Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de diciembre de 2025

CARMEN MARTÍN GAITE. ENTRE VISILLOS; JOSÉ TERUEL. CARMEN MARTÍN GAITE. UNA BIOGRAFÍA

Hace unos días se cumplió el centésimo aniversario del nacimiento de Carmen Martín Gaite, que vio la luz en Salamanca el 8 de diciembre de 1925. Durante todo este año se han multiplicado, sobre todo en nuestra ciudad, los actos literarios y culturales en los que se ha celebrado su figura y analizado las claves de su obra. Todos los libros un libro no podía permanecer al margen de estos homenajes y así, en esta semana de su centenario, voy a dedicar una emisión a su literatura y también a su persona, con mis comentarios sobre el libro que la hizo despuntar en el panorama literario español, Entre visillos, publicado en 1958 tras haber ganado el Premio Nadal del año anterior; y con mi también entusiasta recomendación de la excelente biografía de la escritora que en marzo de 2025 y en el seno de la editorial Tusquets, presentó el sabio profesor José Teruel, obteniendo con su exhaustivo trabajo el XXXVII Premio Comillas de memorias, sin duda el más prestigioso en su género en nuestro país. Sobre este doble eje central girará pues esta reseña en la que, como parece inevitable, aflorarán también algunas breves pinceladas sobre otras obras de Martín Gaite que yo he leído a lo largo de mi vida. 

Ya he contado aquí como, durante unos tres lustros -entre mediados de los cuarenta y finales de los cincuenta del pasado siglo, aproximadamente- mi padre, no precisamente un gran lector (no, al menos, en el largo tiempo de nuestra coexistencia), compraba, fechaba con su esmerada caligrafía y, probablemente, leía, los sucesivos Premios Nadal que se iban produciendo en aquellos años. En la casa de mi infancia estaban, entre algunos otros títulos no tan memorables, libros como Nada, de Carmen Laforet, La sombra del ciprés es alargada, de Delibes, Viento del norte, de Elena Quiroga, Nosotros los Rivero, de Dolores Medio, Siempre en capilla, de Luisa Forellad, La muerte le sienta bien a Villalobos, de Francisco José Alcántara, y este Entre visillos que hoy nos ocupa y que, en mi recuerdo, es el último de los Nadal presentes en la, por otro lado, no muy dotada biblioteca paterna (pese a que, creo, era mi madre la que disfrutaba de unas obras predominantemente “femeninas”; un término sobre el que espero volver en el curso de esta reseña). Entre mis catorce y mis dieciséis años yo leí todas esas novelas, publicadas en la legendaria colección Áncora y Delfín de la catalana editorial Destino, entre ellas el libro de Carmen Martín Gaite, en edición de 1958, que yo aún conservo y en el que he vuelto a adentrarme para disfrutar, con un entusiasmo que no sé si me acometió hace más de medio siglo, de una novela excepcional. 

La tenue trama argumental de Entre visillos transcurre en una ciudad de provincias, nunca nombrada de manera explícita pero que es, obviamente, Salamanca (son muy abundantes las referencias a calles, plazas, edificios y locaciones en general, fácilmente identificables, en su mayoría, incluso para quien no la conozca; constituida la ciudad, en cierto modo, en un personaje más de la novela), que, en cualquier caso, opera como emblema de cualquier pequeña población urbana de la España interior a mediados los años cincuenta (una datación tampoco explícita pero indudable a partir de abundantes referencias en el texto: la colonia Varón Dandy; una Coca Cola diez pesetas; los jardines en el interior de la Plaza Mayor (Pasábamos por los jardincillos del medio de la Plaza), desaparecidos en 1954; el cine con las calificaciones “morales” de las películas -es dos erre-; el No-Do; los nombres de actores y actrices -James Mason, Janet Gaynor, Heintz Ruthman-; el título de algún filme -Marcelino pan y vino, estrenada en 1954-). En un segmento de apenas tres meses, delimitado por la llegada a la ciudad, entre los calores de finales del verano, de Pablo Klein, un profesor que viene a hacerse cargo de su plaza en un instituto local, y por su partida final, hastiado del mediocre provincianismo local (Todavía no sabía bien adónde iría, pero sabía que no iba a volver), con las Navidades ya cercanas, la narración sigue, de manera fragmentaria, a varias jóvenes -y algunos muchachos, con un papel menos relevante- en el tránsito entre la adolescencia y la vida adulta, dando cuenta de sus hábitos modestos, sus pacatas costumbres, sus tímidas relaciones con el otro sexo, sus ilusiones reprimidas y sus torpes anhelos, sus pensamientos, deseos e inquietudes, su confusión y su desconcierto vitales, las expectativas familiares y las conversaciones triviales que llenan sus días. 

No hay, pues, una “acción” en sentido estricto, no hay episodios notables, ni se muestra ningún conflicto intenso, ni acontecimientos relevantes, ni la acostumbrada sucesión de clímax y anticlímax más o menos destacados. Hay, en cambio, una acumulación de escenas banales, sucesos anodinos, costumbres repetidas, encuentros, esperas, citas, recatados coqueteos, lágrimas y lloros, también risas, charlas insustanciales, secuencias de una cotidianidad ramplona, narrado todo ello con minuciosa precisión casi documental en infinidad de diálogos -la novela gira sobre ellos, y Martín Gaite es magistral en su transcripción casi “magnetofónica”- entre los personajes, en una estructura coral, en la que no existe un único protagonista, componiendo un relato hecho de voces múltiples, reflexiones aisladas, diarios, cartas y fragmentos introspectivos. 

El resultado de todo ello es una fidedigna fotografía (pero no solo, la novela no se agota en esta dimensión realista, no se limita a la recreación documental de lo narrado, no excluye, antes al contrario, lo psicológico y el tratamiento de la intimidad) de los ritos familiares, de las rutinas y el sentir de la juventud (sobre todo la femenina), de la vida de la burguesía provincial y, por extensión, de la atmósfera que envolvía a la entera sociedad española -yendo de lo particular a lo más general- de los años cincuenta del pasado siglo, en un contexto a caballo del ambiente opresivo, la estrechez moral y la miseria intelectual de la España franquista imperante tras la Guerra civil, y de algunos ligeros atisbos (que aporta, principalmente, el personaje del profesor, un extraño, en parte extranjero; una mirada ajena, pues, a aquel entorno claustrofóbico) de una cierta modernidad, de un tenue cambio de costumbres, de un tímido intento de dejar atrás el clima reprimido, tedioso y asfixiante de la época, ejemplificado en la insustancial, frustrante realidad de las muchachas, carente de otros horizontes que no fueran la reclusión doméstica, la abnegada sumisión del matrimonio, el sometimiento a los rígidos corsés sociales. 

En el primer capítulo de la obra, Natalia, una de sus jóvenes protagonistas, se acerca a la ventana y observa el bullicio de los niños escapando en la calle de los gigantes que los persiguen agarrándose su enormes cabezas con una mano, mientras que empuñan en la otra un amenazador garrote, en un festejo habitual en las ferias septembrinas en Salamanca: 

Tenía las piernas dobladas en pico, formando un montecito debajo de las ropas de la cama, y allí apoyaba el cuaderno donde escribía. Sintió un ruido en el picaporte y escondió el cuaderno debajo de la almohada; dejó caer las rodillas. Había voces en la calle, y una música de pitos y tamboril. Asomó una chica con uniforme de limpieza. 
—Pero señorita Tali, ¿no sale al balcón? (…) Descalza se desperezó junto al balcón. Había cesado la música y se oía el tropel de chiquillos que se desbandaban jubilosamente, escapando delante de las máscaras. Natalia levantó un poco el visillo. 

En el penúltimo capítulo, casi al final de la novela, leemos: 

Era Oscar, el novio. El novio con mayúsculas. El novio de la hermana mayor de Gertru. El primer novio que ella había conocido. Siempre entraba Josefina en el cuarto, cuando ellas estaban estudiando, y les daba alguna orden secreta. Se escapaba en ratos sueltos para verle, venía hablando muy bajo y se miraba en el espejito siempre aprisa. «Oye, Gertru, guapa, si pregunta mamá, le dices…» Ellas dejaban un momento los libros y la veían salir levantando el visillo; se quedaban respirando juntas contra el cristal hasta que desaparecía. Miraban la calleja por donde se iba a juntar con el novio prohibido. Esto era hace tres cursos, el primero de vivir Natalia en la ciudad, cuando ella y Gertru empezaron a escribir el diario. 

Se trata de las dos únicas referencias expresas, enmarcando entre ambas el libro entero, a esos visillos que presiden su título. Y ambas son significativas, y refuerzan, a mi juicio, en sí mismas y por su ubicación en la obra, una de las metáforas, de las ideas fuerza de mayor valor simbólico en una novela que abunda en ellas. Gaite muestra, escribe en su biografía José Teruel, las formas de vida de aquella clase media que vestía de visillos sus balcones y ventanas, una manera de ocultación pudorosa que marca las distancias, pero que también permite la vigilancia discreta desde el otro lado

Los visillos operan, pues, como frontera entre la soledad de la habitación, el diario íntimo y secreto (que ejemplifica la escritura como vía de escape), la aburrida clausura que adormece y anquilosa haciendo necesario el desperezamiento que devuelve a la vida, frente a la calle alborotada y alegre, jubilosa y vital, en el primer fragmento; y como umbral, de nuevo, en el segundo texto, entre el ámbito de la reclusión en la casa, la ignorancia del mundo de fuera, la limitación de una juventud que se agosta entre las cuatro paredes de su carcelario hogar familiar, frente a la aventura a la que apunta el “novio prohibido”, con la promesa del amor, de la libertad, de la vida. Entre esos dos momentos, las existencias de las jóvenes -Gertru, Natalia, Julia, Mercedes, Elvira- se desenvuelve entre la asfixia interior, la espera, el conformismo, la aceptación más o menos soportada del consabido destino, previsible y tedioso, de las mujeres de la época, el resignado amoldamiento a la vida en el “lado de acá” de los visillos, y la expectativa, a la vez deseada y temida, del desahogo, de la liberación, de los sueños, de las esperanzas, de los horizontes abiertos que se vislumbran en el exterior, tras las cortinas. Los visillos cumplen, así, un doble papel simbólico: protegen la domesticidad, el territorio, resguardado e insulso, de la tradición, de las costumbres, de las convenciones, preservan y defienden la esfera, insustancial y mortecina, plana, limitada y gris, de lo esperado, del destino escrito de antemano, de la fatal repetición de “lo mismo” y, a la vez, permiten avistar, siquiera fugazmente, indicios de otros rumbos, de otras experiencias, de otras vidas, abriendo la expectativa, alentando incluso la ilusión y la fe de una realidad distinta, imprevista, insospechada. En un estupendo artículo sobre el libro, la profesora Gala del Castillo Cerdá, transcribe unas reveladoras palabras de la propia Martín Gaite acerca de la “condición ventanera” de la mujer española de aquella época: La ventana condiciona un tipo de mirada: mirar sin ser visto. Consiste en mirar lo de fuera desde un reducto interior, perspectiva determinada, en última instancia, por esa condición ventanera tan arraigada en la mujer española y que los hombres no suelen tener. Me atrevo a decir, apoyándome no sólo en mi propia existencia, sino en el análisis de muchos textos femeninos, que la vocación de la escritura como deseo de liberación y expresión de desahogo ha germinado muchas veces a través del marco de una ventana. La ventana es el punto de enfoque, pero también el punto de partida. Las ventanas, los visillos, pues, constituyen la clave última de la novela, como límites simbólicos entre el interior y el exterior, entre lo público y lo privado, entre la oscuridad y la luz, entre la realidad y la apariencia, entre el hogar y la calle. 

Y no me resisto a dejar aquí, aunque la relación con Entre visillos no es del todo directa, el conocido poema Ventanas, de Konstantino Kavafis, en la versión de José María Álvarez que yo leí por primera vez hace casi cincuenta años y cuya música, más allá de su iluminador contenido, permanece ya desde entonces en mi memoria, a la que aflora ahora desde esa doble condición de las ventanas como esperanza y como amenaza, como deseada posibilidad de cambio y como terror ante la apuesta por una libertad desconocida y la consiguiente conformista aceptación de la propia realidad, frustrante pero “segura”, sin riesgo: 

Ventanas 

En esas habitaciones oscuras donde vivo 
pesados días, con qué anhelo contemplo a veces 
las ventanas. -Cuando se abrirá 
una de ellas y qué ha de traerme- 
Pero esa ventana no se encuentra, o no yo no sé 
hallarla. Y quizá mejor sea así. 
Quizá esa luz fuese para mí otra tortura. 
Quién sabe cuántas cosas nuevas mostraría. 

En este marco simbólico, de un lado y otro de los visillos, reales y metafóricos, se nos presentan las vidas de las chicas, muy jóvenes todas, casi adolescentes en algún caso, veinteañeras en otros, casi siempre por debajo de los treinta (en cualquier caso, debemos tener en cuenta que la adolescencia, los veinte años y la treintena son los de hace siete décadas, otro mundo). Natalia, Tali, la más joven, solo dieciséis años, empieza su último curso del bachillerato en el Instituto en el que tendrá a Pablo como profesor. Vive con sus dos hermanas mayores, Julia y Mercedes, con su padre viudo y su tía Concha, que ejerce sobre ellas un control asfixiante, vigilando y reprimiendo cualquier atisbo de expansión siempre presuntamente pecaminoso. Julia, que “ya” con veintisiete años teme un horizonte de solterona (en el rol con el que carga su hermana Mercedes, con sus malhumorados treinta años, frustrada, insatisfecha y desengañada) va a casarse con Miguel, una presencia intermitente, que vive en Madrid, en donde subsiste sin holguras y de manera algo difusa como guionista de cine y que no cuenta con la aprobación familiar para un matrimonio que el novio, impaciente, reclama, movido en gran medida por una exigencia sexual que él, liberal e independiente, alienta en su joven novia. Elvira es la hija del director del Instituto al que se incorpora Pablo. La muerte de su padre, que ocurre cuando se inicia la novela, la obliga al rígido luto de la época (Elvira se levantó a echar las persianas y se acordó de que estaría por lo menos año y medio sin ir al cine. Para marzo del año que viene, no. Para el otro marzo. Eran plazos consabidos, marcados automáticamente con anticipación y exactitud, como si se tratase del vencimiento de una letra. Con las medias grises, la primera película. A eso se llamaba el alivio de luto; en una significativa muestra de lo que podríamos llamar la muy notable dimensión sociológica del libro, ya apuntada líneas atrás y de la que luego hablaré por extenso). 

Con un protagonismo menor están Gertru, la muy joven e inexperta amiga de la infancia de Tali, conformista y tradicional, confiada en el inminente matrimonio con Ángel, éste sí un buen partido, piloto, que se nos presenta desde el principio como un personaje frívolo y poco fiable, autoritario y dominante; Alicia, compañera de Instituto de Natalia y de otra clase social, en una circunstancia que se subraya de manera ostensible en la novela; Marisol, la chica madrileña, “moderna” y atrevida, a la que conocemos en las primeras páginas cuando coincide con Pablo Klein en el tren que los lleva a Salamanca, a donde ella llega para pasar las ferias; Rosa, la animadora del Casino, a la que Pablo conocerá en la pensión que los alberga a ambos, una mujer ya adulta (de unos treinta y cinco años, mayor para los parámetros de entonces), vulgar, algo baqueteada por la vida, desencantada, solitaria. Y, además, una pléyade de secundarios, Emilio, supuesto novio de Elvira; Yoni y Teresa, los hijos del dueño del Gran Hotel, algo más libres, inconformistas y adelantados a su tiempo que el resto, con sus discos, traídos de Francia, de Yves Montand y Juliette Greco; Teo, el hermano de Elvira, preparando oposiciones a notarías; entre otros. 

Las historias de todos ellos se nos presentan desde tres enfoques distintos, que aportan profundidad a la mirada de la autora. Hay un narrador convencional, omnisciente, que describe con aséptica objetividad, con precisión casi documental, con una muy acusada atención a los detalles, las “peripecias” de los personajes y sus pensamientos, su psicología, sus personalidades, sobre todo mediante la escrupulosa, muy medida y verosímil transcripción de sus diálogos. Esta voz “neutra”, podríamos decir, se complementa con otras dos en primera persona, la de Natalia, a partir del diario que escribe y la de Pablo Klein, cuya crítica mirada de observador externo, va describiendo sus percepciones de la ciudad y de sus habitantes, en particular las de los distintos personajes con cuyas vidas y por circunstancias diversas, se va entrelazando la suya. 

Este impreciso y a priori poco subyugante hilo argumental da lugar a una novela excepcional, de la que quiero destacar, sobre todo y en primer lugar, la amplia variedad de temas, enfoques y planos de interpretación a los que se abre; y, por otro lado, el muy interesante planteamiento estilístico y estrictamente literario con el que se presentan las historias narradas. 

En su excepcional biografía, personal y profesional, de Carmen Martín Gaite, José Teruel nos informa, con su desbordante manejo de las fuentes y su exhaustivo rastreo documental y testimonial, que la gestación de la novela pasó por diversas fases. Hubo un cuento inicial, Cárcel de visillos, hoy desaparecido; un primer esbozo de novela, de título La charca; una alternativa para el encabezamiento, Vida muerta, hasta llegar a la versión final de su texto con su título definitivo, el Entre visillos que hoy conocemos. Cualquiera de estas rúbricas resulta altamente significativa y todas apuntan a la idea central del libro, ya reiterada: la descripción de las formas de vida de la clase media provinciana en la posguerra civil. Una vida caracterizada por la atmósfera opresiva; los ambientes cerrados; el estancamiento de seres y costumbres (mirando las ventanas de los edificios me imaginaba la vida estancada y caliente que se cocía en los interiores); la falta de estímulos vitales; la grisura generalizada; los miedos, el silencio, la espera (Tardes enteras yendo al corte y a clase de inglés, esperando sentada en la camilla a que Manolo viniera de la finca y se lo dijeran sus amigas, o que alguna vez la llamaran por teléfono); el ciego sometimiento a las rancias convenciones sociales; el constante escrutinio público; el temor al “qué dirán”; la distancia y el formalismo en el trato social (incluso los jóvenes se tratan de usted entre sí); las limitadas opciones de esparcimiento (ir al cine, dar una vuelta, la misa dominical, las muy medidas salidas a un café, el desesperanzado paso del tiempo en la irrespirable clausura hogareña); el peso de la religión con sus anquilosados valores morales, la represión emocional y física, las exigencias e imposiciones que conformaban las mentalidades (Ser tierna no le salía. Recordó el Kempis: debía ir allí y abrazarla); el insufrible tedio vital (—¿Qué piensas? ¿Estás triste? —Ni siquiera. Embobada. Me aburro, ¡si vieras cómo me aburro! —Pero ¿por qué?, ¿qué piensas? —Nada. ¿No te digo que nada? No es vivir, vivir así); la imposibilidad de florecimiento individual, de crecimiento y realización personales; el agostamiento de las existencias; el pudrimiento de las expectativas; la parálisis, el anquilosamiento, la cárcel, la charca… 

En relación con este primer eje central, son las figuras y las personalidades de las muchachas las que protagonizan el segundo frente de importancia de la novela. Son ellas las que, en distinta medida, viven en sus carnes -las sufren, en la mayor parte de los casos- las consecuencias de este clima agobiante. Entre visillos es magistral también por cuanto consigue retratar con crudeza la situación de las mujeres en aquel tiempo oscuro. En el libro está la cortedad de miras de las muchachas de provincias cuya principal aspiración -en muchos casos la única- es casarse; está la búsqueda desaforada de marido (Las chicas sin novio andaban revueltas a cada principio de temporada, pendientes de los chicos conocidos que preparaban oposición de Notarías), de un “buen partido” (A lo mejor a los treinta años, estás casada con un notario de Madrid, ¿tú sabes lo que es eso? (…) Se veían del brazo de un chico maduro, pero juvenil, respetable, pero deportista, yendo a los estrenos de teatros y a los conciertos del Palacio de la Música, con abrigo de astracán legítimo; sombrerito pequeño. Teniendo un círculo, seguras y rodeadas de consideración. Masaje en los pechos después de cada nuevo hijo. Dietas para adelgazar sin dejar de comer. Y el marido con Citroën); está su clasismo (Por lo visto, las chicas de familias conocidas lo corriente, cuando hacían el bachillerato, era que lo hicieran en colegios de monjas, donde enseñaban más religión y buenas maneras, y no había tanta mezcla. “¿Pero mezcla de qué? —le pregunté a Don Salvador”, “Mezcla de chicas humildes. La matrícula del Instituto es más barata que en un colegio y vienen muchas chicas de pueblos, ya lo habrá notado. No es de buen tono estudiar aquí), su desprecio de quienes no pertenecen a su estatus jerárquico (—La mezcla —saltó Mercedes con saña [comentando la presencia de chicas de clase humilde en los bailes del Casino]—. La mezcla que hay. Decíamos de la niña del wolfram. La niña del wolfram, la duquesa de Roquefeler, al lado de las cosas que se han visto este año. Hasta la del Toronto, ¿para qué decir más?, si hasta la del Toronto se ha vestido de tul rosa. Y por las mañanas en el puesto. Así que claro, es un tufo a pescadilla...); están sus prejuicios, su represión, sus absurdos convencionalismos, sus ideas, sus creencias anticuadas; está -en la mayor parte de los casos- la elusión y por tanto la casi total ausencia de impulsos, deseos o efusiones eróticas y, por supuesto, de cualquier mínimo atisbo de manifestación sexual; está su sujeción a la abrumadora coacción familiar; está su sumisión, su aceptación de los códigos sociales (la vigilancia de las costumbres, el control de las amistades, las “carabinas” en los encuentros con el otro sexo, los anacrónicos rituales del cortejo), su conformismo ante los roles que las condenan al sometimiento a sus novios (Si te vas a casar con Miguel, haz lo que él te pida. A él es a quien tienes que dar gusto) y futuros maridos (hay cosas que una señorita no debe hacerlas. Te llevo más de diez años, me voy a casar contigo. Te tienes que acostumbrar a que te riña alguna vez. ¿No lo comprendes? (…) Para casarte conmigo, no necesitas saber latín ni geometría; conque sepas ser una mujer de tu casa, basta y sobra (…). Te he dicho que lo que más me molesta de una mujer es que sea testaruda, te lo he dicho. No lo resisto, le dice Ángel a Gertru); está su frustración, su decepción, su amargura (como las de Mercedes, “condenada” a la soltería a sus ya “viejos” treinta años). 

De este panorama mojigato, reprimido, absolutamente anacrónico desde nuestra lógica actual, forman parte también los hombres que rodean a las muchachas (con la casi única excepción de Pablo Klein), a las que diferencian en tanto ven en ellas bien potenciales esposas bien frívolos pasatiempos (—Y sobre todo mira, lo más importante, que es una cría. Ya ves, dieciséis años no cumplidos. Más ingenua que un grillo. Qué novio va a haber tenido antes ni qué nada. ¿No te parece?, es una garantía. Ya de meterte en estos líos tiene que ser con una chica así. Para pasar el rato vale cualquiera, pero casarse es otro cantar). Unos hombres superficiales, controladores, impositivos, autoritarios, infieles (una condición tolerada para ellos, un emblema incluso de masculinidad para la doble moral de aquel tiempo), machistas (en término actual del que en la época no había siquiera conciencia), con su apariencia, sin embargo, de orden, de seriedad, de responsabilidad, de una seguridad que garantiza un futuro estable; hombres que estudian oposiciones, que flirtean con las chicas en los bailes del Casino, que se postulan como maridos ideales mientras se divierten en sus ámbitos cerrados, masculinos, con sus rituales rotundos, terminantes, de una aspereza grosera, que, libre de la mirada de las muchachas, puede intuirse, larvada, apenas esbozada, capaz de aflorar con violencia si algo -el alcohol, el deseo, el rechazo- debilita las convenciones sociales. Esta magistral definición novelesca de los represivos y castrantes hábitos sociales, es objeto de una suerte de continuación, también en el territorio de la ficción, en otra obra de Martín Gaite, El cuarto de atrás (un lúcido testimonio de los efectos narcóticos del franquismo sobre la vida cotidiana, en palabras, una vez más, de José Teruel), de 1978; y, sobre todo, encuentra su correlato ensayístico en una obra que también recomiendo con entusiasmo, aunque no pueda ahora ni siquiera glosar: Usos amorosos de la posguerra española, un libro publicado en 1987 y de lectura imprescindible para conocer el contexto social de las relaciones sentimentales de aquellos oscuros años. Lo peor, diría la escritora en una entrevista, resumiendo el espíritu de ese libro y, por tanto, de aquellos años ominosos, no es que los condicionamientos sociales, religiosos o políticos hicieran imposible que un hombre y una mujer se acostasen, sino que impedían que se conociesen

Pero, por fortuna, en el relato de Martín Gaite, el centro lo ocupan otras jóvenes que no aceptan ni se limitan a reproducir los valores recibidos. Chicas valientes, sensibles, inteligentes, inconformistas, rebeldes -como lo fue propia autora en su juventud y su vida entera (en una línea, la del paralelismo entre vida y obra, explorada de modo muy lúcido, como luego veremos, por José Teruel)- que intuyen, vislumbran y son conscientes, en diferente grado, de otras posibilidades, de otros mundos que desbordan los estrechos límites de su limitada realidad. Y la novela nos habla de sus anhelos, sus inquietudes, sus ilusiones y sus sueños, también de sus temores, de sus dudas, de su miedo a desafiar las pautas establecidas y dejarse llevar por sus esperanzas y sus deseos: Natalia que quiere acabar el bachillerato y seguir estudiando; Elvira que fantasea con ser pintora; Julia que está decidida a huir a Madrid y casarse con Miguel pese a la oposición de sus padres. Las tres sufren, lloran (hay muchas lágrimas en el libro: más de medio centenar de referencias a lágrimas o lloros), se debaten entre la aceptación de lo que de ellas se espera (el encierro, la reclusión, la muerte en vida) y el ansia de libertad, el riesgo, el atrevimiento, la apuesta decidida por romper el enclaustramiento vital, afectivo, profesional, emocional. Así describe Elvira su situación, sus padecimientos: Solamente uno que vive aquí metido puede llegar a resignarse con las cosas que pasan aquí, y hasta puede llegar a creer que vive y que respira. ¡Pero yo no! Yo me ahogo, yo no me resigno, yo me desespero. Y también: Me gustaría irme lejos, hacer un viaje largo que durase mucho. Escapar. —¿Escapar de qué? —De todo —dijo; y suspiró. Y también Natalia, cuando da cuenta en su diario de la conversación con su padre en la que solicita su permiso para seguir estudiando: Le he dicho que si tengo que ser una mujer resignada y razonable, prefiero no vivir. Y Julia, angustiada ante la crisis que supondría su marcha a Madrid: ¿Verdad que no tiene nada de particular que vaya yo? Tengo veintisiete años, Tali. Me voy a casar con él. ¿Verdad que no es tan horrible como me lo quieren poner todos? 

Las tres son, en diferente grado, “chicas raras”, concepto que acuñó la propia Martín Gaite para referirse a la Andrea de “Nada”, la novela de Carmen Laforet que también ganó el Nadal, en 1944, que yo presenté aquí hace unos meses y con la que tantas concomitancias tiene “Entre visillos”. Hay un muy interesante artículo académico de la profesora Sonia Cajade Frías sobre los arquetipos femeninos y masculinos en Entre visillos en el que se profundiza en esta figura, la de la mujer que no acata pasivamente las normas convencionales al uso, sino que cuestiona su validez desde criterios personales y, en el caso de no estar de acuerdo con aquéllas, se rebela de algún modo contra esas normas así como contra los agentes sociales que las representan. Mujeres inconformistas -siempre de modo relativo, teniendo en cuenta los parámetros de la época- que rechazan el destino prefijado para ellas por las exigencias de la sociedad de su tiempo, que deciden luchar por sus sueños y superar su roma realidad, que no claudican, que protestan, que deciden crecer, abandonar su hábitat previsible, que defienden y practican otras formas de madurar, de sentir, de pensar, de amar, de vivir, liberadas de las constricciones de su entorno familiar y social. 

El personaje de Pablo Klein, con su visión del mundo más abierta, más reflexiva, más compleja, con su experiencia vital en Berlín, en París, en Italia, con sus lecturas, con su acercamiento intelectual a la realidad, supone un cierto desencadenante -al menos simbólico- de estas experiencias. Él será, por ejemplo, el que aliente a Natalia para que continúe sus estudios desafiando, incluso, la presión familiar: le advertí -dice en su relato en primera persona- que ella se preocupara de sí misma, que era la más joven de la casa y seguramente la que importaba más que no se dejara aniquilar por el ambiente de la familia, por sentirse demasiado atada y obligada por el afecto a unos y a otros. Que la sumisión a la familia perjudica muchas veces. Limita. Su mirada desvela la cerrazón, la mediocridad, la limitación intelectual, el aherrojamiento de las costumbres, el clima de vigilancia y control social que impregna las conductas. Y la decepción consiguiente provocará su huida de ese tenebroso escenario provincial. 

Otra dimensión muy sugestiva del libro es la que atañe a lo que podríamos llamar “lo sociológico”, el retrato de una época, no solo mediante lo que dejan traslucir las vidas de los personajes, sino también por la fidelidad en la descripción de los objetos (los muebles, las ropas, los regalos de boda); los espacios (las casas burguesas, las sórdidas dependencias del Instituto, el precario caos del hogar familiar de Alicia, la amiga de Natalia, los bailes del Casino, las fiestas en el ático del Gran Hotel, donde tiene su estudio Yoni, el hijo del dueño del emblemático edificio salmantino, los cafés); la ciudad de Salamanca (las ferias, los toros, los edificios, las calles, las barcas en el río, el puente romano, la Plaza como núcleo centrípeto de la vida social, el frío y desolado Instituto); el lenguaje de la época (“tan ful”; “Mira que eres faenista”; “una casa que es una cucada”; “bueno, mona, pues luego te llamo”; “le preguntó que quién era la chica nueva. —Una amiga mía, ¿por qué? —Porque está de fenómeno. Si me la presentas, te doy una noticia bomba”; el “picup”, que ya en ediciones más recientes se ha sustituido por “tocadiscos”), a menudo con sus connotaciones de clase (Cuando estamos solos [el chófer] siempre me dice de tú, pero hoy me llamó de usted y señorita. Le deben haber advertido algo las hermanas, lo mismo que a Candela [la sirvienta], que también me llama de usted desde el verano). 

Y por último, ya de modo apresurado porque aún quiero comentar la desbordante biografía de José Teruel, unas palabras finales sobre algunos aspectos estilísticos y literarios ya esbozados parcialmente. Llamo así la atención sobre el ya mencionado cambio en el punto de vista con la alternancia de las voces narrativas; la magistral utilización de los diálogos, a través de los cuales avanza la acción -bien que sin demasiadas incidencias- y nos adentramos en la personalidad y la psicología de los personajes; el carácter coral y polifónico del relato; la exactitud, que acabo de reseñar, en la transcripción del lenguaje coloquial; lo fidedigno de la descripción, ciertamente microscópica, de un detallismo cinematográfico, de los gestos cotidianos; entre otros elementos sobresalientes. 

Pese a su fidelidad al texto de la novela, su adaptación televisiva, vista hoy, medio siglo después de su presentación, resulta claramente fallida. Estoy hablando de la serie que en 1974 dirigió Miguel Picazo para Televisión española. En catorce capítulos de unos veinte minutos cada uno, y dentro de un espacio legendario de nuestra televisión pública, Novela, en el que se transponían a la pequeña pantalla grandes títulos de la literatura, la serie estaba protagonizada por nombres tan conocidos de nuestra historia teatral y cinematográfica como, entre otros, Charo López, Inma de Santis, Alicia Hermida, Amparo Pamplona, Pepe Sancho, María Luisa San José o Joaquín Hinojosa, todos jovencísimos y todos, en mi exigente juicio actual, deplorables, con actuaciones impostadas, de una artificialidad inverosímil que distancia al espectador (excluyo de esta valoración categórica a la genial Alicia Hermida, única que insufla naturalidad y vida a su personaje, el de Julia). Los demás, incluida una bellísima Charo López, se muestran como meros recitadores de parlamentos, incapaces de hacer creíbles las frases -que en muchos casos repiten literalmente los textos de la novela- que “sueltan” con actitud trascendente, gesto intenso y absoluta carencia de espontaneidad. Si a ello añadimos las limitaciones técnicas, el anacronismo (el de la realización, no el de la época que refleja) en decorados, mobiliario y, en general, dirección artística, la exagerada lentitud en la planificación, en los movimientos de cámara y, en general, el ritmo de la narración, el resultado final acaba por resultar desasosegante, por mucho que se tenga un interés sociológico -llamémosle así- por la serie, lo que ha ocurrido en mi caso (el interés y el desasosiego). 

Dejando aquí mi apasionada recomendación de lectura de Entre visillos, paso ya a resumir muy brevemente lo esencial de la biografía de su autora, la monumental y exhaustiva obra presentada en marzo de este mismo año por la editorial Tusquets, que ganó el XXXVII Premio Comillas de memorias, y en la que la erudición desbordante de José Teruel y su profundo conocimiento de la vida y la obra de Martín Gaite, perfila un minucioso retrato su biografiada. Un retrato que ya “asalta” al lector desde la misma portada, una fotografía de la autora en su pequeña habitación de trabajo en su casa madrileña de la calle Doctor Esquerdo, llamada “el submarino” por el que fuera su marido, Rafael Sánchez Ferlosio, en el tiempo que él la ocupó, y a la que, más tarde, su hija Marta denominaría “la celda del Carmelo” o “el conventico”, cuando su madre se encerraba en ella para escribir los guiones sobre la vida de Teresa de Jesús en la serie de Televisión Española. Las páginas iniciales de su libro las dedica Teruel a glosar la foto, cuya imagen es suficientemente explícita del mundo que rodeaba a la escritora y su apego a imágenes de personas, personajes y objetos portadores de tramas de su propia biografía. Repasa así, algunas fotos, láminas, dibujos, postales y otros elementos más o menos decorativos con los que se puede componer una primera estampa de la salmantina: un dibujo de Ferlosio; un esbozo de una mujer tendida; su hija Marta, de pequeña, con su padre; las dos hermanas Martín Gaite en el tiempo de la guerra; una postal del conocidísimo obelisco sobre el elefante de Bernini en la romana Piazza della Minerva, domicilio de Carmen en sus primeros viajes a Italia; una foto de Virginia Woolf, otra de Miguel de Unamuno, aún una más de Marta adolescente arropando a su madre; el retrato, también muy conocido, de las tres hermanas Brontë pintado por su hermano Branwell; fichas manuscritas con advertencias, recordatorios, sugerencias y reflexiones personales; una imagen de la propia Martín Gaite en los años setenta; un conejo de trapo regalado por José Luis Borau; un vaso de vino tinto; el clásico teléfono negro, con dial, tan común en los años cincuenta en los que la pareja inauguró la casa. Por su eficacia narrativa, anota Teruel, he escogido esta imagen de Carmen Martín Gaite rodeada de huellas como cubierta introductoria para esta biografía. Y es que en estos objetos, evocando el significado y las ramificaciones a los que ellos apuntan, está ya, en germen -muy incipiente, como es obvio-, la vida entera de la escritora. Una vida, y una biografía, que el autor cierra con otra instantánea, también de Doctor Esquerdo pero esta vez de la cocina, sinécdoque de la casa, el escenario de la conversación, de la palabra intercambiada, que tanto apreciaba Carmiña. 

Entre ambas imágenes, toda un vida narrada a partir de unos ejes o ideas fuerza principales, adelantadas por el autor en un esclarecedor prólogo. Está, en primer lugar, la evidente unidad de la obra narrativa íntegra de la escritora salmantina, llena de conexiones significativas. José Teruel es el responsable de la impresionante edición anotada de las Obras completas, que dirigió entre 2008 y 2019, un empeño descomunal que acabó por fraguar en siete extensos volúmenes, con cerca de diez mil páginas, cuya elaboración permitió a su director -en relación con el título que ahora comento- confirmar los vasos comunicantes y la permeabilidad entre todas las modalidades literarias que cultivó la autora salmantina. La heterogeneidad de sus intereses intelectuales, la diversidad de sus inquietudes, la curiosidad inagotable de Martín Gaite, se manifestaron en sus publicaciones de distintos géneros literarios: cuento, nouvelle, novela, ensayo, poesía y teatro, investigación histórica y crítica literaria, collages y artículos de opinión, adaptaciones teatrales de los clásicos, guiones para televisión, traducción literaria desde seis lenguas diferentes, inglés, francés, italiano, portugués, gallego y rumano (en las emisiones posteriores a las vacaciones navideñas volveré a "sumergirme", al menos de modo “lateral”, en el “universo martingaitesco”, con propuestas de lectura que atañen a algunos de los libros traducidos por ella, en otra dimensión, no tan conocida, pero deslumbrante y muy reveladora, de la obra de la escritora). Por otro lado, y a partir de esta consideración que podríamos llamar “holística” de la literatura de Martín Gaite, su obra está impregnada de referencias, concretas o difusas, conscientes o inconscientes, expresas o tangenciales, evidentes o más escondidas, a su propia vida. Mostrar esa conexión, esa huella, ese vínculo entre las palabras de la obra y la personalidad, los acontecimientos vitales y los elementos definitorios de la identidad íntima -o más recóndita- de la escritora, es uno de los propósitos, bien logrado, de la biografía que tenemos entre manos: Debajo de los personajes y situaciones ficticios de la narrativa de Martín Gaite se esconden y reelaboran identidades y tramos decisivos de su propia existencia. Tras la superficie de sus tramas, tras los ropajes de la ficción, circula el río subterráneo y guadianesco de la escritura del yo. Este es, pues, el elemento más significativo del libro, el análisis literario de base biográfica en régimen de ida y vuelta, entre vida y texto

Otro aspecto fundamental de la biografía, que quiero resaltar en esta breve introducción y que aparece como corolario de los ya mostrados, es el de la abundancia y la riqueza de las fuentes manejadas. Ya solo en el séptimo y último tomo de las referidas Obras completas, centrado en los cuadernos personales y las manifestaciones epistolares de Gaite, se ofrecen al lector 1.352 páginas que recogen cartas (muchas desaparecidas, expurgadas por su hermana Ana María, singularmente la correspondencia con Rafael Sánchez Ferlosio, Gonzalo Torrente Malvido, con el que Martín Gaite tuvo una tortuosa relación, o su hija Marta), entradas de agendas, entrevistas, borradores, cuadernos, artículos de opinión (e incluso efusiones y recuerdos diseminados en su ejercicio de la crítica literaria), que, estudiados y minuciosa e inteligentemente analizados por el experto, constituyen una base muy sólida para, convenientemente estructurados, presentar un completo y acertado retrato de su autora. A todo ello hay que añadir otros documentos conservados en archivos personales de la escritora y en otros registros públicos y privados; entrevistas de Teruel con su hermana y sus amigos, íntimos o meramente conocidos; los recuerdos del trato personal, no demasiado intenso (no puedo afirmar ni presumir de que yo fuera amigo íntimo de Carmen Martín Gaite, aunque mantuve con ella un trato muy cordial, pero esporádico) entre biógrafo y biografiada. El libro refleja esta ingente documentación manejada, no solo, como es obvio, en la precisión y la atención al detalle que se manifiesta en el texto, sino también en los copiosos apéndices finales de la obra, que incluyen una abundante nómina de archivos consultados, colecciones particulares, indispensables para el cotejo de la correspondencia examinada, repertorios bibliográficos, nombres de personas entrevistadas, una bibliografía exhaustiva con unas ciento sesenta entradas, la identificación y procedencia de las varias decenas de fotografías que se incluyen en el texto y medio centenar de páginas de notas. 

Desde esa profusión de referencias, la biografía recorre, con un claro hilo cronológico (lo suficientemente flexible como para admitir, no obstante, saltos atrás y adelante en el relato), con una prosa muy rica y, a la vez, transparente, con una fuerza narrativa indudable, la trayectoria vital y profesional de Martín Gaite, intentando el autor -y consiguiendo sin duda- revivir ante el lector los antecedentes familiares, los años de formación, los personajes, las relaciones, las lecturas, los viajes, los ambientes y las circunstancias que con mayor relevancia pudieron influir en su desarrollo como mujer y escritora. Por entre la semblanza de la biografiada aparece también la fotografía de una época, que, como indica Teruel es la de generación de mis padres, de quienes fueron «los niños de la guerra». Y ser «niño de la guerra» no es un simple apelativo ternurista, significó vivir la adolescencia y juventud como súbdito de una dictadura, construirse en la primera madurez una conciencia de las cosas en el antifranquismo y, finalmente, al llegar la libertad, rehusar las prebendas del nuevo poder político, resultante de aquella amalgama de pactos transicionales entre antiguos franquistas reconvertidos, socialdemócratas y una melancólica izquierda sesentayochista. Ese contexto sociopolítico es, también, el marco en el que se desenvuelve -y a veces explica- la existencia de la escritora. 

Y así, en un repaso a vuelapluma por algunos de los momentos, los acontecimientos, las vivencias y los hechos destacados de, insisto, los dos frentes en los que se desenvuelve el libro, vida y obra, a menudo tan fuertemente entrelazados, en el primer capítulo del libro asistimos, a las doce y treinta de la mañana de un frío y soleado 8 de diciembre de 1925, al nacimiento de la pequeña Carmen en el hogar familiar de la Plaza de los Bandos, en una casa que sería demolida en 1977; conocemos los antecedentes de las dos ramas familiares, los Martín y los Gaite; el padre, un notario culto, libresco; la madre, que inducirá en la hija la costumbre de acercar la camilla a la ventana, un gesto con tanta repercusión en su aprendizaje como escritora; se nos informa también de su niñez entre libros y de su temprana condición de lectora omnívora (Yo pasé de Peter Pan a los clásicos sin solución de continuidad). 

Y saltamos ya, en el segundo capítulo, Aquellos años de crisálida, a mayo de 1936, al examen de ingreso a bachillerato en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza de Ciudad Rodrigo, del que era director el tío materno Joaquín, que tres meses después sería fusilado por su pertenencia al Partido Socialista; y sabemos de la Guerra civil en Salamanca, con Franco estableciendo su cuartel general en el Palacio del Obispo; las sensaciones de miedo y de frío; la presencia de la muerte (con la bomba que cayó en la churrería de la calle Pérez Pujol, hoy Concejo); los siete cursos del bachillerato de la época en el Instituto femenino, ubicado entonces en el edificio del paseo de San Antonio propiedad, ya entonces, de los jesuitas, y en donde dará clase Pablo Klein; el recuerdo de algunos profesores de alta talla intelectual e influencia decisiva en el despertar de la vocación por la literatura, Salvador Fernández Ramírez y Rafael Lapesa; y la terrible posguerra; y las películas en el desaparecido Cine Moderno (qué frío hacía en Salamanca, qué frío siempre (…), qué frío teníamos las niñas de mi tiempo y apenas si sobraba una moneda de perra chica para unas pipas y palo regaliz, habían pasado los aliados italianos y habían traído malas costumbres a la ciudad, los novios iban a achucharse de noche al campo de San Francisco, y el único espejo, el único lenitivo para las niñas de doce años estaba en aquel cine); el ingreso en 1943 en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca en la que se licenciaría en la especialidad de Filología Románica en 1948; los nuevos profesores inspiradores; su brillante expediente universitario; su implicación en actividades académicas, culturales, teatrales y, muy pronto, literarias; sus cursos de verano, una vez licenciada, en Coímbra y Cannes; los primeros poemas y cuentos: Una estudiante de cuarto curso que firmaba con el nombre de Carmiña inauguraba con «La barca nevada», en enero de 1947, su historia literaria. El poema, inspirado en una instantánea del fotógrafo del diario salmantino El Adelanto, José Núñez Larraz (padre del poeta Aníbal Núñez), recreaba la imagen de una barca prisionera entre los hielos del Tormes y exhortaba a través de un escolar carpe diem a esperar el deshielo inminente del río). 

Y se suceden los capítulos y los episodios vitales: la marcha a Madrid, en noviembre de 1948 para realizar su tesis doctoral; la decepción inicial ante la capital; el encuentro con Ignacio Aldecoa y sus amigos (Alfonso Sastre, Jesús Fernández Santos y Rafael Sánchez Ferlosio); el entusiasmo por el “descubrimiento” de una libertad de costumbres de la que carecía en Salamanca; el noviazgo con Rafael Sánchez Ferlosio (en enero de 1950, Carmiña, la niña del notario, se convirtió en la novia «formal» de Rafael Sánchez Ferlosio, «dos años más joven que yo y mal estudiante, pero excelente escritor»); la aventura de Revista Española y la fascinación por el cine, en particular el italiano; el matrimonio con Ferlosio; las estancias en Roma, ciudad de procedencia de su suegra; su mudanza al ahora legendario ático de la calle Doctor Esquerdo de Madrid; la aparición de su primer libro publicado, El balneario; el nacimiento en 1954 de su hijo Miguel y su prematura muerte pocos meses después; el de Marta, en 1956; la escritura de Entre visillos; el premio Nadal; las excentricidades de Ferlosio (Rafael mandó quitar el parqué del suelo, porque le parecía demasiado burgués, y retirar los radiadores, ya que en invierno había que pasar frío. Estas manías le parecían a Carmen llamativas rarezas de un genio excéntrico y desde luego estaba dispuesta a soportarlas en aquellos primeros años), los primeros atisbos de la crisis matrimonial (sabía que se había casado con un hombre inteligente, magnífico escritor, auténtico, sincero, originalísimo y del que ella además estaba muy enamorada, pero con el que era dificultosa la convivencia matrimonial, porque sus rarezas y su corrosivo sentido de la crítica se iban transformando en inadaptación), la soledad en compañía (Carmen es como una viuda que tuviera el muerto en casa, escribió Delibes, amigo de la escritora) y la inevitable aunque tardía separación conyugal que no se produciría hasta 1970; sus lecturas; sus publicaciones, cuentos, narrativa, traducciones, ensayos, el punto de inflexión que supuso El proceso de Macanaz y su obligada inmersión en la investigación archivística; los premios y el reconocimiento; la convivencia, una vez separada, con su hija Marta; las fugaces aventuras sentimentales (Carmen Martín Gaite tuvo varios deslumbramientos y devaneos amorosos (todos breves, pero intensos, y algunos unilaterales). Nunca desistió de internarse en los perdederos del amor. Era una mujer sexual, sensual, coqueta y le gustaba gustar), singularmente la muy turbulenta con Gonzalo Torrente Malvido, hijo mayor, de entre los varones, de Gonzalo Torrente Ballester y de su primera esposa Josefina Malvido. Gonga, como se le llamaba, era diez años menor que ella, un hombre carismático y de vida caótica (siguió una vida bohemia de escritor disoluto y mujeriego, conoció varias prisiones y se comportó como un seductor nato), que “contagió” a Carmen. 

Y hay un capítulo entero, el séptimo, dedicado a su hija, Marta Sánchez Martín y a la intensa relación con ella, estrecha (Mi hija es muy amiga mía, nos reímos mucho juntas y nos lo contamos todo) pero también difícil, sobre todo por las singularidades de la educación que la joven recibió de sus progenitores (Conviene advertir que, desde su infancia, Marta no estuvo acostumbrada a ningún tipo de restricciones. Cuando niña podía dibujar a su antojo en las paredes del pasillo de su casa (algo que llamaba poderosamente la atención de otros niños de su edad) y de adolescente fumaba con sus padres, que la proveían de tabaco rubio, y abría la nevera de su casa acabando con todo lo que le apeteciese sin pensar en los demás). Y en los setenta se multiplican los libros, las colaboraciones periodísticas (entre 1976 y 1980 ejerció de crítica literaria en Diario 16, con una reseña de libros semanal), los guiones para series televisivas, singularmente Teresa de Jesús, el Premio Nacional de Literatura en 1977 por El cuarto de atrás, sus clases y conferencias en universidades norteamericanas, unas actividades -artículos, series y clases- que Carmen se ve obligada a asumir, sobre todo en los últimos setenta y primeros ochenta, acuciada por los gastos que suponía la adicción a la heroína de su hija. Marta se contagiaría de sida, una enfermedad entonces desconocida, probablemente al inyectarse heroína con una jeringuilla infectada (Téngase en cuenta que en los primeros meses de 1985 aún no existía en los hospitales españoles una prueba de anticuerpos del VIH. La infección era muy desconocida y la enfermedad solo podía identificarse por el procedimiento del diagnóstico clínico. Carmen Martín Gaite verdaderamente se enteró muy tarde, casi al final, de que Marta tenía sida, a través de los efectos irreversibles de la neumonía por Pneumocystis que contrajo), y moriría a las diez de la noche del 8 de abril de 1985, un fallecimiento -su segundo hijo muerto, y con solo veintiocho años- que dejaría una huella imborrable no solo, como puede suponerse, en la vida de su madre (Deseó profundamente haber podido ser abuela, la atormentó ser fin de raza y se sintió brutalmente huérfila tras la desaparición de sus dos hijos) sino también en toda su obra posterior. 

Los capítulos finales se centran en una nueva estancia estadounidense, en el Vassar College, de la que saldrán, entre otras obras, Caperucita en Manhattan y la traducción de Una pena en observación, un libro que C.S. Lewis había publicado en 1961 tras la muerte de su esposa y cuya lectura la reconfortó en aquellos años terribles que son, sin embargo, ya a su vuelta de Estados Unidos, los de mayores logros profesionales, reconocimiento público y relevancia popular, con una destacada presencia en los medios de comunicación, las Ferias del libro, y con sus ingentes ventas propiciadas también por los cambios editoriales, dejando atrás su “fidelidad” a Destino, tras su compra por Planeta (a cuyo propietario, José Manuel Lara, detestaba, haciéndolo objeto de críticas feroces en sus artículos) para abrirse a las colaboraciones con Anagrama y Siruela, en donde aparecerían su Caperucita, Usos amorosos de la posguerra, Nubosidad variable o Lo raro es vivir, entre otros grandes éxitos comerciales. Carmen Martín Gaite seguirá trabajando en nuevos libros, traducciones y conferencias hasta poco antes de morir en Madrid, de un cáncer de hígado con metástasis en el pulmón, el 23 de julio de 2000. 

Por entre esta sucesión de vivencias, el libro deja constancia de sus obras, sus preocupaciones, sus postulados literarios, las ideas fuerza que cruzan su creación como escritora. Apunto aquí, ya para terminar esta reseña de desmesurada en su extensión, como de costumbre en mis comentarios, algunos de estos elementos relevantes. José Teruel explora así, elementos nucleares de la vida y la obra de Martín Gaite como son las relaciones entre realidad y ficción (La única manera de aguantar la realidad es no mirarla a la cara, construirse inventos para vivir en una realidad ficticia); el sustancial papel de los objetos como resortes de la memoria personal y familiar; la importancia del diálogo y la mirada, y la necesidad, por tanto, de interlocutor en todos sus escritos (una influencia de Unamuno, amigo de su padre, que venía a veces por mi casa con un traje azul marino y jersey muy cerrado, sin corbata y que fue el primer escritor que puso su mano, como al descuido, sobre mi cabeza infantil); la relevancia de la memoria y los recuerdos; el acento en lo fantástico que cuestiona las ideas recibidas, y rechaza las convenciones; la concepción amplia del realismo, que no excluye lo psicológico, la incertidumbre y la incursión en lo onírico; el peso de lo sobrenatural (Tengo un ramalazo de bruja, todos mis amigos lo saben) y lo fantástico y lo onírico, a causa de su incapacidad, presente en su biografía desde muy temprano, para distinguir los límites entre la vigilia y el sueño; la sensación de vaciedad, recurrente en muchos momentos de su vida y desencadenante de su creación literaria (Esta sensación de estar siempre empezando, de quedarse vacía, como sin sombra, al acabar de contar una historia, es sumamente reveladora de su experiencia sobre los imprevisibles derroteros de la suerte del oficio de escritor); el conflicto entre la extravagancia y la inadaptación, el recorrido que va de la construcción a la destrucción; en el mismo sentido, su simultánea atracción por el orden y el caos, entre lo que ella llamaba el lado “payo”, racional y equilibrado, y el “gitano” de la existencia, raro, original, creativo, “pirado”, imaginativo, de humor cáustico y poco respetuoso con las convenciones (Ya sabes que tengo una mitad de meditativa-mística y la otra mitad de titiritera-gitana); su carácter teatrero (La fascinación por representar, por desdoblarse le acompañó durante toda su vida) que acompañó su imagen pública en sus dos últimas décadas de vida; la inseguridad provocada por la exigencia de aprobación masculina -sobre todo en relación con Ferlosio- y el gran logro que supuso desembarazarse de ese exigente, castrador y absorbente influjo; el rechazo a los escritores “intelectuales” (el propio Ferlosio, su gran amigo Benet, entre otros; manifestó su rechazo a los narradores olímpicos, rebuscados, de tupida prosa, y vislumbró sus carencias —que se podrían sintetizar en el cultivo del arte de la dificultad, la adoración de lo obtuso y un evidente menosprecio del lector) y su preferencia por los “cordiales”, en particular Natalia Ginzburg (sobre la que volveré tras las vacaciones navideñas), que llevaban a la práctica, los tres principios inspiradores de su práctica narrativa: no mostrar la dificultad ni caer en la presunción de originalidad; el regreso a las fuentes de la lengua viva; y el respeto por la figura del lector. No me resisto, a este respecto, a transcribir un largo fragmento del libro que, pese a su extensión es altamente revelador de la “poética” de Martín Gaite: 

[Escribe Teruel] Cuentan que cierta mañana de otoño iba don Miguel de Unamuno paseando con Amado Nervo y acertaron a pasar a orillas de un estanque. El poeta mexicano preguntó con los ojos asombrados de quien estuviera viéndolas por primera vez: «—¡Qué plantas tan bonitas, don Miguel, esas que flotan sobre el agua! ¿Cómo se llamarán? [...]. —¡Nenúfares! —le contestó inmediatamente Unamuno—. Eso que saca usted siempre en sus poemas». (…) 
[Habla ahora la escritora] La mayor parte de los «intelectuales» —palabreja a la que, dicho sea de paso, tengo una gran antipatía— plagan sus discursos de nenúfares. En nenúfares se convierten, pongo por ejemplo, la libertad, la condición de la mujer o la justicia social para quien al mismo tiempo que elabora peroratas más o menos brillantes sobre dichos asuntos, no se entera de que está tiranizando a los demás, es incapaz de hacer un esfuerzo para hacerle la vida agradable a la mujer concreta que tiene a su lado [...]. Nenúfares son todas las abstracciones en letra mayúscula que tanto impresionan lanzadas desde el parlamento, la cátedra, la televisión, o la letra impresa, pero que a nadie le cuentan nada que pueda traer al recuerdo para sentirse confortado en el callejón sin salida de sus noches de insomnio, nenúfares los pretextos en nombre de los cuales se emprende una guerra [...]; nenúfares la paz, la dignidad, la comunicación y el amor; nenúfares muertos, sapos disecados sobre el manto de tan solemnes predicadores. 

Y leemos también sobre otros asuntos destacados como la importancia de la idea, el sentimiento y la vivencia de la huida -a la que apuntan las ventanas-, de la escapatoria de la realidad opresiva en busca de una libertad o un deseo vislumbrado, y la correspondiente ambivalencia, tan presente en Entre visillos, entre el anhelo de ruptura y el temor a la libertad; el rechazo y la nostalgia de la provincia (algo que se aprecia también en la novela que centra esta reseña); el carácter en el fondo autobiográfico, ya comentado, de toda su obra; por tanto, el tratamiento casi indiferenciado, en sus libros, de la realidad y la invención (Para ella los personajes de ficción y los de carne y hueso no estaban separados por una raya demasiado neta, de todo lo que habla es como si lo hubiera visto, nos lo pone ante los ojos, nos lo cuenta); la rebeldía y el inconformismo ante los discursos dominantes, el cultivo de la duda sobre la certeza, la repugnancia ante el cliché, el desdén por los convencionalismos en un momento en que el posibilismo y el pragmatismo campaban en la sociedad española (incluida la literaria), la búsqueda de la lucidez, el desprecio por la prisa y por las falsas soluciones, y el gusto por ir a contrapelo; el afán de independencia y el rechazo a la cultura oficial; la aceptación de la soledad (Alguna tarde de calor vengo del parque empujando el coche de la niña y me siento absolutamente extraña en ese sitio, de pronto, en un lugar de la calle por donde he pasado muchas veces, y miro las luces verdes de las tiendas, o el escaparate de la mercería, o el puesto de horchatas, y siento una gran soledad); la comprometida preocupación por la “cuestión femenina” (¿Por qué las mujeres tienen tanto, tantísimo miedo, un miedo tan específicamente distinto a la soledad? ¿Por qué se echan en brazos de lo primero que las exima de buscarse en soledad? O, dicho con otras palabras, ¿por qué se aguantan tan mal, tan rematadamente mal —y cada día peor—, a sí mismas?) pese a su posición crítica frente al feminismo (las banderías del feminismo era otra de las bestias negras de Martín Gaite); su exploración del dolor y las contradicciones de la maternidad; la importancia -para bien y para mal- de la familia (todas sus novelas (…) son retazos de historias familiares [y por ellas] circula el fantasma biográfico de su propia filiación: la familia ordenada de la que procedía frente a la anómala que había creado); su inagotable curiosidad intelectual; la dicotomía -una más- entre las dos rutas en la producción literaria de Martín Gaite: la que circula por los raíles concertados y constituye la mayor parte de su obra publicada en vida, y la escritura desconcertada [cuadernos, apuntes, cartas] que ha salido a la luz póstumamente

Dos libros, en definitiva, indispensables y cuya lectura os llevará, muy probablemente, a adentraros en otras obras de la escritora salmantina cuyo centenario conmemoramos estos días. Muchas eran las opciones posibles para el acompañamiento musical a esta reseña. De entre todas ellas, me he decantado por una muy significativa, que enlaza con el universo de Entre visillos y que, además, tiene un engarce explícito en la biografía de la propia Martín Gaite. En El cuarto de atrás, su espléndido libro de 1978, podemos leer: 

A la hora de la merienda hacíamos un alto en el estudio de los ungulados, del mester de clerecía o de la conquista de América, para acercarnos a la radio y escuchar, mirando la puesta de sol, los dulces boleros de la Bonet de San Pedro, de Machín o de Raúl Abril. Y de repente, una ráfaga de sobresalto barría la dulzura y enturbiaba la esperanza: «E. A. J., Radio Salamanca; van a escuchar ustedes “Tatuaje”, en la voz de Conchita Piquer». Aquello era otra cosa, aquello era contar una historia de verdad; la rememoraba una mujer de la mala vida, vagando de mostrador en mostrador, condenada a buscar para siempre el rastro de aquel marinero rubio como la cerveza que llevaba el pecho tatuado con un nombre de mujer y que había dejado en sus labios, al partir, un beso olvidado. Estaba enamorado de otra, de aquella cuyo nombre se había grabado en la piel, y ella lo sabía, era una búsqueda sin esperanza, pero aquel beso olvidado del marinero que se fue, evocado ante una copa de aguardiente por los bares del puerto, contra la madrugada, se convertía, en la voz quebrada de Conchita Piquer, en lo más real y tangible, en eterno talismán de amor. Una pasión como aquélla nos estaba vedada a las chicas sensatas y decentes de la nueva España.

Videoconferencia
Carmen Martín Gaite. Entre visillos
 


miércoles, 26 de noviembre de 2025

JEFFREY EUGENIDES. LAS VÍRGENES SUICIDAS; MIDDLESEX; LA TRAMA NUPCIAL
 
Todos los libros un libro continúa esta tarde con una serie, de contornos algo difusos, en la que, desde hace unas semanas, os estoy presentando libros que celebran algún tipo de aniversario en este 2025 que ya se encamina acelerado hacia su fin. Os he recomendado, así, Divertirse hasta morir, de Neil Postman, que ha llegado a sus cuarenta años; Un puente sobre el Drina, de Ivo Andrić, con ocho décadas a sus robustas espaldas; y, hace siete días, el más longevo de todos los por ahora presentados, El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, que ha cumplido cien en abril de este 2025. 

Mi tenaz propósito, que mantendré en todos los programas hasta las vacaciones navideñas (e incluso, quizá, después de ellas, pues son varias las efemérides de libros que me interesan y se me agotan los días de este año), me lleva ahora a ampliar mis sugerencias a partir de una obra cuya versión cinematográfica se estrenó en nuestro país en el año 2000, hace, pues, un cuarto de siglo. Se trata de Las vírgenes suicidas, estupenda película con la que en 1999 debutó como directora Sofia Coppola, hija del creador de El Padrino y responsable a sus aún jóvenes cincuenta y cuatro años de una controvertida trayectoria como realizadora, con títulos magníficos como Lost in translation, con el que ganó un Oscar al mejor guion original, y otros más discutibles y que, en mi caso particular, han despertado mi interés en menor medida. El redondo aniversario es, por lo tanto, en esta ocasión, el de un filme, y con esa excusa (no lo es, la película es excelente y merece un comentario por ella misma) quiero hablaros de la novela que está en su origen y, de paso, de las otras dos de su autor, que solo cuenta con estas tres calas en el género novelesco, mientras acumula más de una decena de colecciones de relatos. Estoy hablando del magistral Jeffrey Eugenides, escritor estadounidense nacido en Detroit de ascendencia griega (circunstancias ambas que afloran de manera explícita en sus libros), que publicó en su país Las vírgenes suicidas en 1993, Middlesex, en 2002, y La trama nupcial, en 2011 (una por década; ya se está haciendo esperar la cuarta). En España las tres novelas aparecieron en la editorial Anagrama en 1994, 2003 y 2013, respectivamente. Hace ahora diez años presenté en Todos los libros un libro, en un formato del programa muy distinto al actual, La trama nupcial, en una reseña que voy a recuperar ahora en un espacio en que comenzaré por hablaros de Las vírgenes suicidas, libro y película; a continuación, os recomendaré -con idéntico y espero que apabullante entusiasmo, pues ambas son formidables- Middlesex, dejando para el final el “rescate” de mi más sucinta recensión de la publicación más reciente. 

Yo leí Las vírgenes suicidas en su segunda edición del año 2000, tras el éxito mundial de la película, que llevó a Anagrama a volver a imprimirla, manteniendo, como es obvio, la traducción inicial de Roser Berdagué, aunque cambiando la portada original -en una, a mi juicio, discutible estrategia mercadotécnica- para sustituirla -aprovechando el “tirón” cinematográfico- por una significativa imagen de la cinta. Recuerdo vagamente haber disfrutado entonces del libro, pero nada comparable al entusiasmo que me ha invadido durante y después de la exultante relectura actual, que he llevado a cabo de cara a la presentación de esta reseña. Mi deslumbramiento, una mezcla de sensaciones -emoción, intensidad, plenitud, felicidad-, de índole similar al que me provocó mi nuevo acercamiento a El gran Gatsby, del que di cuenta aquí hace siete días, se vio acrecentado por el hecho de saber que estamos ante el debut novelístico de su autor, que contaba en el momento de su publicación con apenas treinta y dos años. 
 
Las vírgenes suicidas se abre con un comienzo rotundo, esplendoroso e inolvidable: La mañana en que a la última hija de los Lisbon le tocó el turno de suicidarse -esta vez fue Mary y con somníferos, como Therese-, los dos sanitarios llegaron a su casa sabiendo exactamente dónde estaba el cajón de los cuchillos y el horno de gas y dónde la viga del sótano en la que podía atarse una cuerda. Un comienzo, además, muy revelador, tanto en lo que se refiere al posible objeto de la trama como desde el punto de vista del planteamiento narrativo. Por de pronto, y ya desde su inicio, el lector conoce el desenlace (anticipado, por otro lado, desde el mismo título), eliminando de la novela, por lo tanto, las posibles dosis de “suspense” en el sentido clásico, al menos en lo que se refiere a los hechos que se van a narrar (no así, y ahí estará una de las claves del libro, en lo referido a las motivaciones últimas de las chicas). Por otro lado, la magnífica “obertura”, al informar de la plural tragedia (a esas alturas aún no sabemos -accederemos a esa información pocas líneas después- que las hermanas Lisbon son cinco) permite adelantar en la imaginación del lector, siquiera de modo indirecto o tangencial, la lógica del libro que acaba de abrir, que, con este inicio “concluyente” (valga el oxímoron), apunta al desarrollo -como en efecto ocurre- de un ejercicio de reconstrucción retrospectiva. Y es que, con esa deslumbrante frase inicial, el autor elimina el clímax, al aportar desde el principio la información sustancial, el núcleo trágico del libro, rompiendo, en apenas una cincuentena de palabras, la expectativa de una narración lineal convencional y esbozando por el contrario -insisto, de modo velado y sutil- una estructura narrativa que, girando, como es evidente, sobre dicho suceso dramático, situará su narración en una posición subsidiaria con respecto a los infaustos hechos ocurridos. De este modo, y al igual que ocurre en muchas otras grandes obras literarias, el interés del texto que el lector se va a encontrar a continuación de este prodigioso “pórtico” no residirá tanto en el relato de la “acción”, de “lo que ocurre”, sino en el modo -portentoso, muy singular, brillantísimo- en el que el inmenso talento del entonces primerizo Eugenides, da cuenta de lo ocurrido. 

La novela se articula así en torno a la investigación -que se nutre, simultáneamente, de obsesión y encantamiento- de un grupo de adolescentes, los muchachos del barrio de Detroit en el que vivían las chicas Lisbon, los cuales, a través de recuerdos, rumores, objetos y testimonios, mediante un ejercicio de memoria colectiva, fragmentaria, incompleta y, en muchos casos, especulativa, intentan recomponer aquello que en su excitación, su ingenuidad, su desconcierto, su ignorancia y su inmadurez juveniles nunca lograron comprender del todo, el tentador misterio de sus extrañas, enigmáticas, raras, algo fantasmales, fascinantes vecinas. 

Las hermanas Lisbon tenían trece años (Cecilia), catorce (Lux), quince (Bonnie), dieciséis (Mary) y diecisiete (Therese). Eran bajas, de nalgas rotundas bajo el tejido de algodón y con unas mejillas redondas que recordaban la morbidez dorsal anteriormente citada. A primera vista, sus rostros parecían impúdicos, como si quien las contemplaba tuviese la costumbre de ver mujeres cubiertas con velo. Nadie entendía que el señor y la señora Lisbon hubiesen engendrado unas hijas tan guapas. Eugenides nos presenta a las chicas el día en que Cecilia, la menor, lleva a cabo su primer -y si introduzco el ordinal, obviamente frustrado- intento de suicidio. Rescatada a tiempo de la bañera en que se ha cortado las venas, sobrevive y sus padres, siguiendo el consejo del psiquiatra al que consultan, deciden favorecer la integración social de unas niñas que, hasta ese momento, vivían atrapadas entre la severidad de sus progenitores, el estricto y férreo régimen de vida al que las someten, y la difusa llamada, atrayente aunque imposible de obedecer por sus condicionamientos familiares, de un mundo exterior que apenas alcanzan a vislumbrar. Fruto de esa nueva “política”, y una vez recuperada Cecilia, los Lisbon organizan una fiesta en su casa en la que, bajo rigurosas restricciones, las chicas puedan conocer a otros jóvenes del vecindario, muchos de ellos compañeros de estudios, con los que, sin embargo, su contacto se limitaba a un distante, reservado y esquivo trato escolar. Las inseguridades, la timidez, la inexperiencia adolescentes, el particular aislamiento de las chicas y el torpe apocamiento de los muchachos convierten el encuentro en un episodio incómodo, cargado de silencios, al que pondrá trágico fin la propia Cecilia, que, tras subir a su habitación inopinadamente, abandonando la fiesta, saltará desde su ventana sobre las verjas del jardín, muriendo en el acto. 

A partir de este funesto y en apariencia inexplicable suceso inicial, se desarrolla toda la novela, en la que de continuo se entremezclan la descripción de la cotidianidad de las chicas y la de sus, a la vez, deslumbrados y perplejos, temerosos e hipnotizados admiradores juveniles; la revelación de los pormenores de la muy singular vida doméstica de los Lisbon; y, sobre todo, los apuntes, meros atisbos, especulaciones e inferencias sin apenas base real, hechas de rumores, suposiciones e interpretaciones no siempre fundadas, acerca del enigma insondable, del indescifrable secreto que encierran unas muchachas que se nos aparecen -a sus encandilados observadores y al lector- rodeadas de misterio e interrogantes y nimbadas de un aura de fatalidad. 

La existencia de las chicas, escrutada con exhaustividad por la obsesiva mirada de sus forzosamente distantes observadores -impresionados voyeurs que las atisban a través de las ventanas, desde el jardín, en los pupitres del colegio, en las escasas ocasiones en que alguno de ellos, apocado, asustadizo y retraído, logra entrar en el reducto “hechizado”-, se nos muestra en el relato que una voz colectiva -la de todos ellos en una indeterminada primera persona del plural- hace a partir de los pequeños indicios obtenidos de esa contemplación -un gesto, una sonrisa, un ademán no premeditado, una mirada- o del más o menos planificado hallazgo de algún objeto vinculado a las muchachas -una prenda de ropa, una estampa religiosa, una fotografía, una críptica nota de las chicas, un lápiz de labios, un vislumbre fugaz de unas cajas de támpax, un artículo de prensa publicado tras sus suicidios. Sin querer desvelar nada sustancial de la novela, sí diré que los narradores, que relatan los hechos con nostalgia cuando ya han dejado atrás su juventud -con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, confiesa la voz narradora-, elaboran una suerte de dossier de las hermanas, y, en el curso de su relato, van dando cuenta de algunas de sus “evidencias”, que enumeran al término de su historia (y de la novela): Todo está catalogado: desde el documento número uno al número noventa y siete, distribuidos en cinco maletas, cada uno con una fotografía de la difunta igual que una piedra angular copta, guardadas en la remozada casa del árbol, instalada en uno de los pocos árboles que quedan: (número uno) una polaroid de la señora D'Angelo en la que aparece la casa, recubierta de una pátina verdosa que tiene todo el aspecto del moho; (número dieciocho) los viejos cosméticos de Mary secándose y transformándose en un polvo de color tostado; (número treinta y dos) las camisetas que llevaba Cecilia, que ya se están amarilleando sin remedio pese a los cepillos de dientes y al lavavajillas; (número cincuenta y siete) las velas votivas de Bonnie roídas por los ratones durante la noche; (número sesenta y dos) las diapositivas de Therese que presentan las nuevas bacterias invasoras; (número ochenta y uno) los sostenes de Lux (Peter Sissen los cogió del crucifijo, ahora ya no tenemos reparo en admitirlo) tan tiesos y protéticos como los de una abuela. No hemos mantenido el sepulcro herméticamente y nuestros objetos sagrados están en las últimas

Este encantamiento adolescente, ese indefinido enamoramiento (Todos amábamos a alguna), esa mirada masculina juvenil, oblicua y distorsionada, hecha, como he señalado, de desconocimiento y obsesión, de ignorancia e ilusoria mitificación, construye una identidad femenina alejada de la vida real de las muchachas, en una de las líneas temáticas más sugestivas del libro. 

A la “fabricación” de esa imagen deformada contribuye la propia “rareza” de la familia Lisbon y el progresivo aislamiento al que la someten los padres, una madre, de muy intensa y cerrada religiosidad, atenazada por una intransigente represión moral que impone una estricta disciplina a sus hijas, acrecentada tras la muerte de la más pequeña de ellas y que acaba por asfixiarlas; y un padre, profesor de matemáticas en el colegio de los jóvenes, que se muestra débil e impotente, y se evade de la cruda realidad que alberga en su hogar, distante, incapaz de contrarrestar la severidad materna o de establecer un vínculo afectivo real con sus hijas. La casa de los Lisbon, una vivienda suburbana convencional como las que tantas veces hemos visto reflejadas el cine, se transforma progresivamente en un espacio oscuro y opresivo, cargado de silencio, de olor a encierro (Era un olor como una mezcla de funeraria y de armario de escobas) y señales de deterioro físico; un entorno agobiante en el que la arquitectura doméstica se convierte en reflejo del anormal estado psicológico de la familia (Había otros signos de la progresiva desolación. El timbre de llamada desapareció de la puerta. El comedero para pájaros que había en el patio trasero cayó al suelo y allí quedó. La señora Lisbon dejó una nota para el lechero en la caja donde éste solía depositar las botellas: «No deje más leche mala». Al recordar aquel tiempo, la señora Higbie insistía en asegurar que el señor Lisbon, sirviéndose de un largo palo, había cerrado las contraventanas exteriores) y, como metáfora evidente, del paradójico fracaso del modelo familiar tradicional estadounidense. La casa se convierte en una fortaleza cerrada, símbolo de la claustrofobia de la vida suburbana, en la que el paternal intento de proteger a sus hijas del mundo exterior se convierte en una condena: cuanto más las controlan, más las aíslan, hasta provocar la implosión definitiva, la destrucción familiar, la muerte de sus hijas. 

Ya desde el título se explicita la condición central de las hermanas Lisbon en la novela. Sin embargo, su paso por el libro es elusivo, tangencial, en muchos casos fugaz, a menudo efímero y casi nunca con voz propia, siempre a través de la percepción de sus compañeros de vecindario. Ambos hechos, su protagonismo absoluto en el relato de los chicos y su escasa presencia autónoma, refuerza su carácter enigmático, convertidas en símbolos de la adolescencia femenina que encarnan distintos roles de ese complejo período de la pubertad y primera juventud de las mujeres, la fragilidad (Cecilia y su diario íntimo), la difusa sensualidad (Mary y su persistente contemplación ante el espejo), la espiritualidad (Bonnie con su altar y sus estampas), la obediencia (Therese, el orden y los estudios) o la rebeldía (Lux, con su desinhibida y provocadora sexualidad). Pese a sus personalidades diferentes -de las que se nos ofrecen algunos atisbos-, constituyen, en realidad, una colectividad inseparable, un misterio colectivo que los narradores recuerdan en plural, “las Lisbon” (solo cuando llegan a la fiesta, y de manera pasajera, los chicos constatan su singularidad: Pero cuando nuestros ojos comenzaron a acostumbrarse a la luz, nos revelaron una cosa en la que nunca habíamos reparado: las niñas Lisbon eran personas distintas, no ya cinco réplicas con idéntico cabello rubio y mejillas mofletudas, sino cinco seres diferentes cuya personalidad comenzaba a transformar sus caras y a diferenciar sus expresiones), subsumidas todas en un destino común: el suicidio como respuesta a la imposibilidad de vivir bajo la represión familiar y social. 

Ya apuntada, es la afortunada elección, desacostumbrada y muy original, del personaje colectivo constituido por el grupo de muchachos uno de los grandes aciertos de la novela. La posición desde la que hablan, narradores obsesionados -ya adultos- por dar sentido a su excepcional vivencia juvenil, permite, por un lado, impregnar su relato del sobresaliente tono de melancolía y lirismo que hace inolvidable la novela (envuelta en todo momento en una atmósfera de belleza decadente en la que las descripciones del vecindario, de las estaciones del año, de los objetos que rodean a las muchachas, adquieren un brillo nostálgico, que transforma lo cotidiano en poético y convierte a las hermanas Lisbon en figuras casi míticas, suspendidas en un tiempo irreal, a medio camino entre lo real y lo legendario) y por otro, revelar la enorme distancia entre ellos y las hermanas y, por extensión, encarnar el paradigma de la mirada masculina hacia lo femenino y su misterio. A través de sus recuerdos, el lector constata que, como ellos, no puede reconstruir la verdad sobre las Lisbon, sino su mito, una proyección, hecha de atracción, deseo, fascinación erótica, culpa, pérdida y nostalgia, de su propia adolescencia convulsa. 

Quiero subrayar también la eficacia de la estructura retrospectiva, que aproxima la novela a una suerte de crónica, como si se tratara de una investigación forense o periodística, apuntalada en múltiples fuentes, esa acumulación de materiales -fotografías, recuerdos personales, entrevistas a antiguos vecinos, recortes de periódicos, objetos guardados durante años (una carta, un peine, un zapato, una entrada de baile)- que operan como archivo de la memoria y que, paradójicamente, no aportan una especial claridad al enigma de las chicas, sino que profundizan en el gran vacío central: lo insondable de sus jóvenes vidas, la hondura de sus conflictos internos, el inexplicable motivo de los suicidios. 

Por entre la magistral narración de Eugenides, que oscila entre la lentitud contemplativa, en frases largas y demoradas, en la descripción de objetos, recuerdos, atmósferas, y la aceleración brusca, como ocurre en las escenas de suicidio, que se cuentan con intensidad repentina y concisión brutal, casi violenta, afloran algunos temas que inducen a la reflexión en el lector: el abismo indescifrable del suicidio adolescente y sus incomprensibles causas (se apuntan algunas, a través de las palabras de determinados personajes: depresión clínica, entorno familiar represivo y castrante, algún trauma psicológico específico, choque entre las expectativas de los adultos y los deseos juveniles), máxima expresión de la complejidad y las tensiones de una adolescencia que se muestra como un explosivo cóctel de ilusión, desconcierto, inseguridad, deseo, atracción sexual, erotismo reprimido, fantasía y temor; el fracaso del modelo tradicional de familia, fuertemente conservador y dirigido a preservar la seguridad, la uniformidad, la estabilidad y el control, al precio -dramático en este caso- del aislamiento, la asfixia y la muerte; la fidedigna fotografía de la vida en el vecindario, en la comunidad de los suburbios norteamericanos, con sus viviendas independientes, sus muy reconocibles porches, los jardines anexos, los coches aparcados en la puerta, su promesa de bienestar, homogeneidad social y acogedora confortabilidad, pero que, en la calma placidez exterior, encubren la incomunicación, la represión, el miedo a la diferencia, el vacío existencial; la ya mencionada y magistral representación de la mirada masculina, desconcertada e impotente para comprender al otro sexo, para alcanzar la subjetividad de las jóvenes, a las que envuelven en una fantasía idealizada e irreal; el mito de la feminidad inaccesible; la dificultad de la memoria para revivir el pasado, una idea que se manifiesta de modo elocuente en el intento desesperado de los adultos de reconstruir, a partir de su “archivo” de objetos guardados, una realidad evanescente; la nostalgia y la pérdida de la inocencia; la tensión entre lo íntimo y lo público, representada en los rumores y cotilleos de la comunidad, en el tratamiento sensacionalista de la desgracia por parte de los medios de comunicación. 

En fin, una novela magnífica e inolvidable, como lo es también la película que la recrea de un modo muy fiel. Las vírgenes suicidas de Sofia Coppola, desencadenante de esta reseña a causa de los veinticinco años de su estreno en España (en Estados Unidos se pudo ver un año antes, en 1999), sigue siendo una cinta muy apreciable, que en su momento me entusiasmó y que, vuelta a ver ahora, me ha suscitado igualmente interés y emoción. Estamos, como en el caso de la novela, ante una ópera prima de un gran nivel, a la que seguiría otra maravilla, Lost in translation, de 2003, en una ya dilatada carrera de su autora cuyas obras posteriores, sin embargo, no han llegado a interesarme con el mismo apasionado entusiasmo de esas dos primeras (interesante María Antonieta, excepcional La seducción, insulsa en mi recuerdo Somewhere). 

La película refleja con bastante exactitud, como he señalado, las líneas principales y la atmósfera de la novela, que se ven bien representadas en la pantalla, más allá de la consabida imposibilidad que muestra el cine para trasladar el siempre mucho más vasto universo del libro. En este caso, por ejemplo, se han omitido (su inclusión sería de todo punto imposible), numerosos pasajes descriptivos, muchas reiteraciones, gran parte de las digresiones de los muchachos, rumores, habladurías del vecindario, interacciones menores, detalles de la rutina y las experiencias cotidianas, documentos, diálogos internos, pensamientos, que contribuyen a dotar de mayor profundidad psicológica a los personajes novelescos y a trasladar al lector, de un modo mucho más intenso que en la película, al extraño mundo de las hermanas Lisbon y sus deslumbrados admiradores. Diferente es también le hecho de que se intercalan ciertas imágenes más o menos oníricas o mostrando ensoñaciones; e, igualmente, el especial protagonismo del personaje de Lux, interpretado por una jovencísima Kirsten Dunst en un papel que le abrió la puerta a su posterior carrera artística. Están, sin embargo, el núcleo central de la historia; el narrador colectivo (con una voz en off, la del actor Giovanni Ribisi, al que no vemos; Ribisi cuenta con una discreta trayectoria en el cine, quizá podáis recordarlo en su papel de hace dos décadas como hermano de Phoebe en Friends); el misterio de las chicas; el encantamiento y el desconcierto de los jóvenes; el rigor de la señora Lisbon (interpretada por Kathleen Turner, muy señorona, alejadísima de la “tentación andante” que deslumbraba en Fuego en el cuerpo, de casi veinte años atrás); el resignado despiste de su marido (un James Woods que exagera, a mi juicio, los tics que subrayan su desorientación); los vecinos y el entorno de la comunidad del barrio residencial; y, obviamente, el drama colectivo. Quiero limitarme, por tanto, a resaltar en esta reseña solo algunos aspectos estrictamente cinematográficos que me parecen interesantes. 

Coppola participa -en su filmografía entera y sin duda en esta cinta- del lirismo y la sensibilidad estética que rezuma el libro, por lo que la traslación del ritmo lento, el clima contemplativo, onírico a veces, la atmósfera de misterio y melancolía, de promesa, expectativa y fragilidad femeninas, resulta muy lograda, al conectar, sin duda, con la propia sentimentalidad y las inquietudes de la directora. Ello se consigue con el notable uso de la fotografía; con la muy bella estética visual, con un tratamiento, sutil y demorado, de los detalles, los exteriores y los objetos; con el “tempo” y el montaje; y, especialmente, con la formidable banda sonora. 

La fotografía de Edward Lachman está hecha de tonos cálidos, amarillos dorados, naranjas, blancos resplandecientes, colores veraniegos intensos, que envuelven al espectador en luz, en calor, en el sol que atraviesa las ventanas, el aire que mueve las cortinas, en un estimulante ambiente veraniego. La opción por esta estética se refuerza con el discreto uso del flou (o quizá no se usa y solo lo parece), en una especie de luminoso desenfoque, capaz de recrear atmósferas etéreas, evanescentes, que transmiten sensaciones de ensueño, de suave irrealidad, de nostalgia, de lánguido erotismo. Desde mi punto de vista, ello embellece la película, en una diferencia fundamental con el libro, más oscuro, más sombrío, que refleja mejor el drama interno de las chicas. Las hermanas Lisbon cinematográficas son también menos opacas, menos ambiguas y enigmáticas, más “normales” que las de la novela. Su presencia en los bailes, en el trato con los chicos, en la escuela, no permiten apuntar ni siquiera ligeros indicios de su trágica desventura. Como tampoco lo hace la presentación de la casa familiar, límpida, amplia, luminosa, abierta, siempre soleada en la película, desprovista de las notas de claustrofobia, opresión, deterioro, abandono y desorden (al que solo apuntan en el filme algunas prendas de ropas colocadas fuera de lugar como meros elementos de atrezo), que son esenciales en el libro y que contribuyen a reforzar la idea de “anomalía” de las chicas. Si el suicidio de las jóvenes, y sus causas, encierra, en la novela, un misterio de difícil explicación, en la película resulta incomprensible, pues el sutil juego entre la “normalidad” y la “rareza” de las muchachas, crucial en el texto escrito al fundamentar los interrogantes que la obra plantea, se ve desequilibrado en el filme que, a mi juicio, no subraya tan abiertamente las notas penumbrosas y de oscuridad de las hermanas. 

Es brillante también -en todos los sentidos- el modo en que se presentan los objetos (peluches, vestidos, revistas, maquillaje, accesorios, adornos femeninos), el mobiliario, las ventanas, los espejos, los pasillos, las habitaciones, los espacios exteriores, árboles, césped, flores, las calles tranquilas, los jardines, las casas idénticas, que quieren transmitir, de un modo menos logrado que en la novela -de nuevo a mi juicio- la sensación de una normalidad que oculta tensiones. 

Por último -y antes de dejar mis comentarios sobre las otras dos novelas de Eugenides- quiero recomendaros la “doble” banda sonora de la película, magnífica en ambas manifestaciones. En primer lugar, hay una presencia notable de canciones (en algún caso recogidas en la película) en distintos pasajes del libro, singularmente en único, emotivo y de alto significado, en el que los muchachos y las hermanas se comunican por teléfono, sobreponiéndose a la timidez y a los obstáculos familiares, mediante el sencillo, inocente y muy eficaz expediente de llamar y, sin palabras, poner un disco, recibiendo como respuesta, también sin hablar, de una nueva canción elegida por los otros interlocutores. Y así podemos “escuchar” algunos títulos clásicos de la música popular de los sesenta: Alone again (naturally), de Gilbert O'Sullivan, You’ve got a friend, de James Taylor, Where the children play, de Cat Stevens, Dear Prudence, de los Beatles, Candle in the wind, de Elton John, Wild horses, de los Rolling Stones, At seventeen, de Janis lan, Time in a bottle, de Jim Croce o So far away, de Carole King, todas en la playlist de mi propia juventud, en donde no estaba -ni podía estar-, sin embargo, Suicide virgin, de Cruel Crux, canción y grupo inventados por Eugenides. 

Y doble también, porque hay una banda sonora creada especialmente para el filme, obra del grupo francés Air, que con su atmósfera etérea y nostálgica, que aporta densidad, pesimismo y oscuridad en sus notas incidentales, contribuye a recrear el clima que envuelve la historia de las Lisbon, además de convertir a la película en un referente estético para la cultura “indie” de finales de los noventa. Playground love, una maravilla con un saxo inolvidable, será mi opción para el acompañamiento musical de esta reseña. 

La belleza de la fotografía, el tono poético de la escenografía, el minucioso y detenido recorrido por los objetos personales de las niñas, la luminosidad general de la mayor parte de las escenas, la seductora atmósfera visual, el enfoque estetizante, la música envolvente, siendo sobresalientes y valiosos, convierten el visionado de la película en una experiencia sensorial que, quizá, embellece en demasía, “romantiza” la tragedia, que en la novela se nos muestra de un modo algo más crudo y sombrío, más realista y terrible. Pese a ello, se trata de una cinta altamente recomendable. 

Es difícil, en el poco espacio del que ya dispongo, glosar de un modo adecuado las cerca de setecientas páginas de Middlesex y, sobre todo, reflejar convenientemente la infinidad de aspectos de interés de una novela memorable, asombrosa y deslumbrante que me entusiasmó cuando la leí hace más de veinte años y que me ha arrebatado y maravillado aún más ahora, en mi relectura de cara a esta reseña. Publicada en 2003, como ya he indicado, en Anagrama, con la traducción de Benito Gómez Ibáñez, la novela original, aparecida en Estos Unidos un año antes, obtuvo, entre otros muchos, el prestigioso Premio Pulitzer de Ficción. 

Middlesex cuenta la historia de la familia Stephanides a lo largo de tres generaciones, desde 1922 a 2001, desde la turca Esmirna hasta el Detroit del declive urbano, económico e industrial del último tercio del siglo XX, a través del relato en primera persona, de Calliope/Cal Stephanides, un personaje intersexual (hermafrodita es el término que más se reitera en la novela), que como adulto y desde 2001 relata, retrotrayéndose ocho décadas (Yo soy la última cláusula de una oración periódica cuya primera frase se escribió hace mucho tiempo, en otra lengua, y hay que leerla desde el principio para llegar al final, que es mi nacimiento) en una narración que sigue una línea más o menos cronológica aunque con numerosos saltos atrás y adelante en el tiempo, su vida -y la de sus padres y abuelos- marcada por ese significativo hecho biológico. Nací dos veces: Fui niña primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, en enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petoskey, Michigan, en agosto de 1974

Aviso para navegantes: no se piense, en estos tiempos en los que se hace bandera de cualquier elemento diferenciador que resalte la diversidad, se ensalza en sí misma, hasta elevarla a la condición de categoría moral, cualquier circunstancia personal “identitaria” (o no) -ser negro, mujer, gordo, trans, padecer problemas de salud mental-, y en los que la literatura (¿la literatura?) se usa para la defensa, a menudo panfletaria, de unas determinadas posiciones políticas, no se piense, insisto, que nos encontramos ante una novela de tesis, anclada en apriorismos ideológicos y que pretende sostener una postura inflexible, polarizada, partidista, (movimientos transgénero radicales; planteamientos tránsfobos esencialistas; feminismo TERF, radical transexcluyente; entre otros muchos activismos irreductibles) e imponer una “verdad” sobre unos asuntos de tanta complejidad como son los de la conformación de la condición sexual y de género; el peso en ello de la herencia biológica y la carga genética; la influencia de las expectativas familiares y comunitarias en la construcción cultural y social de la propia identidad o, por resumir, la casi siempre muy difícil -y por tanto de desaconsejable simplificación a eslóganes, proclamas y premisas reduccionistas- vivencia de la intersexualidad. Por el contrario, sin obviar ese tema -que, de manera evidente, es el núcleo sobre el que gira el libro entero-, Middlesex es una novela, una formidable obra de ficción, y gran parte de su enorme interés -en este caso inequívocamente literario, aunque no solo- reside en ahondar en la personalidad, los sentimientos, las emociones, las dudas, los miedos, las reflexiones de un ser humano que en su adolescencia descubre su verdadera condición biológica y debe reconstruir su identidad. Y todo ello a través de un poderosísimo “artefacto literario” que combina elementos de saga familiar, historia social y novela de formación. 

Sin querer destripar nada sustancial en la trama de la novela, sí quiero adelantar que el libro se estructura en cuatro grandes secciones en las que se alterna el pasado histórico con la experiencia contemporánea de Cal. En la primera de ellas, el relato gira sobre las figuras de Desdémona Stephanides y su hermano, un año menor, Eleuterio, “Lefty”, habitantes de un pueblo, Bitinio, en el Asia Menor, formando parte de la comunidad griega de esa región de Turquía, invadida en 1910 por el ejército heleno alentado por las naciones aliadas. Sus padres habían sido asesinados en esa guerra con los turcos que, sin embargo, les había permitido a ellos vivir libres integrados en su colectividad étnica de origen (Nunca más, como había ocurrido en los últimos siglos, llegarían cada año al pueblo los funcionarios otomanos para llevarse a los muchachos más fuertes a que sirvieran en los jenízaros. Ahora, cuando los habitantes del pueblo llevaban seda al mercado de Bursa, eran griegos libres en una ciudad griega libre). En un entorno cerrado, hecho, durante generaciones, de consanguinidad y entrecruzamiento genético (Lefty y Desdémona son, además de hermanos, primos terceros), surge el amor entre ambos, que crecerá en paralelo a la llegada de los turcos, el repliegue de los ejércitos griegos, la destrucción de las poblaciones “ocupantes”, el incendio y la devastación de Esmirna y la huida de los dos jóvenes que, en una fuga rocambolesca, tras embarcarse rumbo a Atenas, cruzarán desde allí dos mares hacia las promisorias tierras americanas. 

Su asentamiento en Detroit, a principios de los años veinte del pasado siglo, con la ciudad prosperando en el auge económico y la floreciente modernidad que trae la industria del automóvil, constituye el centro de la segunda sección del libro. En ella conoceremos las circunstancias de su incorporación al nuevo país; su dura vida de inmigrantes; su matrimonio, celebrado ocultando -al menos externamente; en su interior la culpa no los abandonará, sobre todo a la muchacha- su “pecado original”; los hijos, Milton y Zoé; su progresiva integración en la sociedad estadounidense; el crecimiento de los niños; el enamoramiento del adolescente Milton de su prima Tessie, hija de Surmelina, prima a su vez de Desdémona, en un nuevo cruce sanguíneo que, no obstante, terminará en boda. 

La parte central de la novela, que gira, obviamente, sobre el núcleo irradiador del personaje de Cal, se desarrolla en su tercera sección, con su nacimiento como niña, Calliope, su infancia, su adolescencia, su transformación física, que no se ajusta a la esperable en una chica, su progresivo y muy lento y a la postre inacabado proceso de descubrimiento sexual y personal (envuelto en desconocimiento, confusión, dudas, miedo y sospechas). En este apartado del libro sobresalen los episodios en los que una Calliope de apenas trece o catorce años describe su enamorada fascinación -llena de vacilaciones y temores y falta de confianza, como en cualquier adolescente- por una compañera, Oscuro Objeto, como ella la llama, de una singularidad muy atractiva. 

En la etapa final del libro y tras una consulta médica más o menos convencional, después de un leve accidente sin especiales consecuencias, todos, los doctores que la atienden, Milton y Tessie, ignorantes hasta entonces, y la propia Calliope, con catorce años, envuelta en un mar de especulaciones, barruntos, conflictos internos y preocupada confusión sobre su identidad, conocerán la “verdad” sobre su “desorden genético”, la falta de correspondencia entre su cuerpo, su nombre, el género asignado y su percepción femenina del mundo. Después de diversas y muy relevantes peripecias, que no voy a desvelar, Calliope aceptará su intersexualidad, adoptará un nombre masculino, Cal, se “reconciliará”, adulto ya y maduro, con su cuerpo y su historia familiar. A partir de ese momento inaugural (no se olvide: Nací dos veces), Cal vivirá como hombre una intensa vida, de la que, en una elipsis descomunal de casi treinta años, conoceremos solo meros retazos en las primeras páginas de la novela (He sido guardameta de hockey sobre hierba, miembro durante mucho tiempo de la Fundación para Salvar al Manatí, esporádico asistente a la misa ortodoxa griega y, durante la mayor parte de mi vida adulta, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores de Estados Unidos (…) En mi último carné de conducir (de la República Federal de Alemania), mi nombre de pila es simplemente Cal) en las que se nos presenta al personaje con cuarenta y dos años, trabajando en la organización de conferencias, recitales y conciertos, en el departamento cultural de la Embajada norteamericana en Berlín y enhebrando su historia, página a página, capítulo a capítulo, para el cada vez más encandilado lector. 

Por entre los avatares de la historia, a lo largo de la saga familiar y de la experiencia personal de Cal, Eugenides aborda una compleja red de temas de género, sexualidad y biología desde una perspectiva nítidamente literaria, sirviéndose de la narración para reflexionar sobre la identidad -sexual, social, cultural, familiar-, la herencia genética, el determinismo biológico, el azar y el destino, la experiencia de la inmigración y la dificultad de adaptación a un nuevo mundo, el choque cultural, las tensiones entre pasado y presente, entre la tradición griega y la modernidad estadounidense, la memoria y los secretos familiares. La intersexualidad de Cal, más allá del propio hecho en sí, opera como símbolo de la intersección hombre/mujer, conciencia/cuerpo, cultura/biología, costumbres ancestrales/nuevas prácticas sociales, en un enfoque que cuestiona -de un modo “natural”, pacífico, nada beligerante ni panfletario, como ya he señalado- los códigos binarios. Incluso Detroit sirve también como símbolo de esa dualidad, pues comparece en su esplendor y su decadencia, y también como metáfora de los cambios que afectan al protagonista, a su familia, a la comunidad y, por extensión, a la vida de cualquiera de nosotros. 

Y todo ello se muestra mediante una apuesta literaria excepcional, propia de un escritor altamente dotado. La novela se lee con la fruición que exigen las mejoras obras del género, entremezclando, en una narración absorbente, una historia familiar épica, comparable con las sagas clásicas de inmigración; una novela de formación, centrada en los primeros años de Callíope, en capítulos con un cierto “aire” al universo de Las vírgenes suicidas, en lo que tienen de descripción de la experiencia íntima de una adolescencia convulsa, marcada por la confusión, el deseo y la incomunicación; una exploración de la biología y la herencia, al intercalar, con pertinencia y sin perder un ápice de la densidad y el interés literarios, numerosos apuntes y comentarios científicos que explican la complejidad biológica y médica de la vivencia del personaje; una crítica social, al mostrar tanto las tensiones a las que está sometida la vida de quienes piensan y sienten desde identidades no del todo definidas o, al menos, que no concuerdan con los parámetros convencionales, como la marginalidad y la dinámica de la comunidad inmigrante; una crónica histórica, pues a lo largo de las siete décadas en las que se desarrolla la “acción”, conocemos, aunque en algunos casos de modo meramente tangencial, ciertos episodios relevantes de la historia de Grecia y Turquía, el fenómeno de la inmigración europea en Estados Unidos, los años de la Ley Seca, la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento norteamericano tras el fin de la contienda, su prosperidad económica, el desarrollo del Estado del Bienestar, el auge de la clase media, Vietnam, la rebeldía juvenil de los setenta, la eclosión de los movimientos juveniles, el feminismo, las entonces aún tímidas reivindicaciones de las identidades sexuales discriminadas, en un no subrayado pero sí notable friso de la realidad del mundo, en particular el de los Estados Unidos, del siglo XX. Un libro inolvidable que no deberías perderos. 

No hay casi tiempo para comentar otra novela magnífica, La trama nupcial, que, de nuevo en Anagrama y con traducción de Jesús Zulaika Goicoechea, yo leí en 2013 y presenté dos años después, hace ahora diez, en Todos los libros un libro. Os remito a mi reseña de entonces, que podréis encontrar en el blog del programa, para profundizar en mis comentarios sobre el libro, entre ellos, mi queja acerca de la deplorable edición, repleta de errores, faltas de ortografía, fallos de concordancia e inconsistencias varias. Me limito ahora a repasar mis impresiones sobre algunos de sus aspectos más sobresalientes para despertar en vosotros el interés por completar la excepcional bibliografía novelística de Jeffrey Eugenides. La trama nupcial debe su título al que fue el gran tema de la novela del siglo XIX: el matrimonio. Madeleine, la protagonista principal del libro, es una estudiante universitaria que dedica gran parte de sus investigaciones en la facultad a estudiar los antecedentes y el momento de esplendor de la novela victoriana: la obra de, entre otros, George Elliot, Jane Austen, Henry James, en muchas de cuyas novelas las jóvenes se definían por su condición de casaderas, esto es, centraban sus existencias en la búsqueda de un marido. En cierto modo, y como luego veremos, la novela constituye un intento de trasladar a la actualidad el planteamiento de algunas de aquellas obras maestras. 

Esos pasos tradicionales de la “trama nupcial” a los que se refiere Eugenides en el largo fragmento anterior -los pretendientes, las proposiciones, los malentendidos- y también la boda y la vida matrimonial posterior se recogen en la novela a partir de la historia de esta Madeleine Hanna, la joven, incorregiblemente romántica e inocente, ilusionada y soñadora, que finaliza sus estudios en la Universidad de Brown en Providence, Estados Unidos, a principios de los años ochenta. Con una “acción” que comienza en la jornada en la que se celebra la ceremonia de graduación y con saltos en el tiempo que nos llevan a conocer su historia familiar, asistimos al crecimiento y la iniciación de la chica a la vida adulta, a sus aventuras amorosas, a su ingenuidad emocional e intelectual, a sus proyectos de vida -que incluyen el matrimonio en un lugar principal-, en un escenario juvenil de residencias universitarias, pisos de estudiantes, fiestas, música, también alcohol y drogas, en el que se desenvuelve nuestra protagonista, aunque ella es comedida y discreta, responsable y estudiosa. El ambiente estudiantil, con sus jóvenes llenos de energía, de ganas de vivir, de inocencia primordial, con su compulsiva búsqueda del amor y el sexo, con su fresca curiosidad por el mundo, por el saber, con su incipiente y disculpable esnobismo, con sus pedantes discusiones teóricas, con su seguimiento ciego de las modas académicas (el abrupto estructuralismo y la árida teoría de la literatura, la deconstrucción y la semiótica), aparece descrito con convicción y verosimilitud y contribuye a dotar de interés a la novela. 

En su estancia en la universidad, Madeleine conoce a dos jóvenes, Leonard Bankhead, un muchacho inteligente, muy brillante, atractivo, carismático y que entusiasma a las chicas y Mitchell Grammaticus, de origen griego como el propio Eugenides, un joven singular, algo excéntrico, preocupado por el sentido de la vida, estudiante de teología, vinculado intelectualmente al mundo de la mística, a la filosofía oriental... y enamorado platónicamente -o quizá no solo- de Madeleine. Los tres formarán el triángulo sobre el que girará el hilo argumental de esta novela que, en una primera instancia, nos habla de la juventud contemporánea. 

Aunque sus vidas están muy relacionadas entre sí, en los seis capítulos del libro se nos contarán, alternándose, las existencias de los tres protagonistas, tres jóvenes que se abren a la vida, que están confusos, que tantean, que se equivocan, que se desconocen a sí mismos, que no saben interpretar sus emociones; tres muchachos que se sorprenden, que indagan, que sufren, que se enamoran, que aman, que son rechazados, que estudian, que sueñan; tres chico que están, a mi juicio, perdidos -como quizá corresponde a su edad- en su transición al mundo adulto. 

Pero más allá del argumento, lo esencial de la novela es el relato en sí, que fluye impetuoso arrastrado por la formidable potencia narrativa de su autor y que aparece lleno de implicaciones y referencias, de altura literaria e intelectual. Así, el libro está repleto, en un juego permanente entre realidad literaria y realidad “real”, de reflexiones sobre la literatura, las escritoras victorianas, los libros, la lectura, la escritura, el conflicto entre la deconstrucción del estructuralismo (hay una presencia esencial de Roland Barthes) y la narración limpia de las autoras del diecinueve, siendo esta opción, la de la claridad, la de la fluidez, la del avanzar feliz entre las páginas de un texto que habla de la vida y no de otros libros, que habla de emociones, de sentimientos, de pasión y entusiasmo y ternura y aspiraciones y compromiso y sueños y deseo y anhelo… y no de “textos”, palabras y teorías, la que subyuga a Madeleine, que se desmarca así de las corrientes imperantes entre sus muy pedantes e intelectualoides profesores y los muy influenciables alumnos. 

En este juego entre, por un lado, el artificio -enrevesado a veces- de la teoría y el discurso y, por otro, la “naturalidad” algo ingenua de la experiencia inocente, radica la clave central del libro. Eugenides nos presenta a una generación que ha leído demasiado para creer en el amor, pero que, aun así, no puede dejar de buscarlo. En un contexto en el que la teoría literaria ha desmontado, desmitificándolos con crudeza, los grandes relatos -el amor como destino, el matrimonio como clausura y final feliz, la narración como establecimiento de un orden, de una explicación-, La trama nupcial se presenta como un estudio sobre la persistencia del amor romántico en una era descreída, a través de quizá la única opción plausible, que simultánea el lúcido escepticismo, consciente de la irremediable pérdida de sentido, y la ingenua y optimista y entusiasta vivencia del amor como, pese a todo, una suerte de resistencia frente al vacío. Los protagonistas saben que los discursos románticos están “muertos”, pero no pueden dejar de vivirlos; y el propio escritor se entrega a narrar con convicción las emociones en una época en la que la ironía ha vaciado de sentido todos los discursos. Unos y otro -y con ellos el lector, subyugado- reflejan la necesidad que a todos nos mueve de comprender el mundo y, a la vez, la conciencia de que las explicaciones, la teoría, la “desromantización” de la realidad no nos basta para salvarnos del amor (tampoco del sufrimiento o de la locura), pese a que sabemos, irremediablemente escépticos, que ya ninguna historia amorosa puede sostenernos del todo. 

Es por ello, en último término -y correspondiéndose con esta opción por la “frescura” literaria frente a la aridez de la teoría-, que La trama nupcial me parece -pese a todo, pese a las indecisiones y la confusión, pese a los sinsabores y las equivocaciones de los chicos, pese a su intelectualismo en apariencia irredente- un optimista canto a la vida, al amor, al erotismo, a la energía y el entusiasmo de la juventud, como puede verse en la fábula de Tolstoi que se recoge en un fragmento del libro y que transmite de modo evidente esta opción vitalista y alegre (también descreída y recelosa) en ambos planos, el literario y el “existencial”: 

Había libros que se abrían paso a través del ruido de la vida y te agarraban del cuello de la chaqueta y te hablaban sólo de las cosas que encerraban más verdad. Una confesión era un libro de ésos. En él, Tolstoi relataba una fábula rusa sobre un hombre que, perseguido por un monstruo, se tira a un pozo. Cuando está cayendo, sin embargo, ve que en el fondo hay un dragón que lo está esperando para devorarlo. Entonces, el hombre ve una rama que sobresale de la pared del pozo, y se agarra a ella, y se queda colgando. Ello impide que el hombre caiga en las fauces del dragón, o que se lo coma el monstruo de arriba, pero resulta que surge un pequeño problema. Dos ratones, uno negro y otro blanco, corretean por la rama, y la mordisquean. Sólo es cuestión de tiempo que en algún momento lleguen con los dientes al corazón de la rama, y ésta se parta y el hombre caiga al abismo. Mientras el hombre contempla su inexorable destino, advierte algo más: del extremo de la rama a la que se aferra se desprenden unas cuantas gotas de miel. El hombre saca la lengua para lamerlas. Ésta —nos dice Tolstoi— es la fatal condición humana: somos el hombre que se agarra a esa rama. La muerte nos aguarda. No hay escapatoria. Y, así, nos distraemos lamiendo cualquier gota de miel que se nos ponga al alcance. 

Con mi ferviente recomendación de estas tres novelas formidables cierro por hoy este extenso Todos los libros un libro, no sin antes dejaros una muestra musical que complemente con melodías el universo de Eugenides. Entre las muchas referencias musicales que atraviesan los tres libros, en particular, como hemos visto, Las vírgenes suicidas, he elegido, como ya he anticipado, el tema central de la banda sonora de la película, Playground love, cuya atmósfera envolvente, íntima y perturbadora, refleja convenientemente el “clima” de la novela. Antes de él, un fragmento muy revelador de esa primera y deslumbrante novela, en el que la voz colectiva que lo narra se adentra en el mundo incomprensible de las hermanas Lisbon a partir de la lectura del diario de una de ellas. 


Supimos de los cielos estrellados que las niñas habían contemplado años atrás, cierta vez que acamparon, y del aburrimiento de los veranos yendo de aquí para allá, del patio trasero al delantero y nuevamente al trasero, y supimos también de un olor indefinible que salía de los inodoros en las noches de lluvia y al que las niñas daban el nombre de «cloaqueo». Supimos qué se siente al ver a un muchacho con el pecho desnudo, una sensación que indujo a Lux a llenar con el nombre Kevin, escrito con rotulador Magic Marker de color púrpura, su libreta de tres anillas e incluso el sostén y las bragas, y por esto comprendimos que se pusiera como una furia el día que llegó a casa y se encontró con que la señora Lisbon había puesto sus cosas en remojo con Clorox a fin de hacer desaparecer todos aquellos «Kevin». Supimos de la rabia que da que el viento de invierno te levante la falda y que las rodillas acaban doliéndote a fuerza de mantenerlas apretadas en clase y de lo fastidioso y cargante que resulta tener que saltar a la comba cuando los chicos juegan a béisbol. Nunca llegamos a entender por qué a las chicas les preocupaba tanto hacerse mayores ni por qué se sentían obligadas a dedicarse cumplidos, pero a veces, cuando uno de nosotros había leído en voz alta una larga parte del diario, debíamos reprimir la necesidad de echarnos los unos en brazos de los otros o de decirnos que estábamos guapísimos. Supimos de esa cárcel que es ser chica, de los impulsos y sueños que genera y por qué acaban sabiendo qué colores combinan y cuáles no. Supimos que las chicas eran gemelas nuestras, que todos existíamos en el espacio como animales con idéntica piel y que si ellas lo sabían todo de nosotros, nosotros en cambio no podíamos sacar nada en claro de ellas. Supimos, finalmente, que las hermanas Lisbon eran en realidad mujeres disfrazadas de niñas, que sabían del amor e incluso de la muerte y que nuestra función se reducía simplemente a emitir una especie de ruido que parecía fascinarlas.

Videoconferencia 
Jeffrey Eugenides. Las vírgenes suicidas