PREMIOS NOBEL (II). JOHN GALSWORTHY, THOMAS MANN, PATRICK MODIANO, BOB DYLAN
Buenas tardes. Todos los libros un libro, en la estela aún de la reciente concesión del Premio Nobel de Literatura, en su edición de 2024, a la surcoreana Han Kang, una de cuyas obras, La vegetariana -quizá la más conocida y sin duda la de mayor reconocimiento crítico-, yo había presentado en nuestro espacio en el año 2017, está dedicando desde hace siete días una serie, que continúa en la emisión de hoy y se cerrará el miércoles próximo, en la que se repasan las obras de otros galardonados por la Academia sueca cuya lectura os he recomendado en las muchas temporadas de este espacio y en el otro que dirijo en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes. En total son cerca de veinte los escritores que -en bastantes casos en programas previos al otorgamiento del premio- han sido objeto de mi atención, y de todos ellos quiero hablaros en este repaso “nobelístico”.
De este modo, la semana pasada me referí a la citada Han Kang, al francés nacido en Argelia Albert Camus, al británico, aunque de origen japonés, Kazuo Ishiguro, a la canadiense y en estos días polémica Alice Munro y al peruano, también con nacionalidad española, Mario Vargas Llosa. Y, del mismo modo, hoy recupero para vosotros mis reseñas de los libros de otros cuatro laureados, algunas no emitidas y otras radiadas en versiones del programa muy breves, sin presencia en YouTube y, por tanto, muy distintas a las que conforman nuestro actual esquema. Estamos, pues, ante unas propuestas apasionantes, no solo por su calidad, en principio obvia dada la entidad del premio que las avala, sino también, y sobre todo, porque se trata de, en general, libros de lectura torrencial, capaces de proporcionar altas dosis de placer en la ingente cantidad de páginas que entre todas suman (miles en cada una de las tres emisiones del ciclo).
Ya solo mi primera sugerencia de la tarde supone quince libros, que, entre todos, sobrepasan con creces las tres mil quinientas páginas, por lo que si os decidís a adentraros en su soberbio universo tendréis asegurados meses de excelente disfrute. Me estoy refiriendo a la obra mayor de John Galsworthy, prolífico escritor inglés, premio Nobel en 1932, con decenas de obras publicadas, que narró, entre 1906 y 1933, fecha de su muerte, la apasionante vida de una familia, los Forsyte, en un ciclo novelístico excepcional formado por nueve grandes novelas, varios breves “interludios” y una veintena de cuentos, algunos de cuyos títulos principales habían aparecido en España hace décadas, desperdigados y en traducciones defectuosas, pero que desde 2013 se han presentado, de un modo ahora coherente y debidamente estructurado, en el seno del sello Reino de Cordelia, que nos ha ofrecido la serie entera, en ediciones muy cuidadas, en tapas duras, con portadas bellísimas y un pequeño número de deliciosas ilustraciones (aunque, eso sí, publicada en España en un orden que no siempre ha respetado el cronológico natural de su escritura original; un hecho que rebaja en parte la calificación de coherencia con la que acabo de describir la edición).
Así, entre esa fecha y 2021 han visto la luz La Saga de los Forsyte, que recoge en un único tomo El propietario, En los Tribunales y Se alquila, junto a dos piezas intermedias, la genial El veranillo de San Martín de un Forsyte y Despertar; la segunda entrega de la serie, que bajo el título de Una comedia moderna engloba, en este caso en volúmenes separados, El mono blanco, La cuchara de plata, precedida del interludio Un cortejo silencioso, y por fin El canto del cisne al que antecede otro sucinto y sustancioso “entreacto”, De paso; y la tercera y última trilogía, Fin de capítulo, compuesta por las novelas Esperanzas juveniles, Un desierto en flor y Al otro lado del río, esta última, de 1933, ya póstuma. Además, la editorial ha publicado también -entre otras obras del británico no vinculadas a la saga- En compañía de los Forsyte, una recopilación de relatos que retoman y matizan las biografías de los miembros de la familia entre el fin de la primera trilogía y el arranque de la segunda.
En todos los casos la traducción corresponde a Susana Carral Martínez, una labor presumiblemente sacrificada y en general espléndida pues, aparte de no interferir en la lectura y permitirnos deslizarnos por ella con placentera normalidad, nos traslada sin dificultad a los registros lingüísticos de la burguesía victoriana británica; aunque con respecto a la cual me permito, sin embargo, plantear alguna objeción menor. Y es que el uso reiterado, sobre todo en la segunda trilogía, de términos y expresiones como “no dice más que chorradas”, “chao” (con esta grafía), “a la porra su alma”, “resultaba imposible imaginar el operativo”, “le soltó un rollo” o “la vida era un rollo”, “una monada”, “cierto dominio del tema” (siendo “el tema” el juego del golf), “mantenerse en la pomada”, “les había metido dos goles” (en sentido figurado) y otras similares (incluyendo un “mejor no meneallo” que, quizá por su débito quijotesco, chirría extraordinariamente), resulta -a mi juicio de lector profano- no sólo un anacronismo -¿está registrado el uso de tales vocablos en el español de la época?- sino un inexplicable desajuste con las opciones escogidas para el resto de la obra, en la que, entre otras muchas muestras posibles, los hijos hablan a sus padres de usted, la solemnidad define las relaciones entre amigos y el formalismo decimonónico impregna la expresión de los personajes. Pequeños fallos excusables, insisto, en una tarea descomunal y, en general, solventada con éxito (por esta “hazaña”, Susana Carral ha sido finalista del Premio Nacional de Traducción, lo que rebaja todavía aún más la pertinencia de mis objeciones).
Como resulta fácilmente imaginable, constituye una labor de todo punto imposible resumir aquí siquiera lo esencial de estos miles de páginas de soberbia narración. Diré tan solo ahora, además de recomendar apasionadamente y con auténtico fervor su lectura con el primordial argumento -que no requiere justificación- de su extraordinario interés y su arrebatadora belleza, que en los libros sobre la familia Forsyte, Galsworthy sigue durante casi medio siglo a tres generaciones del clan, en un recorrido que va desde 1886 hasta bien avanzada la década de los treinta, aunque sobre todo en las primeras entregas de la serie hay referencias episódicas a otros remotos antecesores de los personajes, retrotrayéndose hasta mediados del siglo XVIII con el primer Jolyon Forsyte, agricultor y modesto propietario rural y también fundador de la dinastía, al ser el abuelo de los diez hermanos que integran la generación principal de protagonistas de la obra de Galsworthy, una familia que se ramifica en decenas de hijos, nietos, primos y los consiguientes parientes políticos en un árbol genealógico muy frondoso y ramificado que se nos ofrece -en un “cuadro” de extraordinario valor metafórico y hasta pedagógico- en las páginas iniciales del primer volumen.
Si tuviera que resumir en una sola idea principal la multitud de enfoques, tesis y niveles de lectura que afloran en la serie (y que pueblan, incontenibles, mis extensas notas de lectura, de imposible resumen), creo que el conflicto entre la atracción del dinero, la propiedad y el instinto de posesión (desde esposas a servidumbres de aguas), por un lado, y los efectos de las emociones, singularmente el amor, la pasión y la belleza, sobre el ser humano, por otro, concentraría lo esencial de la desbordante propuesta del Nobel británico: el enfrentamiento titánico, de dimensiones casi mitológicas, de la propiedad legal frente a la belleza sin ley. Los Forsyte encarnan el espíritu y los valores de la burguesía de la Inglaterra victoriana, rígida y austera: la moral efímera, el sentido común, el deber y el orden, el férreo imperio de la ley, la moderación, la envarada dignidad, la compulsión acumuladora, el ahorro, el mercantilismo, la adoración del beneficio y el lucro, la meticulosa preocupación por el incremento de las cuentas bancarias, la riqueza y la seguridad, los principios comerciales, el capital, los derechos reales, la especulación, el febril apego a la tradición, el hábito, el ciego conservadurismo, las aptitudes heredadas y los bienes transmitidos en herencia, la cautela innata, el aborrecimiento de toda creación, toda novedad y toda aventura, el convencionalismo, el refinamiento, la seguridad, la timorata elusión de riesgos, el individualismo, la sensatez y el prosaísmo, la ponderada severidad y la falta de imaginación, el empuje, el esfuerzo y la tenacidad, la competitividad, el odio a la ociosidad, el comedimiento y la reserva, la discreción y el equilibrio, la ausencia del menor sentimentalismo -y aun de sentimientos-, la imposibilidad de entregarse a nada en cuerpo y alma, el egoísmo y el propio interés como únicas metas, la incondicional veneración al Dios de la Propiedad, cuya cruda divisa guía sus pasos en el mundo: Nada a cambio de nada y casi nada a cambio de seis peniques.
Y en ese universo estricto y gélido, inflexible y disciplinado -y sin embargo fascinante- aparece un personaje, Irene, la joven esposa de Soames (uno de los Forsyte de la segunda generación londinense, el personaje más representativo, quizá, del espíritu familiar, sobre el que gravita gran parte del peso de la obra), cuya presencia -poderosísima aunque apenas se muestra directamente y sí a través de la mirada de los demás, siempre en segundo plano- revolucionará ese mundo opresivo y clausurado, agarrotado y austero, encarnando los valores antitéticos al cerrado ambiente forsyteano, representando la vida, la rebeldía, la emoción, las fantasías, las pasiones, las esperanzas, los amores, el arte, el palpitar, los deseos, el temblor, los sentimientos, el placer, la naturaleza, la gratitud, la nobleza, todo lo fecundo de la existencia. Una Irene, espíritu de la belleza universal, de la que el lector (y muchos de los personajes) se enamora perdidamente -y creedme, no es una metáfora, no al menos en mi caso- arrebatado por su deslumbrante encanto, por su resplandeciente figura, por su magnética personalidad, por su dulzura, por su gracia, por su inteligencia, por su fragilidad y también -en una paradoja fácilmente entendible- por su firmeza, por su irresistible atractivo, emblema vivo (pese a tratarse de una construcción literaria) de todas las mujeres a quien uno amó hasta la consunción. La serie entera es, pues, también, una profunda y conmovedora historia de amor, guiada por un lema: los amores difíciles y poderosos no se desvanecen con el paso del tiempo.
Como es obvio -y aunque la dualidad Soames/Irene aflora casi hasta la última línea de los miles de páginas de la obra (aunque en la tercera trilogía -han pasado los años- ambos desaparecen para dar paso a las jóvenes generaciones de la familia, en particular Fleur, hija de Soames, que, casada con Michael Mont desplaza el eje central de esas entregas finales al ámbito familiar de los Mont)- la saga desarrolla muchas otras tramas y se abre a numerosos temas de los cuales el más destacado e interesante sea, quizá, la evolución de Inglaterra, que corre en paralelo a la (relativa) descomposición de la firme cerrazón, del anquilosamiento entumecido de los Forsyte, ambos -el país y la familia- “amenazados” en su orden por los cambios de los tiempos (Los jóvenes se han cansado de nosotros, de nuestros dioses y de nuestros ideales, dice, en un momento de la obra, uno de los más conspicuos representantes de la estirpe). En suma, la saga entera constituye así, un espléndido fresco de ese desarrollo histórico británico, en el que se muestran los principales hitos de sus transformaciones económicas y sociales: el país fundamentalmente agrario de antes de la era industrial; la revolución de las máquinas y el cambio apresurado del mundo, con los Forsyte que dejan atrás su pasado rural y son ya una familia rotundamente burguesa y asentada en la holgura económica; la Inglaterra victoriana, abocada a la desaparición; el imperialismo; las guerras; el ferrocarril y el auge del comercio; los avances científicos; el movimiento obrero; la democracia; el acceso a la modernidad. Una obra monumental e imprescindible.
Y si John Galsworthy es un clásico, aunque quizá no suficientemente leído en nuestro país, qué decir de mi siguiente recomendación de esta tarde “nobelesca”, el alemán Thomas Mann, que recibió el premio de la Academia sueca en 1929. De su importante obra -Los Buddenbrook, que yo leí de adolescente, sin enterarme demasiado, La montaña mágica, como títulos principales- yo presenté en Todos los libros un libro, en reseña que no se pudo emitir al coincidir con la pandemia, La muerte en Venecia, una breve novelita objeto de una inolvidable versión fílmica, del mismo título, la obra maestra de Luchino Visconti que yo vi, deslumbrado, en 1972.
El libro del autor alemán es, como digo, una novela corta publicada originalmente en 1912 -aunque hay fuentes que mencionan 1911 o 1914- y que cuenta en España con numerosas ediciones desde hace décadas. Quiero destacar aquí ahora las varias que, en distintos formatos, ha publicado Edhasa, la reciente de Navona en su pulcra y ejemplar colección Los ineludibles, y la que esta tarde he elegido, la primorosa de Edelvives, que conserva la traducción impecable -común a las demás ediciones- de Juan José del Solar y que cuenta además con unas magníficas ilustraciones del pintor Ángel Mateo Charris que recogen de un modo insinuante y alusivo, no frontal ni necesitado de superfluos subrayados, la perturbadora atmósfera de belleza y decadencia de la obra original.
La anécdota -no es más que eso- que constituye el núcleo de Muerte en Venecia es simple y se resume en pocas frases. Gustav von Aschenbach, un afamado y prestigioso escritor alemán, con una vida centrada casi en exclusiva en su profesión, atado a sus rígidas costumbres y a la férrea disciplina de su arte, que ve avanzar poco a poco el inexorable declinar de su existencia, decide alejarse de su estricta rutina y proyecta una escapada a algún cosmopolita balneario en el entrañable sur. Así, parte hacia una isla del Adriático, no lejos de la costa de Istria. Pronto comprueba que el entorno no es el idóneo para la tranquilidad buscada y, movido por una extraña fuerza interior que lo impulsa hacia lo desconocido, decide visitar Venecia e instalarse allí para pasar los meses de verano. La llegada al hotel en que se aloja de una numerosa familia polaca le hace fijarse en el joven hijo del clan, Tadzio, un muchacho bellísimo que provocará su aturdimiento y desconcierto, primero, y su fascinación y enamoramiento después, llevándolo a una inquietante alteración de su natural equilibrio, una turbadora conmoción con ribetes de delirio que lo perturbará, resquebrajando los sólidos principios en que fundamentaba su vida, y obligándolo a replantearse sus concepciones sobre el arte, la belleza, el amor, la moral y, en definitiva, sobre el sentido de nuestro paso por el mundo, en un proceso que acabará por desembocar en un final trágico que no revelaré.
Mann inicia su novela con el retrato físico y moral de Aschenbach. De estatura inferior a la media, moreno y peinado hacia atrás, su cabellera raleando en la coronilla sobre una cabeza grande en relación con su cuerpo enjuto, casi quebradizo; las mejillas también delgadas, magras, la frente surcada por arrugas, la nariz recta y poderosa sosteniendo unos anteojos dorados, todo en su fisonomía revela una personalidad sufriente reflejo de una vida interior difícil y agitada.
Y es que desde las primeras páginas se nos muestra la convulsión que remueve el alma del personaje. Estamos ante un artista, culto y solitario, que guía su vida por los principios del rigor, la austeridad y la razón. Ensayista y escritor de relatos y novelas, nacido en una familia de oficiales, jueces y funcionarios públicos, servidores del Estado, Von Aschenbach (en quien los críticos expertos ven los rasgos de Goethe, de Gustav Mahler -significativa la coincidencia en el nombre- y, sobre todo, del propio autor) ha hallado en el autodominio, en la disciplina, en la tenacidad, la razón de ser y la justificación de su existencia y de su obra artística. Orgulloso de continuar el rastro del espíritu burgués de sus padres, se vanagloria de su perseverancia, de su austeridad, de su obstinación, de sus “abstenciones”, de su férrea capacidad -viril y valerosa- para domeñar las pulsiones delicuescentes de la carne, para rechazar la entrega cobarde a las tentaciones, para renunciar a la ligereza, a la pereza, a la lasitud, al capricho, a la flaqueza, a la desgana, a la improvisación y a la holgazanería, a la debilidad, al placer, al vicio y a la pasión, a las costumbres disipadas y serviles (jamás había conocido el ocio ni el despreocupado abandono de la juventud), impropias de un espíritu superior, forjado en la renuncia y la lucha, en la inflexible voluntad, en la sobriedad y la entereza, en el sacrificio y el combate (contra el enemigo exterior, en las guerras en las que había participado como militar, y, sobre todo, contra sus demonios interiores). Su concienzuda dedicación al arte le exige la paz conventual y el abandono del mundo, de sus gozos y pasiones turbulentas. Sirva como resumen de su severa y rigurosa naturaleza la descripción que sobre él encontramos en las primeras páginas del libro: Cuando, al filo de los treinta y cinco años, cayó enfermo en Viena, un fino observador dijo sobre él en una reunión de sociedad: «Vean ustedes, Aschenbach ha vivido siempre así –y cerró el puño izquierdo–, nunca así», y dejó que su mano abierta colgara libremente del brazo del sillón.
No obstante, en su madurez bien avanzada, con la decadencia mostrando ya sus primeros efectos, algo en él perturba esa aparente solidez tan estrictamente lograda. Su taciturna soledad se agita cuando alguna “inquietud” mundana llama su atención, su espíritu se debate entre el reconocimiento de los rasgos de aventura, sentimiento, originalidad, belleza y genuina vivencia que se ocultan tras una leve distracción cotidiana, tras una conversación banal o una sonrisa, y, por otro lado, la convicción de que en todo ello se esconde lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito, el exceso, lo fútil, lo innecesario, lo depravado, lo irrelevante, lo alejado de la excelsitud de la obra artística. Encerrado en sus opresivas rutinas, ocupado de modo obsesivo con las tareas que le imponían su yo y el alma europea, atado en exceso por el imperativo de producir, demasiado reacio a la distracción para enamorarse del abigarramiento del mundo exterior, comienza a percibir ligeros atisbos de la asfixia que le atenaza en su constreñido espacio vital, en su claustrofóbico pequeño mundo, y experimenta -siempre de manera mesurada y bajo control- ciertas señales de la insatisfacción que se esconde tras su obcecada, implacable y fría entrega a la construcción de su vida y su arte. El impulso viajero que lo llevará a Venecia es, sobre todo, más que una mera necesidad de relajación estival o una comprensible voluntad de establecer una inocua pausa en su porfiada dedicación, un afán impetuoso de huida, una apetencia de lejanía y cosas nuevas, un deseo de liberación, descarga y olvido. Agotado espiritualmente por la exigencia constante, por su extenuante liza, por la casi inhumana necesidad de autocontrol, se concederá un descanso y abrirá en su vida, sin ser siquiera consciente de ello, una ventana al extravío, un paréntesis de espontaneidad e improvisación, un cambio de aires que le renovara la sangre. Y en Venecia, cuyo paisaje a la vez peligroso y bellísimo, embriagador e indolente, enfermizo y sensual, constituye otro de los personajes del libro, como luego veremos, surge, inopinada y fulgurante, la irresistible presencia de Tadzio, una aparición milagrosa, una epifanía, una estremecedora conmoción que sacudirá el ascético equilibrio de su vida.
Tadzio, un efebo de cabellos largos y unos catorce años, lo impresiona, en primer lugar, por la perfección de sus formas, por la blancura marfileña de su rostro, por la delicadeza y la gracilidad de sus rasgos, por su espléndida cabellera dorada, por el indudable encanto de sus gestos, por su seductora sonrisa, por una inocencia casi infantil combinada con un leve asomo de adulta autoconsciencia de la propia innegable capacidad de fascinación. De la sobrecogida admiración suscitada por aquella primera visión esplendorosa, Aschenbach pasa a abismarse en el delirio, en la torturante tiranía de la pasión amorosa: la quimérica construcción de imposibles ensoñaciones; la decidida voluntad de aproximarse al objeto de su devoción y los inevitables titubeos y vacilaciones en su presencia; la alegría y el dolor simultáneos en cada nuevo encuentro con el muchacho; el entusiasmo febril y la parálisis culpabilizadora; el expansivo reconocimiento de la verdad de su corazón y el inmediato repliegue al saber irrealizable su indefinible anhelo; la rendida aceptación del tumultuoso agolparse de emociones inéditas y el rechazo a la agitación, al exceso, a la abyección; el sometimiento y la lucha, el gozo y el pudor, la simpatía y la turbación, la entrega y el alejamiento.
La estadía del circunspecto profesor en una Venecia de atmósfera opresiva, de asfixiante humedad en el bochorno veraniego cambia así radicalmente tras la sacudida que le provoca el joven. Su descubrimiento lo aboca a la enajenación, a la embriaguez y la ceguera, a la ofuscación y la locura del enamoramiento, cuyos letales efectos son más intensos cuando arrebatan a quien carece de familiaridad con sus síntomas. El senescente escritor comienza a forzar los encuentros “fortuitos” con el muchacho; a hacerse notar; a provocar el intercambio de miradas; a reprocharle -para sí, sin que su destinatario llegue siquiera a imaginarlo- la elocuente y magnética sonrisa con la que lo desarbola; a espiarlo con descaro, renunciando ya a cualquier disimulo, cuando juega con su madre y hermanas; a caer víctima de invencibles celos ante las aproximaciones amistosas de otros compañeros del chico que, como él mismo, aunque desde una envidiable cercanía, lo admiran y cortejan; a seguirlo y acosarlo sin tregua, no siempre de modo discreto. El desenfreno y la insoportable vehemencia de su sentimiento no reparan ya en límites, ahuyentan la cautela y la prudencia: lo busca por el dédalo de turbias callejas venecianas; arrastrado como un pelele por la pasión lo persigue furtivamente; lo atisba con los suyos tras un puente, lo mira, se esconde; corre tras él, el corazón le golpea como un martillo, intenta dominarse, se detiene, renuncia; se derrumba, sacudido por temblores y escalofríos, cuando se disipa la expectativa de un nuevo encuentro (Cuando Tadzio desaparecía de la escena, la jornada concluía para él); se le acerca y huye, intenta el contacto, incluso el físico -prohibido-, y de inmediato se arrepiente, espantado; sueña con él en su ausencia, se planta sigiloso ante la puerta de su cuarto y apoya sin rubor su frente en ella; se obsesiona por la posible partida de la familia polaca, pues nada angustiaba más al enamorado que la posibilidad de que Tadzio se marchara, y no sin temor se daba cuenta de que, si esto ocurría, él no sabría ya cómo seguir viviendo.
Tadzio alterará radicalmente sus hábitos mesurados y lo sumirá en un irresoluble y corrosivo dilema moral. Frente a la estabilidad, la armonía y la dignidad que eran el emblema de la respetabilidad burguesa que lo define, el temerario amor por el joven lo vuelca hacia el desequilibrio y la degradación. Este juego dual de valores antitéticos permea la obra entera, tanto en su expresión más explícita y literal como en los símbolos velados que apuntan metafóricamente a la torturante disyuntiva que asfixiará al enamorado y sin embargo (y por “ello”) sufriente protagonista. La prudencia, el discernimiento, la virtud, el honorable esfuerzo y la entregada dedicación a la obra artística, la mesura, la decencia, la pureza, las convenciones, la razón, el pensamiento y el intelecto, el respeto a los valores clásicos, el sometimiento a la ley moral, que en todo momento constituyen el norte por el que se guía el ponderado y sensato proceder de Aschenbach y que afloran también entre sus innumerables reflexiones, saltarán por los aires, dinamitados por la mera existencia de un adolescente caprichoso que introducirá en su vida, provocándole un desgarro y un dolor inéditos, la excitación febril, el sometimiento ciego a los arbitrarios designios del deseo, la patética ansia por gustar y el lastimoso afán por rejuvenecer (Gustav visitará al peluquero, se perfumará y maquillará, ennegrecerá con lociones cosméticas sus cabellos encanecidos, en un deplorable intento de soslayar los estragos del tiempo), el adolescente impulso de romper con todo e irse lejos, a la aventura, abandonando la biografía largamente cincelada durante años, el olvido de la moral y la sumisión al arrebato y al placer, al infamante éxtasis, a la embriaguez y la culpa, al humillante oprobio del amor, al ignominioso caos, al deshonor y la muerte.
Porque la muerte, la metafórica pero también la muy real, surca la novela desde su inicio, en una reveladora escena en un cementerio muniqués: el apellido Aschenbach que significa literalmente “arroyo de cenizas”; el lamentable vejestorio que se carcajea embriagado e indigno entre jóvenes groseros ya en el viaje hacia Venecia; la negra góndola que lo transportará hacia el Lido y que hace pensar al viajero en la noche sombría, en el ataúd y en el último viaje silencioso; la presencia del “mal”, la demoníaca y destructiva pulsión de muerte (Su cabeza y corazón estaban ebrios, y sus pasos seguían las indicaciones del demonio, que se complace en conculcar la dignidad y la razón del ser humano) que lo atenaza y desarbola; y, de manera muy notable, la fiebre, la peste, el cólera hindú, la enfermedad -la epidemia- que inunda las calles y los canales de la ciudad y que se propaga, misteriosa e implacable, de un modo tan secreto y oscuro, tan perverso, como lo es el “pecado” del trágico enamorado, encaminándolo a un infausto destino de derrota y funesta consunción.
Y es precisamente Venecia, con su calor sofocante y su aire espeso e irrespirable, con la ciénaga de sus aguas infectas, con los fétidos olores de la putrefacción y la podredumbre, con las mefíticas emanaciones de los canales y los corruptos miasmas de la estancada laguna, con las estrechas callejuelas y la acelerada agitación de las gentes, el símbolo máximo de la degradación y la muerte, más notorios aún por manifestarse en un entorno ideal, el de esa otra Venecia de la exuberancia artística, de la belleza y la sensualidad, de los edificios de mármol rosado y los lujuriosos palacios, de los silenciosos y escondidos jardines, de las plazas recoletas, de las infinitas iglesias, del musical lamido del agua al encontrarse con la piedra y la madera, del plácido bogar de los gondoleros entre el suave murmullo de las olas. Venecia ejemplifica así el ya mencionado juego de dualismos que atraviesa la novela, símbolo hermosísimo y atroz de muerte y de podredumbre; y quienquiera que la visite, hasta hoy, tiene que percibir, si es sensible, el hálito de esa irresistible belleza letal, como la define Francisco Ayala en su prólogo al libro en una de las ediciones de Edhasa. La Belleza que surge de la ciénaga, el Paraíso entrevisto entre la niebla hedionda, el Amor que florece en la ruina y la descomposición, la sublime perfección revelada tras la enfermiza decadencia, la vida fecunda rebelándose ante la inexorable muerte, entre otros muchos ejemplos -Eros y Tánatos, lo apolíneo y lo dionisíaco- de ideas enfrentadas que encierra esta Muerte en Venecia repleta de alusiones cultas.
La condición de artista e intelectual de su protagonista permite al autor poblar el libro de infinidad de referencias mitológicas, filosóficas, estéticas y culturales: la ya mencionada remisión a las biografías de Goethe o Gustav Mahler; el significativo excurso sobre San Sebastián, símbolo -en la lectura que hace Aschenbach- de una virilidad intelectual adolescente que, aun con el cuerpo traspasado por lanzas y espadas, aprieta los dientes y se mantiene firme en su altivo pudor; la evidente presencia del mito de Narciso; el vínculo con el Fedro de Platón y las reflexiones de Sócrates sobre el deseo y la virtud, sobre el enamoramiento y la verdad, sobre la sabiduría y el cuerpo, sobre el espíritu y la divinidad, sobre los ardientes temores que padece el hombre sensible cuando sus ojos contemplan un símbolo de la Belleza eterna; la multitud de profundas divagaciones filosóficas sobre la muerte, la vejez, la destrucción, sobre el pensamiento y el arte, sobre las cumbres y los abismos de nuestra frágil condición humana.
La película que dirigió en 1971 Luchino Visconti y que se estrenó en nuestro país un años después, dejando en mí un recuerdo imborrable, el de una de las mejores películas que he visto en mi vida, traslada magistralmente al medio cinematográfico tanto la belleza del libro como su hondura y su desbordante riqueza intelectual, en una obra maestra a la que contribuye una banda sonora excepcional en la que el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler destaca como intimista motivo recurrente, pleno de delicadeza y sensibilidad, de emoción y lirismo, de inspiración y poesía. Con Dirk Bogarde en el papel de Aschenbach, y unas en mi recuerdo bellísimas Silvana Mangano, como la madre de familia polaca, y Marisa Berenson, en una aparición episódica como esposa de Gustav, tiene en la fulgurante presencia de Björn Andrésen, impecable encarnación del Tadzio de la novela, uno de los elementos más memorables de una cinta por muchas razones inolvidable.
Un galardonado también reciente, de 2014, es el francés Patrick Modiano, del que quiero presentaros un libro muy breve, una novela de algo más de cien páginas, pero que en su corta extensión encierra maravillas, que puede ser calificada, y así lo ha hecho la crítica con generosidad, como una obra genial, una obra maestra. Se trata de En el café de la juventud perdida. El libro lo publica la editorial Anagrama en traducción de María Teresa Gallego Urrutia y yo os hablé de él en abril de 2014, pocos meses antes de ser elegido para formar parte del parnaso sueco.
En la década que ha transcurrido desde el premio -e incluso desde algunos años antes- se está produciendo un relanzamiento editorial de Modiano, con infinidad de sus obras coincidiendo en las librerías, además de este En el café de la juventud perdida, otras de sus breves y extraordinarias novelas: Un pedigrí, Tres desconocidas, Viaje de novios, Accidente nocturno, también en Anagrama, Dora Bruder en Seix Barral, Reducción de condena en Pretextos. También en Anagrama apareció no hace mucho la Trilogía de la Ocupación, tres novelas, El lugar de la estrella, La ronda nocturna y la magnífica Los paseos de circunvalación, en las que el París ocupado de la segunda guerra mundial y su fauna de personajes advenedizos, cobardes, delatores, viciosos, traidores, mundanos, falsificadores, despreciables, es el escenario en el que se sitúa el triste y opresivo deambular de su solitario y melancólico protagonista. No deberíais perderos ninguna de ellas, son todas formidables.
En el café de la juventud perdida se cuenta la historia, ambientada también en París, aunque un París situado en una época indefinida que puede coincidir con los años cincuenta o sesenta del pasado siglo, de la joven Jacqueline Delanque, conocida como Louki, una chica de veintidós años, que a los quince abandona su hogar familiar, en donde vive con su madre, y vagabundea por calles y cafés sin destino fijo, errática, perdida en la vida, sin vínculos, acomodándose a identidades variables, acercándose a otros personajes tan desorientados como ella, tanteando los límites de una existencia que no entiende, que la desconcierta, que la supera. En su vida no hay sentido, ya no tenemos armazón, en frase que le repite su madre. Sin embargo a Louki la mueve también una especie de ansia de libertad. Quería evadirse, huir cada vez más lejos, romper bruscamente con la vida vulgar para respirar el aire libre, se dice de ella en un párrafo de la novela.
La peripecia de Louki es narrada, como en un rompecabezas cuyas piezas se complementan y van encajando unas con otras, en capítulos sucesivos, desde perspectivas diversas y por personajes también diferentes que tocan, aunque sea de manera residual, su atribulada vida. En el capítulo primero, un joven estudiante fascinado por la bohemia de los cafés parisinos y que frecuenta uno de ellos, el Condé, contempla a Louki permanentemente sentada en una de sus mesas y fantasea con su presencia y con su aroma, mientras resuelve el futuro de su vida, el dilema entre la grisura de sus estudios de la Escuela Superior de Minas o la atracción juvenil por la aventura que entrevé en esos cafés y en sus poco convencionales parroquianos. En el segundo bloque de la novela es el detective Caisley quien sigue a la chica, contratado por el marido de Louki, con el que ésta se ha casado sin un especial entusiasmo, muy al contrario, cultivando, más bien, un frío desapego desde el mismo momento de la boda. El detective, un hombre adusto, maduro, curtido, percibe el absurdo de ese matrimonio y toma partido por la joven, a la que deja escapar, dándole tiempo para que se ponga fuera del alcance de su marido, ajeno al hecho de que es él el cliente que paga sus honorarios. En la tercera parte de la obra es la propia Louki la que narra su vida errante, su triste historia familiar, el matrimonio fugaz y carente de pasión, absurdo, sus dudosas amistades, sus relaciones peligrosas, su necesidad de recomenzar su existencia a cada poco. Por último, en la cuarta parte, la narración corre a cargo de otro hombre, Roland, que llega a intimar con la chica, lo que provoca, en cierto modo, la separación de su marido, que vive con ella algo relativamente parecido a lo que quizá pudiera llamarse ‘una historia de amor’. Todos sienten algún tipo de atracción por la chica, les atrapa su misterio, su personalidad enigmática. Otro de los personajes, el profesor Guy de Vere, una especie de maestro espiritual por el que Louki se siente interesada dice de ella: Cuando de verdad queremos a una persona hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella.
La narración es muy intensa, hecha de evocaciones, de palabras no dichas, de hechos no narrados del todo, muchas veces sólo sugeridos, creando, y aquí la maestría de Modiano se revela excepcional, una atmósfera muy sugestiva, que atrapa, que transporta al lector. Vemos los cafés repletos de jóvenes bohemios, respiramos el ambiente de las calles de París, compartimos un cierto ‘estilo’ de vida existencialista. El autor nos hace participar también de la incertidumbre, de las dudas, del ansia, de la perplejidad de la protagonista. Hay un aire de soledad, de tristeza, de desesperanza. Callejones solitarios bajo la luz de languidecientes farolas, populosos barrios marginales, bares nocturnos, gentes sin rumbo; en fin, los rasgos definitorios del universo modianesco.
La última referencia de esta tarde tiene un protagonista controvertido, cuya designación como Premio Nobel en 2016 provocó una intensa polémica en los círculos literarios. Se trata de Robert Allen Zimmerman, al que todos conocemos como Bob Dylan, el cantautor norteamericano. La dualidad a la que se abre el término con el que lo he definido resulta bien apropiada en este caso, puesto que los laureles del Nobel se le otorgaron por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición estadounidense de la canción, en dictamen que recoge abiertamente esa doble condición. No debe olvidarse que ya en 2007 la Fundación Príncipe de Asturias había concedido al músico de Minnesota el galardón en la categoría de Artes.
Os presento, pues, la que, quizá, es la más significativa expresión de la vertiente literaria de Dylan, las letras de sus canciones. En la temporada 2007-2008 yo dediqué en Buscando leones en las nubes tres emisiones a recorrer su vasta trayectoria musical, seleccionando varias decenas de sus canciones acompañadas de sus correspondientes textos. Esas letras estaban extraídas de un voluminoso libro, Letras 1962-2001, cuya breve reseña cierra por hoy el espacio. Letras contiene, en su versión original y en su traducción al castellano, todas las letras de todos los discos de Bob Dylan desde el primero, de 1962, llamado simplemente Bob Dylan, hasta el Love and theft, de 2001 (la edición es de 2007). Son 1280 intensas páginas que abarcan, como digo, toda la obra del singular músico y excelente poeta en las cuatro décadas del período seleccionado. El libro nace del esfuerzo conjunto de las editoriales Alfaguara y Global Rhythm y las letras, traducidas por Miquel Izquierdo y José Moreno, aparecen en versión bilingüe español-inglés profusamente anotadas por Alessandro Carrera, gran experto en Dylan y responsable de la edición italiana de la obra.
Las canciones de Bob Dylan son verdaderos iconos del siglo XX. Y lo son también sus textos, sus a veces oscuros textos plagados de citas, de alusiones, de calas en territorios muy diversos, desde la mitología del rock, el country o el folk a la Biblia, desde la literatura de Shakespeare, Petrarca o Bertold Bretch a las noticias de la prensa o la televisión, desde los cuentos infantiles a la mención de desconocidos personajes de la intrahistoria de la sociedad norteamericana. Unos textos repletos, además, de incontables referencias al cine, y al arte, y a la poesía; llenos de metáforas inexplicables, de lirismo, de asociaciones surreales; unos textos en los que afloran la preocupación social, y la rebeldía, y los cambios de las costumbres, y los movimientos juveniles, y la política, y el pacifismo, y el poder, y las causas perdidas, y la religión, y la fe, y el amor, y tantos otros de los leitmotivs recurrentes de este inmenso poeta. Ya lo puso de manifiesto el jurado de los Premios Príncipe de Asturias, que resaltó la complejidad, la riqueza, la capacidad evocadora, el valor sociológico, la condición de espejo de una época de la obra de Dylan, al considerar al cantautor, y cito literalmente del acta, mito viviente en la historia de la música popular y faro de una generación que tuvo el sueño de cambiar el mundo. Austero en las formas y profundo en los mensajes, Dylan conjuga la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas. Por ello mismo, es fiel reflejo del espíritu de una época que busca respuestas en el viento para los deseos que habitan en el corazón de los seres humanos.
Os dejo, como parece inexcusable, con un tema de Bob Dylan. Más allá de sus muy conocidos himnos generacionales, es una tierna, y como de costumbre algo oscura, canción de amor, I want you, el tema que más me gusta y que más cercano se encuentra a mi pasado como seguidor del estadounidense. En 1973 yo escuché por primera vez -y desde entonces sigo deslumbrado por ella- esta maravilla de canción de la que ahora os dejo su letra como despedida de mi reseña.
Te quiero
El enterrador culpable suspira.
El solitario organillero llora.
Los plateados saxofones dicen que te rechace.
Las campanas desconchadas y las trompetas gastadas
soplan desdeñosas en mi cara.
Pero no va a ser así.
No nací para perderte.
Te quiero, te quiero.
Te quiero tanto, cariño.
Te quiero.
El político borracho brinca
en la calle donde sollozan las madres
y te esperan los salvadores profundamente dormidos.
Y yo espero que me impidan
seguir bebiendo de mi taza rota
y me pidan que te abra la cancela.
Te quiero, te quiero.
Te quiero tanto, cariño.
Te quiero.
¡Cómo han acabado mis padres!
El verdadero amor les ha faltado,
pero sus hijas me menosprecian
porque yo no pienso en ello.
Regreso a la reina de picas
y converso con mi camarera.
Sabe que no temo mirarla.
Ella es buena conmigo
y no hay nada que no vea.
Sabe dónde quisiera estar
pero eso no importa.
Te quiero, te quiero.
Te quiero tanto, cariño.
Te quiero.
Tu niño bailarín vestido de chino
me habló y le quité su flauta.
No, no fui amable con él,
pero, pese a todo, lo hice porque mintió,
porque te llevó a dar una vuelta
y el tiempo estaba de su parte,
y porque yo…
Te quiero, te quiero.
Te quiero tanto, cariño.
Te quiero.
Premios Nobel (II)