Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de noviembre de 2025

JEFFREY EUGENIDES. LAS VÍRGENES SUICIDAS; MIDDLESEX; LA TRAMA NUPCIAL
 
Todos los libros un libro continúa esta tarde con una serie, de contornos algo difusos, en la que, desde hace unas semanas, os estoy presentando libros que celebran algún tipo de aniversario en este 2025 que ya se encamina acelerado hacia su fin. Os he recomendado, así, Divertirse hasta morir, de Neil Postman, que ha llegado a sus cuarenta años; Un puente sobre el Drina, de Ivo Andrić, con ocho décadas a sus robustas espaldas; y, hace siete días, el más longevo de todos los por ahora presentados, El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, que ha cumplido cien en abril de este 2025. 

Mi tenaz propósito, que mantendré en todos los programas hasta las vacaciones navideñas (e incluso, quizá, después de ellas, pues son varias las efemérides de libros que me interesan y se me agotan los días de este año), me lleva ahora a ampliar mis sugerencias a partir de una obra cuya versión cinematográfica se estrenó en nuestro país en el año 2000, hace, pues, un cuarto de siglo. Se trata de Las vírgenes suicidas, estupenda película con la que en 1999 debutó como directora Sofia Coppola, hija del creador de El Padrino y responsable a sus aún jóvenes cincuenta y cuatro años de una controvertida trayectoria como realizadora, con títulos magníficos como Lost in translation, con el que ganó un Oscar al mejor guion original, y otros más discutibles y que, en mi caso particular, han despertado mi interés en menor medida. El redondo aniversario es, por lo tanto, en esta ocasión, el de un filme, y con esa excusa (no lo es, la película es excelente y merece un comentario por ella misma) quiero hablaros de la novela que está en su origen y, de paso, de las otras dos de su autor, que solo cuenta con estas tres calas en el género novelesco, mientras acumula más de una decena de colecciones de relatos. Estoy hablando del magistral Jeffrey Eugenides, escritor estadounidense nacido en Detroit de ascendencia griega (circunstancias ambas que afloran de manera explícita en sus libros), que publicó en su país Las vírgenes suicidas en 1993, Middlesex, en 2002, y La trama nupcial, en 2011 (una por década; ya se está haciendo esperar la cuarta). En España las tres novelas aparecieron en la editorial Anagrama en 1994, 2003 y 2013, respectivamente. Hace ahora diez años presenté en Todos los libros un libro, en un formato del programa muy distinto al actual, La trama nupcial, en una reseña que voy a recuperar ahora en un espacio en que comenzaré por hablaros de Las vírgenes suicidas, libro y película; a continuación, os recomendaré -con idéntico y espero que apabullante entusiasmo, pues ambas son formidables- Middlesex, dejando para el final el “rescate” de mi más sucinta recensión de la publicación más reciente. 

Yo leí Las vírgenes suicidas en su segunda edición del año 2000, tras el éxito mundial de la película, que llevó a Anagrama a volver a imprimirla, manteniendo, como es obvio, la traducción inicial de Roser Berdagué, aunque cambiando la portada original -en una, a mi juicio, discutible estrategia mercadotécnica- para sustituirla -aprovechando el “tirón” cinematográfico- por una significativa imagen de la cinta. Recuerdo vagamente haber disfrutado entonces del libro, pero nada comparable al entusiasmo que me ha invadido durante y después de la exultante relectura actual, que he llevado a cabo de cara a la presentación de esta reseña. Mi deslumbramiento, una mezcla de sensaciones -emoción, intensidad, plenitud, felicidad-, de índole similar al que me provocó mi nuevo acercamiento a El gran Gatsby, del que di cuenta aquí hace siete días, se vio acrecentado por el hecho de saber que estamos ante el debut novelístico de su autor, que contaba en el momento de su publicación con apenas treinta y dos años. 
 
Las vírgenes suicidas se abre con un comienzo rotundo, esplendoroso e inolvidable: La mañana en que a la última hija de los Lisbon le tocó el turno de suicidarse -esta vez fue Mary y con somníferos, como Therese-, los dos sanitarios llegaron a su casa sabiendo exactamente dónde estaba el cajón de los cuchillos y el horno de gas y dónde la viga del sótano en la que podía atarse una cuerda. Un comienzo, además, muy revelador, tanto en lo que se refiere al posible objeto de la trama como desde el punto de vista del planteamiento narrativo. Por de pronto, y ya desde su inicio, el lector conoce el desenlace (anticipado, por otro lado, desde el mismo título), eliminando de la novela, por lo tanto, las posibles dosis de “suspense” en el sentido clásico, al menos en lo que se refiere a los hechos que se van a narrar (no así, y ahí estará una de las claves del libro, en lo referido a las motivaciones últimas de las chicas). Por otro lado, la magnífica “obertura”, al informar de la plural tragedia (a esas alturas aún no sabemos -accederemos a esa información pocas líneas después- que las hermanas Lisbon son cinco) permite adelantar en la imaginación del lector, siquiera de modo indirecto o tangencial, la lógica del libro que acaba de abrir, que, con este inicio “concluyente” (valga el oxímoron), apunta al desarrollo -como en efecto ocurre- de un ejercicio de reconstrucción retrospectiva. Y es que, con esa deslumbrante frase inicial, el autor elimina el clímax, al aportar desde el principio la información sustancial, el núcleo trágico del libro, rompiendo, en apenas una cincuentena de palabras, la expectativa de una narración lineal convencional y esbozando por el contrario -insisto, de modo velado y sutil- una estructura narrativa que, girando, como es evidente, sobre dicho suceso dramático, situará su narración en una posición subsidiaria con respecto a los infaustos hechos ocurridos. De este modo, y al igual que ocurre en muchas otras grandes obras literarias, el interés del texto que el lector se va a encontrar a continuación de este prodigioso “pórtico” no residirá tanto en el relato de la “acción”, de “lo que ocurre”, sino en el modo -portentoso, muy singular, brillantísimo- en el que el inmenso talento del entonces primerizo Eugenides, da cuenta de lo ocurrido. 

La novela se articula así en torno a la investigación -que se nutre, simultáneamente, de obsesión y encantamiento- de un grupo de adolescentes, los muchachos del barrio de Detroit en el que vivían las chicas Lisbon, los cuales, a través de recuerdos, rumores, objetos y testimonios, mediante un ejercicio de memoria colectiva, fragmentaria, incompleta y, en muchos casos, especulativa, intentan recomponer aquello que en su excitación, su ingenuidad, su desconcierto, su ignorancia y su inmadurez juveniles nunca lograron comprender del todo, el tentador misterio de sus extrañas, enigmáticas, raras, algo fantasmales, fascinantes vecinas. 

Las hermanas Lisbon tenían trece años (Cecilia), catorce (Lux), quince (Bonnie), dieciséis (Mary) y diecisiete (Therese). Eran bajas, de nalgas rotundas bajo el tejido de algodón y con unas mejillas redondas que recordaban la morbidez dorsal anteriormente citada. A primera vista, sus rostros parecían impúdicos, como si quien las contemplaba tuviese la costumbre de ver mujeres cubiertas con velo. Nadie entendía que el señor y la señora Lisbon hubiesen engendrado unas hijas tan guapas. Eugenides nos presenta a las chicas el día en que Cecilia, la menor, lleva a cabo su primer -y si introduzco el ordinal, obviamente frustrado- intento de suicidio. Rescatada a tiempo de la bañera en que se ha cortado las venas, sobrevive y sus padres, siguiendo el consejo del psiquiatra al que consultan, deciden favorecer la integración social de unas niñas que, hasta ese momento, vivían atrapadas entre la severidad de sus progenitores, el estricto y férreo régimen de vida al que las someten, y la difusa llamada, atrayente aunque imposible de obedecer por sus condicionamientos familiares, de un mundo exterior que apenas alcanzan a vislumbrar. Fruto de esa nueva “política”, y una vez recuperada Cecilia, los Lisbon organizan una fiesta en su casa en la que, bajo rigurosas restricciones, las chicas puedan conocer a otros jóvenes del vecindario, muchos de ellos compañeros de estudios, con los que, sin embargo, su contacto se limitaba a un distante, reservado y esquivo trato escolar. Las inseguridades, la timidez, la inexperiencia adolescentes, el particular aislamiento de las chicas y el torpe apocamiento de los muchachos convierten el encuentro en un episodio incómodo, cargado de silencios, al que pondrá trágico fin la propia Cecilia, que, tras subir a su habitación inopinadamente, abandonando la fiesta, saltará desde su ventana sobre las verjas del jardín, muriendo en el acto. 

A partir de este funesto y en apariencia inexplicable suceso inicial, se desarrolla toda la novela, en la que de continuo se entremezclan la descripción de la cotidianidad de las chicas y la de sus, a la vez, deslumbrados y perplejos, temerosos e hipnotizados admiradores juveniles; la revelación de los pormenores de la muy singular vida doméstica de los Lisbon; y, sobre todo, los apuntes, meros atisbos, especulaciones e inferencias sin apenas base real, hechas de rumores, suposiciones e interpretaciones no siempre fundadas, acerca del enigma insondable, del indescifrable secreto que encierran unas muchachas que se nos aparecen -a sus encandilados observadores y al lector- rodeadas de misterio e interrogantes y nimbadas de un aura de fatalidad. 

La existencia de las chicas, escrutada con exhaustividad por la obsesiva mirada de sus forzosamente distantes observadores -impresionados voyeurs que las atisban a través de las ventanas, desde el jardín, en los pupitres del colegio, en las escasas ocasiones en que alguno de ellos, apocado, asustadizo y retraído, logra entrar en el reducto “hechizado”-, se nos muestra en el relato que una voz colectiva -la de todos ellos en una indeterminada primera persona del plural- hace a partir de los pequeños indicios obtenidos de esa contemplación -un gesto, una sonrisa, un ademán no premeditado, una mirada- o del más o menos planificado hallazgo de algún objeto vinculado a las muchachas -una prenda de ropa, una estampa religiosa, una fotografía, una críptica nota de las chicas, un lápiz de labios, un vislumbre fugaz de unas cajas de támpax, un artículo de prensa publicado tras sus suicidios. Sin querer desvelar nada sustancial de la novela, sí diré que los narradores, que relatan los hechos con nostalgia cuando ya han dejado atrás su juventud -con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, confiesa la voz narradora-, elaboran una suerte de dossier de las hermanas, y, en el curso de su relato, van dando cuenta de algunas de sus “evidencias”, que enumeran al término de su historia (y de la novela): Todo está catalogado: desde el documento número uno al número noventa y siete, distribuidos en cinco maletas, cada uno con una fotografía de la difunta igual que una piedra angular copta, guardadas en la remozada casa del árbol, instalada en uno de los pocos árboles que quedan: (número uno) una polaroid de la señora D'Angelo en la que aparece la casa, recubierta de una pátina verdosa que tiene todo el aspecto del moho; (número dieciocho) los viejos cosméticos de Mary secándose y transformándose en un polvo de color tostado; (número treinta y dos) las camisetas que llevaba Cecilia, que ya se están amarilleando sin remedio pese a los cepillos de dientes y al lavavajillas; (número cincuenta y siete) las velas votivas de Bonnie roídas por los ratones durante la noche; (número sesenta y dos) las diapositivas de Therese que presentan las nuevas bacterias invasoras; (número ochenta y uno) los sostenes de Lux (Peter Sissen los cogió del crucifijo, ahora ya no tenemos reparo en admitirlo) tan tiesos y protéticos como los de una abuela. No hemos mantenido el sepulcro herméticamente y nuestros objetos sagrados están en las últimas

Este encantamiento adolescente, ese indefinido enamoramiento (Todos amábamos a alguna), esa mirada masculina juvenil, oblicua y distorsionada, hecha, como he señalado, de desconocimiento y obsesión, de ignorancia e ilusoria mitificación, construye una identidad femenina alejada de la vida real de las muchachas, en una de las líneas temáticas más sugestivas del libro. 

A la “fabricación” de esa imagen deformada contribuye la propia “rareza” de la familia Lisbon y el progresivo aislamiento al que la someten los padres, una madre, de muy intensa y cerrada religiosidad, atenazada por una intransigente represión moral que impone una estricta disciplina a sus hijas, acrecentada tras la muerte de la más pequeña de ellas y que acaba por asfixiarlas; y un padre, profesor de matemáticas en el colegio de los jóvenes, que se muestra débil e impotente, y se evade de la cruda realidad que alberga en su hogar, distante, incapaz de contrarrestar la severidad materna o de establecer un vínculo afectivo real con sus hijas. La casa de los Lisbon, una vivienda suburbana convencional como las que tantas veces hemos visto reflejadas el cine, se transforma progresivamente en un espacio oscuro y opresivo, cargado de silencio, de olor a encierro (Era un olor como una mezcla de funeraria y de armario de escobas) y señales de deterioro físico; un entorno agobiante en el que la arquitectura doméstica se convierte en reflejo del anormal estado psicológico de la familia (Había otros signos de la progresiva desolación. El timbre de llamada desapareció de la puerta. El comedero para pájaros que había en el patio trasero cayó al suelo y allí quedó. La señora Lisbon dejó una nota para el lechero en la caja donde éste solía depositar las botellas: «No deje más leche mala». Al recordar aquel tiempo, la señora Higbie insistía en asegurar que el señor Lisbon, sirviéndose de un largo palo, había cerrado las contraventanas exteriores) y, como metáfora evidente, del paradójico fracaso del modelo familiar tradicional estadounidense. La casa se convierte en una fortaleza cerrada, símbolo de la claustrofobia de la vida suburbana, en la que el paternal intento de proteger a sus hijas del mundo exterior se convierte en una condena: cuanto más las controlan, más las aíslan, hasta provocar la implosión definitiva, la destrucción familiar, la muerte de sus hijas. 

Ya desde el título se explicita la condición central de las hermanas Lisbon en la novela. Sin embargo, su paso por el libro es elusivo, tangencial, en muchos casos fugaz, a menudo efímero y casi nunca con voz propia, siempre a través de la percepción de sus compañeros de vecindario. Ambos hechos, su protagonismo absoluto en el relato de los chicos y su escasa presencia autónoma, refuerza su carácter enigmático, convertidas en símbolos de la adolescencia femenina que encarnan distintos roles de ese complejo período de la pubertad y primera juventud de las mujeres, la fragilidad (Cecilia y su diario íntimo), la difusa sensualidad (Mary y su persistente contemplación ante el espejo), la espiritualidad (Bonnie con su altar y sus estampas), la obediencia (Therese, el orden y los estudios) o la rebeldía (Lux, con su desinhibida y provocadora sexualidad). Pese a sus personalidades diferentes -de las que se nos ofrecen algunos atisbos-, constituyen, en realidad, una colectividad inseparable, un misterio colectivo que los narradores recuerdan en plural, “las Lisbon” (solo cuando llegan a la fiesta, y de manera pasajera, los chicos constatan su singularidad: Pero cuando nuestros ojos comenzaron a acostumbrarse a la luz, nos revelaron una cosa en la que nunca habíamos reparado: las niñas Lisbon eran personas distintas, no ya cinco réplicas con idéntico cabello rubio y mejillas mofletudas, sino cinco seres diferentes cuya personalidad comenzaba a transformar sus caras y a diferenciar sus expresiones), subsumidas todas en un destino común: el suicidio como respuesta a la imposibilidad de vivir bajo la represión familiar y social. 

Ya apuntada, es la afortunada elección, desacostumbrada y muy original, del personaje colectivo constituido por el grupo de muchachos uno de los grandes aciertos de la novela. La posición desde la que hablan, narradores obsesionados -ya adultos- por dar sentido a su excepcional vivencia juvenil, permite, por un lado, impregnar su relato del sobresaliente tono de melancolía y lirismo que hace inolvidable la novela (envuelta en todo momento en una atmósfera de belleza decadente en la que las descripciones del vecindario, de las estaciones del año, de los objetos que rodean a las muchachas, adquieren un brillo nostálgico, que transforma lo cotidiano en poético y convierte a las hermanas Lisbon en figuras casi míticas, suspendidas en un tiempo irreal, a medio camino entre lo real y lo legendario) y por otro, revelar la enorme distancia entre ellos y las hermanas y, por extensión, encarnar el paradigma de la mirada masculina hacia lo femenino y su misterio. A través de sus recuerdos, el lector constata que, como ellos, no puede reconstruir la verdad sobre las Lisbon, sino su mito, una proyección, hecha de atracción, deseo, fascinación erótica, culpa, pérdida y nostalgia, de su propia adolescencia convulsa. 

Quiero subrayar también la eficacia de la estructura retrospectiva, que aproxima la novela a una suerte de crónica, como si se tratara de una investigación forense o periodística, apuntalada en múltiples fuentes, esa acumulación de materiales -fotografías, recuerdos personales, entrevistas a antiguos vecinos, recortes de periódicos, objetos guardados durante años (una carta, un peine, un zapato, una entrada de baile)- que operan como archivo de la memoria y que, paradójicamente, no aportan una especial claridad al enigma de las chicas, sino que profundizan en el gran vacío central: lo insondable de sus jóvenes vidas, la hondura de sus conflictos internos, el inexplicable motivo de los suicidios. 

Por entre la magistral narración de Eugenides, que oscila entre la lentitud contemplativa, en frases largas y demoradas, en la descripción de objetos, recuerdos, atmósferas, y la aceleración brusca, como ocurre en las escenas de suicidio, que se cuentan con intensidad repentina y concisión brutal, casi violenta, afloran algunos temas que inducen a la reflexión en el lector: el abismo indescifrable del suicidio adolescente y sus incomprensibles causas (se apuntan algunas, a través de las palabras de determinados personajes: depresión clínica, entorno familiar represivo y castrante, algún trauma psicológico específico, choque entre las expectativas de los adultos y los deseos juveniles), máxima expresión de la complejidad y las tensiones de una adolescencia que se muestra como un explosivo cóctel de ilusión, desconcierto, inseguridad, deseo, atracción sexual, erotismo reprimido, fantasía y temor; el fracaso del modelo tradicional de familia, fuertemente conservador y dirigido a preservar la seguridad, la uniformidad, la estabilidad y el control, al precio -dramático en este caso- del aislamiento, la asfixia y la muerte; la fidedigna fotografía de la vida en el vecindario, en la comunidad de los suburbios norteamericanos, con sus viviendas independientes, sus muy reconocibles porches, los jardines anexos, los coches aparcados en la puerta, su promesa de bienestar, homogeneidad social y acogedora confortabilidad, pero que, en la calma placidez exterior, encubren la incomunicación, la represión, el miedo a la diferencia, el vacío existencial; la ya mencionada y magistral representación de la mirada masculina, desconcertada e impotente para comprender al otro sexo, para alcanzar la subjetividad de las jóvenes, a las que envuelven en una fantasía idealizada e irreal; el mito de la feminidad inaccesible; la dificultad de la memoria para revivir el pasado, una idea que se manifiesta de modo elocuente en el intento desesperado de los adultos de reconstruir, a partir de su “archivo” de objetos guardados, una realidad evanescente; la nostalgia y la pérdida de la inocencia; la tensión entre lo íntimo y lo público, representada en los rumores y cotilleos de la comunidad, en el tratamiento sensacionalista de la desgracia por parte de los medios de comunicación. 

En fin, una novela magnífica e inolvidable, como lo es también la película que la recrea de un modo muy fiel. Las vírgenes suicidas de Sofia Coppola, desencadenante de esta reseña a causa de los veinticinco años de su estreno en España (en Estados Unidos se pudo ver un año antes, en 1999), sigue siendo una cinta muy apreciable, que en su momento me entusiasmó y que, vuelta a ver ahora, me ha suscitado igualmente interés y emoción. Estamos, como en el caso de la novela, ante una ópera prima de un gran nivel, a la que seguiría otra maravilla, Lost in translation, de 2003, en una ya dilatada carrera de su autora cuyas obras posteriores, sin embargo, no han llegado a interesarme con el mismo apasionado entusiasmo de esas dos primeras (interesante María Antonieta, excepcional La seducción, insulsa en mi recuerdo Somewhere). 

La película refleja con bastante exactitud, como he señalado, las líneas principales y la atmósfera de la novela, que se ven bien representadas en la pantalla, más allá de la consabida imposibilidad que muestra el cine para trasladar el siempre mucho más vasto universo del libro. En este caso, por ejemplo, se han omitido (su inclusión sería de todo punto imposible), numerosos pasajes descriptivos, muchas reiteraciones, gran parte de las digresiones de los muchachos, rumores, habladurías del vecindario, interacciones menores, detalles de la rutina y las experiencias cotidianas, documentos, diálogos internos, pensamientos, que contribuyen a dotar de mayor profundidad psicológica a los personajes novelescos y a trasladar al lector, de un modo mucho más intenso que en la película, al extraño mundo de las hermanas Lisbon y sus deslumbrados admiradores. Diferente es también le hecho de que se intercalan ciertas imágenes más o menos oníricas o mostrando ensoñaciones; e, igualmente, el especial protagonismo del personaje de Lux, interpretado por una jovencísima Kirsten Dunst en un papel que le abrió la puerta a su posterior carrera artística. Están, sin embargo, el núcleo central de la historia; el narrador colectivo (con una voz en off, la del actor Giovanni Ribisi, al que no vemos; Ribisi cuenta con una discreta trayectoria en el cine, quizá podáis recordarlo en su papel de hace dos décadas como hermano de Phoebe en Friends); el misterio de las chicas; el encantamiento y el desconcierto de los jóvenes; el rigor de la señora Lisbon (interpretada por Kathleen Turner, muy señorona, alejadísima de la “tentación andante” que deslumbraba en Fuego en el cuerpo, de casi veinte años atrás); el resignado despiste de su marido (un James Woods que exagera, a mi juicio, los tics que subrayan su desorientación); los vecinos y el entorno de la comunidad del barrio residencial; y, obviamente, el drama colectivo. Quiero limitarme, por tanto, a resaltar en esta reseña solo algunos aspectos estrictamente cinematográficos que me parecen interesantes. 

Coppola participa -en su filmografía entera y sin duda en esta cinta- del lirismo y la sensibilidad estética que rezuma el libro, por lo que la traslación del ritmo lento, el clima contemplativo, onírico a veces, la atmósfera de misterio y melancolía, de promesa, expectativa y fragilidad femeninas, resulta muy lograda, al conectar, sin duda, con la propia sentimentalidad y las inquietudes de la directora. Ello se consigue con el notable uso de la fotografía; con la muy bella estética visual, con un tratamiento, sutil y demorado, de los detalles, los exteriores y los objetos; con el “tempo” y el montaje; y, especialmente, con la formidable banda sonora. 

La fotografía de Edward Lachman está hecha de tonos cálidos, amarillos dorados, naranjas, blancos resplandecientes, colores veraniegos intensos, que envuelven al espectador en luz, en calor, en el sol que atraviesa las ventanas, el aire que mueve las cortinas, en un estimulante ambiente veraniego. La opción por esta estética se refuerza con el discreto uso del flou (o quizá no se usa y solo lo parece), en una especie de luminoso desenfoque, capaz de recrear atmósferas etéreas, evanescentes, que transmiten sensaciones de ensueño, de suave irrealidad, de nostalgia, de lánguido erotismo. Desde mi punto de vista, ello embellece la película, en una diferencia fundamental con el libro, más oscuro, más sombrío, que refleja mejor el drama interno de las chicas. Las hermanas Lisbon cinematográficas son también menos opacas, menos ambiguas y enigmáticas, más “normales” que las de la novela. Su presencia en los bailes, en el trato con los chicos, en la escuela, no permiten apuntar ni siquiera ligeros indicios de su trágica desventura. Como tampoco lo hace la presentación de la casa familiar, límpida, amplia, luminosa, abierta, siempre soleada en la película, desprovista de las notas de claustrofobia, opresión, deterioro, abandono y desorden (al que solo apuntan en el filme algunas prendas de ropas colocadas fuera de lugar como meros elementos de atrezo), que son esenciales en el libro y que contribuyen a reforzar la idea de “anomalía” de las chicas. Si el suicidio de las jóvenes, y sus causas, encierra, en la novela, un misterio de difícil explicación, en la película resulta incomprensible, pues el sutil juego entre la “normalidad” y la “rareza” de las muchachas, crucial en el texto escrito al fundamentar los interrogantes que la obra plantea, se ve desequilibrado en el filme que, a mi juicio, no subraya tan abiertamente las notas penumbrosas y de oscuridad de las hermanas. 

Es brillante también -en todos los sentidos- el modo en que se presentan los objetos (peluches, vestidos, revistas, maquillaje, accesorios, adornos femeninos), el mobiliario, las ventanas, los espejos, los pasillos, las habitaciones, los espacios exteriores, árboles, césped, flores, las calles tranquilas, los jardines, las casas idénticas, que quieren transmitir, de un modo menos logrado que en la novela -de nuevo a mi juicio- la sensación de una normalidad que oculta tensiones. 

Por último -y antes de dejar mis comentarios sobre las otras dos novelas de Eugenides- quiero recomendaros la “doble” banda sonora de la película, magnífica en ambas manifestaciones. En primer lugar, hay una presencia notable de canciones (en algún caso recogidas en la película) en distintos pasajes del libro, singularmente en único, emotivo y de alto significado, en el que los muchachos y las hermanas se comunican por teléfono, sobreponiéndose a la timidez y a los obstáculos familiares, mediante el sencillo, inocente y muy eficaz expediente de llamar y, sin palabras, poner un disco, recibiendo como respuesta, también sin hablar, de una nueva canción elegida por los otros interlocutores. Y así podemos “escuchar” algunos títulos clásicos de la música popular de los sesenta: Alone again (naturally), de Gilbert O'Sullivan, You’ve got a friend, de James Taylor, Where the children play, de Cat Stevens, Dear Prudence, de los Beatles, Candle in the wind, de Elton John, Wild horses, de los Rolling Stones, At seventeen, de Janis lan, Time in a bottle, de Jim Croce o So far away, de Carole King, todas en la playlist de mi propia juventud, en donde no estaba -ni podía estar-, sin embargo, Suicide virgin, de Cruel Crux, canción y grupo inventados por Eugenides. 

Y doble también, porque hay una banda sonora creada especialmente para el filme, obra del grupo francés Air, que con su atmósfera etérea y nostálgica, que aporta densidad, pesimismo y oscuridad en sus notas incidentales, contribuye a recrear el clima que envuelve la historia de las Lisbon, además de convertir a la película en un referente estético para la cultura “indie” de finales de los noventa. Playground love, una maravilla con un saxo inolvidable, será mi opción para el acompañamiento musical de esta reseña. 

La belleza de la fotografía, el tono poético de la escenografía, el minucioso y detenido recorrido por los objetos personales de las niñas, la luminosidad general de la mayor parte de las escenas, la seductora atmósfera visual, el enfoque estetizante, la música envolvente, siendo sobresalientes y valiosos, convierten el visionado de la película en una experiencia sensorial que, quizá, embellece en demasía, “romantiza” la tragedia, que en la novela se nos muestra de un modo algo más crudo y sombrío, más realista y terrible. Pese a ello, se trata de una cinta altamente recomendable. 

Es difícil, en el poco espacio del que ya dispongo, glosar de un modo adecuado las cerca de setecientas páginas de Middlesex y, sobre todo, reflejar convenientemente la infinidad de aspectos de interés de una novela memorable, asombrosa y deslumbrante que me entusiasmó cuando la leí hace más de veinte años y que me ha arrebatado y maravillado aún más ahora, en mi relectura de cara a esta reseña. Publicada en 2003, como ya he indicado, en Anagrama, con la traducción de Benito Gómez Ibáñez, la novela original, aparecida en Estos Unidos un año antes, obtuvo, entre otros muchos, el prestigioso Premio Pulitzer de Ficción. 

Middlesex cuenta la historia de la familia Stephanides a lo largo de tres generaciones, desde 1922 a 2001, desde la turca Esmirna hasta el Detroit del declive urbano, económico e industrial del último tercio del siglo XX, a través del relato en primera persona, de Calliope/Cal Stephanides, un personaje intersexual (hermafrodita es el término que más se reitera en la novela), que como adulto y desde 2001 relata, retrotrayéndose ocho décadas (Yo soy la última cláusula de una oración periódica cuya primera frase se escribió hace mucho tiempo, en otra lengua, y hay que leerla desde el principio para llegar al final, que es mi nacimiento) en una narración que sigue una línea más o menos cronológica aunque con numerosos saltos atrás y adelante en el tiempo, su vida -y la de sus padres y abuelos- marcada por ese significativo hecho biológico. Nací dos veces: Fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974

Aviso para navegantes: no se piense, en estos tiempos en los que se hace bandera de cualquier elemento diferenciador que resalte la diversidad, se ensalza en sí misma, hasta elevarla a la condición de categoría moral, cualquier circunstancia personal “identitaria” (o no) -ser negro, mujer, gordo, trans, padecer problemas de salud mental-, y en los que la literatura (¿la literatura?) se usa para la defensa, a menudo panfletaria, de unas determinadas posiciones políticas, no se piense, insisto, que nos encontramos ante una novela de tesis, anclada en apriorismos ideológicos y que pretende sostener una postura inflexible, polarizada, partidista, (movimientos transgénero radicales; planteamientos tránsfobos esencialistas; feminismo TERF, radical transexcluyente; entre otros muchos activismos irreductibles) e imponer una “verdad” sobre unos asuntos de tanta complejidad como son los de la conformación de la condición sexual y de género; el peso en ello de la herencia biológica y la carga genética; la influencia de las expectativas familiares y comunitarias en la construcción cultural y social de la propia identidad o, por resumir, la casi siempre muy difícil -y por tanto de desaconsejable simplificación a eslóganes, proclamas y premisas reduccionistas- vivencia de la intersexualidad. Por el contrario, sin obviar ese tema -que, de manera evidente, es el núcleo sobre el que gira el libro entero-, Middlesex es una novela, una formidable obra de ficción, y gran parte de su enorme interés -en este caso inequívocamente literario, aunque no solo- reside en ahondar en la personalidad, los sentimientos, las emociones, las dudas, los miedos, las reflexiones de un ser humano que en su adolescencia descubre su verdadera condición biológica y debe reconstruir su identidad. Y todo ello a través de un poderosísimo “artefacto literario” que combina elementos de saga familiar, historia social y novela de formación. 

Sin querer destripar nada sustancial en la trama de la novela, sí quiero adelantar que el libro se estructura en cuatro grandes secciones en las que se alterna el pasado histórico con la experiencia contemporánea de Cal. En la primera de ellas, el relato gira sobre las figuras de Desdémona Stephanides y su hermano, un año menor, Eleuterio, “Lefty”, habitantes de un pueblo, Bitinio, en el Asia Menor, formando parte de la comunidad griega de esa región de Turquía, invadida en 1910 por el ejército heleno alentado por las naciones aliadas. Sus padres habían sido asesinados en esa guerra con los turcos que, sin embargo, les había permitido a ellos vivir libres integrados en su colectividad étnica de origen (Nunca más, como había ocurrido en los últimos siglos, llegarían cada año al pueblo los funcionarios otomanos para llevarse a los muchachos más fuertes a que sirvieran en los jenízaros. Ahora, cuando los habitantes del pueblo llevaban seda al mercado de Bursa, eran griegos libres en una ciudad griega libre). En un entorno cerrado, hecho, durante generaciones, de consanguinidad y entrecruzamiento genético (Lefty y Desdémona son, además de hermanos, primos terceros), surge el amor entre ambos, que crecerá en paralelo a la llegada de los turcos, el repliegue de los ejércitos griegos, la destrucción de las poblaciones “ocupantes”, el incendio y la devastación de Esmirna y la huida de los dos jóvenes que, en una fuga rocambolesca, tras embarcarse rumbo a Atenas, cruzarán desde allí dos mares hacia las promisorias tierras americanas. 

Su asentamiento en Detroit, a principios de los años veinte del pasado siglo, con la ciudad prosperando en el auge económico y la floreciente modernidad que trae la industria del automóvil, constituye el centro de la segunda sección del libro. En ella conoceremos las circunstancias de su incorporación al nuevo país; su dura vida de inmigrantes; su matrimonio, celebrado ocultando -al menos externamente; en su interior la culpa no los abandonará, sobre todo a la muchacha- su “pecado original”; los hijos, Milton y Zoé; su progresiva integración en la sociedad estadounidense; el crecimiento de los niños; el enamoramiento del adolescente Milton de su prima Tessie, hija de Surmelina, prima a su vez de Desdémona, en un nuevo cruce sanguíneo que, no obstante, terminará en boda. 

La parte central de la novela, que gira, obviamente, sobre el núcleo irradiador del personaje de Cal, se desarrolla en su tercera sección, con su nacimiento como niña, Calliope, su infancia, su adolescencia, su transformación física, que no se ajusta a la esperable en una chica, su progresivo y muy lento y a la postre inacabado proceso de descubrimiento sexual y personal (envuelto en desconocimiento, confusión, dudas, miedo y sospechas). En este apartado del libro sobresalen los episodios en los que una Calliope de apenas trece o catorce años describe su enamorada fascinación -llena de vacilaciones y temores y falta de confianza, como en cualquier adolescente- por una compañera, Oscuro Objeto, como ella la llama, de una singularidad muy atractiva. 

En la etapa final del libro y tras una consulta médica más o menos convencional, después de un leve accidente sin especiales consecuencias, todos, los doctores que la atienden, Milton y Tessie, ignorantes hasta entonces, y la propia Calliope, con catorce años, envuelta en un mar de especulaciones, barruntos, conflictos internos y preocupada confusión sobre su identidad, conocerán la “verdad” sobre su “desorden genético”, la falta de correspondencia entre su cuerpo, su nombre, el género asignado y su percepción femenina del mundo. Después de diversas y muy relevantes peripecias, que no voy a desvelar, Calliope aceptará su intersexualidad, adoptará un nombre masculino, Cal, se “reconciliará”, adulto ya y maduro, con su cuerpo y su historia familiar. A partir de ese momento inaugural (no se olvide: Nací dos veces), Cal vivirá como hombre una intensa vida, de la que, en una elipsis descomunal de casi treinta años, conoceremos solo meros retazos en las primeras páginas de la novela (He sido guardameta de hockey sobre hierba, miembro durante mucho tiempo de la Fundación para Salvar al Manatí, esporádico asistente a la misa ortodoxa griega y, durante la mayor parte de mi vida adulta, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores de Estados Unidos (…) En mi último carné de conducir (de la República Federal de Alemania), mi nombre de pila es simplemente Cal) en las que se nos presenta al personaje con cuarenta y dos años, trabajando en la organización de conferencias, recitales y conciertos, en el departamento cultural de la Embajada norteamericana en Berlín y enhebrando su historia, página a página, capítulo a capítulo, para el cada vez más encandilado lector. 

Por entre los avatares de la historia, a lo largo de la saga familiar y de la experiencia personal de Cal, Eugenides aborda una compleja red de temas de género, sexualidad y biología desde una perspectiva nítidamente literaria, sirviéndose de la narración para reflexionar sobre la identidad -sexual, social, cultural, familiar-, la herencia genética, el determinismo biológico, el azar y el destino, la experiencia de la inmigración y la dificultad de adaptación a un nuevo mundo, el choque cultural, las tensiones entre pasado y presente, entre la tradición griega y la modernidad estadounidense, la memoria y los secretos familiares. La intersexualidad de Cal, más allá del propio hecho en sí, opera como símbolo de la intersección hombre/mujer, conciencia/cuerpo, cultura/biología, costumbres ancestrales/nuevas prácticas sociales, en un enfoque que cuestiona -de un modo “natural”, pacífico, nada beligerante ni panfletario, como ya he señalado- los códigos binarios. Incluso Detroit sirve también como símbolo de esa dualidad, pues comparece en su esplendor y su decadencia, y también como metáfora de los cambios que afectan al protagonista, a su familia, a la comunidad y, por extensión, a la vida de cualquiera de nosotros. 

Y todo ello se muestra mediante una apuesta literaria excepcional, propia de un escritor altamente dotado. La novela se lee con la fruición que exigen las mejoras obras del género, entremezclando, en una narración absorbente, una historia familiar épica, comparable con las sagas clásicas de inmigración; una novela de formación, centrada en los primeros años de Callíope, en capítulos con un cierto “aire” al universo de Las vírgenes suicidas, en lo que tienen de descripción de la experiencia íntima de una adolescencia convulsa, marcada por la confusión, el deseo y la incomunicación; una exploración de la biología y la herencia, al intercalar, con pertinencia y sin perder un ápice de la densidad y el interés literarios, numerosos apuntes y comentarios científicos que explican la complejidad biológica y médica de la vivencia del personaje; una crítica social, al mostrar tanto las tensiones a las que está sometida la vida de quienes piensan y sienten desde identidades no del todo definidas o, al menos, que no concuerdan con los parámetros convencionales, como la marginalidad y la dinámica de la comunidad inmigrante; una crónica histórica, pues a lo largo de las siete décadas en las que se desarrolla la “acción”, conocemos, aunque en algunos casos de modo meramente tangencial, ciertos episodios relevantes de la historia de Grecia y Turquía, el fenómeno de la inmigración europea en Estados Unidos, los años de la Ley Seca, la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento norteamericano tras el fin de la contienda, su prosperidad económica, el desarrollo del Estado del Bienestar, el auge de la clase media, Vietnam, la rebeldía juvenil de los setenta, la eclosión de los movimientos juveniles, el feminismo, las entonces aún tímidas reivindicaciones de las identidades sexuales discriminadas, en un no subrayado pero sí notable friso de la realidad del mundo, en particular el de los Estados Unidos, del siglo XX. Un libro inolvidable que no deberías perderos. 

No hay casi tiempo para comentar otra novela magnífica, La trama nupcial, que, de nuevo en Anagrama y con traducción de Jesús Zulaika Goicoechea, yo leí en 2013 y presenté dos años después, hace ahora diez, en Todos los libros un libro. Os remito a mi reseña de entonces, que podréis encontrar en el blog del programa, para profundizar en mis comentarios sobre el libro, entre ellos, mi queja acerca de la deplorable edición, repleta de errores, faltas de ortografía, fallos de concordancia e inconsistencias varias. Me limito ahora a repasar mis impresiones sobre algunos de sus aspectos más sobresalientes para despertar en vosotros el interés por completar la excepcional bibliografía novelística de Jeffrey Eugenides. La trama nupcial debe su título al que fue el gran tema de la novela del siglo XIX: el matrimonio. Madeleine, la protagonista principal del libro, es una estudiante universitaria que dedica gran parte de sus investigaciones en la facultad a estudiar los antecedentes y el momento de esplendor de la novela victoriana: la obra de, entre otros, George Elliot, Jane Austen, Henry James, en muchas de cuyas novelas las jóvenes se definían por su condición de casaderas, esto es, centraban sus existencias en la búsqueda de un marido. En cierto modo, y como luego veremos, la novela constituye un intento de trasladar a la actualidad el planteamiento de algunas de aquellas obras maestras. 

Esos pasos tradicionales de la “trama nupcial” a los que se refiere Eugenides en el largo fragmento anterior -los pretendientes, las proposiciones, los malentendidos- y también la boda y la vida matrimonial posterior se recogen en la novela a partir de la historia de esta Madeleine Hanna, la joven, incorregiblemente romántica e inocente, ilusionada y soñadora, que finaliza sus estudios en la Universidad de Brown en Providence, Estados Unidos, a principios de los años ochenta. Con una “acción” que comienza en la jornada en la que se celebra la ceremonia de graduación y con saltos en el tiempo que nos llevan a conocer su historia familiar, asistimos al crecimiento y la iniciación de la chica a la vida adulta, a sus aventuras amorosas, a su ingenuidad emocional e intelectual, a sus proyectos de vida -que incluyen el matrimonio en un lugar principal-, en un escenario juvenil de residencias universitarias, pisos de estudiantes, fiestas, música, también alcohol y drogas, en el que se desenvuelve nuestra protagonista, aunque ella es comedida y discreta, responsable y estudiosa. El ambiente estudiantil, con sus jóvenes llenos de energía, de ganas de vivir, de inocencia primordial, con su compulsiva búsqueda del amor y el sexo, con su fresca curiosidad por el mundo, por el saber, con su incipiente y disculpable esnobismo, con sus pedantes discusiones teóricas, con su seguimiento ciego de las modas académicas (el abrupto estructuralismo y la árida teoría de la literatura, la deconstrucción y la semiótica), aparece descrito con convicción y verosimilitud y contribuye a dotar de interés a la novela. 

En su estancia en la universidad, Madeleine conoce a dos jóvenes, Leonard Bankhead, un muchacho inteligente, muy brillante, atractivo, carismático y que entusiasma a las chicas y Mitchell Grammaticus, de origen griego como el propio Eugenides, un joven singular, algo excéntrico, preocupado por el sentido de la vida, estudiante de teología, vinculado intelectualmente al mundo de la mística, a la filosofía oriental... y enamorado platónicamente -o quizá no solo- de Madeleine. Los tres formarán el triángulo sobre el que girará el hilo argumental de esta novela que, en una primera instancia, nos habla de la juventud contemporánea. 

Aunque sus vidas están muy relacionadas entre sí, en los seis capítulos del libro se nos contarán, alternándose, las existencias de los tres protagonistas, tres jóvenes que se abren a la vida, que están confusos, que tantean, que se equivocan, que se desconocen a sí mismos, que no saben interpretar sus emociones; tres muchachos que se sorprenden, que indagan, que sufren, que se enamoran, que aman, que son rechazados, que estudian, que sueñan; tres chico que están, a mi juicio, perdidos -como quizá corresponde a su edad- en su transición al mundo adulto. 

Pero más allá del argumento, lo esencial de la novela es el relato en sí, que fluye impetuoso arrastrado por la formidable potencia narrativa de su autor y que aparece lleno de implicaciones y referencias, de altura literaria e intelectual. Así, el libro está repleto, en un juego permanente entre realidad literaria y realidad “real”, de reflexiones sobre la literatura, las escritoras victorianas, los libros, la lectura, la escritura, el conflicto entre la deconstrucción del estructuralismo (hay una presencia esencial de Roland Barthes) y la narración limpia de las autoras del diecinueve, siendo esta opción, la de la claridad, la de la fluidez, la del avanzar feliz entre las páginas de un texto que habla de la vida y no de otros libros, que habla de emociones, de sentimientos, de pasión y entusiasmo y ternura y aspiraciones y compromiso y sueños y deseo y anhelo… y no de “textos”, palabras y teorías, la que subyuga a Madeleine, que se desmarca así de las corrientes imperantes entre sus muy pedantes e intelectualoides profesores y los muy influenciables alumnos. 

En este juego entre, por un lado, el artificio -enrevesado a veces- de la teoría y el discurso y, por otro, la “naturalidad” algo ingenua de la experiencia inocente, radica la clave central del libro. Eugenides nos presenta a una generación que ha leído demasiado para creer en el amor, pero que, aun así, no puede dejar de buscarlo. En un contexto en el que la teoría literaria ha desmontado, desmitificándolos con crudeza, los grandes relatos -el amor como destino, el matrimonio como clausura y final feliz, la narración como establecimiento de un orden, de una explicación-, La trama nupcial se presenta como un estudio sobre la persistencia del amor romántico en una era descreída, a través de quizá la única opción plausible, que simultánea el lúcido escepticismo, consciente de la irremediable pérdida de sentido, y la ingenua y optimista y entusiasta vivencia del amor como, pese a todo, una suerte de resistencia frente al vacío. Los protagonistas saben que los discursos románticos están “muertos”, pero no pueden dejar de vivirlos; y el propio escritor se entrega a narrar con convicción las emociones en una época en la que la ironía ha vaciado de sentido todos los discursos. Unos y otro -y con ellos el lector, subyugado- reflejan la necesidad que a todos nos mueve de comprender el mundo y, a la vez, la conciencia de que las explicaciones, la teoría, la “desromantización” de la realidad no nos basta para salvarnos del amor (tampoco del sufrimiento o de la locura), pese a que sabemos, irremediablemente escépticos, que ya ninguna historia amorosa puede sostenernos del todo. 

Es por ello, en último término -y correspondiéndose con esta opción por la “frescura” literaria frente a la aridez de la teoría-, que La trama nupcial me parece -pese a todo, pese a las indecisiones y la confusión, pese a los sinsabores y las equivocaciones de los chicos, pese a su intelectualismo en apariencia irredente- un optimista canto a la vida, al amor, al erotismo, a la energía y el entusiasmo de la juventud, como puede verse en la fábula de Tolstoi que se recoge en un fragmento del libro y que transmite de modo evidente esta opción vitalista y alegre (también descreída y recelosa) en ambos planos, el literario y el “existencial”: 

Había libros que se abrían paso a través del ruido de la vida y te agarraban del cuello de la chaqueta y te hablaban sólo de las cosas que encerraban más verdad. Una confesión era un libro de ésos. En él, Tolstoi relataba una fábula rusa sobre un hombre que, perseguido por un monstruo, se tira a un pozo. Cuando está cayendo, sin embargo, ve que en el fondo hay un dragón que lo está esperando para devorarlo. Entonces, el hombre ve una rama que sobresale de la pared del pozo, y se agarra a ella, y se queda colgando. Ello impide que el hombre caiga en las fauces del dragón, o que se lo coma el monstruo de arriba, pero resulta que surge un pequeño problema. Dos ratones, uno negro y otro blanco, corretean por la rama, y la mordisquean. Sólo es cuestión de tiempo que en algún momento lleguen con los dientes al corazón de la rama, y ésta se parta y el hombre caiga al abismo. Mientras el hombre contempla su inexorable destino, advierte algo más: del extremo de la rama a la que se aferra se desprenden unas cuantas gotas de miel. El hombre saca la lengua para lamerlas. Ésta —nos dice Tolstoi— es la fatal condición humana: somos el hombre que se agarra a esa rama. La muerte nos aguarda. No hay escapatoria. Y, así, nos distraemos lamiendo cualquier gota de miel que se nos ponga al alcance. 

Con mi ferviente recomendación de estas tres novelas formidables cierro por hoy este extenso Todos los libros un libro, no sin antes dejaros una muestra musical que complemente con melodías el universo de Eugenides. Entre las muchas referencias musicales que atraviesan los tres libros, en particular, como hemos visto, Las vírgenes suicidas, he elegido, como ya he anticipado, el tema central de la banda sonora de la película, Playground love, cuya atmósfera envolvente, íntima y perturbadora, refleja convenientemente el “clima” de la novela. Antes de él, un fragmento muy revelador de esa primera y deslumbrante novela, en el que la voz colectiva que lo narra se adentra en el mundo incomprensible de las hermanas Lisbon a partir de la lectura del diario de una de ellas. 


Supimos de los cielos estrellados que las niñas habían contemplado años atrás, cierta vez que acamparon, y del aburrimiento de los veranos yendo de aquí para allá, del patio trasero al delantero y nuevamente al trasero, y supimos también de un olor indefinible que salía de los inodoros en las noches de lluvia y al que las niñas daban el nombre de «cloaqueo». Supimos qué se siente al ver a un muchacho con el pecho desnudo, una sensación que indujo a Lux a llenar con el nombre Kevin, escrito con rotulador Magic Marker de color púrpura, su libreta de tres anillas e incluso el sostén y las bragas, y por esto comprendimos que se pusiera como una furia el día que llegó a casa y se encontró con que la señora Lisbon había puesto sus cosas en remojo con Clorox a fin de hacer desaparecer todos aquellos «Kevin». Supimos de la rabia que da que el viento de invierno te levante la falda y que las rodillas acaban doliéndote a fuerza de mantenerlas apretadas en clase y de lo fastidioso y cargante que resulta tener que saltar a la comba cuando los chicos juegan a béisbol. Nunca llegamos a entender por qué a las chicas les preocupaba tanto hacerse mayores ni por qué se sentían obligadas a dedicarse cumplidos, pero a veces, cuando uno de nosotros había leído en voz alta una larga parte del diario, debíamos reprimir la necesidad de echarnos los unos en brazos de los otros o de decirnos que estábamos guapísimos. Supimos de esa cárcel que es ser chica, de los impulsos y sueños que genera y por qué acaban sabiendo qué colores combinan y cuáles no. Supimos que las chicas eran gemelas nuestras, que todos existíamos en el espacio como animales con idéntica piel y que si ellas lo sabían todo de nosotros, nosotros en cambio no podíamos sacar nada en claro de ellas. Supimos, finalmente, que las hermanas Lisbon eran en realidad mujeres disfrazadas de niñas, que sabían del amor e incluso de la muerte y que nuestra función se reducía simplemente a emitir una especie de ruido que parecía fascinarlas.

Videoconferencia 
Jeffrey Eugenides. Las vírgenes suicidas

miércoles, 19 de noviembre de 2025

FRANCIS SCOTT FITZGERALD. EL GRAN GATSBY

Esta semana, Todos los libros un libro continúa con la serie, formalmente iniciada el pasado miércoles, con la presencia de Un puente sobre el Drina, del premio Nobel Ivo Andrić, pero que ya había anticipado semanas atrás, cuando presenté Divertirse hasta morir, de Neil Postman, centrada en obras o autores -a menudo los dos- que han celebrado algún tipo de aniversario más o menos redondo en este 2025 que se encamina ya hacia su final. Siendo tan frenético el ritmo de publicaciones y tan abundantes también las efemérides literarias que se producen cada año, me resulta casi imposible ir siguiendo puntualmente cada uno de los acontecimientos que, a mi juicio, merecen ser recordados con detenimiento en el espacio. Y es por ello por lo que en estos días finales del año se me agolpan las recomendaciones de libros que, por razones de oportunidad, debieran encontrar acomodo en emisiones correspondientes a este declinante 2025. Así, Divertirse hasta morir, un libro de 1985, ha cumplido ahora cuatro décadas. Y así también, Un puente sobre el Drina, que vio la luz en 1945, ha alcanzado en estos meses los ochenta años de vida; siendo ambos textos de una extraordinaria vigencia pese a su relativa longevidad, convertidos ya en clásicos en sus respectivos ámbitos. Mi propuesta de hoy se inscribe, pues, en este contexto de conmemoración, y no de una menor, precisamente, pues se trata, ni más ni menos, de un centenario. En efecto, El gran Gatsby, mi entusiasta sugerencia de esta tarde, se publicó en 1925, y, pese a su tibia repercusión inicial, la obra mayor de Francis Scott Fitzgerald es hoy, cien años después de ser escrita, una de las novelas más descollantes de la literatura de los Estados Unidos y también universal. 

Yo leí por primera vez El gran Gatsby en una edición que no puede encontrarse fuera del circuito de las librerías de viejo o de segunda mano (e incluso, en ese círculo, con dificultades). Se trata de la de Alfaguara de 1983 en su formato clásico, con su imagen inconfundible fruto del elegante diseño, en portada e interiores, de Enric Satué, y con el tacto del papel grueso, pero suave y acogedor, de sus cubiertas (podéis leer en internet un extraordinario artículo de Paola Martínez Cuevas, La estatura y el porte de los libros, en el que analiza con conocimiento, lucidez, espíritu crítico y un cierto desencanto la evolución del diseño y la maquetación de los libros en las últimas décadas). La traducción era de José Luis López Muñoz, reputado experto, Premio Nacional de Traducción a toda su obra hace ya varios años. Obviamente, Alfaguara ha seguido reeditando el libro, para el que mantiene la misma traducción. Quiero recomendaros también otras ediciones más actuales, cada una con su respectiva singularidad, de tal manera que el lector pueda escoger la que sea más conveniente a sus intereses, sus inclinaciones o su propósito al acercarse al libro. Por ejemplo, es excepcional la relativamente reciente, de 2021, de la editorial Cátedra, a cargo de Juan Ignacio Guijarro González, responsable también de un formidable estudio introductorio, que ocupa cerca de ciento cincuenta páginas de la obra. El libro está traducido por María Luisa Venegas Lagüéns. Con la excusa de este tratamiento académico de la novela, quiero recomendaros, al paso, un libro publicado en este 2025 con ocasión del centenario. Se trata de Los papeles del Gran Gatsby, un volumen misceláneo editado por Juan Ignacio Guijarro González y traducido por José de María Romero Barea para la sevillana editorial Athenaica, que incluye diversos textos relacionados con la novela: tres relatos de Fitzgerald que anticipan el clima, la atmósfera, determinadas circunstancias y algunos temas clave del libro, una muestra de la ingente correspondencia del autor (que llegó a escribir, al parecer, cerca de 3.000 cartas), su prólogo a una reedición de 1934, reseñas -elogiosas y desfavorables- de 1925, tras la publicación del libro y cartas de otros escritores notables como T. S. Eliot, Edith Wharton o Gertrude Stein. 

Apreciable es también, como siempre en la mayor parte de los títulos del sello, es la publicación, de 2012 pero que cuenta ya con seis reediciones, de Reino de Cordelia, con la traductora “de la casa”, Susana Carral, que tan a menudo ha comparecido en el programa. La más reciente, presentada sin duda con ocasión del centenario, es la de Nórdica, de este mismo año, que, además de contar con la presencia de José Manuel Álvarez Flórez, prestigioso traductor con una amplísima trayectoria, incorpora las singulares ilustraciones de Ignasi Blanch. Es esta última versión, en la que he releído el libro estas últimas semanas, la que voy a utilizar para las citas que pueda incorporar a mi reseña. 

Como ocurre con frecuencia en Todos los libros un libro, en una pauta a la que me obligan mi excesivo detallismo y mi exigente meticulosidad, merece la pena detenerse en esta variedad de traducciones del libro que he querido manejar para confeccionar y ofreceros estos comentarios. Las diferencias entre unas y otras son ostensibles y, más allá de lo que tiene de anécdota la constatación de los distintos criterios seguidos por cada uno de los respectivos expertos para verter a nuestro idioma el texto original, resultan significativas y son siempre reveladoras de la dificultad de la traducción, tantas veces resaltada aquí. Quiero centrarme en algunos ejemplos, de distinta índole, relativamente trivial unos, otros de mayor trascendencia, que sirven de muestra elocuente de estas circunstancias. 

El primero de los casos tiene que ver con el latiguillo que Gatsby introduce de modo recurrente en sus conversaciones, singularmente cuando se dirige a Nick Carraway (y siento que los nombres de estos dos personajes sean, por ahora, solo eso, meros nombres, sin que tengan aún un mayor significado para quien me lee; despejaremos las dudas acerca de su identidad algo más adelante). Cuenta Juan Ignacio Guijarro González en su sugestivo preámbulo a la edición de Cátedra, que en las primeras versiones de su texto Fitzgerald ponía en boca de su protagonista expresiones como old fellow y old man, para acabar decantándose, en la revisión final, por old sport, una locución que, al parecer, usaba con frecuencia el gánster Max Gerlach, al que Fitzgerald había conocido en Long Island. Pues bien, el “problema” de la traslación a nuestro idioma de ese modismo (y se trata, sin duda, de una dificultad, dado lo plural de las opciones que se manejan en las ediciones citadas), se resuelve, como digo, de modos disímiles. Parece que la interpretación más “ajustada”, la que más fielmente reflejaría -al margen de su literalidad- el sentido, el tono y la intención de la frase, sería “viejo amigo” o “mi buen amigo”. Pues bien, en los cuatro libros que hoy traigo esa alternativa solo se sigue -y la muestra se refiere a un mismo pasaje- en el de Alfaguara (¿Quieres acompañarme, viejo amigo? Es aquí mismo, en la playa del estuario) y, de un modo muy parecido, en la de Reino de Cordelia (¿Quiere acompañarme, amigo? Sin alejarnos de la costa del estrecho). Nórdica opta por ¿Quieres venir conmigo, compañero? Solo cerca de la costa, por el estrecho. Y Cátedra elige ¿Quiere venir conmigo, socio? Solo cerca de la orilla, a lo largo del Sound (y ni siquiera menciono las diferencias entre el resto de los términos de la frase). Por cierto (y de nuevo adelantándome al orden de mis propias palabras), en una de las cuatro películas que se han hecho sobre el libro (solo dos relativamente cercanas en el tiempo, como luego veremos), la de Jack Clayton de 1974, con Robert Redford en su papel principal (y sirvan esta primera mención y, más adelante, mi comentario final sobre el filme como homenaje al actor tras su reciente fallecimiento), recurre, en su doblaje español, al término “camarada” (con unas connotaciones claramente inapropiadas, dado el contexto en que se expresa). La versión de 2013, en la que Leonardo di Caprio repite una y otra vez “old sport”, nos ofrece la locución traducida como “compañero”. 

Más relevancia tiene mi segundo ejemplo, que conecta con la siempre controvertida cuestión de la corrección política. Vuelvo de nuevo al enjundioso y muy completo estudio de Cátedra para resaltar que su responsable, tras mencionar haber tenido como referente esencial para su versión el texto en inglés publicado en Penguin Books en 1950, nos informa de haber realizado algunos cambios sobre ese texto original en el que Fitzgerald recurre a un término con connotaciones racistas para referirse a una persona de de origen judío, kyke, que a partir de 1951 se sustituye en la obra por un vocablo neutro y sonido parecido como “guy” (“tipo”, “individuo”). Sin embargo, en el texto de la editorial Penguin, base generalizada para las distintas traducciones, aparece “tyke”, palabra que puede usarse para referirse a un perro callejero o a una persona insignificante. Veamos las interpretaciones de nuestros traductores. En Cátedra leemos: Casi me caso con un sucio judío ridículo que me estuvo rondando durante años. La opción de Alfaguara es: Por poco me caso con un judío horrible que llevaba varios años detrás de mí. Y Nórdica se decanta por esta otra: Estuve a punto de casarme con un judío insignificante que llevaba años detrás de mí. Reino de Cordelia, por fin, recurre a un elusivo Estuve a punto de casarme con un pilluelo que llevaba años detrás de mí

Muy importante y significativo es, también, el tercer ejemplo, pues se corresponde con la última frase del libro, uno de los finales más legendarios de las letras estadounidenses, como podemos leer en la citada introducción a la edición de Cátedra; unas palabras grabadas, además, en la lápida que el matrimonio Fitzgerald comparte en el cementerio de St. Mary’s Church, en la ciudad de Rockville del estado de Maryland. Veamos las distintas versiones: 

Y así seguimos batallando, barcos a contracorriente, barloventeando incesantes hacia atrás, hacia el pasado. (Cátedra) 
 
De esta manera seguimos avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en regresión sin pausa hacia el pasado. (Alfaguara) 

Así seguimos adelante, botes contra la contracorriente, obligados una y otra vez a poner rumbo hacia el pasado. (Cordelia) 

Y así seguimos, barcas a contracorriente, empujados sin cesar al pasado. (Nórdica) 
 
Dejo al lector elegir a su conveniencia. Yo, en este caso concreto, me quedo con la de José Manuel Álvarez Flórez para Nórdica. Ni conozco la versión original ni tengo conocimientos técnicos como para juzgar cuál es la opción más “correcta”. De un modo absolutamente intuitivo y personal, no soporto el “barloventeando” de Cátedra; me resulta algo rígido, frío, industrial, poco poético, el “con laboriosidad” de Alfaguara; y creo que la alternativa de Reino de Cordelia peca de una ligera superfluidad, con la elección de “adelante”, “contra”, “una y otra vez”, “rumbo hacia”, que Álvarez Flórez omite ofreciendo una versión más ligera y elegante. 

Para poner punto final a este largo inciso sobre las traducciones, quiero dejar un breve apunte sobre un término de una cierta trascendencia para la plena comprensión del libro con el que, sin embargo, hay una casi total unanimidad entre los traductores. Se trata del vocablo drugstore, con una relativa presencia -aunque muy significativa- en la novela. Salvo la edición de Nórdica, que mantiene el drugstore original, las demás editoriales han elegido droguería, que no sé si puede evocar en el lector la alusión -nada velada- a los supuestos negocios ilícitos del protagonista. 

Y tras estas ya demasiado extensas cuestiones preliminares, me adentro en el contenido de la obra empezando por la tarea, siempre difícil de manera habitual pero que en este caso roza lo imposible, de adelantaros una suerte de resumen argumental que no desvele lo esencial de la trama. Como digo, pergeñar la reseña de los libros recomendados omitiendo una al menos sucinta sinopsis de su argumento me parece absurdo e improcedente si lo que se pretende es despertar en el oyente -en la radio-, el espectador -en Youtube- o el lector -en este blog- un inicial interés por el libro. Ahora bien, hacerlo -sintetizar el hilo que enlaza la narración, comentar sus temas principales, ofrecer un esbozo somero de la psicología de los personajes, aportar, incluso, algún apunte sobre los recursos literarios o el estilo del autor, sin destripar aspectos sustanciales del relato, sin eliminar las naturales dosis de incertidumbre, descubrimiento, e incluso sorpresa o misterio que siempre acompañan a la lectura- resulta altamente complicado. Esta ambivalencia, tan presente aquí, en Todos los libros un libro (algunos de cuyos seguidores se quejan, a veces, de que una cierta exhaustividad por mi parte en mis acercamientos a los libros reseñados se traduce en un exceso de “revelaciones” que perjudica el disfrute lector), se convierte en un obstáculo casi infranqueable en el caso de El gran Gatsby. Lo intentaré, no obstante, con toda mi buena voluntad, avisando de antemano que seguir mis comentarios a partir de este momento puede producir efectos no deseables en relación con la “inocencia” con la que se vaya, después, a encarar la lectura. Podría, no obstante, hacer un esforzado intento por preservar esa ingenuidad lectora de nuestros lectores/oyentes, aunque ello me llevaría a liquidar la reseña diciendo: “El gran Gatsby es la historia de un joven millonario, enamorado de una mujer que lo abandonó hace años, cuando él era pobre, para casarse con otro, y que construye su vida en torno a la expectativa de volver a verla tras ese largo tiempo de separación”. Reduccionista y poco expresivo. Y, en cualquier caso, contrario al espíritu, la intención y el planteamiento del programa. No obstante, para los muy interesados, siempre cabe leerme o escucharme después de leer el libro. De ser así, aún puedo resumir más mi comentario: ¡¡No os perdáis El gran Gatsby!! 

Probaré, sin embargo, un desarrollo algo más elocuente, sin dar demasiadas pistas, en la medida de lo posible, del “cierre” de los distintos hilos de la trama. La novela comienza, tras la Gran Guerra, con la mudanza de un joven, graduado en Yale y con veleidades literarias, Nick Carraway, desde sus orígenes en una familia acomodada del Medio Oeste norteamericano, a West Egg -solo existente en la ficción aunque con “correlato” real- en Long Island, en las afueras de Nueva York: El Medio Oeste ya no me parecía el cálido centro del mundo, sino el andrajoso borde del universo: así que decidí irme al Este a aprender el negocio de los bonos (…) Mi padre accedió a financiarme un año y, tras varías demoras, me trasladé al Este (de forma permanente, creía) en la primavera de 1922. Allí alquila una modesta casa, vecina a la lujosa mansión de un hombre misterioso y algo esquivo que resulta ser el millonario Jay Gatsby, reservado y enigmático. 

Nick visita a su prima Daisy y a su también multimillonario marido Tom Buchanan en East Egg, al otro lado de la bahía, un lugar emblema de la aristocracia tradicional del Este norteamericano, de honda raigambre económica frente a la discutible riqueza advenediza de los habitantes de la orilla de enfrente. En la otra orilla de la pequeña bahía brillaban los blancos palacios del elegante huevo del Este, el East Egg, y la historia del verano empieza, en realidad, la tarde que fui allí a cenar con Daisy y con Tom Buchanan. Daisy y yo éramos parientes lejanos, y Tom y yo nos habíamos conocido en la universidad. En su primera visita a los Buchanan, en la que se reencuentra con un Tom que une a su físico corpulento y poderoso un porte agresivo y una actitud prepotente, arrogante y displicente, y con una Daisy irresistiblemente atractiva, acompañada de su amiga Jordan Baker, una conocida jugadora de golf, ambas frías, lánguidas, sofisticadas y elegantes, etéreas y superficiales (Ella y la señorita Baker hablaban a veces al mismo tiempo discretamente y con una intrascendencia burlona que nunca era del todo parloteo, que era tan frío como sus vestidos blancos y sus miradas impersonales carentes de deseo), Nick percibe las tensiones en el matrimonio, pues Tom mantiene una relación (que le “cotilleará” primero Jordan y que, más adelante, le será confesada abiertamente por su amigo), con Myrtle Wilson, esposa de un mecánico con el que la mujer “padece” una muy humilde -proletaria, en realidad- existencia en el Valle de Cenizas, una especie de oscuro vertedero en Queens, a medio camino entre Great Neck (el trasunto real de West Egg) y Nueva York.&nbsp
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Aposentado en su nueva vivienda, Nick atisba en la prudente distancia de su limítrofe vecindad el extraño deambular de su inaccesible residente, intrigado por sus fugaces y algo fantasmagóricas apariciones en su jardín, como en este fragmento, revelador, como luego veremos, de algunas de las claves simbólicas de la novela: 

La silueta de un gato en movimiento pasó ondulante a la luz de la luna, y al mover la cabeza mirándolo, descubrí que no estaba solo: a unos quince metros, alguien había emergido de la sombra de la mansión de mi vecino y se erguía con las manos en los bolsillos contemplando la plateada pimienta de las estrellas. Había algo en sus movimientos pausados y en la firme posición de sus pies en el césped que sugería que se trataba del señor Gatsby en persona, que había salido a determinar qué parte de nuestro firmamento local era suya. 

Decidí saludarle. La señorita Baker le había mencionado en la cena y eso me daría pie para presentarme. Pero no lo hice, por un indicio repentino de que le complacía estar solo: estiró los brazos hacia el mar oscuro de una forma extraña y, a pesar de la distancia que nos separaba, habría jurado que estaba temblando. Miré involuntariamente hacia el mar y solo distinguí a lo lejos una diminuta luz verde que podría ser el extremo de un embarcadero. Cuando busqué de nuevo a Gatsby, se había desvanecido y de nuevo me encontraba solo en la agitada oscuridad. 

Curioso ante el misterio que parece encerrar el personaje de Gatsby, con el que durante semanas no logra establecer contacto, y a la vez admirado y perplejo por las fastuosas fiestas que de continuo vislumbra desde su más que modesta vivienda, Nick comenzará su trabajo y su vida en Nueva York ajeno a la existencia del millonario, hasta que, por fin, será invitado a una de las desmesuradas veladas de Gatsby, a las que acuden multitudes atraídas por su abundancia, su riqueza y su ostentación. Allí, sintiéndose desplazado y tras algún malentendido, acabará por conocer al hasta entonces algo distante anfitrión, que sorprende por su discreción personal frente al exceso de sus celebraciones, por su aparentes soledad e introspección frente a la desbordante expansividad, alocada y febril, de sus invitados. 

A partir de estos hechos iniciales, Nick irá estrechando su relación con Gatsby, que, de modo prudente, va abriéndose a su vecino y haciéndolo objeto de alguna confidencia, singularmente la que constituye el núcleo central de su vida (y de la novela): cinco años atrás, en 1917, cuando, sin oficio ni beneficio, era solo un joven militar que se disponía a partir para ultramar, movilizado en la Primera Guerra Mundial, conoció a una Daisy Fay (entonces, obviamente, aún no Buchanan) de solo diecisiete años, ante cuyos encanto y fascinación cayó rendidamente enamorado, siendo inicialmente correspondido. Sin embargo, las ostensibles diferencias de clase, la pobreza y la falta de futuro del muchacho, provocan la ruptura después de un efímero y apasionado noviazgo. Tras la partida de Jay a Europa, Daisy se ve encandilada por el arrebatador e inmensamente rico Tom, con el que se casará al poco tiempo, instalándose en Chicago. Cuando Gatsby conoce los hechos e ignorando, tras volver de la guerra, el paradero de su amada, la buscará inútilmente (hace años que lee un periódico de Chicago con la esperanza de ver el nombre de Daisy) mientras prospera en los negocios a través de operaciones turbias (o al menos no del todo claras y, en cualquier caso, solo apuntadas de modo tangencial y difuso en el libro), confiando en que esa riqueza le permita recuperar a Daisy cuando consiga dar con ella. Cuando, ya acaudalado y logrado con creces el éxito financiero, averigua su residencia en East Egg, comprará su mansión al otro lado de la bahía, la convertirá en un foco de atracción para la alta sociedad local esperando que algún día ella aparecerá en alguna de sus masivas fiestas y, entretanto, contemplará cada noche, silencioso, expectante y aún enamorado, el brillo intermitente de la lucecita verde que, atravesando la ancha entrada del mar, destella en la casa de los Buchanan, en un silencioso ritual al que se entrega melancólico y en el que lo divisará por primera vez Nick como recoge el fragmento que acabo de transcribir. 

Y, honestamente, creo que no debo avanzar más en el esbozo de la línea argumental del libro, so pena de desvelar su desenlace. Diré tan solo que, a través del nexo común de Nick, se producirá el ansiado reencuentro, que provoca en Daisy la natural conmoción -por el recuerdo revivido del amor y por el inesperado despliegue de riqueza de Gatsby- y también su comprensible incomodidad al comprobar la intensidad, la vehemencia, el vigor, el apasionamiento y hasta la urgencia con la que Jay pretende recuperar -en realidad repetir- un pasado que ya no existe. Y habrá drama y emoción y enfrentamientos y tragedia y muertes (en plural) y todo concluye (y sobre este particular eje narrativo, lateral con respecto a la trama principal, sí puedo permitirme aportar algún dato más) con Nick abandonando desencantado Nueva York pocos meses después, dejando la muy célebre meditación final -ya comentada en relación con las distintas traducciones- sobre la imposibilidad de escapar del tiempo y sobre el carácter ilusorio de los sueños, en particular del genuino y muy inspirador american dream, en una lectura muy interesante de las muchas que, como veremos, suscita la novela: el sueño, tan representativo de la sociedad norteamericana y que hunde sus raíces en la Declaración de Independencia del país, según el cual todo ciudadano, sin importar su origen social o su condición económica, puede alcanzar la prosperidad, el éxito y una vida mejor -la felicidad- a través del esfuerzo, el duro trabajo y el mérito propio. 

Más allá del interés propio de la historia principal -una trama fascinante sin dejar de ser melodramática, ha escrito algún crítico- y de ciertos elementos de tenue intriga que acompañan al lector interesado en conocer el desenlace de la pasión amorosa y el destino de sus protagonistas, El gran Gatsby interesa por su alta densidad simbólica, temática y estilística; por su capacidad para “operar” en distintos niveles de lectura, lo que ha convertido a la novela en un clásico un siglo después de su publicación y la ha convertido en objeto de estudios académicos, ensayos críticos y múltiples adaptaciones cinematográficas y culturales; por la hondura en la construcción de la personalidad de sus personajes, no solo los tres principales -Jay, Daisy y Nick- sino también los relativamente secundarios, Tom Buchanan, Jordan, Myrtle y George Wilson y hasta el algo sinuoso y de ambiguo perfil, Meyer Wolfshiem, amigo judío y mentor en la sombra de Gatsby; por la solvente descripción, no siempre explícita, pero sí perceptible, del contexto histórico y social de los Estados Unidos; por, en ese mismo sentido, su excepcional representación del espíritu de una época -“la era del jazz”-, algunos de cuyos rasgos han quedado para siempre asociados a la realidad del libro; por los muy interesantes ejes temáticos a los que se abre, en su mayoría de alcance y valor universal, en otra de las razones que explican el éxito de la obra pese al transcurso del tiempo; por el valor simbólico de algunos elementos y metáforas recurrentes en la novela, dotados de una fuerza y una capacidad de sugestión notables; por el eficaz uso de ciertos recursos estrictamente literarios y estilísticos y de determinadas referencias culturales que amplían los ecos del texto; por la convincente recreación de una atmósfera algo evanescente, como de encantamiento e ilusión, romántica y poética, pero también trágica y desesperanzada, melancólica y algo triste, lírica y sublime y, a la vez, prosaica y hasta cruda, que envuelve al lector y lo transporta a un universo, veraz y desencantado (desencantado por veraz), de ensoñación y belleza. 

Es, pues, esta ambiciosa y magistral apertura a diversos frentes lo que convierte en excepcional a El gran Gatsby. Una novela que puede ser disfrutada como un relato de amor trágico y fracaso personal; que resulta valiosa también como crítica social y cultural, al mostrar, abiertamente, la desigualdad, el materialismo y la corrupción de la próspera sociedad estadounidense de entreguerras; y que, además, es sobresaliente en tanto obra estética, en la que cada elemento narrativo -el estilo poético, la voz de Nick, un narrador que, como veremos, “está y no está”, los símbolos recurrentes- contribuye a un efecto total de elegía moderna. Quiero dar cuenta de todo ello, siquiera brevemente, dejando aquí mis impresiones sobre algunas de las, a mi juicio, más relevantes de las muchas vertientes del libro. 

El gran Gatsby no puede entenderse plenamente sin situarlo en su contexto histórico, social y cultural. F. Scott Fitzgerald escribió la novela en los años inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial, un periodo conocido -en expresión popular- como los “locos años veinte” (The roaring twenties; hay una película clásica de Raoul Walsh, con el gran James Cagney en el papel principal, con ese título). Estos años se caracterizaron por una notable expansión económica en Estados Unidos, un acelerado proceso de modernización e industrialización que convierte al país en una potencia mundial de primer orden, en lo económico y en lo tecnológico, un fenómeno de urbanización creciente, el consiguiente desarrollo de la sociedad de consumo y un acelerado auge de la cultura de masas. Esa prosperidad de la época, traducida, desde el punto de vista de la psicología colectiva, en un optimismo esperanzado y hasta exuberante, coexistía sin embargo con profundas tensiones sociales, desigualdades económicas sangrantes, discriminación racial, un desmesurado florecimiento del crimen organizado durante la Ley Seca (asunto sobre el que, precisamente, trata el filme citado -y tantos otros- y que, de soslayo, aparece en la novela, pues la prohibición del alcohol generó un mercado negro que permitió a individuos como Gatsby acumular riqueza rápidamente a través del contrabando, una razón más que probable para entender las rápidas ganancias del personaje, y explicativa igualmente de la ambigua moral en la que parece verse envuelto su ascenso social), en una muestra muy evidente de la corriente de conservadurismo que inundó el país (de la que Tom Buchanan es un palmario exponente en la novela) y que se reflejó también en la represión política de “disidentes” (en esos años serán ejecutados Saco y Vanzetti), el resurgir del Ku Klux Klan y las reaccionarias leyes anti inmigración. También -en un aspecto que incluyo en la vertiente “conflictiva” de esta fotografía de la época por lo que supuso de rupturista novedad- la transformación vertiginosa del papel de la mujer en la sociedad, encarnada en las rutilantes, transgresoras y libérrimas “flappers”, símbolo de emancipación y modernidad, con sus faldas cortas, sus desenfadados y originales cortes de pelo (el bob cut, con el cabello corto y el muy significativo flequillo), sus conductas atrevidas, sus desaforados bailes de la excitante música del momento -el nada convencional jazz, el vertiginoso charlestón-, su provocadora ausencia de prejuicios y su notorio desafío a las pacatas convenciones a las que “debían” someterse las mujeres. Todos estos elementos están presentes, en diferente medida, en El gran Gatsby, una novela que representa fielmente aquel tiempo y convierte a su autor en excepcional cronista de una época para la que el mismo Scott Fitzgerald acuñaría otra rúbrica, ya referida, “la era del jazz”. 

Además, esa realidad plasmada en la novela guarda muchas concomitancias con la propia biografía del autor (recomiendo, para profundizar en esta y en otras interesantes dimensiones de la obra, la edición de Cátedra, con su iluminador prólogo). Proveniente de una familia de clase media, Fitzgerald soñaba con el ascenso social y la sofisticación de la alta sociedad, pero siempre fue consciente de los límites impuestos por su origen, al igual que su alter ego en la ficción. Otro tanto ocurre con las fiestas ostentosas, con la presencia en ellas de los más destacados personajes de la sociedad neoyorquina -las “socialités” de entonces- (hay un par de páginas en el libro en las que se da cuenta, con nombres, apellidos, profesiones, cargos, logros, desempeños y más o menos elevada posición social, de las numerosas celebridades presentes en una de los desenfrenados partys de Gatsby), las chicas frívolas, el fragor de la música, el lujo y el exceso, que remiten a las celebraciones fastuosas en las que Fitzgerald participaba en Nueva York y Long Island. Del mismo modo, la relación entre Gatsby y Daisy, trasunto -con muchas diferencias, no obstante- de la de Francis y su esposa Zelda Sayre. 

Y esta mención al matrimonio Fitzgerald me permite ofrecer, también de un modo sucinto, algún apunte sobre los personajes de la novela, que se nos aparecen, no solo como individuos con motivaciones y conflictos propios, a los que conocemos a partir del “retrato psicológico” que de ellos hace el autor, sino dotados de un alto valor simbólico, representativos de elementos culturales, sociales y emocionales como el sueño americano, la ilusión y el desencanto, la desigualdad social y la fragilidad moral. Así, el propio Gatsby encarna una figura esencial de la cultura estadounidense, el self-made man, el ‘hombre hecho a sí mismo’, con sus contradicciones y ambigüedades: el crecimiento y el éxito alcanzados, desde un origen humilde, a través del esfuerzo, la constancia, la reinvención personal y la, en principio, noble ambición, por un lado; y por otro, la casi siempre indispensable utilización de medios poco claros, de dudosa ética o abiertamente ilícitos para la consecución de esos fines -el poder, la riqueza-, que, a la postre, dejan las manos manchadas de barro. Pero Gatsby es, sobre todo, la viva representación -en una imagen que deja un rastro indeleble y más amable en el lector- del héroe trágico moderno, con su anclaje en un pasado perdido y un ideal irrealizable, su obsesión por perseguir un sueño imposible, revestido de una melancólica grandeza moral hecha tanto de la intensidad de su deseo y su constancia, como de su previsible e inevitable fracaso, al tener que luchar con las limitaciones sociales, temporales y humanas de su tiempo. 

Daisy Buchanan es, también en una cierta representación dual, la mujer ideal, la ilusión del amor, la esperanza de recuperación de ese pasado perdido y, a la vez, la viva imagen del materialismo, la superficialidad y el privilegio de las clases dominantes; es la belleza, la elegancia, la fragilidad y el encanto que describen el ideal femenino de la época y, simultáneamente, el egoísmo, la indecisión, la atracción por el dinero, la subordinación de los sentimientos a la riqueza material. Otro personaje relevante es Tom, marido de Daisy, representación agresiva del poder, la violencia, la arrogancia, el racismo, los privilegios, la corrupción, la impunidad y la brutalidad moral de la élite hereditaria del país. Su execrable figura se contrapone a la de Nick, el narrador moral que, a través de su observación constante de los hechos y de la voz con la que da cuenta de ellos, permite al autor ofrecer -sin estridencias- su visión crítica de las contradicciones de la sociedad que nos muestra. Como he señalado con anterioridad, su personaje está “dentro y fuera” de la acción, pues forma parte de ella, en su interacción con los demás protagonistas, en su cercanía a ellos -familiar con Daisy, de amistad con Gatsby, de ambiguo “enamoriscamiento” con Jordan-, en la vivencia compartida de las diferentes situaciones; pero es, también, ajeno a su círculo social, lo que le permite mantener un discurso de reprobación, aunque sobrio y prudentemente distanciado, de aquel estado de cosas. Y están Myrtle y George Wilson, que ofrecen la otra cara del escenario social, la clase baja atrapada en la miseria y la explotación, con sus diferentes respuestas ante su triste condición: mientras Myrtle busca ascender socialmente mediante su aventura con Tom Buchanan, George encarna la desesperanza y la impotencia frente a las fuerzas económicas y sociales que lo oprimen. Y está Jordan Baker, representación de la moderna e independiente flapper de los años veinte, pero envuelta en una muy patente capa de cinismo, practicidad, cálculo y, a veces, deshonestidad. Por último, en un papel menos desarrollado pero importante -y controvertido desde una mirada actual-, destaca Meyer Wolfsheim, basado en Arnold Rothstein, un gánster de existencia real, responsable de uno de los mayores escándalos de la historia del deporte en Estados Unidos, el “amaño” de las Finales del Campeonato de Béisbol en 1919 (en dato que se incorpora al libro de manera tangencial), y que se nos muestra en la novela como el consejero e inspirador de la riqueza ilícita de Gatsby. La polémica que hoy puede generar su figura literaria tiene que ver con el hecho de que, siendo judío -en la realidad y la ficción-, su caracterización novelesca resulta demasiado tópica, aceptando los estereotipos antisemitas más vulgares (las reiteradas alusiones a su nariz, su incapacidad para una correcta pronunciación del inglés, la naturaleza depredadora de su carácter, apuntada en la palabra wolf (“lobo” en inglés) de su nombre, en la ostentación con que luce sus gemelos de marfil, especímenes excelentes de molares humanos, como él mismo señala). En la versión cinematográfica más reciente, de la que luego hablaremos, se “blanquea” al personaje, que ya no es judío y habla inglés con pertinencia. 

En este repaso a vuelapluma de los principales personajes y su acusada dimensión simbólica, afloran ya algunos de los principales temas por los que la novela resulta extraordinaria, si hacemos una lectura de ella que trascienda la capa superficial de la historia narrada. Es el caso, aparte del ya mencionado -el fiel reflejo de la cultura popular y los cambios sociales de los años veinte-, de la implacable representación del sueño americano; de la denuncia -al menos en sordina- de la desigualdad social y el vacío moral de la sociedad; y de la notable presencia de algunos temas universales, como el choque entre la ilusión frente a la realidad, el amor y el deseo, el paso del tiempo y la memoria, entre otros. 

Si hubiera que identificar el núcleo central de la novela, en el que residen su “sentido oculto”, su “mensaje implícito”, deberíamos mencionar sin duda, el del sueño americano, personalizado en la figura de Jay Gatsby, cuya vida ejemplifica la búsqueda obsesiva -neurótica, incluso, desde cierta perspectiva- del éxito, la riqueza y la aceptación social (de la que es ejemplo relevante el que el personaje se “desembarace” de su nombre de nacimiento, James Gatz, inventando una personalidad desde el cambio de patronímico). El “american dream” comparece en el libro en una doble dimensión: por un lado, es aspiracional, un ideal de autotransformación y movilidad social; por otro, es ilusorio, ya que está condicionado por la herencia, las barreras sociales y la superficialidad de los valores culturales. Gatsby, como ya he señalado, encarna la promesa y la contradicción de ese rasgo definitorio de la cultura estadounidense. Su fortuna, construida a través de medios cuestionables, refleja cómo el éxito material puede ser alcanzado, pero también cómo la ética y la legitimidad se ven comprometidas. La novela pone en solfa así la validez del sueño americano cuando se reduce a riqueza y prestigio superficial, exponiendo sus límites y su carácter efímero. El contraste especular entre West Egg, sede de los nuevos ricos que aspiran a incorporarse a la élite, y East Egg, en donde reside la riqueza heredada, aparece como plasmación enfática de las contradicciones de la sociedad norteamericana de los años veinte. 

Muy vinculado a este eje temático está el de la desigualdad social y el profundo conflicto entre clases: los ricos -Gatsby, los Buchanan, los asistentes a las fiestas-, con sus existencias cómodas, desahogadas, frívolas y superficiales, y los pobres, -Myrtle y George Wilson- asfixiados en la oscuridad, triste y sin futuro, del Valle de Cenizas. Esta dicotomía revela la persistencia de barreras económicas y cuestiona, desde otro punto de vista, el optimista mensaje del sueño americano, al reflejar la imposibilidad de que el talento, el esfuerzo o la ambición garanticen el ascenso social. 

Otro tema central es el del vacío moral y la decadencia de la sociedad representada. Eran gente despreocupada y confusa, Tom y Daisy, destrozaban cosas y criaturas y luego se refugiaban en su dinero o en su inmensa despreocupación o lo que fuese lo que los mantenía unidos, y dejaban que otras personas arreglaran el caos que ellos habían organizado… Las fiestas fastuosas, la hipocresía y la frivolidad de ciertos personajes y la indiferencia hacia la tragedia reflejan una cultura de consumo, espectáculo y superficialidad. El final de la novela, que no puedo desvelar (por la misma razón por la que no puedo explicar con más detalle las menciones que a lo largo de esta reseña estoy haciendo a las muertes y la “tragedia”), es la más viva representación de la deshumanización de aquella sociedad, cuya prosperidad, enmascara la corrupción, la violencia y la injusticia. Pero, antes de esa emblemática clausura de la obra, hay pruebas abundantes en ella de cómo muchos de sus personajes se mueven en un mundo donde las normas morales son flexibles y subordinadas al interés personal, reforzando la relevancia crítica de la obra. 

La dimensión que podríamos llamar -con reparos- “romántica” de El gran Gatsby se manifiesta en el juego entre ilusión y realidad que cruza de manera transversal toda la novela, impregnándola de su algo triste tono melancólico. Gatsby persigue un ideal construido en torno a la figura de Daisy y a su propia expectativa de riqueza y éxito. Sin embargo, esta visión está inevitablemente desfigurada por el tiempo y la memoria, así como por las limitaciones del contexto social. En síntesis, Jay es un iluso, que construye su ideal a partir de su distorsionada percepción de la realidad y que toma por real y tangible, por verdaderamente existente lo que no es más que un mero reflejo, un espejismo, una insensata proyección de sus deseos y de sus quimeras, de sus fantasías, claramente imaginarias (No se puede repetir el pasado, le dice Nick, prudente. Y Jay contesta, convencido y sin percibir su propio delirio: —¿No se puede repetir el pasado? —gritó incrédulo—, ¡Pues claro que se puede!). De hecho, la vivencia del amor y el deseo por parte del personaje no se acomoda tampoco a la de la emoción romántica al uso, estando más cercana a la obsesión, a la idealización alucinada, a la frustración. En realidad, Gatsby ama la “idea” de Daisy, su imagen, el pasado que ella representa, su mundo, elegante, distinguido, encantador, misterioso en tanto radicalmente diferente al suyo propio, como muestra de un modo elocuente y bellísimo este breve diálogo entre Jay y Nick, que encierra, a mi juicio, una de las claves del libro: 

 —Ella tiene una voz indiscreta —comenté—. 

Una voz llena de… —vacilé. —Una voz llena de dinero—dijo él de pronto. 

Era cierto. Nunca lo había entendido antes. Llena de dinero: ese era el encanto inagotable que fluctuaba en ella, su tintineo, su canto de címbalo… La hija del rey en lo alto de un blanco palacio, la muchacha de oro… 

Conectado con estos temas, el de las ambigüedades y la imposibilidad del “sueño americano” y el del amor irrealizable, está otro elemento primordial del libro, el del tiempo y memoria, presente, además de en la ya señalada voluntad de Gatsby de recrear y repetir el pasado, de su obsesión por los recuerdos, de sus acciones guiadas por la nostalgia, en la figura de Nick Carraway que, como narrador, refleja la percepción retrospectiva del tiempo, combinando recuerdos, juicios y reflexiones impregnados de sensatez, escepticismo y mirada crítica, en un tratamiento del tiempo muy interesante, que refuerza la densidad simbólica de la novela y deja clara al lector, por si éste no llegara por sí mismo a tal evidente constatación, la imposibilidad de restaurar un pasado idealizado, subrayando la futilidad de nuestros deseos frente a la inevitabilidad de la realidad y del cambio social. 

Todos estos frentes temáticos de la novela, en los que se sustenta, desde mi punto de vista, su alcance universal, su capacidad para seguir interesando y emocionando a lectores del mundo entero cien años después de su publicación, los ofrece Fitzgerald a través de un sugestivo planteamiento literario, alguno de cuyos elementos -estructura, estilo, recursos, referencias, simbolismo- quiero comentar antes de dejar un par de apuntes -muy breves- sobre las dos más importantes traslaciones del libro al cine. 

En primer lugar destaca la estructura narrativa en la que la historia se cuenta a través de la voz de Nick Carraway, que ocupa, ya se ha dicho, una posición ambivalente, a la vez participante y observador, lo que proporciona al lector, por un lado, una visión íntima, subjetiva e introspectiva de los eventos narrados mientras, por otro, ofrece un margen crítico, una distancia que subraya las tensiones morales y sociales del relato. Simultáneamente fascinado por Gatsby y consciente de la dudosa moral que lo ha llevado a su situación de riqueza y poder, esta dualidad es un rasgo singular de la novela que, desde mi punto de vista, permite una mayor identificación del lector. 

La narración en primera persona también permite al autor introducir, a través de la voz de Nick, reflexiones filosóficas y morales sobre la sociedad y los personajes y explorar con agudeza desprejuiciada la psicología de los protagonistas, así como incorporar al relato miradas retrospectivas y anticipatorias, vueltas atrás y adelante en el tiempo, que rompen el rígido desarrollo lineal para acomodar la presentación de los acontecimientos a la percepción individual del narrador, a sus emociones del momento y a las irrupciones de su memoria, rompiendo así la cronología clásica y permitiendo el vínculo de El gran Gatsby con otras propuestas relevantes de la modernidad literaria de la época. Este juego con el tiempo se manifiesta también en una cierta imagen circular que estructura el libro, con la voz de Nick abriendo y cerrando la novela. Una voz, al principio, llena de ilusión, esperanza y unas acentuadas dosis de la curiosidad que le suscita el misterio en torno a su vecino; y desencantada, escéptica y melancólica tras el desalentador final. 

Son, igualmente, técnicas literarias de apreciable presencia en la novela la economía narrativa, con una prosa precisa y condensada; el lirismo y la musicalidad, con un sugerente tono poético que aflora en infinidad de pasajes, con imágenes, metáforas y símiles evocadores. He aquí algunos ejemplos, entre decenas: 

Él poseía algo espléndido, una sensibilidad exagerada para las promesas de la vida, como si estuviese emparentado con una de esas complejas máquinas que registran los terremotos a más de quince mil kilómetros de distancia. 

Durante un instante la última luz del sol iluminó su rostro con romántico afecto; su voz me obligó a inclinarme hacia delante mientras escuchaba conteniendo la respiración: luego se disipó el brillo, las luces la abandonaron con la tristeza lenta de los niños cuando dejan una agradable calle al caer la noche. 

La ciudad vista desde el puente de Queensboro es siempre la ciudad vista por vez primera, en su primera promesa delirante de todo el misterio y la belleza del mundo. 

Un tranvía amarillo pasó unos instantes a su lado con viajeros que quizás hubiesen visto alguna vez la pálida magia del rostro de ella en una calle cualquiera. 

Igualmente, sobresale el uso de la ironía y ambigüedad, que comparecen en los comentarios mordaces del narrador sobre la sociedad, los personajes y los acontecimientos descritos, reforzando esa distancia crítica, ya mencionada, ante la superficialidad de la sociedad, la vanidad de los personajes y las contradicciones del sueño americano, lo que obliga al lector a dudar, e incluso a cuestionar los hechos referidos desde una interpretación unívoca. Fitzgerald mantiene en una nebulosa no totalmente definida asuntos como la moral de Gatsby, la autenticidad de Daisy o la justicia de los trágicos hechos que cierran la novela. 

Por último, quiero destacar la presencia de ciertos elementos simbólicos que afloran de manera muy perceptible en el libro. Me detendré de manera somera en cuatro de ellos, tan notables que han pasado, con un especial subrayado, a las dos últimas versiones cinematográficas de la novela (las únicas que yo he podido ver): el faro verde, el Valle de Cenizas, los ojos del doctor T. J. Eckleburg y las fiestas, los automóviles y otras expresiones de la modernidad urbana, ninguno de los cuales tiene solo un papel anecdótico como mero contexto de la historia relatada, si no que representan, por el contrario, ideas, valores o principios que Fitzgerald quiere trasladar al lector. El más relevante de todos ellos es, sin duda, la lucecita verde que brilla al final del muelle de Daisy y que, contemplada por Gatsby desde el otro lado de la bahía, representa la esperanza, el deseo inalcanzable y el ilusionante culmen del sueño americano. Es el punto de referencia que guía la acción de Jay, pero, en su inconsistencia -un mero destello que se enciende y apaga-, en su carácter fugaz, en su inestable fragilidad, subraya la imposibilidad de alcanzar plenamente las metas del protagonista, y, en una lectura universal, los sueños e ilusiones. 

Situado entre Long Island y Nueva York, obligado lugar de paso entre uno y otro emplazamiento para los personajes, el Valle de Cenizas funciona, con su miseria y su inmundicia, con su suciedad y su fetidez de lóbrego vertedero ([es una] zona de tierra desolada. Es un valle de cenizas: una granja fantástica donde las cenizas crecen como trigo en lomas y colinas y huertos grotescos; donde las cenizas adoptan forma de casas, chimeneas, humo elevándose y, por último, en un esfuerzo trascendente, de hombres que se mueven débilmente y que se esfuman luego en el aire polvoriento. De vez en cuando, una hilera de coches grises se arrastra por una vía invisible, emite un chirrido espantoso y se detiene, e inmediatamente, los hombres cenicientos trepan con grandes palas y provocan una nube impenetrable que te impide ver sus oscuras operaciones), como símbolo de la degradación social y moral que contrasta con la riqueza y el brillo de West Egg y East Egg, subrayando la desigualdad y la explotación de las clases bajas. 

Pintados sobre un cartel publicitario en el Valle de Cenizas, los ojos del doctor T. J. Eckleburg, un anuncio de una óptica (Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantescos: sus iris miden un metro de altura. No miran desde ningún rostro, sino, por el contrario, desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista guasón los colocó sin duda allí para aumentar su clientela en el distrito de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna o los olvidó y se marchó a otro sitio. Pero sus ojos, un poco apagados por los muchos días sin pintar bajo el sol y la lluvia, se ciernen sobre el solemne vertedero) operan como metáfora de la vigilancia moral y la decadencia espiritual; representan la mirada de una sociedad ciega a la injusticia y a la corrupción, abundando en la tesis, recurrente en el libro, del vacío moral. 

También los automóviles -en particular el extravagante, caro y amarillo Rolls-Royce de Gatsby que desempeñará un papel crucial en la novela- aparecen con su carga simbólica, emblemas veloces de la rapidez de los tiempos, de la frenética modernidad urbana, del dinamismo, la vibrante prosperidad y el auge tecnológico del país, pero igualmente, en cierto modo, de la superficialidad de la época, de su decadencia, de su ligereza, de su vanidad. Y todo ello se manifiesta también en el desbordante exceso de las fiestas en la mansión de Gatsby o en las enloquecidas juergas en el apartamento neoyorquino que Tom le ha puesto a Myrtle, que Fitzgerald describe con brillantez y minuciosidad. 

En fin, una novela deslumbrante, riquísima en su apertura a lecturas de diverso calado y cuyo disfrute puede completarse, además, con la visión de dos películas que, con sus pros y contras, cada una de ellas, sí resultan más que estimables, en sí mismas y en tanto que amplían la experiencia lectora al ofrecer la apertura a otras representaciones del universo del libro. 

De las cuatro adaptaciones al cine -una muda, de 1926, dirigida por un para mí desconocido Herbert Brenon, de la que no se conserva copia alguna; otra de 1949, bajo la dirección de otro director olvidado, Elliott Nugent; y otras dos de 1974 y 2013, respectivamente-, quiero dejar algún apunte de estas dos últimas. De 1974 es la versión dirigida por Jack Clayton y con guion de Francis Ford Coppola, en esas fechas recién galardonado con dos Oscar por las dos primeras entregas de El Padrino. Con Robert Redford y Mia Farrow en sus papeles principales, junto a Bruce Dern como Tom Buchanan y Karen Black como Myrtle, la película es muy respetuosa con el texto original, aunque carente de la intensidad, la emoción, el lirismo, la profundidad y la ambigüedad de la novela. Con un tratamiento cinematográfico muy de los setenta: ambientación evanescente, iluminación suave, romántico flou usado en demasía, fotografía vaporosa y acusado énfasis en el color blanco, la película ganó dos premios menores de la Academia norteamericana, Mejor banda sonora y Mejor diseño de vestuario, siendo esta -la de la dirección artística, en general, la fidelidad en los decorados, ambientes, vestimentas, automóviles, fiestas- su mayor virtud. Redford (a quien desde aquí quiero homenajear tras su reciente fallecimiento) no “es”, a mi juicio, Gatsby, le falta el drama, la tragedia interior. Y Farrow, que encaja en el prototipo de mujer frágil y etérea de su personaje, tampoco le aporta la profundidad que merece su correlato novelesco. Sí me resulta convincente, en cambio, Sam Waterston, muy sobrio y contenido en el papel de Nick Carraway. 

La cuarta y más reciente adaptación, estrenada en 2013, ha sido también la más polémica, suscitando controversia entre crítica y público, sobre todo por la explícita voluntad de su director, Baz Luhrmann, de actualizar la historia base -que, por otro lado, se mantiene bastante fielmente, más allá de algunos cambios en su comienzo (con Nick narrando su historia a un psicólogo) y en un arrebato de ira de Gatsby no presente en el libro, al menos en mi memoria- sometiéndola a una estética “moderna”, lo que se traduce en un tratamiento musical y cinematográfico formalmente muy atrevido, arriesgado incluso, poco convencional en cualquier caso, que provoca una cierta perplejidad en el espectador que conoce la novela y que puede desconcertar e incluso alejar de ella a quien no la haya leído. Planificación desbocada, efectos de cómic, zooms vertiginosos, movimientos de cámara meteóricos, colorido resplandeciente, efectos visuales trepidantes, estética recargada y barroca, en una suerte de videoclip extendido (dos horas y veintidós minutos de metraje) que se ofrece acompañado de una banda sonora anacrónica (pues apenas recoge temas de la época y cuando lo hace, los presenta en un muy contemporáneo tratamiento de hip-hop) pero vibrante y, en definitiva, formidable, con la presencia de la Orquesta del siempre elegante Bryan Ferry y la actualísima -en 2013- participación de Emeli Sandé, Sia, Lana del Rey, Florence + The Machine, Jack White, Fergie, will.i.am, Beyoncé y su marido Jay-Z, que es, además, uno de los productores ejecutivos del filme. Baz Luhrmann ya nos había ofrecido “productos” similares, como su libérrima recreación de Romeo y Julieta, en 1996, o la deslumbrante Moulin Rouge, de 2001. La película, pese a todo interesante, cuenta con Leonardo DiCaprio (al que tampoco veo en el papel de Gatsby), con la delicada y siempre algo lánguida Carey Mulligan en el de Daisy, y con un algo histriónico Tobey Maguire en el de Nick Carraway. Al igual que la adaptación de 1974, ganó en las dos candidaturas a los Oscar a las que optaba: Diseño de producción y Diseño de vestuario. En la introducción a su edición para Cátedra, Juan Ignacio Guijarro recoge una crítica del New York Times tras el estreno de la película en la que se afirmaba que “la ruidosa adaptación de Luhrmann podía disfrutarse siempre y cuando no se tuviera en cuenta la novela de Fitzgerald”. Hechas estas matizaciones, a mí la cinta me ha gustado, aunque me atrevo a elucubrar con que el efecto que produzca sobre quien no haya leído el libro puede resultar disuasorio. 

En fin, pongo aquí punto final a mi exhaustivo recorrido por el “universo Gatsby”, un mundo fascinante al que os invito a entrar, en cualquiera de sus manifestaciones. Os dejo con un texto que refleja el frenesí festivo de la mansión del personaje principal y con una de las más bonitas -y de las más adecuadas para trasladar la atmósfera de la novela- canciones de la cinta de Luhrmann: Young and beautiful, de Lana del Rey.


En casa de mi vecino había música todas las noches del verano. Hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas por sus jardines azules entre los cuchicheos, el champán y las estrellas. En la marea alta de la tarde veía a sus invitados tirarse de cabeza desde la torreta de su balsa o tomar el sol en la arena ardiente de su playa, mientras sus dos lanchas motoras surcaban el agua del estrecho arrastrando acuaplanos sobre cataratas de espuma. Los fines de semana, su Rolls-Royce se convertía en un ómnibus, que iba y venía con gente de la ciudad desde las nueve de la mañana hasta mucho después de medianoche, mientras su furgoneta correteaba como un veloz insecto amarillo a esperar todos los trenes. Y los lunes, ocho sirvientes, incluido un jardinero extra, trabajaban de sol a sol con fregonas, cepillos, martillos y tijeras de podar, reparando los estragos de la noche anterior. 

Todos los viernes llegaban de una frutería de Nueva York cinco canastas de naranjas y limones: naranjas y limones que todos los lunes salían por la puerta trasera en una pirámide de mitades sin pulpa. Había un aparato en la cocina que podía exprimir el zumo de doscientas naranjas en media hora si un mayordomo presionaba un botoncito con el pulgar doscientas veces. 

Una vez cada quince días como mínimo llegaba un cuerpo de proveedores con metros y metros de lona y luces de colores suficientes para convertir el inmenso jardín de Gatsby en un árbol de Navidad. En las mesas de bufet engalanadas con relucientes aperitivos, jamones asados con especias amontonados frente a ensaladas de arlequinados diseños y embrujados cerdos y pavos de repostería de un dorado intenso. En el vestíbulo principal se instalaba un auténtico bar provisto de ginebras, licores y cordiales hacía ya tanto olvidados que la mayoría de sus invitadas eran demasiado jóvenes para distinguir unos de otros. 

A las siete llega la orquesta, no un quinteto insignificante, sino oboes, trombones, saxofones, violas, cornetas y flautines, tambores y timbales. Los últimos nadadores han regresado ya de la playa y están vistiéndose arriba; los coches de Nueva York están aparcados de cinco en fondo en el camino, y los vestíbulos, salas, salones y galerías refulgen de colores primarios, cortes de pelo de los nuevos estilos extraños y chales que superan los sueños más exóticos. El bar está en plena actividad, y las rondas flotantes de cócteles empapan el jardín hasta que el aire está vivo de charlas y risas, insinuaciones casuales, presentaciones olvidadas al momento y encuentros emocionantes entre mujeres que nunca habían sabido sus nombres respectivos. 

Las luces brillan más cuando la tierra se aleja vacilante del sol y la orquesta interpreta música de cóctel amarilla y la ópera de voces alcanza una clave más alta. La risa es más fácil minuto a minuto, se derrama pródigamente, remata el comentario alegre. Los grupos cambian más deprisa, aumentan con recién llegados, se disuelven y se forman sobre la marcha: hay ya vagabundas, chicas confiadas que van de un sitio a otro entre los más fuertes y más estables, se convierten por un breve y gozoso momento en el centro de un grupo y luego, emocionadas por el triunfo, siguen deslizándose por el cambiante mar de rostros, voces y colores bajo una luz en incesante cambio. Una de estas gitanas, de ópalo tembloroso, coge de pronto al vuelo un cóctel, se lo bebe de un trago para darse valor y, moviendo las manos como Frisco, baila sola en el entoldado. Un silencio momentáneo; el director de orquesta cambia para ella cortésmente el ritmo, y estallan los murmullos cuando corre la falsa noticia de que se trata de la suplente de Gilda Gray del Follies. La fiesta ha empezado.

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Francis Scott Fitzgerald. El gran Gatsby