BYUNG-CHUL HAN. LA CRISIS DE LA NARRACIÓN; LA AGONÍA DEL EROS
Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca del que este blog es reflejo, acomoda su emisión de esta semana, siguiendo una pauta muy frecuente en el programa, que a menudo aprovecha determinadas razones de oportunidad como criterio para seleccionar los libros reseñados -junto al objetivo de la calidad e interés intrínsecos de la obra y al subjetivo de mi entusiasmo personal por ella-, a la inminente entrega de los Premios Princesa de Asturias correspondientes al año 2025, cuya ceremonia oficial de reconocimiento a los galardonados tendrá lugar pasado mañana, viernes 24 de octubre, en el Teatro Campoamor de Oviedo. En la categoría de Comunicación y Humanidades, la distinción ha recaído este año en el pensador alemán de origen surcoreano Byung-Chul Han. Un jurado compuesto por Irene Cano Piquero, Victoria Cirlot Valenzuela, Estrella de Diego Otero, Taciana Fisac Badell, Santiago González Suárez, Álex Grijelmo García, Alma Guillermoprieto, Miguel Ángel Liso Tejada, Catalina Luca de Tena y García-Conde, marquesa del Valle de Tena, Cristina de Middel Puch, Miguel Ángel Oliver Fernández, Carmen Riera i Guilera y Diana Sorensen, presidido por Miguel Falomir Faus, y actuando como secretario Óscar Loureda Lamas, nombres reconocidos y de prestigio en los ámbitos de la academia, la literatura, la crítica, el arte, la fotografía, la investigación, el periodismo o la empresa, decidió conceder el premio a Han por, según reza el acta, su brillantez para interpretar los retos de la sociedad tecnológica.
Su obra revela una capacidad extraordinaria para comunicar de forma precisa y directa nuevas ideas en las que se recogen tradiciones filosóficas de Oriente y Occidente. El análisis de Han resulta sumamente fértil y proporciona explicaciones sobre cuestiones como la deshumanización, la digitalización y el aislamiento de las personas. Su mirada intercultural arroja luz sobre fenómenos complejos del mundo contemporáneo y ha encontrado un amplio eco entre público de diversas generaciones.
Byung-Chul Han, nacido en Seúl en 1959, estudió Literatura Alemana y Teología en la Universidad de Múnich, y Filosofía en la Universidad de Friburgo, donde se doctoró en 1994 con una tesis sobre Martin Heidegger. Ha sido docente en la Universidad de Basilea y profesor de Filosofía y Estudios Culturales en la Universidad de Bellas Artes de Berlín, después de haber ejercido en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe. Dentro de lo minoritario de su dominio académico, se trata de un filósofo que podríamos denominar popular, un “pensador de moda”, presente con frecuencia en los medios de comunicación, en las revistas y espacios culturales, y cuyos libros, traducidos a numerosas lenguas, muy premiados e, igualmente, muy citados, obtienen una extraordinaria repercusión de crítica y, con matices, también de público. Es, además -y quizá esta circunstancia contribuya también a su relativo “estrellato mediático”- un autor inusualmente prolífico, con más de una treintena de obras publicadas (un cálculo que hago en el momento en que encaro esta reseña; dada su productividad no sería de extrañar que pronto la cifra crezca).
La anterior mención a los “matices” tiene que ver con el hecho de que estamos ante obras que, pese a la acostumbrada brevedad del autor y a un cierto didactismo en su escritura sencilla y diáfana compatible con la profundidad y la abundancia en ella de referencias literarias y filosóficas, no siempre resultan de fácil lectura. En cualquier caso, y como aviso a navegantes, quiero dejar claro desde el principio que adentrarse en su obra exige un cierto nivel básico de cultura filosófica y, sobre todo, supone la voluntad de llevar a cabo un esfuerzo de lectura reflexiva, intensa, profunda y demorada para poder familiarizarse con las categorías intelectuales, la terminología y las ideas del pensador alemán, y, por tanto, poder comprender en detalle las sugerentes y a veces intrincadas tesis que expone. Si es así, si encaramos sus libros pertrechados del ánimo y la resolución necesarios para afrontar párrafos que hay que leer más de una vez, de una extrema atención para poder captar el sentido de la a veces abstrusa jerga utilizada, y de la suficiente paciencia como para no desanimarse ante la densidad conceptual y las remisiones a ensayos de otros pensadores habitualmente herméticos, aseguro horas de lectura fructífera, muy interesante y -pese a lo aparentemente paradójico de la afirmación- altamente placentera.
En junio de 2023 yo presenté en Todos los libros un libro un espacio monográfico dedicado a Han, en el que os recomendaba la lectura de tres de sus títulos más interesantes, quizá los más conocidos: Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, que vio la luz en nuestro país en 2022 y en el que analiza cómo el frenesí comunicativo e informativo en que se han convertido nuestras vidas, se ha apoderado también de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático. La democracia está degenerando en infocracia, como tesis de fondo; No-cosas, de 2021, una locución que hace referencia a objetos que carecen de presencia física, pero que tienen, sin embargo, una gran importancia en nuestra vida cotidiana, siendo los datos su ejemplo paradigmático en la era digital en la que vivimos, convertidos en una especie de moneda de cambio, pues entregando información personal, como nuestro nombre, dirección de correo electrónico, gustos y preferencias, podemos acceder a servicios gratuitos en línea, como el correo electrónico, las redes sociales y las plataformas de vídeo, sin ser conscientes de que, al proporcionar esa información, estamos creando una “no-cosa” que puede ser utilizada para fines que no siempre son transparentes o éticos; y La sociedad del cansancio, cuya primera edición en español es de 2012 y en la que se estudia cómo la constante demanda de rendimiento, la falta de tiempo para la reflexión y la contemplación, la permanente obligación de estar ocupados y disponibles de continuo que nos imponemos a nosotros mismos, la autoexplotación y la consunción emocional, la actividad incesante y el inclemente grado de exigencia al que nos sometemos, la búsqueda desaforada de positividad y superación personal, propias de los tiempos actuales, están provocando el agotamiento del ser humano, produciendo en nosotros altos niveles de estrés, ansiedad y depresión, e impidiéndonos encontrar un sentido de satisfacción duradera y de bienestar. Os remito a mi canal de YouTube y al blog del espacio por si queréis recuperar mis comentarios sobre esos tres muy sugestivos libros.
Para celebrar ahora la concesión del Premio Princesa de Asturias os traigo otras dos obras del surcoreano, también muy apreciables y que, de un modo general, comparten los rasgos más destacados -y también, por ello, los más “identificativos”- del universo Byung-Chul Han, La crisis de la narración y La agonía del Eros, ambos editados por Herder (que alberga en su catálogo una veintena de títulos del autor) en 2023 y 2017 respectivamente. Antes de su análisis pormenorizado quiero presentar algunas de esas claves generales sobre las que giran -con distintas modulaciones, pero con un indudable eje común- las preocupaciones intelectuales del premiado y que, como es obvio, aparecen recogidas en sus publicaciones.
El mundo de Byung-Chul Han, muy reconocible en cuanto el lector se adentra en cualquiera de sus obras, es un territorio en el que se cruzan la filosofía, la crítica cultural y el análisis de la realidad contemporánea; un ámbito que, en el discurso del pensador, se recorre con un muy perceptible tono elegíaco, de lamento por lo que las transformaciones radicales que nuestros acelerados, vertiginosos, superficiales, narcisistas, ansiosos, uniformizados, consumistas, “datificados”, hiperconectados, tecnológicos y digitalizados tiempos están provocando en el trabajo y el ocio, la educación y la medicina, el comercio y los transportes, el consumo y la cultura, las relaciones personales y las costumbres cotidianas, haciéndonos perder, o debilitando gravemente, nuestra tradicional vivencia de la racionalidad, la mesura, el sosiego, el misterio, la palabra, la conversación, el debate, la atención, el deseo y el amor, la idea de belleza, los rituales, el pensamiento profundo, la conciencia, el sentido, la democracia misma.
Y es verdad que, en cierto modo, Byung-Chul Han escribe siempre el mismo libro, o más exactamente, variaciones, desde enfoques diversos y con sutiles diferencias, de un mismo núcleo de preocupaciones, casi podríamos decir de obsesiones. Pero esos asuntos que examina y disecciona con pulcritud y rigor extremos son tan interesantes que no nos importa volver sobre ellos -al menos eso me ocurre a mí- en sus diferentes libros. Es el caso, por ejemplo, de la idea de la servidumbre voluntaria, del paso de la disciplina represiva a la autoexplotación aceptada, de la evolución de un mundo del “deber” a otro del “poder”, del salto de una sociedad disciplinaria a la actual sociedad del rendimiento, en la que, azuzados por la promesa de la realización personal, nos sometemos de continuo a tareas, exigencias, obligaciones, metas e imposiciones, supuestamente de libre elección pero que, ante la objetiva imposibilidad de su consecución, generan ansiedad, agotamiento, frustración y culpa al asumir el fracaso como déficit individual (cada individuo concebido como empresario de sí mismo y gestor de su marca personal) y no como conflicto social (“no he logrado el éxito, ergo soy culpable de falta de esfuerzo, de disciplina, de dedicación, de entrega, de trabajo”).
Es reiterada también en Han la idea según la cual, la obligación -el mandato- de ser positivos, permanentemente disponibles y “transparentes”, provoca nuestra exposición continua, nuestra indiscriminada visibilidad, la desaparición del secreto y la distancia. La sociedad contemporánea, nos dice, no tolera la negatividad -el silencio, la ausencia, el misterio- obsesionada con la visibilidad total. Todo debe mostrarse, comunicarse, compartirse. Vivimos -y no resulta difícil estar de acuerdo con el lúcido vislumbre del pensador- una dictadura de la transparencia en la que la opacidad o el secreto resultan sospechosos. Ahogados en un exceso de información, perdemos no solo privacidad sino también profundidad. Desaparece la palabra valiosa, significativa -como luego veremos a propósito de La crisis de la narración- y por tanto la posibilidad de auténtica comunicación y de la hondura y el sosiego en el pensamiento.
Igualmente, el nuevo Premio Princesa de Asturias explora en sus textos -en un eje ya muy transitado por otros pensadores- el fenómeno de la captura de la atención y el deseo a través de plataformas que perfilan, predicen, orientan y, por tanto, prefiguran nuestras conductas, en una dramática paradoja según la cual nos sentimos libres mientras seguimos el rígido y predeterminado guion de los algoritmos. El poder ya no necesita disciplinar cuerpos ni vigilar conductas, sino que “dirige” desde dentro las emociones, deseos y decisiones de los individuos. La economía de los datos funciona como una captura programada de la interioridad. El control ya no necesita imponerse, se nos ofrece como servicio, como optimización de la experiencia.
En consecuencia -y aquí encontramos otro tema habitual en su obra-, asistimos a una igualadora y reduccionista homogenización -o expulsión de la alteridad- (piénsese, entre infinidad de otros posibles ejemplos, en la generalización de los tatuajes, signo, en origen, de singularidad diferenciadora y elemento, actualmente, de la uniformización más banal y gregaria, por repetida) en la que no hay cabida para lo distinto, para las ideas, comportamientos, discursos, planteamientos que supongan crítica, resistencia, discrepancia, empobreciendo así la experiencia, que se hace uniforme, neutralizadas las fricciones, las voces discordantes, los enfoques “divergentes”. Lo diferente, lo extraño, lo que no encaja con la lógica de lo igual y lo intercambiable, tiende a ser mitigado o anulado. Las redes sociales representan la manifestación más cruda de esta dinámica: algoritmos que nos devuelven sólo lo que refuerza nuestra identidad, comunidades cerradas donde todo confirma lo que ya pensamos.
Denuncia también Han -aunque no sé si es el término correcto: no hay en sus textos proclamas revolucionarias, ni enardecidos llamamientos a la rebelión, sino sobria exposición de los hechos- la fragmentación como rasgo dominante de nuestros días, la “atomización” del tiempo, la ausencia de orientación vital, de un relato explicativo global, limitadas nuestras existencias a una sucesión de “puntos”, experiencias y sucesos inconexos con las consiguientes pérdida de sentido y sensación de vacío existencial, al privar a la vida de continuidad narrativa, convertida en una sucesión de eventos instantáneos sin hilo conductor.
Otro tanto ocurre con la desaparición de los rituales como forma de habitar la sociedad. Lejos de la versión moderna y desacralizada de los rituales como supersticiones arcaicas, Han los interpreta como recursos capaces de crear lazos sociales y de dotar de significación a nuestra vida. Sin ellos, solo quedan procedimientos, actos sin sentido, por lo que su abandono contemporáneo está provocando el pago de un alto precio en términos de individualismo, desarraigo, soledad y pérdida del sentimiento de comunidad.
En sus libros aparece también con frecuencia un aspecto del diagnóstico de la sociedad contemporánea que detecta en ella la búsqueda ciega del placer y la constante evitación del dolor, de la frustración, de los obstáculos; finalidad loable en sí, pero que llevada a la desmesura, como hoy ocurre, rebaja nuestra resistencia al fracaso, debilita nuestra resiliencia, reduce nuestro umbral de resistencia ante los reveses, los sinsabores, las dificultades. Y, de un modo conceptualmente cercano, hay una constatación de la necesidad compulsiva que hoy se percibe por la perfección, por una belleza idealizada y aséptica, pura, lisa, retocada, en la que no cabe el error, la fealdad, el defecto, la deficiencia, la tara o el lunar, la sombra.
Como puede deducirse de este repaso apresurado de los grandes ejes de la obra de Byung-Chul Han, la fotografía de la sociedad actual que ofrecen sus libros nos muestra un panorama algo desolador, caracterizado por el cansancio permanente; el desasosiego existencial; la desaparición de la intimidad; la aceptación muchas veces inconsciente del dominio y el sometimiento, del sojuzgamiento y la sumisión; la renuncia al saber, la experiencia y el conocimiento; la pérdida de la alteridad en un mar de indiscriminada uniformización; la entrega acrítica y ciega a la diversión efímera y trivial; la superficialidad banal; la volatilización de los rituales; el rechazo, y por lo tanto, la imposibilidad de una ordenación coherente y regulada de hechos e ideas.
Precisamente este enfoque melancólico, esta visión pesimista y nostálgica, que dibuja un presente caracterizado de manera marcadamente negativa y parece añorar un pasado que de modo implícito se idealiza, ha provocado algunas de las críticas que suscita su obra en determinados círculos académicos (y que uno mismo, lector normal alejado de esos ámbitos más o menos expertos, puede compartir al leer sus libros). Al adentrarse en sus páginas, al lector le acomete una cierta sensación de pesimismo, de catástrofe apocalíptica, que se aviene de modo idóneo con esa condición de “profeta del desastre” con la que ha sido calificado el surcoreano por sus detractores. En este mismo sentido, y en relación con las objeciones que se han planteado a su obra, se le achaca falta de rigor, pues desde ciertos sectores universitarios se considera que Han no desarrolla sus argumentos con suficiente profundidad teórica ni respaldo empírico, recurriendo a menudo a generalizaciones sin datos sólidos. En mi particular recorrido por sus libros, no siendo especialista, obviamente, en este dominio del saber, ni estando acostumbrado tampoco a la lectura de textos filosóficos más o menos canónicos, el posible reparo es justo el contrario: como ya he adelantado, y tendré ocasión más delante de volver a comentar a propósito de los dos libros de esta tarde, el hecho de que, en más de una ocasión, Han construya su discurso como una glosa a la obra de distintos filósofos clásicos (Walter Benjamin, Lacan, Foucault, Hannah Arendt, Kant, Péter Nádas, Jean Baudrillard, Martin Heidegger, Paul Virilio o Roland Barthes, entre otros muchos), entorpece en parte la lectura por parte del profano (que desconoce esas fuentes), lo que es compatible -al menos en mi experiencia- con la claridad expositiva y la comprensión -en su núcleo esencial- de las tesis sostenidas por el autor, más allá de las “oscuridades” que provocan las siempre enrevesadas citas académicas y doctrinales y lo arduo y abstruso, a veces, de su peculiar vocabulario.
Hay otros elementos, muy notorios en la obra del surcoreano, que han provocado también un cierto rechazo crítico: el supuesto simplismo de sus propuestas, que a menudo formula contraponiendo pares de ideas (“positividad frente a negatividad”, “transparencia frente a secreto”, “rendimiento versus disciplina”, entre decenas de ejemplos), de forma demasiado esquemática y simplificadora de fenómenos sociales complejos, al decir de los analistas más juiciosos, pero que contribuye a su mejor comprensión por un lector “normal”; la muy frecuente repetición de ideas, que, como una lluvia fina, se presentan y reaparecen una y otra vez de un libro a otro, con reiteración y sin una significativa evolución conceptual; su argumentación aforística, hecha a base de metáforas, de conceptos clave -que se subrayan con el uso de la cursiva, en un recurso abusivamente utilizado por sus seguidores, confesos o no (últimamente, no paro de leer, en prensa y revistas culturales, artículos “byungchulhanianos”)-, hasta el punto de provocar que se le califique como escritor de aforismos, alejado de la figura del filósofo sistemático; y, en el mismo sentido, se critica su estilo excesivamente literario, que prioriza la forma sobre el contenido, ofreciendo una prosa efectivamente elegante, pero a veces vacía de sustancia argumentativa rigurosa.
Sin embargo, estos elementos más o menos denostados de su obra (en síntesis, la nitidez de su escritura, su fácil accesibilidad y la relativa falta de empaque de sus tesis) son, por el contrario, los que permiten su comprensión y su disfrute, también la invitación que contiene a explorar las posibilidades de ulterior reflexión por parte de este lector convencional al que vengo refiriéndome y del que yo mismo creo poder resultar representativo. La escritura de Byung-Chul Han me parece sumamente sugestiva, riquísima de ideas, muy estimulante en su apertura a infinidad de hilos, pese, insisto una vez más, a una relativa complejidad que obliga -¡bienvenidos sean!- al sosiego y la tranquilidad de la lectura.
Todas estas generalizaciones en torno a la obra del filósofo germano-coreano, están presentes, en distinta medida, en los dos libros de los que quiero hablaros esta tarde con un cierto detalle. Empiezo, en primer lugar, por el más reciente de ambos, La crisis de la narración, publicado, como ya he señalado, por Herder en 2023 con traducción de Alberto Ciria. El libro parte de una idea en apariencia paradójica: nuestra época ha perdido la capacidad de contar historias, de hilar la experiencia en una secuencia dotada de sentido. En un mundo en el que, en muy diversos ámbitos (la cultura, la política, la educación, el arte), prospera la moda del storytelling, que es el arte de narrar historias como estrategia para transmitir mensajes emocionalmente, en una realidad social plagada de narrativas, vivimos un vacío narrativo. El análisis -el lamento- de Han por la crisis a la que de manera categórica alude abiertamente en el título, no se refiere a un mero y superficial cambio en el estilo narrativo o a una mutación estética externa, sino a algo mucho más profundo, a una fractura en el modo en que los seres humanos construyen su identidad y su memoria. La narración no es un adorno literario, es el tejido básico de la experiencia. Sin relato, no hay continuidad del yo, ni memoria compartida, ni cultura transmitida y sí, por el contrario, desorientación y carencia de sentido. La crisis de la narración equivale, entonces, a una crisis de la experiencia humana misma. El libro la estudia recorriendo, con ayuda de numerosos textos de algunos de los filósofos ya mencionados, asuntos tan sugestivos como las diferencias entre narración e información, el papel de la memoria, las transformaciones inducidas por la digitalización, y las consecuencias existenciales y sociales de vivir sin relatos.
El núcleo central del análisis de Byung-Chul Han reside en la oposición entre narración e información, en otro de sus habituales juegos dualistas. En apariencia, y a ojos de un ciudadano “normal”, se trataría simplemente de dos distintas formas de comunicación. Sin embargo, bajo la lupa minuciosa del filósofo, que disecciona con meticulosidad y precisión extremas cada idea, cada concepto, cada manifestación de la realidad, en el fondo son dos maneras radicalmente diferentes de percibir y organizar la existencia. La narración implica duración, requiere un inicio, un desarrollo y un desenlace, y, por tanto, da por hecho que lo vivido no se agota en el mero instante, sino que se reelabora y se transmite, se cuenta. La narración construye así un 'hilo' que une los momentos dispersos en una secuencia comprensible. Ese hilo, invisible pero resistente, da continuidad a la vida, proporciona sentido. La narración implica que lo vivido puede integrarse en la memoria y convertirse en experiencia compartida. Cuando contamos lo vivido, lo organizamos, lo entendemos y le damos un sentido. De ese modo la vida no se reduce a un cúmulo de sucesos inconexos, sino que adquiere forma y continuidad.
La información, por el contrario, no construye duración alguna sino que, efímera, se disuelve en el presente absoluto. Es un dato puntual, un impacto que aparece y desaparece. No se organiza en un relato, no se acumula en memoria, no se integra en la experiencia. La información es siempre nueva y, por eso mismo, obsoleta al instante siguiente. La información es aditiva y acumulativa. No transmite sentido, mientras que la narración está cargada de él. Sentido significa originalmente dirección. Así pues, hoy estamos más informados que nunca, pero andamos totalmente desorientados. Además, la información trocea el tiempo y lo reduce a una mera sucesión de instantes presentes. La narración, por el contrario, genera un continuo temporal, es decir, una historia.
Hasta hace poco tiempo, las narraciones nos asignaban un lugar y hacían que estar en el mundo fuera para nosotros como estar en casa, porque daban sentido a la vida y le brindaban sostén y orientación, tenían peso, suponían “verdades”. En cambio, en nuestra moderna contemporaneidad, las narrativas aligeradas, intercambiables y devenidas contingentes, es decir, (…) las micronarrativas del presente (…), carecen de toda gravitación y de toda pretensión de verdad.
Desde esta perspectiva, en la singular dicotomía de Han, la narración se muestra como una forma conclusiva, un orden cerrado, que, como he indicado, da sentido y proporciona identidad. En lo que él llama la Modernidad tardía, en la era posnarrativa en la que estamos instalados, fugaz, superficial, ligera, líquida y fluctuante, sin peso, en el arrasador tsunami informativo que nos lleva por delante, seguimos necesitando narraciones conclusivas, que expliquen y doten de significación a nuestras existencias; de ahí el auge de las pseudonarrativas de los populismos, los nacionalismos, las extremas derechas y los tribalismos, incluidas las narrativas conspiranoicas, que aparecen como ofertas de sentido e identidad, carentes, sin embargo, de verdadera fuerza de cohesión.
Las narraciones son -¿eran?- generadoras de comunidad, son siempre colectivas, transmiten valores, tradiciones, recuerdos. En la narración oral de los pueblos, en la literatura o en el cine, encontramos vehículos de memoria cultural que permiten a las comunidades sobrevivir en el tiempo. Sin narración, las culturas se desmoronan, porque ya no tienen un mecanismo de transmisión de sentido. El storytelling, por el contrario, solo crea communities. La community es la comunidad en forma de mercancía. Consta de consumidores. Ningún storytelling podrá volver a encender un fuego de campamento, en torno del cual se congreguen personas para contarse historias. Hace tiempo que se apagó el fuego de campamento. Lo reemplaza la pantalla digital, que aísla a las personas, convirtiéndolas en consumidores. Los consumidores son solitarios. No conforman ninguna comunidad. Ni siquiera las stories o historias que se publican en las plataformas sociales pueden subsanar el vacío narrativo. No son más que autorretratos pornográficos o autoexhibiciones, una manera de hacer publicidad de sí mismos. Postear, darle al botón de «me gusta» y compartir son prácticas consumistas que agravan la crisis narrativa.
El capitalismo recurre al storytelling para adueñarse de la narración. La somete al consumo. El storytelling produce narraciones listas para consumir. Se recurre a él para que los productos vengan asociados con emociones. Prometen experiencias especiales. Así es como compramos, vendemos y consumimos narrativas y emociones. Stories sell, las historias venden. Storytelling es storyselling, contar historias es venderlas. Espero que se disculpe la larga cita por su extraordinaria significatividad.
En una realidad en la que la información nos inunda y sobrepasa, en la que el individuo acumula datos sin cesar, tal exceso se convierte en ruido, carecemos de mecanismos para integrar en un relato unas tan altas dosis de saturación informativa. Una batallita personal traída a colación de este asunto: cada cierto tiempo me escribe Filmin (más exactamente su algoritmo), comprensivo: ¿Te pierdes entre tanto contenido? He ahí un signo de nuestro tiempo y una magnífica síntesis del estado del mundo que describe, en relación con la información, Byung-Chul Han.
No hay tiempo para profundizar más en el libro, pues quiero dejar también algún apunte sobre mi otra propuesta de esta tarde. Baste decir que, partiendo de este núcleo esencial, La crisis de la narración, reflexiona sobre muchas otras cuestiones adyacentes a la principal. Es el caso de ideas como la instantaneidad y la distancia, la escucha y la atención, la hiperactividad y el aburrimiento; la pobreza de la experiencia; el presentismo desaforado; la imposible felicidad en el paroxismo de la actualidad, la renuncia a la herencia de la humanidad y el descrédito de la tradición; la desintegración del tiempo convertido en un eterno presente; la pobre realidad del phono sapiens con su necesidad constante de likes; la importancia de la memoria humana, selectiva y narrativa, frente a la digital, que procede por acumulación de fragmentos; la cuantificación de la vida; el sentido narrativo -el sentido, a secas- de fiestas, rituales y celebraciones; la histeria por la salud y la optimización; el aterrador vacío vital que intentamos disimular con nuestra hiperconexión; la desaparición de la mirada, ahogada en un solipsismo narcisista; el desaforado consumo de series -el espectador cebado cual ganado-; el desencantamiento del mundo; la desaparición de la magia infantil (Hoy se ha profanado a los niños y se los ha convertido en seres digitales. Mengua la experiencia mágica del mundo. Los niños van buscando informaciones como si estas fueran huevos de Pascua digitales); la dictadura de los datos y la correspondiente volatilización de la teoría, del relato, de la explicación (La teoría como narración esboza un orden de cosas que las pone en relación y, de este modo, explica por qué se comportan así. Desarrolla asociaciones conceptuales, que nos permiten comprender las cosas. A diferencia de los macrodatos, nos ofrece la forma suprema de conocimiento, que es la comprensión); la poesía y las certezas; la espera, la paciencia, la secuencia, el silencio y la atención, requerimientos de lo narrativo, frente a la interrupción y la dispersión constantes consustanciales a la aceleración digital; la biografía como relato frente al yo discontinuo; la narración como curación, como catarsis, como reconciliación (El sufrimiento, narrado, se convierte en experiencia compartida y se hace más soportable), a partir de un texto de Walter Benjamin (El niño está enfermo. La madre lo lleva a la cama y se sienta a su lado. Y entonces comienza a contarle historias». Narrar cura, porque relaja profundamente y crea un clima de confianza primordial. La amorosa voz maternal sosiega al niño, le mima el alma, fortalece su cariño, le da sostén); la pequeña Momo, de Michael Ende, capaz de curar a las personas solo con escucharlas; entre otros muchos asuntos de interés que aparecen entre menciones, muy bien traídas, a Black Mirror, La náusea de Sartre, el Ensayo sobre el jukebox de Peter Handke, el icónico artista contemporáneo Jeff Koons (Lo único que Koons le pide a quien contempla sus obras es un simple «Wow!»), la magdalena de Proust, la muy completa glosa de un espléndido cuento de Paul Maar, autor de libros infantiles. En fin, una obra muy sugestiva y altamente recomendable que finaliza con un dictamen esperanzador: Vivir es narrar. El hombre como animal narrans se distingue del animal en que, al narrar, realiza nuevas formas de vida. En la narración anida la fuerza de los nuevos comienzos. Toda acción transformadora del mundo se basa en una narración. Un mensaje que suscribo íntegramente. Narrar se convierte en un acto de resistencia frente a la totalitaria lógica digital. Escribir diarios; leer novelas extensas; escuchar historias; “perder el tiempo” haciendo reseñas interminables que pretenden profundizar -con más o menos éxito- en un libro; dar clases estructuradas, bien argumentadas, persuasivas, que induzcan a la reflexión; intentar desentrañar, con precisión, los matices de cada idea e intentar transmitirlos de un modo ajustado, ordenado, coherente, dotado de sentido, son prácticas a contracorriente que constituyen, sin embargo, a mi juicio, un muy recomendable gesto contracultural en esta vertiginosa época de dispersión continua. Narrar es, quizá, la condición para sobrevivir en una época saturada de información pero vacía de sentido.
Muy estimable es, también, mi segunda y última propuesta de esta tarde. La agonía del Eros, un libro publicado por Herder, ya se ha dicho, en 2017, con traducción de Raúl Gabás y Antoni Martínez Riu y un entregado, iluminador y algo egocéntrico prólogo de Alain Badiou, el muy longevo filósofo francés. La tesis central del breve ensayo (escasas sesenta páginas si descontamos el mencionado preámbulo, trufadas de las consabidas referencias culturales “marca de la casa” del filósofo: la película Melancolía, de Lars von Trier, el Tristán e Isolda wagneriano, el cuadro Los cazadores en la nieve de Pieter Brueghel, la bellísima Ofelia de Millais, 50 sombras de Grey, entre otras muchas más “académicas”), es que vivimos en una sociedad donde el Eros, entendido como apertura al otro, como tensión erótica hacia lo distinto, se encuentra en agonía, debilitado por un régimen de positividad, de narcisismo y de autoexplotación. El amor, considerado no en el sentido del romanticismo convencional, “barato”, que prolifera en nuestras sociedades, ni siquiera concebido como un noble pacto de coexistencia agradable entre dos personas, sino desde la perspectiva más intensa de entre todas las posibles, como entrega radical al otro, está amenazado, quizá muerto, en cualquier caso seriamente enfermo -agónico, si nos guiamos por el título del libro- a causa de una realidad -la del capitalismo globalizado que enmarca nuestros días- caracterizada por el individualismo, el sometimiento al mercado y la lógica del interés.
Esta mención al “otro” y su posición de privilegio en la relación amorosa constituye el elemento decisivo para caracterizar al amor y para diferenciarlo -en el ya reiterado juego de dualismos de Han- de sus sucedáneos domesticados actuales. El otro, la alteridad, la distancia, el repliegue de propio yo (hay que tener el coraje del anonadamiento de sí mismo para poder descubrir al otro). El Eros requiere distancia, misterio y negación; necesita del otro en tanto otro. Pero la cultura de la positividad, del consumo inmediato de imágenes y cuerpos, disuelve esa alteridad y convierte el deseo en mero consumo. En lugar de relaciones eróticas, tenemos vínculos narcisistas, espejos que nos devuelven lo mismo que queremos mostrar, sin profundidad ni riesgo. El resultado es un deseo domesticado, que nunca se abre realmente a la transformación que trae consigo el encuentro con lo “irreductiblemente otro”.
Porque, en sentido contrario a los valores que respiramos a diario, el Eros no es posesión inmediata, sino búsqueda, movimiento, escalera hacia lo absoluto (como en el brillante aforismo cuya autoría desconozco y no logro localizar -sin duda un hombre-: “lo mejor de hacer el amor a una mujer es el momento en que subes las escaleras de su casa”). Eros es, en ese sentido, carencia, falta, tensión hacia lo que no se tiene, indefinición. No es satisfacción, es deseo de algo que permanece inaccesible. No es por tanto, y así lo corrobora la tradición filosófica, sólo el amor carnal o sexual, sino la fuerza que impulsa al ser humano a salir de sí mismo, a buscar lo otro, a trascender la clausura del yo. Eros es el impulso hacia la belleza y la verdad, es el atrevimiento y el exceso, es la transgresión que rompe los límites de lo útil, de lo sensato, de lo razonable, de lo elegido. El pesimista diagnóstico de Han se vincula estrechamente con la idea de la sociedad del narcisismo, la transparencia, el consumo y la pornografía. El yo contemporáneo no se orienta hacia lo otro, sino hacia sí mismo. Las redes sociales son un laboratorio privilegiado al ser plataformas donde el sujeto produce y consume su propia imagen, buscando validación constante (de nuevo los likes). El Eros, que debería ser apertura hacia el otro, queda degradado a autoerotismo narcisista.
Hay aquí, en este enfoque, un elemento significativo que lo diferencia de otras análisis actuales sobre la muerte del amor. Cita Han a Eva Illouz, en su libro ¿Por qué duele el amor?, en el que sostiene que el amor perece hoy por el exceso de racionalidad, por la casi ilimitada posibilidad de elección, por las numerosas opciones que ofrece el “mercado” digital, por la compulsiva aspiración a lo óptimo, lo perfecto. No es, dice el surcoreano refutando en parte a la filósofa israelí, el exceso de oferta, la abundancia de “otros” lo que mata el amor, sino -también- la erosión del otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un excesivo narcisismo de la propia mismidad. Conecta el pensador su análisis con la presente epidemia de depresión que caracteriza las sociedades desarrolladas. Y es que la depresión es una enfermedad narcisista y, por tanto, opuesta al Eros. Éste arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro, mientras que la depresión hace que se derrumbe en sí mismo. En el mundo digital que hoy nos rodea -y constituye- el otro es reducido a mero objeto de consumo, a público, a espectador, a simple espejo que devuelve al yo su propia imagen. El amor deja de ser el encuentro con alguien distinto para convertirse en un circuito cerrado de autoafirmación. Las aplicaciones de citas, por ejemplo, convierten al otro en mercancía disponible en un catálogo infinito. La relación ya no se funda en el misterio, sino en la lógica de la elección y el descarte. Como consecuencia, vivimos parejas fugaces, vínculos utilitarios, relaciones gestionadas como contratos. Este narcisismo no genera placer estable, sino vacío; el yo, encerrado en sí mismo, termina experimentando cansancio, depresión y soledad, tres grandes males de nuestro tiempo.
En argumento ya presentado en otros libros, Han vuelve a describir nuestra sociedad como una 'sociedad de la positividad', del rendimiento, también del poder. Todo debe ser transparente, productivo, consumible, todo está a nuestro alcance, todo puede adquirirse. Lo negativo -el misterio, el secreto, el silencio, el “otro” radical- resulta intolerable. Y eso es, precisamente, lo que necesita el Eros, en cambio, negatividad; el amor requiere distancia, tensión, espera, incluso sufrimiento. La positividad absoluta lo destruye, porque elimina la alteridad y convierte toda relación en intercambio inmediato. La sociedad del rendimiento, dominada por el poder, en la que todo es posible, todo es iniciativa y proyecto, no tiene ningún acceso al amor como herida y pasión.
Concebimos -con todos los matices que se quiera- el amor como posesión, y siempre aparece unido al conocer, al aprehender, al poseer (según los distintos grados en que manifestamos la voluntad de “hacer nuestro” al otro). Pero el Eros, nos dice el surcoreano, es desposesión, no poder; es distancia, no cercanía; es libertad, no apropiación. Eros/poder, otro de los dualismos favoritos del filósofo ahora premiado: En la relación de poder y dominación me afirmo y opongo al otro en la medida en que lo someto. En cambio, el poder de Eros implica una impotencia en la que yo, en lugar de afirmarme, me pierdo en el otro o para el otro, que me alienta de nuevo.
El amor no es disfrute, emoción controlada, buscada, consumida; el amor es herida, asalto, abismo, caída (to fall in love, como se dice enamorarse en inglés). El amor no se elige con criterios en el fondo economicistas, el amor no es una posibilidad, no se debe a nuestra iniciativa, es sin razón, nos invade y nos hiere, en cita de Emmanuel Lévinas, filósofo lituano muy querido y citado por Byung-Chul Han. Una reflexión que me trae a la memoria el conocido fragmento de Rayuela de Julio Cortázar, coincidente en esencia con dicha idea: Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al vesre. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto. El amor es exposición, desequilibrio y zozobra, impotencia, desaparición del yo, vaciamiento de uno mismo, es atrevimiento y exceso, también pasión, también dolor, también riesgo.
El principio del rendimiento, que hoy domina todos los ámbitos de la vida, se apodera también de la sexualidad. Y el filósofo se adentra en el estudio del superventas Cincuenta sombras de Grey, en el que, bajo la apariencia de transgresión máxima, se ofrece un relación amorosa y erótica formulada como “una oferta de empleo, con sus horarios, la descripción del trabajo y un procedimiento de resolución de conflictos bastante riguroso”. En esta línea, el libro dedica una de sus secciones al porno, el cual, en aseveración categórica, es la antípoda del Eros. Aniquila la sexualidad misma. Han Introduce en su reflexión sobre el asunto otro de sus singulares y algo abstrusos planteamientos duales: secularización frente a sacralización. El porno seculariza el erotismo, lo profana, al modo en que el turismo lo hace con la peregrinación o el museo con el templo. El museo, con su énfasis en la exposición, aniquila el valor cultural implícito y es opuesto, por tanto al templo y su valor de culto; el turismo engendra “no lugares”, contrariamente a la peregrinación, que sacraliza esos lugares. La exhibición pornográfica carece de expresividad, elimina el secreto, el misterio, el carácter sagrado (del latín sacrare, y de ahí consagrar, el modo en que las cosas quedan reservadas a los dioses y, con ello, se sustraen al uso general). El capitalismo, nos dice, contribuye al progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone todo como mercancía y lo exhibe. Mientras el erotismo juega con el velo, con lo oculto, con el diferimiento, la pornografía, al mostrarlo todo, anula toda tensión. El otro se reduce a un simple objeto de consumo visual, no a un sujeto de encuentro y comunicación. De ahí que la pornografía no excite el eros, sino que lo aniquile.
Conecta también Han el Eros con la muerte -en un “topos” muy habitual en el pensamiento contemporáneo: Freud, Bataille-. Nuestro mundo venera la salud, la seguridad, la estabilidad, en lo laboral, en lo sentimental, la “mera vida” (en categoría que centra uno de los capítulos del libro), sin sobresaltos ni excesos. Pero sin riesgo, sin transgresión, nos dice, no hay amor. El capitalismo, al absolutizar” esa “mera vida”, domestica el amor, el sexo, el deseo, para convertirlos en una fórmula de consumo, en productos sin riesgo ni atrevimiento, sin exceso ni locura. Sin muerte. El amor (…) presupone la muerte, la renuncia a sí mismo. La «verdadera esencia del amor» consiste en «renunciar a la conciencia de sí mismo, en olvidarse de sí en otra mismidad», en cita de Hegel.
En otro breve y revelador capítulo defiende Byung-Chul Han la fantasía, indispensable en el amor y prácticamente imposible en la sobresaturación informativa contemporánea. La alta definición (High Definition) de la información no deja nada indefinido. La fantasía, en cambio, habita en un espacio indefinido. El componente, esencial, de añoranza en el deseo queda suprimido por la excesiva nitidez de la información. La “hipervisibilidad” que caracteriza nuestra sociedad, elimina la posibilidad de la imaginación (aquí, de nuevo, surge el ejemplo del porno, que al llevar al máximo la información visual, destruye la fantasía erótica. En una, como de costumbre, muy bien hilada digresión, el pensador se detiene en la noción de “cerrar los ojos”, partiendo de un relato de J.G. Ballard. Cerrar los ojos es, metafórica y paradójicamente, abrirse a los ensueños y el deseo, al espíritu y la verdad, a la belleza, y decir adiós a la realidad superficial, cambiante y falsa, propia de una sociedad de la transparencia que uniformiza y aplana, que alisa, allana y homogeniza, eliminando misterios y enigmas, aniquilando la fantasía, conduciendo a la agonía al Eros.
Interesante es también la provocadora conexión que, ya en las páginas finales del libro, se establece entre Eros y política, y al vínculo secreto que los une en un nivel profundo. Y esa profundidad tiene que ver con una política, eso sí, que estuviera guiada, comprometida, con la intensidad que es propia del amor. La acción política como un deseo común de otra forma de vida, de otro mundo más justo, está en correlación con el Eros en un nivel profundo. Este constituye una fuente de energía para la protesta política. El impulso incontrolable, fecundo, irreductible del amor como elemento coincidente con la fuerza inspiradora que debiera nutrir, en una concepción genuina y ciertamente idealizada de la actuación política. Nada que ver, por lo tanto, con el mezquino juego de intereses, dinero, cálculo y poder de la política “real”, de todo punto antagónica al amor.
Hay unas líneas también para mencionar al surrealismo, que reinventa el amor y atribuye al Eros una fuerza universal, citando Han a André Breton: El único arte digno del hombre y del espacio, el único capaz de conducirlo más allá de las estrellas […] es el erotismo. Y nos encontramos con un apartado postrero, El final de la teoría, en el que apunta algunas de las ideas que, años después, aparecerán en La crisis de la narración. Recojo, por parecerme altamente interesante, su cita de Chris Anderson, jefe de redacción de la revista Wired: Hoy en día empresas como Google, que se han desarrollado en una época de datos masivamente abundantes, no tienen que asentarse en modelos sometidos a comprobación. En efecto, no tienen que asentarse en ningún modelo. Esa cantidad inconcebiblemente grande de datos ahora disponibles hacen por completo superfluos los modelos de teoría. Con sus letales consecuencias, como apostilla el filósofo: No hay un pensamiento llevado por los datos. Sólo el cálculo es llevado por los datos. Y de nuevo, junto al lamento, la advertencia: Ante la proliferante masa de información y datos, hoy las teorías son más necesarias que nunca. Impiden que las cosas se mezclen y proliferen.
El libro se cierra con una esperanzadora glosa a un pasaje de los Diálogos de Platón, que relaciona Logos y Eros, vinculando el discurso, la palabra, el pensamiento, con la seducción erótica. Os lo dejo como texto final de esta reseña. Como acompañamiento musical a mis palabras os ofrezco el precioso e intenso preludio del drama musical de Wagner, Tristán e Isolda, que suena en varios momentos significativos de Melancolía, la película de Lars von Trier. Filme y composición son utilizados por Byung-Chul Han en La agonía del Eros para ilustrar sus ideas sobre los vínculos entre amor, deseo y muerte: la música de Tristán e Isolda de Wagner [muestra] que la irrupción catastrófica de lo puramente externo, de lo totalmente otro, constituye, evidentemente, un desastre para el equilibrio habitual del individuo, pero un desastre que es también el goce del vaciamiento de sí mismo, ausencia de yo y al final también vía de salvación. La versión elegida es la de la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan en una grabación de 1984.
En los Diálogos de Platón nos encontramos con un Sócrates que es seductor, amado y amante, que en virtud de su singularidad es llamado atopos. Su discurso (logos) se realiza como una seducción erótica. Por eso es comparado con el sátiro Marsias. Es conocido que sátiros y silenos son acompañantes de Dioniso. Según el texto platónico, Sócrates es más digno de admiración que el flautista Marsias, pues él seduce y embriaga tan solo con las palabras. Todo el que las percibe queda por completo fuera de sí. Alcibíades cuenta cómo, cuando lo oye, le palpita el corazón con mucha más fuerza que los impactados por la danza de los coribantes. Dice, además, que estos «discursos de la sabiduría» (philosophia logon) lo hieren como una mordedura de serpiente, que le arrancan lágrimas. Hasta ahora apenas se ha prestado atención al hecho sorprendente de que, precisamente, en los comienzos de la filosofía y la teoría estuvieran el Logos y el Eros enlazados en una unión tan íntima. El Logos carece de vigor sin el poder del Eros. Alcibíades confiesa que Pericles u otros buenos oradores, en contraposición a Sócrates, no logran conmoverlo ni llenarlo de inquietud. A sus palabras les falta la fuerza erótica de la seducción.
(…) Platón da a Eros el calificativo de philosophos, amigo de la sabiduría. El filósofo es un amigo, un amante. Pero este amante no es ninguna persona externa, ninguna circunstancia empírica; es, más bien, una «presencia intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad del pensamiento mismo, una categoría viva, una vivencia trascendente». El pensamiento en sentido enfático comienza por primera vez bajo el impulso de Eros. Es necesario haber sido un amigo, un amante, para poder pensar. Sin Eros el pensamiento pierde toda vitalidad, toda inquietud, y se hace represivo y reactivo.
Videoconferencia
Byung-Chul Han. La crisis de la narración; La agonía del Eros


