miércoles, 24 de septiembre de 2025

RAYMOND QUENEAU. EJERCICIOS DE ESTILO 

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. El pasado miércoles presentaba aquí un par de novelas de Michèle Audin, Una vida breve y La señorita Haas, ambas muy interesantes. Entonces apuntaba a la membresía de la escritora en el grupo de experimentación literaria Oulipo, al que ya me había referido en el espacio en reiteradas ocasiones, en todas las cuales prometía, una y otra vez, retrasando siempre el cumplimento de mi promesa, un programa monográfico dedicado a su singular propuesta. Ha llegado, por fin, ese momento que tanto se ha demorado y, por lo tanto, esta tarde y la de los dos próximos miércoles no centraré mi reseña en un libro en particular sino en todo un movimiento que cuenta con numerosos integrantes, autores de algunas obras especialmente valiosas, de las que, como es obvio, voy a dejar también unos breves comentarios. Empezaré por presentar, en un enfoque general, al grupo, su historia, sus planteamientos literarios y algunos ejemplos destacados de su particular modo de entender la literatura, para, a continuación, ofrecer, entre hoy y las dos emisiones venideras, esas muy breves reseñas sobre propuestas, textos y obras representativas del grupo, centradas, respectivamente en Raymond Queneau, esta semana, Georges Perec, la siguiente, y otros autores “oulipianos” (usaré indistintamente oulipiano y oulipista para referirme a los miembros y seguidores del grupo), la última. 

Debo anticipar, en cualquier caso, que podéis obviar mis siempre limitadas apreciaciones y entregar vuestro valioso tiempo a curiosear -más aún, a adentraros con detenimiento- en la muy sugestiva página del Oulipo, en la que encontraréis infinidad de entradas con textos, juegos, notas históricas, datos, publicaciones, referencias de exposiciones, conferencias, congresos y encuentros, entre otras muchas informaciones que amenazan con desbordar una web que parece inagotable. En esa página, precisamente, nos topamos con una explicación del extraño nombre y del curioso propósito del grupo, tanto más relevante en cuanto que es obra de sus creadores (os la dejo en su versión original, en francés, y en una traducción más o menos aproximada; como veremos, las traslaciones a otros idiomas de los escritos del Oulipo son, casi siempre, imposibles): 

Qu’est-ce que l’Oulipo? 
par Marcel Bénabou & Jacques Roubaud 
 
OULIPO? Qu’est ceci? Qu’est cela? Qu’est-ce que OU? Qu’est-ce que LI? Qu’est-ce que PO? 
OU c’est OUVROIR, un atelier. Pour fabriquer quoi? De la LI. 
LI c’est la littérature, ce qu’on lit et ce qu’on rature. Quelle sorte de LI? La LIPO. 
PO signifie potentiel. De la littérature en quantité illimitée, potentiellement productible jusqu’à la fin des temps, en quantités énormes, infinies pour toutes fins pratiques. 
QUI? Autrement dit qui est responsable de cette entreprise insensée? Raymond Queneau, dit RQ, un des pères fondateurs, et François Le Lionnais, dit FLL, co-père et compère fondateur, et premier président du groupe, son Fraisident-Pondateur. 
Que font les OULIPIENS, les membres de l’OULIPO (Calvino, Perec, Marcel Duchamp, et autres, mathématiciens et littérateurs, littérateurs mathématiciens, et mathématiciens-littérateurs)? Ils travaillent. 
Certes, mais à QUOI? A faire avancer la LIPO. 
Certes, mais COMMENT? 
En inventant des contraintes. Des contraintes nouvelles et anciennes, difficiles et moins diiffficiles et trop diiffiiciiiles. La Littérature Oulipienne est une LITTERATURE SOUS CONTRAINTES. 
Et un AUTEUR oulipien, c’est quoi? C’est «un rat qui construit lui-même le labyrinthe dont il se propose de sortir». 
Un labyrinthe de quoi? De mots, de sons, de phrases, de paragraphes, de chapitres, de livres, de bibliothèques, de prose, de poésie, et tout ça… 

 
¿Qué es el Oulipo? 
por Marcel Bénabou y Jacques Roubaud 

¿OULIPO? ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¿Qué es OU? ¿Qué es LI? ¿Qué es PO? 
OU es OUVROIR, un taller. ¿Para fabricar qué? LI. 
LI es literatura, lo que leemos y lo que tachamos. ¿Qué tipo de LI? LIPO. 
PO significa potencial. Literatura en cantidades ilimitadas, potencialmente producible hasta el fin de los tiempos, en cantidades enormes, infinitas para cualquier propósito práctico. 
¿QUIÉN? En otras palabras, ¿quién es responsable de esta empresa insensata? Raymond Queneau, conocido como RQ, uno de los padres fundadores, y François Le Lionnais, conocido como FLL, co-padre y socio fundador, y primer presidente del grupo, su Fraisident-Pondateur [juego de palabras intraducible; para el traductor de Google: Pagador de cuotas/Respondedor de pago]
¿Qué hacen los OULIPIANOS, los miembros del OULIPO (Calvino, Perec, Marcel Duchamp y otros, matemáticos y literatos, literatos-matemáticos y matemáticos-literatos)? Trabajan. 
Ciertamente, pero ¿en QUÉ? Para avanzar en la LIPO. 
Ciertamente, pero ¿CÓMO? Inventando constricciones. Nuevas y viejas limitaciones, difíciles y menos difíciles y demasiado diifííciiiles. La literatura oulipiana es una LITERATURA BAJO CONSTRICCIONES. 
¿Y qué es un AUTOR oulipiano? Es "una rata que construye ella misma el laberinto del que se propone escapar". 
¿Un laberinto de qué? Palabras, sonidos, oraciones, párrafos, capítulos, libros, bibliotecas, prosa, poesía y todo eso... 

Sinteticemos el divertido manifiesto programático que acabo de presentaros. El Oulipo, acrónimo formado por las iniciales de Ouvroir de littérature potentielle (Taller -u Obrador- de Literatura Potencial), fue -es, pues sigue bien vivo- un movimiento que en los inicios de los años sesenta del pasado siglo centró la actividad literaria de sus componentes, muy marcada por las matemáticas y lo lúdico, en la creación basada en el concepto de contrainte, “constricción” o “restricción” (hay una interesante disquisición teórica que diferencia ambos términos mediante una sutil frontera, la que separa la escritura especulativa de la pura ficción). Sometiendo el lenguaje, de manera intencionada, a trabas, a limitaciones léxicas, verbales, fonéticas, sintácticas, ortográficas y hasta matemáticas, algorítmicas o combinatorias, al modo en que lo está, por ejemplo, un soneto (no hay nada más oulipiano que un soneto, como escribió uno de los más relevantes miembros del grupo; volveremos sobre esta particular composición poética al término de esta reseña), sus obras, experimentales, irreverentes frente a las convenciones literarias y muy singulares, más centradas en la forma que en el contenido, exploran las posibilidades expresivas del idioma, al que fuerzan, estiran y exprimen al máximo dentro de los obstáculos que sus autores voluntariamente se imponen (no se olvide que el autor oulipiano es “una rata que construye ella misma el laberinto del que se propone escapar”, en fórmula que acabamos de leer en la declaración de principios del grupo). 

François Le Lionnais, Marcel Bénabou y Jacques Roubaud son tres de los “padres fundadores” de una corriente estilística cuyos nombres más destacados son Raymond Queneau, también presente desde su origen); Georges Perec (muy traducido en España y que acaba de ver publicada en nuestro país, Lugares, una obra muy póstuma -Perec murió en 1982-, ya que vio la luz en Francia en 2022); el italiano Italo Calvino; o, más recientemente, Hervé LeTellier (que “estuvo” en Todos los libros un libro con La anomalía) y el español Pablo Martín Sánchez (del que también hablé aquí hace diez años a propósito de su excelente El anarquista que se llamaba como yo). Todos ellos -y otros muchos- son, como señala la página referida, personalidades muy diversas (hombres o mujeres, jóvenes o viejos, franceses o extranjeros, escritores o matemáticos, conocidos o desconocidos), pero unidos por algunos rasgos comunes: un interés por escribir bajo coacción, un gusto por compartir y por la convivencia, y una cierta forma de humor. De los autores que han tenido presencia en Todos los libros un libro, dos de ellos, Michèle Audin y Pablo Martín Sánchez, son de incorporación relativamente tardía al grupo, en 2009 y en 2014 respectivamente; LeTellier lo hizo en 1992, y mucho antes, casi en los inicios del movimiento, Georges Perec, en 1967. 
 
En su origen, en septiembre de 1960, un grupo de amantes de la literatura, reunidos en torno a la figura tutelar de Raymond Queneau, creó el Seminario de Literatura Experimental (llamado, inicialmente, Selitex), antes de adoptar el nombre hoy reconocido como Oulipo. Frente a las líneas entonces dominantes en el mundo literario francés, la de los herederos del surrealismo y la de los seguidores del compromiso sartriano, sus miembros se acogieron a los postulados establecidos desde el principio por Queneau: Llamamos literatura potencial a la búsqueda de nuevas formas, estructuras que puedan ser utilizadas por los escritores del modo en que deseen. A partir del liderazgo de sus fundadores principales, Raymond Queneau y François Le Lionnais, el grupo creció integrando una serie de personajes bastante excéntricos (aunque con una apariencia externa, en general, de formales y anodinos caballeros, como puede apreciarse en la foto que incorporo a esta reseña) que compartían la admiración por su maestro y, sobre todo, su voluntad de explorar las relaciones entre la literatura y las matemáticas. Ajenos a las vanguardias, rechazando la idea de movimiento institucionalizado (que siempre acaba por establecer jerarquías, imponer dogmas y crear listas de desafectos), se reunían una vez al mes, de manera discreta, en sesiones de mucho trabajo y grandes dosis de humor, guiados por un principio rector: un intento de exploración metódica y sistemática de las potencialidades de la literatura, o más generalmente del lenguaje, mediante la utilización de un instrumento estratégico privilegiado, la mencionada constricción. Y ello desde una doble vía: la invención de nuevas estructuras, formas o restricciones, que puedan permitir la producción de obras originales, y el trabajo sobre obras literarias preexistentes para encontrar en ellas las huellas, a veces obvias, a veces más difíciles de detectar, del uso de esos esquemas, exigencias o cortapisas. Podría pensarse, examinado desde fuera, que el propósito del grupo, arbitrario y restrictivo, resultaría limitante y reduccionista, al fijar la obligación, castrante, de acomodarse a determinados corsés de férrea rigidez. Sin embargo, y de manera paradójica, esas constricciones, como luego veremos, lejos de bloquear la imaginación, la despiertan, la estimulan, permitiendo a sus usuarios ignorar todas las demás exigencias que, al no estar relacionadas con el lenguaje, escapan al control con más facilidad. Pese a lo singular, lo extravagante y hasta lo aparentemente marginal de su propuesta, el grupo ha ido creciendo, en miembros y en influencia, a lo largo de sus seis largas décadas de vida, y hoy sus figuras más destacadas gozan de un reconocimiento indudable en Francia, país al que pertenecen la mayoría de ellas, y en el que autores como Queneau o Perec -que son de los que yo tengo constancia- han aparecido en la editorial La Pléiade, reconocida por su prestigio y calidad, hasta el punto de que ser publicado en alguna de las colecciones del sello se considera una especie de consagración para un escritor (es por esa relevancia hoy incuestionable, junto al hecho de que llevo leyendo a ambos cerca de cuarenta años, por lo que estos dos primeros programas del ciclo oulipista se centran en cada uno de ellos, respectivamente). Además, hay traducciones de las obras más significativas del grupo a numerosas lenguas, proliferan los ensayos académicos y los trabajos universitarios, franceses o extranjeros, sobre sus miembros más relevantes, se multiplican las referencias críticas al enfoque y los postulados oulipianos sobre la actividad literaria, prosperan los talleres, asociaciones y clubes de escritura inspirados en el modelo del Oulipo y, por último, la asistencia a los coloquios, seminarios, conferencias, propuestas y actividades del grupo crece de un modo significativo, como puede deducirse con la mera consulta a la página del Ouvroir. 

He señalado reiteradamente, quizá con un exceso de abstracción, que el núcleo central de la muy particular concepción literaria del Oulipo reside en la noción de restricción. Quiero ahora, para concretar con más detalle un concepto que puede haber resultado difuso para quien sigue mi reseña, exponer ahora algunas de las manifestaciones más destacadas -son decenas las “técnicas” que han explorado los miembros del grupo en sus sesenta y cinco años de existencia- de este excepcional y muy fecundo recurso. Una vez más, me remito a la mencionada página web, en la que puede encontrarse una inacabable Lista de constricciones oulipianas, con más de ciento cincuenta referencias, para agotar -si es posible ese verbo en un universo casi infinito como el del Oulipo- el análisis de esta interesante cuestión. 
 
Por ejemplo, el Abecedario, que consiste en un texto en el que las iniciales de las palabras sucesivas siguen el orden alfabético (la primera empieza con la a, la segunda con la b, y así sucesivamente), como (cito en francés, pues en muchos de estos juegos es casi imposible la traducción si se pretende trasladar el sentido del texto preservando a la vez la correspondiente e inflexible regla restrictiva): A brader: cinq danseuses en froufrou (grassouillettes), huit ingénues (joueuses) kleptomanes le matin, neuf (onze peut-être) quadragénaires rabougries, six travailleuses, une valeureuse walkyrie, x yuppies (zélées). O, por poner un ejemplo en español, este otro que acabo de inventarme (yo me siento muy oulipiano en espíritu, y en más de una ocasión a lo largo de mi vida, en obra): Ayer bebí. Cantidades desmesuradas. Ebrio fatal, gangoso, hablando inconexo, juré -Kali los maldiga- nunca, ñores, obedecer principios que requieran seguir trasegando uvas venenosas, wasábicas, xéricas y zafias

Fácilmente identificable es, también, el Acróstico, una palabra o una frase “escondidas” en una composición literaria -a menudo un poema- y que puede leerse reuniendo las letras que ocupan unas posiciones determinadas. Màrius Serra, un reconocido “ludólogo” español al que volveremos dentro de quince días, cuenta cómo Fernando de Rojas en el prólogo a La Celestina incluye un extenso acróstico donde él mismo se presenta como autor a partir de las iniciales de cada verso en once estrofas de ocho versos. El acróstico consta, por tanto, de ochenta y ocho letras: «EL BACHILLER FERNANDO DE ROIAS ACABO LA COMEDIA DE CALYSTO Y MELYVEA Y FVE NASCJDO EN LA PVEVLA DE MONTALVAN». Al final del libro, Alonso de Proaza, corrector de la impresión -y sobre el que se estableció una polémica crítica que le atribuía una parte de la autoría- revela el artificio al lector poco perspicaz: 

Ni quiere mi pluma ni manda razón 
que quede la fama de aqueste gran hombre, 
ni su digna gloria, ni su claro nombre, 
cubierto de olvido por nuestra ocasión. 

Per ende juntemos de cada renglón 
de sus once coplas la letra primera, 
las cuales descubren por sabia manera
su nombre, su tierra, su clara nación. 

El Lipograma es un texto en el que el autor se obliga a no utilizar nunca una determinada letra, e incluso varias, proscribiendo, por tanto, las palabras que contienen esa letra o letras. Aparte del muy descollante ejemplo de Perec, “nuestro” Enrique Jardiel Poncela también practicó el muy particular arte. Entre 1926 y 1927 publicó en la sección de cuentos del diario La Voz cinco relatos lipogramáticos en cada uno de los cuales prescindía de una de las cinco vocales. Los cuentos son de tono jocoso y, a modo de ejemplo, el escrito sin la E, Un marido sin vocación, empieza de esta manera: 

Un otoño —muchos años atrás—, cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial. 
—¡Hay un matrimonio próximo, pollos! —advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al casino y toparon con los camaradas más íntimos. 
—¿Un matrimonio? 
—Un matrimonio, sí —corroboró Ramón. 
—¿Tuyo? 
—Mío. 
—¿Con una muchacha? 
—¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo? 
—Y ¿cuándo ocurrirá la cosa? 
—Lo ignoro. 
—¿Cómo?
—No conozco a la novia. Ahora voy a buscarla… 
Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad. 

Es muy conocido en el mundo entero, y popular casi, me atrevería a decir, el Palíndromo, un texto que se puede leer de izquierda a derecha y de derecha a izquierda con el mismo sentido y sin que varíe la grafía, como Roma y amor o Adán nada, por poner un par de ejemplos muy sencillos, o el más largo Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina. Muy famoso, y exigente también, pues incluye otra constricción, el Monovocalismo, que consiste en utilizar una sola vocal en todo el texto, el palíndromo que forman las palabras atribuidas al presidente Theodore Roosevelt en relación con el canal panameño: A man, a plan, a canal: Panamá. Hay un calendario catalán en el que su autor, Ramón Giné, incluye 365 palíndromos, uno para cada día del año. Cada uno de los once primeros meses del año está dedicado a uno de los autores más importantes de palíndromos en catalán, nutriendo los días correspondientes con ejemplos del escritor correspondiente. Los treinta y un días del mes de diciembre los adjudicó, en cambio, a otros tantos personajes famosos con apellido palindrómico, como la escritora Anaïs NIN, la actriz Daryl HANNAH, el director de cine Julio MEDEM, la tenista Mónica SELES o el filántropo húngaro George SOROS. 

El método S+7, reemplaza cada sustantivo (S) de un texto dado con el séptimo que se encuentra después de él en un diccionario determinado (S+7). Hay, como es obvio, muchas variantes: sustituciones exclusivas de los verbos (V+7), adjetivos (A+7) o adverbios (Ad+7) de un texto hasta combinaciones múltiples (S+V+Ad+7). He aquí una de ellas, el S+12, A+5, V+7 aplicado a la primera frase del Quijote: En un lujo de la Mandarina, de cuyo nomo no raciono acotolarme, no heldea mucho tifus que vomitaba una hidrartrosis de las de laodicese en adefagia, astringencia antijurídica, rodaballo flamenco y galicinio correligionario

El Sesquipedalismo consiste en la búsqueda de la palabra más larga de cada idioma, como anticostituzionalissimamente, en italiano, o el shakesperiano honorificabilitudinitatibus (en español, yo solo he logrado contrarrevolucionariamente, que no sé si es válido). La Banana es una limitación que consiste en buscar palabras o textos que alternen de manera regular consonantes y vocales, como en la frase la cara de la niña cubana de Copacabana no dice nada, una 21CV, veintiuna combinaciones consecutivas consonante/vocal; o esta mía, de nuevo, que la supera con creces, 71CV, aunque con alguna trampilla: Tu nariz enana se parece hoy a mi tomatito rojo; si mi mano mala te la tapa, como la boca, no hay agujero para recibir el oxígeno. Morada se pone. Roja ya. Pereces así, definitivo, kaput. Una Bola de nieve es un poema en el que el primer verso consta de una única palabra, el segundo de dos, el tercero de tres… y así hasta que se quiera. Una Bola de nieve de longitud 7, por ejemplo, consiste en siete versos construidos con esta lógica. La Avalancha, una variante aún más compleja, incluye una bola de nieve de longitud 1, seguida de otra de longitud 2, y así sucesivamente. La Bola de nieve derritiéndose funciona a la inversa de la Bola de nieve convencional, pues parte de una determinada longitud para ir “adelgazando” (derritiéndose) hasta llegar a una sola letra. El agregado de una Bola de nieve normal y una invertida es un Rombo, claramente perceptible en su representación gráfica, como en este caligrama, un poema, Liminal Poem, dedicado por Harry Mathews, uno de los miembros oulipianos, a Martin Gardner, el conocido divulgador científico y matemático: 




 

El Ciclograma es un juego basado en la búsqueda de palabras que acaben tal como empiezan. Es decir, palabras con un determinado número de letras iniciales que se repiten al final en el mismo orden. Por ejemplo, Ámsterdam (AM AM) y Narbona (NANA) son ciclogramas de grado 2. El ciclograma más tautológico es aquel que no presenta ninguna letra sobrante: por ejemplo “adorador” (ADOR-ADOR), 

Con una cierta semejanza con el palíndromo, el Bifronte es una palabra o frase que permite los dos sentidos de lectura, aunque, a diferencia de aquél, cambiando el significado, como en el ya citado ejemplo de “Roma” -que de derecha a izquierda se lee “amor”- o en la locución “la mina de sal”, que se convierte, leída al revés, en “la sed animal”. El Cuadrado mágico reúne cinco palabras de cinco letras dispuestas en forma cuadrangular que pueden ser leídas de derecha a izquierda, de arriba abajo y viceversa, en una muestra apoteósica de palíndromos y bifrontes. La estructura, con variantes muy diversas, ha aparecido en infinidad de hallazgos arqueológicos de diferentes culturas, siendo su manifestación más conocida esta latina: SATOR AREPO TENET OPERA ROTAS, de por ahora oscuro y en parte indescifrable significado (hay un libro de Umberto Eco y una película reciente, Tenet, que juegan con este recurso) y que en su configuración gráfica se muestra así: 





La constricción del Prisionero se llama así porque parte de la base de una situación en la que alguien encerrado en su celda debe mandar un mensaje pero carece de papel suficiente, por lo que tiene que evitar el uso de las letras que sobrepasen, por arriba o por abajo, la altura básica de una línea; ello obliga a quien se somete a esta limitación a ingeniárselas para enviar su llamada de auxilio prescindiendo de todas estas letras: b, d, f, g, h, k, l, p, q, t e y. Un Texto creciente, es una frase en la que cada palabra tiene una letra más que la anterior: A mí, las vías rotas suelen hacerme incómodo frecuentar convencido ubicaciones ferroviarias (descabellada invención propia). 

Otro artificio interesante es el Tautograma, que obliga al creador a construir sus frases con palabras que empiecen con la misma letra. Hay ejemplos magníficos en la historia de la literatura y otros, delirantes, de mi cosecha: 

Papá, perdóname. Problemático parece perder paraguas: preocupa, provoca pesares, padecimientos. Pero pretendo, pensativo, paliar penosa pifia promoviendo plan plausible. Presento propuesta: procederé para provocarte profundo placer. Pensaré pasatiempos, propondré proyectos, plantearé periplos posibles, programaré pitanzas pletóricas, parrandas primorosas. Proporcionaré presentes, procuraré productiva prosperidad, persistentes períodos pacíficos, plácidos, pausados. Prestaré pingüe pecunio, proveeré patrimonio propio. 
Pero, please, posterga puniciones pavorosas, prohíbe pesadas penitencias. Puedes presumir pronto pago, prescindible precio. Probablemente pueda permitirme prolíficos pluses. Pero, poderoso progenitor, prenda paterna, prodigioso procreador, ¿puedes prometerme perdón? ¿Perder paraguas puede portar penalización permanente? ¿Puede provocar partir, perenne peregrinaje? ¿Puede presuponer penumbrosa parca? Piedad, pródigo predecesor (Alberto 100, IA 0) 

En el cruce entre lengua y aritmética hay invenciones ciertamente ingeniosas y, al margen de los textos que puedan permitir, de interesantes posibilidades, muy probablemente superadas por la acelerada potencia de la Inteligencia Artificial (luego hablaremos de ella), en el terreno de la criptografía. Es el caso de la Ludogematria, la relación entre cifras y letras que asigna un número a cada letra (por ejemplo, la a es el 1, la b el 2, y así en adelante) para “calcular” luego la cifra que define una palabra: Alberto, sería 1+12+2+5+19+21+16 = 76 (obviamente, he incluido la “ñ” en el cómputo del valor de cada letra). El juego consiste en construir frases cuyas palabras sumen lo mismo, o cualquier otra variación imaginativa que enlace dígitos y locuciones. En este ámbito de las relaciones entre números y signos alfabéticos, los Calculogramas, muy queridos por Perec, que los llamaba palíndromos verticales, consisten en formar palabras a partir de las cifras de una calculadora leídas al invertir el artilugio y admitiendo una traducción algo libre de dígitos a letras. Así 57388309, sería, invertido, GOEBBELS. 

En otro orden de complejidad, hay exigencias autoimpuestas por sus creadores, de muy densa dificultad matemática, que involucran conceptos de álgebra, teoría de grafos, topología, códigos binarios, hipótesis combinatorias. Os dejo dos interesantes páginas que exploran los juegos matemáticos (la poligrafía del caballero del ajedrez, adaptada a un damero de 10×10; la pseudo-quenina de orden 10 y el bi-cuadrado latino ortogonal también de orden 10) en La vida instrucciones de uso, de Georges Perec, y en la obra de Raymond Queneau. Ambas -junto a muchas otras- son responsabilidad de Marta Macho Stadler, una entusiasta (llega a escribir de alguno de los enrevesados juegos: ¡una auténtica belleza! y también: la prueba es sencilla y preciosa; dan ganas de hacerse matemático), divertida -aunque solo accesible a iniciados con un cierto dominio matemático- y sapientísima profesora de Topología en el Departamento de Matemáticas de la UPV/EHU, y colaboradora asidua en ZTFNews, el blog de la Facultad de Ciencia y Tecnología de esa universidad. 

En fin, hay decenas más de estas curiosas constricciones que, al margen de su eficacia lúdica, indiscutible, han servido a sus autores para “levantar” una obra literaria muy estimable. Veamos, someramente, algunos ejemplos, empezando por el gran referente oulipista, Raymond Queneau, con algún inciso añadido, y dejando para dentro de siete días al otro nombre esencial, Georges Perec, y para dentro de quince algunos otros autores y obras. 

Entre los años 1942 y 1946, el escritor y matemático francés Raymond Queneau fue dando cuerpo, y publicando parcialmente en distintas revistas, a su idea de narrar un mismo asunto -un incidente real y absolutamente banal- a través de enfoques diferentes. Tenía en mente, según cuenta en el prólogo a la edición francesa de 1963 de lo que acabaría por ser un libro, el Arte de la Fuga, de Bach, que despertó en él el interés por llevar a cabo en el plano literario algo similar (la construcción de una obra por medio de variaciones que proliferaran hasta el infinito en torno a un tema bastante nimio). De este modo, en 1947 publicó Ejercicios de estilo, un clásico de la literatura experimental, un imaginativo y sorprendente libro en el que el autor, en efecto, recrea una anécdota trivial, un encuentro azaroso e insustancial en un autobús, para, con el referente de una primera y muy breve narración de ese soso suceso original, mostrárnoslo de noventa y nueve maneras distintas, fruto de las más inesperadas variaciones, construidas a partir de juegos verbales, efectos retóricos, transformaciones textuales, parodias idiomáticas, modalidades gramaticales y, en definitiva, registros comunicativos y enfoques literarios diversos, que incluyen variantes léxicas, ortográficas, estilísticas, semánticas y hasta matemáticas, muy curiosas y rezumando inventiva, originalidad y humor. El libro vio la luz en España en 1987 en una edición de Antonio Fernández Ferrer para la Editorial Cátedra, que ha alcanzado igualmente la categoría de clásica en la actualidad, por lo que tiene también de reto la traslación al castellano de los complejos matices de la obra original (que exige, en ocasiones, una completa invención del texto, como en este caso entre muchos otros: Quizás cosas así me permitirían conocer a los señores de la Real Academia, del Gijón y de la editorial Cátedra, podemos leer, optando el traductor por acercar a nuestra realidad las referencias a las que se alude del original, ajenas a nuestras circunstancias). He aquí la historia “base”, que se presenta bajo el título de Notaciones

En el S [un autobús], a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él. 
Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: “Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo.” Le indica dónde (en el escote) y por qué

Imposible dar cuenta en esta reseña de la totalidad de espléndidas reinterpretaciones de este hecho irrelevante. Por poner algún ejemplo, hay una versión “retrógrada” en la que el suceso se relata de atrás hacia adelante. Otra, “vacilaciones”, en la que el narrador duda de continuo sobre lo referido. Una más, “sorpresas”, que se distingue porque el texto fluye entre exclamaciones de estupefacción y pasmo. Hay recreaciones metafóricas; contadas desde un punto de vista subjetivo; redactadas como si se tratara de una carta oficial; con sintaxis y estructura telegráficas. La historia se nos da a conocer en forma de interrogatorio; trufada de aclaraciones e incisos; en tono insultante; incluyendo menciones a los colores del arco iris; con énfasis ampuloso; con perplejidad dubitativa e ignorante; con connotaciones gastronómicas; en pretérito perfecto; con prosa de propaganda editorial; transmitiendo impotencia; a través de onomatopeyas; con palabras compuestas y neologismos imposibles; en versos alejandrinos; usando la aféresis (suprimiendo algún sonido al principio de cada vocablo); con notación teatral; con lenguaje vulgar o paleto o amanerado; subrayando los aspectos olfativos, gustativos, visuales, auditivos o táctiles del lance; permutando las letras o las palabras; en lipograma de “e”; mediante anglicismos o galicismos; en latín macarrónico y con helenismos; con términos botánicos; entre otras muchas muestras llenas de creatividad. 

Dejo aquí una de esas aproximaciones, Injurioso, de título inequívoco, como muestra del modo de proceder de Queneau: 

Tras una espera repugnante bajo un sol inaguantable, acabé subiendo en un autobús inmundo infestado por una pandilla de imbéciles. El más imbécil de estos imbéciles era un granuja con el gañote desmedido que exhibía un güito grotesco con un cordón en lugar de cinta. Este chuleta se puso a gruñir porque un viejo chocho le pisoteaba los pinreles con un furor senil; pero enseguida se arrugó largándose a un sitio vacío todavía húmedo del sudor de las nalgas de su anterior ocupante. 
Dos horas más tarde, qué mala pata, me tropiezo con el mismo imbécil que charla con otro imbécil delante de ese asqueroso monumento llamado la estación de Saint-Lazare. Parloteaban a propósito de un botón. Me digo: aunque se suba o se baje el forúnculo, mona se quedará, el muy requeteimbécil. 

Hace varios lustros yo dediqué, en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, un par de emisiones al libro, leyendo una veintena larga de esos “ejercicios de estilo” comenzando, claro está, por el texto inicial que “define” la situación, en una representación significativa -aunque forzosamente depurada en los ejemplos menos radiofónicos de la obra, los que incluyen elementos iconográficos no apreciables sin la visión del texto, los que resultan de muy difícil lectura o los consistentes en efectos lingüísticos de imposible comprensión en una mera escucha- del gran talento de su autor y del no menor de su traductor. Y como la de la repetición, la de las variaciones, era la idea fundamental que subyacía a mi propuesta literaria de esos dos programas, decidí entonces llevar al extremo tal enfoque ofreciéndoos también la misma canción, Les feuilles mortes -el gran referente, quizá, de la música francesa, la imperecedera obra de Jacques Prévert y Joseph Kosma con más de quinientas interpretaciones desde todos los ámbitos musicales del orbe- en más de dos decenas de versiones en estilos, géneros, lenguas, ritmos y planteamientos muy diferentes. Podéis localizar ambas emisiones en el blog del espacio para completar esta nota introductoria sobre el seminal libro de Queneau, objeto de traducciones a multitud de lenguas e inspirador no solo de programas radiofónicos, sino también de obras y espectáculos teatrales, discos, alguna película, infinidad de textos literarios y hasta de un cómic genial, prueba palpable de lo fecundo y universal de esta obra inaugural del francés. 

Perteneciente, precisamente, a este último ámbito, el del cómic, quiero hacer un breve paréntesis en mis comentarios sobre el fundador del grupo para hablaros de Matt Madden, un historietista estadounidense, miembro del movimiento OuBaPo (Ouvroir de bande dessinée potentielle [Taller de cómic potencial]) que en 2005, y usando como referencia el libro de Queneau, publicó 99 ejercicios de estilo, en el que una misma historieta de una sola página, normalmente con ocho viñetas, que abre el volumen a modo de plantilla, se repite de 99 formas distintas cambiando el estilo, el grafismo, los colores, la perspectiva, los textos, los planos, la disposición, el número y el tamaño de las viñetas; modificando o haciendo desaparecer a los personajes; recreando los rasgos estilísticos de grandes autores del género, con homenajes explícitos (Scott McCloud, David Mazzucchelli, Ben Katchor, Chester Brown, Marc-Antoine Mathieu, Daniel Clowes, Art Spiegelman, Julie Doucet, Gary Panter, Rodolphe Töpffer, Richard F. Outcault, Winsor McCay, George Herriman, Jack Kirby, Kenneth Koch, Duane Michals) y referencias más o menos escondidas (Tintín, Crumb); explorando los temas más comunes del cómic y el diseño gráfico: el bélico, la fotonovela, el policial y detectivesco, el terror, el manga, el western (con Solo ante el peligro como base), los superhéroes, los tebeos de alienígenas, el gótico, la fantasía, las tiras cómicas de prensa, las viñetas políticas, los carteles publicitarios, los panfletos religiosos de tono apocalíptico; trasladando a imágenes algunos juegos literarios oulipianos: el palíndromo, el caligrama, la analepsis, el anagrama; introduciendo al propio Queneau como personaje en la escena del autobús, recreada ahora en la página dibujada; en una inagotable demostración de talento, ingenio e inspiración. En España, el libro apareció por primera vez en 2005 y se ha vuelto a reeditar -primer país del mundo que lo ha hecho- el pasado 2023 en la sección de cómic de la editorial Salamandra, con traducción de Carlos Mayor, que vierte a nuestro idioma las palabras de los bocadillos y los sustanciosos textos que completan un volumen muy atractivo: el prólogo a la edición de 2005, el epílogo dirigido a los lectores españoles de 2023, las notas aclaratorias de las claves de algunos de los ejercicios, en los que no resulta obvia la comprensión del “juego” que los inspira, y un desganado listado final de otros 99 posibles variantes (el perezoso adjetivo es debido a que el autor confiesa su escaso interés en acabar sacándolos adelante). Una maravilla de libro. No os lo perdáis. 

Volviendo a Queneau, otra de sus obras representativas es Cent mille milliards de poèmes, que en puridad debiera ser traducido por Cien mil millardos de poemas, siendo el millardo para nosotros, en español, equivalente a mil millones (estaríamos hablando, pues, para dar cuenta de la magnitud a la que se refiere el título, de “cien mil miles de millones”, esto es, “cien billones” de poemas. Y, como ahora veremos, la cuestión numérica no resulta baladí. Estamos ante una obra muy interesante -aunque, siendo estrictos, de imposible lectura-, que puede ser definida de manera sintética como “un libro animado de poesía combinatoria”. 

En él, un texto de una brevedad extrema (la edición original consta de dieciséis páginas), Queneau escribió “solo” diez sonetos distintos, cada uno en un página, con, como es obvio, catorce versos alejandrinos, endecasílabos pues, cada uno agrupado en dos cuartetos y dos tercetos, con, en este caso, rimas ABAB en los cuartetos, y CCD y EED en los tercetos. Transcribo aquí, para que pueda apreciarse la estructura base, el primero de los sonetos: 

Le roi de la pampa retourne sa chemise 
pour la mettre à sécher aux cornes des taureaux 
le cornédbîf en boîte empeste la remise 
et fermentent de même et les cuirs et les peaux 

Je me souviens encore de cette heure exquise 
les gauchos dans la plaine agitaient leurs drapeaux 
nous avions aussi froids que nus sur la banquise 
lorsque pur nous distraire y plantions nos tréteaux 

Du pôle à Rosario fait une belle trotte 
aventures on eut qui s’y pique s’y frotte 
lorsqu’on boit du maté l’on devient argentin 

L’Amérique du Sud séduit les équivoques 
exaltent l’espagnol les oreilles baroques 
si la cloche se tait et son terlintintin 

La singularidad formal de la obra reside en que sus páginas aparecen troceadas, por decirlo así, en cintas, lengüetas o pestañas independientes, cada una de las cuales recoge un solo verso de cada uno de los sonetos. La combinación, el rompecabezas, la máquina de producir poemas que propone Queneau consiste en que el lector puede componer a su gusto sus propios poemas mezclando, casando e integrando los versos sueltos de cada soneto original, combinando las diferentes lengüetas. Como es obvio, los sonetos resultantes debieran ser legibles independientemente de la combinación elegida (cada soneto debía, si no ser perfectamente claro, tener al menos un tema y una continuidad, escribió Queneau en la introducción del libro). Confesaba también, en ese prólogo, haber tenido en mente, en la génesis de su idea, tanto los juegos surrealistas, literarios y visuales, de los cadáveres exquisitos (en los que, si se trata de textos, cada participante escribe una frase o párrafo en un papel, dobla la hoja para ocultar lo escrito y pasa el papel al siguiente, el cual solo ve el final del texto anterior y añade su parte, repitiendo el proceso hasta que la hoja se despliega revelando la obra completa. En las obras artísticas el proceso era idéntico, utilizándose un papel dividido en secciones que se van doblando para que cada artista solo pueda ver el final de la obra anterior pudiendo continuarla así a su antojo) como la inspiración que me produjo un libro para niños titulado Têtes de Rechange

Como consecuencia de esta muy particular fórmula, cabe una lectura convencional del texto, que supone leer exclusivamente diez sonetos, uno por página, tal y como los recogería el libro si prescindimos de la fragmentación en tiras. Pero también puede cogerse el primer verso de cada soneto y continuar la lectura con cualquiera de los diez segundos versos. Y esa operación puede repetirse, en cada binomio de versos resultantes, con cualquiera de los terceros versos de los distintos sonetos. Y así, con los versos cuartos, quintos… hasta los décimos. Señala el propio Queneau en esas palabras preliminares: Hay diez opciones independientes para un primer verso. Para cada uno de estos, diez opciones independientes para un segundo verso; lo que da diez veces diez (100) posibilidades. Con el tercer verso, hay 1.000 opciones posibles; luego 10. 000, 100. 000 y, finalmente, cien mil millardos eligiendo el decimocuarto y último verso. 10 elevado a la 14, pues, cien billones de poemas. Con un humor bien oulipista, añade: Si lleva 45 segundos leer un soneto, y 15 segundos cambiar las cintas en que están impresos, a un ritmo de lectura de 8 horas por día, durante 200 días al año, se tarda más de un millón de siglos en agotar las posibilidades del libro, mientras que leyendo todo el día, los 365 días del año, lleva 190.258.751 años, más algunas horas y minutos (sin tomar en cuenta los años bisiestos y algún otro detalle)

Como podemos imaginar (¡estamos hablando del fundador del Oulipo!), en la composición de los sonetos, su autor se impuso numerosas trabas, exigencias o restricciones: no podía usar rimas demasiado comunes ni demasiado raras; se prohibía repetir palabras, de tal manera que era necesario que en los cuartetos hubiera al menos cuarenta palabras diferentes y en los tercetos, veinte; debía mantener el ritmo de cada verso y la rima del conjunto; la estructura gramatical debía ser la misma y mantenerse invariable en cada sustitución de versos; tampoco podía haber desacuerdos entre el género femenino y el masculino, o el número singular y el plural, de un verso a otro, en los diferentes sonetos. 

Hay muchos temas de reflexión que suscita el muy lúdico experimento de Queneau. Por ejemplo, su carácter anticipatorio, pues el actual “hipertexto”, en el que un artículo, un reportaje, una crónica, un ensayo o una reseña se van abriendo, a través de enlaces, a otros documentos, no es más que una plasmación virtual, depurada, llevada al extremo y ciertamente infinita, gracias al desarrollo técnico, de la, en el fondo limitada -aunque sea a la extraordinaria magnitud de cien billones-, fórmula del francés. Igualmente, en la obra de Queneau está presente una sugestiva idea -que también internet ha permitido desarrollar casi sin límites- del lector como creador del libro, al que completa añadiendo, creando o compartiendo información, como ocurre en las “novelas interactivas”, la escritura colaborativa, la continuación de historias hoy frecuentes en la red (todo los cual ya estaba, en germen, en Rayuela o en la noción de “obra abierta” de Umberto Eco). 

El formato de los cien billones de poemas refleja también la polémica, muy viva aún, en torno a si este tipo de planteamientos, en muchos casos de casi imposible lectura y que hacen muy complicada la plena intelección del sentido de un texto que, forzado por las restricciones, pierde gran parte -por no decir todas- de sus posibilidades de comunicación, pueden encajar, siendo estrictos, bajo la rúbrica de Literatura. El conflicto, como digo todavía vigente, se da entre quienes ven en la formidable, laboriosa y muy inteligente maquinaria oulipiana un mero artificio verbal, ingenioso y meritorio, pero en el fondo estéril, y quienes, por el contrario, sostienen que la literatura, la escritura -sin duda, en particular, la poesía-, suponen, por definición, el sometimiento a constricciones y que la función del escritor es exprimir al máximo esos condicionantes para incrementar las posibilidades expresivas de la lengua, aún a costa de obligar al lector a un esfuerzo inusual. En mis comentarios de los otros dos programas del ciclo volveré con alguna mayor profundidad sobre esta, a mi juicio, estimulante disputa. 

En cualquier caso la obra del Oulipo sigue siendo muy influyente -como es obvio no de un modo multitudinario ni extraordinariamente popular- dando pie a estudios, debates, libros y, sobre todo, nuevas producciones marcadas por su ejemplo, su prestigio y lo innovador y sugestivo de sus propuestas. Quiero cerrar la reseña de esta tarde -dejando para dentro de siete días, como digo, otras muchas y valiosas manifestaciones del fenómeno oulipiano-, presentándoos un libro español, publicado por la editorial Demipage en 2011, al cumplirse los cincuenta años de la aparición del texto original del escritor francés. Se trata de Cien mil millones de poemas y en él, diez autores y poetas de nuestro país homenajean a Raymond Queneau creando cada uno un soneto en un volumen que, elaborado con el mismo juego de pestañas, permite las mismas casi infinitas posibilidades que el libro originario. Sus autores, todos seguidores confesos del “maestro” francés, son Jordi Doce, Rafael Reig, Fernando Aramburu, Francisco Javier Irazoki, Santiago Auserón, Pilar Adón, Javier Azpeitia, Marta Agudo, Julieta Valero y Vicente Molina Foix. El libro, de escasas cuarenta páginas, aunque abierto a una cifra descomunal de ellas, cuenta con las ilustraciones de Jean-François Martin y con un espacio en blanco final para que cada lector “construya” también su propia versión. 

Apunto, ya como cierre, que al margen de estos dos textos emblemáticos de la literatura de Queneau, el escritor francés cuenta con una amplia obra que, sin obviar las restricciones y los juegos oulipianos, fueron en su momento -lo son ahora, por mucho que su difusión sea escasa- mucho más accesibles para el gran público. Yo leí hace casi cincuenta años Zazie en el metro, con una espléndida traslación al cine de Louis Malle, en 1960. Y en mi biblioteca están, perdidos en un vasto mar de olvido, títulos como Mi amigo Pierrot, Flores azules, La alegría de la vida, Siempre somos demasiado buenos con las mujeres (título que no se si se salvaría de la férrea dictadura de la actual corrección política), Diario íntimo de Sally Mara o Un duro invierno, de la mayor parte de los cuales, leídos hace décadas, no conservo un recuerdo apreciable. 

En las dos semanas próximas seguiremos con más interesantes curiosidades surgidas del imaginativo taller de literatura potencial. Os dejo ahora con otro de los textos de Ejercicios de estilo, el titulado, de modo muy conveniente, Torpe. Tras él, una canción, Si tu t’imagines, que es una suerte de carpe diem escrito por el propio Queneau e interpretado por Juliette Gréco, la legendaria diva francesa. 


Torpe 

No tengo costumbre de escribir. No sé. Me gustaría escribir una tragedia o un soneto o una oda, pero están las reglas. Eso me corta. No son cosas para aficionados. Todo esto ya está muy mal escrito. En fin. En todo caso, hoy he visto algo que me gustaría mucho asentar por escrito. Asentar por escrito no me parece muy acertado. Debe de ser una de esas frases hechas que repelen a los lectores que leen para los editores que buscan la originalidad que les parece necesaria en los manuscritos que los editores publican cuando éstos han sido leídos por los lectores a quienes repelen las frases hechas del tipo «asentar por escrito» que es, sin embargo, lo que me gustaría hacer con una cosa que he visto hoy, aunque yo sólo soy un aficionado a quien cortan las reglas de la tragedia, del soneto o de la oda, porque no tengo costumbre de escribir. ¡Joder, no sé cómo me las he arreglado pero ya estoy otra vez al principio! No me vaya a aclarar nunca. Da igual. Cojamos el toro por los cuernos. Un tópico más. Y, además, el chico aquel de toro no tenía nada. Mira, eso no está mal. Si escribiese: cojamos al mequetrefe por el cordón de su sombrero de fieltro a un largo cuello pegado, a un cuello superlativo, tal vez eso seguramente sería original. Quizás cosas así me permitirían conocer a los señores de la Real Academia, del Gijón y de la editorial Cátedra. Al fin y al cabo, por qué no iba a hacer adelantos. La práctica de escritura hace maestro en literatura. Qué bien me ha salido eso. Aunque no hay que perder los estribos. El tipo de la plataforma sí que los perdió cuando se puso a insultar a su vecino con el pretexto de que este último le pisoteaba cada vez que se encogía para dejar subir o bajar a los viajeros. Lo mismo que cuando, después de haber protestado de aquella manera, se fue deprisa a sentarse en cuanto vio un sitio libre dentro, como si se oliese los palos. Mira, ya he contado la mitad de mi historia. No sé cómo lo he hecho. Hasta es agradable esto de escribir. Aunque queda lo más difícil. Lo más duro. La transición. Y aún peor porque no hay transición. Mejor lo dejo. 

Videoconferencia
Raymond Queneau. Ejercicios de estilo

miércoles, 17 de septiembre de 2025

MICHÈLE AUDIN. UNA VIDA BREVE; LA SEÑORITA HAAS

Una semana más Todos los libros un libro comparece en Radio Universidad de Salamanca y aquí, en el blog del espacio, con una propuesta de lectura que pueda resultaros atractiva. Esta tarde os traigo un par de libros muy interesantes de una no muy demasiado conocida escritora franco-argelina, Michèle Audin. Se trata de Una vida breve, que apareció en la editorial Periférica en el año 2020, en traducción de Pablo Moíño Sánchez, y de La señorita Haas, que vio la luz en el mismo sello, a comienzos de 2023, traducido por Manuel Arranz. Los responsables de la editorial cacereña nos informan, en las solapas de ambos libros, de que Audin es, además de novelista, historiadora y matemática, condiciones estas dos últimas que afloran de manera notoria en las obras que hoy os presento. Nacida en Argelia en 1954, ha trabajado en diversas universidades, siendo su campo de investigación la muy abstrusa Geometría Simpléctica, cuyos arcanos me están irremediablemente vedados, incluso en sus variantes más elementales (si es que ese hecho, la posibilidad de que tal enrevesada disciplina admita formulaciones sencillas, es admisible). Un rasgo común a su obra literaria -así lo afirma la editorial, y así resulta patente, como luego veremos, en los dos títulos que protagonizan nuestro espacio esta tarde- es “la voluntad de dar voz a los olvidados de la Historia: los hombres y las mujeres de la clase trabajadora”. Es reveladora, en este sentido, la cita que encabeza Una vida breve: el papel del escritor no está exento de difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse hoy al servicio de los que hacen la Historia; está al servicio de los que la sufren, unas palabras de Albert Camus en su discurso de aceptación del Premio Nobel, el 10 de diciembre de 1957. 

Michèle Audin es miembro del grupo de experimentación literaria Oulipo, acrónimo formado por las iniciales de Ouvroir de littérature potentielle (Taller -u Obrador- de Literatura Potencial), al que ya me he referido aquí en otras ocasiones y al que a partir de la semana que viene dedicaré esos programas monográficos que tantas veces he prometido en temporadas pasadas. Los vínculos con las matemáticas, las componentes de experimentación y juego literario, los rasgos de artificio y exploración, el sometimiento voluntario a limitaciones prefijadas, el gusto por las listas y las enumeraciones, el propósito de “agotar” la descripción de la realidad que el autor pone bajo su foco, señas de identidad del Oulipo, están también presentes, en mayor o menor medida, en las dos textos de Audin que he traído para vosotros esta tarde. Dos libros que, sin embargo, difieren de las muestras más habituales de la literatura “oulipiana” en el hecho de que mientras la mayor parte de estas, en general obvian -o dejan en segundo plano- la voluntad del “querer decir” común a las obras literarias convencionales, esto es, la intención del autor de remitirse a una realidad “externa” al texto, sea el mundo real, las vivencias personales de quien escribe, la psicología de los personajes o los acontecimientos históricos en los que se inscribe el relato, para desenvolverse en el mero ámbito formal en el que el significado tiene mucha menor importancia que el significante, tanto en Una vida breve como en La señorita Haas, en cambio, las maniobras lingüísticas, los artificios y constricciones de partida no se quedan en ese sugerente aunque limitado terreno del experimento, siendo solo el peculiar vehículo estructural para contar historias, para, por el contrario, dar cuenta de experiencias, significativas, vitales, intensas, reveladoras y dotadas de sentido y emoción, de sentimiento y humanidad de sus criaturas. 

Así ocurre, sin duda, en Una vida breve, el primero publicado (en 2013 en Francia y en 2020 en España), aunque el que yo he leído más tarde, hace tan solo un par de años. Bajo la iluminadora referencia, antes citada, de Albert Camus, con presencia también en el texto, Michèle Audin escudriña en las circunstancias en que se desenvolvió la muy corta vida de su padre, Maurice, también matemático y profesor, fallecido, con solo veinticinco años, casi seis décadas antes de la redacción de su libro; en una investigación que se sustenta en sus propios recuerdos y en los de sus familiares así como en la documentación de la que dispone o a la que puede acceder. Pero nadie mejor que la autora para dar cuenta del propósito último de su obra, cuyo capítulo 0 os transcribo, por ser simultáneamente sucinto y esclarecedor: 

En este libro se habla de una vida breve. No de la de un desconocido elegido al azar, por haber visto su foto o su sonrisa en un periódico viejo, sino de la de mi padre, Maurice Audin. 
Puede que ya se hayan topado con su nombre. Puede que hayan oído hablar de lo que se conoce como «el caso Audin». 
O puede que no. 
Lo digo desde el principio: no es de ese «caso» de lo que quiero hablar aquí. Por lo demás, no veo qué podría añadir a una verdad también breve y brutal: en 1957 Maurice Audin tenía veinticinco años, fue arrestado durante la batalla de Argel, fue torturado por el Ejército francés, fue asesinado, se organizó un simulacro de evasión y se hicieron desaparecer las huellas de su muerte, como determinó la investigación que llevó a cabo Pierre Vidal-Naquet entre 1957 y 1958. Nada nuevo aprenderán aquí acerca de dicho caso. Ni el mártir, ni su muerte ni su desaparición son el tema de este libro. 
Todo lo contrario: de la vida, de su vida, de una vida cuyas huellas no han desaparecido por completo, pretendo hablarles aquí. 

El enfoque con el que la hija encara su relato es poliédrico, abriéndose a distintas vertientes de la fugaz existencia de su progenitor, conformando un libro de difícil adscripción genérica: biografía, documento histórico, memorias, evocación poética, experimento literario… Así, hay en él lugar para presentar breves notas sobre los orígenes de su familia en Túnez, entonces aún bajo el protectorado francés, antes de la independencia de 1956; sobre la vida en Argelia, envuelta en una muy cruenta guerra que empezaría en 1954 y acabaría igualmente con la independencia en 1962. Están también, y en relación con esa difícil relación de los argelinos con la metrópoli, los avatares del conflicto colonial, las discusiones políticas y, sobre todo, la cruel represión sobre los nacionalistas, con las ejecuciones sumarias, los bombardeos y las masacres, las torturas a civiles, la brutal actuación de los “paracas”, el batallón de paracaidistas destinado a Argelia para someter a los insurgentes y activistas opuestos a la dominación francesa. Aunque el núcleo central del libro se ocupa, sobre todo, de la peripecia personal del joven Maurice: su amor por Josette; su boda, de la que nacerán tres hijos, Michèle, la mayor, y dos hermanos pequeños; su dedicación a las matemáticas; su compromiso político; las circunstancias de su detención, tortura y asesinato; las repercusiones de su desaparición. 

Son las matemáticas, precisamente, el origen -confesado por la autora- del libro. Matemática ella misma, como ya he señalado, Audin trabajó durante años sobre la historia de los matemáticos en el siglo XX, en particular sobre Jacques Feldbau, un matemático en cuyos trabajos se ha basado en parte su carrera investigadora. El que Feldbau, en un evidente paralelismo con su propio padre, como veremos, no hubiera conseguido acabar su tesis a causa de los avatares políticos -del terror y de los crímenes políticos, más exactamente-, en su caso la deportación -era judío- a Drancy y después a Auschwitz, destino al que sobrevivió fugazmente, pues murió en un campo alemán justo antes del final de la guerra, la llevó a investigar sobre él y a escribir un libro sobre sus matemáticas y su vida. Puede que aquel trabajo fuera para mí, sobre todo, un primer paso hacia este texto -afirma-. Una manera de relacionar la historia concreta de la desaparición de mi padre (pues su profesión y sus orígenes lo volvieron singular entre la cohorte de desaparecidos de la batalla de Argel) y nuestro duelo particular con una historia colectiva. Alrededor de los millones de dolores individuales que siguieron a las desapariciones de millones de personas en los campos nazis, […] hay un duelo colectivo, una memoria histórica que nos han faltado, cuya ausencia sigo sintiendo todavía

Este vínculo entre lo concreto e individual y lo general y colectivo aparece engarzado a través de los recuerdos de Michèle (pobres, pues tres años, apenas, tenía cuando su padre murió), de su investigación y sus reflexiones retrospectivas, y del análisis ideológico en el que afloran la necesidad de la indagación en los sucesos casi olvidados del pasado, la reivindicación de la memoria o las consideraciones sobre la persistencia del mal como una constante, al parecer inevitable, de la naturaleza humana. Todo ello a partir de numerosas fuentes de las que se da cuenta en el texto: fotografías viejas, álbumes, documentación civil, archivos y registros varios, actas judiciales y notariales, partidas de nacimiento y certificados de defunción, textos escritos por sus familiares, en particular uno de Charlye, hermana mayor de Maurice y tía, por tanto, de la autora, los minuciosos cuadernos en los que constan las cuentas domésticas del joven matrimonio, libretas repletas de fórmulas matemáticas, hojas sueltas y papeles diversos conservados como por azar. En general, la información que maneja es escasa, desordenada, fragmentaria, insuficiente, meros retazos, como huellas que él me hubiera dejado, pequeñas señales que él me hubiera enviado… La hija reconstruye, completa, en realidad imagina y, en cierto modo, inventa la figura de su padre haciéndolo revivir desde los objetos que de él perduran, el escritorio, el reloj, la maquinilla eléctrica, un bote de cola blanca, una tabla de logaritmos, un diccionario de alemán (Yo estaba, escribirá Michèlle, y lo sigo estando, dividida entre la profunda aversión por el fetichismo de esos objetos y el deseo de conservar sus huellas). El retrato del padre se “dibuja”, igualmente, por entre lo que otros decían de él (cariñoso, bueno, trabajador, la inteligencia asesinada, dulce y amable, su frente amplia, su aspecto distinguido, sus manos mágicas, sus capacidades, apasionado por la justicia y la libertad, bueno con todos, un joven luminoso, amabilidad y profundidad, honrado); intuido también en los “encuentros” con sus repentinas “apariciones” en la vida diaria (los anfiteatros de las aulas académicas, la biblioteca universitaria, los cuadernillos de apuntes, los exámenes, forman parte de la cotidianidad de padre e hija y esta rememora en su propia labor docente experiencias que pudieron ser también las de su progenitor: A veces me lo encuentro en alguna de mis aulas); “renacido” en las visitas -sesenta años después- a los lugares de los que hay constancia de su presencia. Pero, en la mayor parte de los casos, la evocación es tan solo una tentativa de acercamiento a un pasado inaccesible, de conocimiento improbable. Quisiera acordarme de una costumbre, de una expresión, del modo que tenía de llevar tal o cual prenda, de cosas insignificantes, anecdóticas. Me gustaría conocerle defectos, afirma. El libro se llena así de dudas (lo que hizo [en una determinada situación] no lo sé, en expresión que se repite de continuo: no sé qué lo hacía reír, qué lo divertía), de hipótesis, de preguntas: ¿jugaba de pequeño con sus hermanos? ¿Se peleaba con ellos? ¿Solía ayudar a su madre a hacer tartas? ¿Tenía ganas de montar a caballo como su padre? ¿Cuáles habían sido sus lecturas? ¿Le gustaba el olor a madera de los sarmientos que su madre quemaba por la mañana para calentar la leche, en Koléa? ¿O el de las sardinas que la familia freía al fuego, también de sarmientos? ¿Y el del mosto en fermentación en los lagares? ¿Qué películas le gustaban?, y tantas otras, en un rasgo estilístico claramente “oulipiano”, las enumeraciones, los intentos de completar de modo exhaustivo la aproximación a la realidad descrita. Una vida breve es así la rememoración literaria de un personaje y un mundo desaparecidos (El mundo en el que él vivió ya no existe, lo he dicho, y con él desapareció aquello que él habría deseado que desapareciese, las criadas musulmanas, los colonos, la pacificación, los niños analfabetos, en eso que ha de denominarse el apartheid colonial) que, sin embargo, van aflorando de un modo finalmente nítido gracias al talento de la escritora. 

De este modo conocemos el árbol genealógico de la familia, los orígenes de padres y abuelos, un extracto de su partida de nacimiento, las principales noticias publicadas en la prensa en febrero de 1932 (Maurice había nacido el 14 de ese mes), la vida en Túnez (en donde vio la luz, en Béja, a cien kilómetros al oeste de la capital), su infancia en los cuarteles de la gendarmería (Louis Audin, su padre, era gendarme), su internamiento en un colegio para “hijos de tropa”, su juventud, su estudios universitarios, su boda, sus hijos, la universidad, la militancia, la familia, las pautas que marcaron la existencia demasiado breve de un hombre, apenas un muchacho, demasiado joven (mi padre no sobrepasó la edad que tienen algunos de mis estudiantes). Y accedemos a su corta pero intensa militancia política (Se hizo comunista en 1951 siguiendo a mi madre: ella se había adherido al partido comunista argelino en 1950. Lo que les motivaba era más la lucha anticolonialista que la lucha de clases), a su actividad semiclandestina (distribuía la prensa y se ocupaba de la seguridad de los militantes que habían pasado a la clandestinidad, les conseguía papeles falsos, y los llevaba de un escondite a otro), a los riesgos que afrontaba tras el comienzo de la guerra de Argelia, el 1 de noviembre de 1954, acrecentados cuando, en enero de 1957, la décima división de paracaidistas asume los plenos poderes en materia policial («Los tacones de los paracas en las aceras de Argel me dieron la misma impresión que los tacones de las botas alemanas en las aceras de Bayona en 1940», escribió mi abuela en un cuaderno unos meses después). 

Y, en paralelo, las matemáticas: De todas las condiciones (hija, universitaria, historiadora…) que habré tenido durante la escritura de este texto, la más confortable es la de matemática. Tal vez les parezca evidente, pero para mí fue una auténtica sorpresa. He pasado años de mi vida repitiendo que no quería mezclar mi vida profesional y mi vida privada. Y hete aquí que me encuentro, entre sus papeles matemáticos, como en mi casa. Leo una carta profesional, una carta bastante trivial enviada a un colega, y en esta carta lo encuentro, lo conozco, lo reconozco. Sus estudios en la biblioteca universitaria con quien acabaría por ser su mujer; su incipiente y a la postre truncada carrera académica; la elaboración de su tesis, que versaba sobre «los operadores lineales entre espacios vectoriales de dimensión infinita, sus núcleos, sus imágenes»; su publicación (saldría de imprenta cuando Maurice ya estaba en manos de los paracaidistas). 

Porque los peligros que entrañaba el compromiso político (cualquier día esperaba recibir una cuchillada por la espalda o un balazo) acabarían por fraguar en su detención, en las torturas, en los terribles días finales (Las últimas palabras que dijo a mi madre, cuando se lo llevaron los paracaidistas, fueron: «Ocúpate de los niños». Fue el martes 11 de junio. Las últimas palabras que dijo a Henri Alleg cuando sus torturadores los pusieron cara a cara fueron: «Es duro, Henri». Fue el miércoles 12 de junio. Sabemos que después habló con Georges Hadjadj y otros prisioneros, pero las palabras exactas que dijo no las conocemos, la fecha tampoco), en su muerte en Argel el veintiuno de junio de mil novecientos cincuenta y siete, como aparecerá en un registro posterior en el que, sin embargo, no consta quién lo asesinó. 

Y el libro da noticia también de la reivindicación de su figura tras su cruel desaparición: la “tesis honorífica” “defendida” de manera póstuma, en una lectura que tendría lugar en la Sorbona, seis meses después de su muerte, en lo que fue un acto solemne y una impresionante manifestación pública: El presidente del tribunal empezó preguntando si Maurice Audin estaba en la sala. Ante la ausencia de respuesta, dio la palabra a De Possel. Los presentes escucharon la presentación, algunos recuerdan «un gran momento, muy impresionante», esperaron a que terminaran las deliberaciones y, después, Maurice Audin fue proclamado doctor. Quizá fuera durante dicha proclamación cuando Jean Favard habló de «un talento tanto más valioso cuanto que era muy poco habitual», como recuerda uno de los matemáticos presentes. Hubo un minuto de silencio, de eso también hay fotos en los periódicos, que muestran a mi madre y a mis abuelos durante ese minuto. Y las conmemoraciones y los homenajes: una plaza cercana a la Universidad de Argel pasó a llamarse “plaza Audin” tras la independencia; en Francia llevan su nombre algunos lugares, calles, liceos, residencias; hay placas aquí y allá, hay un «Comité Audin» contra la tortura en Argelia, hay un premio de matemáticas que lo recuerda. Pero son, sobre todo, los “recuerdos inventados” de Michèle los que inundan el libro de emoción y tristeza, de sensibilidad y belleza, como en el conmovedor texto final que os dejo al término de esta reseña. 

Y todos esos componentes, dramatismo, melancolía, afectividad, ternura, sentimiento, compasión, delicadeza y verdad, también el repaso a una trascendental etapa histórica, la muy fidedigna crónica de una época convulsa y terrible, están también en la segunda de las obras de Michèlle Audin que, ya de un modo más sucinto, paso a comentaros. La señorita Haas no es, siendo estrictos, “la” señorita Haas, sino “las” señoritas Haas. Con un punto de partida y un planteamiento muy originales, Audin presenta, en cerca de una veintena de capítulos, las vidas de trece mujeres, comunes, anónimas, olvidadas e irrelevantes para la “Gran Historia”, que comparten, además, idéntico apellido, Haas. Oigamos, una vez más, a la autora, en el elocuente texto con el que abre su libro: 

Tienen veinte años, treinta o alguno más en 1934. Trabajan. 
Se llaman señorita Haas. 
Son bibliotecarias (adjuntas), porteras, cocineras, peluqueras (¿de qué hablaban las mujeres en la peluquería en Belleville en 1938?), costureras, fresadoras, enfermeras, escritoras (único neologismo femenino en esta lista), criadas, maestras (¡ay!, ¡casi todas habían soñado con ser maestras!), periodistas, asistentas, investigadoras (auxiliares), obreras de la metalurgia, libreras (empleadas), pianistas, físicas, urdidoras, comadronas, dependientas… 
Tenían sesenta años, setenta o alguno más en 1974. Tal vez. Yo tenía veinte. 
Pude coincidir con alguna de ellas en una manifestación o en cualquier otra parte. 
Las vemos en 1934 y un poco después. 
Trabajan. Casi todas, con las manos: manos de comadrona, manos de obrera, manos de pianista. Son auxiliares, adjuntas, temporeras, señoritas. Sueñan. Embargadas por la alegría y el dolor, viven una historia llena de ruido y de terror. Su trabajo no aparece en los libros de historia. Son invisibles. Olvidadas. Omitidas, más bien. 
Son únicas, son encantadoras. 
En blanco, en negro, en gris, he reunido algunos momentos de sus vidas, como un mosaico que cuenta su presente, su historia, la mía, la nuestra. 

Esos momentos en los que se “fijan” las fotografías de Michèle Audin, se sitúan entre el 6 de febrero de 1934 y el 20 de agosto de 1941, en un recorrido cronológico, mezcla de crónica y memoria, punteado por acontecimientos notables de la época en Francia y en Europa, pues cada una de las fechas precisas en las que se detiene la mirada de la autora, más allá de ser significativas en las vidas de sus protagonistas, lo son también en la historia de un país y un continente convulsionados por la ascensión del nazismo y la devastadora explosión bélica consiguiente. En cada una de las historias, autónomas aunque surcadas de tenues puentes entre ellas, con personajes que saltan de una a otra, el talento de Audin, su voluntad experimentadora, su vocación matemática y su adscripción “oulipiana” afloran en los distintos registros literarios, perspectivas narrativas y opciones estilísticas con los que se cuentan: relato convencional; narración omnisciente; estilo indirecto libre; reportaje periodístico; interpelación al lector; monólogo interior; género epistolar; interrogatorio; diálogos; descripción minuciosa de una fotografía; juegos lingüísticos, como, por ejemplo, verbos en infinitivo; inventario exhaustivo de una plaza y del movimiento en torno a ella; fragmentos de obras literarias; informes, actas, cédulas de identidad; notas a pie de página que desarrollan una línea argumental paralela a la del texto que glosan; transcripción de noticias de prensa; enumeraciones y listados varios, que se sustentan en una amplísima variedad de fuentes -archivos, libros, testimonios, películas, imágenes, periódicos- de los que se da cuenta en el capítulo final de la obra, que se presenta con el “oulipiano” título de Algunas listas

Pero, más allá de los llamativos, interesantes y eficaces recursos literarios, lo sustancial del libro reside en las existencias de sus protagonistas, en sus expectativas, en sus sufrimientos, en sus sueños, en su cotidianidad, en sus ilusiones, en sus diversiones y sus alegrías, en sus duras situaciones laborales, en sus luchas y reivindicaciones, en su muchas veces difícil supervivencia. Mujeres que padecen las trágicas acometidas con las que las golpean las amargas vicisitudes de su tiempo; un tiempo, cuyos rasgos más destacados acaban mostrándose, como en un rompecabezas, por entre las semblanzas de todas las mujeres “retratadas”. Así, en un relato narrado de un modo convencional, en estilo indirecto libre, conocemos a Catherine, maestra soltera y embarazada, que cuando se encamina a la consulta del médico para someterse a un aborto se ve envuelta en los disturbios producidos en una manifestación antiparlamentaria organizada en París por grupos, partidos y “ligas” de la extrema derecha populista y que acabarían por convertirse en un motín en la plaza de la Concordia, en unos acontecimientos muy relevantes en la historia de Francia. Y, a continuación, comparece Léopoldine (el nombre de casi todas las protagonistas termina en “ine”, salvo una Suzanne y otras dos de ellas, de las que solo conocemos el apellido), fresadora en la Citroën, que busca a su padre biológico después de que la madre, al morir su marido -“falso” padre de la chica-, le cuente la verdad de su origen. En un café, la chica, que ha localizado a su padre en el dueño del establecimiento, observa el entorno, que se nos muestra a través de una especie de encuesta o cuestionario, en el que van surgiendo con fría objetividad y precisión rigurosa los detalles del local, los rasgos de los parroquianos, los acontecimientos del día en la prensa que estos leen, las circunstancias personales de la muchacha y hasta los pensamientos y las íntimas emociones que la invaden cuando, sin identificarse, escucha las intervenciones de su padre en las conversaciones con sus clientes. Léopoldine aparecerá en otros dos capítulos, en una suerte de reportaje periodístico sobre su trabajo, que alterna en el texto con su monólogo interior, y en un suceso en una peluquería a la que acude a cortarse el pelo, cuando al dar a luz repentinamente la peluquera, ella debe hacerse cargo del local, en un día, el 11 de marzo de 1938, que recordará de por vida, pues a la mañana siguiente tuvo lugar el Anschluss: las tropas alemanas habían invadido Austria

Y está también Péroline, una joven matrona que ayuda en el nacimiento de un niño y que ansía aprender a conducir. Y su prima Claudine, pianista, que da clases a niños, una joven inocente, católica, de clase acomodada, que, no sin reticencias, “transita” hacia el comunismo, hecho que conocemos por una carta en la que da cuenta de su “conversión” al nuevo credo. Audin nos la presenta dos veces, en un acto o mitin de aniversario de la comuna en el Muro de los Federados del Cementerio del Père-Lachaise de París, el lugar en el que, el 28 de mayo de 1871, 147 federados, combatientes de la Comuna de París fueron fusilados y echados a una fosa abierta al pie del muro, y en una segunda ocasión, en una reunión de célula comunista, en donde asume el compromiso de esconder la máquina de ciclostil con la que el grupo hace copias de panfletos. La guerra se declaró al día siguiente, el 3 de septiembre de 1939, leemos, en una pauta que permea, como se ha dicho, el libro entero: el engarce entre las modestas vivencias de las vidas privadas y los sucesos que acabarían por alcanzar una repercusión histórica. 

Y encontramos luego a Valentine, vendedora en las Galerías Lafayette, encerrada en el local en el curso de una huelga de empleados. Su historia es contada en primera persona por una periodista, Delphine Dusapin, en un artículo, cuya transcripción constituye el capítulo entero del libro, publicado en Une semaine à Paris, el 17 de junio de 1936, pocos días después de la victoria del Frente Popular en las elecciones legislativas francesas. Y vemos a una Señorita Haas, cuya presencia en la obra se produce a partir de un par de fotografías: parece muy joven, sin duda no tiene más de veinte años. Hay otra mujer, sobre cuyo hombro izquierdo apoya una mano. Hay también un hombre y tres barcas al fondo, descansando en una playa con marea baja. A lo lejos, el mar y el cielo. Las dos están mirando, con el sol de cara, al fotógrafo. Ahora la chica está levantada, de pie sobre las rocas con las manos en la cintura. En 1969, Francine Haas, diecisiete años, fotografía el París en que vivió su madre. Ésta, con cincuenta y nueve años, mira las fotos y comenta el 14 de julio de 1937, recuerda los escenarios, evoca su vida en aquel tiempo, su llegada a Francia desde los shtetls de Polonia, las penurias de los judíos que aspiran infructuosamente a la nacionalidad francesa, su entusiasta paso por la universidad obrera, el encuentro con quien sería su marido, el amor, los días felices del pasado, era París, era el paraíso. 

Aline ha cambiado su nombre, huye del acoso de una antigua pareja. Es periodista, pero deja su trabajo, se esconde de la persecución de su hostigador. Estamos en julio de 1937, en los días de en la Exposición Universal de París, con la “atracción” del Guernica en el pabellón español. En la Torre Eiffel, tras seis años de separación, se reencuentra con su primo Marcel. A Céline, Audin nos la trae dos veces. En 1938 es una bibliotecaria de la Biblioteca Nacional. El 29 de septiembre no hay muchos clientes, ella lee la prensa, es el día en que tiene lugar la Conferencia de Múnich (los poderosos dirigentes de los poderosos países de Europa estaban reunidos en Múnich para autorizar a Hitler a invadir Checoslovaquia. Un año después, se declararía la guerra). Sale al parque cercano, se sienta en un banco al sol, atenta a lo que ocurre a su alrededor, describe con precisión -aquí es ostensible la huella de Georges Perec- la plaza, lo que ve, su mobiliario, los transeúntes que la surcan, las ropas que visten, los objetos que llevan, imagina historias, inventa sus vidas. En enero de 1941, Céline ha dejado la biblioteca y trabaja en una librería. Vende un libro, azorada, a un oficial alemán “dueño” del París ocupado. El militar coquetea, ella se mueve entre la ensoñación romántica y el sentido del deber, la vemos dudar y finalmente rechazar su invitación en un monólogo pleno de alusiones “joyceanas”, en el que Michèlle Audin acaba por transcribir las últimas palabras del Ulises, un libro que “esconde” al interés del nazi: y primero lo rodeé con los brazos sí y lo atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero Sí

Suzanne Haas, bióloga, y Justine Haas, física aparecen en las actas de los archivos de los años treinta que dan cuenta de las sesiones de la Academia de Ciencias, dos de las escasas académicas. Su rastro se borra en los documentos posteriores correspondientes a los años cuarenta y cincuenta. ¿Cambiaron de nombre obligadas por las leyes antisemitas? ¿Fueron deportadas? ¿Murieron? En cualquier caso, las dos desaparecieron del mundo de la micología aplicada, de los neutrones lentos y de las publicaciones científicas. Pero han encontrado su sitio en las páginas de este libro

La historia de Victorine, una huérfana llegada de Estrasburgo para servir en una casa parisina, se narra en primera persona, en un texto plagado de notas a pie de página que permiten hacer avanzar otro relato complementario; una idea que la autora, como confiesa en el capítulo final del libro, “tomó prestada” de Pablo Martín Sánchez, el oulipiano español. La presentación de Pauline, en mayo de 1939, se hace a través de su cédula de identidad y del documento de control de judíos, registrado dos años después del primero. La frialdad de la prosa burocrática, de los austeros datos de identificación, entre los que destaca, en rojo, el sello “Judía”, revelan, sin embargo, la vida entera, difícil de la mujer. También dura es la existencia de Albertine, limpiadora, una mujer gris, invisible, transparente y miope, de quien abusa y sobre la que ejerce violencia su marido. El relato de una de sus jornadas normales de trabajo se presenta alternando con el de las funestas agresiones domésticas, todo ello enmarcado entre otros hechos objetivos del mismo día, el 30 de octubre de 1940, que aparecen como si de noticias de prensa se trataran. 

Éveline Haas es la periodista que ha escrito los artículos sobre la fresadora Léopoldine. El 1 de mayo de 1940, la guerra cumple sus primeros meses, acude a la Gare de l’Est para acompañar a su sobrino, movilizado. Allí coincide con la señora Michel, que se despide de su hijo, también reclutado. Tras la marcha de los jóvenes, las mujeres prolongan el encuentro fortuito en la cafetería de la estación. Éveline es una burguesa parisina, bien peinada y bien vestida, una dama con sombrero. Su compañera, una obrera de los Vosgos con una chaqueta de punto. Tomarán un café, conversarán, se darán noticia de sus vidas, nacerá una amistad improbable. Volverán a quedar meses después, un par de veces. La última cita será efímera y finalmente frustrada tras llegar la señora Michel sofocada, con retraso y preocupada a causa de las detenciones que se producen por doquier en la ciudad ocupada. Al día siguiente Éveline leerá en el periódico: ARRESTO DE JUDÍOS EN EL DISTRITO XI. En el transcurso de una vasta operación policial, un gran número de judíos han sido arrestados en el distrito XI. Para efectuar esos arrestos ha sido necesario acordonar durante varias horas los accesos a dicho distrito. Estas medidas se han tomado como consecuencia de las manifestaciones comunistas que han tenido lugar últimamente en el distrito XI, en las que habían tomado parte, como se sabe, numerosos judíos. Es el 21 de agosto de 1941, el comienzo de la primera gran redada de judíos en París. Así termina el libro, que enlaza, siquiera de manera indirecta, como ocurrió con La catadora la semana pasada, con estas fechas en que conmemoramos el octogésimo aniversario del final definitivo de la Segunda Guerra Mundial, cuando después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, Japón capituló, formalizando la rendición definitiva el 2 de septiembre de 1945. 

Os recomiendo vivamente estas dos espléndidas obras de Michèlle Audin, Una vida breve y La señorita Haas. Entre las muchas referencias musicales de la primera de ellas, he elegido un clásico de la canción francesa, Le temps des cerises, que aquí sonará en la versión de Yves Montand, por su fecha, 1955, probablemente la que escucharía el desgraciado padre de la escritora. 


Sería fácil escribir aquí que me acuerdo de haber ido caminando por la calle con él, con mi vestidito rojo, sería fácil escribirlo porque mi madre dice que me rememora así, pero no, de eso no me acuerdo, porque no puedo obviar todo lo que se ha contado, repetido, congelado. ¿Cómo no iba a acordarme de que le impidió a mi madre que me pusiera harissa en la boca (pero ¿realmente ella habría hecho algo así?) por haber dicho una palabrota?, ¿cómo no iba a acordarme después de que ella me lo haya contado tantas veces? 

Sería falso decir que no tengo recuerdos de él. Los tengo, me importan y por eso me los guardo para mí. 

Me habría resultado fácil decirles que en la calle de Nîmes no tenían teléfono, porque el cuaderno de cuentas de 1954 alude a comunicaciones telefónicas (a treinta francos). Me resulta fácil decirles que en la calle Gustave Flaubert sí teníamos teléfono, e incluso les puedo decir que el número era el 688-95. Este teléfono está indicado en un plano del apartamento que encontré (pero, a diferencia de lo que dicho plano preveía, no estaba en la entrada). Desempeña su pequeño papel en la historia de la ratonera en la que se convirtió aquel apartamento durante los días que siguieron a su detención, de manera que está acreditado por la historia. No me resulta demasiado difícil contarles que, cuando yo quería llamar por teléfono, él hacía el número del reloj parlante y yo escuchaba extasiada, escuchábamos juntos: «a la tercera señal, serán exactamente…», pues, en efecto, me parece recordar que en aquella época no había más que tres «señales». Me resulta un poco más difícil decirles cuánto lamento la muerte del reloj parlante. Para conservar intactos mis recuerdos, escasos, íntimos, preciosos, fútiles y dolorosos, fugaces y fieles, no escribo más sobre ello aquí.

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Michèle Audin. Una vida breve. La señorita Haas