección que en nuestro país, en su versión en español, empezó a publicarse en 1989 (finalizando su periplo veinte años después). Ricci consideraba a la revista, ciertamente muy cara -unos cien euros el ejemplar, en su última etapa-, como <i>un símbolo del espíritu cosmopolita</i> y concebía los distintos números como <i>piezas para coleccionar en los museos</i>, dada la elegancia de su formato, el papel satinado, la calidad de sus imágenes, siempre en fotografías en color de alta resolución, el valor de sus firmas, entre las que podíamos encontrar las de Italo Calvino, Umberto Eco, Jorge Luis Borges, o Roland Barthes, y, en general, la excepcional belleza de cada volumen. Además, la publicación ponía el foco en artistas, obras y “motivos” entonces aún algo “excéntricos”, no tan consabidos y divulgados hace treinta años como lo son hoy, caso de Tamara de Lempicka, Artemisia Gentileschi, el movimiento prerrafaelita, el escultor Canova, la tipografía de Bodoni, Arcimboldo, los códices medievales, las esculturas crisoelefantinas, las vanitas, las miniaturas y camafeos imperiales, el enmarcado barroco, los zapatos de Salvatore Ferragamo, los caprichos manieristas, y también, siempre con un afán estetizante y de búsqueda de la belleza desconocida, descubriendo la perfección y la gracia, a menudo inadvertidas, en decorados, jardines, palacios, iglesias, ropajes, marfiles, libros u objetos varios, entre otros cientos de ejemplos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhA7pSyYbE0MfKuSjidDJeIn39u5-8e5xs3C-6MUBycwEgqrQUM2Pb9U9NeRXxlJj7RATvWzYsmw5ZyvsRN9Xz6EmWztMMOI8rXqZbVlXuD56e-mhTtuBo-Q0p832vFYTbqlsXFhMvHd1RDEeEfK11p-FAyEHWHddws9mVCQNa5qnPW7-tjT6jUfrLYiwRq/s931/FMR.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="931" data-original-width="720" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhA7pSyYbE0MfKuSjidDJeIn39u5-8e5xs3C-6MUBycwEgqrQUM2Pb9U9NeRXxlJj7RATvWzYsmw5ZyvsRN9Xz6EmWztMMOI8rXqZbVlXuD56e-mhTtuBo-Q0p832vFYTbqlsXFhMvHd1RDEeEfK11p-FAyEHWHddws9mVCQNa5qnPW7-tjT6jUfrLYiwRq/s320/FMR.jpg" /></a></div>Por último -y entresaco de su vasta producción solo aquellas obras que yo mismo he comprado y leído- Franco Maria Ricci fue el factótum de otra serie inolvidable, <i>Los signos del hombre</i>, que iniciada en 1972 llegó a publicar veintisiete títulos en treinta y un volúmenes. Cada uno de los libros de la colección -yo tengo una decena de ellos- era, en sí mismo, una obra de arte, más allá de su contenido. En ediciones numeradas y firmadas (de entre tres y cinco mil ejemplares, en general, en el caso de las tiradas en español), destacan, en primer lugar, las dimensiones de los libros, todos en formato gran folio, treinta y ocho por veinticinco centímetros. La portada, en seda de color negro sobre la que resaltaban, en llamativos oros, el título, el autor y la editorial en una fuente enorme, presentaba una lámina, pegada, con la ilustración de alguna obra representativa del artista al que se consagraba el volumen. En el interior, un papel precioso, con una textura verjurada, color gris azulado, realizado de forma casi artesanal en Fabriano, uno de los productores de papel más importantes del mundo, con una trayectoria histórica que se remonta al siglo XIII. Sobre cada página aparecen las láminas, impresas en papel cuché en seis colores y fijadas a mano -y no impresas- sobre las hojas en un proceso delicado, con una trama muy fina para garantizar la mayor fidelidad posible a los originales. Los libros, de tapas duras, se cosían al hilo y aparecían envueltos en un artístico estuche sólido encuadernado en tela, también de color negro. Las obras artísticas a las que se dedicaba cada ejemplar eran muy variadas, el Codex Sheraphinianus, <i>Las ciudades del amor</i> (dedicado a <i>las utopías amorosas occidentales y las posturas orientales</i>), el Apocalipsis, el Beato de Liébana, la mencionada Tamara de Lempicka, las <i>Historias Prodigiosas</i> medievales, la bailarina Isadora Duncan, los retratos cortesanos de William Larkin, pintor de cámara de la reina Isabel I, los fascinantes cuadros -bastantes también de animales- del singular Antonio Ligabue, los impresionantes rostros de El Fayum, en las tablas mortuorias del Antiguo Egipto, las imaginativas imaginerías de Arcimboldo, los Tarots, los retratos del Napoleón apócrifo, el pintor, escenógrafo y modisto ruso Erté, o este <i>Bestiario de Aloys Zötl (1831-1897)</i>, con el que retomamos el hilo cortazariano del programa. Y es que los breves ensayos que ocupaban el centro de los libros, con la glosa de la obra artística a la que se dedicaba cada título, eran responsabilidad, por indicación del propio editor, amigo, en la mayor parte de los casos de los distintos escritores, de grandes nombres de la literatura universal, como Umberto Eco, Italo Calvino, Augusto Roa Bastos, André Breton, Roland Barthes, Alberto Savinio, Jean Giono, Jorge Luis Borges y nuestro protagonista de hoy, Julio Cortázar. Del resto de los textos, siempre en tipografía Bodoni, creada por el impresor homónimo fallecido en Parma (lugar de nacimiento de Ricci) a principios del siglo XIX, se hacían cargo, habitualmente, expertos, investigadores, profesores y académicos, para complementar así las ediciones en sus páginas de introducción y cierre, en sus preámbulos y posfacios. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiP9txdkBzECg0PwHJ9YwAusdL6o4l3u230PWTypsOJhFVbQBxNaASEjQ5D3HUlNHQ7I6hrW98ydCNj7Y7TcN5AQVAAyXJJ-ezPlcrDOK0runqeaXDKLt9rE8mUPFU42rmkGMslZNFYSJmrUY890664fWlkmJkNKBBL8IiCND_5K7FRA9rMCZQ3u0WlF2S5/s850/Arcimboldo.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="850" data-original-width="565" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiP9txdkBzECg0PwHJ9YwAusdL6o4l3u230PWTypsOJhFVbQBxNaASEjQ5D3HUlNHQ7I6hrW98ydCNj7Y7TcN5AQVAAyXJJ-ezPlcrDOK0runqeaXDKLt9rE8mUPFU42rmkGMslZNFYSJmrUY890664fWlkmJkNKBBL8IiCND_5K7FRA9rMCZQ3u0WlF2S5/s320/Arcimboldo.jpg" /></a></div>Con introducción de Giovannie Mariotti y posfacio de José Pierre, en 1984 apareció en España el <i>Bestiario de Aloys Zötl</i>, acompañado de un relato de Julio Cortázar. Dicho texto, una carta del argentino -como ya he señalado- al editor italiano, glosando las pinturas de Zötl y repasando la presencia de los animales en su propia obra, es el <i>Paseo entre las jaulas</i> que cierra las dos ediciones de <i>Animalia</i> de las que hoy os hablo y que resume, de manera magistral, con la inclusión de todos los rasgos de estilo que caracterizan el “universo Cortázar”, la peculiar visión de la surrealista fauna del pintor austríaco y, sobre todo, su muy singular “animalia”. Empiezo, pues, por presentar, para quien no lo conozca, al sorprendente y genial Aloys Zötl, para a continuación comentar brevemente el esclarecedor escrito de Cortázar sobre sus enigmáticos animales, para pasar a hablaros luego de algunos de los demás relatos recogidos en la compilación. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Aloys Zötl nació en Freistadt, en Austria, en 1803. De vida incógnita, sabemos de él que fue tintorero, que su existencia fue común y más o menos anodina y que, contrariamente a lo que parecen sugerir sus exóticas pinturas, jamás abandonó su lugar de origen. Entre 1831 y 1887 produjo, en silencio, en segundo plano, sin repercusión alguna (y basándose, al parecer, en su conocimiento de los bestiarios medievales, las Metamorfosis de Ovidio y diversas enciclopedias de historia natural), unas cuatrocientas obras, en su mayor parte acuarelas de animales: monos con brazos de una longitud inverosímil, elefantes marinos híbridos de varias especies, extrañas tortugas de caparazones tachonados con una suerte de remaches metálicos, amenazadoras hienas de complexión deforme, rinocerontes en los que aflora un sorprendente parentesco con las vacas, seres amorfos de taxonomía imposible, ranas erectas de cuerpos desmesurados, cebras de pelaje “a medio hacer”, babirusas que se dirían inventadas, serpientes con afiladas dentaduras, osos levemente porcinos y, en general, una fauna miscelánea de ardillas, leones, tigres, camellos, calamares, conejos, alces, elefantes, diversos tipos de aves, criaturas marinas, pájaros dodo, también insectos varios, gusanos y organismos ameboides, que, dibujados con inusitada pulcritud, con minuciosidad y detenimiento en la representación de los detalles, con un colorido deslumbrante, aparecen en poses estáticas, como ajenos al mundo, situados en unos escenarios suntuosos, desbordantes, de un exotismo mágico, envueltos en una flora exuberante, en paisajes recreados con una esmerada precisión, iluminados por una luz onírica, en estampas que transmiten una noción de irrealidad. No sorprende que haya sido André Breton, el fundador del surrealismo, el que haya “redescubierto” en 1956 la obra del austríaco incorporándola -cierto que de un modo tangencial, en la sección correspondiente a “heterodoxos”- al canon artístico contemporáneo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgUjtLbMr7ztHxr-047Xa5Dt4A4pgFhMAY2-61TqX8nimQTg-qBZNRg1G0Bb6wz_aCvVekjnhgRRPuhNY-0NvLSB1xgG8k-2NdpVsFlYq2FsctV0ahoKsD0OwzTydHT7Te4M_bhB_Ddz5GdBsT-7LseD-353O-pKJ4KFTTq4tElyZxXHBxnscsicQtjmz2t/s500/Valdemar.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="500" data-original-width="318" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgUjtLbMr7ztHxr-047Xa5Dt4A4pgFhMAY2-61TqX8nimQTg-qBZNRg1G0Bb6wz_aCvVekjnhgRRPuhNY-0NvLSB1xgG8k-2NdpVsFlYq2FsctV0ahoKsD0OwzTydHT7Te4M_bhB_Ddz5GdBsT-7LseD-353O-pKJ4KFTTq4tElyZxXHBxnscsicQtjmz2t/s320/Valdemar.jpg" /></a></div>Este carácter heteróclito, misceláneo, imaginario, prodigioso, algo inquietante, de la zoología de Zötl encaja de maravilla con la condición también singular, excéntrica, fantástica, enigmática, inventada y quimérica de la poblada animalia de Cortázar, con la que mantiene muy notables vínculos que el argentino se ocupa de evidenciar en su deslumbrante y muy clarificador <i>Paseo entre las jaulas</i>. El texto se abre con una dedicatoria a Shredni Vashtar (en la edición de Porrúa se escribe así, con una hache de más, el nombre que, en la obra original, aparece como Sredni Vashtar; errata corregida por Alfaguara), el ominoso y turbador hurón del escalofriante cuento homónimo de Saki que Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo incluyeron en su <i>Antología de la literatura fantástica</i> y que puede encontrarse también en <i>Felices pesadillas</i>, la magnífica selección, en dos tomos, de la editorial Valdemar, en la que se recogen los mejores cuentos de terror de la literatura universal. Estamos ante una carta, escrita con un tono familiar, muy cercano y amistoso (<i>En fin, Ricci, esta especie de carta</i> [en Cortázar todo es y no es a la vez, las rígidas identidades se diluyen] <i>se está haciendo demasiado larga</i>), en la que Cortázar, supuestamente, ofrece a su editor, de cara a su publicación, su estudio de la obra del austríaco. Pero ya desde el primer momento el escrito, siguiendo la libérrima prosa del argentino, se abrirá a digresiones y derivaciones varias pasando a ser otra cosa distinta a lo esperado. Lo avisa claramente en las primeras páginas (<i>Pero además, Ricci, pasa una cosa que espero no le preocupe demasiado, y es que no voy a decir nada del bestiario de Aloys Zötl; está aquí, desplegado sobre mesas y paredes, y a mi manera esto será Zötl como Zötl será esto, sus animales y los míos no necesitan comentarios, les basta ser</i>). Juega Cortázar, desde ese inicio, con las nociones -tan presentes en su obra- de causalidad y casualidad (<i>Usted llegó por vías lógicas -una edición de Zötl, un avión de Alitalia-, sin sospechar que yo volvía de anguilas, de caballos blancos, que me encaminaba hacia erizos y pingüinos, que acababa de escribir textos donde circulaban vagas criaturas del día y de la noche</i>). La primera exigiría acomodarse a los dictados de la razón, de la lógica cartesiana, euclidiana (en expresión del escritor) y por tanto su texto debiera ajustarse a la frialdad del análisis casi “científico”, desmenuzando, definiendo y explicando los rasgos que caracterizan el muy particular reino animal de Zötl. Pero, muy al contrario, y como era de esperar para quien conozca mínimamente la obra de Cortázar, éste se rige por la casualidad, los azares, los encuentros inesperados, los hallazgos, los iluminadores fogonazos repentinos, las extrañas conexiones, los pasajes, los intersticios por los que se cuelan algo así como vislumbres de otra “realidad”. De este modo, el texto deja de lado -no del todo, obviamente- el examen previsible, convencional, para explorar, en un irrefrenable, poderosísimo y magnético flujo de palabras, las coincidencias, las relaciones fortuitas, los puentes entre ambas obras, entre los animales pintados del artista y los inventados por el escritor y presentes en sus relatos (<i>la precisa concatenación de afinidades entre un hombre que dibujó su reino animal desde un rincón austríaco y un tiempo romántico, y otro que a partir de Buenos Aires o París lleva ya tantos años proponiendo verbalmente criaturas de incierta ecología (…) usted tendiendo un razonable puente entre Zötl y yo</i>), en un recorrido en el que afloran -siempre con el hilo conductor de los animales- los recuerdos de la infancia y adolescencia del “gran cronopio”; algunas experiencias de adulto, a menudo en la frontera del “otro lado” inesperadamente entrevisto, apenas atisbado; las sucesivas dictaduras militares en su país; sus intuiciones, sueños y visiones, sus pesadillas y terrores nocturnos; las referencias literarias, tanto en los bestiarios medievales como en su propia obra; las muestras de la cultura popular, en el cine, el cómic; entre otros hilos que se muestran en un texto, como he dicho, caudaloso y excesivo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEinHuVrTZRvKNA99MiiPc4v16Jh9NvxD27l0GakSxMh2e8OpShKvTrhRBBLdSojwklMGPA_bnSgEJ7b2uX-bru8n4yUJ4rNqTcp4mN8s38YZ5dVijMB67XNxd-9DeXgaFB_HspP2zWdKaurmTpr6aRuov58X11JNg0mk3evAxxJIzQHw0lfAyaUuliFEc1b/s431/Aloys%20Z%C3%B6tl.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="431" data-original-width="300" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEinHuVrTZRvKNA99MiiPc4v16Jh9NvxD27l0GakSxMh2e8OpShKvTrhRBBLdSojwklMGPA_bnSgEJ7b2uX-bru8n4yUJ4rNqTcp4mN8s38YZ5dVijMB67XNxd-9DeXgaFB_HspP2zWdKaurmTpr6aRuov58X11JNg0mk3evAxxJIzQHw0lfAyaUuliFEc1b/s320/Aloys%20Z%C3%B6tl.jpg" /></a></div>Entre las “jaulas” que visita en su periplo aparecen elefantes que en atosigantes muros acechan al personaje en un opresivo sueño sobre cuyo significado el Cortázar más político (el texto contiene varias referencias a esta dimensión muy notoria de su personalidad literaria y “civil”) deja la alusión, indirecta, tangencial, al poder autoritario y hostil (<i>siempre habrá alguna manera de escapar a los elefantes</i>). Y a continuación hay un gallo iniciático, una experiencia <i>traumatizante</i> vivida a los tres años cuando residía con su familia en Barcelona durante la Primera Guerra Mundial. La plácida normalidad de la infancia, una <i>lactancia entre gatos y juguetes</i>, se ve alterada por <i>ese horrendo trizarse del silencio en mil pedazos, ese desgarramiento del espacio que precipitaba sobre mí sus vidrios rechinantes, su primer y más terrible Roc</i>, en un recuerdo espeluznante que lo acompañará toda su vida, junto a las palabras tranquilizadoras de la madre, protectora, <i>era solamente un gallo, mi amor</i>, recurrentes en el texto de <i>Paseo entre las jaulas</i>. Y están, también en la infancia, las mamboretás o mantis religiosas, terribles, monstruosas, agresivas. Y luego los murciélagos y escorpiones de la habitación de invitados en la casa del pintor Jean Thiercelin, y el perturbador incidente nocturno con Hugo, el perro del artista, que gime lastimero en un cuarto en el que los cuadros de los Antepasados contemplan impertérritos desde las paredes al insomne agobiado. Y los tristes animales de los zoológicos, los leones copulando, el tigre que se enamoró de una visitante, los chimpancés jugando con neumáticos. Y las masas <i>malolientes</i> de langostas que arremeten desenfrenadas contra el carruaje en que viajan Cortázar y su hermana llevando un pastel a la casa vecina, en un incidente dramático que se resuelve en una anécdota hilarante. Y la <i>corrección</i>, la marabunta de hormigas, <i>el negro río devorante, esos millones de mandíbulas, de patas, de antenas, generando una maquinaria particularmente temible</i>, de cuyo arrasador paso es testigo en una juvenil estancia en la selva (y aquí, sobresale de nuevo la alusión a la política, al fascismo, más exactamente: <i>al igual que el fascismo, Ricci, hay los animales que sólo saben atacar a partir de lo gregario, pirañas u hormigas misioneras</i>). Y ahora es Hitchcok y <i>Los pájaros</i>, y el poema del mosquito de Richard Eberhart, y, ya sí, una incursión en el territorio Zötl: <i>Ahora que tampoco hay que dejarle a la realidad mayoritaria que se dé continuamente el gusto en materia de animales; abundan tanto en ella que la cosa casi no tiene gracia, y por eso gentes como Zötl se le ponen un poco de perfil y arman una zoología de escape en la que cada bicho es y no es, resbala de su modelo a la vez que lo ilumina violentamente</i>. Y las imaginativas invenciones del austríaco llevan a Cortázar a hablar de la moda, <i>no me parece escandalosa esa tendencia a enriquecer una fauna que prueba de por sí la finalidad de la Creación en la medida en que parece organizada por un costurero versátil</i>, con menciones a Coco Chanel, Christian Dior o Balenciaga. Y de Zötl salta a los bestiarios clásicos, y cita a T.H. White, que transcribe uno latino del siglo XII, que “obedece” a Plinio y Aristóteles, que a su vez obedecen a…, en un interminable juego de recurrencias intertextuales, y en el que <i>los leones y los elefantes copulan dándose la espalda puesto que, además de muy pudoroso, el macho tiene los órganos genitales situados al revés</i>; y <i>un león enfermo se come un mono para curarse</i>; y si alguien <i>le roba su cachorro a una tigresa y se ve perseguido por ésta no tiene más que arrojarle una bola de cristal</i>. Y es que <i>Zötl tiene razón,</i> <i>no hay necesidad de inventar animales fabulosos si se es capaz de quebrar las máscaras de la costumbre (“era solamente un gallo, mi amor”) y ponerse del lado de la primera vez, de la única vez que se ve y se conoce realmente algo</i>. Y comparecen el pato Donald y Mickey, y Snoopy y Tom y Jerry, y Rin-Tin-Tin y el caballo de Tom Mix y la mona de Tarzán y la perrita Lassie y, claro, el melancólico y enamorado King Kong, <i>el único animal convincente de la pantalla</i>, junto al gato, protagonista de una película cuyo nombre dice no recordar, cuya mirada es la de la cámara deformante que ha presenciado el asesinato de su ama. Y son ahora Fellini y su Satiricón, y Drácula, y Dreyer, y los licántropos y el hombre lobo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y entre todo ello, la mención a las “bestias” de sus obras, anguilas, caballos blancos, erizos, pingüinos turquesa, ranas, un escarabajo; y también a algunas de las que están en <i>Animalia</i>, lo que me lleva a repasar el heterogéneo catálogo del libro que hoy presento. Las inventadas mancuspias de “Cefalea”, animales híbridos de extrañas costumbres y devastadores efectos sobre la salud: sensación de desgarro, quemazón en el cerebro, en el cuero cabelludo, con miedo, con fiebre, con angustia. Plenitud y pesadez en la frente, cuchilladas y punzadas, dolor de estallido. El oso de las cañerías del “Discurso del oso”, un cuento muy breve que dejo íntegro al término de esta reseña. Los conejitos que vomita el narrador en “Carta a una señorita en París”, un relato con un final abierto -o no tanto- en un recurso muy habitual en la cuentística de Cortázar. El camello rechazado en todas las fronteras, perdido en un laberinto kafkiano, en “Camello declarado indeseable”. El ajolote que, en el cuento “Axolotl”, contempla un narrador obsesionado que, sin ser consciente, está dentro y fuera del acuario, en un juego dual (dentro/fuera, hombre/animal, del lado de aquí/del lado de allá) que apunta a los temas del doble y de la identidad tan caros al argentino y tan frecuentes en su literatura. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y están también las hormigas que se comerán Roma si nadie lo remedia en “Instrucciones para matar hormigas en Roma”. Las tortugas, <i>grandes admiradoras de la velocidad, como es natural</i>, que suscitan reacciones diversas en esperanzas, famas y cronopios, las peculiares tipologías cortazarianas, en “Tortugas y cronopios”. El casoar de mirada altanera, que vive en Australia y se transmuta en esmeralda por efecto del fuego, en “Retrato del casoar”. Más hormigas, en “País llamado Alechinsky”, errando por sobre los dibujos y grabados del pintor, en una sutil “lectura” de la obra del artista. Los tigres que hay que aprender a posar con cuidado, dado el doble problema, <i>sentimental y moral</i>, que supone, en “Los posatigres”, un cuento con el absurdo, la normalidad con la que se acepta otra realidad disparatada, el surrealismo y el humor más típicos de Cortázar. Y de nuevo las hormigas, a las que hay que exterminar en el conmovedor “Los venenos” mediante un artilugio y un proceso tóxicos y peligrosos, cuya presencia en el cuento es una mera excusa para narrar, con delicadeza, dulzura, elipsis inteligentes, magistral talento narrativo, deslumbrante prosa, poética y creativa, la vicisitudes de los tiernos “enamoriscamientos” infantiles. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y los muchos animales en “Circe”, otro de los grandes cuentos del argentino, en el que se recrea el mito de la maga -¡cómo mencionar este nombre sin pensar en <i>Rayuela</i>!- de la Odisea, que atrae y hechiza a los hombres de Ulises, para los que prepara un brebaje que los convierte en cerdos. Circe “es” Delia Mañara, la aciaga muchacha sobre la que pesan las sospechas de las extrañas muertes, sucesivas, de sus dos jóvenes maridos. De ella se enamorará Mario, inicialmente atraído por una por él idealizada Delia, y que acabará por rendirse a los chismes, las dudas y los rumores, a las conjeturas y los recelos a partir de indicios y presagios funestos, de los cuales, los bombones de licor que la chica elabora y que le ofrece, seductora, resultan los más inquietantes y constituyen el vínculo explícito con el relato clásico. Un gato que la sigue, las mariposas que vuelan a su pelo, el conejo que le regala uno de sus dos maridos (y que muere pronto, antes que él), las cucarachas que se esconden por las esquinas (y no solo allí), el pez de colores triste en su solitario recipiente, un perro que se aparta cuando ella quiere acariciarlo, para, finalmente, volver pacífico (<i>todos los animales se mostraban siempre sometidos a Delia</i>), la araña “anagramáticamente” escondida en el apellido Mañara, son algunos de los animales que pueblan un relato soberbio, uno de los grandes exponentes de la prodigiosa narrativa de Cortázar. Fieras míticas, como la que aparece en “Lucas, sus luchas con la hidra”. Aquí, el lazo con la mitología clásica está también presente en un relato en el que el monstruo de siete cabezas opera como símbolo, muy actual en estos tiempos de FOMO (<i>fear of missing out</i>, miedo a estar perdiéndose algo), de las múltiples obligaciones, las exigencias, los afanes del día a día, también de las costumbres que se anquilosan, de los hábitos que nos constriñen, de los rígidos protocolos a los que, a una cierta edad, sometemos nuestras vidas limitando nuestra libertad, del “yo” reduccionista al que nos plegamos asfixiando los múltiples “yoes” posibles y, quizá, más verdaderos. Lucas se esfuerza en cortar cabezas, pero la hidra, por desgracia, siempre renace, aunque aún queda esperanza: <i>Siete cabezas, una por cada década; para peor, la sospecha de que todavía pueden crecerle dos para conformar a ciertas autoridades en materia hídrica, eso siempre que haya salud</i> (Cortázar estaba a mitad de su séptima década cuando escribió este texto claramente autobiográfico; por desgracia, no hubo tiempo para las dos cabezas extras: murió cinco años después). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El pinchajeta tiene la desagradable costumbre de erguirse sobre sus patas y dirigir molestos y apenas inteligibles discursos onomatopéyicos a su interlocutor. No contento con esto, exige además a quien le escucha que, a continuación, resuma su perorata en algunas frases. “Los discursos del pinchajeta” pertenece a la plural categoría, en mi particular clasificación de los cuentos de Cortázar, de relatos “menores”, de escasas una o dos páginas; “ligeros”, apenas amenos divertimentos que se leen con una sonrisa en los labios; y “disparatados”, creadores de una realidad “paralela”, sin correlato objetivo constatable -¿qué es un pinchajeta?- e impregnada de una vaga atmósfera surreal (el tono general que encontramos sus inolvidables <i>Historias de cronopios y de famas</i>). A la misma categoría pertenece un imposible coaltar -¿qué es un coaltar?- de “Historia con un oso blando”, en la que algo indefinido -un coaltar con forma de bola- se va metamorfoseando -primero pelos, luego patas, luego cara y hocico- en un oso que se yergue ansiando la dulce miel cuyo olor le llega desde las alturas, en otra enigmática historia en la que las sorprendentes imágenes y el muy creativo lenguaje se imponen a una historia en la que también hay hormigas. Un gato, Osiris, es protagonista, indirecto, de un misterioso triángulo amoroso en “Orientación de los gatos”, un cuento en el que, de nuevo, aparecen los más relevantes “tópicos” de la literatura de Cortázar: el doble, el extrañamiento, el otro lado, la identidad, las referencias culturales, el amor transformador, el juego proximidad/lejanía, la dicotomía realidad/imaginación, la mirada como vía de acceso a otra realidad, los pasajes -un cuadro- entre mundos, y, claro está, la subyugante prosa, que rezuma poesía. Hay cocodrilos, también, infinidad de ellos, cantidades ingentes, aunque nadie los haya visto jamás, en el hilarante “Sobre la exterminación de los cocodrilos en Auvernia”, un relato en el que Cortázar, en uno de sus motivos recurrentes, pone en solfa con desbordante humor la rígida burocracia y la estricta racionalidad del encorsetado quehacer de la instituciones oficiales, cuyo proceder lleva al absurdo. Y en “Satarsa” aparecen las ratas, a partir de otro de los lugares comunes en Cortázar, los palíndromos. “Atar a la rata”, es el desencadenante de un cuento atosigante en el que la caza de unas ratas desafiantes, amenazadoras, se vive, con en tantos cuentos del argentino, con sorprendente normalidad. Lozano las atrapa con sus amigos y juega con las palabras y Laura cocina, despreocupada y sirve el mate y la pequeña Laurita toma el biberón jugando al tamborcito con el muñón de su manita comida por las ratas y todo transcurre de modo natural y las ratas proliferan y “Atar a las ratas” ya no es palíndromo, y ya da “Satarsa las rata” y una rata ya no es anónima, indiscernible, es ahora Satarsa, el rey de las ratas. Y las lágrimas de Laura y más palíndromos y las citas de Baudelaire y la tímida alusión a la lucha contra la dictadura militar y la persecución política que apenas se insinúa y la venganza y un bicho negro aplastado y la encerrona y las ratas y los milicos y los milicos ya son las ratas y los tiros y la muerte y Satarsa, ya solo Satarsa. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El caballo salvaje de “Verano”, otro de los más representativos cuentos del argentino, irrumpe impetuoso en un relato en el que lo atávico, la violencia, lo primitivo, lo monstruoso, lo irracional, lo onírico, los instintos dormidos, las ocultas pulsiones del deseo y el sexo desatadas, las oscuras fuerzas del inconsciente -un caballo que, como tantas veces en la obra de Cortázar, es y no es un caballo, a la vez real y simbólico, fantasmal- rompen el orden estricto, la normalidad consabida, los anodinos rituales de la cotidianidad, el espacio de lo ordinario, en un proceso en el que el paso, la transición, se va anticipando con signos sutiles, con pistas muy bien graduadas: la llegada de la niña, el calor del verano, la fría convivencia de la pareja protagonista. Y hay también un tigre -¿lo hay?- en “Bestiario”, otro de los cuentos canónicos de Cortázar, en donde las plácidas vacaciones -estamos, de nuevo, en verano- de la niña Isabel en la casa de los Funes, se ven perturbadas por la presencia de un tigre, cuyo existir se acepta por todos con normalidad, aunque limita los movimientos de los miembros de la familia que, atentos a los avisos del vigilante capataz, debe evitar las dependencias que el felino ocupa temporalmente. Las apacibles rutinas estivales se desarrollan agradables, tranquilas: los juegos infantiles con Nino, el pequeño de los Funes, las cartas a su casa, con la madre y la hermana en el recuerdo, los misterios del caleidoscopio, los experimentos de química, los invisibles bichos del agua estancada “descubiertos” en el microscopio, las hormigas -sí, vuelve a haber hormigas- corriendo afanosas en el formicario, las siestas, las hamacas, los partidos de pelota. Hay algo inquietante, sin embargo, en las relaciones entre los adultos, y la intuición de la niña lo detecta (y el talento de Cortázar nos lo deja ver dejando leves pistas, sugiriendo apenas, mostrando tenues indicios). Entre Luis y Reme, los padres de Nino, y el Nene, su tío, hay miradas, silencios, gestos, un imperceptible cambio en un rostro, una queja, un suspiro, el eco remoto de un llanto, una sonrisa truncada, una repentina huida del cuarto, que anticipan la tragedia. Y está el tigre. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, hasta aquí mi primera propuesta de lectura -plural, como muy a menudo en <i>Todos los libros un libro</i>- con la que iniciamos la presente temporada del espacio. Os dejo con uno de los cuentos recogidos en la antología, <i>Discurso del oso</i>. Tras él, cómo no, una canción con el protagonismo de animales. En <i>Walk like a panther</i>, del grupo británico <i>The All Seeing I</i>, con el inefable y hoy ya octogenario Tony Christie, vuelan águilas, acechan leones, salmones saltarines remontan la corriente, se desliza algún reptil y, claro está, se apunta al caminar de las panteras. Un clásico de hace un cuarto de siglo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Discurso del oso</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano después con la otra después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría.
Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cundo vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso, por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.</i></div><div style="text-align: justify;">
<iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/ZyR4ut8Vjdo?si=2DLXdi8Oe6tBPXmO" style="background-image: url(https://i.ytimg.com/vi/ZyR4ut8Vjdo/hqdefault.jpg);" width="520"></iframe></div><div style="text-align: justify;">Videoconferencia</div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/9YpxhoTbLsc" width="520" youtube-src-id="9YpxhoTbLsc"></iframe></div><div style="text-align: justify;">Julio Cortázar. Animalia</div>
<iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/julio-cortazar.-animalia" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-68652904677353251532023-06-28T20:14:00.000+02:002023-06-28T20:14:15.302+02:00<div style="text-align: justify;"><b style="font-size: xx-large;">AZAHARA ALONSO. <i>GOZO</i>; YUN SUN LIMET. <i>SOBRE EL SENTIDO DE LA VIDA EN GENERAL Y DEL TRABAJO EN PARTICULAR</i></b></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Un miércoles más, <i>Todos los libros un libro</i> os ofrece, desde Radio Universidad de Salamanca, una nueva recomendación de lectura. Una sugerencia que esta semana, como tantas otras veces, se presenta en plural, pues en estas últimas entregas del espacio previas a las vacaciones veraniegas estoy multiplicando mi “oferta” proponiéndoos muchas y muy variadas lecturas que puedan, por un lado, satisfacer a oyentes de gustos muy diversos y, por otro, aportar abundante “combustible” literario para quien, libre de ocupaciones en esas semanas estivales, en las que el ocio y el descanso colman nuestros días, quiera entregarse con fruición al disfrute de los libros. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En concreto, esta tarde serán dos las obras de las que quiero hablaros o, más exactamente, una principal y una suerte de corolario que nace de ella. Y es que no es infrecuente, antes al contrario, que un libro lleve a otro libro; la lectura contagia, abre ventanas, se ramifica, exige profundizar en otras vías paralelas o complementarias; la lectura inquieta, pide atención, nos hace indagar, despierta conexiones insospechadas, induce a la curiosidad, impele al conocimiento, a saber más, a agotar un determinado tema, a recorrer otros caminos a los que un determinado libro alude, apunta apenas, sugiere o evoca o inspira o extiende su dominio, en un proceso interminable aunque gozoso que nos lleva a un recorrido lector arborescente, casi infinito, cruzado por suculentos frutos que son semilla, a su vez, de nuevas búsquedas, de nuevos estímulos lectores, de nuevos territorios por explorar, de nuevos descubrimientos.
Así ocurre en el caso del título que esta tarde ocupa el lugar principal del espacio, un libro excelente, de gran interés, singular y muy original que incluye en su seno, como luego veremos, un gran número de referencias a otras obras literarias, musicales, culturales en torno a los temas que constituyen su objeto central, gran parte de las cuales “reclaman” del lector que continúe ahondando en ellas, enlazando un libro tras otro en una suerte de “mil y una noches” librescas. Se trata de <i>Gozo</i>, el, a mi juicio, excepcional debut en la narrativa (es autora de un poemario y una recopilación de aforismos previos a este libro) de Azahara Alonso, jovencísima escritora asturiana -nació en 1988-, que publicó Siruela hace unos meses, en este mismo 2023. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Como ocurre tantas otras veces en <i>Todos los libros un libro</i>, estamos ante una obra inclasificable, de difícil adscripción genérica, una mezcla de diario, ensayo, crónica y libro de viajes (en este sentido, el libro guarda ciertas concomitancias con <i>Cuadernos perdidos de Japón</i>, de Patricia Almarcegui, que yo presenté aquí en los primeros días de 2022), en la que su autora nos cuenta su experiencia personal a principios de la década de 2010 en la isla de Gozo -el título es, pues, polisémico-, una de las veintiuna islas del archipiélago maltés, situada al sur de Sicilia y al este de Túnez, un lugar entonces no demasiado conocido, hoy infestado por el turismo que ya entonces empezaba a despuntar, en el que recala, con el dinero de una beca para aprender inglés -<i>destinado a cubrir un mes de su estancia pero que yo quería que durase al menos un año</i>, como escribe- acompañada de su pareja -un J. de muy apagada y lateral presencia en su relato- y provista de <i>una maleta, una mochila y varias capas de lo puesto. </i><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhS8NWJVCBZYejE-J-pyzixfyl_r-n_Bw9JY6ee0GnDvih4eWrqEebCg24ksnyTo2ddN-zNtxyFVJlAlZRnJhmLcLV3bsXSTAD-VARi_oJEXxR5ViZAUGTm7vUCozgviDAgqp3UD_2dbzT1Dr5AclIMsA_Hmykqmn5nR8e4kPNPJuoVoGCwWDB-mm56LhIk/s3670/Programa%20533.%20Azahara%20Alonso%20Gozo.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="3670" data-original-width="2500" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhS8NWJVCBZYejE-J-pyzixfyl_r-n_Bw9JY6ee0GnDvih4eWrqEebCg24ksnyTo2ddN-zNtxyFVJlAlZRnJhmLcLV3bsXSTAD-VARi_oJEXxR5ViZAUGTm7vUCozgviDAgqp3UD_2dbzT1Dr5AclIMsA_Hmykqmn5nR8e4kPNPJuoVoGCwWDB-mm56LhIk/s320/Programa%20533.%20Azahara%20Alonso%20Gozo.jpg" /></a></div>
Ya en las primeras páginas conocemos las razones, más allá de la excusa de la ayuda económica, que la llevaron al viaje: <i>fui a la isla porque había terminado de estudiar</i> [Alonso es licenciada en Filosofía] <i>y solo sabía lo que no quería hacer</i>. Un motivo confesado aún con más nitidez en este largo fragmento que, no obstante su extensión, quiero ofreceros pues resulta altamente revelador del espíritu que guía el libro y encierra además, en germen, lo esencial de su planteamiento: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>En aquella época, a principios de la década de 2010, muchos jóvenes nos íbamos una temporada con un ordenador portátil y el poco dinero del que disponíamos. La tasa de desempleo era sonrojante, y pensábamos que una estancia en el extranjero facilitaría las cosas a nuestra vuelta. Tampoco parecía mala idea bajar el ritmo. Era algo que había oído al acabar el bachillerato, el tiempo libre más largo de mi vida hasta entonces: «¿Por qué no te tomas unos meses para aprender a conducir, para leer, para pensar, para saber qué quieres hacer en el futuro?». Pues porque no entra en la cabeza de nadie, decía yo ciegamente. Hay unas obligaciones ineludibles, también las de la reputación, y cómo va una a permitir que la consideren holgazana o maleante durante un año. Las cosas se hacen todas apretadas, con prisa y pasándolo un poco mal o no se hacen. Y así fue hasta que decidí mudarme allí, y también después, al volver, porque la isla es un paréntesis de tierra firme. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Gozo</i> da cuenta de esa estancia, que acabará por ser de un año, en la pequeña isla mediterránea (con un tamaño <i>similar al de una de las provincias más pequeñas de España </i>y una población<i> </i>de<i> un tercio de la que tiene la ciudad grande</i> [así se denomina a ¿Madrid? a lo largo del libro]), en una narración que, desde mi punto de vista, resulta sobresaliente por tres razones principales. En primer lugar, la estructura miscelánea, hecha de retazos, de piezas mínimas, de recortes, que acaban por fraguar en un todo coherente. Cita Alonso, a este respecto, en un texto para la sección <i>making of </i>de la revista Zenda, una de las líneas de la letra de <i>Voodoo child</i>, la legendaria canción de Jimi Hendrix: <i>I pick up all pieces and make an island</i> (recojo todas las piezas y hago una isla), en metáfora muy pertinente. En este sentido, <i>Gozo</i> es un relato fragmentario, construido a partir de decenas de muy breves epígrafes, capítulos muy cortos que incluyen digresiones, notas, reflexiones varias, observaciones al paso, divagaciones, descripciones del entorno de la isla, sucintas semblanzas de algunos de sus pobladores, apuntes sobre la historia del lugar, anécdotas e impresiones de la vida cotidiana, y también ideas, pensamientos y consideraciones, tanto de naturaleza introspectiva, centrados en sus vivencias personales, en su propia identidad y en su particular trayectoria vital, como -en lo que supone la dimensión más “ensayística” de la obra- de un carácter más genérico, abstracto, filosófico, con anotaciones relativas al valor del trabajo en nuestras apresuradas sociedades, al ocio y la ocupación del tiempo, al turismo y el viaje, y a otros tantos temas adyacentes. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Sobre todas estas cuestiones, Alonso, que escribe “en femenino”, no pretende levantar un ensayo teórico, ni construir un cuerpo coherente y cerrado de pensamiento, sino que va presentando sus experiencias y argumentaciones en un discurso heterogéneo y plural, saltando de un tema a otro entre las muy abundantes y ya referidas menciones a libros, escritores, filósofos y ensayistas. El libro está salpicado así de citas de Georges Perec, Roland Barthes, Derrida, Maurice Blanchot, Séneca, Gil de Biedma, Yun Sun Limet, Susan Sontag, Paul Lafargue, Peter Handke, Carmen Martín Gaite, Richard Larson, Annie Ernaux, Bertrand Russell, Virginie Despentes, Chantal Maillard, Marcel Duchamp, Walter Benjamin, Luis Buñuel, Dean MacCannell, Marc Augé, Le Corbusier, John Ashbery, Bob Black, William Faulkner, Lewis Hyde o Thomas Bernhard, en una muestra muy reveladora de la enorme variedad de influencias y lecturas que acaban por desembocar en el libro que tenemos entre manos. Otro tanto ocurre con la música, con significativas “apariciones” de temas como el <i>Love her madly</i> de The Doors, el imperecedero <i>Je t’aime, moi non plus</i> de Jane Birkin, el clásico <i>American woman</i> de los canadienses The Guess Who, el <i>Nowhere to run</i> de Martha & The Vandellas, que suena, asociado a un personaje, la excéntrica Eileen, de una cierta relevancia en el relato, o el <i>Since I've been loving you</i>, de Led Zeppelin. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En segundo lugar, me ha resultado altamente estimulante la vertiente viajera del libro, con la presentación de la realidad de Gozo y del pequeño pueblo en el que se desenvuelve la estadía de su autora. El poderoso magnetismo del sol y del mar azul, la atracción de la vida retirada, sencilla, inocente y primordial, la fascinación que provocan los encuentros con desconocidos, la exploración de lugares muchas veces ni siquiera imaginados, los muchos encantos (<i>El archipiélago es casi un paraíso no solamente geográfico, sino también de bienestar cotidiano</i>) que se ofrecen a la mirada de un viajero capaz de detenerse y degustar con calma y sin apresurados agobios los múltiples alicientes de un mundo desconocido, que encierra un descubrimiento en cada nimio detalle cotidiano, despiertan en el lector un ansia por cambiar de vida, por alejar la rutina, por explorar nuevos horizontes, nuevos paisajes, nuevas gentes, nuevas aventuras, en una experiencia lectora que aviva el entusiasmo y la exaltación, la intensidad y el deseo, la apasionada búsqueda de excitación, de arrebato, de belleza. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Uno acompaña extasiado a la narradora en su recorrido por la isla, que nos cuenta en observaciones rezumantes de “color local”. Ya desde la llegada, primero en avión y luego en barco desde la isla principal, hay algún apunte de esta índole (<i>Durante una parte del giro en el aterrizaje veía tierra, pequeños cúmulos de luces, algunas de colores. Eran pueblos de la isla grande, organizados en torno a iglesias, y en una de ellas, la más colorida, con decenas de bombillas verdes, amarillas, rojas y azules, celebraban una de las últimas fiestas de la temporada</i>). Y a partir de ese descubrimiento inicial se suceden las anotaciones que dan cuenta de aquel entorno insular y de la vida en él. La gratuidad del acceso en barco, siendo obligatorio el pago, en cambio, por salir de la isla (<i>La metáfora es muy fácil</i>, apostillará); el contacto “inaugural” con los lugareños, en particular con Ronnie, el taxista, que <i>nos llevó en su viejísimo taxi, una belleza un tanto estropeada</i>; las dificultades para la relación con los nativos (<i>nunca estrechamos demasiado los lazos durante mi estancia</i>); las peripecias para encontrar alojamiento tras huir despavoridos del lóbrego apartamento originariamente concertado, infestado de gusanos y cucarachas (<i>Y así fue como nos encontramos en la calle, en una isla diminuta en medio del Mediterráneo con dos maletas, dos mochilas y dos cajas de cartón llenas de todos los tipos posibles de pasta italiana</i>); la posterior aventura del alquiler; el encuentro salvífico con Frances y Joe, que acabarían por ser sus amables caseros, dueños del ático que sería su hogar durante su estancia; la belleza de la casa, <i>con enormes ventanales que se abrían a dos terrazas, orientadas respectivamente a este y a oeste. Desde una se veía la Ciudadela y el mar; desde la otra, las huertas vecinas</i>; lo cercano y familiar de la vida en el pueblo, de lo que es muestra la siguiente afirmación: <i>gracias a la simpatía de los carteros, en Navidad varios envíos nos llegaron con la indicación «El ático que está sobre el supermercado de la isla»</i>; las peculiaridades de las costumbres locales, tan marcadas por la influencia británica -la conducción por la izquierda, las pintas de cerveza, los buzones y las cabinas telefónicas <i>característicamente rojos</i>-; lo enrevesado del idioma local (<i>hablan un idioma rarísimo, entre el árabe, el inglés y el italiano</i>), con una gramática, ligada al árabe, muy compleja; los detalles de la geografía urbana y rural; el sonido de las omnipresentes campanas de las trescientas sesenta y cinco iglesias y capillas que pueblan la isla (<i>Everyday there is somewhere different to pray</i>, como dicen los isleños); el carácter laberíntico de una isla sin embargo limitada, abarcable y de camino fácil (<i>en una hipotética tarde</i>, confiesa la narradora, <i>podría recorrerla de norte a sur, casi de este a oeste</i>); los enclaves turísticos: Il-Fanal ta’ Gordan, el faro de mediados del siglo XIX, la <i>Azure Window</i>, la gigantesca formación rocosa, que se levantaba sobre el mar y que en 2017, años después de la estancia de Azahara Alonso, se vendría abajo como consecuencia de una tormenta; las notas del pasado histórico maltés, Malta como lugar estratégico en el Mediterráneo, como enorme Enfermería en la Segunda Guerra Mundial (<i>el sanatorio improvisado en el que los soldados heridos iban a recuperarse</i>), el insoportable auge turístico actual, <i>su nueva condición de parque de atracciones del viejo continente</i>, su economía basada, en gran parte, en el juego y las apuestas (sabremos así que Malta es el país pionero en la regulación del juego online, con un auge desmesurado de la concesión de licencias para su desarrollo, con todas las grandes empresas del sector instaladas en la isla.) </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En esta vertiente del libro queda constancia, también, de los encuentros, las gentes (aunque el contacto estrecho con los isleños es casi imposible, y siempre será consciente de su carácter de <i>forastera</i>), las elocuentes pinceladas sobre la cotidianidad local: el repartidor de fruta que se allega a la casa para ofrecer unos jugosos melocotones -<i>Do you like peaches?</i>- (los melocotones serán el motivo que la editorial elegirá como imagen de la portada del libro), las compras en los mercadillos, fresas, granadas, limones, pomelos, naranjas e higos (<i>Estábamos saboreando la isla a través de su huerta</i>), la mujer que sostiene por la cola un pescado, el señor que aparece por sorpresa desde la altura de una cabina de teléfono y que saluda afable, el barrendero rasta (<i>¡Hey, miradme, soy el Bob Marley isleño!</i>), los dueños de las barcas que la llevan a los islotes, que abandonan su profesión original de pescadores a causa de la mayor rentabilidad del turismo, un gato atropellado cuyo cadáver se perpetúa en la calzada, las cucarachas que patalean bocarriba en las aceras, las llaves de las casas puestas por fuera, las puertas siempre abiertas, las apacibles horas de la vida ociosa, el desayuno somero y reposado -el té, los higos, el pan y el queso-, la mañanera contemplación del mar y el faro desde las amplias ventanas (<i>A nadie le extrañaba que pudiese pasarme un tercio del día mirando el mar cuando lo tenía cerca</i>), las tareas de intendencia, la lectura, el contacto con “el mundo” a través del ordenador, el almuerzo preparado en la terraza, los lentos paseos por la muy limitada isla, buscando lugares escondidos, la vuelta a casa con la noche ya acechando, la compra de <i>un par de pastizzi</i> que, acompañados de una ensalada, solucionarán la cena, de nuevo los libros, las nocturnas ráfagas de luz del faro, las persistentes campanas, el sueño plácido. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero, pese a lo atrayente del panorama que describe (<i>lo más parecido a la encarnación del paraíso</i>), Alonso no es complaciente ni mitifica su experiencia, no idealiza ni ahorra los detalles menos confortables de la realidad de la que da cuenta: la progresiva invasión de las cadenas de hamburguesas, la comida aceitosa despachada en los restaurantes sobre ruedas -una afrenta a la dieta mediterránea- en unos <i>puestecitos desperdigados por carreteras, playas y aparcamientos, humo y fritanga, la fumata blanca del país más obeso de Europa</i>, las playas atiborradas de turistas británicos “a la Benidorm”, la agobiante capital de tráfico imposible -<i>apesta a gasolina y humo</i>-, las horrendas atracciones turísticas masivas, homogéneas, indistinguibles de las que afloran en medio mundo, como el Popeye’s Village, la reproducción del pueblo del personaje de los dibujos animados; la imposible búsqueda de empleo -las limitaciones económicas la llevan a tener que trabajar-, punteada, como en todas partes, de ofertas precarias, sueldos miserables, jornadas extenuantes, condiciones indignas. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y es en este dominio, el del desaforado y depredador turismo y el del oprimente trabajo, en el que se muestra el tercer gran aliciente del libro. <i>Gozo</i> resulta un texto muy sugestivo también -y sobre todo- por cuanto provoca el interés y la reflexión en quien lo lee -o los acentúa, si es que ya existían antes, como es mi caso- acerca de uno de los temas sustanciales de este muy acelerado primer cuarto de siglo (¡y lo que se avecina!), marcado por la productividad, las prisas, la ansiedad que deriva de nuestra febril hiperconectividad, la enajenación de unas vidas entregadas a trabajos tan a menudo alienantes, la depresión, la insatisfacción y el alocado discurrir de <i>white rabbits</i> en que convertimos nuestro paso por el mundo. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El desencadenante de este eje más “filosófico” del libro es la pregunta que otros -y ella misma- se hacen sobre el sentido de su estancia en Gozo: ¿era una pausa, un paréntesis?, ¿era una huida?, ¿unas vacaciones?, ¿una búsqueda de identidad personal?, ¿un intento genuino de construir otro tipo de vida alejado del convencional? <i>En la isla flotaba entonces sobre los días una pregunta: ¿a qué quería dedicarme?</i>, escribe, apuntando al detonante último de su experiencia viajera. A partir de ahí, el libro encadena reflexiones variadas sobre diversos temas relacionados con el principal: el valor del trabajo en nuestras sociedades; las extensas y muchas veces absurdas jornadas laborales (<i>Cuatro horas de trabajo presencial, dos horas de desplazamientos, seis en casa -artículos, correcciones, preparación de clases, aulas online, emails, lectura- y un par más de compras, cocina y prisas de cualquier tipo antes de dormir, sin olvidar la meditación que, además de relajarme, me haría ser más productiva al día siguiente</i>); la irritación y la inquietud, el abatimiento y la angustia, los desequilibrios y el decaimiento que a menudo acompañan nuestra desorbitada consagración al trabajo (<i>Algunos buscan el sentido de la vida en el trabajo y lo encuentran. Creo que es porque hay un acuerdo tácito: casi todo el mundo piensa que una de las cosas más importantes es sentirse útil, por eso la humanidad se reproduce, por eso las personas se obligan a ejercer profesiones que les llenen y aporten algo a la sociedad, por eso caen por estrés en una depresión nerviosa y encuentran la salida volcándose en la causa que allí les llevó. Es nuestra enfermedad, pero como la tenemos todos, apenas reparamos en ella</i>); el sometimiento del “núcleo central” de nuestras vidas a los designios y los propósitos ajenos (<i>aquellas personas, aunque con gesto amigable y la mayor ecuanimidad de la que eran capaces en su cargo, decidían mis horarios, mis días libres, mis posibilidades de movimiento</i>); la entrega, en el compromiso laboral, no solo del tiempo de trabajo sino de la disponibilidad íntegra de nuestra persona, de nuestra “alma” entera (<i>«Los trabajadores ya no existen. Existe su tiempo», escribe Franco Berardi. Por ese tiempo nos pagan. Ya no entregamos solo nuestra mano de obra: si somos buenas trabajadoras, hacemos la ofrenda completa de nuestra disponibilidad</i>); la lastimosa precariedad de las ocupaciones juveniles (<i>breves empleos, sueldos míseros y becas a cambio de tiempo libre (libre de verdad) para nosotros</i>); el tiempo que, por causa del trabajo, se dilapida en actividades insatisfactorias, muertas en su condición de mero tránsito, de intervalos, de paréntesis carentes de significación (<i>quien utiliza el transporte público para ir al trabajo a diario invierte en ello uno o dos años de su vida</i>); la insensata carrera en pos del progreso a cualquier precio (<i>no siempre hemos vivido deseando más de lo que podemos permitirnos, y no hablo de querer ser mejores o tener más amistades, por ejemplo, sino del ansia acumulativa de cosas, de experiencias, de todo lo que media el dinero</i>), observable también entre los habitantes del “paraíso” maltés, dispuestos a soportar el cambio en su apacible estilo de vida por el turismo, por los puestos de trabajo que genera (<i>el encanto de esta isla reside en la dificultad para entrar y salir de ella. No todos sus habitantes piensan lo mismo, y han empezado a ansiar una idea de progreso tan rápida y peligrosa como las habituales</i>); el afán de riquezas materiales y el ansia de dinero que guían a las sociedades capitalistas (y frente a ello la reflexión de Faulkner recogida en el libro: <i>El dinero no me interesa tanto como para salir corriendo a ganarlo. A mí me parece que se trabaja demasiado en el mundo, lo cual es una pena. Una de las cosas más tristes es que lo único que puede hacer un hombre durante ocho horas al día, un día tras otro, es trabajar. No se puede comer, beber o hacer el amor durante ocho horas al día</i>); el generalizado rechazo a la ociosidad, y su corolario, el descanso teñido de laboriosidad productiva (<i>se trataría de desaprender una orden, la que dicta que «nuestro ocio es para consumir o (…) tiene que ser productivo». Porque es cierto: el consumo vacacional —con su aparente lujo, su pompa cutre, con el espejismo de otro modo de vida, aunque se parezca tanto a este— es una versión más del trabajo</i>); las vacaciones como recuperación a la postre fallida de los días de la infancia (<i>Cuando me pregunto por qué solo accedo a mi verdadera vida en vacaciones, hablo de una reconquista del tiempo (…) Y es reconquista también porque su antecedente está en la infancia. En ella aprendí a tener apetencias no domesticadas, a cultivar el capricho de invertir un día completo en cosas inútiles</i>); los horrores del turismo, sus contradicciones estructurales (<i>una de las paradojas del turismo contemporáneo: el anhelo compartido y ya imposible de ir a un lugar desierto</i>), sus itinerarios “obligatorios”, la artificiosidad de sus rituales (<i>Xiapu es un pueblo al sur de China que se ha reinventado como decorado para que los visitantes hagan allí fotos y las compartan a través de Instagram, el evangelio virtual que predica su mensaje y calcina el bendito mundo desconocido</i>), los espacios inertes, vacíos, desprovistos de sentido, los “no lugares”, en locución acuñada, ya en 1990, por Marc Augé, que el fenómeno genera: aeropuertos, estaciones de ferrocarril, salas de espera, zonas de tránsito (<i>El usuario mantiene con estos no lugares una relación contractual establecida por el billete de tren o de avión y no tiene en ellos más personalidad que la documentada en su tarjeta de identidad</i>); las absurdas listas de “lo que hay que ver” (<i>el turista tiene carácter de conquistador, pero solo fuera de horario (no ve nada reseñable en su rutina, nada fotografiable en su ciudad, para la que está cegado). El turista es un trabajador ejerciendo su labor de días libres</i>); la perentoria, casi patológica servidumbre fotográfica que conlleva (<i>Las quinientas fotos del fin de semana de escapada romántica, las casi indistinguibles mil doscientas que suma una pandilla tras el viaje a un paraíso de catálogo</i>); la imposibilidad del viaje auténtico, sin planes, sin reloj, sin objetivo, un lento y fecundo deambular carente de propósito expreso; el ansiógeno deseo de estar permanentemente en otra parte, noble y vivificante, en principio, pero fuente en último término de zozobra e inquietud; los rituales de la cotidianidad en nuestras vidas dominadas por la exigencia de lo eficiente, lo provechoso, lo lucrativo; las compras y los supermercados diseñados para “optimizar” el tiempo; la imposición de hábitos compulsivos, el constante “tener que”; las prisas; la espera (<i>Cuando nuestro día viene marcado por la jornada de trabajo, en esas ocho horas sobrantes, las horas «para lo que queramos», hay un tiempo que inevitablemente debemos destinar a la espera. En la cola de una tienda, en la de la consulta médica, en la del tren</i>); las colas (<i>Parece la condena de la civilización, pero hacer cola es también un rito, una forma de la democracia, el espacio de espera por antonomasia</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y por entre tanto frenesí, el libro nos habla también de la necesidad de desconectar, de no hacer, de entregarnos a lo inútil (<i>quiero que todos mis días sean libres</i>) y de la extremada dificultad que supone el poder llevar a cabo tales atrevidos propósitos (<i>Pocas cosas cuestan tanto como no hacer nada en este mundo obsesionado con ser productivo</i>); del poco reconocido encanto de las rutinas, del acomodo a lo conocido y confortable, sin la búsqueda desaforada de novedades, de estímulos, de “experiencias” y sin la connotación de huida que ello supone (<i>yo solía pensar que la rutina es una de las peores imposiciones, pero no tiene por qué resultar tan inconveniente. Puede haber un ritmo —de vida o de trabajo— que nos enseñe, dentro de lo mismo, a descubrir las variaciones, a manejar los tiempos mientras interpretamos y perfeccionamos la pieza de nuestra obligación de ser. Es la virtud de la repetición</i>); del auténtico y primordial sentido de la existencia, la “buena vida” (<i>en inglés la pregunta es preciosa: «Are you living for good?»</i>); de la posibilidad de “ser uno mismo” (<i>Disponer o no disponer de una misma, esa es la cuestión</i>); de los días de la infancia, ese paraíso perdido; de los años sabáticos (como cierre a esta reseña os dejo un estimulante decálogo sobre esta “práctica” que Alonso incorpora a su texto); de la desposesión como horizonte deseable; de, en suma, la plena entrega a los escasos y sencillos placeres cotidianos como rebeldía frente a la inflexible dictadura de la productividad: <i>remolonear con tu pareja al despertarte (…) en el fondo está el gesto o un deseo: apagar la alarma y sentir sin prisa el tacto, el calor del otro, olvidar el tren que Sísifo pierde</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Y todo ello, la exposición de tan acuciantes asuntos, aparece trufado de referencias y citas históricas, literarias, ensayísticas: la demografía durante la Revolución industrial, influida por las duras condiciones laborales (<i>la clase obrera (…) no podía prácticamente reproducirse, porque cada persona trabajaba más de catorce horas diarias y la esperanza de vida era de unos cuarenta años</i>); las luchas obreras por la jornada de ocho horas y su reivindicación en 1866 por la Asociación Internacional de los Trabajadores; el alegato de Paul Lafargue, yerno de Marx, contra el trabajo en su transgresor <i>El derecho a la pereza (Es preciso que</i> [el proletariado] <i>retorne a sus instintos naturales; que proclame los “Derechos de la pereza”, un millón de veces más nobles y sagrados que los tísicos “Derechos del hombre”</i>); la también beligerante postura de Bertrand Russell en pro del a<i>bandono del yugo del trabajo en las sociedades industriales y</i> [de] <i>una defensa de la pereza</i>, pese a que, contradictorio, defendía igualmente que <i>la ociosidad es la madre de todos los vicios</i>; el rechazo al turismo de Luis Buñuel: <i>Nunca he viajado por placer. Esa afición por el turismo, tan difundida a mi alrededor, me es desconocida. No experimento ninguna curiosidad por los países que no conozco y que nunca conoceré. Por el contrario, me gusta volver a los sitios en los que he vivido y a los que me atan los recuerdos</i>; las <i>Recetas contra la prisa</i>, un texto de 1960 de Carmen Martín Gaite que incluye esta atinada y muy anticipadora observación: <i>Tiene uno prisa, la tiene siempre, metida en el organismo, donde se ha ido incubando como una enfermedad.</i> <i>[…]</i> <i>Tanto es así que al tiempo de pensar se le suele llamar perder el tiempo, porque el ser humano se ha hecho esclavo de la prisa y siente como inerte y sin consistencia todo lo que no lleva su marca angustiosa</i>; el conocido poema de Gil de Biedma (<i>En un viejo país ineficiente,/algo así como España entre dos guerras/civiles, en un pueblo junto al mar,/poseer una casa y poca hacienda /y memoria ninguna. No leer,/no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,/y vivir como un noble arruinado/entre las ruinas de mi inteligencia</i>); las atrevidas declaraciones de Bob Black en su muy radical libro <i>La abolición del trabajo</i>: <i>Nadie debería trabajar jamás (…) el trabajo es la fuente de casi toda la miseria existente en el mundo. Casi todos los males que se pueden nombrar proceden del trabajo o de vivir en un mundo diseñado en función de él. Para dejar de sufrir, hemos de dejar de trabajar.</i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg7aN7AAjPl5kscC2K1hl4U0J7xsWRJk3PescpZYE0kretUSgE3RhMmZpEnV6PK1IIoWggyPwEKtb9qkhDJr8jrWiqJqObrNCyPCXDPg3oFdfoBhLc6CbAzxoxUMxgEbPg06fDFa8-ueeX9KIWgVZhMavLlxuToICh-6AsNlXb8K6EHPIhAhYPJdETX03EN/s1024/Programa%20533.%20Yun%20Sun%20Limet.%20Sobre%20el%20sentido%20de%20la%20vida.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1024" data-original-width="640" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg7aN7AAjPl5kscC2K1hl4U0J7xsWRJk3PescpZYE0kretUSgE3RhMmZpEnV6PK1IIoWggyPwEKtb9qkhDJr8jrWiqJqObrNCyPCXDPg3oFdfoBhLc6CbAzxoxUMxgEbPg06fDFa8-ueeX9KIWgVZhMavLlxuToICh-6AsNlXb8K6EHPIhAhYPJdETX03EN/s320/Programa%20533.%20Yun%20Sun%20Limet.%20Sobre%20el%20sentido%20de%20la%20vida.jpg" /></a></div><i>
¿Por qué nos obligamos a esto? ¿Por qué el trabajo? ¿Por qué no se puede escapar de él?</i> Estas preguntas esenciales, que nuclean la propuesta de Azahara Alonso, aparecen transcritas, así, en su literalidad, de un libro de la escritora Yun Sun Limet. <i>Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particular</i> se publicó en Francia en 2014 y apareció en nuestro país en Errata Naturae, en el año 2016 en traducción de Sara Álvarez Pérez. Su mención en el texto de <i>Gozo</i> despertó mi interés, razón por la que, una vez leído, y confirmados sus muchos alicientes de una obra de difícil catalogación, me decido recomendarlo aquí como cierre -ya breve- a mi reseña de esta tarde. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Limet, nacida en Seúl en 1968, de nacionalidad belga y residente habitual en París, es una creadora multidisciplinar, podríamos decir. La nota biográfica que ofrece su editorial española nos habla de sus estudios de cinematografía, de su doctorado en la Universidad París VIII, de su actividad docente, de su trabajo en el mundo de la edición, de sus varias novelas, ensayos y artículos. Discípula y amiga del filósofo francés Jacques Derrida, el recuerdo de la última conversación con su maestro, ya mortalmente enfermo de cáncer y a pocos meses de su fallecimiento, acudirá a su mente cuando ella misma es diagnosticada de una enfermedad “denominada evolutiva” y por tanto de, también, funesto pronóstico. El tratamiento y la larga y tediosa estancia en el hospital que supone, la llevan a reflexionar en esas jornadas interminables y anhelantes sobre el sentido de su vida (<i>He pensado mucho en las grandes etapas de mi existencia durante estos últimos días</i>). La vida “extramuros” sigue (<i>Desde la ventana de mi habitación de hospital puedo ver los edificios de viviendas del barrio. Balcones repletos de flores, terrazas con mesitas. Por la noche, los apartamentos se iluminan. Se percibe el movimiento en su interior, hay siluetas que pasan. La vida está ahí. Bien cerca. Casi al alcance de la mano</i>) y, en su interior, ella se pregunta acerca de sus logros vitales (<i>sé que he perseguido un objetivo sin alcanzarlo en realidad del todo, pero ¿acaso alguna vez se alcanza? Ser libre</i>); indaga en ese deseo de libertad, de poder <i>vivir según elecciones que le dan sentido a esta vida</i>; analiza la contradicción flagrante que supone el que para conseguir satisfacer esa noble aspiración, para <i>poder ganarse la vida con un trabajo que responda a un deseo personal y esencial</i>, uno deba h<i>acer carrera, perderse, sacrificar su tiempo, su libertad, precisamente, olvidando quizá de paso los objetivos que se había marcado en la vida</i>; comprueba que p<i>asamos más tiempo de nuestra vida con personas que no nos importan nada, o bastante poco, que no hemos elegido, que el sistema nos impone, que con aquellos que amamos, gracias a los cuales nuestra vida tiene sentido. Pienso en esa jefa de prensa de una importante editorial que un día descubre que su hija anda. La niñera le revela que, de hecho, hace ya varios días. Se ha perdido los primeros pasos de su hija. Fue la niñera quien asistió a ese momento tan importante, tan feliz. Momento del que se ha visto privada a causa de su trabajo. Y el cabreo se hace incontrolable</i>. Y, entonces, las tres preguntas fundamentales, el eje central de su muy singular ensayo: <i>¿Por qué nos obligamos a esto? ¿Por qué el trabajo? ¿Por qué no se puede escapar de él? </i></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Porque <i>Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particular</i> es, en efecto, una suerte de ensayo, aunque muy particular. Limet transcribe, presentándolos bajo la rúbrica de “Cartas” -estaríamos también, pues, ante un texto epistolar-, los treinta y nueve correos electrónicos que, sin fechar, aunque incluyendo la dirección de sus destinatarios, escribe a tres amigos, Rose, Grégoire y Madeleine, dándoles cuenta de su situación personal y de los avances de su terapia, de sus especulaciones en torno al sentido del trabajo en nuestras sociedades y de las notas sueltas que lleva tomando desde hace tiempo sobre el valor del trabajo en la historia del hombre, desde la Antigüedad clásica -en la que sobresale el influjo y la obra de Séneca- pasando por la Edad Media y la Revolución industrial hasta llegar a nuestros días. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEirF7Q1O6wDR5HdZIOukS-7UdKnVUXWzsOGAq1PRr1Z88YCqZTDVy80VSg-64pF14RGS7eQapot7FM4q2-fM3ewYUQreF5cLXcj7LtsTdxZrjAEeWQ1vJnGEvqllTmqb4-2W9rL_czLIdVFdGgB_Nr24cI1lWtnGRZBc09mgKvj7KG4iLksCksAyEk6vusO/s1176/Programa%20533.%20Lucio%20Anneo%20S%C3%A9neca.%20Sobre%20la%20brevedad%20de%20la%20vida.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1176" data-original-width="768" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEirF7Q1O6wDR5HdZIOukS-7UdKnVUXWzsOGAq1PRr1Z88YCqZTDVy80VSg-64pF14RGS7eQapot7FM4q2-fM3ewYUQreF5cLXcj7LtsTdxZrjAEeWQ1vJnGEvqllTmqb4-2W9rL_czLIdVFdGgB_Nr24cI1lWtnGRZBc09mgKvj7KG4iLksCksAyEk6vusO/s320/Programa%20533.%20Lucio%20Anneo%20S%C3%A9neca.%20Sobre%20la%20brevedad%20de%20la%20vida.jpg" /></a></div>Así, el libro está atravesado por infinidad de “influjos”, digresiones y cavilaciones muy sugestivos sobre estos tres ejes, que, imbricándose entre sí, recogen menciones -en enumeración heteróclita- a la maldición divina con la que se castiga a Adán y Eva por su pecado original; a las series fotográficas de Lewis Hine a principios del siglo XX, centradas en el trabajo infantil; a las canciones de Jacques Brel (los metros “llenos de ahogados” en <i>Voir un ami pleurer</i>) y de Georges Brassens (“pobres miserables que cavan la tierra, cavan el tiempo”, en <i>Pauvre Martin</i>); a las actividades laborales en el Neolítico o Mesopotamia; a los cómics de Astérix y las anacrónicas huelgas de los obreros de las pirámides en la estancia en Egipto del personaje; a la siniestra ambigüedad de la expresión “Recursos Humanos”; al situacionismo de Guy Débord y su <i>ser libre solo</i>; a la necesidad de “vivir cada instante”; el contradictorio valor del ocio (<i>Mediante un curioso retorno del movimiento pendular, el otium contemporáneo se convierte en el trabajo manual antaño despreciado por los romanos. El ocio que ofrecen las tiendas de jardinería abiertas los domingos</i>); al valor de lo sagrado en nuestros tiempos descreídos, en los que, sin embargo, el trabajo se ha convertido en la religión dominante; al trabajo como redención en la época medieval, como modo de limpiar la “mancha” primigenia; al rechazo de la ociosidad y la entronización del “time is money” de Benjamin Franklin; al ansia por la productividad; a la casi siempre fugaz convivencia con las compañeras de habitación en el hospital; a la enfermedad y a la muerte; a la nostalgia por la salud perdida (<i>¿Volveré a brillar algún día? El tiempo pasa, envejecemos, sin duda es un dulce sueño</i>) y a los sueños de una felicidad recobrada; a los tejedores del siglo XIX; a las obras de Marx y Engels; a los vínculos -débiles pero necesarios- que nos proporciona el trabajo; a la alienación por el trabajo imperante tras el fin del Antiguo Régimen; a los beneficios y los inconvenientes que conllevan las máquinas; a la felicidad que deriva del vivir el instante eterno; a <i>De brevitate vitae </i>y <i>De otio</i>, la obras de Séneca -de las que se extractan diversos fragmentos- en la que reflexiona sobre el tiempo de la vida y la mejor manera de <i>utilizarlo con el mayor discernimiento</i> (<i>Cada uno deja que su vida se arruine y sufre el deseo del futuro, el disgusto del presente. Pero aquel que destina todo su tiempo al provecho personal, que organiza sus días como si cada uno fuese una vida entera, ni desea el mañana ni se amedrenta ante él</i>); a la ociosidad libremente escogida; al <i>tripalium</i>, el instrumento de tortura destinado a castigar a los esclavos en Roma, origen etimológico del vocablo “trabajo”; al tiempo perdido en ocupaciones impuestas, que aceptamos por inercia, por insulso servilismo (<i>tengo la sensación de estar rodeada por seres que me roban ese tiempo precioso que no recuperamos nunca</i>); al obligado <i>impasse</i> que lleva consigo la enfermedad y que desencadena la reflexión sobre el uso del tiempo en la irrefrenable y ciega cotidianidad, condicionada por el hecho de que haya que sufragar las necesidades y <i>pagar las letras de un piso, financiar las vacaciones, el ocio</i>; al trabajo como motor de nuestras sociedades; al agradecimiento a las enfermeras y a todas las personas que trabajan en los hospitales con humanidad y dulzura; al supuesto valor positivo del trabajo en las sociedades posmodernas, liberado, gracias a la tecnología, de toda su carga opresiva; a la literatura como proveedora de significado a la existencia y al fin último del trabajo del escritor: <i>mediante las palabras darle sentido a nuestras vidas</i>. La editorial contribuye a este heterogéneo elenco de atrayentes subtemas con el colofón con el que cierra la edición, al advertir que el libro se terminó de imprimir en mayo de 2016, <i>dos siglos después de aquella noche en que una marabunta de hombres, mujeres y niños quemara la fábrica de hilados de William Cartwright en Nottinghamshire, dando inicio a una revuelta que se extendió de inmediato por los condados de Derby, Lancashire y York, corazón de la Inglaterra del siglo XIX y centro de gravedad de la Revolución industrial, dejando como resultado seis fábricas calcinadas, miles de heridos en la represalia, quince luditas muertos y otros catorce ahorcados ante las murallas del castillo de York, así como el bello relato de una sublevación sin líderes, sin organización centralizada, sin libros capitales y con un único objetivo: discutir de igual a igual con los nuevos explotadores industriales</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, dos libros excelentes para acometer con entusiasmo esta nueva etapa que ahora se nos avecina, los dos meses -más o menos- de unas vacaciones escolares que, como siempre, se nos antojan como el territorio más propicio para la lectura. Desde <i>Todos los libros un libro</i> os deseamos que así sea, que descanséis y disfrutéis de las muchas recomendaciones literarias que han salido al aire este curso desde nuestro espacio.
Antes de la despedida, os dejo el decálogo del año sabático de Azahara Alonso y una canción, <i>Dans mon île</i> (En mi isla), un clásico de 1957, creado, e interpretado aquí, por Henry Salvador, el también legendario cantante y guitarrista, originario de la Guayana francesa, de cuya muerte se han cumplido este 2023 los quince años. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">¡¡Feliz verano a todos!! ¡¡Volveremos a estar con vosotros el próximo 6 de septiembre!! </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>¿QUÉ ES un año sabático? Ahora me hago una idea: </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>1. Debe durar doce meses o, al menos, un curso escolar. Si dura un poco menos o un poco más, es difícil contarlo. «Me he tomado un trimestre sabático» suena francamente extraño. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>2. Lo que se hace durante ese tiempo debe estar bajo el signo de la inutilidad. Se puede, por ejemplo, escribir, pero si se lleva a cabo un proyecto, ya no es tan sabático. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>3. No queda claro si su existencia es un planteamiento o una resolución: es difícil determinar si se sabe que un año es sabático antes o después de vivirlo. Casi imposible saberlo mientras se vive. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>4. En ese tiempo, el sujeto que lo disfrute deberá responder, casi semanalmente y a distintas personas, preguntas acerca de su economía. «Pero ¿y de qué vives, si puede saberse?» suele ser la habitual. La respuesta más efectiva es: «Del aire». </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>5. Sus principios activos funcionan mejor fuera de contexto, por eso va asociado a un cambio de residencia temporal. Sirve para esto la casa del pueblo o una habitación en otro país. Mucho mejor si a ese destino no se puede acceder por tierra. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>6. Se da en soledad o en unidades mínimas de relación (en pareja, por ejemplo). </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>7. Produce contrariedades: se piensa un poco más, desaparecen las excusas para no hacer lo que una no quiere hacer (a cambio, aprende a decir no), se familiariza con los horizontes de fin de fiesta y se vive así con la espada de Damocles como el péndulo que da la hora sobre la propia cabeza. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>8. Produce beneficios: se resuelven cosas pendientes (nunca laborales, véase punto 2), se ve con más claridad, la respiración termina por llegar al diafragma sin esfuerzo y lavar los platos no es un sacrificio tres veces repetido cada día, sino la oportunidad de aprender qué verdad física mueve las burbujas o quién y cuándo inventó el estropajo. Se aprende a pasear o, mejor dicho, se desaprende a andar con prisa. Se ven fotos antiguas como en la infancia y una se pregunta quién fue de verdad toda esa gente. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>9. No se vuelve igual a la vida de antes. Por supuesto, nadie es la misma persona dos días diferentes, pero tras esta experiencia la agenda es un ente más ajeno, viscoso, sin sentido. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>10. Un año sabático es lo contrario de un año entre rejas, lo opuesto a una condena. De este modo, la reinserción es esencialmente una pérdida de libertad</i>.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/F3vEfi4QAb0" width="520"></iframe></div>Videoconferencia <div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/YOt6eW2D1F4" width="520" youtube-src-id="YOt6eW2D1F4"></iframe></div><div>Azahara Alonso. Gozo</div><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="60" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/azahara-alonso.-gozo" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-4103548945744612218.post-45863535453701887772023-06-21T20:46:00.002+02:002023-06-21T20:46:54.396+02:00
<div><br /></div><b><div style="text-align: justify;"><b><span style="font-size: x-large;">GABRIELE TERGIT. <i>LOS EFFINGER</i>; SYBILLE BEDFORD. <i>EL LEGADO</i></span></b></div></b><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hola, buenas tardes. Bienvenidos a <i>Todos los libros un libro</i>, el programa de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca que, un miércoles más, os trae propuestas lectoras diversas elegidas siempre con un doble criterio, uno relativamente objetivo, el de su indudable calidad, al menos a ojos de quien os habla, y otro más subjetivo y personal, pues, en todos los casos -y ya sobrepasamos con creces los quinientos programas, con cerca de ochocientos libros comentados-, se presentan aquí obras que encajan en mis muy particulares filias como lector (no demasiado competente pero sí fiel, todo sea dicho). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En mi también doble recomendación de esta semana se dan ciertas coincidencias. Por un lado, el protagonismo recae en dos escritoras, fallecidas ambas, una, la alemana Gabriele Tergit, hace más de cuarenta años; la otra, Sybille Bedford, en 2006. Hay, igualmente, otro indudable vínculo entre los libros de las dos escritoras, su carácter de sagas familiares, expreso y muy concentrado en la monumental <i>Los Effinger</i>, de Gabriele Tergit, y más diluido -por razones que luego comentaré- en <i>El legado</i>, de la también germana aunque nacionalizada británica Sybille Bedford. Además, las dos novelas son abierta y claramente autobiográficas, añadiendo un nuevo elemento en común a mi dual sugerencia de esta tarde. Su origen judío, su oposición al totalitarismo hitleriano, su huida de Alemania en los años 30 a causa de la amenaza nazi, son otros aspectos coincidentes en sus trayectorias vitales, que afloran también en sus novelas. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Mi primera propuesta quizá exigiría un análisis algo más detallado del que por diversas razones hoy puedo permitirme (aunque solo fuera por su extensión: novecientas bien apretadas páginas). <i>Los Effinger</i>, de Gabriele Tergit, es, como digo, una saga familiar. Publicada en España hace un año, más o menos, por Libros del Asteroide, con la traducción de Carlos Fortea (al que se le escapa -y al corrector de la editorial- un fallito sangrante en la página 477, <i>preveerse</i>), la novela es la obra mayor de su autora, que la dio a la luz en 1951, pasando entonces desapercibida, incluso en su país, en donde se recuperó en 2019, y logrando en ese tardío redescubrimiento un excepcional éxito de ventas, que posibilitó el que ahora se haya dado a conocer a muchas otras lenguas.</div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Gabriele Tergit, nacida en Berlín en 1894 y fallecida en Londres hace cuatro décadas, en 1982, fue un personaje muy interesante, injustamente olvidado. Periodista y escritora muy reconocida durante la República de Weimar, judía y de clase alta, elementos esenciales en su novela, estudió Historia y Sociología en varias universidades alemanas, doctorándose en Filosofía. Su trayectoria profesional se asoció siempre al compromiso en contra de las injusticias y del fascismo que, primero larvado y luego ostensible, se adueñó en esos años de la sociedad alemana. A partir de 1933, y ante las muy patentes amenazas nazis, huyó a Praga, primero, y Tel Aviv, después, para acabar recalando en Londres, ciudad presente también en <i>Los Effinger</i>, en donde continuó con su labor literaria y su tarea de denuncia y combate frente a los totalitarismos. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjcWZVTn8ajGIEoRtZiMnYOjwvwqptwP1-xq-Ozx82jWu7vUzJInEWQifWLAi8DzsvVxWQYE8shqaOrHrN6T2EP9TA4yby1SvDM1a42VOdHpN9Bo-uE-LgSBWJKbr4oCISMbTQTmtFbfIFO-rQpF0QRG4U_EBRLotb5PwzjFdn8dRB-hk9D8etMi5hFDQ/s637/Programa%20532.%20Gabriele%20Tergit.%20K%C3%A4sebier%20conquista%20Berl%C3%ADn.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="637" data-original-width="460" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjcWZVTn8ajGIEoRtZiMnYOjwvwqptwP1-xq-Ozx82jWu7vUzJInEWQifWLAi8DzsvVxWQYE8shqaOrHrN6T2EP9TA4yby1SvDM1a42VOdHpN9Bo-uE-LgSBWJKbr4oCISMbTQTmtFbfIFO-rQpF0QRG4U_EBRLotb5PwzjFdn8dRB-hk9D8etMi5hFDQ/s320/Programa%20532.%20Gabriele%20Tergit.%20K%C3%A4sebier%20conquista%20Berl%C3%ADn.jpg" /></a></div>Quiero, antes de hablaros de su obra emblemática, hacer una breve mención a otra novela, previa a la que traigo esta tarde. <i>Käsebier conquista Berlín</i>, que en España publicó la editorial Minúscula, en traducción de Cristina García Ohrlich, es también magnífica. Un artículo de prensa que informa, casi por azar, ante la necesidad de rellenar un hueco en una edición tardía de un periódico, de la actuación de un cantante anodino, el Käsebier del título, da pie a una vertiginosa sucesión de episodios, narrados mediante chispeantes diálogos, en los que las fuerzas vivas del Berlín de 1929, empresarios, constructores, financieros, arquitectos, promotores inmobiliarios, periodistas, aristócratas, miembros de la alta sociedad, artistas y literatos, músicos y directores de cine, políticos, banqueros, abogados y arribistas varios, también los ciudadanos de a pie hacen crecer la carrera del confundido individuo y lo encumbran y lanzan al estrellato con la pretensión de aprovecharse del fenómeno que han creado y enriquecerse sin disimulo. La acción va adentrando así al lector una vorágine de negocios oscuros, corruptelas, chantajes, sobornos, intrigas, maquinaciones, fraudes, cohechos y especulaciones, en la que cada uno de los personajes, guiados por un febril afán de lucro, pretende aprovecharse de los demás mediante la venta dolosa de todo tipo de “productos Käsebier”: muñecas, cigarros, libros, discos, ropa, zapatos, pisos y hasta un teatro. Todo ello en una época de convulsiones económicas (singularmente el <i>crack</i> del 29) y políticas (la peligrosa incubación del “huevo de la serpiente”, el despiadado totalitarismo nazi), la de los años veinte y treinta del siglo pasado, entre las dos guerras mundiales, que constituyen el telón de fondo de un relato que opera así como un formidable fresco de un tiempo crucial en la historia de Alemania y de Europa entera. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Muchos de estos elementos -sin los rasgos de comedia ligera y “vodevilesca” que caracterizan la patética peripecia de Käsebier (que, pese a dar nombre el libro es sólo un protagonista tangencial en él, con contadas y muy sucintas apariciones en su trama)- comparecen también en la novela que hoy os presento, cuyo subtítulo, <i>Una saga berlinesa</i>, es suficientemente explícito acerca de cuál es el contenido que va a encontrarse el lector que se adentre en sus páginas. Tergit nos narra las existencias de dos familias, los Goldschmidt y los Effinger -muy pronto vinculadas por varios matrimonios entre sus miembros- entre 1878 y 1948, y, en paralelo al relato de sus vicisitudes personales y familiares, como escenario de sus vidas -que es mucho más que ello, adquiriendo carácter de eje central del libro-, la evolución de la sociedad alemana en esos setenta años, por los que discurren los grandes acontecimientos no solo del entonces convulso país germano sino también los de Europa y el mundo entero. A través de 151 capítulos muy breves, que funcionan como instantáneas de algunos momentos o episodios significativos de las vidas de sus protagonistas -fuertemente imbricados en el acontecer de la vida “externa”-, conoceremos el desarrollo industrial propiciado por los avances tecnológicos, las sucesivas crisis financieras, los cambios socioeconómicos, el desastre de la Gran Guerra, la ruina y las quiebras, la especulación y el fraude, la venalidad y la corrupción del período de entreguerras, el germen del nazismo con el tímido señalamiento y la incipiente persecución de los judíos, y, por encima de todo, los avances, el florecimiento -demasiado luminoso el término para la oscura realidad que describe-, el auge y el apogeo del delirio nacionalsocialista, que acabaría por fraguar en la Segunda Guerra Mundial, los campos de concentración y de exterminio y el Holocausto. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">El carácter fragmentario del texto, esas someras estampas en las que el talento de Tergit divide su novela; el uso de ciertos elementos técnicos, como el recurso a las repeticiones, <i>leitmotivs</i> que se repiten en más de un capítulo (a modo de ejemplos paradigmáticos, “un día detenido en el tiempo”, que aparece, en distintas versiones, con cambios ligeros, en los capítulos 25, 68, 131 y en el Epílogo (<i>¡Qué día de primavera aquel sábado de marzo del año 1913! ¡Qué dulzura a las nueve de la mañana!</i>), o “en las cuencas de Inglaterra”, que aflora en los capítulos 13, 18, 70, 91, 133 y 145, entre otros (<i>En las cuencas de Inglaterra se acumulaba el carbón. En las siderurgias se acumulaban las barras. En América se hacía la cosecha. Como siempre, los granjeros de Canadá segaban el trigo. Como siempre, los negros cosechaban el algodón, con el pañuelo en la cabeza</i>); el juego de las innumerables voces y las variadas perspectivas desde la que se cuenta la historia, un relato coral con hilos que se abren siguiendo a infinidad de personajes, que brotan de los dos frondosos árboles genealógicos; la agilidad de la narración, vivaz y amena; la bien medida utilización de las elipsis, que dosifican la información que se aporta en cada episodio y permiten avanzar en el tiempo de un modo muy vivo, convierten la lectura de <i>Los Effinger</i> en un ejercicio adictivo, en una experiencia lectora apasionante y magnética. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No cabe siquiera un somero resumen de una obra tan voluminosa. Baste con decir que en la segunda mitad del siglo XIX, dos hermanos, Karl y Paul Effinger, hijos de un modesto relojero judío de Baviera, llegan a Berlín para abrirse camino en la vida. Su inteligencia y su esfuerzo, su denodada voluntad, los harán prosperar y conseguir una posición industrial relevante en el prometedor negocio de la fabricación de automóviles, creando la empresa Automóviles Effinger. Sus respectivas bodas con las hermanas Klara y Annette Oppner, herederas de los Goldschmidt, una importante familia de banqueros berlineses, acrecentarán su fortuna, les proporcionarán una más que desahogada situación económica e incrementarán su posición en la sociedad. El libro atraviesa cuatro generaciones de las vidas de estas dos familias -a la postre solo una, al entremezclarse sus sangres- en este doble plano, ya señalado: la esfera íntima, personal, familiar, de sus miembros, con un destacado protagonismo de las mujeres; y el escenario social, convulso y conflictivo, tristemente trágico de aquellas décadas decisivas en la construcción de nuestro mundo actual. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhBB-XMdR_bQGla9YiB6Ny5nOgB4V5W0gVElJ9zrxgcXQDOZxUuCl6g15SRRhMYljcJEqmw4ky6X7Bjln1aklg1EdvjiD725nIyQtZcCFaHaTt-QZOsNS0zC9YCEAzFvlzfzGbkYwXdHLo8AHay9ab69rGZAbp0PQLHxmKR4s7gr0_FCvODF0qms-PioQ/s1200/Programa%20532.%20Gabriele%20Tergit.%20Los%20Effinger.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="1200" data-original-width="782" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhBB-XMdR_bQGla9YiB6Ny5nOgB4V5W0gVElJ9zrxgcXQDOZxUuCl6g15SRRhMYljcJEqmw4ky6X7Bjln1aklg1EdvjiD725nIyQtZcCFaHaTt-QZOsNS0zC9YCEAzFvlzfzGbkYwXdHLo8AHay9ab69rGZAbp0PQLHxmKR4s7gr0_FCvODF0qms-PioQ/s320/Programa%20532.%20Gabriele%20Tergit.%20Los%20Effinger.jpg" /></a></div>A lo largo de ese recorrido, Tergit nos muestra una ambiciosa panorámica de la sociedad de aquel tiempo, en el que comparecen, con una minuciosa recreación de los detalles, la vida cotidiana de las gentes -ropas, bailes, mobiliario, costumbres, comportamientos domésticos, ceremonias religiosas y civiles, comidas familiares, tradiciones, bodas, restaurantes y cafés, estrenos teatrales-; las pasiones y emociones más universales -el amor, los celos, la dignidad, las ambiciones, los sueños, la hipocresía, los enfrentamientos entre parientes, las enemistades, los engaños, las aspiraciones, los deseos, las desilusiones y los miedos, la alegría y la desesperanza-; y también, como se ha dicho, las coordenadas de la realidad “externa”: las reivindicaciones femeninas y su creciente presencia en la sociedad; las transformaciones sociales (<i>eso era Berlín. También para él habría trabajo, posibilidades, máquinas, carbón, vapor y motores</i>); el papel de los intelectuales (hay referencias a escritores y dramaturgos, Arthur Schnitzler, Ibsen) y la efervescencia cultural berlinesa; los avances del progreso (<i>La gente, pensó, se considera tan espantosamente inteligente que ya no cree en Dios. Todos están borrachos de fe en el progreso y en unos tiempos cada vez mejores</i>) y la añoranza del sosiego perdido en aras del acelerado signo de los tiempos (<i>la gran Babel, Lilith, creadora y destructora al mismo tiempo: la máquina de vapor, la locomotora</i>); las convulsiones políticas; las luchas obreras; la precariedad y la miseria de gran parte de la población (<i>calles desoladas, llenas de vendedores ambulantes, abarrotadas de trajes gastados que colgaban de las ventanas de las plantas bajas y había que pagar por meses, barrios pobres en los que no había ni árboles ni setos. Delante de las puertas había mujeres que ya no parecían mujeres; llevaban sucios delantales azules o tenían panzas demasiado gruesas o demasiado flacas, y todas eran viejas</i>); las amenazas del comunismo y sus dictatoriales y uniformizadoras miserias; el debate sobre el sionismo y la cuestión sobre la identidad judía; las raíces y el caldo de cultivo del antisemitismo; el conflicto entre la razón y la ciencia, cuyos notables logros empiezan a evidenciarse de un modo general (<i>Reinaba la atmósfera indefinible de una gran esperanza intelectual</i>), frente a la progresiva instauración de la brutalidad y la sinrazón, ejemplificada de modo salvaje en la locura nazi. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Hay, ya para terminar, varios temas, además de los mencionados, que cruzan el libro entero, ejes centrales de la ambiciosa propuesta literaria de su autora: las trayectorias, contadas en paralelo, aunque claramente divergentes, de “los dos mundos”, ricos y pobres, industriales adinerados y sufrientes proletarios; el permanente conflicto entre el Bien y el Mal, entre los principios éticos y el egoísmo y el ansia de poder; el secular enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo (<i>lo nuevo siempre era hostil</i>); la ilusión por el futuro (<i>Caminamos hacia un siglo luminoso</i>) y, por el contrario, la cruel y decepcionante realidad; el progresivo entontecimiento de las gentes, seducidas por los cantos de sirena de los embaucadores (<i>una voz bien modulada podía convencer a la gente de lo que quisiera</i>), arrastradas por la agitación estupefaciente de las banderas, las canciones, los símbolos (<i>Con una bandera se guía a la gente hacia los genocidios, hacia las piras, hacia las cacerías de brujas, quizá incluso, además de todo eso, a la Tierra Prometida)</i>, enardecidas por las grandes palabras vacuas: la grandeza de la patria, el castigo del malvado enemigo; las duras condiciones de vida del proletariado; las controversias que genera el maquinismo, la explotación en las fábricas y la apropiación de la “plusvalía” por los empresarios inmisericordes; las emancipadoras teorías del socialismo; el latente conflicto de la raza, presente en la cuestión judía; los terribles males que provocan las guerras; la lamentable situación de los refugiados; la hiriente paradoja que supone el hecho de que los judíos perseguidos y aniquilados constituyeran las fuerzas más vivificantes y generadoras de riqueza de Alemania, individuos emprendedores que eran, sobre todo, <i>ardientes patriotas alemanes que habían combatido en la guerra del 1870 o de 1914, o financiado campañas de Bismarck. Su gran tragedia fue ser excluidos y arrancados de lo único que conocieron y amaron, su país, su cultura</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">No hay, en cambio, en <i>El legado</i>, el libro de Sybille Bedford que cierra mi propuesta de esta tarde, este tono comprometido y militante de <i>Los Effinger</i>, pues siendo sus autoras contemporáneas -aunque quince años mayor Tergit (1894-1962) que Bedford (1911-2006)- tienen orígenes sociales y trayectorias vitales bastante disímiles. <i>El legado</i> es la primera de las cuatro novelas de inspiración autobiográfica de su autora, a las que he accedido por uno de estos gozosos azares que nos depara internet. Hace tres meses, con ocasión de mi reseña de los libros de Tove Ditlevsen, Cristina, una de las habituales seguidoras del canal del programa en YouTube, me recomendó, en un comentario al espacio, un par de novelas que, dado mi carácter, que me “obliga” a intentar no dejar escapar nada que pueda resultar valioso, compré inmediatamente. <i>El legado</i> era la primera de ellas, que pude leer entonces y que ahora traigo al espacio. Ese mismo afán “totalizador” (una suerte de neurótico “FOMO”, f<i>ear of missing out</i>, miedo a estar perdiéndome algo), me llevó a comprar los otros tres libros de la serie (en una búsqueda complicada, pues las ediciones españolas son de hace diecisiete, la más reciente, y treinta y cinco años, la más vetusta), de cuya segunda entrega estoy disfrutando estos días. Y pese a que aún no los he leído todos, me atrevo a sugeríroslos también pues, por ahora, me están interesando mucho. Os dejo un breve apunte sobre la errática trayectoria editorial de todos ellos y os avanzo unas breves y entusiastas palabras sobre <i>El legado</i>. Esta novela, la primera del ciclo, es de 1956, aunque solo ha aparecido en España en 2016, presentada por Gatopardo y con traducción del inglés de Isabel Margelí, que incurre en algún “catalanismo”, como, por ejemplo, en “Y si crees que estoy de más, no vengo” (por “no voy”). <i>Favorita de los dioses,</i> segunda de la serie, se publicó en 1963, y llegó a nuestro país en 1988, en el seno de la editorial Edhasa, traducida por Antoni Pascual. Un año después, Edhasa dio a la luz también, y con el mismo traductor, <i>Un error de orientación</i>, la tercera. Por fin, la que cierra el ciclo, Fragmentos de vida. <i>Una educación nada sentimental</i>, de 1989, fue presentada aquí por la editorial Salamandra, traducida por Libertad Aguilera Ballester, en 2006. Como puede colegirse de este disparatado baile de fechas, editoriales y traductores, no estamos ante el contexto más propicio para poder apreciar la obra completa como debiera, aunque debo aclarar aquí que el concepto de “serie” aplicado al conjunto de las cuatro novelas no alude a una unidad en cuanto a los personajes que las protagonizan o la cronología de sus tramas, sino al reflejo en sus escenarios y sus tramas de la biografía real de la autora, muy evidente en las cuatro, en particular, al parecer, en <i>Una educación nada sentimental</i>. Pueden, por tanto, leerse de manera independiente (empero, <i>Favorita de los diose</i>s y <i>Un error de orientación</i> sí que están unidas por un vínculo argumental, con sus dos figuras esenciales, Constanza y su hija Flavia, trasuntos obvios de Sybille y su propia madre, ocupando el centro de ambos libros). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj8Bxsg_w3jdQMkl2VoQIfmKB0rkcuhvwiD3fA-VfgJzBKRXa2nX2dWmiJfmpysw5Le5S_dyZkwDBUZEnrSOAvMDTnVnOlPzeHhu20UeTUXwyjFilz3mnfVNsblrVuOZulcVoHKGsCdFnk7gsdo3QmxJzwUtJx70PN3SB7QBkmZ--vykKRAFLX8FSuH4w/s876/Programa%20532.%20Gabriele%20Tergit.%20El%20legado.jpg" style="display: block; padding: 1em 0px; text-align: center;"><img alt="" border="0" data-original-height="876" data-original-width="552" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj8Bxsg_w3jdQMkl2VoQIfmKB0rkcuhvwiD3fA-VfgJzBKRXa2nX2dWmiJfmpysw5Le5S_dyZkwDBUZEnrSOAvMDTnVnOlPzeHhu20UeTUXwyjFilz3mnfVNsblrVuOZulcVoHKGsCdFnk7gsdo3QmxJzwUtJx70PN3SB7QBkmZ--vykKRAFLX8FSuH4w/s320/Programa%20532.%20Gabriele%20Tergit.%20El%20legado.jpg" /></a></div>
Vayamos, pues, con <i>El legado</i>, no sin antes presentaros someramente a su autora. Sybille Bedford tuvo una vida agitada, brillante, intensa, cosmopolita, repleta de viajes, peripecias y experiencias. Nacida en 1911 como Sybille Aleid Elsa von Schoenebeck, en Charlottenburg, un barrio de Berlín, sus padres -con gran parecido con los de la narradora de su novela- fueron Maximilian von Schoenbeck, un aristócrata alemán, un barón católico, y Elisabeth -Lisa- Bernhardt, también alemana, hija de un rico hombre de negocios, judía y treinta años menor que su marido. Cuando el matrimonio se separó, siendo una niña -Lisa había abandonado a la familia, persiguiendo amantes en el extranjero-, Sybille quedó a cargo de su padre, que tras la Primera Guerra Mundial había perdido su fortuna y que descuidó la educación de la pequeña (al parecer, ésta no aprendió a escribir hasta que tenía unos ocho años, desarrollando más tarde una escritura que incluso ella encontraba difícil de leer). Tras la prematura muerte de su progenitor, su madre la reclamó desde Italia, instalándose con ella, primero en el país transalpino y luego en Sanary-sur-Mer, en la Costa azul francesa. Lisa era una mujer independiente, inestable, adicta a la morfina, conocida en la Riviera gala como Madame Morphesani (en una recensión en The Guardian sobre la biografía de Bedford, a cargo de Selina Hastings, he podido leer que a menudo la chica debía “detener el coche” para ayudar a su madre a inyectarse la droga, lo cual influiría en su posterior agitada vida sentimental: <i>When one of your jobs in adolescence has been to stop the car suddenly to help mummy shoot up with morphine then it stands to reason that your idea of romance is not a quiet night in</i>), pero su vida mundana le permitió a Sybille codearse con un grupo de hombres y mujeres cultos, educados, inteligentes y sensibles de todo el mundo, sobre todo centroeuropeos, alternando viajes y estancias en Gran Bretaña e Italia. Se hizo amiga de Thomas Mann y de su esposa, Katia, de Stefan Zweig, de Aldous Huxley y de su mujer, Maria, siendo Huxley, del que Bedford escribiría una biografía, el que la introduciría en el mundo literario. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Alejada de su país de origen en 1933, a partir del ascenso del nazismo, pues su judaísmo por línea materna provocó que el Reich congelara sus cuentas bancarias y la obligara a abandonar su patria (<i>no regresé hasta la década de 1960,</i> escribe en el prólogo a <i>El legado</i>), en 1934, y necesitada de un pasaporte para poder desplazarse libremente por un mundo en el que planeaba la sombra del conflicto bélico, buscó un matrimonio por conveniencia. Sin fondos en ese momento, nadie acudió a su oferta de 50 libras por el trámite, teniendo que casarse, al fin, pagando 100, con un irrelevante Walter Bedford, ex novio del mayordomo de algún conocido. A partir de ahí, su nuevo apellido la acompañaría de por vida, no así su marido, “desaparecido” tras el simulacro burocrático; ni ningún otro posterior, pues Sybille era una mujer lesbiana (curiosamente, antifeminista y poco proclive a la militancia en causa alguna; al parecer, en alguna ocasión respondió con una negativa a una propuesta de colaboración que le había hecho la “Sociedad Gay de Oxford”) que encadenaba parejas y amantes sin recato, en una sucesión de romances plagados de celos, disputas y venganzas. En el prólogo al libro que ahora presento menciona a “amigas” y compañeras de viajes como Esther Murphy Arthur, Evelyn Gendel, a quien está dedicada El legado y que abandonaría a su marido para vivir su relación con Sybille; también aparecen -aunque no siempre con un vínculo sentimental o sexual con ellas declarado o conocido- Martha Gellhorn, casada con Hemingway, Laura Archera, segunda mujer de Huxley, Allanah Harper, que financiaría su primera novela. Algo más tarde llegaría Eda Lord, a quien conoció en 1955 y que seguiría con ella hasta su muerte -la de Lord- en 1976. Bedford había viajado años antes a California, en donde empezó una nueva carrera de periodista y reportera judicial (su primera novela, tardía, no apareció hasta bien mediados los años cincuenta), falleciendo en Londres, en 2006, a la edad de 94 años. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La historia de la redacción y aparición de <i>El legado</i> es curiosa, por momentos divertida y encaja perfectamente en esa atmósfera de sofisticación y cosmopolitismo que envolvió la vida de su autora. <i>Empecé a escribir esta novela como un deber sagrado durante un caluroso agosto romano, en 1952</i>, confiesa en su introducción a la novela. Recuperándose de la desidia, la desesperación y las dudas que suscitaba cada nuevo rechazo editorial a sus intentos de publicación, confortablemente instalada con Evelyn Gendel en un ático del centro de la capital italiana, en la que viviría siete años, estimulada por el poderoso influjo de la obra de Ivy Compton-Burnett (<i>Mientras cuidaba de mi jardín (que había erigido con mis manos en el erial de un terrado, a base de baldosas, cuerdas y macetas de terracota y sacos de tierra y estiércol de cabra) o contemplaba la puesta de sol, observando cómo de improviso el cielo se llenaba de vencejos, con la primera copa de vino tinto, frío, de la Toscana en la mano, o paseando de noche y cruzando, sola, </i>piazzette<i> y calles de Roma, entusiasmada con la belleza y la gloria, revoloteaban en mi mente </i>Hermanos y hermanas<i>, </i>Hijas e hijos <i>y mordaces diálogos burnettianos; pero de pronto cesaron. Ahora iba por libre</i>), Sybille encuentra, por fin, “su voz” y encara firmemente la redacción de su novela. La descripción del “clima” en que se gestó el libro no puede ser más estimulante -y envidiable-, aparte de aportar luz sobre el “universo Bedford”, que tan presente está en sus novelas. No me resisto a transcribir un largo pero significativo fragmento del prólogo citado: </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Por la mañana trabajaba en una habitación con los postigos cerrados, acarreando palabras de aquí para allá como piedras para un tramo de camino. Teníamos un piso alto en una de las callejuelas entre Piazza di Spagna y Piazza del Popolo: al abrir los postigos veías la fachada de color ocre de la Villa Medici y los árboles oscuros de los lejanos jardines Pincianos. En las tardes de verano nos encerrábamos a leer; en invierno, a la luz sesgada del sol, me ocupaba de nuestro terrado florecido. En la época de calor —de mediados de abril a noviembre, con suerte—, si no cenábamos con amigos en la calle, comíamos y bebíamos allá arriba, bajo las hojas y el cielo, con platos, cubiertos y vasos que subíamos en cestos hasta lo alto de la escalerilla; más tarde nos quedábamos en la perfumada oscuridad, escuchando música y soñando hasta bien entrada la noche… Si miro atrás, fue una época estupenda. Pero de todos ellos, el recuerdo más vívido en mi memoria son los paseos: horas y horas deambulando, paseando y contemplando bajo el resplandor del mediodía y en las espectaculares noches, Via Sistina, Quattro Fontane, Piazza Navona, Campo di Fiore, Foro Traiano, Tempio di Vesta, Campidoglio, Botteghe Oscure…, exaltada, fundiéndome con el color, el esplendor, la grandiosidad y el tumulto, con el majestuoso batiburrillo de Roma. Durante años viví poseída. </i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div><div style="text-align: justify;"><i>Eso y el trabajo de excavación que era mi libro iban a la par con una vida doméstica agradable, tranquila y afectuosa. Una amiga, Evelyn (Evelyn Gendel), que durante mi reclusión se dedicaba a sus propias investigaciones, mantenía alejados a los intrusos, iba al mercado, hacía de pinche de mi cocina, y, como la monarquía británica, estaba siempre dispuesta a animar, alertar y aconsejar. Era una neoyorquina que, más adelante, se convirtió en una prestigiosa y admirada editora literaria. Por entonces era joven y entusiasta, y estaba ansiosa por conocer la exótica Europa, que intentaba ver con ojos proustianos; pero, sobre todo, era un ser humano admirable, colmado de bondad, buena voluntad y gentilezza.</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Pero no solo el encanto romano fue el causante de la pulsión escritora de Bedford, sino que los estímulos procedían de otras fuentes, igualmente excitantes: <i>No escribí la totalidad de</i> El legado <i>inmersa en la euforia romana, ni mucho menos, pues, como todos los años, pasé una temporada con mi otro gran amor, Francia. En vacaciones, con Esther Murphy Arthur, otra amiga americana, asombrosa encarnación jeffersoniana, fuente de oratoria y erudición, cuyas excentricidades encubrían una naturaleza frágil y tierna</i>. ¡En estas acogedoras y vivificantes circunstancias -permitidme el inciso- hasta yo podría escribir una novela! </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En cualquier caso, una vez terminado el libro, las influyentes amistades de Sybille, en concreto Martha Gellhorn, lo ofrecieron a diversos agentes literarios en Inglaterra y Estados Unidos. Tras diversas negativas y rechazos, un año después de la finalización de la escritura y con Bedford instalada en Londres, en marzo de 1956, <i>El legado</i> se publicó resultando un fiasco casi absoluto y cosechando una crítica negativa tras otra. Por un afortunado azar, el libro llegó a manos de Nancy Mitford -cuyas novelas presenté en <i>Todos los libros un libro </i>en febrero de 2012- que se lo envió al escritor Evelyn Waugh con el perentorio mandato de su lectura. Waugh, conocido entre nosotros sobre todo por ser el autor de <i>Retorno a Brideshead</i>, cuya traslación televisiva en los primeros ochenta supuso un éxito mundial, escribió una elogiosa reseña en que supuso el despegue definitivo de la carrera de Sybille Bedford que, como cierre a su preámbulo a <i>El legado</i>, aporta una divertida anécdota sobre la recepción del libro por Waugh. Desconocedor el británico de quién podría estar bajo lo que a todas luces, y a su juicio, era un seudónimo, al parecer aventuró: <i>Un militar cosmopolita, sin duda, con conocimientos acerca del gobierno parlamentario y del periodismo popular, a quien desagradan los prusianos y agradan los judíos, y convencido de que todo el mundo habla francés en casa</i>. Y Bedford apostillará, <i>pues sí, me identificaba felizmente con ello (salvo por lo de militar)</i>. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">La narradora de la intrincada historia de pasiones, matrimonios, traiciones y escándalos que se nos cuenta en <i>El legado</i> es una niña, hija de Julius Felden y su segunda esposa, la encantadora e inquieta Caroline. Con una voz poco “intervencionista”, que permanece siempre en segundo plano, llegando a menudo, incluso, a desaparecer, y con una mirada retrospectiva, la pequeña -que es claramente la propia Sybille, aunque los referentes que identifican a los protagonistas, sus nombres y apellidos, aparecen disimulados y no coinciden con los reales (<i>¿cuánto de ese material es autobiográfico? ¿Cuánto ocurrió de verdad? En cierto modo una buena parte lo es, tanto por lo que respecta al ámbito privado como al público. En todo caso, ese legado no es mi historia, puesto que la mayor parte ocurrió antes de que yo naciera. La primera persona del singular, que empleé tal vez torpemente, se desvanece cual «gato de Cheshire» muy pronto</i>, afirma en el prólogo, que, aviso al lector, hay que leer tras la finalización de la novela)-, cuenta libremente los recuerdos de su infancia y adolescencia, presentando las vidas de multitud de personajes para, a través de ellos, retratar una etapa agitada y apasionante de la Europa central de entre dos siglos, el XIX y el XX (la historia transcurre entre 1870 y 1914), décadas decisivas para que germinaran en ellas las semillas de los intensos episodios que vivió el viejo continente -y el mundo entero- en los años que siguieron (escribe Bedford, de nuevo en esas ya mencionadas páginas preliminares, dando, de paso, explicación del porqué del título de su novela: <i>¿Sirvió de base para la enorme monstruosidad que vino después? ¿Nos dejaron algún legado los acontecimientos privados que aquí esbozo? Escribir sobre ellos me hizo pensar que sí lo dejaron; de ahí el título</i>). </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>El legado</i> se centra en dos familias -aunque hay una tercera, con un peso algo menor- que acabarán unidas, algo a regañadientes, por el matrimonio de sus hijos, los judíos Merz y los católicos von Felden. Melanie Merz era la primera esposa del padre de la niña, muerta muy joven. Su familia, que, de inicio, se había mostrado reticente a aceptar la boda de la chica con Julius von Felden a causa de las creencias religiosas de éste, acabó por acogerlo entre ellos, hasta el punto de que, fallecida Melanie, seguirán aceptándolo como “hijo de la casa”, pasándole una asignación anual incluso cuando, diez años después, Julius contraería un nuevo matrimonio con Caroline, madre de la narradora. Los Merz <i>pertenecían, por nacimiento, a la alta burguesía judía de Berlín, los Oppenheim, los Mendelssohn y los Simon, a la aproximadamente docena de familias cuyo dinero aún procedía de la banca y los negocios pero que también ejercían el mecenazgo y cultivaban las artes y las ciencias, y cuyas mansiones, con sus fiestas musicales y sus cuadros, constituyeron verdaderos oasis en la capital prusiana durante los últimos ciento veinte años</i>. Pese a que se trataba de descendientes directos de Henrietta Merz, amiga de Goethe, una mujer cultivada, capaz de hablar inglés, alemán, francés, español, latín, griego y hebreo, y de leer el sueco, que mantenía un salón en el que cultivaba un círculo amplio de amistades y muchos amantes, los abuelos Merz con los que la niña se relacionó en la inmensa residencia de la Voss Strasse, suegros de su padre, no habían heredado aquellas inquietudes, gustos o ideas de su antepasada. Como cuenta la narradora: <i>Si algunos miembros del círculo social al que podrían haber pertenecido cenaban al son de la música de Schubert y Haydn, hacían donaciones para la investigación, añadían paisajes de Corot a sus Boucher y Delacroix y, algunos, adquirían su primer Picasso, los Merz colocaban más timbres y tapicerías más mullidas. En Voss Strasse no se oía música fuera del salón de baile o del cuarto de los niños. No viajaban nunca. Nunca salían al campo. Nunca iban a ninguna parte, salvo para tomar las aguas, y, en tal caso, viajaban en vagón privado y se llevaban sus propias sábanas.</i> […] <i>No leían nunca. Había una sala para fumadores y una sala de billar que nadie utilizaba, pero no una biblioteca, ni siquiera testimonial, y no recuerdo haber visto ningún libro en esa casa.</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Los Felden, en cambio, eran <i>una antigua familia terrateniente que gozaba de una posición desahogada, sin llegar a ser rica ni a poseer una especial distinción</i>. En su linaje se mezclan participantes -obligados- en alguna cruzada, caballeros rurales cultivados, diplomáticos sin excesivo fuste, profesionales de las armas, miembros -escasos, pese a su catolicismo, y de muy baja relevancia- de la Iglesia e, incluso, como el propio Julius, que heredó el título de barón de su padre, aristócratas sin demasiado brillo. Gentes, en fin, sin especial distinción ni demasiado patrimonio, que viven en su desahogado encierro en el campo, bastante al margen de la vida social. Julius von Felden es un buen ejemplo de estos rasgos de independencia y aislamiento público (<i>Habría preferido la soledad o, más bien, una intimidad circunscrita a la compañía de animales y objetos de arte</i>), un dandy coleccionista de arte que vive sin trabajar en el sur de Francia e insiste en viajar con sus tres simios. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Junto a ellos, y de un modo algo tangencial, aparecen los Bernin -Clara Bernin es la esposa de Gustavus, hermano de Julius-, cuyo padre, el conde Bernin Sigmundshofen, es el patriarca de una de las grandes familias, también católica, de Alemania del Sur y una figura pública. Presidente del Parlamento regional, con una extraordinaria proyección política e implicado en causas encaminadas a potenciar el crecimiento de la Europa católica, en un contexto internacional poco propicio para ello, con sus conflictos territoriales, sus alianzas coloniales, el anticlericalismo de unos y la conexión con el eslavismo musulmán de otros. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Las tres familias, de costumbres, valores y creencias religiosas diversas, proporcionan una imagen representativa de la Alemania de finales del siglo XIX, con su opulencia terrateniente y financiera, las amargas tensiones sociales, el presagio de una lejana pero ya palpable catástrofe. Por un lado -los Merz-, los rentistas judíos de Berlín, en el corazón del Norte prusiano y protestante; y por otro el sur católico con su vertiente rural -los Felden-, volcada en el pasado y las tradiciones, y su dimensión más moderna, abierta a Europa, que ejemplifican los Bernin. Los lazos entre ellas, anudados a partir de dos matrimonios -Julius/Henrietta y Gustavus/Clara-, se verán “tensionados” con ocasión de la trágica peripecia del Johannes Felden, hermano pequeño de Julius, alistado por la fuerza en el cuerpo prusiano de cadetes, cuya dramática vivencia militar, que incluye abusos, reclusión, castigos, brutalidad, huidas, una inclemente persecución policial y una detención por disparar a un soldado de su regimiento, acabará por tener consecuencias en la vida política de una Alemania que tiene aún recientes los ecos de la guerra austro-prusiana -el sur frente al norte- que rompió en 1866 la Confederación Germánica e hizo nacer el Imperio Austrohúngaro, que, a su vez tendría su amargo final tras la Primera Guerra Mundial. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">Este telón de fondo enmarca la trama novelesca, narrada sin demasiadas descripciones y sí a través de diálogos chispeantes, vivaces, de alta capacidad evocadora, con un tono que se desenvuelve entre la ironía, corrosiva a veces, y el tono nostálgico y melancólico, como corresponde a la lúcida conciencia de un tiempo y un mundo condenados a desaparecer. Una historia en la que destaca esta constante imbricación de lo personal y lo colectivo y en la que aflora -a través de las experiencias de sus numerosos y bastante excéntricos personajes, que “saltan” de Berlín a París, del sur de España al Mediterráneo francés- la vida en sus manifestaciones más universales en las que el lector puede -pese a lo singular y específico del entorno retratado- reconocerse, como se advierte en este -de nuevo- largo fragmento: <i>La vida, según la triste y concisa expresión francesa que lo pone todo en su sitio, nunca es tan mala ni tan buena como uno cree</i>. La vie, voyez-vous, ça n’est jamais si bon ni si mauvais qu’on croit. <i>Nunca es tan mala; nunca es tan buena… ¿Cuándo? ¿En el instante de la calamidad, en el umbral del miedo? ¿Cuando te dan la mala noticia, cuando salta la trampa, cuando la pérdida te alcanza? ¿En los momentos bajos, de tedio y apatía? ¿En las etapas de renovación, en la transfiguración del amor, en la euforia del trabajo, en la gracia de una nueva visión, en el tan esperado ahora? ¿O luego, cuando las puertas se cierran, una tras otra, y el remordimiento se retuerce en el corazón como una espiral de acero? Nunca es tan buena, nunca es tan mala, sino una monótona y llevadera duermevela, sostenida por pequeñas provisiones de esto y aquello, y debilitada después por infortunios y sobresaltos; un andar adormilado, a menudo nada incómodo, a través de los años; un tránsito irreversible y constante… ¿La vida, la retahíla de vidas, la suma de la vida? ¿Es un consuelo? ¿Es toda la verdad? ¿Es inevitable?</i> </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;">En fin, dos libros magníficos (tres, si sumamos las aventuras del algo insulso Käsebier), de lectura imprescindible, que os procurarán largas horas de placer. Os dejo ahora con un fragmento de <i>Los Effinger</i> que describe de modo muy elocuente la galopante inflación en la Alemania de entreguerras. Tras él, un tema que suena también en la radio en una “escena” de la novela de Tergit, el clásico <i>Tea for Two</i>. Aquí os lo ofrezco en una versión de 1924, contemporánea, pues, de la época que se recrea en la obra literaria. Se trata de su primera grabación, a cargo de Helen Clark y Lewis James. </div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><i>Las cuencas mineras de Inglaterra estaban vacías, el carbón se había agotado. Había dado la vuelta al mundo en mil barcos negros para que se pudiera fabricar hierro y los mil mortales proyectiles y cañones y las granadas que se hacían con él. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>En América se había recogido la cosecha y el cereal yacía en el fondo del mar, alimento para los peces procedente de mil barcos destruidos. En Europa se cosechaba, se cosechaba mucho menos, porque los campesinos habían sido empleados para la guerra y solo los ancianos, las mujeres y los niños trabajaban. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Como siempre los negros habían cosechado el algodón con el pañuelo en la cabeza. Y el algodón yacía en el fondo del mar, vestimenta para los peces procedente de mil barcos destruidos. Todos los almacenes de la tierra estaban vacíos, el mundo estaba hambriento. La cosecha era pequeña, los precios subían. En la humeante Lancashire traqueteaban las máquinas, nada se había sustituido, nada se había reparado durante años. Se hilaba poco, se tejía poco. Los precios subían. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>En Alemania ya no había nada y se necesitaba todo. Y no había oro para pagar, así que ya no llegaba algodón a Alemania, ni cuero, ni cereal. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Hombres de caras enrojecidas estaban en las bolsas alemanas. ¿A cuánto cotizaba el algodón? Más caro. Todas las mercancías estaban más caras. Los comerciantes compraban, aún iban a estar más caras. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Y al hombre de cara enrojecida le llamaba por teléfono un rubio pálido y bajito: </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, veintiocho peniques el kilo. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Y el hombre de cara enrojecida compraba el algodón, no preguntaba su calidad, no preguntaba nada, compraba. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Dos horas después el hombre de cara enrojecida llamaba a un moreno alto y gordo: </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, treinta y dos peniques el kilo. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Y el moreno alto y gordo compraba el algodón, no preguntaba su calidad, no preguntaba nada, compraba. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Dos horas después el moreno alto y gordo, con un negro cigarro en la comisura de los labios, llamaba por teléfono: </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, cuarenta peniques el kilo. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Y un rubio alto y flaco compraba el algodón, no preguntaba su calidad, no preguntaba nada, compraba. </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Y él mismo llamaba por teléfono dos horas después: </i></div><div style="text-align: justify;"><i>—¡Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, cuatro chelines el kilo! </i></div><div style="text-align: justify;"><i>Y todos volvían a gastar en dos horas el dinero ganado en dos horas. Iban a los grandes hoteles, cuyo brillo decaía porque no habían cambiado los dorados, porque no habían cambiado las alfombras, porque no habían cambiado las vajillas. Se sentaban y pedían champán, rompían las copas, manchaban, gritaban y rugían.</i></div><div style="text-align: justify;"><i><br /></i></div>
<iframe frameborder="0" height="360" src="https://youtube.com/embed/I-xqOvP8Yds" width="520"></iframe>Videoconferencia<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><iframe allowfullscreen="" class="BLOG_video_class" height="360" src="https://www.youtube.com/embed/DqwKFJnt3ew" width="520" youtube-src-id="DqwKFJnt3ew"></iframe></div>Gabriele Tergit. Los Effinger; Sybille Bedford. El legado<br /><iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="30" mozallowfullscreen="true" src="https://archive.org/embed/gabriele-tergit.-los-effinger" webkitallowfullscreen="true" width="520"></iframe>Alberto San Segundohttp://www.blogger.com/profile/11817371819436421241noreply@blogger.com0