Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de octubre de 2025

DELPHINE HORVILLEUR. VIVIR CON NUESTROS MUERTOS; MARCELINE LORIDAN-IVENS. Y TÚ NO REGRESASTE

Una práctica más o menos repetida en Todos los libros un libro, que, con alguna excepción, viene produciéndose desde el inicio de nuestras emisiones, consiste en consagrar un programa, en fechas coincidentes o cercanas a la festividad de los difuntos, a libros que, desde distintos géneros, con planteamientos diversos y con procedencias también diferentes, tengan como centro a la muerte. No me mueve un oscuro afán morboso (siempre recuerdo -vagamente en los detalles, no así en su núcleo- el chiste de Woody Allen -hoy habrá, anticipo, judíos y chistes y chistes de judíos en el espacio- en una de sus películas, creo que Annie Hall (mi recuerdo emocionado para Diane Keaton), cuando el protagonista, en trance de separarse de su pareja, resuelve con presteza el difícil problema de repartirse los libros que han adquirido y compartido en los años de convivencia: “todos los que lleven la palabra “muerte” en el título son míos”, afirmaba, categórico e impertérrito, el muy neurótico Allen), sino mi convicción (que albergo, de un modo algo sorprendente quizá, desde muy joven, no siendo por tanto una preocupación de mis actuales muchos años) de que la muerte es, sin duda, una de las cuestiones fundamentales en la vida humana, nuestro obvio destino, motivo por tanto, de estudio, análisis y reflexión. Así ocurrirá también con mi reseña de esta semana, al ser hoy, día de la emisión, 29 de octubre, y teniendo, pues, a la vuelta de la esquina, el 2 de noviembre, Día de Difuntos en el mundo entero; razón por la que quiero proponeros la lectura de un libro magnífico, centrado abiertamente en el tema y que constituirá el “plato principal” del “menú” de esta tarde; y de un segundo título, también con un vínculo tangencial aunque indudable con la muerte, pero que comparecerá aquí al hilo de su conexión -esta sí directa y expresa- con la primera obra. Sus autoras, mujeres las dos, francesas ambas y amigas, además, hasta la muerte de la mayor de ellas, son Delphine Horvilleur, la más joven, nacida en 1974, y Marceline Loridan-Ivens, que falleció en 2018 a los noventa años. La primera presentó en su país en 2021 Vivir con nuestros muertos, un inesperado, dado su temática y su enfoque, éxito de ventas, con cientos de miles de ejemplares vendidos, y galardonado también con el Premio Babelio de No Ficción de ese año, una distinción que otorgan los seguidores de esa plataforma lectora digital. En España el libro apareció en la Editorial Libros del Asteroide en 2022 con el subtítulo original, Pequeño tratado de consuelo, y con traducción de la muy reconocida Regina López Muñoz. La segunda es la autora de Y tú no regresaste, que, traducido por José Manuel Fajardo, ofreció a los lectores españoles la editorial Salamandra en 2015. Yo hice una muy breve reseña de él en junio de 2017, que ahora recuperaré parcialmente como cierre a mi presentación del muy interesante ensayo -no sé si es correcta la adscripción genérica- de Horvilleur. 

Quiero aprovechar esta introducción para señalar también que siendo judías las dos escritoras y estando muy reciente aún el segundo aniversario, el pasado 7 de octubre, del brutal ataque terrorista de Hamás sobre Israel, que provocó la muerte de 1.200 personas y el secuestro de otras 250, tomadas como rehenes; y, con posterioridad y hasta casi hoy mismo, incluso después de la frágil tregua, la reacción no menos violenta del gobierno de Netanyahu contra la población de Gaza, con decenas de miles de víctimas, infinidad de niños y mujeres entre ellas, resulta inevitable relacionar el contenido y los planteamientos de los dos libros, escritos con anterioridad a estos hechos y que, por lo tanto, no los contemplan, con la situación que en la actualidad se vive en aquella región, tan acostumbrada, por desgracia, al sufrimiento y el horror. Intentaré volver, pues, sobre este asunto en el curso de mi análisis. 

Delphine Horvilleur es filósofa, escritora (con numerosas obras publicadas; la última, de abril de este 2025 y que no ha visto aún la luz en España, Euh... Cómo hablar de la muerte a los niños) y, por encima de todo, en una condición especialmente relevante en relación con el libro que ahora presento, rabina. En el año 2008, con solo treinta y tres años, y siendo la tercera mujer en Francia en conseguirlo, recibió su ordenación en el Hebrew Union College, el Colegio de la Unión Hebrea, un instituto judío de religión, con una sede principal en Jerusalén y varias en Estados Unidos. Con una formación muy sólida, que se percibe en cada una de las páginas de su libro, fruto de su aprendizaje del árabe y el hebreo en Jerusalén, de sus estudios de periodismo en París, profesión que ejerció en Francia e Israel, y de su instrucción en la doctrina hebraica en Nueva York, es actualmente codirectora del MJLF (JEM), el Movimiento Judío Liberal de Francia (Judaísmo En Movimiento), una asociación religiosa, de corte progresista y abiertamente reformista (en el sentido en el que lo es el tradicional republicanismo ilustrado francés), que aboga por el diálogo interreligioso, la igualdad de hombres y mujeres, y una visión desprejuiciada y laica (si se puede decir así; analizaré luego la pertinencia del término aplicado a la escritora) del judaísmo, que combina el conocimiento profundo de la tradición con su respetuosa adaptación a los valores seculares. Horvilleur es también la actual jefa de redacción de la revista de pensamiento judío Tenoua, que alberga regularmente sus colaboraciones y desde la que se ha pronunciado en fechas recientes sobre la tragedia de Gaza, en un planteamiento sobre el que luego volveré al adentrarme en la presentación de su libro. Su visión moderna y abierta que, de nuevo, se trasluce de modo muy notorio en Vivir con nuestros muertos, encaja -y espero que la información no sea interpretada desde una reduccionista y absurda lógica “antiheteropatriarcal” (valga el “palabro”)- en el hecho de que esté casada con Ariel Weil (evidentemente judío, dados sus nombre y apellido), economista, político y destacada figura del Partido Socialista francés, en cuyas listas accedió a la alcaldía, que ahora ocupa, del importante distrito central de París. 

Vivir con nuestros muertos muestra, ya desde su título, su mensaje más profundo -la vida y la muerte fuertemente entrelazadas-, que aflora también, y así lo recoge Horvilleur en el curso de su estudio, en el término hebreo con que se designa a los cementerios: En esta lengua [el hebreo], el cementerio tiene un nombre a priori absurdo y paradójico. Se denomina beit hajaim, la «casa de la vida» o la «casa de los vivientes». En un contexto, el que envolvía la redacción del libro, marcado aún por la pandemia, la autora constata, no solo como mera ciudadana afligida por las terribles consecuencias de la propagación del virus, sino en el mismo ejercicio de su misión como rabina (que la lleva a oficiar muchos más funerales que bodas: Hoy en día se muere más gente de la que se casa, confiesa en una entrevista), la irrupción súbita y masiva de la muerte en nuestra cotidianidad: Un día, durante el primer confinamiento, recibí una llamada de una familia. Sus miembros estaban en el cementerio, frente al ataúd de su padre, sin nadie que les prestara apoyo. No habían pedido a ningún amigo que los acompañara porque no querían poner en riesgo a nadie. Pero no sabían ninguna oración judía y me suplicaban que los asistiera a distancia. Así, me vi murmurando al teléfono unas palabras que ellos repitieron en voz alta. Por primera vez en mi vida oficié un entierro desde el salón de mi piso para una familia con la que ni siquiera había intercambiado una mirada. Al colgar me dije que todas las esclusas habían saltado por los aires. La muerte había entrado sin permiso en nuestros espacios de vida. Dio con nuestras direcciones y se coló en casa de todos, en nuestras familias o en nuestras conciencias. O, mejor dicho, nos recordó que nunca se había marchado, que campaba a sus anchas, y que nuestro poder se reducía a escoger las palabras y los gestos que pronunciaríamos en el momento en que ella se manifestara

He ahí el desencadenante de su libro, confesado abiertamente en sus primeras páginas: Encontrar esas palabras y conocer esos gestos encarna el núcleo de mi trabajo. Palabras, gestos, narraciones, historias, rituales, oraciones, acompañamiento, cercanía, alivio, consuelo. En eso consiste mi función. Acompaño a mujeres y a hombres que en un momento crucial de sus vidas necesitan narraciones. Esas historias ancestrales no son exclusivamente judías, pero yo las enuncio con el lenguaje de mi tradición. Tienden puentes entre épocas y generaciones, entre las personas que han sido y las que serán. Nuestros relatos sagrados abren un pasadizo entre los vivos y los muertos. El papel del narrador es quedarse junto a la puerta para asegurarse de que permanece abierta. El papel del rabino, el de este libro, es el de servir, a través de las palabras, de puente entre la vida y la muerte, de tal manera que los muertos no mueran sino que permanezcan vivos entre los vivos: La biología me inculcó hasta qué punto la muerte forma parte de nuestras vidas. Mi profesión me muestra a diario que podemos hacer que lo contrario sea igualmente cierto: también en la muerte puede haber un lugar para los vivos. Para ello, es preciso que podamos contarlos, encontrar palabras que los preserven mejor que el formol. Cada vez que oficio en el cementerio trato de honrar y ampliar ese lugar mediante la fuerza de unas historias que dejan huellas indelebles dentro de nosotros, la prolongación de los muertos entre los vivos

Los judíos, cuenta Horvilleur, en cada ocasión en que brindan, lo hacen con una expresión que ahuyenta la muerte y celebra la existencia: Lejaim, ¡por la vida! En hebreo, la palabra jaim, la vida, es un plural; en esa lengua la vida no existe en singular. El hebreo proclama que cada uno de nosotros tiene muchas vidas, no sucesivas sino trenzadas, como hilos que se cruzan a lo largo de la existencia y aguardan el desenlace para distinguirse. En hebreo, nuestras vidas conforman un tapiz hasta que podamos deshacer los nudos contando nuestras historias

De nuevo las historias, las palabras, trenzadas, entretejidas. Y para mostrar ese intrincado tapiz la escritora divide su estudio en once capítulos, cada uno de ellos centrado en un protagonista distinto (personajes públicos y anónimos, célebres y desconocidos, amigos y familiares, niños y ancianos) y en los que entrelaza historias de sus biografías particulares (vidas y duelos que he tenido que vivir o que he podido asistir) con análisis e interpretaciones de sus muertes a la luz de la Biblia y los textos sagrados de la tradición judía, singularmente el Talmud, junto con aportaciones extraídas de sus propios recuerdos personales, íntimos en más de un caso, en episodios clave relacionados con los asuntos tratados. Algunos detalles, señala, debieron ser modificados para respetar la intimidad de los deudos, mientras que otros se mantienen fieles a la realidad, contando la autora con la autorización de las familias concernidas

Tres muy destacados frentes, pues, relato, exégesis y confesión, en un libro que pretende alejar el tabú que sobre la muerte impera en nuestras sociedades, que la ocultan, la disimulan, la rodean de eufemismos, la condenan, en definitiva, a ese silencio que la autora pretende quebrar con sus palabras. Unas palabras que hablan del dolor, de la incredulidad, del miedo, de la desesperación, de la aceptación, del coraje, de la resignación, de la tristeza, del asombro, de la perplejidad, de la rebeldía, de la negación, de la ira, de la negociación, de la depresión y de la resignación que, en mayor o menor medida, acompañan a la muerte cuando comparece en nuestras vidas. Unas palabras, además, bellísimas, engarzadas en una escritura precisa, de léxico muy rico, rebosante de erudición pero a la vez sencilla y hasta pedagógica, luminosa y vital, llena de un muy acusado humor que rebaja la solemnidad de los temas tratados, rezumando sensibilidad, inteligencia, empatía, ternura, muy conscientemente pensada para lectores no especializados. La prosa, que hibrida géneros (relato autobiográfico, prédica pastoral y ensayo sobre el judaísmo) oscila entre el tono coloquial de anécdotas, chistes o escenas desopilantes en velatorios (Esto son dos supervivientes de los campos que están haciendo humor negro sobre el Holocausto. Dios, que pasaba por allí, los interrumpe: «Pero ¿cómo os atrevéis a bromear con tamaña catástrofe?», y los supervivientes le dicen: «¡Tú qué vas a saber, si no estabas allí!»), y las abundantes manifestaciones de una muy alta cultura, con constantes profundizaciones etimológicas, pormenorizados análisis de las tradiciones y rituales hebreos y referencias a películas, canciones y obras literarias que la escritora, con talento e inteligencia, engarza, a través de metáforas inspiradas y vínculos muy sugestivos, con los distintos asuntos analizados. 

Podría pensarse que la posición de partida de Horvilleur, religiosa, rabina, judía, pudiera convertir su texto en un sermón dogmático, anclado de modo estricto a las premisas de sus creencias (que sea cual sea la fe que se profese muy a menudo suelen tener algo de doctrinario, de rígido y cerrado, de categórico o excluyente). Nada más lejos de la realidad en este caso. A lo largo de la obra, y singularmente en su segundo capítulo, centrado en Elsa Cayat, la “psicoanalista de Charlie” (Charlie Hebdo, la polémica revista satírica francesa, que a lo largo de su provocadora y accidentada trayectoria sufrió, entre otros múltiples incidentes -juicios, agresiones, ataques-, el brutal atentado del terrorismo islámico que el 7 de enero de 2015 acabó con la vida de doce personas, en su mayoría colaboradores del semanario, entre ellos el director de la revista y la propia Elsa Cayat, y también un visitante de paso, un guardaespaldas y dos policías), Hourviller deja clara su postura sobre la religión en general y sus creencias judías en particular. 
 
Elsa había sido, en cariñosa descripción de su amiga, una mujer erudita, antirreligiosa, judía sefardí, psicoanalista francesa, militante feminista, madre cariñosa, amiga sin reservas, alma cultivada y bocazas. En su funeral, el 15 de enero, debiendo, en su condición de rabina, decir unas palabras de despedida a los fallecidos y de acompañamiento a sus amigos y familiares, Delphine es presentada al inmenso gentío que se agolpa en el parisino cementerio de Montparnasse, por Béatrice, la hermana de Elsa, que la introduce con unas palabras que la estremecen, la hacen pensar y suscitan en ella unas esclarecedoras reflexiones que incorpora a su libro. Esto dijo Béatrice: Os presento a Delphine, nuestra rabina. Pero ¡no os preocupéis, que es una rabina laica! Esa aparente contradicción -rabina laica- revela a nuestra invitada de esta semana, en una primera instancia, que sus palabras en aquel acto debían conciliar el ateísmo y el laicismo de su amiga, su cualidad de judía no creyente, la arreligiosidad transgresora de ella misma y de la redacción de Charlie, con su responsabilidad como rabina que le exige transmitir el mensaje de la tradición hebraica (El ateísmo de los Cayat, el apego de Elsa hacia la laicidad y hacia el espíritu de Charlie, donde publicaba una columna quincenal, debían poder dialogar con las palabras de la tradición judía que yo, rabina, tenía la responsabilidad de transmitir aquel día). En último término, el aparente oxímoron le pone de manifiesto no el descubrimiento repentino e inesperado de su doble condición -la de autoridad religiosa hebrea y, a la vez, intelectual laica- de la que Delphine era consciente desde siempre, sino del sentido último de esa expresión, que algunos juzgarán absurda o descabellada, pero que encierra una valiosa enseñanza, una verdad profunda, acerca del modo en el que el judaísmo entiende el pensamiento, las creencias, la vivencia de la religión. 

La laicidad francesa, que Horvilleur defiende y de la que es, a mi juicio, un excepcional exponente, no opone la fe al descreimiento, no establece fronteras entre quien cree en un Dios o en otro, o entre quienes no creen en Él o lo consideran una invención. Su fe, su judaísmo no representa un conjunto -en el fondo vacío- de certezas excluyentes, de convicciones cerradas, de sentimientos de pertenencia identitarios y segregadores; por el contrario, su religiosidad laica acepta -y defiende con vehemencia- que siempre hay en ella un territorio más amplio que mi creencia, capaz de acoger la de otro que ha llegado a él para respirar. Según su muy informada visión del judaísmo -muy distinta, por desgracia, a la fanática e intolerante que propugnan las versiones más radicales de su ortodoxia- la identidad judía no es proselitista, no pretende convencer a nadie -al “otro”- de que la suya es la única verdad. Además, afirma de manera rotunda, al no haber un corpus unitario que determine y acote de modo unívoco su contenido, se mueve en una cierta indefinición que preserva, en su propio seno, espacios libres para concepciones distintas a las propias: “el” judaísmo siempre es más amplio que “mi” judaísmo. Es por ello, que en el trance de pronunciar las palabras de acompañamiento en el funeral de Elsa Cayat, Delphine lo hará persuadida de que en el judaísmo que ella representa, caben una judía no creyente y una rabina, sin que ninguna de las dos pueda reivindicarse como más legítima. Y a partir de esta constatación proclama, como declaración de principios: si yo no dejo un espacio en mi judaísmo para el de ella, lo traiciono. Reducirlo a mi definición o a la suya equivaldría a profanarlo (…) ser «rabina laica» significa eso mismo: recibir como una bendición el hecho de que mis creencias jamás podrán ser hegemónicas, ni en el seno de la nación francesa ni en el de la tradición judía. Y alegrarse de que bajo el sol haya suficiente espacio libre para que cada cual recobre el aliento

En una primera manifestación de la sutil ilación que engarza los textos talmúdicos con la realidad analizada, con las circunstancias personales de aquellos a los que se refiere, con las cuestiones abstractas objeto de su estudio, Horvilleur cita una conversación ancestral -con dieciocho siglos de antigüedad a sus espaldas- entre sabios rabinos. Debatiendo sobre las implicaciones simbólicas, religiosas o relativas a la legislación judía de una cuestión secular menor, la construcción de un horno, las opiniones de los estudiosos divergen, por lo que, uno de ellos, Eliezer, pide a un árbol, a un arroyo, a los muros de la casa, que contraríen las leyes naturales para dar así una prueba inequívoca de la validez de su tesis. El árbol se desarraiga, el riachuelo altera su curso, las paredes de la vivienda se inclinan y, sin embargo, el resto de los rabinos no aceptan las sucesivas demostraciones. Desesperado, recurre a un último argumento: Si tengo razón y la ley está de mi parte, una voz celeste se pronunciará. Al momento, resuenan unas palabras celestiales: La opinión de Rabí Eliezer es conforme a la ley. Los rabinos, sin embargo, rechazan también ese testimonio y se encaran con Dios recordándole que Él les hizo entrega de la Ley en el monte Sinaí. Ahora está en nuestras manos y no en las tuyas. Nosotros somos los responsables de su interpretación, y ningún milagro ni manifestación sobrenatural invalidará la opinión de los sabios tal como se expresa por la mayoría, lo que provoca la simpática y comprensiva reacción de Dios: Dios se echó a reír y exclamó: “Mis hijos me han vencido, mis hijos me han vencido”

El episodio, en la lúcida interpretación de nuestra muy inteligente rabina, supone un puñetazo en la mesa con respecto al pensamiento religioso tradicional. Los rabinos de la leyenda, en el siglo segundo de nuestra era, cuestionan la supuesta jerarquía de poderes; ponen en cuestión el sometimiento a una autoridad “trascendental”; descreen, por lo tanto, de una visión dogmática e inflexible de su religión; defienden, en consecuencia, la figura de un Dios bienhumorado, que acepta con “deportividad” un papel subsidiario al de los hombres; inventan, en definitiva, un pensamiento religioso que es una forma de a-teísmo, en el sentido más literal del término, un mundo donde Dios no se entromete y donde las decisiones humanas prevalecen cuando son objeto de controversia. Y, a continuación, en otro giro habitual en el libro, brota la conexión con las manifestaciones culturales contemporáneas, con la cita de Jacques Prévert: Padre nuestro que estás en los cielos, quédate ahí, que nosotros nos quedaremos en la tierra, tan hermosa a veces

Esta es, pues -y sirva el largo excurso para dar cuenta de ella- la posición de partida de Delphine Horvilleur, el punto de vista desde el que concibe su libro: abierto, respetuoso, comprensivo, tolerante, “pacífico”, flexible, indulgente, ecuménico: Me cuesta creer que semejante Dios [el afable y divertido de la leyenda rabínica] pudiera ofuscarse por las portadas de Charlie Hebdo, por irreverentes que sean, o por las crónicas de una psicoanalista insolente que lo manda a paseo (…) Grande es el Dios del humor. Diminuto el que carece de él. Una perspectiva prudente, afable, razonable y juiciosa que, confiesa, hereda de sus ancestros: mi abuelo era rabino, o por lo menos había asistido a una escuela rabínica antes de ser profesor. Para todos nosotros poseía la envergadura de un patriarca, y mucha gente lo consideraba un hombre piadoso. Pero el silencio en torno a Dios era marca de fábrica de ese judaísmo que a la sazón se denominaba «israelita», centrado en un racionalismo republicano, revestido de un fuerte apego hacia todos los ritos religiosos domésticos, pero practicado con una discreción extrema que nada debía revelar —ni al mundo exterior ni a los miembros de la propia familia— de las creencias o prácticas de cada cual

Este planteamiento tan heterodoxo y contrario a los extremismos y los fundamentalismos -y continúo con las cuestiones generales, antes de hacer un repaso breve al contenido intrínseco del libro y a algunos de los principales temas que aborda- aflora también en la posición de la autora sobre el conflicto palestino-israelí y, de un modo más reciente, sobre la tragedia de Gaza. En el penúltimo capítulo del libro, de título Israel, que cuenta con un protagonismo destacado de Isaac Rabin, deja claras, con su habitual libertad de pensamiento y espíritu, que la ha llevado a definirse simultáneamente como sionista y propalestina, sus ideas sobre el ancestral enfrentamiento. Una Delphine muy joven -estamos en noviembre de 1995- se encuentra en Jerusalén, desde donde se dirige, con su pareja -un soldado con permiso de fin de semana-, a Tel Aviv, para asistir a un mitin por la paz que contaba con la prevista presencia de Isaac Rabin, primer ministro del Estado de Israel. En el curso de su viaje asistimos a sus reflexiones, sustentadas, inicialmente, en un cierto cuestionamiento de la relación con su novio -un hombre criado en esa lengua [el hebreo], laico, antirreligioso y armado-, sobre las lenguas (entre ellos habían hablado en inglés, francés en ocasiones y, ahora, tres años después de su primer encuentro, íntegramente en hebreo: el hebreo había acabado con nuestra torre de Babel amorosa). En sus divagaciones, la autora medita sobre su lengua hecha de capas, préstamos y sedimentos. Ninguna lengua es pura, sostiene, pero en el hebreo, de manera singular, se mezclan voces plurales, nacidas de ámbitos y realidades diversas, fruto de culturas y valores distintos (Tengo la sensación de que pocas lenguas cuentan con tantos vocablos procedentes de raíces extranjeras, como injertos de orígenes lejanos que han olvidado su procedencia de lugares remotos). 

El hebreo es, además, una lengua “resucitada”, recuperada a finales del siglo XIX como lengua del sionismo tras casi dos milenios sin usarse en la vida cotidiana, “congelada” en la liturgia y los textos sagrados. Y esa secularización lleva -llevó- consigo el peligro de revivir una latente energía religiosa, cerrada y dogmática, reactivando fuerzas apocalípticas y violentas de aquellos antiguos textos. Esa colisión entre la cerrazón autoritaria del dogma que muchos pretenden sostener y la apertura a una realidad heterogénea, plural y diversa, presente en una lengua hecha, en cierto modo, del aluvión de gentes llegadas a Israel de todas partes del mundo (Hablar hebreo consiste a menudo en hablar de las civilizaciones con las que se han cruzado los judíos, en reconocer los vestigios de lo que han tomado prestado o de lo que se les impuso. Dime adónde te exiliaste, por quién fuiste dominado, quién intentó exterminarte, y te diré qué lengua hablas. El hebreo «puro» es siempre políglota y, más que cualquier otra cosa, estratificado. Acumula las capas de influencia que le dieron forma. Naturalmente, todas las lenguas pueden decir lo mismo, pero la resurrección de esta hace aún más obvio el fenómeno); presente también en las lápidas de los cementerios que atraviesan en su itinerario (en los cementerios hay rastros de horizontes plurales, una reunión de difuntos llegados del mundo entero y que han expresado en todas las lenguas su voluntad de descansar aquí); presente asimismo en la languideciente relación sentimental con su pareja (yo era la exiliada y él el arraigado en la tierra. Hijo del kibutz, le costaba creer que yo supiera tan poco sobre la naturaleza, y a mí me parecía que era el hombre más ignorante de nuestra historia y sus dramas que hubiera conocido nunca; un auténtico judío enraizado), todos esos conflictos son puestos en relación por Horvilleur en su camino a Tel Aviv. El asesinato de Rabin, horas después, disparado a quemarropa por un extremista ultranacionalista judío, en la entonces llamada Plaza de los Reyes de la ciudad (hoy plaza Yitzjak Rabin), tras haber pronunciado su famoso discurso por la paz y cantado el Shir LaShalom, La canción de la paz, sirve, veinticinco años después -el libro se escribió en 2020-2021- a la hoy rabina (en francés, también en su traslación al español, “rabinne” suena como Rabin) para vincular metafóricamente todas estas circunstancias (Supe que la muerte de Rabin convertiría en uno solo mi desasosiego sionista y mi desasosiego amoroso) y propiciar su lúcido análisis final sobre la actual realidad del estado de Israel y el conflicto entre dos visiones opuestas de la presencia judía en Palestina. Este “juego” dual comparece así como oposición entre uniformidad y pluralismo; entre raíces y propiedad (la tierra prometida como derecho absoluto y excluyente) y exilio y desarraigo (que se legitima en la justicia, la igualdad y el cuidado del otro); entre las palabras que matan y las que -como demostrará en su libro- consuelan; entre la tradición impuesta como un relato clausurado hecho de maldiciones atávicas, héroes bíblicos y agravios antiguos para justificar el odio y su interpretación abierta y libre capaz de “reanimar” lo valioso: las ideas, los amores, los pactos, sin convertir a los muertos en un programa político. Frente al sionismo de la identidad, intransigente, mesiánico, nacionalista y, en ocasiones, asesino, Horvilleur contrapone el sionismo de la extranjería, de la equidad, de la democracia, de la paz: 

Mi sionismo se nutrirá para siempre de exilio, de no pertenencia, de conciencia de todo lo que la historia de esa tierra, exactamente como la lengua, debe a su encuentro con los demás, con la singularidad en la que se basa y que sigue hablando en ella. 
La absoluta legitimidad de un pueblo para construirse e instalarse allí procede del recuerdo de la condición judía, de la que la diáspora ha dado testimonio durante tantos siglos. 
«Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto», «Recuerda que tu padre fue un arameo errante», «Recuerda tu pasado idólatra»..., repite la Biblia a los hebreos que se asientan en la Tierra Prometida. Les dice: no olvides todo lo que le debes a tu origen, que no está aquí sino en otra parte. No te imagines que esta es tu tierra natal. No es una patria en el sentido etimológico, pues no es la tierra donde nacieron tus padres, sino el lugar que no te hará olvidar de dónde vienes, y que en el recuerdo del exilio te enseñará a amar a otro que aceptas no comprender nunca del todo, ni poseerlo. 

Desde estas muy tolerantes premisas, Horvilleur sostiene sus reflexiones sobre la insoportable y dramática situación que vive la región tras el ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023. Por exceder los límites del espacio os dejo el enlace a un interesante artículo publicado por ella en la revista Tenoua en mayo de este año con un título explícito: Amar (verdaderamente) al prójimo, no quedarse callado, del que extraigo un breve resumen de su inequívoca postura: Este amor a Israel hoy consiste en llamarlo a un salto de conciencia... Consiste en apoyar a aquellos que saben que la democracia es la única lealtad al proyecto sionista. Apoyar a quienes rechazan cualquier política supremacista y racista que traicione violentamente nuestra historia. Apoyar a quienes abren sus ojos y corazones al terrible sufrimiento de los niños de Gaza. Apoyar a aquellos que saben que solo el regreso de los rehenes y el fin de la lucha salvarán el alma de esta nación. Apoyar a quienes saben que, sin un futuro para el pueblo palestino, no hay futuro para el pueblo israelí. Apoyar a aquellos que saben que ningún dolor se alivia y que ninguna muerte se venga matando de hambre a personas inocentes o condenando a los niños

Y esas dos mismas ideas-fuerza que he querido subrayar en esta ya muy larga introducción (rabina laica y sionismo integrador) inspiran el libro entero, sugerente, inspirador, inteligente y emotivo. Coherente con esa postura transigente y conciliadora, la narradora pone el foco de su relato en la voz de los otros, los familiares y amigos de los difuntos, y ella misma se permite el titubeo, la duda, la confesión de su incertidumbre, de su impotencia, incluso, en ocasiones, de sus errores, lo que, como parece evidente, fortalece la credibilidad de su discurso y lo acerca al lector. Así, en un repaso somero, comparecen -aparte de Elsa Cayat e Isaac Rabin, con sus muertes violentas, ya mencionadas- Marc, un hombre de cincuenta y nueve años que deja atrás unos padres, una compañera y un hijo de los que Delphine descubre que desconocen lo esencial de la vida del fallecido, que se le revela a la rabina por azar a través de una correspondencia oculta entre él y su psicoanalista… ¡Elsa Cayat!; Sarah y Sarah, la primera de ellas, una anciana que ha mantenido hasta su muerte un mutismo absoluto -incluso ante su hijo- sobre su vivencia de los campos de concentración, y la segunda la propia abuela de Delphine, partícipe también de lo que la escritora identifica como “el silencio de los supervivientes”; el niño al que la muerte de su hermano pequeño, Isaac, deja en él, en sus inocentes ocho años, y en sus padres, un rastro de tristeza e incomprensión; Ariane, amiga de la autora, de coincidentes embarazos primerizos, y fallecida, cuando las dos hijas son aún muy pequeñas, tras la larga travesía que conlleva el tratamiento de un cáncer; Myriam, la mujer a la que Horvilleur dio clase de hebreo en una sinagoga de Manhattan, cuando la rabina vivía en Nueva York, y cuya experiencia, el intento de controlar todos los extremos de su vida y de su muerte, hasta el punto de planificar con todo detalle sus exequias, resulta ser una de las historias más extraordinarias que yo jamás haya tenido ocasión de oír, en palabras de la autora; el Moisés bíblico, el hombre que no quería morir; el tío Edgar, enterrado, junto a los antepasados de Robert Debré, los de Karl Marx y Léon Blum, los del gran rabino Guggenheim, los del matemático Laurent Schwartz, los de la periodista Anne Sinclair, el Quién es quién funerario de los grandes linajes judíos franceses, en el cementerio israelita de Westhoffen, entre Alsacia y Lorena, profanado en 2019, poco antes de la redacción del libro, y al que viaja su sobrina para, a través de la historia de Caín y Abel, volver sobre el juego dual que subyace a las dos visiones contrapuestas del judaismo y brindar, una vez más, con la esperanzadora fórmula: Lejaim!, «¡por la vida!»

Todos estos relatos se presentan atravesados por valiosas reflexiones sobre la especificidad de lo femenino en la función rabínica; la necesidad de la escucha; la importancia de los ritos para encauzar la pérdida; el valor de las palabras para evitar que el dolor se desborde o se silencie; el antisemitismo contemporáneo; el rechazo a la consideración de vida y muerte como compartimentos estancos; la resistencia ante la idea de una muerte entendida como clausura; la muy frecuente inanidad, la falta de significación “real”, el mal uso del lenguaje o la pobreza narrativa de nuestro discurso sobre la muerte, de las condolencias con las que habitualmente pretendemos consolar a los familiares y allegados de los fallecidos; la singularidad de cada duelo; el “retorno” fantasmal de los que han muerto en las existencias de quienes los sobreviven; el difícil aprendizaje del morir; la importancia de una serena toma de conciencia de nuestra finitud; los modos de encarar la ausencia; la voluntad de reforzar los lazos que se tejen entre los vivos y los muertos; la mirada crítica y autoparódica sobre el judaísmo, plasmada, en más de una ocasión, en los chistes (Van dos rabinos en la parte de atrás de un taxi en Nueva York y uno le dice al otro: «Soy insignificante y mediocre. Soy inexistente». El otro replica: «Pues yo soy polvo de polvo, humo inconsistente, informe y ridículo». El taxista se vuelve hacia ellos y exclama: «Pero vamos a ver, señores, si con su sabiduría de grandes rabinos son ustedes polvo y humo, entonces ¿yo qué soy? Nada de nada, un infeliz desecho, un residuo...». Los dos sabios se miran sobresaltados y dicen: «Pero este ¿quién se ha creído que es?»); entre otros interesantes asuntos. Estamos, en definitiva, ante un texto que cuestiona nuestra relación con la muerte y nos invita a amar la vida, la de los vivos a los que debemos consolar y la de los muertos que acaban de dejarnos, a través de actos que hagan perdurar su memoria. 

De entre todos los capítulos del libro destaca el titulado Marceline y Simone que evoca la amistad entre Marceline Loridan-Ivens, escritora y cineasta, y Simone Veil, abogada y figura política de la República, las chicas de Birkenau, en expresión ligera y desprejuiciada de la irreverente Marceline. En una historia emotiva, deliciosa pese a la dureza de su dramático pasado común, sugerente, aleccionadora, se nos muestra a dos mujeres muy distintas (El moño prieto de una [Simone] y las crines salvajes de la otra [Marceline] hablaban de ellas de una forma casi caricaturesca. Sus compromisos políticos y sus estilos de vida estaban en las antípodas. El sentido absoluto del deber, la constancia y la vida familiar de una [Simone]; la libertad total, política y amorosa, el rechazo a ser madre de la otra [Marceline]), unidas no solo por los recuerdos inenarrables del infierno “concentracionario” compartido, sino por su resiliencia, por su extraordinaria fuerza cívica, por su reivindicación activa de la memoria contra el negacionismo y la banalización: 

Simone y Marceline encarnaban la posibilidad de retomar la palabra, de contar sin rebozo no solo lo que ellas habían vivido sino lo que cada cual había escogido hacer con ello. Los compromisos de Simone y Marceline, políticos, cinematográficos o amorosos, me enseñaron lo que significa «volver a levantarse» y, sobre todo, cómo permitir que otros hagan lo propio. Decían: esto es lo que nos ha pasado a nosotras, pero recordad que no somos «solo» lo que nos pasó. Y no únicamente eso, sino que somos capaces a pesar de todo de emprender una forma de reparación del mundo, lejos de competiciones victimistas que en nombre de los sufrimientos padecidos dan carta blanca para vocear la propia rabia. 

Es esta mención postrera a Marceline Loridan-Ivens la que me permite completar mi reseña trayendo aquí mis palabras de hace unos años a propósito de Y tú no regresaste, su obra autobiográfica, presentada por la editorial Salamandra en 2015 en traducción de José Manuel Fajardo, un texto intenso y conmovedor, un interesante y emotivo libro escrito cuando su autora estaba a punto de cumplir noventa años. Loridan-Ivens fue una escritora y realizadora cinematográfica, superviviente de distintos campos de exterminio, de concentración y de trabajo, a los que había sido conducida por su condición de judía -Rozemberg es su apellido de soltera, antes de adoptar los de sus dos sucesivos maridos- en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. 

A los quince años, en marzo de 1944, Marceline es arrestada junto a su padre en Bollène, en el sur de Francia, al optar por la espera en la mansión familiar -una noche de más- en vez de escapar de la previsible detención, un error de funestas consecuencias. Tras diversas vicisitudes que la llevarán, junto a otros cientos de judíos, a Marsella y desde allí, en un vagón de tercera clase, a Drancy, un campo de internamiento francés, padre e hija forman parte del contingente de mil quinientas personas deportadas en el siniestro convoy 71 rumbo a Auschwitz-Birkenau. 

Al llegar al campo, y por consejo de otro desterrado, miente sobre su edad, hecho que salvará su vida al superar así la división por edades y resistencia física que hacían los militares nazis en la perversa selección inicial. Separada muy pronto de su padre, inicia su trágico itinerario que la llevará de Birkenau (el campo colindante a Auschwitz en el que está internado su progenitor) a Belsen-Bergen, luego a Raguhn, en un terrible periplo por diversos centros de confinamiento y exterminio, hasta acabar cavando zanjas en Theresienstadt, otro campo en el que será liberada el 10 de mayo de 1945. 

El libro se articula como una larga carta al padre, cuya presencia, evocada a partir de la oscura, y sin embargo acertada, profecía en la que, tras su detención, el adulto anticipa la salvación de la niña y su propia muerte: Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré, impregna la obra entera. El padre, una figura con un poderosísimo influjo en la vida de su hija -un mago, el hombre que me hacía abrir los ojos como platos-, un personaje cercano al mito al que la chica ama sin límite -Te quería tanto que estaba feliz de ser deportada contigo-, aflora, pues, de continuo en el libro a través de infinidad de recuerdos de la infancia, los juegos, las inocentes peleas, la admiración, las innumerables pruebas de un amor intenso al que ni la dureza de las separación ni el paso del tiempo logran vencer: Todavía hoy, cuando escucho decir «papá» me sobresalto, aunque hayan pasado setenta y cinco años, aunque lo diga alguien a quien ni siquiera conozco. Esa palabra salió de mi vida tan pronto que me hace daño; sólo la puedo decir en mi fuero interno, pero de ningún modo articularla. Y sobre todo, no puedo escribirla

Tras su separación en el campo, el padre lograría hacer llegar una breve nota a su chiquilla. La joven conseguirá leerla para perderla después sin saber cómo. Las escasas líneas recordadas serán también el desencadenante de su memoria, que saltará desde la descripción de algunas de las horribles condiciones de su cautiverio hasta la no menos trágica vivencia de su liberación y su posterior existencia marcada para siempre por los dramáticos episodios vividos y por la desaparición de la figura paterna. 

Son numerosas -y aterradoras y escalofriantes- las “escenas” que Marceline logra rememorar de los trenes en que es trasladada de un encierro a otro y también de su malhadada vida en los campos: el hambre y la desnutrición; el desesperado robo de pan del bolsillo del abrigo de una muerta; las masas de desplazados enfermos de tifus; los inevitables contagios; las “descargas” de los convoyes; los hornos crematorios, las cámaras de gas; la tierna y a la vez espeluznante imagen de una niñita abrazada a su muñeca, desconcertada e indefensa; la de otra niña que es abatida a culatazos porque no resiste el trabajo de carga que deben hacen juntas (y la culpa consiguiente -Yo la maté- por no haber podido “sostenerla” en su debilidad); los recuentos obsesivos; la ejecución de Mala, nuestra heroína, que intentó fugarse y fue fatalmente capturada; las chicas que se arrojan a las alambradas eléctricas o que caen bajo ráfagas de metralleta mientras huyen inútilmente; las inclemencias del tiempo y las plagas de parásitos; la amistad (que glosa en su libro Delphine Horvilleur) con Simone Anne Jacob -que acabará siendo la destacada intelectual Simone Veil-, un sostén durante la reclusión; los ingenuos y bienintencionados intentos de disimular la tragedia: Vamos a Pitchipoï, dicen los adultos, usando la palabra yidish que alude a un destino desconocido, un eufemismo infantil para entretener a los niños y ocultarles su inexorable camino a la muerte; la jerga de los campos: México, la zona en que sitúan los estacionados al lado de los crematorios, sinónimo de muerte próxima; Canadá, el lugar en que se clasifica la ropa, un trabajo cómodo pese a que al afanarse con los vestidos de los muertos deberá exponerse al olor de carne quemada, que no me abandonaría jamás

Y ante todas estas penalidades, la ataraxia; la pérdida de las referencias de amor y sensibilidad; el extremo endurecimiento; la insufrible -pero en esas circunstancias también liberadora- presencia de la muerte, enlazando con mi otra propuesta de esta tarde. Pero -escribe más adelante dirigiéndose al fantasma del padre- no fue la muerte quien te llevó. Fue un gran agujero negro, del que yo vi el fondo y el humo. Y de ese agujero negro da cuenta la autora en la última parte de su libro, centrada, tras el fin de la guerra, en su difícil intento de recuperar una cotidianidad normalizada en un París liberado que da la espalda a la tragedia, aparentemente ajeno al drama vivido por tantos de sus habitantes. 

El 10 de mayo de 1945, Marceline es liberada en el campo de Theresiendstadt (Yo nací ese día, dice; desde entonces, su hermana Jacqueline le regala flores cada año). La joven recuerda, casi insensible, a los ciudadanos cantando la Marsellesa por las calles; la relativa indiferencia de la familia, desmantelada, afectada también por el drama, por el padre desaparecido; la estéril investigación sobre el destino del progenitor, todo conjeturas, salvo el Acta de Desaparición, el impreciso documento oficial que llegará en 1948; la inalcanzable normalidad; los varios intentos -obviamente fallidos- de suicidio; los tristemente logrados de sus hermanos Michel y Henriette (Murieron de tu desaparición); la irremisible desdicha; la imposibilidad de arrancar los recuerdos; la incapacidad para la vida; las muchas secuelas físicas (los pies helados y entumecidos para siempre, los círculos en brazos y piernas por las infecciones, las huellas de los bastonazos en la nuca) y psicológicas (temblando en los vestíbulos de las estaciones, no pudiendo soportar los cuartos de baño con ducha de los hoteles ni la visión de las chimeneas de las fábricas). 

El campo permanece en todos nosotros. Lo llevamos todos en la cabeza y hasta la muerte, escribe, y así aflorará en los actos más triviales de su vida corriente: duerme en el suelo al no poder soportar el confort de un lecho, tras tantos meses de duros camastros; se mantiene flaca y menuda porque debo mantenerme delgada y esbelta para que no me envíen al gas la próxima vez; no soporta desnudarse, aborrece su cuerpo, la desnudez asociada a la mirada gélida de Josef Mengele, que en el campo señalaba a las víctimas con su bastón y decidía en el acto quién viviría y quién no; le tiene horror a la carne y a su elasticidad. En aquel lugar vi deformarse las pieles, los senos, los vientres, vi a las mujeres doblarse, arrugarse, vi el deterioro acelerado de los cuerpos, descarnados hasta el esqueleto, hasta la náusea, hasta el crematorio; su amiga Simone, ya abogada, continúa acumulando cucharillas de café sin valor para no tener que beberse a lengüetadas la horrible sopa de Birkenau. 

Y poco a poco, las fuerzas resurgen -sentía palpitar en mí las ganas de vivir-, la vida sigue, accede a algo parecido a una existencia ordinaria, milita en la clandestinidad, aboga en favor de las causas de los argelinos, de los palestinos, de los vietnamitas y los chinos, de la izquierda revolucionaria de los años sesenta y setenta, comparte el canon progresista de la época, se casa por dos veces, abandona el Rozenberg familiar y conserva los apellidos de sus dos maridos, el último el cineasta Joris Ivens, treinta años mayor que ella, “Él”, la figura del padre perdido (A fin de cuentas, te casaste con tu padre, le dice Henri Cartier-Bresson) pero nadie podía ocupar su puesto, porque toda la vida, sus muchos años posteriores, continuará buscando su recuerdo en las líneas de la carta perdida: Yo sé todo el amor que ellas contienen, las he buscado durante toda mi vida

Al fin, escribe en 2015 a modo de resumen forzosamente desesperanzado: Tengo ochenta y seis años, el doble de la edad que tenías tú al morir. Hoy soy una señora vieja. No tengo miedo a morir, no siento pánico. No creo en Dios ni en que haya algo después de la muerte. Soy una de los 160 que todavía viven de entre los 2.500 que regresaron. Fuimos 76.500 los judíos de Francia que partimos hacia Auschwitz-Birkenau. Seis millones y medio murieron en los campos. Ella lo hizo con noventa años, una mujer de fuerza extraordinaria, capaz de disertar con el cigarrillo entre los labios acerca de la ausencia de Dios en Auschwitz, el orgasmo femenino y las virtudes del vodka; una única y misma conversación sobre el componente sagrado de la vida, como escribió de ella Delphine Horvilleur en el indispensable Vivir con nuestros muertos que hoy he querido recomendaros. Dentro de unas semanas, en Buscando leones en las nubes, dedicaré hasta tres emisiones a ese libro memorable. 

De este libro es, precisamente, el breve fragmento con el que hoy cierro mi reseña y que refleja, en cierto modo, una de las claves de la obra, la idea de la profunda imbricación de muerte y vida, y la consiguiente necesidad de adecuar nuestro lenguaje mortuorio a ese entrecruzamiento sustancial: Me he dicho muchas veces que tanto para mí como para mis seres queridos deseo que el día de nuestro entierro nuestras vidas puedan ser evocadas desde una perspectiva distinta de la tragedia, que se nos brinde la posibilidad de ser rememorados mediante otros léxicos y otros registros, que nuestras vidas puedan verse como un thriller, una serie romántica, una leyenda mitológica o incluso una comedia popular. Lo que sea con tal de que en nuestro entierro se nos permita no ser reducidos a nuestras muertes y transmitir cuán vivos estuvimos en vida

Tras el bello texto, una pieza musical, que no puede ser otra que Shir La-Shalom, La canción para la paz que cantó Isaac Rabin antes de ser asesinado. Aquí aparece en la versión originaria de 1969 del grupo Najal. 

Videoconferencia
Delphine Horvilleur. Vivir con nuestros muertos

miércoles, 22 de octubre de 2025

BYUNG-CHUL HAN. LA CRISIS DE LA NARRACIÓN; LA AGONÍA DEL EROS

Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca del que este blog es reflejo, acomoda su emisión de esta semana, siguiendo una pauta muy frecuente en el programa, que a menudo aprovecha determinadas razones de oportunidad como criterio para seleccionar los libros reseñados -junto al objetivo de la calidad e interés intrínsecos de la obra y al subjetivo de mi entusiasmo personal por ella-, a la inminente entrega de los Premios Princesa de Asturias correspondientes al año 2025, cuya ceremonia oficial de reconocimiento a los galardonados tendrá lugar pasado mañana, viernes 24 de octubre, en el Teatro Campoamor de Oviedo. En la categoría de Comunicación y Humanidades, la distinción ha recaído este año en el pensador alemán de origen surcoreano Byung-Chul Han. Un jurado compuesto por Irene Cano Piquero, Victoria Cirlot Valenzuela, Estrella de Diego Otero, Taciana Fisac Badell, Santiago González Suárez, Álex Grijelmo García, Alma Guillermoprieto, Miguel Ángel Liso Tejada, Catalina Luca de Tena y García-Conde, marquesa del Valle de Tena, Cristina de Middel Puch, Miguel Ángel Oliver Fernández, Carmen Riera i Guilera y Diana Sorensen, presidido por Miguel Falomir Faus, y actuando como secretario Óscar Loureda Lamas, nombres reconocidos y de prestigio en los ámbitos de la academia, la literatura, la crítica, el arte, la fotografía, la investigación, el periodismo o la empresa, decidió conceder el premio a Han por, según reza el acta, su brillantez para interpretar los retos de la sociedad tecnológica. Su obra revela una capacidad extraordinaria para comunicar de forma precisa y directa nuevas ideas en las que se recogen tradiciones filosóficas de Oriente y Occidente. El análisis de Han resulta sumamente fértil y proporciona explicaciones sobre cuestiones como la deshumanización, la digitalización y el aislamiento de las personas. Su mirada intercultural arroja luz sobre fenómenos complejos del mundo contemporáneo y ha encontrado un amplio eco entre público de diversas generaciones

Byung-Chul Han, nacido en Seúl en 1959, estudió Literatura Alemana y Teología en la Universidad de Múnich, y Filosofía en la Universidad de Friburgo, donde se doctoró en 1994 con una tesis sobre Martin Heidegger. Ha sido docente en la Universidad de Basilea y profesor de Filosofía y Estudios Culturales en la Universidad de Bellas Artes de Berlín, después de haber ejercido en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe. Dentro de lo minoritario de su dominio académico, se trata de un filósofo que podríamos denominar popular, un “pensador de moda”, presente con frecuencia en los medios de comunicación, en las revistas y espacios culturales, y cuyos libros, traducidos a numerosas lenguas, muy premiados e, igualmente, muy citados, obtienen una extraordinaria repercusión de crítica y, con matices, también de público. Es, además -y quizá esta circunstancia contribuya también a su relativo “estrellato mediático”- un autor inusualmente prolífico, con más de una treintena de obras publicadas (un cálculo que hago en el momento en que encaro esta reseña; dada su productividad no sería de extrañar que pronto la cifra crezca). 

La anterior mención a los “matices” tiene que ver con el hecho de que estamos ante obras que, pese a la acostumbrada brevedad del autor y a un cierto didactismo en su escritura sencilla y diáfana compatible con la profundidad y la abundancia en ella de referencias literarias y filosóficas, no siempre resultan de fácil lectura. En cualquier caso, y como aviso a navegantes, quiero dejar claro desde el principio que adentrarse en su obra exige un cierto nivel básico de cultura filosófica y, sobre todo, supone la voluntad de llevar a cabo un esfuerzo de lectura reflexiva, intensa, profunda y demorada para poder familiarizarse con las categorías intelectuales, la terminología y las ideas del pensador alemán, y, por tanto, poder comprender en detalle las sugerentes y a veces intrincadas tesis que expone. Si es así, si encaramos sus libros pertrechados del ánimo y la resolución necesarios para afrontar párrafos que hay que leer más de una vez, de una extrema atención para poder captar el sentido de la a veces abstrusa jerga utilizada, y de la suficiente paciencia como para no desanimarse ante la densidad conceptual y las remisiones a ensayos de otros pensadores habitualmente herméticos, aseguro horas de lectura fructífera, muy interesante y -pese a lo aparentemente paradójico de la afirmación- altamente placentera. 

En junio de 2023 yo presenté en Todos los libros un libro un espacio monográfico dedicado a Han, en el que os recomendaba la lectura de tres de sus títulos más interesantes, quizá los más conocidos: Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, que vio la luz en nuestro país en 2022 y en el que analiza cómo el frenesí comunicativo e informativo en que se han convertido nuestras vidas, se ha apoderado también de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático. La democracia está degenerando en infocracia, como tesis de fondo; No-cosas, de 2021, una locución que hace referencia a objetos que carecen de presencia física, pero que tienen, sin embargo, una gran importancia en nuestra vida cotidiana, siendo los datos su ejemplo paradigmático en la era digital en la que vivimos, convertidos en una especie de moneda de cambio, pues entregando información personal, como nuestro nombre, dirección de correo electrónico, gustos y preferencias, podemos acceder a servicios gratuitos en línea, como el correo electrónico, las redes sociales y las plataformas de vídeo, sin ser conscientes de que, al proporcionar esa información, estamos creando una “no-cosa” que puede ser utilizada para fines que no siempre son transparentes o éticos; y La sociedad del cansancio, cuya primera edición en español es de 2012 y en la que se estudia cómo la constante demanda de rendimiento, la falta de tiempo para la reflexión y la contemplación, la permanente obligación de estar ocupados y disponibles de continuo que nos imponemos a nosotros mismos, la autoexplotación y la consunción emocional, la actividad incesante y el inclemente grado de exigencia al que nos sometemos, la búsqueda desaforada de positividad y superación personal, propias de los tiempos actuales, están provocando el agotamiento del ser humano, produciendo en nosotros altos niveles de estrés, ansiedad y depresión, e impidiéndonos encontrar un sentido de satisfacción duradera y de bienestar. Os remito a mi canal de YouTube y al blog del espacio por si queréis recuperar mis comentarios sobre esos tres muy sugestivos libros. 

Para celebrar ahora la concesión del Premio Princesa de Asturias os traigo otras dos obras del surcoreano, también muy apreciables y que, de un modo general, comparten los rasgos más destacados -y también, por ello, los más “identificativos”- del universo Byung-Chul Han, La crisis de la narración y La agonía del Eros, ambos editados por Herder (que alberga en su catálogo una veintena de títulos del autor) en 2023 y 2017 respectivamente. Antes de su análisis pormenorizado quiero presentar algunas de esas claves generales sobre las que giran -con distintas modulaciones, pero con un indudable eje común- las preocupaciones intelectuales del premiado y que, como es obvio, aparecen recogidas en sus publicaciones. 

El mundo de Byung-Chul Han, muy reconocible en cuanto el lector se adentra en cualquiera de sus obras, es un territorio en el que se cruzan la filosofía, la crítica cultural y el análisis de la realidad contemporánea; un ámbito que, en el discurso del pensador, se recorre con un muy perceptible tono elegíaco, de lamento por lo que las transformaciones radicales que nuestros acelerados, vertiginosos, superficiales, narcisistas, ansiosos, uniformizados, consumistas, “datificados”, hiperconectados, tecnológicos y digitalizados tiempos están provocando en el trabajo y el ocio, la educación y la medicina, el comercio y los transportes, el consumo y la cultura, las relaciones personales y las costumbres cotidianas, haciéndonos perder, o debilitando gravemente, nuestra tradicional vivencia de la racionalidad, la mesura, el sosiego, el misterio, la palabra, la conversación, el debate, la atención, el deseo y el amor, la idea de belleza, los rituales, el pensamiento profundo, la conciencia, el sentido, la democracia misma. 

Y es verdad que, en cierto modo, Byung-Chul Han escribe siempre el mismo libro, o más exactamente, variaciones, desde enfoques diversos y con sutiles diferencias, de un mismo núcleo de preocupaciones, casi podríamos decir de obsesiones. Pero esos asuntos que examina y disecciona con pulcritud y rigor extremos son tan interesantes que no nos importa volver sobre ellos -al menos eso me ocurre a mí- en sus diferentes libros. Es el caso, por ejemplo, de la idea de la servidumbre voluntaria, del paso de la disciplina represiva a la autoexplotación aceptada, de la evolución de un mundo del “deber” a otro del “poder”, del salto de una sociedad disciplinaria a la actual sociedad del rendimiento, en la que, azuzados por la promesa de la realización personal, nos sometemos de continuo a tareas, exigencias, obligaciones, metas e imposiciones, supuestamente de libre elección pero que, ante la objetiva imposibilidad de su consecución, generan ansiedad, agotamiento, frustración y culpa al asumir el fracaso como déficit individual (cada individuo concebido como empresario de sí mismo y gestor de su marca personal) y no como conflicto social (“no he logrado el éxito, ergo soy culpable de falta de esfuerzo, de disciplina, de dedicación, de entrega, de trabajo”). 

Es reiterada también en Han la idea según la cual, la obligación -el mandato- de ser positivos, permanentemente disponibles y “transparentes”, provoca nuestra exposición continua, nuestra indiscriminada visibilidad, la desaparición del secreto y la distancia. La sociedad contemporánea, nos dice, no tolera la negatividad -el silencio, la ausencia, el misterio- obsesionada con la visibilidad total. Todo debe mostrarse, comunicarse, compartirse. Vivimos -y no resulta difícil estar de acuerdo con el lúcido vislumbre del pensador- una dictadura de la transparencia en la que la opacidad o el secreto resultan sospechosos. Ahogados en un exceso de información, perdemos no solo privacidad sino también profundidad. Desaparece la palabra valiosa, significativa -como luego veremos a propósito de La crisis de la narración- y por tanto la posibilidad de auténtica comunicación y de la hondura y el sosiego en el pensamiento. 

Igualmente, el nuevo Premio Princesa de Asturias explora en sus textos -en un eje ya muy transitado por otros pensadores- el fenómeno de la captura de la atención y el deseo a través de plataformas que perfilan, predicen, orientan y, por tanto, prefiguran nuestras conductas, en una dramática paradoja según la cual nos sentimos libres mientras seguimos el rígido y predeterminado guion de los algoritmos. El poder ya no necesita disciplinar cuerpos ni vigilar conductas, sino que “dirige” desde dentro las emociones, deseos y decisiones de los individuos. La economía de los datos funciona como una captura programada de la interioridad. El control ya no necesita imponerse, se nos ofrece como servicio, como optimización de la experiencia. En consecuencia -y aquí encontramos otro tema habitual en su obra-, asistimos a una igualadora y reduccionista homogenización -o expulsión de la alteridad- (piénsese, entre infinidad de otros posibles ejemplos, en la generalización de los tatuajes, signo, en origen, de singularidad diferenciadora y elemento, actualmente, de la uniformización más banal y gregaria, por repetida) en la que no hay cabida para lo distinto, para las ideas, comportamientos, discursos, planteamientos que supongan crítica, resistencia, discrepancia, empobreciendo así la experiencia, que se hace uniforme, neutralizadas las fricciones, las voces discordantes, los enfoques “divergentes”. Lo diferente, lo extraño, lo que no encaja con la lógica de lo igual y lo intercambiable, tiende a ser mitigado o anulado. Las redes sociales representan la manifestación más cruda de esta dinámica: algoritmos que nos devuelven sólo lo que refuerza nuestra identidad, comunidades cerradas donde todo confirma lo que ya pensamos. 

Denuncia también Han -aunque no sé si es el término correcto: no hay en sus textos proclamas revolucionarias, ni enardecidos llamamientos a la rebelión, sino sobria exposición de los hechos- la fragmentación como rasgo dominante de nuestros días, la “atomización” del tiempo, la ausencia de orientación vital, de un relato explicativo global, limitadas nuestras existencias a una sucesión de “puntos”, experiencias y sucesos inconexos con las consiguientes pérdida de sentido y sensación de vacío existencial, al privar a la vida de continuidad narrativa, convertida en una sucesión de eventos instantáneos sin hilo conductor. 

Otro tanto ocurre con la desaparición de los rituales como forma de habitar la sociedad. Lejos de la versión moderna y desacralizada de los rituales como supersticiones arcaicas, Han los interpreta como recursos capaces de crear lazos sociales y de dotar de significación a nuestra vida. Sin ellos, solo quedan procedimientos, actos sin sentido, por lo que su abandono contemporáneo está provocando el pago de un alto precio en términos de individualismo, desarraigo, soledad y pérdida del sentimiento de comunidad. 

En sus libros aparece también con frecuencia un aspecto del diagnóstico de la sociedad contemporánea que detecta en ella la búsqueda ciega del placer y la constante evitación del dolor, de la frustración, de los obstáculos; finalidad loable en sí, pero que llevada a la desmesura, como hoy ocurre, rebaja nuestra resistencia al fracaso, debilita nuestra resiliencia, reduce nuestro umbral de resistencia ante los reveses, los sinsabores, las dificultades. Y, de un modo conceptualmente cercano, hay una constatación de la necesidad compulsiva que hoy se percibe por la perfección, por una belleza idealizada y aséptica, pura, lisa, retocada, en la que no cabe el error, la fealdad, el defecto, la deficiencia, la tara o el lunar, la sombra. 

Como puede deducirse de este repaso apresurado de los grandes ejes de la obra de Byung-Chul Han, la fotografía de la sociedad actual que ofrecen sus libros nos muestra un panorama algo desolador, caracterizado por el cansancio permanente; el desasosiego existencial; la desaparición de la intimidad; la aceptación muchas veces inconsciente del dominio y el sometimiento, del sojuzgamiento y la sumisión; la renuncia al saber, la experiencia y el conocimiento; la pérdida de la alteridad en un mar de indiscriminada uniformización; la entrega acrítica y ciega a la diversión efímera y trivial; la superficialidad banal; la volatilización de los rituales; el rechazo, y por lo tanto, la imposibilidad de una ordenación coherente y regulada de hechos e ideas. 

Precisamente este enfoque melancólico, esta visión pesimista y nostálgica, que dibuja un presente caracterizado de manera marcadamente negativa y parece añorar un pasado que de modo implícito se idealiza, ha provocado algunas de las críticas que suscita su obra en determinados círculos académicos (y que uno mismo, lector normal alejado de esos ámbitos más o menos expertos, puede compartir al leer sus libros). Al adentrarse en sus páginas, al lector le acomete una cierta sensación de pesimismo, de catástrofe apocalíptica, que se aviene de modo idóneo con esa condición de “profeta del desastre” con la que ha sido calificado el surcoreano por sus detractores. En este mismo sentido, y en relación con las objeciones que se han planteado a su obra, se le achaca falta de rigor, pues desde ciertos sectores universitarios se considera que Han no desarrolla sus argumentos con suficiente profundidad teórica ni respaldo empírico, recurriendo a menudo a generalizaciones sin datos sólidos. En mi particular recorrido por sus libros, no siendo especialista, obviamente, en este dominio del saber, ni estando acostumbrado tampoco a la lectura de textos filosóficos más o menos canónicos, el posible reparo es justo el contrario: como ya he adelantado, y tendré ocasión más delante de volver a comentar a propósito de los dos libros de esta tarde, el hecho de que, en más de una ocasión, Han construya su discurso como una glosa a la obra de distintos filósofos clásicos (Walter Benjamin, Lacan, Foucault, Hannah Arendt, Kant, Péter Nádas, Jean Baudrillard, Martin Heidegger, Paul Virilio o Roland Barthes, entre otros muchos), entorpece en parte la lectura por parte del profano (que desconoce esas fuentes), lo que es compatible -al menos en mi experiencia- con la claridad expositiva y la comprensión -en su núcleo esencial- de las tesis sostenidas por el autor, más allá de las “oscuridades” que provocan las siempre enrevesadas citas académicas y doctrinales y lo arduo y abstruso, a veces, de su peculiar vocabulario. 

Hay otros elementos, muy notorios en la obra del surcoreano, que han provocado también un cierto rechazo crítico: el supuesto simplismo de sus propuestas, que a menudo formula contraponiendo pares de ideas (“positividad frente a negatividad”, “transparencia frente a secreto”, “rendimiento versus disciplina”, entre decenas de ejemplos), de forma demasiado esquemática y simplificadora de fenómenos sociales complejos, al decir de los analistas más juiciosos, pero que contribuye a su mejor comprensión por un lector “normal”; la muy frecuente repetición de ideas, que, como una lluvia fina, se presentan y reaparecen una y otra vez de un libro a otro, con reiteración y sin una significativa evolución conceptual; su argumentación aforística, hecha a base de metáforas, de conceptos clave -que se subrayan con el uso de la cursiva, en un recurso abusivamente utilizado por sus seguidores, confesos o no (últimamente, no paro de leer, en prensa y revistas culturales, artículos “byungchulhanianos”)-, hasta el punto de provocar que se le califique como escritor de aforismos, alejado de la figura del filósofo sistemático; y, en el mismo sentido, se critica su estilo excesivamente literario, que prioriza la forma sobre el contenido, ofreciendo una prosa efectivamente elegante, pero a veces vacía de sustancia argumentativa rigurosa. 

Sin embargo, estos elementos más o menos denostados de su obra (en síntesis, la nitidez de su escritura, su fácil accesibilidad y la relativa falta de empaque de sus tesis) son, por el contrario, los que permiten su comprensión y su disfrute, también la invitación que contiene a explorar las posibilidades de ulterior reflexión por parte de este lector convencional al que vengo refiriéndome y del que yo mismo creo poder resultar representativo. La escritura de Byung-Chul Han me parece sumamente sugestiva, riquísima de ideas, muy estimulante en su apertura a infinidad de hilos, pese, insisto una vez más, a una relativa complejidad que obliga -¡bienvenidos sean!- al sosiego y la tranquilidad de la lectura. 

Todas estas generalizaciones en torno a la obra del filósofo germano-coreano, están presentes, en distinta medida, en los dos libros de los que quiero hablaros esta tarde con un cierto detalle. Empiezo, en primer lugar, por el más reciente de ambos, La crisis de la narración, publicado, como ya he señalado, por Herder en 2023 con traducción de Alberto Ciria. El libro parte de una idea en apariencia paradójica: nuestra época ha perdido la capacidad de contar historias, de hilar la experiencia en una secuencia dotada de sentido. En un mundo en el que, en muy diversos ámbitos (la cultura, la política, la educación, el arte), prospera la moda del storytelling, que es el arte de narrar historias como estrategia para transmitir mensajes emocionalmente, en una realidad social plagada de narrativas, vivimos un vacío narrativo. El análisis -el lamento- de Han por la crisis a la que de manera categórica alude abiertamente en el título, no se refiere a un mero y superficial cambio en el estilo narrativo o a una mutación estética externa, sino a algo mucho más profundo, a una fractura en el modo en que los seres humanos construyen su identidad y su memoria. La narración no es un adorno literario, es el tejido básico de la experiencia. Sin relato, no hay continuidad del yo, ni memoria compartida, ni cultura transmitida y sí, por el contrario, desorientación y carencia de sentido. La crisis de la narración equivale, entonces, a una crisis de la experiencia humana misma. El libro la estudia recorriendo, con ayuda de numerosos textos de algunos de los filósofos ya mencionados, asuntos tan sugestivos como las diferencias entre narración e información, el papel de la memoria, las transformaciones inducidas por la digitalización, y las consecuencias existenciales y sociales de vivir sin relatos. 

El núcleo central del análisis de Byung-Chul Han reside en la oposición entre narración e información, en otro de sus habituales juegos dualistas. En apariencia, y a ojos de un ciudadano “normal”, se trataría simplemente de dos distintas formas de comunicación. Sin embargo, bajo la lupa minuciosa del filósofo, que disecciona con meticulosidad y precisión extremas cada idea, cada concepto, cada manifestación de la realidad, en el fondo son dos maneras radicalmente diferentes de percibir y organizar la existencia. La narración implica duración, requiere un inicio, un desarrollo y un desenlace, y, por tanto, da por hecho que lo vivido no se agota en el mero instante, sino que se reelabora y se transmite, se cuenta. La narración construye así un 'hilo' que une los momentos dispersos en una secuencia comprensible. Ese hilo, invisible pero resistente, da continuidad a la vida, proporciona sentido. La narración implica que lo vivido puede integrarse en la memoria y convertirse en experiencia compartida. Cuando contamos lo vivido, lo organizamos, lo entendemos y le damos un sentido. De ese modo la vida no se reduce a un cúmulo de sucesos inconexos, sino que adquiere forma y continuidad. 

La información, por el contrario, no construye duración alguna sino que, efímera, se disuelve en el presente absoluto. Es un dato puntual, un impacto que aparece y desaparece. No se organiza en un relato, no se acumula en memoria, no se integra en la experiencia. La información es siempre nueva y, por eso mismo, obsoleta al instante siguiente. La información es aditiva y acumulativa. No transmite sentido, mientras que la narración está cargada de él. Sentido significa originalmente dirección. Así pues, hoy estamos más informados que nunca, pero andamos totalmente desorientados. Además, la información trocea el tiempo y lo reduce a una mera sucesión de instantes presentes. La narración, por el contrario, genera un continuo temporal, es decir, una historia

Hasta hace poco tiempo, las narraciones nos asignaban un lugar y hacían que estar en el mundo fuera para nosotros como estar en casa, porque daban sentido a la vida y le brindaban sostén y orientación, tenían peso, suponían “verdades”. En cambio, en nuestra moderna contemporaneidad, las narrativas aligeradas, intercambiables y devenidas contingentes, es decir, (…) las micronarrativas del presente (…), carecen de toda gravitación y de toda pretensión de verdad

Desde esta perspectiva, en la singular dicotomía de Han, la narración se muestra como una forma conclusiva, un orden cerrado, que, como he indicado, da sentido y proporciona identidad. En lo que él llama la Modernidad tardía, en la era posnarrativa en la que estamos instalados, fugaz, superficial, ligera, líquida y fluctuante, sin peso, en el arrasador tsunami informativo que nos lleva por delante, seguimos necesitando narraciones conclusivas, que expliquen y doten de significación a nuestras existencias; de ahí el auge de las pseudonarrativas de los populismos, los nacionalismos, las extremas derechas y los tribalismos, incluidas las narrativas conspiranoicas, que aparecen como ofertas de sentido e identidad, carentes, sin embargo, de verdadera fuerza de cohesión. 

Las narraciones son -¿eran?- generadoras de comunidad, son siempre colectivas, transmiten valores, tradiciones, recuerdos. En la narración oral de los pueblos, en la literatura o en el cine, encontramos vehículos de memoria cultural que permiten a las comunidades sobrevivir en el tiempo. Sin narración, las culturas se desmoronan, porque ya no tienen un mecanismo de transmisión de sentido. El storytelling, por el contrario, solo crea communities. La community es la comunidad en forma de mercancía. Consta de consumidores. Ningún storytelling podrá volver a encender un fuego de campamento, en torno del cual se congreguen personas para contarse historias. Hace tiempo que se apagó el fuego de campamento. Lo reemplaza la pantalla digital, que aísla a las personas, convirtiéndolas en consumidores. Los consumidores son solitarios. No conforman ninguna comunidad. Ni siquiera las stories o historias que se publican en las plataformas sociales pueden subsanar el vacío narrativo. No son más que autorretratos pornográficos o autoexhibiciones, una manera de hacer publicidad de sí mismos. Postear, darle al botón de «me gusta» y compartir son prácticas consumistas que agravan la crisis narrativa

El capitalismo recurre al storytelling para adueñarse de la narración. La somete al consumo. El storytelling produce narraciones listas para consumir. Se recurre a él para que los productos vengan asociados con emociones. Prometen experiencias especiales. Así es como compramos, vendemos y consumimos narrativas y emociones. Stories sell, las historias venden. Storytelling es storyselling, contar historias es venderlas. Espero que se disculpe la larga cita por su extraordinaria significatividad. 

En una realidad en la que la información nos inunda y sobrepasa, en la que el individuo acumula datos sin cesar, tal exceso se convierte en ruido, carecemos de mecanismos para integrar en un relato unas tan altas dosis de saturación informativa. Una batallita personal traída a colación de este asunto: cada cierto tiempo me escribe Filmin (más exactamente su algoritmo), comprensivo: ¿Te pierdes entre tanto contenido? He ahí un signo de nuestro tiempo y una magnífica síntesis del estado del mundo que describe, en relación con la información, Byung-Chul Han. 

No hay tiempo para profundizar más en el libro, pues quiero dejar también algún apunte sobre mi otra propuesta de esta tarde. Baste decir que, partiendo de este núcleo esencial, La crisis de la narración, reflexiona sobre muchas otras cuestiones adyacentes a la principal. Es el caso de ideas como la instantaneidad y la distancia, la escucha y la atención, la hiperactividad y el aburrimiento; la pobreza de la experiencia; el presentismo desaforado; la imposible felicidad en el paroxismo de la actualidad, la renuncia a la herencia de la humanidad y el descrédito de la tradición; la desintegración del tiempo convertido en un eterno presente; la pobre realidad del phono sapiens con su necesidad constante de likes; la importancia de la memoria humana, selectiva y narrativa, frente a la digital, que procede por acumulación de fragmentos; la cuantificación de la vida; el sentido narrativo -el sentido, a secas- de fiestas, rituales y celebraciones; la histeria por la salud y la optimización; el aterrador vacío vital que intentamos disimular con nuestra hiperconexión; la desaparición de la mirada, ahogada en un solipsismo narcisista; el desaforado consumo de series -el espectador cebado cual ganado-; el desencantamiento del mundo; la desaparición de la magia infantil (Hoy se ha profanado a los niños y se los ha convertido en seres digitales. Mengua la experiencia mágica del mundo. Los niños van buscando informaciones como si estas fueran huevos de Pascua digitales); la dictadura de los datos y la correspondiente volatilización de la teoría, del relato, de la explicación (La teoría como narración esboza un orden de cosas que las pone en relación y, de este modo, explica por qué se comportan así. Desarrolla asociaciones conceptuales, que nos permiten comprender las cosas. A diferencia de los macrodatos, nos ofrece la forma suprema de conocimiento, que es la comprensión); la poesía y las certezas; la espera, la paciencia, la secuencia, el silencio y la atención, requerimientos de lo narrativo, frente a la interrupción y la dispersión constantes consustanciales a la aceleración digital; la biografía como relato frente al yo discontinuo; la narración como curación, como catarsis, como reconciliación (El sufrimiento, narrado, se convierte en experiencia compartida y se hace más soportable), a partir de un texto de Walter Benjamin (El niño está enfermo. La madre lo lleva a la cama y se sienta a su lado. Y entonces comienza a contarle historias». Narrar cura, porque relaja profundamente y crea un clima de confianza primordial. La amorosa voz maternal sosiega al niño, le mima el alma, fortalece su cariño, le da sostén); la pequeña Momo, de Michael Ende, capaz de curar a las personas solo con escucharlas; entre otros muchos asuntos de interés que aparecen entre menciones, muy bien traídas, a Black Mirror, La náusea de Sartre, el Ensayo sobre el jukebox de Peter Handke, el icónico artista contemporáneo Jeff Koons (Lo único que Koons le pide a quien contempla sus obras es un simple «Wow!»), la magdalena de Proust, la muy completa glosa de un espléndido cuento de Paul Maar, autor de libros infantiles. En fin, una obra muy sugestiva y altamente recomendable que finaliza con un dictamen esperanzador: Vivir es narrar. El hombre como animal narrans se distingue del animal en que, al narrar, realiza nuevas formas de vida. En la narración anida la fuerza de los nuevos comienzos. Toda acción transformadora del mundo se basa en una narración. Un mensaje que suscribo íntegramente. Narrar se convierte en un acto de resistencia frente a la totalitaria lógica digital. Escribir diarios; leer novelas extensas; escuchar historias; “perder el tiempo” haciendo reseñas interminables que pretenden profundizar -con más o menos éxito- en un libro; dar clases estructuradas, bien argumentadas, persuasivas, que induzcan a la reflexión; intentar desentrañar, con precisión, los matices de cada idea e intentar transmitirlos de un modo ajustado, ordenado, coherente, dotado de sentido, son prácticas a contracorriente que constituyen, sin embargo, a mi juicio, un muy recomendable gesto contracultural en esta vertiginosa época de dispersión continua. Narrar es, quizá, la condición para sobrevivir en una época saturada de información pero vacía de sentido. 

Muy estimable es, también, mi segunda y última propuesta de esta tarde. La agonía del Eros, un libro publicado por Herder, ya se ha dicho, en 2017, con traducción de Raúl Gabás y Antoni Martínez Riu y un entregado, iluminador y algo egocéntrico prólogo de Alain Badiou, el muy longevo filósofo francés. La tesis central del breve ensayo (escasas sesenta páginas si descontamos el mencionado preámbulo, trufadas de las consabidas referencias culturales “marca de la casa” del filósofo: la película Melancolía, de Lars von Trier, el Tristán e Isolda wagneriano, el cuadro Los cazadores en la nieve de Pieter Brueghel, la bellísima Ofelia de Millais, 50 sombras de Grey, entre otras muchas más “académicas”), es que vivimos en una sociedad donde el Eros, entendido como apertura al otro, como tensión erótica hacia lo distinto, se encuentra en agonía, debilitado por un régimen de positividad, de narcisismo y de autoexplotación. El amor, considerado no en el sentido del romanticismo convencional, “barato”, que prolifera en nuestras sociedades, ni siquiera concebido como un noble pacto de coexistencia agradable entre dos personas, sino desde la perspectiva más intensa de entre todas las posibles, como entrega radical al otro, está amenazado, quizá muerto, en cualquier caso seriamente enfermo -agónico, si nos guiamos por el título del libro- a causa de una realidad -la del capitalismo globalizado que enmarca nuestros días- caracterizada por el individualismo, el sometimiento al mercado y la lógica del interés. 

Esta mención al “otro” y su posición de privilegio en la relación amorosa constituye el elemento decisivo para caracterizar al amor y para diferenciarlo -en el ya reiterado juego de dualismos de Han- de sus sucedáneos domesticados actuales. El otro, la alteridad, la distancia, el repliegue de propio yo (hay que tener el coraje del anonadamiento de sí mismo para poder descubrir al otro). El Eros requiere distancia, misterio y negación; necesita del otro en tanto otro. Pero la cultura de la positividad, del consumo inmediato de imágenes y cuerpos, disuelve esa alteridad y convierte el deseo en mero consumo. En lugar de relaciones eróticas, tenemos vínculos narcisistas, espejos que nos devuelven lo mismo que queremos mostrar, sin profundidad ni riesgo. El resultado es un deseo domesticado, que nunca se abre realmente a la transformación que trae consigo el encuentro con lo “irreductiblemente otro”. 

Porque, en sentido contrario a los valores que respiramos a diario, el Eros no es posesión inmediata, sino búsqueda, movimiento, escalera hacia lo absoluto (como en el brillante aforismo cuya autoría desconozco y no logro localizar -sin duda un hombre-: “lo mejor de hacer el amor a una mujer es el momento en que subes las escaleras de su casa”). Eros es, en ese sentido, carencia, falta, tensión hacia lo que no se tiene, indefinición. No es satisfacción, es deseo de algo que permanece inaccesible. No es por tanto, y así lo corrobora la tradición filosófica, sólo el amor carnal o sexual, sino la fuerza que impulsa al ser humano a salir de sí mismo, a buscar lo otro, a trascender la clausura del yo. Eros es el impulso hacia la belleza y la verdad, es el atrevimiento y el exceso, es la transgresión que rompe los límites de lo útil, de lo sensato, de lo razonable, de lo elegido. El pesimista diagnóstico de Han se vincula estrechamente con la idea de la sociedad del narcisismo, la transparencia, el consumo y la pornografía. El yo contemporáneo no se orienta hacia lo otro, sino hacia sí mismo. Las redes sociales son un laboratorio privilegiado al ser plataformas donde el sujeto produce y consume su propia imagen, buscando validación constante (de nuevo los likes). El Eros, que debería ser apertura hacia el otro, queda degradado a autoerotismo narcisista. 

Hay aquí, en este enfoque, un elemento significativo que lo diferencia de otras análisis actuales sobre la muerte del amor. Cita Han a Eva Illouz, en su libro ¿Por qué duele el amor?, en el que sostiene que el amor perece hoy por el exceso de racionalidad, por la casi ilimitada posibilidad de elección, por las numerosas opciones que ofrece el “mercado” digital, por la compulsiva aspiración a lo óptimo, lo perfecto. No es, dice el surcoreano refutando en parte a la filósofa israelí, el exceso de oferta, la abundancia de “otros” lo que mata el amor, sino -también- la erosión del otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un excesivo narcisismo de la propia mismidad. Conecta el pensador su análisis con la presente epidemia de depresión que caracteriza las sociedades desarrolladas. Y es que la depresión es una enfermedad narcisista y, por tanto, opuesta al Eros. Éste arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro, mientras que la depresión hace que se derrumbe en sí mismo. En el mundo digital que hoy nos rodea -y constituye- el otro es reducido a mero objeto de consumo, a público, a espectador, a simple espejo que devuelve al yo su propia imagen. El amor deja de ser el encuentro con alguien distinto para convertirse en un circuito cerrado de autoafirmación. Las aplicaciones de citas, por ejemplo, convierten al otro en mercancía disponible en un catálogo infinito. La relación ya no se funda en el misterio, sino en la lógica de la elección y el descarte. Como consecuencia, vivimos parejas fugaces, vínculos utilitarios, relaciones gestionadas como contratos. Este narcisismo no genera placer estable, sino vacío; el yo, encerrado en sí mismo, termina experimentando cansancio, depresión y soledad, tres grandes males de nuestro tiempo. En argumento ya presentado en otros libros, Han vuelve a describir nuestra sociedad como una 'sociedad de la positividad', del rendimiento, también del poder. Todo debe ser transparente, productivo, consumible, todo está a nuestro alcance, todo puede adquirirse. Lo negativo -el misterio, el secreto, el silencio, el “otro” radical- resulta intolerable. Y eso es, precisamente, lo que necesita el Eros, en cambio, negatividad; el amor requiere distancia, tensión, espera, incluso sufrimiento. La positividad absoluta lo destruye, porque elimina la alteridad y convierte toda relación en intercambio inmediato. La sociedad del rendimiento, dominada por el poder, en la que todo es posible, todo es iniciativa y proyecto, no tiene ningún acceso al amor como herida y pasión

Concebimos -con todos los matices que se quiera- el amor como posesión, y siempre aparece unido al conocer, al aprehender, al poseer (según los distintos grados en que manifestamos la voluntad de “hacer nuestro” al otro). Pero el Eros, nos dice el surcoreano, es desposesión, no poder; es distancia, no cercanía; es libertad, no apropiación. Eros/poder, otro de los dualismos favoritos del filósofo ahora premiado: En la relación de poder y dominación me afirmo y opongo al otro en la medida en que lo someto. En cambio, el poder de Eros implica una impotencia en la que yo, en lugar de afirmarme, me pierdo en el otro o para el otro, que me alienta de nuevo.

El amor no es disfrute, emoción controlada, buscada, consumida; el amor es herida, asalto, abismo, caída (to fall in love, como se dice enamorarse en inglés). El amor no se elige con criterios en el fondo economicistas, el amor no es una posibilidad, no se debe a nuestra iniciativa, es sin razón, nos invade y nos hiere, en cita de Emmanuel Lévinas, filósofo lituano muy querido y citado por Byung-Chul Han. Una reflexión que me trae a la memoria el conocido fragmento de Rayuela de Julio Cortázar, coincidente en esencia con dicha idea: Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al vesre. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto. El amor es exposición, desequilibrio y zozobra, impotencia, desaparición del yo, vaciamiento de uno mismo, es atrevimiento y exceso, también pasión, también dolor, también riesgo. 

El principio del rendimiento, que hoy domina todos los ámbitos de la vida, se apodera también de la sexualidad. Y el filósofo se adentra en el estudio del superventas Cincuenta sombras de Grey, en el que, bajo la apariencia de transgresión máxima, se ofrece un relación amorosa y erótica formulada como “una oferta de empleo, con sus horarios, la descripción del trabajo y un procedimiento de resolución de conflictos bastante riguroso”. En esta línea, el libro dedica una de sus secciones al porno, el cual, en aseveración categórica, es la antípoda del Eros. Aniquila la sexualidad misma. Han Introduce en su reflexión sobre el asunto otro de sus singulares y algo abstrusos planteamientos duales: secularización frente a sacralización. El porno seculariza el erotismo, lo profana, al modo en que el turismo lo hace con la peregrinación o el museo con el templo. El museo, con su énfasis en la exposición, aniquila el valor cultural implícito y es opuesto, por tanto al templo y su valor de culto; el turismo engendra “no lugares”, contrariamente a la peregrinación, que sacraliza esos lugares. La exhibición pornográfica carece de expresividad, elimina el secreto, el misterio, el carácter sagrado (del latín sacrare, y de ahí consagrar, el modo en que las cosas quedan reservadas a los dioses y, con ello, se sustraen al uso general). El capitalismo, nos dice, contribuye al progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone todo como mercancía y lo exhibe. Mientras el erotismo juega con el velo, con lo oculto, con el diferimiento, la pornografía, al mostrarlo todo, anula toda tensión. El otro se reduce a un simple objeto de consumo visual, no a un sujeto de encuentro y comunicación. De ahí que la pornografía no excite el eros, sino que lo aniquile. 

Conecta también Han el Eros con la muerte -en un “topos” muy habitual en el pensamiento contemporáneo: Freud, Bataille-. Nuestro mundo venera la salud, la seguridad, la estabilidad, en lo laboral, en lo sentimental, la “mera vida” (en categoría que centra uno de los capítulos del libro), sin sobresaltos ni excesos. Pero sin riesgo, sin transgresión, nos dice, no hay amor. El capitalismo, al absolutizar” esa “mera vida”, domestica el amor, el sexo, el deseo, para convertirlos en una fórmula de consumo, en productos sin riesgo ni atrevimiento, sin exceso ni locura. Sin muerte. El amor (…) presupone la muerte, la renuncia a sí mismo. La «verdadera esencia del amor» consiste en «renunciar a la conciencia de sí mismo, en olvidarse de sí en otra mismidad», en cita de Hegel. 

En otro breve y revelador capítulo defiende Byung-Chul Han la fantasía, indispensable en el amor y prácticamente imposible en la sobresaturación informativa contemporánea. La alta definición (High Definition) de la información no deja nada indefinido. La fantasía, en cambio, habita en un espacio indefinido. El componente, esencial, de añoranza en el deseo queda suprimido por la excesiva nitidez de la información. La “hipervisibilidad” que caracteriza nuestra sociedad, elimina la posibilidad de la imaginación (aquí, de nuevo, surge el ejemplo del porno, que al llevar al máximo la información visual, destruye la fantasía erótica. En una, como de costumbre, muy bien hilada digresión, el pensador se detiene en la noción de “cerrar los ojos”, partiendo de un relato de J.G. Ballard. Cerrar los ojos es, metafórica y paradójicamente, abrirse a los ensueños y el deseo, al espíritu y la verdad, a la belleza, y decir adiós a la realidad superficial, cambiante y falsa, propia de una sociedad de la transparencia que uniformiza y aplana, que alisa, allana y homogeniza, eliminando misterios y enigmas, aniquilando la fantasía, conduciendo a la agonía al Eros. 

Interesante es también la provocadora conexión que, ya en las páginas finales del libro, se establece entre Eros y política, y al vínculo secreto que los une en un nivel profundo. Y esa profundidad tiene que ver con una política, eso sí, que estuviera guiada, comprometida, con la intensidad que es propia del amor. La acción política como un deseo común de otra forma de vida, de otro mundo más justo, está en correlación con el Eros en un nivel profundo. Este constituye una fuente de energía para la protesta política. El impulso incontrolable, fecundo, irreductible del amor como elemento coincidente con la fuerza inspiradora que debiera nutrir, en una concepción genuina y ciertamente idealizada de la actuación política. Nada que ver, por lo tanto, con el mezquino juego de intereses, dinero, cálculo y poder de la política “real”, de todo punto antagónica al amor

Hay unas líneas también para mencionar al surrealismo, que reinventa el amor y atribuye al Eros una fuerza universal, citando Han a André Breton: El único arte digno del hombre y del espacio, el único capaz de conducirlo más allá de las estrellas […] es el erotismo. Y nos encontramos con un apartado postrero, El final de la teoría, en el que apunta algunas de las ideas que, años después, aparecerán en La crisis de la narración. Recojo, por parecerme altamente interesante, su cita de Chris Anderson, jefe de redacción de la revista Wired: Hoy en día empresas como Google, que se han desarrollado en una época de datos masivamente abundantes, no tienen que asentarse en modelos sometidos a comprobación. En efecto, no tienen que asentarse en ningún modelo. Esa cantidad inconcebiblemente grande de datos ahora disponibles hacen por completo superfluos los modelos de teoría. Con sus letales consecuencias, como apostilla el filósofo: No hay un pensamiento llevado por los datos. Sólo el cálculo es llevado por los datos. Y de nuevo, junto al lamento, la advertencia: Ante la proliferante masa de información y datos, hoy las teorías son más necesarias que nunca. Impiden que las cosas se mezclen y proliferen

El libro se cierra con una esperanzadora glosa a un pasaje de los Diálogos de Platón, que relaciona Logos y Eros, vinculando el discurso, la palabra, el pensamiento, con la seducción erótica. Os lo dejo como texto final de esta reseña. Como acompañamiento musical a mis palabras os ofrezco el precioso e intenso preludio del drama musical de Wagner, Tristán e Isolda, que suena en varios momentos significativos de Melancolía, la película de Lars von Trier. Filme y composición son utilizados por Byung-Chul Han en La agonía del Eros para ilustrar sus ideas sobre los vínculos entre amor, deseo y muerte: la música de Tristán e Isolda de Wagner [muestra] que la irrupción catastrófica de lo puramente externo, de lo totalmente otro, constituye, evidentemente, un desastre para el equilibrio habitual del individuo, pero un desastre que es también el goce del vaciamiento de sí mismo, ausencia de yo y al final también vía de salvación. La versión elegida es la de la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan en una grabación de 1984. 


En los Diálogos de Platón nos encontramos con un Sócrates que es seductor, amado y amante, que en virtud de su singularidad es llamado atopos. Su discurso (logos) se realiza como una seducción erótica. Por eso es comparado con el sátiro Marsias. Es conocido que sátiros y silenos son acompañantes de Dioniso. Según el texto platónico, Sócrates es más digno de admiración que el flautista Marsias, pues él seduce y embriaga tan solo con las palabras. Todo el que las percibe queda por completo fuera de sí. Alcibíades cuenta cómo, cuando lo oye, le palpita el corazón con mucha más fuerza que los impactados por la danza de los coribantes. Dice, además, que estos «discursos de la sabiduría» (philosophia logon) lo hieren como una mordedura de serpiente, que le arrancan lágrimas. Hasta ahora apenas se ha prestado atención al hecho sorprendente de que, precisamente, en los comienzos de la filosofía y la teoría estuvieran el Logos y el Eros enlazados en una unión tan íntima. El Logos carece de vigor sin el poder del Eros. Alcibíades confiesa que Pericles u otros buenos oradores, en contraposición a Sócrates, no logran conmoverlo ni llenarlo de inquietud. A sus palabras les falta la fuerza erótica de la seducción. 

(…) Platón da a Eros el calificativo de philosophos, amigo de la sabiduría. El filósofo es un amigo, un amante. Pero este amante no es ninguna persona externa, ninguna circunstancia empírica; es, más bien, una «presencia intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad del pensamiento mismo, una categoría viva, una vivencia trascendente». El pensamiento en sentido enfático comienza por primera vez bajo el impulso de Eros. Es necesario haber sido un amigo, un amante, para poder pensar. Sin Eros el pensamiento pierde toda vitalidad, toda inquietud, y se hace represivo y reactivo.

Videoconferencia
Byung-Chul Han. La crisis de la narración; La agonía del Eros