Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de noviembre de 2025

IVO ANDRIĆ. UN PUENTE SOBRE EL DRINA; IZET SARAJLIĆ. SARAJEVO; CLARA USÓN. LA HIJA DEL ESTE.

Todos los libros un libro abre hoy, 12 de noviembre, un algo heterogéneo ciclo, que se prolongará hasta la pausa navideña, protagonizado por libros que tienen en común el hecho de que todos ellos -o sus autores- han celebrado -o lo harán aún en las semanas que faltan para finalizar el año- algún tipo de aniversario en este 2025 ya declinante. Hay, en efecto, numerosas efemérides literarias que se han ido produciendo durante el año, algunas de las cuales han tenido repercusión en nuestro espacio al tiempo en que ocurrían, y otras, en cambio, que, siendo yo consciente de ellas y contando con mi decidida voluntad de recordarlas en el programa, se me han ido acumulando por diversas circunstancias hasta que, con la amenaza en el horizonte del casi inminente fin de año, he decidido rememorarlas todas en un total de seis emisiones, las que van desde esta de hoy hasta la que se radiará el 17 de diciembre, última antes de las vacaciones de Navidad. 

En el caso de esta tarde, serán tres los libros comentados, aunque solo uno de ellos encaja en esta lógica de la conmemoración de una fecha más o menos exacta. En 1945, hace pues ochenta años, el escritor Ivo Andrić publicó Un puente sobre el Drina, una obra maestra, principal “responsable”, muy probablemente, de la concesión a su autor del Premio Nobel de Literatura en 1961, una circunstancia y una fecha que proporcionan dos razones adicionales para la oportunidad de esta reseña. Por un lado, mis palabras salen al aire entre la divulgación del fallo y la ceremonia de entrega del galardón correspondiente a este año, que como se sabe ha recaído en el escrito húngaro László Krasznahorkai. Por otro lado, el programa se emite cuando estamos a las puertas de un 2026 en que se cumplirán los sesenta y cinco años de la obtención del Premio por el yugoslavo. Hay, por último, una tercera circunstancia que justifica la presencia del libro y su autor en estas últimas semanas del año. Y es que el pasado marzo de este 2025 que ahora acaba se cumplió también el medio siglo de la muerte del escritor. 

Debo hacer una breve acotación acerca de su nacionalidad. Andrić nació en Travnik, un pueblo de Bosnia que a lo largo de la historia de esa convulsa región centroeuropea perteneció, sucesivamente, al Imperio otomano, al austrohúngaro, a Yugoslavia y, por fin, actualmente, a Bosnia-Herzegovina. Esta compleja suma de influencias étnicas, religiosas, políticas y culturales, que tanta importancia tendrá, como veremos, en la novela, afecta también a la lengua en la que el escritor desarrolló su obra. El jurado del Nobel consideró que su idioma era el serbocroata, una lengua común a Serbia, Croacia, Bosnia y Montenegro, cuando todos esos países, durante gran parte del siglo XX, pertenecían a Yugoslavia. Había, no obstante, variantes regionales, ekaviana en Serbia, ijekaviana en Croacia y Bosnia. Coincidiendo con una parte de su vida en que residió en Belgrado, Andrić cambió su dialecto nativo, el ijekavio, al ekavio serbio, razón por la que, tras la disolución de la federación yugoslava en 1991 y la soberanía de las repúblicas que la integraban, se le reconoce como escritor de Serbia, en donde está considerado como el gran novelista nacional. En Croacia sus obras siguen editándose y se le aprecia como parte del patrimonio literario común a los países de la antigua Yugoslavia. Paradójicamente, es en su Bosnia natal -protagonista central, como a continuación comentaré, de Un puente sobre el Drina- en donde la recepción de su literatura es más controvertida, pues según sus críticos Andrić representa en sus obras de manera negativa al islam bosnio y a los bosníacos musulmanes, por lo que se lo considera un autor con prejuicios orientalistas. 

Por otro lado, la presencia de este clásico en Todos los libros un libro, precisamente en estas fechas, viene dada también como una suerte de corolario -ya anticipado por mí en su momento- de mi reseña de Me limitaba a amarte, la espléndida novela de Rosella Postorino, de la que os hablé aquí en la primera emisión de este curso, hace un par de meses. Como recordaréis quienes nos seguís habitualmente, el libro de la italiana gira sobre los terribles sucesos vividos en Sarajevo durante la guerra de los Balcanes, cuya tragedia conmovió al mundo entre 1992 y 1995 (treinta años también, pues, han pasado desde su final). Hay una evidente conexión temática entre Un puente sobre el Drina y Me limitaba a amarte, pues no solo ambas están ambientadas en escenarios casi idénticos, Sarajevo en la novela de Postorino y la muy cercana Višegrad en la de Andrić, ambas poblaciones bosnias, sino que las claves que explican el conflicto contemporáneo que refleja el texto de la italiana hunden sus raíces en los episodios históricos que, de un modo magistral, relata el “yugoslavo” en su deslumbrante, emotiva e inolvidable crónica. Pero, por si fueran pocos los indudables paralelismos entre ambas obras, Rosella Postorino incluye en Me limitaba a amarte una doble remisión a la imperecedera creación de Andrić: una indirecta, en un capítulo en el que, sin citarla, la homenajea de modo evidente (Canta, oh Drina…), y otra expresa, en la mención que hace la propia Postorino en las notas finales: Las páginas 243 y 244 incluyen un homenaje a Ivo Andrić, Un puente sobre el Drina). 

Pero he señalado, y siento que esta introducción se alargue en demasía sin permitirme entrar aún en mi análisis, que mi propuesta de esta tarde era triple, y en efecto así es. La segunda obra que quiero recomendaros con entusiasmo antes de afrontar mi crítica a Un puente sobre el Drina, comparece aquí al hilo, también, de la mencionada reseña de Postorino. Una de las claves del libro, hasta el punto de figurar en su título, Me limitaba a amarte, surge de unos versos -solo dos, pero preciosos- que se transcriben en la novela y que forman parte de un poema de autor bosnio, Izet Sarajlić, cuya referencia menciona la autora en las notas finales del libro. Como podéis imaginar quienes seguís el espacio desde hace tiempo y conocéis algo de mi carácter y mi modo de proceder, tan exigente, tan perfeccionista, tan meticuloso y hasta obsesivo, no pude resistirme a la belleza de esos versos, ni al hecho evidente de que concentraban la esencia de la novela, sin indagar en la vida y obra de su autor. Así encontré, compré y leí de modo apasionado un breve poemario, Sarajevo, del que quiero dejaros ahora algún breve apunte. 

Publicado en 2013 por Valparaíso Ediciones, con un corto pero sustancioso estudio de Fernando Valverde, que traza una semblanza del autor y proporciona algunos datos de su intensa y difícil biografía, y es responsable también de la selección de los poemas elegidos y de su traducción junto a Sinan Gudžević, ambos poetas, a su vez, y profesores, el librito -apenas ochenta páginas- recoge cuarenta y cinco bellísimos poemas, conmovedores, rezumando sensibilidad, delicadeza, tristeza, ternura y emoción (pero también dureza, desagarro y dolor), escritos, con una sencillez, con una transparencia y con una desnudez que estremecen, durante y sobre la guerra de los Balcanes, en particular en relación con el trágico cerco de Sarajevo. Sarajlić, que murió en 2002, permaneció en la ciudad los 1.336 días del asedio, el de mayor duración en la historia moderna (siete veces más largo que el terrible de Stalingrado, de “solo” cinco meses, en la Segunda Guerra Mundial, que tan bien relató Vasili Grossman, en su monumental Vida y destino, que yo presenté aquí en junio de 2012). En ese tiempo contempló la muerte de sus dos hermanas, Raza y Nina (enterradas de modo clandestino, pues los francotiradores apostados en las colinas que rodean la ciudad disparaban a quienes recogían los cadáveres de sus allegados en calles y puentes y a quienes asistían a los funerales en los cementerios a cielo abierto; y sobre cuya ausencia giran varios poemas), de otros familiares, de amigos y de los que él llamaba “santos de Sarajevo”, los miles de ciudadanos anónimos resistentes en la ciudad y víctimas -muchas veces mortales- de la locura nacionalista, que convirtió la ciudad asediada en una ratonera, funesto escenario de la tragedia de sus pobladores, privados de agua, electricidad y calefacción, sufriendo los bombardeos constantes, las masacres en los mercados, las fosas comunes, la limpieza étnica perpetrada contra los bosnios, las violaciones, la destrucción de edificios emblemáticos -entre decenas de otros no tan “significativos”- como el de la Biblioteca Nacional, cuyo recuerdo, en llamas como consecuencia del impacto de los obuses, permanecen en la retina de todos los que las contemplamos entonces en televisión, aterrados, incrédulos ante la reproducción, transcurrido apenas medio siglo, de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial. 

En su estupendo estudio preliminar, Fernando Valverde recuerda un suceso atroz que “opera”, desde entonces, como dramático emblema del horror de aquella guerra: El 19 de mayo de 1993, Admira Ismić y Boško Brkić, de 25 años, atravesaban el puente Vrbanja aprovechando un permiso. Querían escapar de la ciudad, se conocían desde niños y pensaban casarse. Bosko era un ortodoxo serbio y Admira musulmana. Cuando se encontraban a pocos metros del final del puente sonó un disparo que alcanzó a Bosko en el cuello. Admira se giró y se dirigió hacia él. Un segundo disparo atravesó el pecho de la joven, que con su último aliento logró alcanzar a Bosko, ya muerto, y abrazarlo. Los cadáveres de los dos jóvenes permanecieron allí, durante tres días, sin que nadie se atreviera a recogerlos. La historia de los dos amantes, tan parecida a la de Romeo y Julieta, fue conocida en todo el mundo

Los versos de Sarajlić dan cuenta de esa realidad espantosa. Y lo hacen de un modo directo, explícito, de fuerte impacto, con sus alusiones constantes a los disparos y los bombardeos, a la muerte, al hambre, a la desesperanza, a las pérdidas, a los recuerdos de una normalidad añorada, a la desgarradora cotidianidad desprovista de futuro. Y lo hacen también de un modo íntimo, testimonial, describiendo, en un tono cercano, amable, sencillo, muy humano, su desgarro, su dolor, su sufrimiento, su resignada pero pese a todo combativa aceptación del infausto destino al que él, sus familiares, sus amigos y su pueblo se ven sometidos. Un libro sobrecogedor, emocionante, delicado, sensible, bellísimo, que no deberíais dejar de leer (pedidlo a los editores de Valparaíso; puedo deciros, por experiencia propia, que son extraordinariamente amables). 

Os dejo tres muestras de la hondura del impresionante poemario de Izet Sarajlić. En primer lugar transcribo el poema entero, Una calle para mi nombre, al que pertenecen los versos que cita en su libro Rosella Postorino (la traducción que recoge la novela no es la de Fernando Valverde, que es la que ahora presento). A continuación, otro poema del libro, triste y bellísimo, Adiós a Željko Marjanović. Y como cierre, Sarajevo, con el protagonismo de una lluvia cuyo ambiguo simbolismo ejemplifica la condición material y moral de la ciudad asediada y de sus pobladores. 

Una calle para mi nombre 

Paseo por la ciudad de nuestra juventud 
y busco una calle para mi nombre. 
Las calles grandes, ruidosas, 
se las dejo a los grandes de la historia. 
¿Qué hacía yo mientras se hacía la historia? 
Simplemente te amaba. 
Busco una calle pequeña, simple, cotidiana, 
a través de la cual, sin llamar la atención de nadie, 
podamos pasear incluso después de la muerte. 

No es importante que tenga un paisaje hermoso, 
tampoco que haya pájaros. 
Lo importante es que en ella puedan tener refugio 
cualquier hombre o perro en peligro. 
Sería hermoso que estuviera empedrada, 
pero tampoco esto es imprescindible. 
Lo más importante es que 
en la calle que lleve mi nombre 
no le suceda nunca a nadie una desgracia. 


Adiós a Željko Marjanović 

Morimos. 
 
Morimos terriblemente rápido 
y terriblemente mal 
en esta ciudad 
al final del siglo, 
al final del amor. 

Los jóvenes al menos 
son asesinados, 
que es un altísimo privilegio 
en toda guerra, 
pero cuando repasamos la forma en la que mueren los viejos 
—en las novelas de John Galsworthy— 
la muerte de los viejos 
en la Sarajevo en guerra es terrible. 

Morimos 
en hospitales gélidos 
en pasillos por los cuales 
corre la sangre de nuestros conciudadanos masacrados, 
en las cocinas ajenas y en habitaciones sin ventanas, 
humillados y exhaustos, 
muchos en soledad, 
lejos de aquellos a quienes aman. 


Sarajevo  

Ahora también duermen nuestros queridos inmortales. 
 
Frente al colegio femenino, 
crecido bajo el puente discurre el río Miljacka. 
Mañana será domingo.
Coged el primer tranvía a Ilidža, 
un lugar en el que, como es natural, nunca cae la lluvia, 
la aburrida y larga lluvia de Sarajevo. 
¡Quién sabe cómo se sentiría sin ella Cabrinović en prisión! 

Nosotros la maldecimos, blasfemamos, 
y sin embargo, mientras cae, 
fijamos los encuentros de amor 
como si estuviéramos en el corazón de mayo. 

Nosotros la maldecimos, blasfemamos, 
conscientes de que nunca podrá convertir el río Miljacka 
en el Guadalquivir o en el Sena. 

Y entonces, ¿será un motivo suficiente para amarte menos 
o hacerte sufrir menos ante la desgracia? 
¿Será por ello menor mi hambre de ti 
y mi derecho amargo 
de no dormir mientras el mundo está amenazado 
por una guerra o la peste 
o cuando las únicas palabras posibles son “no olvidar” y “adiós”? 

Además, 
es posible que ni siquiera sea esta la ciudad en la que moriré 
pero en todo caso habría sido digna 
de un yo incomparablemente más sereno. 

Esta ciudad en donde, a decir verdad, 
no siempre he tenido mucha suerte 
pero en donde cada cosa es mía y donde siempre puedo 
amaros a cada uno de vosotros 
y deciros que estoy desesperadamente solo. 

Tal vez en Moscú podría hacer lo mismo 
pero Esenjin ha muerto 
y Evtušenko estará viajando por cualquier parte de Georgia… 
¿Cómo iba a pedir yo auxilio en París 
si ni siquiera han respondido a la llamada de Villon? 

Aquí, en Sarajevo, si necesito ayuda 
incluso los sauces, que son mis conciudadanos, 
conocerán aquello que me hace sufrir. 

Porque en esta ciudad, a decir verdad, no he tenido mucha suerte 
pero en ella la lluvia, cuando cae, 
no es sólo lluvia. 


Con la “excusa” del horror vivido en Sarajevo y, en general, de la terrible experiencia de la guerra en los Balcanes, quiero aprovechar la ocasión para recomendaros una novela excepcional de Clara Usón, una escritora formidable con una muy sólida obra a sus espaldas. La hija del Este, que publicó Seix Barral el ya remoto 2012 y que yo comenté en Todos los libros un libro entonces, es, sin duda, una ficción aunque parte de un hecho real. La autora -que en el texto se “disimula” bajo la apariencia de un mero personaje de novela- se encuentra un día en The Times con la noticia de la trágica muerte de Ana Mladić, una chica serbia de 23 años, atractiva, estudiosa y agradable, que a la vuelta de un viaje de fin de carrera a Moscú con sus compañeros de Medicina, el 24 de marzo de 1994, se disparó un tiro en la cabeza con la pistola “fetiche” de su padre, Ratko Mladić, el sanguinario genocida, el carnicero serbio de la guerra de los Balcanes, el despiadado responsable de la cruel matanza de Srebrenica, subordinado del genocida Radovan Karadžić; ambos condenados a cadena perpetua por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia. Impresionada por los hechos leídos, sintió curiosidad, indagó, investigó, buscó respuestas, aquilató rumores, compulsó datos, y con todo ello fabuló una explicación. En el libro -resultado último de su pesquisa, que se extendió a lo largo de tres años- Usón mezcla realidad y ficción -en un “juego” cada vez más frecuente en tantas novelas actuales, que saltan del periodismo a la literatura, del documento a la invención, de los datos objetivos, verídicos, a la libre capacidad de imaginación del autor-, y escribe, con una prosa magnética, de irresistible atracción, para indagar en la compleja personalidad de la joven e intentar averiguar cuáles fueron las causas que la llevaron al suicidio. En el camino de esa investigación, el texto nos deja una fascinante reflexión sobre la barbarie, el odio y la exclusión, la violencia, la inocencia y el fanatismo, la presencia del mal en nuestras vidas, la búsqueda de la verdad, la culpa, la integridad moral, todos esos aspectos esenciales, en fin, de la naturaleza humana. Del mismo modo, más allá de esa vertiente “universal”, podríamos decir, el libro recoge numerosa información -“real”, contrastada, conocida, publicada en su momento en los medios de comunicación, aunque, por desgracia, como tantas otras veces, olvidada en el curso de nuestro superficial y algo frívolo paso por el mundo- sobre acontecimientos, personajes, hechos, situaciones ocurridos en la inexplicable, la inconcebible, la inimaginable ola de violencia salvaje desatada en el centro de la Europa “civilizada” hace ahora treinta años. 

En La hija del Este se recoge una escena estremecedora que, pese a su extensión, quiero dejaros íntegra por cuanto resulta altamente reveladora de esa criminal barbarie. En un pasaje de la novela se transcriben unos versos de un poema (Convertíos a mi nueva fe, / os ofrezco lo que nadie ha tenido antes, es su comienzo). A continuación, escribe la novelista: 

Son unos versos de un poema sin título del peor poeta de Bosnia-Herzegovina, el presidente de la Republika Srpska, Radovan Karadžić. En unas imágenes del documental Serbian Epics se puede ver al poeta-presidente recitando otros versos suyos, de un poema titulado Sarajevo: «Puedo oír al desastre caminando. La ciudad se quema como el incienso en una iglesia…» Y esos versos oscuros los declama Radovan en un escenario privilegiado: la cima de una de las colinas que rodean Sarajevo, desde donde las fuerzas del ejército serbo-bosnio bombardean con granadas y obuses la ciudad, la acribillan sin cansancio con fuego de metralla, en una mañana despejada, sin nubes, que ofrece una vista espléndida de la ciudad asediada, que se extiende a lo largo del valle, permitiendo contemplar el espectáculo incomparable de las densas columnas de humo y fuego que se elevan hacia el firmamento desde los edificios incendiados por los implacables artilleros serbios. El estruendo de las detonaciones no parece perturbar a Radovan, quien se dirige a su huésped, el poeta y nacionalista ruso Eduard Limónov [en septiembre de 2013 yo os hablé aquí del libro de Emmanuel Carrère sobre el controvertido y execrable personaje], explicándole con asombro cómo él anticipó ese desastre en sus versos, escritos veinte años atrás. «Todo esto yo lo vi, la guerra, las armas, la destrucción… Yo lo escribí hace mucho tiempo. Muchos de mis poemas tienen algo de profético que incluso a mí me asusta —declara con falsa humildad, porque tanto él como su huésped saben muy bien que si Sarajevo arde, como en su poema, es porque él mismo ha prendido la mecha—. Todas estas tierras son nuestras —explica Radovan a su invitado, señalando con un amplio ademán regio la ciudad calcinada y a los bosques y montañas que la circundan—. Fueron ocupadas por los turcos y los actuales musulmanes son sus descendientes. Los serbios que no se convirtieron al islam se refugiaron en las montañas, son los serbios auténticos, pues se negaron a apostatar de su religión. ¡Mire cuántas mezquitas!», añade con una mueca de disgusto. A continuación, el bardo Radovan propone a Limónov disparar sobre Sarajevo con una metralleta, como el gentil anfitrión que invita a su huésped a probar un pastel hecho por su mujer o a degustar el vino de la reciente cosecha, y mientras Radovan juguetea con un perro e intenta infructuosamente llamar a su esposa, la fea Jovanka, con un walkie-talkie, su colega el poeta Limónov sigue con atención las instrucciones que le imparte un soldado sobre el funcionamiento de la metralleta, se acomoda ante ella y, con alegría y entusiasmo y un loable deseo de complacer a su generoso colega, vacía un cargador entero sobre la ciudad. (Hoy mismo la prensa informa del escándalo en Italia por las denuncias de los "safaris humanos", ciudadanos italianos que pagaban por ser francotiradores de fin de semana en la guerra de Bosnia. "Para ser francotiradores de fin de semana pagaban el equivalente a entre 80.000 y 100.000 euros, según las primeras hipótesis de la investigación. Por disparar a niños se pagaba más", escribe Íñigo Domínguez en El País. El mal absoluto)


Este episodio, de atrocidad indescriptible, permite, siquiera de manera dramática, establecer otro vínculo, aparte de los ya señalados -en esencia, el conflicto balcánico, con Sarajevo en su centro-, con mis distintas propuestas de hoy, en particular con la obra del poeta Izet Sarajlić. Cuenta Fernando Valverde, en el iluminador prólogo a su edición de Sarajevo, que el poemario Fin de semana gris, publicado por Sarajlić en 1955, supuso un punto de inflexión en la poesía yugoslava y convirtió a su autor en una referencia para los poetas jóvenes, que acudían a él en busca de apoyo y enseñanzas. Un buen día, refiere Valverde, se presentó ante él un joven montenegrino, nacido en la minúscula aldea de Petnjica en 1945. Acababa de llegar a la ciudad y quería convertirse en poeta. En Sarajevo nadie prestaba atención a aquel estudiante de psicología, con aspecto de pueblerino, al que las muchachas despreciaban y que quería consagrar su vida a la poesía. Hubo varios encuentros, incluso podría decirse que fueron amigos. Una amistad que nació de la admiración que el joven sentía por Sarajlić. Su nombre era Radovan Karadžić, quien iba a ser después el presidente de la Republika Srpska, el ideólogo del cerco de Sarajevo y del genocidio de Srebrenica, el cerebro que tuvo a su servicio a Ratko Mladić. Sobran las palabras. 

Sobreponiéndonos a duras penas al horror, no puedo sino recomendaros la lectura de los dos libros, el que recoge los tiernos, conmovedores, emotivos y dolorosos versos de Izet Sarajlić, y la también trágica, terrible, muy dura y apasionante obra de Clara Usón, constituyendo ambos, poemario y novela, un extraordinario preámbulo a la lectura de mi sugerencia principal de esta semana, Un puente sobre el Drina, la indiscutible obra maestra de Ivo Andrić. 

Yo leí la novela por primera vez hace ya muchos años, en la edición de Debate de 1999, en la estupenda traducción de Luis del Castillo Aragón, capaz de trasladar la melancolía, la sensibilidad, la tragedia, el dolor, la sabiduría, la nostalgia, la poesía, el misticismo, la filosofía, la intensidad, la bonhomía, el simbolismo y el humor, con los que el escritor yugoslavo envuelve la magnética, enternecedora, en muchos casos terrible y siempre aleccionadora historia del legendario puente Mehmed Paša Sokolović, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2007, y que desde tiempos inmemoriales cruza el río Drina en la ciudad, hoy bosnia, de Višegrad. Hay, en nuestro país, diversas ediciones del libro, desde la que, quizá -no he podido comprobarlo-, es la primera, de 1961, en la legendaria colección Reno, de Plaza y Janés, con la misma traducción de Luis del Castillo Aragón. Debo decir, no obstante, que yo he podido cotejar ambas versiones, la del 61 y la del 99, y aunque son casi idénticas, la de Debate, que aparece con la acotación “revisada por René Palacios More”, es más legible gracias a ciertas necesarias actualizaciones en los topónimos, los nombres propios y algunas otras expresiones que se vierten a nuestro idioma de una manera más “natural” (por dejar alguna muestra: el “Vichegrado” que usa Luis del Castillo en 1961, pasa a ser “Višegrad” en la edición cuatro décadas posterior; nombres de personajes que inicialmente se traducían, ahora se mantienen en su idioma original, como un extravagante “Pedro”, dado el contexto, que es ya “Petar”; el vocablo “servio”, reiteradamente escrito así, con esa ortografía, en el libro de Reno (en infinidad de ocasiones, como puede imaginarse, dada la ambientación de la novela), se convierte ya en “serbio” en la traducción más reciente; los actuales “bosnio” o “bosníaco”, presentes en la versión última, aparecen como “bosníano” en la original; entre otros muchos cambios, no demasiado relevantes pero sí apreciables). El pasado 2024, la editorial RBA publicó una nueva versión del libro con traducción de Tihomir Pištelek y Luisa Fernanda Garrido, que no he podido consultar. Esta última es, con seguridad, la más asequible, descatalogadas, probablemente, las anteriores. 

Un puente sobre el Drina es una de las obras más significativas de la literatura europea del siglo XX. Su relevancia literaria, histórica y simbólica se debe a la forma en que Andrić logra entrelazar, en un único relato de gran amplitud temporal, las tensiones y las convivencias que marcaron la historia de Bosnia y Herzegovina a lo largo de cuatro siglos, desde principios del XVI hasta comienzos del XX con el estallido de la Primera Guerra Mundial. El puente de piedra sobre el río Drina, situado en la ciudad de Višegrad, se convierte en el protagonista colectivo de la narración, en torno al cual giran las historias de generaciones enteras de habitantes de la región, pertenecientes a comunidades diversas en lo étnico, lo religioso, lo cultural, lo político y lo lingüístico. Y es que Višegrad -y, en general, la región y Bosnia entera-, situada en el corazón de los Balcanes, ha sido, desde la Edad Media, un lugar de tránsito, contacto y choque entre mundos diversos: el cristianismo ortodoxo oriental, el catolicismo occidental y el islam otomano. Esta ubicación fronteriza confirió a Bosnia una identidad compleja, caracterizada por la coexistencia de comunidades distintas, con tradiciones, lenguas y religiones que, en ciertos momentos, convivieron de forma pacífica y, en otros, entraron en conflicto abierto. Es por ello por lo que ya desde su publicación, y más allá de su indudable calidad literaria, la novela adquirió una suerte de valor simbólico, representando el destino, tantas veces convulso, de los pueblos balcánicos. 

Pero no solo eso, no solo el libro refleja la visión de Andrić, sino que su voz apacible, comprensiva y humanista; su sobriedad narrativa, descriptiva y respetuosa con los personajes y sus vivencias; su muy notable capacidad de observación etnográfica, le han dado a su novela una densidad histórica que trasciende el marco estrictamente nacional o local. En este sentido, el puente sobre el Drina -en su doble consideración, la real del monumento “tangible” y la simbólica del que se describe en el libro- se ha convertido en una metáfora de la historia europea en su conjunto, marcada por la tensión -en un fecundo juego de dualismos que impregna el texto entero- entre tradición y modernidad; entre continuidad y fractura; entre permanencia y cambio; entre reacción y progreso; entre convivencia y violencia; entre tolerante multiculturalismo e identidad excluyente; entre pluralismo y uniformidad; entre abierta e integradora universalidad y pacato y reduccionista particularismo; entre confluencia en las semejanzas y exacerbación de las diferencias; entre la voluntad de coexistencia pacífica de pueblos diversos y la siempre terrible y atávica tentación del enfrentamiento y la guerra; entre creación y destrucción, entre la hermandad y la “conllevancia” orteguiana y el odio y la inquina seculares; entre, en definitiva, la fecunda y enérgica pulsión de vida y el no menos poderoso impulso de muerte. Recuerdo, hace un cuarto de siglo, las palabras de Felipe González, subrayando que él había aprendido más sobre el conflicto de los Balcanes leyendo la novela que en su desempeño como gobernante; buena prueba, al margen de la consideración que nos merezca el político y sus opiniones, de esta dimensión universal del libro a la que me refiero. 

Un puente sobre el Drina no se organiza como una novela tradicional con un protagonista central y una trama lineal, sino como una crónica coral que atraviesa cuatrocientos años de historia en una constelación de episodios unidos al puente de Mehmed Paša Sokolović. Todo lo que el libro narra sucede en torno a él, que permanece inmóvil, más o menos incólume frente al paso del tiempo, mientras generaciones enteras nacen, viven y mueren a su alrededor. En una algo esquemática síntesis, el libro atraviesa tres grandes etapas. La inicial narra la construcción del puente y el comienzo de su historia simbólica en el siglo XVI. La primera imagen del puente, todavía vaga y nebulosa, que estaba destinada a tomar cuerpo, pasó como un relámpago por la imaginación de un muchacho de unos diez años del vecino pueblo de Sokolovitchi, en una mañana del año 1516, cuando era conducido por allí desde su pueblo natal a la lejana, brillante y espantosa Estambul. El muchacho es Mehmed Paša Sokolović (Mohamed-Pachá Sokoli, en la versión inicial para la colección Reno, en un cambio indicativo del espíritu de las modificaciones en la nueva traducción, más respetuosa con las grafías autóctonas), arrancado de su familia a través del sistema otomano del devşirme, traducido en el libro como “tributo de la sangre”, una práctica mediante la cual los agás, relevantes cargos militares turcos, se adentraban en los territorios bosnios y se llevaban a niños varones, sanos, inteligentes y de buen aspecto, de diez a quince años de edad, para incorporarlos al servicio del Imperio otomano. Con el tiempo, el niño llegaría a ser un joven e intrépido oficial de la Corte del sultán, más tarde capitán bajá, después yerno del sultán, general, gran visir y hombre de Estado de reputación mundial. Durante toda su vida recordaría la angustia, el desamparo y el sufrimiento que lo acometieron cuando, desplazado, solo, añorando a su familia, esperaba, con el resto de la comitiva, a la orilla desierta del vasto e infranqueable Drina, en la que los viajeros tiemblan de frío y de incertidumbre, la llegada de la barca lenta y carcomida con su monstruoso barquero, que le permitirían cruzar del río. El sentimiento de malestar físico que le quedó de aquella triste vivencia, una especie de línea negra que, de vez en cuando, durante uno o dos segundos, le partía el pecho en dos y le causaba un profundo dolor, nunca llegó a desaparecer. Al contrario, con los años y la vejez aparecía cada vez más a menudo, hasta el punto de que, en una de esas crisis nostálgicas, llegó a la conclusión de que solo lograría desembarazarse de aquel opresivo recuerdo, si lograba suprimir la barca del lejano Drina, si llegaba a unir por medio de un puente las orillas escarpadas y el agua pérfida que corría entre ellas; si empalmaba los dos extremos de la carretera que se rompía en aquel punto, si ligaba así para siempre y sólidamente Bosnia con el Oriente, su tierra de origen con los lugares de su vida de hombre. Fue, pues, él el primero que, en un instante, tras sus párpados cerrados, vislumbró la silueta robusta y elegante del gran puente de piedra que había de ser levantado

A partir de esa “escena” inaugural, Andrić narra el proceso de levantamiento del puente, rodeado de episodios que revelan tanto la dureza del yugo turco como la resistencia de la población local. La construcción, llevada a cabo por ingenieros otomanos, genera recelos, supersticiones y rumores entre los habitantes, que ven en la obra un signo de poder y de dominación, pero también una promesa de conexión y prosperidad, en una representación muy expresiva de la riqueza de connotaciones simbólicas que encierra la obra, mostradas casi siempre, como he anticipado, en forma de un juego dual. Finalmente, tras cinco años de obras, el puente, con sus poderosos once arcos de piedra, con sus doscientos cincuenta pasos de longitud y sus diez de anchura, se alza como una obra imponente, y todos los sinsabores de sus construcción serán olvidados por los pobladores de Višegrad, que como hacemos los seres humanos con los sucesos desagradables del pasado, los reformularon en términos soportables y aún apacibles, fabulando e inventando, con libérrima imaginación, lo que les hizo sufrir. Tan sólo cuando, fruto de aquellos esfuerzos, surgió el gran puente, empezaron las gentes a recordar los detalles y a adornar el nacimiento del puente real, hábilmente construido con materiales duraderos, con cuentos legendarios que supieron componer de nuevo con arte y que mantuvieron durante mucho tiempo en su mente, leemos, en un apunte elocuente de una de las dimensiones más relevantes del libro, que luego comentaré, lo mágico, lo legendario, la presencia de las tradiciones, de los relatos, de las narraciones orales que se transmiten de generación en generación trasladando el espíritu, el sentir de la comunidad: En todo caso, una cosa es cierta: entre la vida de las gentes de la ciudad y este puente existe un lazo íntimo y secular. Sus destinos están tan entremezclados que no se imaginan ni se pueden contar separadamente. Por eso la leyenda sobre el origen y el destino del puente es, al mismo tiempo, el relato de la vida de la ciudad y de sus habitantes, de generación en generación, de la misma manera que a través de todas las narraciones sobre la ciudad pasa la línea del puente con sus once arcos y una kapia que corona su centro

Esta kapia, la gran terraza ubicada en el corazón mismo del puente, será así, con el puente mismo, el escenario principal de la vida comunitaria. Allí se reúnen los vecinos para conversar, comerciar, discutir asuntos políticos, observar el paso del río o simplemente disfrutar de la compañía mutua. La kapia es, en la novela, el lugar donde se cruzan las historias, donde se transmiten rumores, donde se celebran acontecimientos y donde también nacen los amores y se presencian tragedias. A lo largo de los siglos, la kapia actúa como un microcosmos de la sociedad bosnia: en ella coinciden musulmanes, cristianos ortodoxos, católicos, judíos; hombres y mujeres de diferentes edades; campesinos, comerciantes, soldados, viajeros. En este espacio público se construye una memoria compartida que sobrevive a los cambios políticos y a las transformaciones históricas. 

Y con el hilo conductor de la magnífica obra y de su “ecuménico” lugar de encuentro, la novela registra una infinidad de episodios y relatos que, si bien pueden leerse como historias autónomas, adquieren pleno sentido cuando se integran en el flujo de la larga historia de la comunidad. Así, desde esta lógica, se nos narra la vida en Višegrad durante la segunda gran etapa que refleja el libro, la del dominio otomano y los cambios de la modernidad en los siglos XVII al XIX. Asistimos a la narración, punteada por anécdotas entrañables o dramáticas, relatos íntimos de personajes anónimos -enamorados, viajeros, comerciantes-, para los que el puente se convierte en un espacio de encuentro o de despedida, entrelazada con las reflexiones de corte filosófico y humanista con las que el autor salpica su texto, de las revueltas campesinas, en las que el puente aparece como escenario por el que pasan los ejércitos y donde las autoridades otomanas exhiben su poder y castigan a los rebeldes, muchas veces mediante ejecuciones públicas; del tránsito de caravanas y mercaderes, siendo el puente vehículo del comercio y la comunicación, un eje económico vital para la región; de la presencia constante de la dominación imperial, que se percibe como lejana en ocasiones, pero que se materializa en los rumores de guerra que llegan a sus frecuentadores y, en ocasiones excepcionales, también en violencia y represión; del avance del siglo XIX, con los cambios que trae consigo la modernidad y el despertar de los nacionalismos; de los movimientos independentistas en los Balcanes; de las guerras entre el Imperio otomano y sus pueblos sometidos, singularmente el serbio; del lento debilitamiento de la gobierno de Estambul. Todo ello afecta directamente a la vida en Višegrad y al vasto elenco de personajes que Andrić hace comparecer en su muy plural representación de la existencia de la ciudad. Unos personajes que encarnan, una vez más, la ambivalencia que permea la novela entera. Por ejemplo, los que ven en el Imperio otomano un poder decadente que debe ser reemplazado, y los que, en cambio, temen la inestabilidad y prefieren la continuidad de un orden antiguo que añoran. 

La tercera gran etapa del libro pone al lector en contacto con la llegada del Imperio austrohúngaro y la irrupción del siglo XX, con la Primera Guerra Mundial como desenlace trágico. En pocas páginas, prodigiosas (en una novela en la que pocas de ellas escapan al elogioso calificativo), contemplamos el lento pero inexorable avance del nuevo poder en aquellas regiones fronterizas, tan alejadas del centro vienés. A partir de 1878, la llegada de las fuerzas imperiales cambia de modo trágico el sentido de la dominación (A principios del verano de 1878, algunas unidades del ejército regular turco, que se dirigían de Sarajevo hacia Triboi, pasaron por la ciudad. Se tuvo la certeza de que el sultán entregaba Bosnia sin resistencia. Ciertas familias se preparaban para emigrar a Sandjak. Entre ellas, había algunas que habían llegado trece años antes de Ujitsa, por no querer someterse a la autoridad de los serbios, y que ahora se preparaban para huir otra vez de una nueva dominación cristiana). Los, en general, renuentes ciudadanos de Višegrad, ven poblarse sus calles, el puente, la kapia, por un ejército de funcionarios entregados a arduas reformas administrativas, inexplicables para los lugareños, aferrados a sus consuetudinarias tradiciones (Medían un campo en barbecho, marcaban irnos árboles en el bosque, inspeccionaban los retretes y las alcantarillas, examinaban los dientes de los caballos y de las vacas, verificaban los pesos y las medidas, se informaban de las enfermedades que padecía el pueblo, del número y nombre de los árboles frutales, de la raza de las ovejas y de las aves. Se hubiese dicho que estaban divirtiéndose. Todas aquellas ocupaciones resultaban incomprensibles, fútiles y vanas a ojos del pueblo). Se organiza la administración pública, se racionaliza el funcionamiento de la sociedad, se levantan infraestructuras, se construye un ferrocarril que alterará radicalmente la importancia del puente. Y, una vez más, el narrador nos muestra un muy notable contraste, el que se da entre la modernidad vienesa que irrumpe, impetuosa, y la lenta, sosegada, casi inmutable tradición local; entre el acelerado progreso y sus oportunidades frente al acervo histórico, la raigambre y la herencia. 

El libro se cierra, en su parte final, en los años previos a la Primera Guerra Mundial y el estallido de la contienda. El nacionalismo serbio gana fuerza entre los jóvenes de Višegrad, que ven en el Imperio austrohúngaro un poder extranjero opresor y reclaman la independencia de los pueblos sometidos. Las tensiones alcanzan su punto culminante en 1914, cuando el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo desencadena la guerra. El puente, que en su secular perdurabilidad, fue símbolo de unión, se convierte entonces en escenario de división y violencia. Tropas austrohúngaras y serbias se enfrentan en la región, la población civil sufre desplazamientos, represalias y destrucción. El propio puente, hasta entonces indestructible en la memoria colectiva, es finalmente dañado por las voladuras militares, lo que representa simbólicamente la ruptura de la continuidad histórica y la entrada en una nueva era marcada por la violencia de masas. 

Como se puede apreciar en este breve repaso al hilo conductor que enlaza la narración, ese recorrido cronológico por la Historia de cuatro centurias, Andrić utiliza esa “excusa”, muy bella y evocadora, para mostrar lo que he venido llamando “el juego de dualismos”, fundamentalmente la tensión entre permanencia y cambio: el puente parece eterno, mientras que las generaciones humanas son efímeras; sin embargo, incluso el puente acaba sucumbiendo a la violencia. El puente es, a la vez, un elemento que une y divide, que permanece y se destruye, que refleja la capacidad humana de construir y, al mismo tiempo, la tendencia a la violencia que amenaza toda creación. 

El puente sobre el Drina es, pues, el gran protagonista de una novela en la que descuella entre un largo elenco personajes memorables. Su simbolismo es múltiple, más allá de las facetas ya apuntadas. Representa la unión y la comunicación al permitir el tránsito de personas, bienes e ideas entre las dos orillas del río, que, a su vez, simbolizan dos mundos distintos, Oriente y Occidente (Ese puente es el único paso permanente y seguro a lo largo de todo el curso medio y superior del Drina, y es, al mismo tiempo, el nudo indispensable de la carretera que une Bosnia con Serbia, y aún más lejos, con las restantes partes del Imperio otomano hasta Estambul). Es ejemplo, también, de la división y el conflicto, convertido en más de una ocasión, con el paso de los siglos, en escenario de enfrentamientos y represalias, mostrando que lo que une también puede separar. Encarna de manera admirable las nociones, contrapuestas pero igualmente complementarias, de permanencia y fragilidad, tan propiamente humanas: la aspiración a construir algo duradero y la simultánea vulnerabilidad, nuestra finitud, el carácter efímero de nuestro paso por un mundo marcado por el cambio y la violencia (Y las generaciones se sucedían junto al puente. Pero el puente se sacudía, como si fuesen una mota de polvo, todas las huellas que habían dejado en él los caprichos o las necedades de los hombres, y continuaba idéntico e inalterable). 

El libro apunta también, de modo muy sugestivo, al conflicto entre historia y destino, en tanto muestra que no solo las biografías individuales, sino también las trayectorias de las colectividades, están atrapadas, se ven determinadas, a veces sobrepasadas, a menudo arrasadas por el flujo irrefrenable de la Historia. En consecuencia, la novela se perfila como un relato sobre el tiempo, convertido también en otro protagonista, esta vez invisible. El relato de Andrić muestra los avatares de un tiempo cíclico, con la historia repitiéndose en etapas de calma y violencia, reproduciendo, en distintos períodos, idénticos patrones de represión, rebelión y sufrimiento, que vuelven, una y otra vez, mientras se suceden los imperios y los regímenes. Puente y tiempo, pues, reflejan un nuevo dualismo, la consistencia duradera, inmóvil, de la fábrica humana frente a la fuerza ineludible del tiempo que todo lo transforma. 

Otro de estos prolíficos frentes a los que se abre una novela de fecundidad inagotable es el que atañe a la condición simbólica del puente como espacio de convivencia y conflicto de culturas. El libro es admirable cuando refleja la pacífica y amistosa coexistencia de las comunidades musulmana, cristiana y judía que conviven compartiendo espacios comunes, singularmente la kapia (No se observaba distinción entre turcos, cristianos y judíos. (…) Podía verse a Suliaga Osmanagić, al rico Petar Bogdanović, a Mordo Papo, al pope Mihailo, cura corpulento, poco hablador y espiritual, al grueso y serio Mulá Ismet, hodja [una suerte de autoridad religiosa turca] de Višegrad, y Elías Leví, llamado Hadji-Liacho, rabino conocido allende la ciudad por su juicio sano y su naturaleza abierta). Y esclarecedor resulta también cuando nos ofrece ejemplos de cómo esas religiones y etnias distintas, con sus tensiones latentes, ocultas en los momentos de paz, se enfrentan con violencia y brutalidad en episodios que muestran la dificultad de construir sociedades estables en territorios marcados por la diversidad cultural y religiosa, en una línea de la historia -quizá de la naturaleza humana- que se repite a lo largo de los tiempos y de la que seguimos teniendo tantos ejemplos en los años de las novelas de Postorino y Clara Usón, los poemas de Sarajlić y, por desgracia en tantas partes del mundo en nuestros días. 

Y destacan también, ya en una mención a vuelapluma, otras dimensiones importantes del libro: las profundas reflexiones que contiene sobre el poder y la arbitrariedad (ya sea otomano o austrohúngaro, el poder siempre aparece como fuerza externa que domina y oprime a la población local, manifestándose en castigos crueles, impuestos desmedidos, decisiones despóticas e incomprensibles), en otro aspecto revelador del valor universal de la novela; sobre la violencia (ejecuciones en el puente, expropiaciones, enfrentamientos bélicos), que se revela como una constante histórica que atraviesa las distintas épocas; sobre la importancia de la comunidad, que prevalece sobre las singularidades de los individuos concretos (pese a que la novela se detiene en las vicisitudes de las vidas de sus personajes, es el pueblo en su conjunto el que se constituye en protagonista colectivo; un pueblo al que vemos a menudo como víctima sufriente de la tiránica opresión de los poderosos, pero también como resistente frente a su abusivo dominio y, sobre todo, como memoria, que aflora en los rumores, las leyendas, las canciones populares que transmiten la historia de generación en generación, en una vertiente de libro, la más apacible y entrañable, que lo acerca a ciertos rasgos del realismo mágico). Y el lector se encuentra también con reflexiones sobre la memoria y el olvido, precisamente a través de las historias del puente que se recuerdan de padres a hijos, pero que, con frecuencia, solo permanecen de manera fragmentaria, con detalles que se pierden, personajes que desaparecen, episodios que se olvidan. El puente amplía así su horizonte simbólico al convertirse también en una suerte de archivo silencioso de la memoria de la comunidad, en una singular manera de conservar las huellas del pasado. 

El interés y la “valía” literaria de Un puente sobre el Drina no residen únicamente en la densidad histórica, la riqueza simbólica y la amplitud temática de su contenido, sino también en la manera en que Ivo Andrić construye el relato. Su planteamiento narrativo, que conjuga la crónica histórica con la ficción literaria, permite que la novela funcione a la vez como documento cultural, testimonio colectivo y meditación filosófica. Anoto a continuación, ya inevitablemente de modo resumido, algunos elementos estrictamente literarios que, a mi juicio, contribuyen a hacer del libro una obra excepcional. Por ejemplo, la ausencia de un héroe central, “sustituido” por un aluvión de personajes, de distinta hondura y desarrollo, pero que aparecen y desaparecen sin que ninguno domine la totalidad del relato. También, y ya se ha repetido, la presencia del puente como eje narrativo en torno al que giran las peripecias, las circunstancias, las vidas enteras de los protagonistas. Del mismo modo, resulta singular la estructura episódica, articulado el relato como una serie de historias que podrían leerse de manera autónoma, pero que cobran su pleno sentido integradas en una continuidad más general, al modo de las crónicas o las sagas populares, que dan cuenta de la memoria común de un pueblo. 

Por otro lado, quiero subrayar la “posición” en la que Andrić sitúa al narrador, que, de nuevo a la manera de las crónicas, transmite los hechos con autoridad y distancia, ubicado por encima y fuera del tiempo, con un estilo sobrio y casi desapasionado, objetivo y documental, con aparente neutralidad. Sorprende que la voz narrativa mantenga la contención, no dramatice en exceso, incluso cuando lo que cuenta es terrible, violento, dramático o cruel. Este registro, sin embargo, se ve salpicado por momentos por una voz más lírica, sobre todo al describir el río, la luz, la noche, los paisajes o los sentimientos íntimos de los personajes, en pasajes en los que es el tono el que introduce una dimensión poética al relato. El narrador, además, se inmiscuye en ocasiones en su historia, dirigiéndose con cercanía al lector, siempre en una primera persona del plural que enfatiza el carácter comunitario de la narración (Una mirada llena de dolorosa sorpresa y aquel movimiento orgulloso de su cuerpo que sólo era suyo, y después una muda y sorda sumisión a la voluntad paterna, como era y es costumbre entre nosotros) e incluso con algunos atisbos de leve y discreto humor: En el curso del relato precedente, nos hemos olvidado de señalar una innovación que había sido introducida en la pequeña ciudad. (Ya habrán ustedes observado que olvidamos fácilmente decir aquello de lo que no nos gusta hablar). En el mismo sentido, la novela se caracteriza por una tranquila cadencia y un ritmo pausado en la narración, en los que podemos ver el normalmente despacioso fluir del río Drina, de nuevo símbolo del lento transcurrir de la existencia. Aunque hay, no obstante, interrupciones violentas que aceleran la acción (de la vida: guerras, destrucción, ejecuciones; y del río, con algún episodio de devastadoras inundaciones). 

Pese a que, como he señalado, el narrador es único, intemporal y omnisciente, la novela está poblada por una gran diversidad de voces, coherente esta polifonía estilística con la evidente voluntad de Andrić de conceder espacio a personajes de diferentes religiones, edades y condiciones sociales. Y así, este carácter integrador y multicultural del libro, su mensaje moderado, conciliador, defensor de la pacífica convivencia entre diversas etnias y religiones, entre individuos distintos, entre clases diferentes, se manifiesta en las voces, que el autor nos ofrece, de musulmanes, cristianos ortodoxos, católicos y judíos, de campesinos y comerciantes, de soldados y prostitutas, de enamorados, de padres e hijos, de jóvenes y ancianos, de mendigos y poderosos, cada uno con sus costumbres, lenguas, formas de vida, visiones de la existencia. La novela proporciona así, más allá de su condición claramente ficcional, una deslumbrante muestra de verosímil realismo histórico y atinada observación etnográfica, con muchos de sus episodios basados en hechos documentados (desde la misma construcción del puente hasta la llegada del ferrocarril o los conflictos bélicos). El trasfondo histórico es sólido, reforzado por las constantes referencias a fechas y dataciones, lo que proporciona verosimilitud al relato. Del mismo modo, la “ambientación” antropológica es espléndida, con abundancia de muy precisas descripciones de las costumbres cotidianas, los mercados, los cafés, los rituales religiosos, los matrimonios, las canciones populares. Estos logros que podríamos llamar “realistas” de la novela, afloran también en la representación de la violencia -torturas, ejecuciones y castigos físicos-, presentada siempre con esa neutralidad en apariencia distante a la que me he referido y que resalta su brutalidad. 

Pese a esta ausencia de moralización explícita hay, claro, un “mensaje”, una tesis inequívoca en la novela. Por de pronto, la plasmación de los sucesos violentos es, pese a esa aparente “asepsia” reseñada, de tal crudeza que no admite duda acerca de la posición de frontal rechazo del escritor. Del mismo modo, no parece haber -o al menos yo no he sido capaz de percibirla- una toma de postura expresa a favor o en contra de alguna de las partes históricamente enfrentadas (en síntesis, Oriente y Occidente); hay, tan solo -y no es poco-, una apuesta ética implícita, subyacente al relato de los hechos: la denuncia del poder arbitrario, la compasión por los débiles, el posicionamiento del lado de los que sufren. Estamos, pues, ante una obra extraordinaria, de muy profunda calidad humana y con un alcance y un valor universales al reflejar la fragilidad de la existencia, la búsqueda de sentido, la dignidad en la adversidad, la fragilidad de la paz, la necesidad de preservar la memoria colectiva, la resistencia moral, ofreciendo, aparte de mil y una historias de lectura subyugante, una trascendente meditación sobre la condición humana a partir del sugerente contexto local representado en el legendario puente sobre el Drina. No deberíais dejarla pasar. 

Os dejo ahora con el habitual acompañamiento musical a mi reseña. En una novela con presencia frecuente de baladas y canciones populares, todas ellas de muy difícil localización por mi parte, hay también una mención, no demasiado precisa, a una pieza clásica, una sonatina, indeterminada, para violín y piano de Schubert. Os ofrezco, pues, la número 3, interpretada por Henryk Szeryng al violín e Ingrid Haebler al piano, en una grabación de 1976. Antes de ella, un breve fragmento de Un puente sobre el Drina que recoge el clima de amable convivencia entre los habitantes de Višegrad, plasmado en los juegos infantiles sobre el puente, en los que los niños se divierten en común, sin distinción de razas o credos. 


En el puente del Drina tienen lugar los primeros paseos infantiles y los primeros juegos de los muchachos. Los niños cristianos, nacidos en la orilla izquierda del Drina, cruzan el puente desde los primeros días de su vida; ya, en la primera semana, son llevados a bautizar a la iglesia. Pero también los otros niños, incluso los que han nacido en la orilla derecha, y los niños musulmanes que ni siquiera están bautizados, pasan, como antaño sus padres y sus abuelos, la mayor parte de su infancia en las proximidades del puente. Pescan con caña junto al puente o cazan pichones bajo sus ojos. Desde temprana edad, su mirada se acostumbra a las líneas armoniosas de aquella enorme construcción de piedra clara, porosa, regular e impecablemente tallada. Conocen todas las redondeces y las cavidades tan magistralmente cinceladas, del mismo modo que conocen todos los cuentos y leyendas que están ligados al nacimiento y a la construcción del puente y en los cuales se mezclan y entrelazan de manera extraña e inextricable la imaginación y la realidad, lo verdadero y lo soñado. Y todo esto lo conocen desde siempre, inconscientemente, como si hubiese nacido con ellos, como saben su oraciones, sin acordarse de quién se las enseñó ni de cuándo las oyeron por primera vez.

Videoconferencia
Ivo Andrić. Un puente sobre el Drina

miércoles, 29 de octubre de 2025

DELPHINE HORVILLEUR. VIVIR CON NUESTROS MUERTOS; MARCELINE LORIDAN-IVENS. Y TÚ NO REGRESASTE

Una práctica más o menos repetida en Todos los libros un libro, que, con alguna excepción, viene produciéndose desde el inicio de nuestras emisiones, consiste en consagrar un programa, en fechas coincidentes o cercanas a la festividad de los difuntos, a libros que, desde distintos géneros, con planteamientos diversos y con procedencias también diferentes, tengan como centro a la muerte. No me mueve un oscuro afán morboso (siempre recuerdo -vagamente en los detalles, no así en su núcleo- el chiste de Woody Allen -hoy habrá, anticipo, judíos y chistes y chistes de judíos en el espacio- en una de sus películas, creo que Annie Hall (mi recuerdo emocionado para Diane Keaton), cuando el protagonista, en trance de separarse de su pareja, resuelve con presteza el difícil problema de repartirse los libros que han adquirido y compartido en los años de convivencia: “todos los que lleven la palabra “muerte” en el título son míos”, afirmaba, categórico e impertérrito, el muy neurótico Allen), sino mi convicción (que albergo, de un modo algo sorprendente quizá, desde muy joven, no siendo por tanto una preocupación de mis actuales muchos años) de que la muerte es, sin duda, una de las cuestiones fundamentales en la vida humana, nuestro obvio destino, motivo por tanto, de estudio, análisis y reflexión. Así ocurrirá también con mi reseña de esta semana, al ser hoy, día de la emisión, 29 de octubre, y teniendo, pues, a la vuelta de la esquina, el 2 de noviembre, Día de Difuntos en el mundo entero; razón por la que quiero proponeros la lectura de un libro magnífico, centrado abiertamente en el tema y que constituirá el “plato principal” del “menú” de esta tarde; y de un segundo título, también con un vínculo tangencial aunque indudable con la muerte, pero que comparecerá aquí al hilo de su conexión -esta sí directa y expresa- con la primera obra. Sus autoras, mujeres las dos, francesas ambas y amigas, además, hasta la muerte de la mayor de ellas, son Delphine Horvilleur, la más joven, nacida en 1974, y Marceline Loridan-Ivens, que falleció en 2018 a los noventa años. La primera presentó en su país en 2021 Vivir con nuestros muertos, un inesperado, dado su temática y su enfoque, éxito de ventas, con cientos de miles de ejemplares vendidos, y galardonado también con el Premio Babelio de No Ficción de ese año, una distinción que otorgan los seguidores de esa plataforma lectora digital. En España el libro apareció en la Editorial Libros del Asteroide en 2022 con el subtítulo original, Pequeño tratado de consuelo, y con traducción de la muy reconocida Regina López Muñoz. La segunda es la autora de Y tú no regresaste, que, traducido por José Manuel Fajardo, ofreció a los lectores españoles la editorial Salamandra en 2015. Yo hice una muy breve reseña de él en junio de 2017, que ahora recuperaré parcialmente como cierre a mi presentación del muy interesante ensayo -no sé si es correcta la adscripción genérica- de Horvilleur. 

Quiero aprovechar esta introducción para señalar también que siendo judías las dos escritoras y estando muy reciente aún el segundo aniversario, el pasado 7 de octubre, del brutal ataque terrorista de Hamás sobre Israel, que provocó la muerte de 1.200 personas y el secuestro de otras 250, tomadas como rehenes; y, con posterioridad y hasta casi hoy mismo, incluso después de la frágil tregua, la reacción no menos violenta del gobierno de Netanyahu contra la población de Gaza, con decenas de miles de víctimas, infinidad de niños y mujeres entre ellas, resulta inevitable relacionar el contenido y los planteamientos de los dos libros, escritos con anterioridad a estos hechos y que, por lo tanto, no los contemplan, con la situación que en la actualidad se vive en aquella región, tan acostumbrada, por desgracia, al sufrimiento y el horror. Intentaré volver, pues, sobre este asunto en el curso de mi análisis. 

Delphine Horvilleur es filósofa, escritora (con numerosas obras publicadas; la última, de abril de este 2025 y que no ha visto aún la luz en España, Euh... Cómo hablar de la muerte a los niños) y, por encima de todo, en una condición especialmente relevante en relación con el libro que ahora presento, rabina. En el año 2008, con solo treinta y tres años, y siendo la tercera mujer en Francia en conseguirlo, recibió su ordenación en el Hebrew Union College, el Colegio de la Unión Hebrea, un instituto judío de religión, con una sede principal en Jerusalén y varias en Estados Unidos. Con una formación muy sólida, que se percibe en cada una de las páginas de su libro, fruto de su aprendizaje del árabe y el hebreo en Jerusalén, de sus estudios de periodismo en París, profesión que ejerció en Francia e Israel, y de su instrucción en la doctrina hebraica en Nueva York, es actualmente codirectora del MJLF (JEM), el Movimiento Judío Liberal de Francia (Judaísmo En Movimiento), una asociación religiosa, de corte progresista y abiertamente reformista (en el sentido en el que lo es el tradicional republicanismo ilustrado francés), que aboga por el diálogo interreligioso, la igualdad de hombres y mujeres, y una visión desprejuiciada y laica (si se puede decir así; analizaré luego la pertinencia del término aplicado a la escritora) del judaísmo, que combina el conocimiento profundo de la tradición con su respetuosa adaptación a los valores seculares. Horvilleur es también la actual jefa de redacción de la revista de pensamiento judío Tenoua, que alberga regularmente sus colaboraciones y desde la que se ha pronunciado en fechas recientes sobre la tragedia de Gaza, en un planteamiento sobre el que luego volveré al adentrarme en la presentación de su libro. Su visión moderna y abierta que, de nuevo, se trasluce de modo muy notorio en Vivir con nuestros muertos, encaja -y espero que la información no sea interpretada desde una reduccionista y absurda lógica “antiheteropatriarcal” (valga el “palabro”)- en el hecho de que esté casada con Ariel Weil (evidentemente judío, dados sus nombre y apellido), economista, político y destacada figura del Partido Socialista francés, en cuyas listas accedió a la alcaldía, que ahora ocupa, del importante distrito central de París. 

Vivir con nuestros muertos muestra, ya desde su título, su mensaje más profundo -la vida y la muerte fuertemente entrelazadas-, que aflora también, y así lo recoge Horvilleur en el curso de su estudio, en el término hebreo con que se designa a los cementerios: En esta lengua [el hebreo], el cementerio tiene un nombre a priori absurdo y paradójico. Se denomina beit hajaim, la «casa de la vida» o la «casa de los vivientes». En un contexto, el que envolvía la redacción del libro, marcado aún por la pandemia, la autora constata, no solo como mera ciudadana afligida por las terribles consecuencias de la propagación del virus, sino en el mismo ejercicio de su misión como rabina (que la lleva a oficiar muchos más funerales que bodas: Hoy en día se muere más gente de la que se casa, confiesa en una entrevista), la irrupción súbita y masiva de la muerte en nuestra cotidianidad: Un día, durante el primer confinamiento, recibí una llamada de una familia. Sus miembros estaban en el cementerio, frente al ataúd de su padre, sin nadie que les prestara apoyo. No habían pedido a ningún amigo que los acompañara porque no querían poner en riesgo a nadie. Pero no sabían ninguna oración judía y me suplicaban que los asistiera a distancia. Así, me vi murmurando al teléfono unas palabras que ellos repitieron en voz alta. Por primera vez en mi vida oficié un entierro desde el salón de mi piso para una familia con la que ni siquiera había intercambiado una mirada. Al colgar me dije que todas las esclusas habían saltado por los aires. La muerte había entrado sin permiso en nuestros espacios de vida. Dio con nuestras direcciones y se coló en casa de todos, en nuestras familias o en nuestras conciencias. O, mejor dicho, nos recordó que nunca se había marchado, que campaba a sus anchas, y que nuestro poder se reducía a escoger las palabras y los gestos que pronunciaríamos en el momento en que ella se manifestara

He ahí el desencadenante de su libro, confesado abiertamente en sus primeras páginas: Encontrar esas palabras y conocer esos gestos encarna el núcleo de mi trabajo. Palabras, gestos, narraciones, historias, rituales, oraciones, acompañamiento, cercanía, alivio, consuelo. En eso consiste mi función. Acompaño a mujeres y a hombres que en un momento crucial de sus vidas necesitan narraciones. Esas historias ancestrales no son exclusivamente judías, pero yo las enuncio con el lenguaje de mi tradición. Tienden puentes entre épocas y generaciones, entre las personas que han sido y las que serán. Nuestros relatos sagrados abren un pasadizo entre los vivos y los muertos. El papel del narrador es quedarse junto a la puerta para asegurarse de que permanece abierta. El papel del rabino, el de este libro, es el de servir, a través de las palabras, de puente entre la vida y la muerte, de tal manera que los muertos no mueran sino que permanezcan vivos entre los vivos: La biología me inculcó hasta qué punto la muerte forma parte de nuestras vidas. Mi profesión me muestra a diario que podemos hacer que lo contrario sea igualmente cierto: también en la muerte puede haber un lugar para los vivos. Para ello, es preciso que podamos contarlos, encontrar palabras que los preserven mejor que el formol. Cada vez que oficio en el cementerio trato de honrar y ampliar ese lugar mediante la fuerza de unas historias que dejan huellas indelebles dentro de nosotros, la prolongación de los muertos entre los vivos

Los judíos, cuenta Horvilleur, en cada ocasión en que brindan, lo hacen con una expresión que ahuyenta la muerte y celebra la existencia: Lejaim, ¡por la vida! En hebreo, la palabra jaim, la vida, es un plural; en esa lengua la vida no existe en singular. El hebreo proclama que cada uno de nosotros tiene muchas vidas, no sucesivas sino trenzadas, como hilos que se cruzan a lo largo de la existencia y aguardan el desenlace para distinguirse. En hebreo, nuestras vidas conforman un tapiz hasta que podamos deshacer los nudos contando nuestras historias

De nuevo las historias, las palabras, trenzadas, entretejidas. Y para mostrar ese intrincado tapiz la escritora divide su estudio en once capítulos, cada uno de ellos centrado en un protagonista distinto (personajes públicos y anónimos, célebres y desconocidos, amigos y familiares, niños y ancianos) y en los que entrelaza historias de sus biografías particulares (vidas y duelos que he tenido que vivir o que he podido asistir) con análisis e interpretaciones de sus muertes a la luz de la Biblia y los textos sagrados de la tradición judía, singularmente el Talmud, junto con aportaciones extraídas de sus propios recuerdos personales, íntimos en más de un caso, en episodios clave relacionados con los asuntos tratados. Algunos detalles, señala, debieron ser modificados para respetar la intimidad de los deudos, mientras que otros se mantienen fieles a la realidad, contando la autora con la autorización de las familias concernidas

Tres muy destacados frentes, pues, relato, exégesis y confesión, en un libro que pretende alejar el tabú que sobre la muerte impera en nuestras sociedades, que la ocultan, la disimulan, la rodean de eufemismos, la condenan, en definitiva, a ese silencio que la autora pretende quebrar con sus palabras. Unas palabras que hablan del dolor, de la incredulidad, del miedo, de la desesperación, de la aceptación, del coraje, de la resignación, de la tristeza, del asombro, de la perplejidad, de la rebeldía, de la negación, de la ira, de la negociación, de la depresión y de la resignación que, en mayor o menor medida, acompañan a la muerte cuando comparece en nuestras vidas. Unas palabras, además, bellísimas, engarzadas en una escritura precisa, de léxico muy rico, rebosante de erudición pero a la vez sencilla y hasta pedagógica, luminosa y vital, llena de un muy acusado humor que rebaja la solemnidad de los temas tratados, rezumando sensibilidad, inteligencia, empatía, ternura, muy conscientemente pensada para lectores no especializados. La prosa, que hibrida géneros (relato autobiográfico, prédica pastoral y ensayo sobre el judaísmo) oscila entre el tono coloquial de anécdotas, chistes o escenas desopilantes en velatorios (Esto son dos supervivientes de los campos que están haciendo humor negro sobre el Holocausto. Dios, que pasaba por allí, los interrumpe: «Pero ¿cómo os atrevéis a bromear con tamaña catástrofe?», y los supervivientes le dicen: «¡Tú qué vas a saber, si no estabas allí!»), y las abundantes manifestaciones de una muy alta cultura, con constantes profundizaciones etimológicas, pormenorizados análisis de las tradiciones y rituales hebreos y referencias a películas, canciones y obras literarias que la escritora, con talento e inteligencia, engarza, a través de metáforas inspiradas y vínculos muy sugestivos, con los distintos asuntos analizados. 

Podría pensarse que la posición de partida de Horvilleur, religiosa, rabina, judía, pudiera convertir su texto en un sermón dogmático, anclado de modo estricto a las premisas de sus creencias (que sea cual sea la fe que se profese muy a menudo suelen tener algo de doctrinario, de rígido y cerrado, de categórico o excluyente). Nada más lejos de la realidad en este caso. A lo largo de la obra, y singularmente en su segundo capítulo, centrado en Elsa Cayat, la “psicoanalista de Charlie” (Charlie Hebdo, la polémica revista satírica francesa, que a lo largo de su provocadora y accidentada trayectoria sufrió, entre otros múltiples incidentes -juicios, agresiones, ataques-, el brutal atentado del terrorismo islámico que el 7 de enero de 2015 acabó con la vida de doce personas, en su mayoría colaboradores del semanario, entre ellos el director de la revista y la propia Elsa Cayat, y también un visitante de paso, un guardaespaldas y dos policías), Hourviller deja clara su postura sobre la religión en general y sus creencias judías en particular. 
 
Elsa había sido, en cariñosa descripción de su amiga, una mujer erudita, antirreligiosa, judía sefardí, psicoanalista francesa, militante feminista, madre cariñosa, amiga sin reservas, alma cultivada y bocazas. En su funeral, el 15 de enero, debiendo, en su condición de rabina, decir unas palabras de despedida a los fallecidos y de acompañamiento a sus amigos y familiares, Delphine es presentada al inmenso gentío que se agolpa en el parisino cementerio de Montparnasse, por Béatrice, la hermana de Elsa, que la introduce con unas palabras que la estremecen, la hacen pensar y suscitan en ella unas esclarecedoras reflexiones que incorpora a su libro. Esto dijo Béatrice: Os presento a Delphine, nuestra rabina. Pero ¡no os preocupéis, que es una rabina laica! Esa aparente contradicción -rabina laica- revela a nuestra invitada de esta semana, en una primera instancia, que sus palabras en aquel acto debían conciliar el ateísmo y el laicismo de su amiga, su cualidad de judía no creyente, la arreligiosidad transgresora de ella misma y de la redacción de Charlie, con su responsabilidad como rabina que le exige transmitir el mensaje de la tradición hebraica (El ateísmo de los Cayat, el apego de Elsa hacia la laicidad y hacia el espíritu de Charlie, donde publicaba una columna quincenal, debían poder dialogar con las palabras de la tradición judía que yo, rabina, tenía la responsabilidad de transmitir aquel día). En último término, el aparente oxímoron le pone de manifiesto no el descubrimiento repentino e inesperado de su doble condición -la de autoridad religiosa hebrea y, a la vez, intelectual laica- de la que Delphine era consciente desde siempre, sino del sentido último de esa expresión, que algunos juzgarán absurda o descabellada, pero que encierra una valiosa enseñanza, una verdad profunda, acerca del modo en el que el judaísmo entiende el pensamiento, las creencias, la vivencia de la religión. 

La laicidad francesa, que Horvilleur defiende y de la que es, a mi juicio, un excepcional exponente, no opone la fe al descreimiento, no establece fronteras entre quien cree en un Dios o en otro, o entre quienes no creen en Él o lo consideran una invención. Su fe, su judaísmo no representa un conjunto -en el fondo vacío- de certezas excluyentes, de convicciones cerradas, de sentimientos de pertenencia identitarios y segregadores; por el contrario, su religiosidad laica acepta -y defiende con vehemencia- que siempre hay en ella un territorio más amplio que mi creencia, capaz de acoger la de otro que ha llegado a él para respirar. Según su muy informada visión del judaísmo -muy distinta, por desgracia, a la fanática e intolerante que propugnan las versiones más radicales de su ortodoxia- la identidad judía no es proselitista, no pretende convencer a nadie -al “otro”- de que la suya es la única verdad. Además, afirma de manera rotunda, al no haber un corpus unitario que determine y acote de modo unívoco su contenido, se mueve en una cierta indefinición que preserva, en su propio seno, espacios libres para concepciones distintas a las propias: “el” judaísmo siempre es más amplio que “mi” judaísmo. Es por ello, que en el trance de pronunciar las palabras de acompañamiento en el funeral de Elsa Cayat, Delphine lo hará persuadida de que en el judaísmo que ella representa, caben una judía no creyente y una rabina, sin que ninguna de las dos pueda reivindicarse como más legítima. Y a partir de esta constatación proclama, como declaración de principios: si yo no dejo un espacio en mi judaísmo para el de ella, lo traiciono. Reducirlo a mi definición o a la suya equivaldría a profanarlo (…) ser «rabina laica» significa eso mismo: recibir como una bendición el hecho de que mis creencias jamás podrán ser hegemónicas, ni en el seno de la nación francesa ni en el de la tradición judía. Y alegrarse de que bajo el sol haya suficiente espacio libre para que cada cual recobre el aliento

En una primera manifestación de la sutil ilación que engarza los textos talmúdicos con la realidad analizada, con las circunstancias personales de aquellos a los que se refiere, con las cuestiones abstractas objeto de su estudio, Horvilleur cita una conversación ancestral -con dieciocho siglos de antigüedad a sus espaldas- entre sabios rabinos. Debatiendo sobre las implicaciones simbólicas, religiosas o relativas a la legislación judía de una cuestión secular menor, la construcción de un horno, las opiniones de los estudiosos divergen, por lo que, uno de ellos, Eliezer, pide a un árbol, a un arroyo, a los muros de la casa, que contraríen las leyes naturales para dar así una prueba inequívoca de la validez de su tesis. El árbol se desarraiga, el riachuelo altera su curso, las paredes de la vivienda se inclinan y, sin embargo, el resto de los rabinos no aceptan las sucesivas demostraciones. Desesperado, recurre a un último argumento: Si tengo razón y la ley está de mi parte, una voz celeste se pronunciará. Al momento, resuenan unas palabras celestiales: La opinión de Rabí Eliezer es conforme a la ley. Los rabinos, sin embargo, rechazan también ese testimonio y se encaran con Dios recordándole que Él les hizo entrega de la Ley en el monte Sinaí. Ahora está en nuestras manos y no en las tuyas. Nosotros somos los responsables de su interpretación, y ningún milagro ni manifestación sobrenatural invalidará la opinión de los sabios tal como se expresa por la mayoría, lo que provoca la simpática y comprensiva reacción de Dios: Dios se echó a reír y exclamó: “Mis hijos me han vencido, mis hijos me han vencido”

El episodio, en la lúcida interpretación de nuestra muy inteligente rabina, supone un puñetazo en la mesa con respecto al pensamiento religioso tradicional. Los rabinos de la leyenda, en el siglo segundo de nuestra era, cuestionan la supuesta jerarquía de poderes; ponen en cuestión el sometimiento a una autoridad “trascendental”; descreen, por lo tanto, de una visión dogmática e inflexible de su religión; defienden, en consecuencia, la figura de un Dios bienhumorado, que acepta con “deportividad” un papel subsidiario al de los hombres; inventan, en definitiva, un pensamiento religioso que es una forma de a-teísmo, en el sentido más literal del término, un mundo donde Dios no se entromete y donde las decisiones humanas prevalecen cuando son objeto de controversia. Y, a continuación, en otro giro habitual en el libro, brota la conexión con las manifestaciones culturales contemporáneas, con la cita de Jacques Prévert: Padre nuestro que estás en los cielos, quédate ahí, que nosotros nos quedaremos en la tierra, tan hermosa a veces

Esta es, pues -y sirva el largo excurso para dar cuenta de ella- la posición de partida de Delphine Horvilleur, el punto de vista desde el que concibe su libro: abierto, respetuoso, comprensivo, tolerante, “pacífico”, flexible, indulgente, ecuménico: Me cuesta creer que semejante Dios [el afable y divertido de la leyenda rabínica] pudiera ofuscarse por las portadas de Charlie Hebdo, por irreverentes que sean, o por las crónicas de una psicoanalista insolente que lo manda a paseo (…) Grande es el Dios del humor. Diminuto el que carece de él. Una perspectiva prudente, afable, razonable y juiciosa que, confiesa, hereda de sus ancestros: mi abuelo era rabino, o por lo menos había asistido a una escuela rabínica antes de ser profesor. Para todos nosotros poseía la envergadura de un patriarca, y mucha gente lo consideraba un hombre piadoso. Pero el silencio en torno a Dios era marca de fábrica de ese judaísmo que a la sazón se denominaba «israelita», centrado en un racionalismo republicano, revestido de un fuerte apego hacia todos los ritos religiosos domésticos, pero practicado con una discreción extrema que nada debía revelar —ni al mundo exterior ni a los miembros de la propia familia— de las creencias o prácticas de cada cual

Este planteamiento tan heterodoxo y contrario a los extremismos y los fundamentalismos -y continúo con las cuestiones generales, antes de hacer un repaso breve al contenido intrínseco del libro y a algunos de los principales temas que aborda- aflora también en la posición de la autora sobre el conflicto palestino-israelí y, de un modo más reciente, sobre la tragedia de Gaza. En el penúltimo capítulo del libro, de título Israel, que cuenta con un protagonismo destacado de Isaac Rabin, deja claras, con su habitual libertad de pensamiento y espíritu, que la ha llevado a definirse simultáneamente como sionista y propalestina, sus ideas sobre el ancestral enfrentamiento. Una Delphine muy joven -estamos en noviembre de 1995- se encuentra en Jerusalén, desde donde se dirige, con su pareja -un soldado con permiso de fin de semana-, a Tel Aviv, para asistir a un mitin por la paz que contaba con la prevista presencia de Isaac Rabin, primer ministro del Estado de Israel. En el curso de su viaje asistimos a sus reflexiones, sustentadas, inicialmente, en un cierto cuestionamiento de la relación con su novio -un hombre criado en esa lengua [el hebreo], laico, antirreligioso y armado-, sobre las lenguas (entre ellos habían hablado en inglés, francés en ocasiones y, ahora, tres años después de su primer encuentro, íntegramente en hebreo: el hebreo había acabado con nuestra torre de Babel amorosa). En sus divagaciones, la autora medita sobre su lengua hecha de capas, préstamos y sedimentos. Ninguna lengua es pura, sostiene, pero en el hebreo, de manera singular, se mezclan voces plurales, nacidas de ámbitos y realidades diversas, fruto de culturas y valores distintos (Tengo la sensación de que pocas lenguas cuentan con tantos vocablos procedentes de raíces extranjeras, como injertos de orígenes lejanos que han olvidado su procedencia de lugares remotos). 

El hebreo es, además, una lengua “resucitada”, recuperada a finales del siglo XIX como lengua del sionismo tras casi dos milenios sin usarse en la vida cotidiana, “congelada” en la liturgia y los textos sagrados. Y esa secularización lleva -llevó- consigo el peligro de revivir una latente energía religiosa, cerrada y dogmática, reactivando fuerzas apocalípticas y violentas de aquellos antiguos textos. Esa colisión entre la cerrazón autoritaria del dogma que muchos pretenden sostener y la apertura a una realidad heterogénea, plural y diversa, presente en una lengua hecha, en cierto modo, del aluvión de gentes llegadas a Israel de todas partes del mundo (Hablar hebreo consiste a menudo en hablar de las civilizaciones con las que se han cruzado los judíos, en reconocer los vestigios de lo que han tomado prestado o de lo que se les impuso. Dime adónde te exiliaste, por quién fuiste dominado, quién intentó exterminarte, y te diré qué lengua hablas. El hebreo «puro» es siempre políglota y, más que cualquier otra cosa, estratificado. Acumula las capas de influencia que le dieron forma. Naturalmente, todas las lenguas pueden decir lo mismo, pero la resurrección de esta hace aún más obvio el fenómeno); presente también en las lápidas de los cementerios que atraviesan en su itinerario (en los cementerios hay rastros de horizontes plurales, una reunión de difuntos llegados del mundo entero y que han expresado en todas las lenguas su voluntad de descansar aquí); presente asimismo en la languideciente relación sentimental con su pareja (yo era la exiliada y él el arraigado en la tierra. Hijo del kibutz, le costaba creer que yo supiera tan poco sobre la naturaleza, y a mí me parecía que era el hombre más ignorante de nuestra historia y sus dramas que hubiera conocido nunca; un auténtico judío enraizado), todos esos conflictos son puestos en relación por Horvilleur en su camino a Tel Aviv. El asesinato de Rabin, horas después, disparado a quemarropa por un extremista ultranacionalista judío, en la entonces llamada Plaza de los Reyes de la ciudad (hoy plaza Yitzjak Rabin), tras haber pronunciado su famoso discurso por la paz y cantado el Shir LaShalom, La canción de la paz, sirve, veinticinco años después -el libro se escribió en 2020-2021- a la hoy rabina (en francés, también en su traslación al español, “rabinne” suena como Rabin) para vincular metafóricamente todas estas circunstancias (Supe que la muerte de Rabin convertiría en uno solo mi desasosiego sionista y mi desasosiego amoroso) y propiciar su lúcido análisis final sobre la actual realidad del estado de Israel y el conflicto entre dos visiones opuestas de la presencia judía en Palestina. Este “juego” dual comparece así como oposición entre uniformidad y pluralismo; entre raíces y propiedad (la tierra prometida como derecho absoluto y excluyente) y exilio y desarraigo (que se legitima en la justicia, la igualdad y el cuidado del otro); entre las palabras que matan y las que -como demostrará en su libro- consuelan; entre la tradición impuesta como un relato clausurado hecho de maldiciones atávicas, héroes bíblicos y agravios antiguos para justificar el odio y su interpretación abierta y libre capaz de “reanimar” lo valioso: las ideas, los amores, los pactos, sin convertir a los muertos en un programa político. Frente al sionismo de la identidad, intransigente, mesiánico, nacionalista y, en ocasiones, asesino, Horvilleur contrapone el sionismo de la extranjería, de la equidad, de la democracia, de la paz: 

Mi sionismo se nutrirá para siempre de exilio, de no pertenencia, de conciencia de todo lo que la historia de esa tierra, exactamente como la lengua, debe a su encuentro con los demás, con la singularidad en la que se basa y que sigue hablando en ella. 
La absoluta legitimidad de un pueblo para construirse e instalarse allí procede del recuerdo de la condición judía, de la que la diáspora ha dado testimonio durante tantos siglos. 
«Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto», «Recuerda que tu padre fue un arameo errante», «Recuerda tu pasado idólatra»..., repite la Biblia a los hebreos que se asientan en la Tierra Prometida. Les dice: no olvides todo lo que le debes a tu origen, que no está aquí sino en otra parte. No te imagines que esta es tu tierra natal. No es una patria en el sentido etimológico, pues no es la tierra donde nacieron tus padres, sino el lugar que no te hará olvidar de dónde vienes, y que en el recuerdo del exilio te enseñará a amar a otro que aceptas no comprender nunca del todo, ni poseerlo. 

Desde estas muy tolerantes premisas, Horvilleur sostiene sus reflexiones sobre la insoportable y dramática situación que vive la región tras el ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023. Por exceder los límites del espacio os dejo el enlace a un interesante artículo publicado por ella en la revista Tenoua en mayo de este año con un título explícito: Amar (verdaderamente) al prójimo, no quedarse callado, del que extraigo un breve resumen de su inequívoca postura: Este amor a Israel hoy consiste en llamarlo a un salto de conciencia... Consiste en apoyar a aquellos que saben que la democracia es la única lealtad al proyecto sionista. Apoyar a quienes rechazan cualquier política supremacista y racista que traicione violentamente nuestra historia. Apoyar a quienes abren sus ojos y corazones al terrible sufrimiento de los niños de Gaza. Apoyar a aquellos que saben que solo el regreso de los rehenes y el fin de la lucha salvarán el alma de esta nación. Apoyar a quienes saben que, sin un futuro para el pueblo palestino, no hay futuro para el pueblo israelí. Apoyar a aquellos que saben que ningún dolor se alivia y que ninguna muerte se venga matando de hambre a personas inocentes o condenando a los niños

Y esas dos mismas ideas-fuerza que he querido subrayar en esta ya muy larga introducción (rabina laica y sionismo integrador) inspiran el libro entero, sugerente, inspirador, inteligente y emotivo. Coherente con esa postura transigente y conciliadora, la narradora pone el foco de su relato en la voz de los otros, los familiares y amigos de los difuntos, y ella misma se permite el titubeo, la duda, la confesión de su incertidumbre, de su impotencia, incluso, en ocasiones, de sus errores, lo que, como parece evidente, fortalece la credibilidad de su discurso y lo acerca al lector. Así, en un repaso somero, comparecen -aparte de Elsa Cayat e Isaac Rabin, con sus muertes violentas, ya mencionadas- Marc, un hombre de cincuenta y nueve años que deja atrás unos padres, una compañera y un hijo de los que Delphine descubre que desconocen lo esencial de la vida del fallecido, que se le revela a la rabina por azar a través de una correspondencia oculta entre él y su psicoanalista… ¡Elsa Cayat!; Sarah y Sarah, la primera de ellas, una anciana que ha mantenido hasta su muerte un mutismo absoluto -incluso ante su hijo- sobre su vivencia de los campos de concentración, y la segunda la propia abuela de Delphine, partícipe también de lo que la escritora identifica como “el silencio de los supervivientes”; el niño al que la muerte de su hermano pequeño, Isaac, deja en él, en sus inocentes ocho años, y en sus padres, un rastro de tristeza e incomprensión; Ariane, amiga de la autora, de coincidentes embarazos primerizos, y fallecida, cuando las dos hijas son aún muy pequeñas, tras la larga travesía que conlleva el tratamiento de un cáncer; Myriam, la mujer a la que Horvilleur dio clase de hebreo en una sinagoga de Manhattan, cuando la rabina vivía en Nueva York, y cuya experiencia, el intento de controlar todos los extremos de su vida y de su muerte, hasta el punto de planificar con todo detalle sus exequias, resulta ser una de las historias más extraordinarias que yo jamás haya tenido ocasión de oír, en palabras de la autora; el Moisés bíblico, el hombre que no quería morir; el tío Edgar, enterrado, junto a los antepasados de Robert Debré, los de Karl Marx y Léon Blum, los del gran rabino Guggenheim, los del matemático Laurent Schwartz, los de la periodista Anne Sinclair, el Quién es quién funerario de los grandes linajes judíos franceses, en el cementerio israelita de Westhoffen, entre Alsacia y Lorena, profanado en 2019, poco antes de la redacción del libro, y al que viaja su sobrina para, a través de la historia de Caín y Abel, volver sobre el juego dual que subyace a las dos visiones contrapuestas del judaismo y brindar, una vez más, con la esperanzadora fórmula: Lejaim!, «¡por la vida!»

Todos estos relatos se presentan atravesados por valiosas reflexiones sobre la especificidad de lo femenino en la función rabínica; la necesidad de la escucha; la importancia de los ritos para encauzar la pérdida; el valor de las palabras para evitar que el dolor se desborde o se silencie; el antisemitismo contemporáneo; el rechazo a la consideración de vida y muerte como compartimentos estancos; la resistencia ante la idea de una muerte entendida como clausura; la muy frecuente inanidad, la falta de significación “real”, el mal uso del lenguaje o la pobreza narrativa de nuestro discurso sobre la muerte, de las condolencias con las que habitualmente pretendemos consolar a los familiares y allegados de los fallecidos; la singularidad de cada duelo; el “retorno” fantasmal de los que han muerto en las existencias de quienes los sobreviven; el difícil aprendizaje del morir; la importancia de una serena toma de conciencia de nuestra finitud; los modos de encarar la ausencia; la voluntad de reforzar los lazos que se tejen entre los vivos y los muertos; la mirada crítica y autoparódica sobre el judaísmo, plasmada, en más de una ocasión, en los chistes (Van dos rabinos en la parte de atrás de un taxi en Nueva York y uno le dice al otro: «Soy insignificante y mediocre. Soy inexistente». El otro replica: «Pues yo soy polvo de polvo, humo inconsistente, informe y ridículo». El taxista se vuelve hacia ellos y exclama: «Pero vamos a ver, señores, si con su sabiduría de grandes rabinos son ustedes polvo y humo, entonces ¿yo qué soy? Nada de nada, un infeliz desecho, un residuo...». Los dos sabios se miran sobresaltados y dicen: «Pero este ¿quién se ha creído que es?»); entre otros interesantes asuntos. Estamos, en definitiva, ante un texto que cuestiona nuestra relación con la muerte y nos invita a amar la vida, la de los vivos a los que debemos consolar y la de los muertos que acaban de dejarnos, a través de actos que hagan perdurar su memoria. 

De entre todos los capítulos del libro destaca el titulado Marceline y Simone que evoca la amistad entre Marceline Loridan-Ivens, escritora y cineasta, y Simone Veil, abogada y figura política de la República, las chicas de Birkenau, en expresión ligera y desprejuiciada de la irreverente Marceline. En una historia emotiva, deliciosa pese a la dureza de su dramático pasado común, sugerente, aleccionadora, se nos muestra a dos mujeres muy distintas (El moño prieto de una [Simone] y las crines salvajes de la otra [Marceline] hablaban de ellas de una forma casi caricaturesca. Sus compromisos políticos y sus estilos de vida estaban en las antípodas. El sentido absoluto del deber, la constancia y la vida familiar de una [Simone]; la libertad total, política y amorosa, el rechazo a ser madre de la otra [Marceline]), unidas no solo por los recuerdos inenarrables del infierno “concentracionario” compartido, sino por su resiliencia, por su extraordinaria fuerza cívica, por su reivindicación activa de la memoria contra el negacionismo y la banalización: 

Simone y Marceline encarnaban la posibilidad de retomar la palabra, de contar sin rebozo no solo lo que ellas habían vivido sino lo que cada cual había escogido hacer con ello. Los compromisos de Simone y Marceline, políticos, cinematográficos o amorosos, me enseñaron lo que significa «volver a levantarse» y, sobre todo, cómo permitir que otros hagan lo propio. Decían: esto es lo que nos ha pasado a nosotras, pero recordad que no somos «solo» lo que nos pasó. Y no únicamente eso, sino que somos capaces a pesar de todo de emprender una forma de reparación del mundo, lejos de competiciones victimistas que en nombre de los sufrimientos padecidos dan carta blanca para vocear la propia rabia. 

Es esta mención postrera a Marceline Loridan-Ivens la que me permite completar mi reseña trayendo aquí mis palabras de hace unos años a propósito de Y tú no regresaste, su obra autobiográfica, presentada por la editorial Salamandra en 2015 en traducción de José Manuel Fajardo, un texto intenso y conmovedor, un interesante y emotivo libro escrito cuando su autora estaba a punto de cumplir noventa años. Loridan-Ivens fue una escritora y realizadora cinematográfica, superviviente de distintos campos de exterminio, de concentración y de trabajo, a los que había sido conducida por su condición de judía -Rozemberg es su apellido de soltera, antes de adoptar los de sus dos sucesivos maridos- en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. 

A los quince años, en marzo de 1944, Marceline es arrestada junto a su padre en Bollène, en el sur de Francia, al optar por la espera en la mansión familiar -una noche de más- en vez de escapar de la previsible detención, un error de funestas consecuencias. Tras diversas vicisitudes que la llevarán, junto a otros cientos de judíos, a Marsella y desde allí, en un vagón de tercera clase, a Drancy, un campo de internamiento francés, padre e hija forman parte del contingente de mil quinientas personas deportadas en el siniestro convoy 71 rumbo a Auschwitz-Birkenau. 

Al llegar al campo, y por consejo de otro desterrado, miente sobre su edad, hecho que salvará su vida al superar así la división por edades y resistencia física que hacían los militares nazis en la perversa selección inicial. Separada muy pronto de su padre, inicia su trágico itinerario que la llevará de Birkenau (el campo colindante a Auschwitz en el que está internado su progenitor) a Belsen-Bergen, luego a Raguhn, en un terrible periplo por diversos centros de confinamiento y exterminio, hasta acabar cavando zanjas en Theresienstadt, otro campo en el que será liberada el 10 de mayo de 1945. 

El libro se articula como una larga carta al padre, cuya presencia, evocada a partir de la oscura, y sin embargo acertada, profecía en la que, tras su detención, el adulto anticipa la salvación de la niña y su propia muerte: Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré, impregna la obra entera. El padre, una figura con un poderosísimo influjo en la vida de su hija -un mago, el hombre que me hacía abrir los ojos como platos-, un personaje cercano al mito al que la chica ama sin límite -Te quería tanto que estaba feliz de ser deportada contigo-, aflora, pues, de continuo en el libro a través de infinidad de recuerdos de la infancia, los juegos, las inocentes peleas, la admiración, las innumerables pruebas de un amor intenso al que ni la dureza de las separación ni el paso del tiempo logran vencer: Todavía hoy, cuando escucho decir «papá» me sobresalto, aunque hayan pasado setenta y cinco años, aunque lo diga alguien a quien ni siquiera conozco. Esa palabra salió de mi vida tan pronto que me hace daño; sólo la puedo decir en mi fuero interno, pero de ningún modo articularla. Y sobre todo, no puedo escribirla

Tras su separación en el campo, el padre lograría hacer llegar una breve nota a su chiquilla. La joven conseguirá leerla para perderla después sin saber cómo. Las escasas líneas recordadas serán también el desencadenante de su memoria, que saltará desde la descripción de algunas de las horribles condiciones de su cautiverio hasta la no menos trágica vivencia de su liberación y su posterior existencia marcada para siempre por los dramáticos episodios vividos y por la desaparición de la figura paterna. 

Son numerosas -y aterradoras y escalofriantes- las “escenas” que Marceline logra rememorar de los trenes en que es trasladada de un encierro a otro y también de su malhadada vida en los campos: el hambre y la desnutrición; el desesperado robo de pan del bolsillo del abrigo de una muerta; las masas de desplazados enfermos de tifus; los inevitables contagios; las “descargas” de los convoyes; los hornos crematorios, las cámaras de gas; la tierna y a la vez espeluznante imagen de una niñita abrazada a su muñeca, desconcertada e indefensa; la de otra niña que es abatida a culatazos porque no resiste el trabajo de carga que deben hacen juntas (y la culpa consiguiente -Yo la maté- por no haber podido “sostenerla” en su debilidad); los recuentos obsesivos; la ejecución de Mala, nuestra heroína, que intentó fugarse y fue fatalmente capturada; las chicas que se arrojan a las alambradas eléctricas o que caen bajo ráfagas de metralleta mientras huyen inútilmente; las inclemencias del tiempo y las plagas de parásitos; la amistad (que glosa en su libro Delphine Horvilleur) con Simone Anne Jacob -que acabará siendo la destacada intelectual Simone Veil-, un sostén durante la reclusión; los ingenuos y bienintencionados intentos de disimular la tragedia: Vamos a Pitchipoï, dicen los adultos, usando la palabra yidish que alude a un destino desconocido, un eufemismo infantil para entretener a los niños y ocultarles su inexorable camino a la muerte; la jerga de los campos: México, la zona en que sitúan los estacionados al lado de los crematorios, sinónimo de muerte próxima; Canadá, el lugar en que se clasifica la ropa, un trabajo cómodo pese a que al afanarse con los vestidos de los muertos deberá exponerse al olor de carne quemada, que no me abandonaría jamás

Y ante todas estas penalidades, la ataraxia; la pérdida de las referencias de amor y sensibilidad; el extremo endurecimiento; la insufrible -pero en esas circunstancias también liberadora- presencia de la muerte, enlazando con mi otra propuesta de esta tarde. Pero -escribe más adelante dirigiéndose al fantasma del padre- no fue la muerte quien te llevó. Fue un gran agujero negro, del que yo vi el fondo y el humo. Y de ese agujero negro da cuenta la autora en la última parte de su libro, centrada, tras el fin de la guerra, en su difícil intento de recuperar una cotidianidad normalizada en un París liberado que da la espalda a la tragedia, aparentemente ajeno al drama vivido por tantos de sus habitantes. 

El 10 de mayo de 1945, Marceline es liberada en el campo de Theresiendstadt (Yo nací ese día, dice; desde entonces, su hermana Jacqueline le regala flores cada año). La joven recuerda, casi insensible, a los ciudadanos cantando la Marsellesa por las calles; la relativa indiferencia de la familia, desmantelada, afectada también por el drama, por el padre desaparecido; la estéril investigación sobre el destino del progenitor, todo conjeturas, salvo el Acta de Desaparición, el impreciso documento oficial que llegará en 1948; la inalcanzable normalidad; los varios intentos -obviamente fallidos- de suicidio; los tristemente logrados de sus hermanos Michel y Henriette (Murieron de tu desaparición); la irremisible desdicha; la imposibilidad de arrancar los recuerdos; la incapacidad para la vida; las muchas secuelas físicas (los pies helados y entumecidos para siempre, los círculos en brazos y piernas por las infecciones, las huellas de los bastonazos en la nuca) y psicológicas (temblando en los vestíbulos de las estaciones, no pudiendo soportar los cuartos de baño con ducha de los hoteles ni la visión de las chimeneas de las fábricas). 

El campo permanece en todos nosotros. Lo llevamos todos en la cabeza y hasta la muerte, escribe, y así aflorará en los actos más triviales de su vida corriente: duerme en el suelo al no poder soportar el confort de un lecho, tras tantos meses de duros camastros; se mantiene flaca y menuda porque debo mantenerme delgada y esbelta para que no me envíen al gas la próxima vez; no soporta desnudarse, aborrece su cuerpo, la desnudez asociada a la mirada gélida de Josef Mengele, que en el campo señalaba a las víctimas con su bastón y decidía en el acto quién viviría y quién no; le tiene horror a la carne y a su elasticidad. En aquel lugar vi deformarse las pieles, los senos, los vientres, vi a las mujeres doblarse, arrugarse, vi el deterioro acelerado de los cuerpos, descarnados hasta el esqueleto, hasta la náusea, hasta el crematorio; su amiga Simone, ya abogada, continúa acumulando cucharillas de café sin valor para no tener que beberse a lengüetadas la horrible sopa de Birkenau. 

Y poco a poco, las fuerzas resurgen -sentía palpitar en mí las ganas de vivir-, la vida sigue, accede a algo parecido a una existencia ordinaria, milita en la clandestinidad, aboga en favor de las causas de los argelinos, de los palestinos, de los vietnamitas y los chinos, de la izquierda revolucionaria de los años sesenta y setenta, comparte el canon progresista de la época, se casa por dos veces, abandona el Rozenberg familiar y conserva los apellidos de sus dos maridos, el último el cineasta Joris Ivens, treinta años mayor que ella, “Él”, la figura del padre perdido (A fin de cuentas, te casaste con tu padre, le dice Henri Cartier-Bresson) pero nadie podía ocupar su puesto, porque toda la vida, sus muchos años posteriores, continuará buscando su recuerdo en las líneas de la carta perdida: Yo sé todo el amor que ellas contienen, las he buscado durante toda mi vida

Al fin, escribe en 2015 a modo de resumen forzosamente desesperanzado: Tengo ochenta y seis años, el doble de la edad que tenías tú al morir. Hoy soy una señora vieja. No tengo miedo a morir, no siento pánico. No creo en Dios ni en que haya algo después de la muerte. Soy una de los 160 que todavía viven de entre los 2.500 que regresaron. Fuimos 76.500 los judíos de Francia que partimos hacia Auschwitz-Birkenau. Seis millones y medio murieron en los campos. Ella lo hizo con noventa años, una mujer de fuerza extraordinaria, capaz de disertar con el cigarrillo entre los labios acerca de la ausencia de Dios en Auschwitz, el orgasmo femenino y las virtudes del vodka; una única y misma conversación sobre el componente sagrado de la vida, como escribió de ella Delphine Horvilleur en el indispensable Vivir con nuestros muertos que hoy he querido recomendaros. Dentro de unas semanas, en Buscando leones en las nubes, dedicaré hasta tres emisiones a ese libro memorable. 

De este libro es, precisamente, el breve fragmento con el que hoy cierro mi reseña y que refleja, en cierto modo, una de las claves de la obra, la idea de la profunda imbricación de muerte y vida, y la consiguiente necesidad de adecuar nuestro lenguaje mortuorio a ese entrecruzamiento sustancial: Me he dicho muchas veces que tanto para mí como para mis seres queridos deseo que el día de nuestro entierro nuestras vidas puedan ser evocadas desde una perspectiva distinta de la tragedia, que se nos brinde la posibilidad de ser rememorados mediante otros léxicos y otros registros, que nuestras vidas puedan verse como un thriller, una serie romántica, una leyenda mitológica o incluso una comedia popular. Lo que sea con tal de que en nuestro entierro se nos permita no ser reducidos a nuestras muertes y transmitir cuán vivos estuvimos en vida

Tras el bello texto, una pieza musical, que no puede ser otra que Shir La-Shalom, La canción para la paz que cantó Isaac Rabin antes de ser asesinado. Aquí aparece en la versión originaria de 1969 del grupo Najal. 

Videoconferencia
Delphine Horvilleur. Vivir con nuestros muertos