Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de noviembre de 2024

PREMIOS NOBEL (II). JOHN GALSWORTHY, THOMAS MANN, PATRICK MODIANO, BOB DYLAN 

Buenas tardes. Todos los libros un libro, en la estela aún de la reciente concesión del Premio Nobel de Literatura, en su edición de 2024, a la surcoreana Han Kang, una de cuyas obras, La vegetariana -quizá la más conocida y sin duda la de mayor reconocimiento crítico-, yo había presentado en nuestro espacio en el año 2017, está dedicando desde hace siete días una serie, que continúa en la emisión de hoy y se cerrará el miércoles próximo, en la que se repasan las obras de otros galardonados por la Academia sueca cuya lectura os he recomendado en las muchas temporadas de este espacio y en el otro que dirijo en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes. En total son cerca de veinte los escritores que -en bastantes casos en programas previos al otorgamiento del premio- han sido objeto de mi atención, y de todos ellos quiero hablaros en este repaso “nobelístico”. 

De este modo, la semana pasada me referí a la citada Han Kang, al francés nacido en Argelia Albert Camus, al británico, aunque de origen japonés, Kazuo Ishiguro, a la canadiense y en estos días polémica Alice Munro y al peruano, también con nacionalidad española, Mario Vargas Llosa. Y, del mismo modo, hoy recupero para vosotros mis reseñas de los libros de otros cuatro laureados, algunas no emitidas y otras radiadas en versiones del programa muy breves, sin presencia en YouTube y, por tanto, muy distintas a las que conforman nuestro actual esquema. Estamos, pues, ante unas propuestas apasionantes, no solo por su calidad, en principio obvia dada la entidad del premio que las avala, sino también, y sobre todo, porque se trata de, en general, libros de lectura torrencial, capaces de proporcionar altas dosis de placer en la ingente cantidad de páginas que entre todas suman (miles en cada una de las tres emisiones del ciclo). 

Ya solo mi primera sugerencia de la tarde supone quince libros, que, entre todos, sobrepasan con creces las tres mil quinientas páginas, por lo que si os decidís a adentraros en su soberbio universo tendréis asegurados meses de excelente disfrute. Me estoy refiriendo a la obra mayor de John Galsworthy, prolífico escritor inglés, premio Nobel en 1932, con decenas de obras publicadas, que narró, entre 1906 y 1933, fecha de su muerte, la apasionante vida de una familia, los Forsyte, en un ciclo novelístico excepcional formado por nueve grandes novelas, varios breves “interludios” y una veintena de cuentos, algunos de cuyos títulos principales habían aparecido en España hace décadas, desperdigados y en traducciones defectuosas, pero que desde 2013 se han presentado, de un modo ahora coherente y debidamente estructurado, en el seno del sello Reino de Cordelia, que nos ha ofrecido la serie entera, en ediciones muy cuidadas, en tapas duras, con portadas bellísimas y un pequeño número de deliciosas ilustraciones (aunque, eso sí, publicada en España en un orden que no siempre ha respetado el cronológico natural de su escritura original; un hecho que rebaja en parte la calificación de coherencia con la que acabo de describir la edición). 

Así, entre esa fecha y 2021 han visto la luz La Saga de los Forsyte, que recoge en un único tomo El propietario, En los Tribunales y Se alquila, junto a dos piezas intermedias, la genial El veranillo de San Martín de un Forsyte y Despertar; la segunda entrega de la serie, que bajo el título de Una comedia moderna engloba, en este caso en volúmenes separados, El mono blanco, La cuchara de plata, precedida del interludio Un cortejo silencioso, y por fin El canto del cisne al que antecede otro sucinto y sustancioso “entreacto”, De paso; y la tercera y última trilogía, Fin de capítulo, compuesta por las novelas Esperanzas juveniles, Un desierto en flor y Al otro lado del río, esta última, de 1933, ya póstuma. Además, la editorial ha publicado también -entre otras obras del británico no vinculadas a la saga- En compañía de los Forsyte, una recopilación de relatos que retoman y matizan las biografías de los miembros de la familia entre el fin de la primera trilogía y el arranque de la segunda. 

En todos los casos la traducción corresponde a Susana Carral Martínez, una labor presumiblemente sacrificada y en general espléndida pues, aparte de no interferir en la lectura y permitirnos deslizarnos por ella con placentera normalidad, nos traslada sin dificultad a los registros lingüísticos de la burguesía victoriana británica; aunque con respecto a la cual me permito, sin embargo, plantear alguna objeción menor. Y es que el uso reiterado, sobre todo en la segunda trilogía, de términos y expresiones como “no dice más que chorradas”, “chao” (con esta grafía), “a la porra su alma”, “resultaba imposible imaginar el operativo”, “le soltó un rollo” o “la vida era un rollo”, “una monada”, “cierto dominio del tema” (siendo “el tema” el juego del golf), “mantenerse en la pomada”, “les había metido dos goles” (en sentido figurado) y otras similares (incluyendo un “mejor no meneallo” que, quizá por su débito quijotesco, chirría extraordinariamente), resulta -a mi juicio de lector profano- no sólo un anacronismo -¿está registrado el uso de tales vocablos en el español de la época?- sino un inexplicable desajuste con las opciones escogidas para el resto de la obra, en la que, entre otras muchas muestras posibles, los hijos hablan a sus padres de usted, la solemnidad define las relaciones entre amigos y el formalismo decimonónico impregna la expresión de los personajes. Pequeños fallos excusables, insisto, en una tarea descomunal y, en general, solventada con éxito (por esta “hazaña”, Susana Carral ha sido finalista del Premio Nacional de Traducción, lo que rebaja todavía aún más la pertinencia de mis objeciones). 

Como resulta fácilmente imaginable, constituye una labor de todo punto imposible resumir aquí siquiera lo esencial de estos miles de páginas de soberbia narración. Diré tan solo ahora, además de recomendar apasionadamente y con auténtico fervor su lectura con el primordial argumento -que no requiere justificación- de su extraordinario interés y su arrebatadora belleza, que en los libros sobre la familia Forsyte, Galsworthy sigue durante casi medio siglo a tres generaciones del clan, en un recorrido que va desde 1886 hasta bien avanzada la década de los treinta, aunque sobre todo en las primeras entregas de la serie hay referencias episódicas a otros remotos antecesores de los personajes, retrotrayéndose hasta mediados del siglo XVIII con el primer Jolyon Forsyte, agricultor y modesto propietario rural y también fundador de la dinastía, al ser el abuelo de los diez hermanos que integran la generación principal de protagonistas de la obra de Galsworthy, una familia que se ramifica en decenas de hijos, nietos, primos y los consiguientes parientes políticos en un árbol genealógico muy frondoso y ramificado que se nos ofrece -en un “cuadro” de extraordinario valor metafórico y hasta pedagógico- en las páginas iniciales del primer volumen. 

Si tuviera que resumir en una sola idea principal la multitud de enfoques, tesis y niveles de lectura que afloran en la serie (y que pueblan, incontenibles, mis extensas notas de lectura, de imposible resumen), creo que el conflicto entre la atracción del dinero, la propiedad y el instinto de posesión (desde esposas a servidumbres de aguas), por un lado, y los efectos de las emociones, singularmente el amor, la pasión y la belleza, sobre el ser humano, por otro, concentraría lo esencial de la desbordante propuesta del Nobel británico: el enfrentamiento titánico, de dimensiones casi mitológicas, de la propiedad legal frente a la belleza sin ley. Los Forsyte encarnan el espíritu y los valores de la burguesía de la Inglaterra victoriana, rígida y austera: la moral efímera, el sentido común, el deber y el orden, el férreo imperio de la ley, la moderación, la envarada dignidad, la compulsión acumuladora, el ahorro, el mercantilismo, la adoración del beneficio y el lucro, la meticulosa preocupación por el incremento de las cuentas bancarias, la riqueza y la seguridad, los principios comerciales, el capital, los derechos reales, la especulación, el febril apego a la tradición, el hábito, el ciego conservadurismo, las aptitudes heredadas y los bienes transmitidos en herencia, la cautela innata, el aborrecimiento de toda creación, toda novedad y toda aventura, el convencionalismo, el refinamiento, la seguridad, la timorata elusión de riesgos, el individualismo, la sensatez y el prosaísmo, la ponderada severidad y la falta de imaginación, el empuje, el esfuerzo y la tenacidad, la competitividad, el odio a la ociosidad, el comedimiento y la reserva, la discreción y el equilibrio, la ausencia del menor sentimentalismo -y aun de sentimientos-, la imposibilidad de entregarse a nada en cuerpo y alma, el egoísmo y el propio interés como únicas metas, la incondicional veneración al Dios de la Propiedad, cuya cruda divisa guía sus pasos en el mundo: Nada a cambio de nada y casi nada a cambio de seis peniques

Y en ese universo estricto y gélido, inflexible y disciplinado -y sin embargo fascinante- aparece un personaje, Irene, la joven esposa de Soames (uno de los Forsyte de la segunda generación londinense, el personaje más representativo, quizá, del espíritu familiar, sobre el que gravita gran parte del peso de la obra), cuya presencia -poderosísima aunque apenas se muestra directamente y sí a través de la mirada de los demás, siempre en segundo plano- revolucionará ese mundo opresivo y clausurado, agarrotado y austero, encarnando los valores antitéticos al cerrado ambiente forsyteano, representando la vida, la rebeldía, la emoción, las fantasías, las pasiones, las esperanzas, los amores, el arte, el palpitar, los deseos, el temblor, los sentimientos, el placer, la naturaleza, la gratitud, la nobleza, todo lo fecundo de la existencia. Una Irene, espíritu de la belleza universal, de la que el lector (y muchos de los personajes) se enamora perdidamente -y creedme, no es una metáfora, no al menos en mi caso- arrebatado por su deslumbrante encanto, por su resplandeciente figura, por su magnética personalidad, por su dulzura, por su gracia, por su inteligencia, por su fragilidad y también -en una paradoja fácilmente entendible- por su firmeza, por su irresistible atractivo, emblema vivo (pese a tratarse de una construcción literaria) de todas las mujeres a quien uno amó hasta la consunción. La serie entera es, pues, también, una profunda y conmovedora historia de amor, guiada por un lema: los amores difíciles y poderosos no se desvanecen con el paso del tiempo

Como es obvio -y aunque la dualidad Soames/Irene aflora casi hasta la última línea de los miles de páginas de la obra (aunque en la tercera trilogía -han pasado los años- ambos desaparecen para dar paso a las jóvenes generaciones de la familia, en particular Fleur, hija de Soames, que, casada con Michael Mont desplaza el eje central de esas entregas finales al ámbito familiar de los Mont)- la saga desarrolla muchas otras tramas y se abre a numerosos temas de los cuales el más destacado e interesante sea, quizá, la evolución de Inglaterra, que corre en paralelo a la (relativa) descomposición de la firme cerrazón, del anquilosamiento entumecido de los Forsyte, ambos -el país y la familia- “amenazados” en su orden por los cambios de los tiempos (Los jóvenes se han cansado de nosotros, de nuestros dioses y de nuestros ideales, dice, en un momento de la obra, uno de los más conspicuos representantes de la estirpe). En suma, la saga entera constituye así, un espléndido fresco de ese desarrollo histórico británico, en el que se muestran los principales hitos de sus transformaciones económicas y sociales: el país fundamentalmente agrario de antes de la era industrial; la revolución de las máquinas y el cambio apresurado del mundo, con los Forsyte que dejan atrás su pasado rural y son ya una familia rotundamente burguesa y asentada en la holgura económica; la Inglaterra victoriana, abocada a la desaparición; el imperialismo; las guerras; el ferrocarril y el auge del comercio; los avances científicos; el movimiento obrero; la democracia; el acceso a la modernidad. Una obra monumental e imprescindible. 

Y si John Galsworthy es un clásico, aunque quizá no suficientemente leído en nuestro país, qué decir de mi siguiente recomendación de esta tarde “nobelesca”, el alemán Thomas Mann, que recibió el premio de la Academia sueca en 1929. De su importante obra -Los Buddenbrook, que yo leí de adolescente, sin enterarme demasiado, La montaña mágica, como títulos principales- yo presenté en Todos los libros un libro, en reseña que no se pudo emitir al coincidir con la pandemia, La muerte en Venecia, una breve novelita objeto de una inolvidable versión fílmica, del mismo título, la obra maestra de Luchino Visconti que yo vi, deslumbrado, en 1972. 

El libro del autor alemán es, como digo, una novela corta publicada originalmente en 1912 -aunque hay fuentes que mencionan 1911 o 1914- y que cuenta en España con numerosas ediciones desde hace décadas. Quiero destacar aquí ahora las varias que, en distintos formatos, ha publicado Edhasa, la reciente de Navona en su pulcra y ejemplar colección Los ineludibles, y la que esta tarde he elegido, la primorosa de Edelvives, que conserva la traducción impecable -común a las demás ediciones- de Juan José del Solar y que cuenta además con unas magníficas ilustraciones del pintor Ángel Mateo Charris que recogen de un modo insinuante y alusivo, no frontal ni necesitado de superfluos subrayados, la perturbadora atmósfera de belleza y decadencia de la obra original. 

La anécdota -no es más que eso- que constituye el núcleo de Muerte en Venecia es simple y se resume en pocas frases. Gustav von Aschenbach, un afamado y prestigioso escritor alemán, con una vida centrada casi en exclusiva en su profesión, atado a sus rígidas costumbres y a la férrea disciplina de su arte, que ve avanzar poco a poco el inexorable declinar de su existencia, decide alejarse de su estricta rutina y proyecta una escapada a algún cosmopolita balneario en el entrañable sur. Así, parte hacia una isla del Adriático, no lejos de la costa de Istria. Pronto comprueba que el entorno no es el idóneo para la tranquilidad buscada y, movido por una extraña fuerza interior que lo impulsa hacia lo desconocido, decide visitar Venecia e instalarse allí para pasar los meses de verano. La llegada al hotel en que se aloja de una numerosa familia polaca le hace fijarse en el joven hijo del clan, Tadzio, un muchacho bellísimo que provocará su aturdimiento y desconcierto, primero, y su fascinación y enamoramiento después, llevándolo a una inquietante alteración de su natural equilibrio, una turbadora conmoción con ribetes de delirio que lo perturbará, resquebrajando los sólidos principios en que fundamentaba su vida, y obligándolo a replantearse sus concepciones sobre el arte, la belleza, el amor, la moral y, en definitiva, sobre el sentido de nuestro paso por el mundo, en un proceso que acabará por desembocar en un final trágico que no revelaré. 

Mann inicia su novela con el retrato físico y moral de Aschenbach. De estatura inferior a la media, moreno y peinado hacia atrás, su cabellera raleando en la coronilla sobre una cabeza grande en relación con su cuerpo enjuto, casi quebradizo; las mejillas también delgadas, magras, la frente surcada por arrugas, la nariz recta y poderosa sosteniendo unos anteojos dorados, todo en su fisonomía revela una personalidad sufriente reflejo de una vida interior difícil y agitada. 

Y es que desde las primeras páginas se nos muestra la convulsión que remueve el alma del personaje. Estamos ante un artista, culto y solitario, que guía su vida por los principios del rigor, la austeridad y la razón. Ensayista y escritor de relatos y novelas, nacido en una familia de oficiales, jueces y funcionarios públicos, servidores del Estado, Von Aschenbach (en quien los críticos expertos ven los rasgos de Goethe, de Gustav Mahler -significativa la coincidencia en el nombre- y, sobre todo, del propio autor) ha hallado en el autodominio, en la disciplina, en la tenacidad, la razón de ser y la justificación de su existencia y de su obra artística. Orgulloso de continuar el rastro del espíritu burgués de sus padres, se vanagloria de su perseverancia, de su austeridad, de su obstinación, de sus “abstenciones”, de su férrea capacidad -viril y valerosa- para domeñar las pulsiones delicuescentes de la carne, para rechazar la entrega cobarde a las tentaciones, para renunciar a la ligereza, a la pereza, a la lasitud, al capricho, a la flaqueza, a la desgana, a la improvisación y a la holgazanería, a la debilidad, al placer, al vicio y a la pasión, a las costumbres disipadas y serviles (jamás había conocido el ocio ni el despreocupado abandono de la juventud), impropias de un espíritu superior, forjado en la renuncia y la lucha, en la inflexible voluntad, en la sobriedad y la entereza, en el sacrificio y el combate (contra el enemigo exterior, en las guerras en las que había participado como militar, y, sobre todo, contra sus demonios interiores). Su concienzuda dedicación al arte le exige la paz conventual y el abandono del mundo, de sus gozos y pasiones turbulentas. Sirva como resumen de su severa y rigurosa naturaleza la descripción que sobre él encontramos en las primeras páginas del libro: Cuando, al filo de los treinta y cinco años, cayó enfermo en Viena, un fino observador dijo sobre él en una reunión de sociedad: «Vean ustedes, Aschenbach ha vivido siempre así –y cerró el puño izquierdo–, nunca así», y dejó que su mano abierta colgara libremente del brazo del sillón. 

No obstante, en su madurez bien avanzada, con la decadencia mostrando ya sus primeros efectos, algo en él perturba esa aparente solidez tan estrictamente lograda. Su taciturna soledad se agita cuando alguna “inquietud” mundana llama su atención, su espíritu se debate entre el reconocimiento de los rasgos de aventura, sentimiento, originalidad, belleza y genuina vivencia que se ocultan tras una leve distracción cotidiana, tras una conversación banal o una sonrisa, y, por otro lado, la convicción de que en todo ello se esconde lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito, el exceso, lo fútil, lo innecesario, lo depravado, lo irrelevante, lo alejado de la excelsitud de la obra artística. Encerrado en sus opresivas rutinas, ocupado de modo obsesivo con las tareas que le imponían su yo y el alma europea, atado en exceso por el imperativo de producir, demasiado reacio a la distracción para enamorarse del abigarramiento del mundo exterior, comienza a percibir ligeros atisbos de la asfixia que le atenaza en su constreñido espacio vital, en su claustrofóbico pequeño mundo, y experimenta -siempre de manera mesurada y bajo control- ciertas señales de la insatisfacción que se esconde tras su obcecada, implacable y fría entrega a la construcción de su vida y su arte. El impulso viajero que lo llevará a Venecia es, sobre todo, más que una mera necesidad de relajación estival o una comprensible voluntad de establecer una inocua pausa en su porfiada dedicación, un afán impetuoso de huida, una apetencia de lejanía y cosas nuevas, un deseo de liberación, descarga y olvido. Agotado espiritualmente por la exigencia constante, por su extenuante liza, por la casi inhumana necesidad de autocontrol, se concederá un descanso y abrirá en su vida, sin ser siquiera consciente de ello, una ventana al extravío, un paréntesis de espontaneidad e improvisación, un cambio de aires que le renovara la sangre. Y en Venecia, cuyo paisaje a la vez peligroso y bellísimo, embriagador e indolente, enfermizo y sensual, constituye otro de los personajes del libro, como luego veremos, surge, inopinada y fulgurante, la irresistible presencia de Tadzio, una aparición milagrosa, una epifanía, una estremecedora conmoción que sacudirá el ascético equilibrio de su vida. 

Tadzio, un efebo de cabellos largos y unos catorce años, lo impresiona, en primer lugar, por la perfección de sus formas, por la blancura marfileña de su rostro, por la delicadeza y la gracilidad de sus rasgos, por su espléndida cabellera dorada, por el indudable encanto de sus gestos, por su seductora sonrisa, por una inocencia casi infantil combinada con un leve asomo de adulta autoconsciencia de la propia innegable capacidad de fascinación. De la sobrecogida admiración suscitada por aquella primera visión esplendorosa, Aschenbach pasa a abismarse en el delirio, en la torturante tiranía de la pasión amorosa: la quimérica construcción de imposibles ensoñaciones; la decidida voluntad de aproximarse al objeto de su devoción y los inevitables titubeos y vacilaciones en su presencia; la alegría y el dolor simultáneos en cada nuevo encuentro con el muchacho; el entusiasmo febril y la parálisis culpabilizadora; el expansivo reconocimiento de la verdad de su corazón y el inmediato repliegue al saber irrealizable su indefinible anhelo; la rendida aceptación del tumultuoso agolparse de emociones inéditas y el rechazo a la agitación, al exceso, a la abyección; el sometimiento y la lucha, el gozo y el pudor, la simpatía y la turbación, la entrega y el alejamiento. 

La estadía del circunspecto profesor en una Venecia de atmósfera opresiva, de asfixiante humedad en el bochorno veraniego cambia así radicalmente tras la sacudida que le provoca el joven. Su descubrimiento lo aboca a la enajenación, a la embriaguez y la ceguera, a la ofuscación y la locura del enamoramiento, cuyos letales efectos son más intensos cuando arrebatan a quien carece de familiaridad con sus síntomas. El senescente escritor comienza a forzar los encuentros “fortuitos” con el muchacho; a hacerse notar; a provocar el intercambio de miradas; a reprocharle -para sí, sin que su destinatario llegue siquiera a imaginarlo- la elocuente y magnética sonrisa con la que lo desarbola; a espiarlo con descaro, renunciando ya a cualquier disimulo, cuando juega con su madre y hermanas; a caer víctima de invencibles celos ante las aproximaciones amistosas de otros compañeros del chico que, como él mismo, aunque desde una envidiable cercanía, lo admiran y cortejan; a seguirlo y acosarlo sin tregua, no siempre de modo discreto. El desenfreno y la insoportable vehemencia de su sentimiento no reparan ya en límites, ahuyentan la cautela y la prudencia: lo busca por el dédalo de turbias callejas venecianas; arrastrado como un pelele por la pasión lo persigue furtivamente; lo atisba con los suyos tras un puente, lo mira, se esconde; corre tras él, el corazón le golpea como un martillo, intenta dominarse, se detiene, renuncia; se derrumba, sacudido por temblores y escalofríos, cuando se disipa la expectativa de un nuevo encuentro (Cuando Tadzio desaparecía de la escena, la jornada concluía para él); se le acerca y huye, intenta el contacto, incluso el físico -prohibido-, y de inmediato se arrepiente, espantado; sueña con él en su ausencia, se planta sigiloso ante la puerta de su cuarto y apoya sin rubor su frente en ella; se obsesiona por la posible partida de la familia polaca, pues nada angustiaba más al enamorado que la posibilidad de que Tadzio se marchara, y no sin temor se daba cuenta de que, si esto ocurría, él no sabría ya cómo seguir viviendo

Tadzio alterará radicalmente sus hábitos mesurados y lo sumirá en un irresoluble y corrosivo dilema moral. Frente a la estabilidad, la armonía y la dignidad que eran el emblema de la respetabilidad burguesa que lo define, el temerario amor por el joven lo vuelca hacia el desequilibrio y la degradación. Este juego dual de valores antitéticos permea la obra entera, tanto en su expresión más explícita y literal como en los símbolos velados que apuntan metafóricamente a la torturante disyuntiva que asfixiará al enamorado y sin embargo (y por “ello”) sufriente protagonista. La prudencia, el discernimiento, la virtud, el honorable esfuerzo y la entregada dedicación a la obra artística, la mesura, la decencia, la pureza, las convenciones, la razón, el pensamiento y el intelecto, el respeto a los valores clásicos, el sometimiento a la ley moral, que en todo momento constituyen el norte por el que se guía el ponderado y sensato proceder de Aschenbach y que afloran también entre sus innumerables reflexiones, saltarán por los aires, dinamitados por la mera existencia de un adolescente caprichoso que introducirá en su vida, provocándole un desgarro y un dolor inéditos, la excitación febril, el sometimiento ciego a los arbitrarios designios del deseo, la patética ansia por gustar y el lastimoso afán por rejuvenecer (Gustav visitará al peluquero, se perfumará y maquillará, ennegrecerá con lociones cosméticas sus cabellos encanecidos, en un deplorable intento de soslayar los estragos del tiempo), el adolescente impulso de romper con todo e irse lejos, a la aventura, abandonando la biografía largamente cincelada durante años, el olvido de la moral y la sumisión al arrebato y al placer, al infamante éxtasis, a la embriaguez y la culpa, al humillante oprobio del amor, al ignominioso caos, al deshonor y la muerte. 

Porque la muerte, la metafórica pero también la muy real, surca la novela desde su inicio, en una reveladora escena en un cementerio muniqués: el apellido Aschenbach que significa literalmente “arroyo de cenizas”; el lamentable vejestorio que se carcajea embriagado e indigno entre jóvenes groseros ya en el viaje hacia Venecia; la negra góndola que lo transportará hacia el Lido y que hace pensar al viajero en la noche sombría, en el ataúd y en el último viaje silencioso; la presencia del “mal”, la demoníaca y destructiva pulsión de muerte (Su cabeza y corazón estaban ebrios, y sus pasos seguían las indicaciones del demonio, que se complace en conculcar la dignidad y la razón del ser humano) que lo atenaza y desarbola; y, de manera muy notable, la fiebre, la peste, el cólera hindú, la enfermedad -la epidemia- que inunda las calles y los canales de la ciudad y que se propaga, misteriosa e implacable, de un modo tan secreto y oscuro, tan perverso, como lo es el “pecado” del trágico enamorado, encaminándolo a un infausto destino de derrota y funesta consunción. 

Y es precisamente Venecia, con su calor sofocante y su aire espeso e irrespirable, con la ciénaga de sus aguas infectas, con los fétidos olores de la putrefacción y la podredumbre, con las mefíticas emanaciones de los canales y los corruptos miasmas de la estancada laguna, con las estrechas callejuelas y la acelerada agitación de las gentes, el símbolo máximo de la degradación y la muerte, más notorios aún por manifestarse en un entorno ideal, el de esa otra Venecia de la exuberancia artística, de la belleza y la sensualidad, de los edificios de mármol rosado y los lujuriosos palacios, de los silenciosos y escondidos jardines, de las plazas recoletas, de las infinitas iglesias, del musical lamido del agua al encontrarse con la piedra y la madera, del plácido bogar de los gondoleros entre el suave murmullo de las olas. Venecia ejemplifica así el ya mencionado juego de dualismos que atraviesa la novela, símbolo hermosísimo y atroz de muerte y de podredumbre; y quienquiera que la visite, hasta hoy, tiene que percibir, si es sensible, el hálito de esa irresistible belleza letal, como la define Francisco Ayala en su prólogo al libro en una de las ediciones de Edhasa. La Belleza que surge de la ciénaga, el Paraíso entrevisto entre la niebla hedionda, el Amor que florece en la ruina y la descomposición, la sublime perfección revelada tras la enfermiza decadencia, la vida fecunda rebelándose ante la inexorable muerte, entre otros muchos ejemplos -Eros y Tánatos, lo apolíneo y lo dionisíaco- de ideas enfrentadas que encierra esta Muerte en Venecia repleta de alusiones cultas. 

La condición de artista e intelectual de su protagonista permite al autor poblar el libro de infinidad de referencias mitológicas, filosóficas, estéticas y culturales: la ya mencionada remisión a las biografías de Goethe o Gustav Mahler; el significativo excurso sobre San Sebastián, símbolo -en la lectura que hace Aschenbach- de una virilidad intelectual adolescente que, aun con el cuerpo traspasado por lanzas y espadas, aprieta los dientes y se mantiene firme en su altivo pudor; la evidente presencia del mito de Narciso; el vínculo con el Fedro de Platón y las reflexiones de Sócrates sobre el deseo y la virtud, sobre el enamoramiento y la verdad, sobre la sabiduría y el cuerpo, sobre el espíritu y la divinidad, sobre los ardientes temores que padece el hombre sensible cuando sus ojos contemplan un símbolo de la Belleza eterna; la multitud de profundas divagaciones filosóficas sobre la muerte, la vejez, la destrucción, sobre el pensamiento y el arte, sobre las cumbres y los abismos de nuestra frágil condición humana. 

La película que dirigió en 1971 Luchino Visconti y que se estrenó en nuestro país un años después, dejando en mí un recuerdo imborrable, el de una de las mejores películas que he visto en mi vida, traslada magistralmente al medio cinematográfico tanto la belleza del libro como su hondura y su desbordante riqueza intelectual, en una obra maestra a la que contribuye una banda sonora excepcional en la que el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler destaca como intimista motivo recurrente, pleno de delicadeza y sensibilidad, de emoción y lirismo, de inspiración y poesía. Con Dirk Bogarde en el papel de Aschenbach, y unas en mi recuerdo bellísimas Silvana Mangano, como la madre de familia polaca, y Marisa Berenson, en una aparición episódica como esposa de Gustav, tiene en la fulgurante presencia de Björn Andrésen, impecable encarnación del Tadzio de la novela, uno de los elementos más memorables de una cinta por muchas razones inolvidable. 

Un galardonado también reciente, de 2014, es el francés Patrick Modiano, del que quiero presentaros un libro muy breve, una novela de algo más de cien páginas, pero que en su corta extensión encierra maravillas, que puede ser calificada, y así lo ha hecho la crítica con generosidad, como una obra genial, una obra maestra. Se trata de En el café de la juventud perdida. El libro lo publica la editorial Anagrama en traducción de María Teresa Gallego Urrutia y yo os hablé de él en abril de 2014, pocos meses antes de ser elegido para formar parte del parnaso sueco. 

En la década que ha transcurrido desde el premio -e incluso desde algunos años antes- se está produciendo un relanzamiento editorial de Modiano, con infinidad de sus obras coincidiendo en las librerías, además de este En el café de la juventud perdida, otras de sus breves y extraordinarias novelas: Un pedigrí, Tres desconocidas, Viaje de novios, Accidente nocturno, también en Anagrama, Dora Bruder en Seix Barral, Reducción de condena en Pretextos. También en Anagrama apareció no hace mucho la Trilogía de la Ocupación, tres novelas, El lugar de la estrella, La ronda nocturna y la magnífica Los paseos de circunvalación, en las que el París ocupado de la segunda guerra mundial y su fauna de personajes advenedizos, cobardes, delatores, viciosos, traidores, mundanos, falsificadores, despreciables, es el escenario en el que se sitúa el triste y opresivo deambular de su solitario y melancólico protagonista. No deberíais perderos ninguna de ellas, son todas formidables. 

En el café de la juventud perdida se cuenta la historia, ambientada también en París, aunque un París situado en una época indefinida que puede coincidir con los años cincuenta o sesenta del pasado siglo, de la joven Jacqueline Delanque, conocida como Louki, una chica de veintidós años, que a los quince abandona su hogar familiar, en donde vive con su madre, y vagabundea por calles y cafés sin destino fijo, errática, perdida en la vida, sin vínculos, acomodándose a identidades variables, acercándose a otros personajes tan desorientados como ella, tanteando los límites de una existencia que no entiende, que la desconcierta, que la supera. En su vida no hay sentido, ya no tenemos armazón, en frase que le repite su madre. Sin embargo a Louki la mueve también una especie de ansia de libertad. Quería evadirse, huir cada vez más lejos, romper bruscamente con la vida vulgar para respirar el aire libre, se dice de ella en un párrafo de la novela. 

La peripecia de Louki es narrada, como en un rompecabezas cuyas piezas se complementan y van encajando unas con otras, en capítulos sucesivos, desde perspectivas diversas y por personajes también diferentes que tocan, aunque sea de manera residual, su atribulada vida. En el capítulo primero, un joven estudiante fascinado por la bohemia de los cafés parisinos y que frecuenta uno de ellos, el Condé, contempla a Louki permanentemente sentada en una de sus mesas y fantasea con su presencia y con su aroma, mientras resuelve el futuro de su vida, el dilema entre la grisura de sus estudios de la Escuela Superior de Minas o la atracción juvenil por la aventura que entrevé en esos cafés y en sus poco convencionales parroquianos. En el segundo bloque de la novela es el detective Caisley quien sigue a la chica, contratado por el marido de Louki, con el que ésta se ha casado sin un especial entusiasmo, muy al contrario, cultivando, más bien, un frío desapego desde el mismo momento de la boda. El detective, un hombre adusto, maduro, curtido, percibe el absurdo de ese matrimonio y toma partido por la joven, a la que deja escapar, dándole tiempo para que se ponga fuera del alcance de su marido, ajeno al hecho de que es él el cliente que paga sus honorarios. En la tercera parte de la obra es la propia Louki la que narra su vida errante, su triste historia familiar, el matrimonio fugaz y carente de pasión, absurdo, sus dudosas amistades, sus relaciones peligrosas, su necesidad de recomenzar su existencia a cada poco. Por último, en la cuarta parte, la narración corre a cargo de otro hombre, Roland, que llega a intimar con la chica, lo que provoca, en cierto modo, la separación de su marido, que vive con ella algo relativamente parecido a lo que quizá pudiera llamarse ‘una historia de amor’. Todos sienten algún tipo de atracción por la chica, les atrapa su misterio, su personalidad enigmática. Otro de los personajes, el profesor Guy de Vere, una especie de maestro espiritual por el que Louki se siente interesada dice de ella: Cuando de verdad queremos a una persona hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella

La narración es muy intensa, hecha de evocaciones, de palabras no dichas, de hechos no narrados del todo, muchas veces sólo sugeridos, creando, y aquí la maestría de Modiano se revela excepcional, una atmósfera muy sugestiva, que atrapa, que transporta al lector. Vemos los cafés repletos de jóvenes bohemios, respiramos el ambiente de las calles de París, compartimos un cierto ‘estilo’ de vida existencialista. El autor nos hace participar también de la incertidumbre, de las dudas, del ansia, de la perplejidad de la protagonista. Hay un aire de soledad, de tristeza, de desesperanza. Callejones solitarios bajo la luz de languidecientes farolas, populosos barrios marginales, bares nocturnos, gentes sin rumbo; en fin, los rasgos definitorios del universo modianesco. 

La última referencia de esta tarde tiene un protagonista controvertido, cuya designación como Premio Nobel en 2016 provocó una intensa polémica en los círculos literarios. Se trata de Robert Allen Zimmerman, al que todos conocemos como Bob Dylan, el cantautor norteamericano. La dualidad a la que se abre el término con el que lo he definido resulta bien apropiada en este caso, puesto que los laureles del Nobel se le otorgaron por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición estadounidense de la canción, en dictamen que recoge abiertamente esa doble condición. No debe olvidarse que ya en 2007 la Fundación Príncipe de Asturias había concedido al músico de Minnesota el galardón en la categoría de Artes. 

Os presento, pues, la que, quizá, es la más significativa expresión de la vertiente literaria de Dylan, las letras de sus canciones. En la temporada 2007-2008 yo dediqué en Buscando leones en las nubes tres emisiones a recorrer su vasta trayectoria musical, seleccionando varias decenas de sus canciones acompañadas de sus correspondientes textos. Esas letras estaban extraídas de un voluminoso libro, Letras 1962-2001, cuya breve reseña cierra por hoy el espacio. Letras contiene, en su versión original y en su traducción al castellano, todas las letras de todos los discos de Bob Dylan desde el primero, de 1962, llamado simplemente Bob Dylan, hasta el Love and theft, de 2001 (la edición es de 2007). Son 1280 intensas páginas que abarcan, como digo, toda la obra del singular músico y excelente poeta en las cuatro décadas del período seleccionado. El libro nace del esfuerzo conjunto de las editoriales Alfaguara y Global Rhythm y las letras, traducidas por Miquel Izquierdo y José Moreno, aparecen en versión bilingüe español-inglés profusamente anotadas por Alessandro Carrera, gran experto en Dylan y responsable de la edición italiana de la obra. 

Las canciones de Bob Dylan son verdaderos iconos del siglo XX. Y lo son también sus textos, sus a veces oscuros textos plagados de citas, de alusiones, de calas en territorios muy diversos, desde la mitología del rock, el country o el folk a la Biblia, desde la literatura de Shakespeare, Petrarca o Bertold Bretch a las noticias de la prensa o la televisión, desde los cuentos infantiles a la mención de desconocidos personajes de la intrahistoria de la sociedad norteamericana. Unos textos repletos, además, de incontables referencias al cine, y al arte, y a la poesía; llenos de metáforas inexplicables, de lirismo, de asociaciones surreales; unos textos en los que afloran la preocupación social, y la rebeldía, y los cambios de las costumbres, y los movimientos juveniles, y la política, y el pacifismo, y el poder, y las causas perdidas, y la religión, y la fe, y el amor, y tantos otros de los leitmotivs recurrentes de este inmenso poeta. Ya lo puso de manifiesto el jurado de los Premios Príncipe de Asturias, que resaltó la complejidad, la riqueza, la capacidad evocadora, el valor sociológico, la condición de espejo de una época de la obra de Dylan, al considerar al cantautor, y cito literalmente del acta, mito viviente en la historia de la música popular y faro de una generación que tuvo el sueño de cambiar el mundo. Austero en las formas y profundo en los mensajes, Dylan conjuga la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas. Por ello mismo, es fiel reflejo del espíritu de una época que busca respuestas en el viento para los deseos que habitan en el corazón de los seres humanos

Os dejo, como parece inexcusable, con un tema de Bob Dylan. Más allá de sus muy conocidos himnos generacionales, es una tierna, y como de costumbre algo oscura, canción de amor, I want you, el tema que más me gusta y que más cercano se encuentra a mi pasado como seguidor del estadounidense. En 1973 yo escuché por primera vez -y desde entonces sigo deslumbrado por ella- esta maravilla de canción de la que ahora os dejo su letra como despedida de mi reseña. 


Te quiero 

El enterrador culpable suspira.
El solitario organillero llora. 
Los plateados saxofones dicen que te rechace. 
Las campanas desconchadas y las trompetas gastadas 
soplan desdeñosas en mi cara. 
Pero no va a ser así. 
No nací para perderte. 

Te quiero, te quiero. 
Te quiero tanto, cariño. 
Te quiero. 

El político borracho brinca 
en la calle donde sollozan las madres 
y te esperan los salvadores profundamente dormidos. 
Y yo espero que me impidan 
seguir bebiendo de mi taza rota 
y me pidan que te abra la cancela. 

Te quiero, te quiero. 
Te quiero tanto, cariño. 
Te quiero. 

¡Cómo han acabado mis padres! 
El verdadero amor les ha faltado, 
pero sus hijas me menosprecian 
porque yo no pienso en ello. 

Regreso a la reina de picas 
y converso con mi camarera. 
Sabe que no temo mirarla. 
Ella es buena conmigo 
y no hay nada que no vea. 
Sabe dónde quisiera estar 
pero eso no importa. 

Te quiero, te quiero. 
Te quiero tanto, cariño. 
Te quiero. 

Tu niño bailarín vestido de chino 
me habló y le quité su flauta. 
No, no fui amable con él, 
pero, pese a todo, lo hice porque mintió, 
porque te llevó a dar una vuelta 
y el tiempo estaba de su parte, 
y porque yo… 

Te quiero, te quiero. 
Te quiero tanto, cariño. 
Te quiero. 

Videoconferencia
Premios Nobel (II)

miércoles, 13 de noviembre de 2024

PREMIOS NOBEL (I): HAN KANG, ALBERT CAMUS, KAZUO ISHIGURO, MARIO VARGAS LLOSA, ALICE MUNRO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que esta tarde quiere aprovechar el tirón de actualidad que siempre conlleva la concesión del Premio Nobel de Literatura, reciente aún en nuestra memoria, para iniciar una breve serie, que se prolongará durante tres semanas, dedicada a recomendaciones de lectura de autores que han obtenido dicho premio y que han ido apareciendo en nuestro espacio y en el otro que dirijo en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, a lo largo de los ya muchos años de existencia de ambos, catorce, este de reseñas de libros, y veinticuatro, el literario y musical. Repasando mis archivos para la elaboración de este comentario he contabilizado cerca de veinte escritores laureados que han protagonizado otros tantos programas de ambas emisiones, un número significativo de los cuales ya eran objeto de mi interés antes de recibir los laureles nórdicos. En estas tres entregas de la serie “nobelesca” (o “nobiliaria”) de Todos los libros un libro iré recuperando la mayor parte de mis propuestas pasadas y que giraban sobre estos celebrados -y en la mayoría de los casos, magníficos- autores. Mi intención de albergar el mayor número posible de referencias -cinco o seis en cada programa-, me lleva a limitar a meras notas breves mi análisis de cada uno de los libros y los escritores glosados (salvo, por su actualidad, la de la ganadora de este año). Anticipo, además, que a lo largo de este curso traeré aquí otros dos, previstos “naturalmente” desde hace meses. 

Empiezo, pues, con el premio correspondiente a 2024, que se falló hace apenas un mes y recayó en la escritora surcoreana Han Kang. Salvo raras excepciones, la publicación cada año del nombre del designado suele estar rodeada de rumores, “quinielas”, predicciones y pronósticos previos, casi todos infundados o sencillamente fallidos, y también de debates, controversias y polémicas posteriores, a causa, fundamentalmente, del escaso conocimiento que la mayoría de los ciudadanos de a pie -y también de un gran número de lectores- tiene sobre la personalidad y la obra del premiado, con frecuencia perteneciente a un ámbito geográfico y literario muy alejado de nuestra realidad o, incluso, abiertamente exótico, lo que lleva a muchos -lectores y críticos- a cuestionar la solvencia y el valor real del galardón sueco, en el que se quieren ver difusos intereses políticos, publicitarios o de conveniencia, alejados, en cualquier caso, del verdadero mérito literario. Y así, año tras año, la aparición en las primeras páginas de los periódicos y en las portadas de los noticiarios del mundo entero de un nuevo -y a menudo ignoto- autor tanzano, chino, egipcio, nigeriano o de la remota isla caribeña de Santa Lucía, reconocido por la Academia de Estocolmo, provoca los consabidos comentarios, cargados de prejuicios reduccionistas y de un despreciativo eurocentrismo (blanco y “occidentalista”) con los que se descalifica una obra que se ignora y a la que, por ello, se le atribuye la condición de elitista y jactancioso objeto de culto de intelectuales esnobs. En paralelo, se multiplican los sólitos recordatorios de los grandes nombres de la historia de la literatura que nunca han obtenido el favor de los académicos suecos -Joyce, Kafka, Tólstoi, Borges, Virginia Woolf, Pessoa, Cortázar, Javier Marías, entre otros muchos-, cuya ausencia contrasta con la inanidad actual de bastantes de los sí presentes en la lista de los premiados -¿son hoy remarcables -y alguien conoce (admito mi ignorancia)- las obras de Bjørnstjerne Bjørnson, Giosuè Carducci, “nuestro” Echegaray, Karl Adolph Gjellerup, Władysław Reymont, Frans Eemil Sillanpää, Halldór Laxness o Harry Martinson, por citar solo algunos de los más bizarros? 

En el caso de Han Kang se han reproducido -cierto que en un tono menor- la sorpresa y el debate habituales al tratarse de una figura no demasiado célebre, ni mucho menos popular para el gran público (muchos medios de comunicación se han referido a ella estos días como “una desconocida escritora surcoreana”). Y sin embargo, Kang tiene cuatro obras publicadas en nuestro país, la primera de las cuales, que la dio a conocer no solo en España sino en el mundo entero, a mí me pareció en su momento, cuando la leí tras su publicación en 2017, ciertamente notable, lo que me llevó a presentarla en este espacio. Se trata de La vegetariana, una interesante novela con la que su autora ganó el Man Booker Prize Internacional en 2016 (otorgado, por delante de Orhan Pamuk o Elena Ferrante, por su primera y muy discutida traducción al inglés ese mismo año). El libro cuenta con una peripecia editorial algo sorprendente y guadianesca, con diferentes apariciones y reapariciones en distintos momentos y lugares, y que estos días nos ha recordado la prensa. En Corea del Sur la novela apareció en el año 2000, aunque incluso parece ser -las fuentes consultadas no resultan del todo fiables en este aspecto- que alguno de los tres capítulos que la integran se publicaron antes como relatos autónomos. En castellano La vegetariana había visto la luz en Argentina en 2012, en una traducción de Sunme Yoon que se mantiene -con algunos cambios y revisiones- en la edición que ahora os presento, de 2017, responsabilidad de la singular Editorial :Rata_ (en singular tipografía), en un volumen que incluye, junto a la novela, un entregado prólogo de Gabi Martínez, una entrevista final a la autora, un escrito explicativo de la traductora e incluso una fotografía de alguna página del texto original con las anotaciones realizadas por la responsable de la traducción. Desde ese 2017, el sello editorial ha desaparecido, por lo que la edición que yo leí en su momento y que ahora traigo es inencontrable, aunque ha sido recuperada por Penguin Random House, conservando la traducción “primitiva”. 

Yeonghye es una mujer joven, casada, que en un momento de su vida resuelve, en una decisión aparentemente infundada que causa la perplejidad y la irritación de sus allegados, dejar de comer carne y sus derivados, limitándose obstinadamente a una dieta estrictamente vegetal. La conducta de la chica, que en un momento inicial parece un mero empecinamiento, acaba, con el paso del tiempo, por agudizarse de un modo exagerado, revestida ya de un carácter dramático y hasta trágico, de tal manera que su mera opción alimentaria originaria, más o menos trivial, se transforma en una actitud vital pasiva y aniquiladora, un intento irracional y a la postre destructivo por abandonar su condición animal para convertirse -llevando al extremo su apuesta- en un ser radicalmente -y el término nunca ha sido más pertinente- vegetal. 

Como se ve, la anécdota que articula el texto es, de entrada, muy sencilla y hasta irrelevante, por lo que la originalidad de la obra, y su valor, proceden no tanto de las posibilidades narrativas de la trama sino, sobre todo, del modo elegido por la autora para darnos cuenta de esta peculiar y a priori no demasiado interesante historia. La vegetariana se organiza en tres capítulos en los que se da voz a otros tantos personajes relacionados con la protagonista, la cual, en una primera novedosa opción literaria, no tiene voz propia (más allá de algunos significativos incisos en la primera parte del libro). El marido, el cuñado y la esposa de este, hermana de Yeonghye, relatan la singular peripecia de la joven. 

En la primera sección de la novela, de título idéntico al libro, el señor Cheong cuenta “desde dentro” la evolución de su cónyuge, su sorprendente decisión, su obstinación en mantenerla pese a los obstáculos, su resistencia frente a las presiones externas, el consiguiente enfrentamiento con el resto de la familia a cuenta de su elección vital y, por fin, la violencia y la degradación de la vida marital, destruido el matrimonio por la tenacidad de la chica en el mantenimiento de su postura. Entre medias brotan los inquietantes sueños de Yeonghye, en los que imágenes de carne, sangre, vísceras, huesos, cadáveres, lágrimas, vómitos, gemidos, golpes, cuchillos, crímenes y muerte asaltan a la durmiente. Y así, progresivamente, el sufrimiento, la aflicción, el sinsentido y la desesperación, el dolor y la angustia acongojan a la chica e impregnan su existencia despierta. 

En el segundo capítulo, La mancha mongólica, de una poética intensidad y un erotismo perturbador, asistimos a la obsesión del cuñado, un artista despreocupado y sin obligaciones laborales -vive de su mujer-, por la languideciente y cada vez más mortecina Yeonghye, a la que, pese a su pasividad, convence para participar en una obra artística -a caballo de la pintura y la performance- en la que cubrirá el cuerpo desnudo de la chica con una profusión de dibujos de coloridas flores y vistosas plantas que crecen a partir de una mancha de nacimiento que decora una de las nalgas de la mujer, grabando en vídeo el resultado de sus algo excéntricas y voluptuosas iniciativas. La atmósfera ya de por sí extravagante y algo rara, opresiva y durísima de la novela se matiza aquí con un tono refinado y sensual, vagamente onírico, en el que el deseo, la atracción, la carnalidad y, ya se ha dicho, el erotismo y la sexualidad, resultan fuertemente adictivos. 

La sección final, Los árboles en llamas, hace avanzar la acción de un modo dramático, desde la perspectiva de Inyhe, la hermana de una protagonista cada vez más alejada de la realidad, confinada en su “verde” delirio, agostándose en un sanatorio psiquiátrico mientras renuncia a la vida humana o incluso meramente animal. Las referencias a ese universo vegetal, muy presentes en el resto de la obra, son ahora constantes. 

Pero más allá de esta interpretación “objetiva” y literal, todo apunta a una visión metafórica de su drama. Quizá todo esto no sea más que un sueño, dice al final su hermana, que también le reprocha que se hubiera ido sola al otro lado de los límites tras haber hundido su vida en un lodazal. Y ahí, en este ir “al otro lado de los límites”, es en donde vemos la potencia simbólica de esta terrorífica fábula. La “metamorfosis” de la mujer -la referencia a Kafka es, a mi juicio, muy nítida- constituye un alegato -muy sutil y nada “panfletario”- contra las numerosas formas de violencia que sufren las mujeres -en particular las coreanas- a causa de las rígidas tradiciones y convenciones sociales, de la presión familiar, del abuso físico -tanto el marido como el cuñado consuman sendas violaciones-, de todo lo cual la carne que la chica rehúye opera como símbolo. Por extensión, la novela denuncia la violencia que, en general, padece el ser humano, llegando la autora a citar el horror de Auschwitz y la crueldad nazi entre los referentes intelectuales y morales del libro. 

Albert Camus ganó el Nobel en 1957. Yo presente aquí la que quizá es su obra mayor, El extranjero, en las Navidades de 2014, hace ahora casi diez años. Publicado originariamente en 1942, la edición que esta tarde recupero la había presentado Alianza Editorial en 2013, año del centenario del escritor. Se trata de un libro de gran formato con bellísimos dibujos del argentino José Muñoz e impecable traducción de José Ángel Valente. 

Pasados ochenta largos años desde su publicación, es bien conocido el asunto que hila la trama de la conocida novela del escritor francés de origen argelino. Su protagonista, Mersault, al que vemos al principio del libro asistir con indiferencia a la muerte de su madre (Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé), lleva una existencia anodina y solitaria en Argel, dejando que el tiempo transcurra entre su rutinario trabajo, su poco acogedora pensión, y esporádicas y no demasiado satisfactorias relaciones con unos pocos amigos y con algunas mujeres. Tras la muerte de su madre, acogida, como digo, con resignada pasividad, un absurdo incidente en el que se ve envuelto sin demasiada convicción lo convierte en despegado y fortuito asesino. Los protocolos de la justicia se sucederán sin piedad y nuestro hombre asistirá, apático y desganado, impasible y desinteresado, impertérrito y aparentemente ajeno al menor sentimiento humano, a la trágica clausura de su vida. A lo largo del texto se suceden las pruebas de la indolencia existencial del joven: El día en que enterré a mamá, estaba muy cansado y tenía sueño; Uno es siempre un poco culpable; Un domingo de menos; Me preguntó si la quería. Le respondí que eso no significaba nada, pero que me parecía que no; Cuando era estudiante, tenía yo muchas ambiciones de ese tipo. Luego, cuando tuve que abandonar los estudios, comprendí muy pronto que todo eso carecía de verdadera importancia; Nunca tengo gran cosa que decir. Entonces me callo; Lo que sentía era cierto aburrimiento; Yo nunca había podido lamentar nada verdaderamente; Era culpable, pagaba, no se me podía pedir más; Nada tenía importancia. Y sobre todo: Había vivido de una manera y hubiera podido vivir de otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho una cosa cuando había hecho otra. ¿Y qué? O aún más explícita, esta manifestación extrema del más descarnado vacío: ¿Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre, qué me importaba su Dios, las vidas que uno escoge, los destinos que uno elige? 

El extranjero, como acertadamente señaló Mario Vargas Llosa, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no le engrandece moral o culturalmente; más bien lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. Ese anticipador y nihilista retrato del hombre de nuestro tiempo, de la falta de significado de la existencia en nuestras sociedades tan aparentemente avanzadas, de la fría soledad del ser humano en un universo desprovisto de sentido, convierte a la novela en una verdadera obra maestra. 

Una excelencia que se ve realzada por los rotundos dibujos, en un austero blanco y negro, con los que José Muñoz -muy experimentado en la ilustración de textos literarios- acompaña las palabras de Camus. Con referencias iconográficas del cine negro, con un personaje principal para el que adopta el rostro del propio Albert Camus (en una opción de “lectura” de la obra que constituye un gran acierto, a mi juicio), con una ambientación muy apropiada que subraya la arquitectura y el decorado árabe de Argel, con la exageración de los rasgos de los personajes, las ilustraciones, espléndidas, recrean la atmósfera, el insoportable calor, la sensación de tedio, de opresión, de inanidad, de agobiante e irremisible paso del tiempo, trasladándonos la vivencia del sofocante sol del verano argelino como un inexcusable castigo que opera como metáfora de otras dos no menos inevitables y funestas sentencias: la de Mersault a causa de su crimen, y la definitiva condena de todo ser humano ante la fatal experiencia de la muerte. 

Mi tercera sugerencia de la presente emisión es más reciente. Se trata de Kazuo Ishiguro, el escritor británico de origen japonés galardonado en 2017 por la Academia sueca; un autor al que se deben un puñado de libros extraordinarios (recuerdo ahora, entre otras, Pálida luz en las colinas, Un artista del mundo flotante o Los restos del día, que yo leí con apasionamiento en los años ochenta, cuando la editorial Anagrama nos descubrió a una deslumbrante muestra de escritores naturales del Reino Unido -o radicados en él- como Julian Barnes, Martin Amis, Hanif Kureishi, Ian McEwan, Stephen Frears y el propio Ishiguro). Después, me interesaron también El gigante enterrado, Clara y el sol y la novela cuya lectura quiero ahora proponeros, Nunca me abandones, una obra, a mi juicio, excepcional, aparecida en 2005 en Anagrama en versión de Jesús Zulaika; ambos, sello editorial y traductor, habituales en la obra de Ishiguro en España. 

Nunca me abandones, como ocurrió también con Los restos del día, en la que se basó el film Lo que queda del día, del siempre refinado James Ivory, ha sido objeto de traslación cinematográfica, una muy estimable película -con el mismo título que la novela- conmovedora y emotiva, delicada, sensible, romántica y algo triste, dirigida por Mark Romanek en 2010 con la participación, entre otros solventes intérpretes británicos, de las bellísimas y estupendas actrices Carey Mulligan y Keira Knightley y de la siempre eficaz Charlotte Rampling con una destacada presencia en un papel menor. De manera poco habitual en mi particular experiencia lectora, en esta ocasión yo vi la película antes de la lectura del libro, y fue precisamente el entusiasmo que me suscitó la experiencia cinematográfica lo que me llevó a, acto seguido, devorar la novela en escasos tres días. Una novela que es también formidable y, al igual que el film, elegante, melancólica, intimista, exquisita y repleta de emoción y sensibilidad, de fascinación y encanto. 

En la Inglaterra de finales de la década de los noventa un grupo de chicos vive en el internado de Hailsham, un lugar apartado, aislado entre campos neblinosos y húmedos bosques, un espacio cerrado e idílico donde los jóvenes son educados conforme a los parámetros convencionales de una institución de este tipo, con profesores esforzados, acogedoras y bien dotadas bibliotecas y muy cuidadas instalaciones deportivas. Un entorno propicio para el aprendizaje y la formación, para la cultura y la inteligente apertura a la existencia, y en el que descubren la vida, la amistad, el amor y el sexo, entre clases, juegos, prácticas en talleres artísticos y sosegados paseos por los parajes de la zona, que cuenta hasta con un evocador lago. Sin embargo, el mundo de Hailsham encierra, en su apariencia prototípica, algunos atisbos -que la maestría literaria de Ishiguro va presentando de modo alusivo, indirecto, sin apenas énfasis o subrayados- de una realidad extraña y algo misteriosa, que no se ajusta del todo a los modos habituales en los que se desenvuelve nuestra realidad conocida. 

Y es que, en efecto -y siento desvelar una de las claves de la obra que, sin embargo, se revela desde el principio en el libro, aunque de esa manera atenuada e imprecisa, insinuada y elíptica propia del poético estilo del autor; interrumpa aquí, no obstante, la lectura quien no quiera conocer este rasgo esencial de la novela-, los chicos son clones, creados, inicialmente, sin otra finalidad que la de abastecer a la ciencia médica. En los primeros tiempos, después de la guerra, eso es lo que erais -dice un personaje- para la mayoría de la gente. Objetos oscuros en tubos de ensayo. Los jóvenes son educados en su retiro campestre ignorantes de su condición y ajenos a su destino, creciendo entre indicios y sospechas, intuiciones y rumores, tenues pistas, meros atisbos y difusas señales que apuntan a su especial naturaleza de seres nacidos para una extinción programada, no sin antes haber donado sus órganos a otros seres humanos (¿otros?, ¿lo son ellos?). 

La crítica ha reseñado los vínculos de Nunca me abandones con Blade runner, pero existiendo estos, sin duda, el universo de la novela no tiene nada del abigarrado y opresivo ambiente de la obra maestra cinematográfica. Es cierto que los chicos se interrogan sobre su identidad y su última esencia, como los replicantes del Ridley Scott -no puedo opinar sobre el libro de Philip K. Dick en el que se basó el filme, Sueñan los androides con ovejas eléctricas, que no he leído-, perplejos ante su desconcertante modo de estar en el mundo, confusos, inquietos y temerosos frente a su incierto destino. Pero el entorno físico, por llamarlo así, de la novela de Ishiguro, nos es familiar y reconocible, fácilmente identificable -salvo por algún detalle menor- en los escenarios de nuestro presente, y está muy alejado de la fantasía futurista, anticipatoria y recargada que nos presenta el clásico cinematográfico con sus calles atestadas, con la lluvia permanente, con la oscuridad perpetua, con los vehículos de diseño avanzado, con los edificios imposibles, con la evolucionada tecnología. Aquí, la sugestión del futuro se esboza muy levemente a partir de una “nomenclatura” ambigua e inconcreta, que apunta a otra realidad que no se muestra más que a través de dichas alusiones: Kathy, una de las protagonistas, que narra la historia desde su presente, doce años después de su estancia en Hailsham, es una “cuidadora”, encargada de tutelar a los “donantes” que están a su cargo; el destino de estos es un “posible”, un potencial candidato a los órganos que les serán extraídos a los muchachos; cuando el ciclo de donaciones forzosamente llega a su fin -tras dos, tres o hasta cuatro operaciones, según la fortaleza del joven cedente- el donante “completa” y así acaba su existencia, una dramática y aparentemente aséptica conclusión que sin embargo algunos de ellos -los más trágicamente conscientes de la finitud de su científico y eficiente paso por el mundo- intentan “aplazar”. 

Envueltos en esta neblinosa zozobra acerca de su inexorable destino, y llevados de la mano por la maestría del autor, por la belleza de su prosa, por la elegancia de su estilo, por la refinada tristeza de su escritura, los chicos, sobre todo Kathy, Ruth y Tommy, los tres personajes principales, muestran, sensibles e inteligentes, sus almas, sus incertidumbres, sus pesares, sus aspiraciones y sus miedos, sus interrogantes y su desconcierto, sus inquietudes y sus sueños, tan comunes, tan normales, tan vivos, tan humanos como los de cualquiera de nosotros, en una novela intimista y delicadísima, enternecedora y llena de emoción que es, además, una suerte de relato premonitorio de un mundo nuevo, con más recursos y posibilidades, más científico y racional, pero también más duro y más cruel; una novela espléndida que seguro os va a encantar. 

La cuarta propuesta de hoy resulta redundante, y acaso por ello banal y estéril, y, en consecuencia, quizá carente de sentido. Porque, ¿hay alguien entre quienes ahora amablemente me escuchan que no haya leído, visto, comentado hasta la saciedad alguna referencia, alguna mención, alguna nota más o menos publicitaria sobre Mario Vargas Llosa? De todos los premiados por los sabios suecos, es, sin duda (debido, claro está, a su cercanía con nosotros -de lengua, de vivencias, de residencia, de nacionalidad compartida, de presencia pública-), el que más repercusión ha suscitado en nuestro país tras su galardón en 2010. Sobra, por tanto, cualquier análisis sobre sus obras maestras, que forman parte ya de la gran historia de la literatura, La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo, a mi juicio las más destacadas de un “repertorio” repleto de títulos memorables. Yo hablé aquí de él en mayo de 2011, a propósito del que entonces era su último título, El sueño del celta, publicado por la editorial Alfaguara, cuando, reciente aún el pronunciamiento de Estocolmo, los medios de comunicación, los periódicos, los suplementos, literarios o no, los dominicales, los telediarios, los programas de libros y hasta los del corazón se hicieron eco de la exuberante edición de la obra del peruano, que alcanzó en poco tiempo, best-seller antes de ver la luz, los cientos de miles de ejemplares vendidos. De modo que, antes de ser leído, “todo el mundo” conocía sus temas principales; estaba familiarizado con la vida y milagros de Roger Casement, el diplomático irlandés de vida legendaria al que Vargas Llosa ha convertido en personaje principal de su novela; había oído hablar del Congo belga y de las atrocidades perpetradas en aquel vasto país por el brutal colonialismo de Leopoldo II; sabía de la existencia de la región del Putumayo en el Amazonas, escenario de los abusos, las violaciones, las inhumanas torturas que llevaban a cabo sobre los indígenas las compañías caucheras; incluso, aunque este tercer eje de la novela no afloró demasiado en las críticas y reseñas publicadas, muchos habían penetrado en las interioridades de los conflictos nacionalistas en la Irlanda de principios del siglo pasado. 

El sueño del celta es un libro estimable, como no podía ser menos en un escritor como Mario Vargas Llosa, aunque a mi juicio, algo plano, sin la fuerza, sin la creatividad, sin la innovación, sin el riesgo de las obras referidas, pese a lo cual sigo recomendando su lectura casi quince años después de su aparición. Y ello, además, pese a la constatación de un cierto descuido en la redacción, una aparente dejadez, un cierto desaliño formal que, sobre todo en las cien primeras páginas, resulta a mi juicio, bastante molesto y, en cualquier caso, impropio de un escritor de este calibre. Tengo la impresión, quizá equivocada -¿quién soy yo para objetar la obra de un Premio Nobel de Literatura?-, que la editorial hubiese querido aprovechar en aquel momento el tirón del galardón sueco y hubiera entregado al público con demasiada premura un texto necesitado, probablemente, de un último repaso y de algunos retoques. Por poner algunos ejemplos que corroboren mis palabras, al menos en tres ocasiones, el peruano usa el vocablo ‘polizonte’ para referirse a lo que a todas luces es un polizón. Una consulta apresurada al Diccionario panhispánico de dudas, por comprobar si el error no era tal y sí solo un coloquialismo sudamericano, nos confirma que el término despectivo que en el habla coloquial se usa para referirse a un policía, no debe confundirse -la conminación es del diccionario- con polizón, viajero clandestino de un barco o un avión, que es el sentido que Vargas Llosa quiere darle en las tres ocasiones detectadas. Pero hay más, hay, siempre en mi modesta apreciación, comas mal puestas, concordancias erróneas, incluso anacolutos y frases sin sentido. Como este texto de la página 35: Entonces, tuvo el primer ataque de malaria. Nada comparado a lo que fue el segundo y, sobre todo, tres años después -1887- y, sobre todo, ese tercero de 1902. También se usa algunas veces el término ‘material’ para referirse a un conjunto de documentos que sirven de base a un trabajo intelectual, acepción admitida por la Academia, pero a mi inseguro juicio, de uso bastante improbable con ese sentido en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX, contexto en el que aparece en la novela. En fin, nada demasiado serio, nada siquiera sospechoso de ligereza en un escritor de la talla del peruano; sí, por el contrario, una práctica imperdonable en una editorial que dice defender la calidad y aun la excelencia literarias. 

Por lo demás, el libro es formidable, o más exactamente -y espero que no apreciéis hoy en mí una excesiva meticulosidad desmitificadora de la enorme figura de Vargas Llosa- lo que resulta formidable y apasionante es la vida de este Roger Casement, que el escritor aprovecha para construir su obra. Amante desde niño de la aventura; viajero en el Congo y en la Amazonía; apasionado defensor de la noble causa de la liberación de los africanos y los indígenas de la asesina e inmoral codicia del colonialismo; redactor de sendos informes sobre ambas regiones en los que de manera valiente denunciaba las atrocidades contempladas en sus viajes; diplomático por todo el mundo y Sir en su controvertida Inglaterra; patriota irlandés en lucha contra la sin embargo, pese a la admiración, opresora Gran Bretaña, hasta el punto de pactar con la Alemania enemiga, en plena primera guerra mundial, con tal de favorecer las ansias de independencia de su Eire mítico; redactor de unos diarios en parte inventados -esa es la tesis de Vargas Llosa- en los que aflora su condición de oscuro homosexual, reprimido y torturado; probablemente pederasta, con infinidad de escarceos y escabrosas aventuras sexuales en urinarios y baños públicos, con marineros y soldados, con curtidos prostitutos y con bellos jóvenes en sus viajes; Casement era, sobre todo, o así aparece en la novela, gracias a la maestría del autor, un ser humano contradictorio y complejo, riguroso y excesivo, irreprochablemente ético en su trato con la inhumanidad en África y Sudamérica, pero profundamente inmoral en sus opciones privadas y políticas, un héroe ejemplar y un traidor despreciable, manifestación modélica del ciudadano armado de coraje intelectual y cívico, pero a la vez condenado a muerte, y finalmente ejecutado, por sus torpes y despreciables maniobras durante la guerra, profundamente lúcido en su denuncia de los excesos coloniales, pero insensato hasta el delirio en obsesión irlandesa. 

La polémica ha acompañado en los últimos meses a mi última invitada, la canadiense Alice Munro. Ganadora del Nobel en 2013, fallecida en mayo de este año, la casi unánime valoración de su sobresaliente trayectoria literaria, el general reconocimiento de su figura, la estimación y la influencia que su obra ha tenido en el ámbito literario y el cinematográfico, la muy apreciable repercusión comercial de sus libros en nuestro país, se han visto empañados tras su muerte a causa de las revelaciones que su hija menor, Andrea Robin Skinner, hizo en un artículo publicado en el diario canadiense The Toronto Star el pasado julio. En él, Skinner desvelaba los reiterados abusos sexuales perpetrados por Gerald Fremlin, su padrastro, el segundo marido de la escritora, desde el verano de 1976, cuando ella tenía 9 años y él más de 50. En 2005 Andrea había denunciado a su abusador ante un juzgado, que lo declaró culpable, aceptando Fremlin un acuerdo en el que reconocía la acusación de abusos y la condena a una sentencia de dos años de prisión provisional y una orden de alejamiento de menores de catorce años. Munro, conoció -obviamente- los hechos, al menos desde la interposición de la denuncia, y, sin embargo, se enfrentó a su hija, con la que rompió relaciones, apoyó a su marido, evitó la repercusión pública de lo sucedido y permaneció al lado de su esposo hasta la muerte de éste en 2013, el mismo año en que Alice obtuvo el Nobel; todo ello aun sabiendo que Fremlin había mantenido otros contactos “amistosos” con menores. Además, en la completa biografía de la escritora, escrita por Robert Thacker en noviembre de 2005, se omitió cualquier referencia, incluso en reediciones posteriores, a estos sucesos y al posterior periplo judicial. Estas circunstancias, que han aflorado ahora de manera abrupta y sobrecogedora, han estremecido a la opinión pública y han abierto un intenso debate, con abundancia de artículos periodísticos e intervenciones en prensa de numerosos pensadores, intelectuales y escritores -sobre todo mujeres-, acerca del siempre espinoso asunto de la relación entre el autor y su obra, en particular sobre el dilema excelencia artística/indecencia moral. Una controversia que se agudiza en este caso por el hecho de que Munro fue una escritora que se caracteriza, como luego veremos, por su sensible, aguda y acertada visión del universo femenino. 

Yo traje a Alice Munro a Todos los libros un libro en abril de 2011 para presentar uno de sus últimos libros aparecidos en España en aquellos días, La vista desde Castle Rock que, traducido por Isabel Ferrer y Carlos Milla, publicó la editorial RBA. Siendo Munro, fundamentalmente, una magistral escritora de cuentos, en mi reseña de entonces recomendaba algunas de sus mejores colecciones de relatos: Escapada; Secretos a voces; El amor de una mujer generosa; Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio; Demasiada felicidad, entre otros muchos. En ellos escuchamos siempre la voz de unos personajes, a menudo mujeres, aparentemente convencionales, sencillos en su normalidad, pero dotados de una profundidad, de una complejidad, que la escritora canadiense refleja con mano maestra. En nuestro país concitó el temprano interés de autores como Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Vicente Molina Foix y otros conocidos e influyentes escritores, que se ocuparon de su obra, recomendándola desde diferentes tribunas literarias. Javier Marías, incluso, la promovió para un premio de su singular Reino de Redonda, al que la canadiense pertenecía con todos los honores desde 2005 con el sugestivo título de Duquesa de Ontario. Ontario es el territorio en el que se desarrolla la mayor parte de la obra de Alice Munro y en su obra aparece como un espacio casi mítico, equivalente al Yoknapatawpha de Faulkner, al Santa María de Onetti o al Macondo de García Márquez, por citar solo tres de los más conocidos paisajes inventados por la literatura. También Pedro Almodóvar es un devoto de Munro. En La piel que habito, el personaje que interpretaba Elena Anaya aparecía en una escena con Escapada en sus manos. Y en Julieta adaptó tres de los relatos de ese libro. 

Este La vista desde Castle Rock es una obra especial dentro de la literatura de Alice Munro, pese a que, en su peculiaridad, conserva la mayor parte de los rasgos que definen su narrativa. Es especial porque se trata de una colección de relatos con una componente profundamente autobiográfica, algo no habitual en el resto de la obra de la autora canadiense. A través de una serie de cuentos con personajes diversos, pero unidos por un evidente hilo conductor, Alice Munro rastrea los orígenes de su familia, los Laidlaw, desde su vida en Escocia, en el valle de Ettrick, a finales del siglo XVIII, hasta la Canadá actual. A partir de la documentación manejada, en el caso de las generaciones pretéritas de la familia, y de su propia experiencia y sus recuerdos y una memoria prodigiosa que ella misma reconoce, para fundamentar las vivencias más recientes, la autora construye una formidable sinfonía de historias en las que, mezclando realidad y ficción, historia e invención, la verdad de la vida y la verdad, quizá mayor, de la literatura, se nos ofrecen algunos momentos de las existencias de unos seres nada excepcionales, ni modélicos, ni arquetípicos, sino personas normales, aunque mostrados, gracias a la pericia de la escritora, en sus emociones más auténticas, en sus sentimientos más íntimos, en sus preocupaciones más genuinas. 

Y es en esa presentación de los resquicios más profundos del alma común en donde afloran las características más destacadas de la obra cuentística de Alice Munro, habituales en la mayor parte de sus relatos y presentes también en este La vista desde Castle Rock. Veo la vida como piezas separadas que no acaban de encajar entre sí, declaró en alguna entrevista la escritora. Y esto es lo que leemos en sus cuentos: fragmentos de vidas, episodios aislados, momentos aparentemente anodinos en la existencia de sus personajes, situaciones que se muestran de un modo inconexo, con saltos en el tiempo, con vacíos, con elipsis que el lector debe rellenar… pero es en lo no dicho, en lo sólo sugerido, en el retazo de una personalidad que se esboza, en el sentimiento que de manera sutil se apunta, en la pincelada ligera, en el leve trazo con los que una emoción tan sólo se insinúa, es en todos esos pequeños detalles que configuran su estilo en donde reside la maestría de Alice Munro, porque es a través de esas tenues manifestaciones, a través de la sugestión de los silencios, de los finales inconclusos, como conocemos la verdad de sus personajes, sobre todo de sus mujeres, a las que de manera tan formidable retrata. 

Y a propósito de personajes de poderosa construcción no me resisto a transcribiros para terminar unas bellísimas palabras (especialmente reveladoras tras la polémica), extraídas de un artículo de 2005 escrito por Antonio Muñoz Molina en El País y que nos hablan de las mujeres de Alice Munro, unas mujeres que, según el académico andaluz, huyen de pronto, desertan, se entregan a aventuras eróticas que saben insensatas pero a las que no quieren renunciar, abandonan a sus familias y renuncian a la respetabilidad social y a la solidez económica para instalarse en ciudades lejanas, en baratos apartamentos alquilados. Obtienen trabajos mediocres, escriben cartas, resisten a cuerpo limpio el cerco de la soledad y el desasosiego de la culpa. No son víctimas del abuso físico, cargadas de razones, o mujeres de una altura intelectual o de romanticismo que sus romos maridos no aceptan ni entienden. No son exactamente buenas, ni positivas, a la manera de esas heroínas como de realismo socialista soviético que abundan en la literatura considerada canónicamente de mujeres. Sus maridos las aman y les tienen respeto, pero ellas no están interesadas en el respeto ni en el amor de sus maridos, y les son infieles con mala conciencia, pero también con perfecta convicción, con una distancia fría que es la misma que a veces dedican a sus hijos. Cuidan a esposos o a padres enfermos, cumpliendo antiguas deudas de ternura, y a la vez sienten la molestia inmensa de esa obligación, y desearían salir huyendo de ella

Con esta evocación del universo femenino de Alice Munro y con el recordatorio de los nombres de Han Kang, Albert Camus, Kazuo Ishiguro y Mario Vargas Llosa, cierro por hoy esta primera entrega de la serie de tres que Todos los libros un libro está dedicando a algunos Premios Nobel que han aparecido en la ya muy larga historia de nuestras emisiones. Os dejo ahora, como acompañamiento musical a mi reseña, Never let me go, un tema esencial -por su atmósfera, por su letra, por su simbolismo- en Nunca me abandones. En el libro, la pieza forma parte de Canciones para después del crepúsculo, un álbum interpretado por una supuesta Judy Bridgewater -ambos, disco y tema, invenciones del autor-, al que -en la banda sonora de la película- da voz “real” Jane Monheit.

Videoconferencia
Premios Nobel (I)

miércoles, 6 de noviembre de 2024

DAVID UCLÉS. LA PENÍNSULA DE LAS CASAS VACÍAS

Hola, buenas tardes. Una semana más, desde Radio Universidad de Salamanca, Todos los libros un libro os ofrece una propuesta de lectura que, como saben quienes nos siguen habitualmente, elijo siempre con criterios -subjetivos, obviamente, aunque con pretensiones de una cierta objetividad- de interés y calidad. 

Mi recomendación de esta tarde surge como continuación, en cierto modo, de la de hace siete días. El miércoles pasado os traía aquí, como recordaréis, Los escorpiones, la novela de la jovencísima Sara Barquinero, publicada en febrero de este año por la Editorial Lumen; un libro muy elogiado, al menos por la mayor parte de la crítica, aunque su aparición no ha estado exenta de polémica, y muy leído, sin nos atenemos a las numerosas ediciones que se multiplican desde su aparición. El libro del que hoy quiero hablaros no tiene, en principio, nada que ver -incluso cabe pensar que está en las antípodas, en temática, núcleo argumental, propósito y planteamiento literario- con el de la escritora zaragozana, aunque sí coincide con él en ciertos aspectos “externos”, podríamos decir: estamos ante sendas novelas, muy voluminosas, además, y aparecidas prácticamente al mismo tiempo; ambas han acaparado el primer plano de la actualidad editorial en revistas, suplementos literarios y programas radiofónicos y televisivos sobre libros, logrando, además, en pocos meses, un considerable éxito de ventas; sus autores -un hombre en el caso que ahora nos ocupa- son españoles, muy jóvenes, aunque cuentan con alguna obra publicada -escasa, como es natural, dada su edad- antes de cada uno de los respectivos libros que los han puesto en el “candelero”; y para terminar, en las dos novelas hay mucho de innovador -de experimental, incluso-, de ruptura o, en cualquier caso, de alejamiento de los parámetros más convencionales en los que se desenvuelve la ficción contemporánea (aun admitiendo que en un territorio tan vasto como el de la creación literaria actual caben opciones estilísticas muy variadas, que se mueven en frentes tan distintos que resulta difícil hablar de esquemas convencionales u ortodoxos, pues no hay, apenas, uniformidad y homogeneidad en el maremágnum de proyectos narrativos que inundan nuestro desbordante mercado editorial). 

Con este núcleo común y con el recuerdo de mis comentarios de hace siete días -para refrescar así lo que en ambas propuestas hay de coincidente- me adentro ya en la reseña del libro protagonista de la presente edición del programa. Se trata de La península de las casas vacías, como digo una novela, escrita por David Uclés y presentada por la editorial Siruela apenas un mes después de la aparición de Los escorpiones, en marzo de 2024. Transcurridos apenas seis meses desde su publicación, el libro va ya, creo, por su séptima edición y se postula, junto al de Barquinero, en todos los foros literarios como candidato al siempre escurridizo galardón de “mejor libro del año”. 

David Uclés es un escritor, músico, dibujante y traductor jiennense nacido en 1990 en Úbeda, aunque en su página web, de la que he sacado todos los datos biográficos que ahora os ofrezco, en la información relativa a “Lugar de origen”, el escritor indica “Úbeda/Quesada”, lo cual se compadece con el encabezamiento de la dedicatoria de su novela, las primeras palabras con las que se encuentra el lector: Todos los miembros de mi familia sin excepción provienen del mismo pueblo, Quesada [un precioso pueblito a cuarenta kilómetros de Úbeda], llamado Jándula en esta novela. Vivieron la Guerra Civil y a ellos dedico el libro, en una nota que ya apunta dos de los elementos fundamentales de su libro, el muy ostensible -más adelante hablaré de ello- carácter autobiográfico y la “ambientación” de la novela en los días del cainita enfrentamiento entre españoles. Licenciado y máster en Traducción e Interpretación, ha ejercido la docencia como profesor de español, alemán, francés e inglés en Alemania, Suiza y Francia. Su “intenso” currículo revela, en lo literario, la autoría de tres novelas, incluyendo ésta que hoy presento, varios relatos, algunos premios y becas y una obra teatral. Pero, además, su polifacético perfil -demostrativo, con sus solo treinta y cuatro años, de una inteligencia y una capacidad singulares- incluye exposiciones y premios de pintura, traducciones, proyectos de videocreación y una infinidad de conciertos de acordeón, guitarra y arpa. Un fuera de serie, condición que ya se puede colegir tras la sola lectura de esta su última novela, un prodigio de inventiva, imaginación, originalidad, conocimiento, creatividad, humor, sensibilidad, ambición, compromiso moral y, en definitiva, inusual y deslumbrante talento literario, en un proyecto desmesurado y monumental, que, al parecer, le ha ocupado quince años de su aún joven vida. 

La península de las casas vacías apareció, como digo, hace medio año, en el seno de la Editorial Siruela. Voluminoso, con setecientas páginas de texto apretado, el libro cuenta con una estupenda y por muchos motivos muy elocuente portada del pintor Rafael Zabaleta, un fragmento de su cuadro La Romería (que la editorial fecha en 1959 pero que la página web del artista data varios años antes). En efecto, la cubierta es significativa, en primer lugar, porque Zabaleta es, como la familia de Uclés, originario de Quesada, en donde nació en 1907 y murió en 1960; además, porque el propio pintor y esta obra en concreto aparecen citados en el texto; y en tercer lugar porque el tema y la ambientación recreados en el cuadro guardan notables concomitancias -de carácter metafórico y simbólico- con la atmósfera de la novela y con lo que en ella se narra. En relación con la edición, impecable como siempre en Siruela, debo apuntar, sin embargo, un imperdonable gazapo en la página 205, que imagino será corregido en futuras reimpresiones: Le habían dicho que cualquier daño que infringiera, si era por Iberia, estaría bien visto por Dios, en donde esa confusión de “infringir” por “infligir” daña la vista. 

En el prólogo del libro, que se sitúa en el Altiplano de Glières, en Francia, en marzo de 1944, en los días de la Segunda Guerra Mundial, conocemos a un miliciano andaluz, combatiente de la guerra española y luchando ahora en los Alpes contra las tropas fascistas. Angustiado por el mucho dolor y las innumerables muertes que ha “sufrido” en sus largos y duros años de combate en distintos frentes, pide a sus compañeros que le dejen abandonar el campo de batalla, arrancándoles, además, la promesa de que si muere en el camino cumplirán su última voluntad: que el nombre grabado en su tumba sea el de su padre: Odisto Ardolento, muerto en la guerra civil sin que su cuerpo hubiera sido encontrado. Los compañeros le dan su palabra, pero no habrá lugar a la retirada. Al día siguiente, tras más de setenta días en los Alpes resistiendo los ataques enemigos, las tropas de Hitler los sorprenden desprevenidos. Morirán decenas de combatientes, entre ellos el hijo de Odisto, llevándose a la tumba el nombre que quiso que grabaran en su lápida. Escribe el narrador: Aquella noche murió la última persona que podría haber dejado en herencia el apellido de Odisto, el protagonista de esta novela, cuya familia pasó de contar con una cuarentena de miembros en 1936 a desaparecer apenas tres años después. Nunca más nacería un Ardolento

Así, el libro cuenta la historia de los Ardolento -o Arlodento, pues de ambas formas se escribe el apellido, como luego veremos- durante la guerra civil, en un relato dividido en cuatro partes, de treinta capítulos cada una. La primera, Simiente, se desarrolla en la primavera de 1936, antes del golpe militar; la segunda, Leño, también en ese mismo año pero en los meses posteriores a la insurrección de Franco el 18 de julio; la tercera, Ascua, cubre el año 1937; por fin, la cuarta y última, Ceniza, transcurre en 1938 y en el primer trimestre de 1939, hasta el 1 de abril de ese año en que finaliza la contienda. La novela se mueve, en planos que se entrecruzan de continuo, desde la peripecia familiar de los Ardolento en esos trágicos días hasta la convulsión general del país, sacudido por la crueldad, la barbarie y la brutalidad: He aquí pues la historia de la descomposición total de una familia, de la deshumanización de un pueblo, de la desintegración de un territorio y de una península de casas vacías, en un esclarecedor resumen del libro que encierra, a la vez, la clave de su título. 

Antes incluso del prólogo que acabo de resumir, la novela incorpora una dedicatoria, una nota y unas citas igualmente reveladoras. En la dedicatoria, Uclés ofrece su libro a un largo elenco de parientes, entre los que se cuentan, además de sus padres y su hermana -una presencia, convencional y previsible en este tipo de agradecimientos, que se explica por razones afectivas y sentimentales (por cuidarme tanto)-, una veintena de tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y tíos abuelos, de los que, en cada uno de los casos, se refiere el singular motivo de su cariñoso recuerdo: porque traía el correo y el pescado al pueblo en serones; porque, inválido, enseñó a hacer pan a mi abuela desde la cama; porque alejaba a sus nietos para no contagiarles la vejez; porque al llegar de la guerra se metió en la cama y no salió más; porque no se quitaba su bufanda morada ni en verano; porque colgó la guitarra eternamente tras la muerte de una hija; porque vivió bajo el mismo techo que el pintor Rafael Zabaleta; porque apuntaba a la tele cuando salía Franco y gritaba «¡pum!»; por las lámparas de frutos secos y la ternura que nos dio en vida; porque luchó en la campiña cordobesa y volvió asqueado; por contarme cómo se vivía antes; entre otros, situando al lector, ya desde antes de empezar el libro, en el tono que envolverá la narración: la prosa poética, las notas de estilo, evocador y cercano al realismo mágico, y el indudable carácter autobiográfico que impregna la narración entera, porque -no creo estar destripando ningún dato relevante que entorpezca la lectura libre y sin apriorismos- los Ardolento son, como parece obvio, los Uclés del propio autor. Volveré sobre la importancia de la biografía familiar en la novela más adelante. 

Sentadas, pues, las bases que vinculan la obra a la trayectoria vital de sus antepasados, la nota que a continuación el escritor añade al texto vuelve a ofrecernos otra de sus principales claves. Reza así: Algunos datos y fechas históricas han sido modificados ocasionalmente para que encajen las piezas de este rompecabezas; también se ha jugado con el devenir de los personajes, por muy reales que parezcan. Lo narrado se encuentra entre la realidad y lo imaginado. Base real, pues; explícita saga familiar, también, pero aderezada -y muy brillantemente- con los mejores condimentos de la ficción. De ello, igualmente, os hablaré luego, cuando analice los muchos aspectos a destacar del libro. 

Y hay aún, en estos elementos introductorios que preceden al comienzo de la historia, una docena de citas, todas relativas a la guerra civil, todas de autores que, en distintas épocas, se han ocupado en sus obras de la contienda -Max Aub, Pío Baroja, Jesús Torbado, Agustín De Foxá, Clara Campoamor, Almudena Grandes, María Teresa León, Montserrat Roig, Mercè Rodoreda, Vicente Aleixandre, María Luisa Elío y Manuel Chaves Nogales-, que trasladan al lector la mirada externa, el correlato objetivo, histórico, de la singular y muy subjetiva narración de las vicisitudes de la familia Ardolento, en otra muy ostensible -y valiosa- dimensión del libro. La inclusión de estas notas es, por otra parte, un recurso que se repite a lo largo de las setecientas páginas de La península de las casas vacías, que aparece así trufada de las palabras de una larga cincuentena de escritores, filósofos, políticos, intelectuales, que muestran en ellas sus respectivas visiones de aquellos dramáticos enfrentamientos. 

¿Un libro sobre la guerra civil escrito por un millenial? Ello es así, sin duda, pero, creedme, no se trata -quizá por la juventud de su autor- de una obra más, reiterada y consabida, de las miles que se han escrito sobre aquel terrible episodio de nuestra historia, sino de una propuesta excepcional, singularísima, atípica y muy original que estoy seguro no va a defraudar a ningún lector; yo he pasado muchas horas disfrutando enormemente de una de las novelas más atractivas que he leído en los últimos meses. 
 
El elemento principal sobre el que gravita la vida de los Ardolento -algunos miembros del clan son Arlodento, los funcionarios del Registro Civil de Jándula lo debieron de anotar mal a lo largo de varias generaciones, hasta que llegaron a un punto en que no sabían cuál era el más fidedigno-, su patriarca -como se le define en el texto en más de una ocasión-, es este Odisto al que ya me he referido y al que conocemos al comienzo de la novela, en la primavera de 1936, nervioso, esperando en las orillas del río que corre en las afueras del pueblo el parto de María, su mujer, que va a dar a luz a su octavo hijo (Siete hijos sanos, cuatro abortos y tres criaturas nacidas sin vida. Catorce historias más tarde, Odisto y María rezaban para recibir sano al octavo, apunta el narrador). Él se acerca a la cincuentena, ella es diez años más joven. Él delgado y de piel dura, algo avejentado, de ojos azules; ella obesa, de rasgos poco delicados, risueña. Eran altos en Jándula, medianos en Iberia [la novela se ambienta en una Iberia levemente ficticia, en la que España y Portugal forman una sola patria] y bajos en Europa. Viven, muy pobremente, del campo, de las huertas, en una existencia humilde, escasa de recursos: El cortijo no tenía nombre y contaba apenas con cinco estadales cuadrados [apenas sesenta metros cuadrados]. Toda la familia vivía bajo el mismo techo, donde solo había dos dormitorios y una amplia habitación para lo demás

Una familia extensa, que no solo abarca a los hijos -José, Mariángeles, Martina, Pablito, Gonzalo, Ángeles, Josito y Ricardo, todos entre los cinco y los dieciocho, salvo, obviamente, el que ha de llegar al comienzo de la novela- sino también a una larga cuarentena de tíos, primos, abuelos y hasta bisabuelos de los chicos, cuyo recorrido vital -infausto en la mayor parte de los casos, como se anticipa en el texto introductorio que he transcrito y que ahora recuerdo: Aquella noche murió la última persona que podría haber dejado en herencia el apellido de Odisto- se nos narra, adentrándose el novelista en las peripecias singulares de cada uno de ellos, en un relato, que avanza siguiendo un esquema claramente cronológico y que corre en paralelo a las terribles vicisitudes de la guerra. Es, pues, el tratamiento entrelazado de estos dos planos, el de la historia familiar y el de la colectiva, el eje argumental de la novela y uno de sus principales motivos de interés. 

Así, seguimos a uno de los hijos incorporado al ejército rebelde y a otro que luchará en el bando contrario, llegando a enfrentarse, en una muy evidente metáfora de la lucha fratricida en que consistió la guerra; a un hermano, ciego, y a otro, poco mayor, que asume por ello desde pequeño el papel de lazarillo; a una de las chicas que oficiará de madre de los niños cuando desaparezca su progenitora, y a otra que se casará con un muchacho que deberá esconderse para huir de las venganzas entre conciudadanos; a Juliana la Coneja, la vecina más próxima a la familia y prima de María, a sus dos hijos, Antonio y Rafael, y a sus dos nietos Abundio y Jacobo; a Antonia y Manola, sobrinas de Odisto, de paso efímero por el libro; a la iluminada Eva, hermana de María; entre tantos otros que aparecen y desaparecen con su anecdotario, sus vaivenes, sus incidentes, sus sinsabores, sus ilusiones, sus pequeñas vidas. A casi todos -salvo a los dos hermanos alistados, que recorrerán la península llevados por los bandazos de la guerra- los vemos en su cotidianidad, el duro trabajo en el campo (Siempre había algo que sembrar, regar o recoger, amén del trabajo posterior preparando las conservas y los envíos o trueques), la huerta fértil y generosa, el apacible entorno de Jándula. La descripción de este contexto local es minuciosa y detallista: el pueblo, una montaña laberíntica de calles y casas enjalbegadas, decoradas con macetas y enredaderas, las plazoletas limpias, siempre llenas de gente, el pozo de San Vicente, las rinconadas con sus fuentes solitarias, las atalayas medievales (La Edad Media había dejado detrás de sí fortalezas y minaretes que, unidos a las construcciones árabes, hacían de Jaén la tierra junto con Siria y Palestina con más castillos), la profusión de bares (En Jándula había varios bares: el Marisol y el Central eran los frecuentados por los señoritos, minoría en todos los pueblos. El resto acudía al Relámpago, a la Baranda, al Bartolo, al Churriano, al Mis Mulas, al Avenida, al Tirol o a la Palmera). Y hay un afán casi documental en la presentación de las dependencias, el mobiliario, los utensilios de trabajo, descrito todo ello con una prosa espléndida y un léxico muy rico, propio de quien conoce bien el ámbito al que se refiere (los muebles del ajuar, los útiles para la cocina, la comida almacenada y los aperos del trabajo: celemines, medias fanegas y cuartillos para medir; escobas de rama para barrer y romanas para pesar; una cantarera con tres alcarrazas de agua fresca y otra con dos lebrillos encima, uno para lavar los platos y otro para enjuagarlos; embudos, candiles con torcías, calderos, perolas, escurridores de mimbre; tarros con ciruelas, morcillas que se oreaban, ristras de pimientos secos colgando del techo…). Y en este mismo plano cercano a la realidad ordinaria, sabemos de las costumbres del lugar, las cabañuelas, la devoción a la Virgen de Tíscar, las partidas de cartas en los bares, las supersticiones ancestrales, las prácticas tradicionales, los distintos grados del luto, de presencia constante dada lo cruento del conflicto que sacudirá, también, al pueblo, los muy frecuentes suicidios (de difícil inclusión, empero, en una lista de “costumbres”). 

Pero la peripecia personal que abre la novela -el nacimiento del octavo hijo de Odisto- coincide en el tiempo con el trascendental acontecimiento histórico, el alzamiento armado de Franco y, pocas semanas después, con la llegada de los milicianos defensores la República a Jándula. Y entonces, este escenario familiar, comarcal, autóctono, plácido en su ordinario transcurrir se nos presenta entrecruzado por los avatares bélicos, de modo que la crónica familiar -subjetiva, tamizada por los recuerdos de los antepasados y “ficcionada”, como nos ha advertido el autor- deviene ya en relato histórico, exhaustivo y muy bien documentado, detallado y fidedigno, pese a las muchas sorprendentes, imaginativas y brillantísimas licencias literarias que se toma el autor y que, como luego veremos, constituyen el rasgo más original y significativo de su novela. Podríamos decir, pues, que en La península de las casas vacías se nos cuenta la guerra civil a partir de las experiencias de los Ardolento. Aunque no solo, porque los sucesos que viven Odisto y los miembros de su familia, se complementan con las vivencias de tantas gentes, ciudadanos anónimos, que, al margen de sus opciones ideológicas, formando o no parte de alguno de los bandos, se enfrentaron (Aquel fue uno de los mayores males de la Guerra Civil, que miembros de una misma familia o del mismo grupo de vecinos o de amigos desconfiaran unos de otros) y padecieron en sus carnes el terrible sufrimiento y, en ocasiones, la salvaje brutalidad de aquella tragedia colectiva (Y ahora debo decirle que, por muchas que hayan sido las atrocidades de los mandos rojos, los hunos, son mayores las de los bandos blancos, los hotros, en conocida frase de Miguel de Unamuno, citada en el libro). En este mismo sentido, sirva este largo fragmento, un diálogo entre Odisto y uno de sus hijos, como ejemplo muy revelador del sentir de la mayor parte de los protagonistas de la novela, sometidos, los unos, al odio y crueldad de los otros, para, semanas más tarde, tras cambiar de manos el poder en cada pueblo, convertirse estos, las sufrientes víctimas de pocos días atrás, en vengativos victimarios de aquellos, entonces despiadados y ahora brutalmente represaliados: 

—¿Puedo preguntarle algo? ¿Nosotros de qué bando somos? 
—¿No te lo he dicho mil veces? 
—¡Sí, del bando del campo! Pero eso no tiene sentido.
—¡Nosotros, centrados en el campo! Y la política, para los que entienden de ella. 
—Pero, si llegado el momento tenemos que elegir un bando, ¿qué hacemos? 
—Si te soy sincero, no lo sé. Así que espero que no llegue ese día. 
—¿Y por qué no lo sabe? 
—José, no es fácil elegir. Yo vi llegar con ilusión la República, una entelequia que se hacía bien real, pero en los últimos meses he visto cosas que no me han gustado. Han arramblado con varios campos con la excusa de que eran terrenos de señoritos que nadie utilizaba. ¿Qué culpa tendrá la tierra? Y, además, han quemado la iglesia, que, aunque yo no sea muy religioso, era lo más bonito. 
—¿Y por qué lo hicieron? 
—Quieren un estado laico. Están contra la Iglesia porque, lejos de ayudar a los más pobres, no hace más que acumular riqueza y se muestra muy amiga de los señoritos. Dicen que toda la península pertenece solo a veinte mil hombres, y muchos de ellos son religiosos. Además, ¿no te acuerdas de lo que le pasó a la tía de tu madre? La pobre Edicta… Se murió de un infarto al ver cosido a navajazos a su marido a la puerta de su casa. 
—Pero ¿no me dijisteis que murió por borracho? 
—Eso es lo que dicen, pero en realidad lo apiolaron por ser guardiacivil. 
—Entonces, ¿usted prefiere el bando de los señoritos? 
—¿Qué dices? ¿El bando que nos asfixia y nos trata como a imbéciles? ¿Los que nos miran por encima del hombro por ser pobres? ¿Los mismos que quieren imponer su moral a todo el mundo? ¡No! 
—Pues padre, no me aclara usted nada. 
—No me gusta ninguno de los dos bandos, ni la política ni la guerra. 

Hay pues, desde este punto de vista relativo al desarrollo argumental del libro, dos planos, imbricados aunque de nítida autonomía, que el propio Uclés, en alguna entrevista que he podido leer, califica de nivel micro y nivel macro de su historia. En el primero de ellos, los Ardolento y tantos otros ciudadanos del común, de una u otra adscripción política (los más, como hemos visto, al margen de cualquiera de ellas); en el segundo, la muy pormenorizada descripción de los principales momentos de la guerra, de sus episodios más relevantes y conocidos, de sus principales batallas, de la situación en los dos frentes, de las estrategias militares de ambos ejércitos, de los avances y los repliegues de las dos fuerzas, de las repercusiones geopolíticas del conflicto fuera de nuestras fronteras, de los bombardeos, de los asesinatos, del odio, de las venganzas, de la vida en las ciudades y en los campos durante su transcurso, de las tomas de postura de los intelectuales, de los debates políticos, de la recepción periodística de los hechos, entre otras muchas facetas de este prismático y muy singular acercamiento a aquel drama feroz. 
 
En este segundo nivel, el completo y muy bien informado relato de la guerra se hace a través de enfoques distintos y complementarios. Los lances que viven los protagonistas, que van moviéndose por entre los escenarios de la guerra y que permiten al autor dar cuenta de los incidentes y las vicisitudes de la contienda. Los breves “apuntes”, que, al paso, informan de la realidad del país: películas, periódicos, noticias, personajes de la vida pública, que aparecen dotando -si cabe- de mayor verosimilitud y realismo a la novela. La crónica objetiva de ciertos sucesos, que en algunos casos se describen con la fidelidad de reportajes periodísticos. Los presagios de Eva, un personaje dotado de clarividencia, que anticipa, en quince “Augurios” que se incorporan al texto, entreverados en medio del hilo argumental de la novela (en realidad catorce, pues en uno de ellos, el IX, ofuscada la mujer por la violación a manos de los milicianos republicanos -no deja de decir cosas sin sentido. Se le han mezclado los tiempos, se quedó loca-, los pronósticos son confusos y delirantes), los acontecimientos que se vivirán en meses posteriores, ayudando así al narrador a completar las “lagunas” que no puede cubrir su relato más o menos lineal. Las abundantes citas intercaladas, separando capítulos, con textos de -además de los ya citados, presentes en las páginas introductorias del libro- José Ortega y Gasset, Gerald Brenan, Manuel Scorza, Salvador Espriu, José María Pemán, Vidal i Barraquer, en esos días arzobispo de Tarragona, Onésimo Redondo, Elena Fortún, Ramiro de Maeztu, Luis Cernuda, Margarita Nelken, Agustín Gómez Arcos, Queipo de Llano, Rafael Alberti, Antonio Muñoz Molina, Ernest Hemingway, Gonzalo de Aguilera, jefe de prensa de Franco, Jay Allen, el coronel Yagüe, Indalecio Prieto, Manuel Azaña, Gerald Brenan, T. C. Worsley, Norman Bethune, Alejo Carpentier, Antoine de Saint-Exupéry, Práxedes Mateo Sagasta, el propio Francisco Franco, Federico García Lorca, Ricardo Rambal, Paul Éluard, Manuel Leguineche, Bertolt Brecht, Francisco Ayala, Simone Weil, George Orwell, Gregorio Marañón, Azorín, Jean-Luc Godard, Gabriela Mistral, Teresa Pàmies, Miguel Delibes, Ana María Matute, Antonio Machado, Jesús Fernández Santos, Julián Besteiro, el papa Pío XII, George Bernard Shaw, Gerardo Pérez Fernández, comandante franquista de aviación, María Zambrano, Miguel Hernández, en un elenco completísimo, heterogéneo y plural ideológicamente, de escritores, filósofos, intelectuales y políticos, en su mayor parte contemporáneos a la guerra, que se pronunciaron sobre ella. Su sola enumeración revela, por un lado, la voluntad del autor de agotar, en la medida de lo posible, las “miradas” sobre los hechos y, por otro, su ingente esfuerzo para ofrecer una visión omnicomprensiva de aquel nefando momento de nuestra historia. Para ilustrar esa inmensa tarea de lecturas y documentación llevada a cabo por Uclés, os dejo aquí el enlace al blog de Agustín Alonso, en el que el propio escritor presenta una desbordante lista de referentes e influencias que consultó y tuvo en cuenta en la redacción de su libro. 

Sobre la base de un tan amplio y extenso soporte documental, La península de las casas vacías nos transporta a numerosos episodios, la mayor parte bien conocidos y profusamente estudiados, de esos años de enfrentamiento, de tal manera que, tras la lectura, el lector ha podido revivir los principales acontecimientos de esos tres años sangrientos, y, en consecuencia, le ha sido posible adquirir una muy completa panorámica de esa trascendental etapa de la historia de nuestro país (Yo espero que el libro pueda reavivar la curiosidad sobre lo que pasó, pero no solamente a mi generación, sino también a las anteriores, porque a lo mejor han leído este conflicto solamente desde un punto de vista, o un periodo concreto. Yo quería hacer una especie de panorámica, afirma el autor en una entrevista). En un repaso a vuela pluma, conocemos, en una sucesión de acontecimientos cuya narración se retrotrae al reinado de Alfonso XIII y que entremezcla hechos locales con sucesos internacionales, idas y vueltas en el tiempo como consecuencia de las visiones anticipatorias de Eva, la controvertida trayectoria del rey y su precipitada huida de España; la ilusión por la república; la Iglesia, alineada con los latifundistas, el Ejército y la burguesía, impertérrita ante la pobreza y el sufrimiento del pueblo; la caótica división de los ciudadanos (No había manera de que se pusieran de acuerdo, ni lo harían en los años venideros: los anarquistas, los falangistas, los fascistas, los derechistas, los izquierdistas, los republicanos, los socialistas, los caballeristas, los araquistainistas, los monárquicos, los carlistas, los comunistas, los marxistas, los negristas, los poumistas, los sindicalistas, los cenetistas, los africanistas, los rifeños, los religiosos, los cedistas, los faístas, los tradicionalistas, los reformistas…); el ascenso de Hitler; la Revolución de Asturias; las huelgas y movilizaciones sociales; el nombramiento de Manuel Azaña como presidente de la República; el asesinato de Calvo Sotelo; el levantamiento de Franco; el éxito de la sublevación en Sevilla, Cádiz, Zaragoza, Navarra, el protectorado de Marruecos, Canarias, Burgos, Valladolid, Galicia, Oviedo (Uclés, en opción para mí discutible, escribe siempre Galiza, Uviéu); la resistencia en Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao; el apoyo extranjero a ambos bandos, la Legión Cóndor, los italianos de Mussolini, las Brigadas internacionales; la inhibición de Inglaterra y Francia; las terribles batallas de Belchite, del Jarama, del Ebro; los fusilamientos en Paracuellos y en Teruel, en Brunete, en Toledo; la matanza de la plaza de toros de Badajoz, perpetrada por los sublevados, la de la madrileña Cárcel Modelo, obra de los republicanos; la quema de iglesias y el asesinato de religiosos; los temibles contingentes marroquís, las tropas moras de Yagüe; la constante amenaza de la aviación; los bombardeos; la salida del “oro de Moscú”; las violaciones, los “paseos”, las sacas, los robos, las torturas en las checas, los asesinatos, los juicios sumarísimos, las atrocidades sin fin; la defensa de Madrid, y su asedio; la “Desbandá” malagueña hacia Almería; la huida a Valencia de los dirigentes gubernamentales; la toma de Barcelona; los personajes -Mola, Goded, Fanjul, Yagüe, Sanjurjo, Queipo de Llano, Franco, de un lado; Durruti, la Pasionaria, Negrín, Vicente Rojo, Indalecio Prieto, de otro-; la muerte de José Antonio Primo de Rivera y el esperpéntico traslado de sus restos desde Alicante hasta el Escorial, en un truculento episodio narrado en el último libro de Paco Cerdá, Presentes; las tácticas militares, ejemplificadas en el relato en una partida de ajedrez, cuyos movimientos se reproducen en la novela; la Alianza de Intelectuales Antifascistas, con la presencia, entre otros, de Rafael Alberti, Miguel Hernández, María Zambrano, Luis Cernuda, María Teresa León, Rosa Chacel, Pablo Neruda, Octavio Paz, César Vallejo, Luis Buñuel, Ernest Hemingway, John Dos Passos o André Malraux; el asesinato de Lorca; el traslado a Valencia de los cuadros del Museo del Prado; Guernica; las banderas, los cánticos, las soflamas; las divisiones en la izquierda y la profusión de siglas -sobre todo en Cataluña (Uclés escribe Catalunya)-, CNT, FAI, POUM, UGT, PSUC, JCI, JSU, AIT; las trece rosas; la inútil resistencia de Madrid, los últimos días de sus defensores; el exaltado recibimiento a los “liberadores” (En cuanto el general Espinosa de los Monteros puso el pie en el adoquinado de Madriz, se escucharon miles de voces coreando el Cara al sol. Mujeres vestidas de rojo entonaron la canción desde los estrechos balcones de la capital, las mismas que antes, vestidas de azul, habían entonado La Internacional); la disolución del frente republicano -Albacete, Cuenca, Guadalajara, Ciudad Real, Almería, Jaén- tras la caída de Madrid; el final de Valencia; los intentos desesperados de huir de la ciudad levantina (Veinte mil personas fueron detenidas del 30 al 31 de marzo de 1939, o bien fusiladas directamente o hacinadas en los campos de concentración vecinos); la toma de Cartagena, el hundimiento en su puerto de los barcos repletos de pasajeros; el fin de la guerra; las riadas de exiliados, perseguidos, desterrados que atraviesan exhaustos la frontera con Francia. 

Pero siendo apreciable este exhaustivo recorrido por aquel conflicto encarnizado, e interesante también -ya se ha dicho- el seguimiento de los avatares de varias generaciones de una familia, lo que en verdad descuella en la novela, su aportación más brillante, original, novedosa y relevante, es el modo en que se cuenta la historia, con dos aspectos que merecen una especial atención, ya forzosamente breve al hallarme casi al término de esta reseña: la singular apuesta literaria del autor, ese planteamiento, a caballo de la desbordante imaginación y el delirio disparatado, que conocemos como “realismo mágico”, y la excepcional utilización de determinados recursos literarios, de enfoque, estructura y estilo, manejados de modo soberbio. 

Vuelvo a repetirlo: no leáis este libro como fuente, sino como ficción histórica, afirma el narrador, en mensaje reiterado, presente ya desde las primeras páginas de la novela. Uclés coge los hechos históricos y siendo extraordinariamente fiel a ellos, como se ha señalado, los reconstruye, deforma e inventa en su relato (Lo narrado se encuentra entre la realidad y lo imaginado, nos ha advertido, recuérdese, en la nota preliminar), introduciendo en su narración infinidad de elementos extravagantes, disparatados, pintorescos, estrafalarios, absolutamente ajenos a la realidad más convencional que, de esta manera, alterada, impregnada de componentes maravillosos, imposibles, fantásticos, inexplicables, prodigiosos, desafiando la lógica previsible (En Iberia, país al que pertenecía Jándula, con voluntad, paciencia y algo de fe, en ocasiones la lógica se invertía al capricho de sus habitantes), acaba por perder su firme estatuto de “realidad” (lo que conlleva el hecho de que en bastantes ocasiones, el lector confunda las fronteras -a menudo difusas- entre ambos planos, el real y el inventado). La novela es, así, abiertamente deudora de los postulados -y los logros- del realismo mágico (hay constantes y muy explícitas referencias en el texto a esta condición: Lo que ocurrió allí (…) bien merece otro capítulo, uno más cercano a la novela histórica que al realismo mágico, entre otros muchos). Y hay también una herencia, igualmente confesada, a los desatinos, al desenfrenado surrealismo, a las excentricidades, al humor descabellado y absurdo de la ya clásica película de José Luis Cuerda, Amanece que no es poco, cuya referencia, levemente escondida, comparece en este diálogo, inserto en la narración. 

—¿Y cómo quiere que le pruebe algo así? Continúe caminando y pregunte por la fecha de hoy. Así se convencerá solo. ¡Dieciocho de febrero, ni más ni menos! 
—Dieciocho de febrero… 
—¡Así es! El día que, dentro de diez años, y muy cerca de aquí, nacerá un tal Cuerda que hará reír a todo el país. Lo sé porque es algo que todos los manchegos sabemos. 

En la limitada -pese a mi muy ostensible tendencia a la desmesura verbal- extensión de esta reseña no puedo dar cuenta siquiera de una mínima muestra de la fértil inventiva del autor en este dominio de lo irracional, del desvarío (dicho sea en términos siempre elogiosos y nunca peyorativos) literario. En mis notas de lectura he recogido más de cien referencias demostrativas de esta desaforada y deslumbrante imaginación de Uclés. Dejaré aquí, no obstante, algunos ejemplos reveladores. Los efectos de la presencia de los hombres en el alumbramiento, que provocaría el que el niño nazca “descompuesto”: una bocanada de arena, entrañas y huesos. Árboles que emiten luz, pues sus frutos albergan crías de luciérnagas. Ortigas que dejan de picar si se contiene la respiración. Personajes que caminan sobre las aguas. Troncos de árboles que se constituyen en instrumentos de una orquesta e interpretan pasodobles, coplas, zarzuelas de Barbieri y suites de Falla y Albéniz. La exigencia de copular en los solsticios, pues en lo equinoccios no sopla el viento frutal de la fertilidad. Las mechas, cirios y candiles del pueblo que prenden solos y se encienden cuando las embarazadas dilataban y empezaba el parto. Los burros a los que la pequeña Martina pincha con una jeringuilla vacía para absorber su sangre, provocando que los animales disminuyan su tamaño hasta desaparecer. El duelo por los muertos, que obligaba a enlutar los hogares, ropas, muebles, edificios, muros, animales del corral, bestias y hasta los árboles, todos pintados de negro. El singular repicar de las campanas de la iglesia: el toque de muerto, uno solo [tañido] por tratarse de un bebé. Si hubiera sido una mujer adulta, habría sido doble, y por un hombre, triple. Y si el fallecido era homosexual, ladrón, prostituta o proxeneta, habría tocado las campanas sin badajo. Extrañas enfermedades que provocan la acumulación de arena bajo la piel. La abducción de los cuerpos en la cumbre del cerro de la Magdalena, el punto más alto de la región, coincidiendo con la aparición del primer rayo de sol. Las predicciones, ya citadas, de Eva, la única agorera de la comarca, cuya obligación era estar permanentemente despierta, atenta a la llegada del augurio. El fenómeno del inmovilismo, que coincidiendo con la inacción de la Iglesia ante las injusticias sociales, impele a sus miembros, los curas, las monjas y los más beatos, a quedarse quietos como estatuas cuando pasa gente alrededor. El bosque de los Hilos, en el que de las raíces de los troncos nacen algodoneras lo que permite al caminante tejer con los pies sobre el suelo. Los pronósticos de lluvia sobre el pueblo, que provocan que el cielo absorba todo el líquido posible -el agua de los botijos, los barreños en los que se lava la ropa, las lágrimas de las vírgenes del templo, la solución química para los gargarismos, incluso a Amapola, que en mitad de un baño en el embalse, se encuentra de repente desnuda entre las nubes- para después “lloverlo”. La consiguiente pérdida de líquidos corporales de las gentes (María (…) se acostó pesando casi doscientos kilos y amaneció con apenas cuarenta. Su problema de sobrepeso se había debido a una retención de líquidos aguda). Las trombas de agua, a veces tan copiosas que, si alguien se ve expuesto a ellas, verá como se desgasta la ropa, se roen los tejidos, se erosionan su piel y su carne, y acaba convertido en un esqueleto pelado. Las explosiones de pájaros, estorninos de pieles porosas, que se llenan de agua con la lluvia y revientan cuando su piel llega al límite. La Ley Queda, en virtud de la cual, durante los aguaceros, el Gobierno interrumpe el conteo de los días, paralizando el calendario hasta que finalice el diluvio (ello ocurre en la novela, en un 14 de julio, un día que “alberga” veintiocho). La, por el contrario, persistente sequía que “elimina” el estrecho de Gibraltar, Iberia y Marruecos unidos por tierra. Manolo, padre de María, que por su aguda hipocondría y su exagerado miedo a la muerte, traslada su domicilio al futuro nicho en el cementerio, volviéndose fosforescente por el contacto con los huesos de los muertos. Antonio, el vaquero del pueblo, experto en confeccionar collares de agua. Las acelgas cuyo crecimiento en los huertos presagia los desastres venideros. Las lágrimas que brotan de diferentes colores según la emoción que las provoca (rojas de amor, azules de tristeza, negras de dolor, amarillas de alegría). Trine, hermana de Odisto, poseedora del don de la impermeabilidad, siendo resistente a la humedad y al frío; además, todos sus miembros son de leche (Si perdía un brazo, un dedo o una pierna, a los pocos días le volvía a crecer. Y no solo una vez, sino todas las que hicieran falta). El niño que irradia mucho calor y que, por ello, era reclamado para dormir en la cama de las mujeres recién enviudadas; el que hace muñecos con el papel de los periódicos y se los come embadurnados con miel; el que aviva los fuegos con su aliento. La hiperacusia aguda de Gonzalo, al que sus orejas de soplillo le permiten percibir los ruidos del extremo opuesto de la península. El repentino boquete en la bóveda celeste, que se resquebraja para dejar pasar la oscuridad del universo, en aciaga metáfora de la brutalidad de la guerra. La pequeña Alfonsina, que con las pupilas verticales de nacimiento puede ver sin necesidad de luz alguna, por lo que descubre los secretos de todos los hogares del pueblo. Los olivos que arden espontáneamente cuando se queman las iglesias. La solidaridad de los lugareños que intentan apagar las llamas cargando agua en cubos, zaques, odres, botas y celemines, hasta en las bocas, las palmas de las manos y en los huecos supraclaviculares. Las lluvias de garbanzos, las de pan, las de reses muertas, sangre mefítica, insectos retorcidos, aves en descomposición o gotas de óxido. Los cuerpos que sudan cera. La nota del almirez que recorre la tierra para volver meses después al mismo punto desde el que se emitió. Las tórtolas de sal que, cuando se raja su vientre, desprenden un chorro de sal fina. Alhelí, prima lejana de la familia, que da de beber en el río a su caballo de cartón, provocando que el juguete se deshaga y con él, la propia niña, descompuesta en menos de un minuto y convertida en cartón mojado y desleído. Abundio, uno de los nietos de Juliana, al que la piel se le deshoja al frotarla o exponerla al agua o el sol. Los grupos sanguíneos cuyas clasificación y efectos dependen de los colores de la sangre: almagre, carmín, bermellón, lacre, bermejo, cardenal, carmesí y granate. Las balas que se asustan de la humareda que provocan y vuelven por su propio camino, matando a quienes las disparan. La decisión de Franco de fusilar a todos los presos que se llamen Ramiro. Gregorio, cuyo vómito es serrín mojado en sangre, pues una parte de sus entrañas era de madera, sustituidos algunos de sus órganos, defectuosos al nacer, por un carpintero. Los poderes taumatúrgicos de los quintos hijos nacidos en una sucesión de vástagos del mismo sexo, capaces por ello de sanar, calmar el dolor, encantar serpientes, inmovilizar animales, acelerar una cosecha, apartar una plaga, cicatrizar heridas abiertas o curar el mal de ojo. Parejas que cada minuto envejecen un tercio del año, pasando de tener cuarenta a ochenta años en solo una tarde. La sangre que brota, sin explicación, de los almiares. El fusil traslúcido, un arma cargada con bayas de muérdago que provocan en la víctima la transparencia de piel, tejidos, huesos y órganos, llevándola a la desaparición. La exigencia de los milicianos republicanos de que cualquier persona que se parezca a Cristo o a la Virgen, modifique su físico, dejándose crecer el bigote recio si es hombre y cortándose el pelo a tazón si es mujer. El procedimiento por el cual, enterrando las manos en un macetero y regándolas convenientemente, la persona podía “ver” el destino de un familiar desaparecido; de ser funesto el visionario moría en el acto al igual que su pariente. La flor de chuza, que enfría con tal intensidad que se usaba como anestésico. Granos que exudan arcilla. Personajes que, estáticos, disfrutan de su inmortalidad. Cuerpos incorruptos. Individuos analfabetos, capaces, sin embargo, de leer los libros futuros (y el narrador enumera a alguno de sus autores, con obra, todos, sobre la guerra civil: Paul Preston, Montserrat Roig, Antony Beevor, Stanley G. Payne, Dulce Chacón, Hans Magnus Enzensberger, Hugh Thomas, Gabriel Jackson, Gerald Brenan, Almudena Grandes, Agustín Gómez Arcos, Ian Gibson, Herbert Southworth, Agustín de Foxá, Pío Moa, Carmen Laforet y Burnett Bolloten). El lápiz que, dibujando sobre una herida, la hace cicatrizar. Las despedidas en las que quienes se separan vierten lágrimas idénticas, en tamaño, forma y número. La gruta que roba el tiempo a quienes se adentran en ella. Otros lápices que, plantados en la tierra, crían mortíferas minas. La misteriosa lengua geográfica, en la que las papilas de algunas zonas se van pelando, conformando un dibujo que representa el mapa de la región en la que se encuentra el propietario del musculado órgano. Las dos hileras paralelas de dientes de Gonzalo. Una Cuenca novelesca que se sostiene en el aire merced al juego de complejos ensamblajes. Los soldados que se dan a la bebida para resistir la crudeza de los combates y que, al ser atravesados por las balas, expulsan vidrios y zumo de uva. El plan del ayuntamiento de Segovia en virtud del cual, y para evitar su destrucción por el enemigo, las mujeres de la ciudad esconderán en sus casas el acueducto romano. El fotógrafo Robert Capa -de numerosas apariciones en el libro- que al pisar una mina que estallaría al más mínimo movimiento, se vio obligado -en la disparatada invención de Uclés- a permanecer más de cuarenta años inmóvil sobre ella. Períodos de gestación de veintisiete meses. La lluvia de setecientas jaulas doradas. Franco reconstruyendo Belchite después de su total destrucción bélica, y que no contento con la recuperación de los edificios, llevó su afán de reedificación hasta el extremo de contratar a casi tres mil comediantes para que asumieran el aspecto y el nombre de los fallecidos. La niña que es una reencarnación de la Virgen de Fátima. El personaje que lleva la luz consigo, de modo que las ciudades, oscuras en la noche, van encendiéndose a su paso. Las cámaras fotográficas que se “tragan” las gorras o incluso el alma de los retratados. El avión que se queda congelado y suspendido en mitad del cielo. La enorme grieta que separa Iberia de Francia, convirtiéndola en una península. Las falsas bombas que no son sino hologramas. El personaje que “ve” en su mente las palabras pronunciadas por sus interlocutores, razón por la que detecta las faltas de ortografía en el curso de las conversaciones (—Hermana, hecho de menos a papá. —Gonzalo, «echo» se escribe sin hache. —¿Cómo sabes que lo he dicho con hache si es muda? —Porque, cuando hablas, suelo imaginarme las palabras escritas en la mente). La llave que, enganchada en el corazón, permite darle cuerda y mantener el pulso vital. La firma de Odisto Ardolento, el cual, desconocedor de las letras, rubrica los documentos como Luis Vílchez Gómez (Es lo que me sale siempre que firmo). El terreno a las afueras de Jándula que no sale en los mapas. El cambio de nombre de la ciudad de Madrid, convertida en Madriz cuando Franco decide vender el topónimo original al gobierno de la República China. La barca hecha con caramelos. La ciudad de Tomelloso pintada de marrón para, camuflada con el suelo árido, hacerla pasar desapercibida. Las cuatro ancianas, cada una superando los ciento veinte años, que se desplazan montadas es un mismo burro mientras cosen cortinas. Las patas de una silla de las que brota sangre. La herida cosida con la cuerda de nailon de una guitarra tensada en sol sostenido, garantía de la imposibilidad de su reapertura. 

Junto a todas estas manifestaciones del realismo mágico, hay muchas singularidades estilísticas en el muy inusual planteamiento de Uclés. Es el caso de la constante intromisión del autor en el relato (hay más de una mención a las nivolas unamunianas: este texto tiene rasgos de nivola), que se ve salpicado de continuo (los ejemplos se cuentan por decenas) por las reflexiones del narrador (Y esta es la historia que me he inventado para justificar históricamente Iberia. Porque creo firmemente que Iberia sería la solución más acertada a los males que arrastra la península desde siglos. Surgiría un estado más fuerte, multilingüe, polícromo y, sobre todo, ilusionado), por las justificaciones de sus decisiones (Lo que sucedió en Málaga no tuvo lugar en el otoño de 1936, sino en febrero de 1937. Sin embargo, voy a adelantar la acción porque se me rompe el corazón verlos hacer vida como si nada, ajenos al amargo final que Dios, a quien justifican por lo inescrutable de sus actos, ha dispuesto para ellos. Quiero evitarles el sufrimiento porque considero que, quien es llamado a morir en tan atroces circunstancias, debe descansar pronto, cerrar los ojos y olvidarse de este mundo, de este sueño dentro de un sueño, como decía Poe), por la puesta en conocimiento del lector de sus dudas como escritor (He dudado mucho si contar lo que le sucedió a Martina aquella madrugada de verbena, o si ahorraros la escena y dejaros con el buen sabor de boca de la alegría de la fiesta, ya que, para un capítulo que acaba tan bien… Pero no, no puedo callármelo. Lo siento), por sus comentarios en relación con los episodios referidos (escribe, a propósito de una de sus criaturas: A mí, como narrador, en caso de que queráis saberlo, la verdad es que me interesa bien poco como personaje, vamos, que ni fu ni fa), por sus intervenciones activas en los sucesos narrados (No tuvo más remedio -dice de un personaje- que acudir a mí, mal que le pesara. Bueno, también lo hizo a Dios. Pensó que alguno de los dos le haríamos caso. Y así fue. Tras una jaculatoria dirigida al cielo, Dios se apiadó de él, porque yo, la verdad, es que no hice nada), por las aclaraciones sobre el desarrollo de su exposición (Quizás sea más fácil imaginar la escena si describo el matrimonio), por las explicaciones acerca de su modo de resolver una escena o introducir un personaje (… y una conocida, Fuensanta. Esta era hija del pintor del pueblo, el cubista Zabaleta. En realidad, el artista nunca tuvo descendencia; pero, en el reino maleable de la literatura, he querido darle una hija), por las exposiciones en torno a las soluciones estilísticas adoptadas (A continuación, describiré el tajo de la recogida de la aceituna. Lo haré en presente y en cursiva, para darle más aplomo), por sus acotaciones y apostillas a lo contado (Así que, si me lo permitís, retomaré la narración principal más adelante), por las declaraciones que enfatizan su condición de dueño de los destinos de sus personajes (A continuación, dejaré descansando a nuestra familia unas semanas) y, a la vez por las manifestaciones de la “rebeldía” de estos frente a su creador (A partir de hoy mismo, paso a llamarme Pablo. Ya no soy un niño y Pablito es nombre de crío. Tengo barba y fuerza, los hombros anchos, el sexo alerta, la mirada más atenta y la mente políticamente despierta. No creo que algo tan personal como el nombre deba depender más del narrador que de uno mismo. Llamadme Pablo), por la autoconciencia de algunos de sus protagonistas, que se saben seres de ficción (Tanto Odisto como el Escobas comprendieron que, muy probablemente, el narrador de esta historia se estaba dirigiendo a ellos a través de él), por las ironías sobre su propia omnisciencia narrativa (No me detengo más en la descripción porque, en apenas unas líneas, voy a quemarlo todo) y, simultáneamente, por el cuestionamiento de ese conocimiento global (Según los cálculos del topógrafo del pueblo, Hersilio, antes de llegar a 1940 la casa se sostendría solamente gracias al andamiaje, perdería toda la tierra a su alrededor y se desconectaría de la menguante cañada. Estaba destinada a flotar como una isla con raíces de hierro. Como este libro llegará hasta esa fecha, veremos si se cumple la profecía o no), por las interpelaciones al lector (¿Recordáis cuando describí a Franco y expliqué que durante sus casi cuarenta años de dictadura nunca se separó de una reliquia?), por las sugerencias (En el siguiente capítulo encontraréis descritos los movimientos tácticos definitivos y seguidamente, en cursiva, lo que les ocurrió a sus aliados/oponentes. Pero si la estrategia política no es lo vuestro, os los saltáis y punto), recomendaciones (Os recomiendo que subáis hasta el barrio de Santa Cruz, que os sentéis a ver la puesta de sol y que busquéis una cruz roja que brilla más que el propio cielo. Fijad bien la vista en ella y la cifra de fallecidos os vendrá a la mente), invitaciones (Juzgad vosotros mismos la situación y planteaos una pregunta interesante) y requerimientos (A continuación, buscad esta pieza y escuchadla en unos auriculares a máximo volumen mientras leéis la destrucción de la península: Requiem: II. Kyrie, György Ligeti) a los destinatarios de su historia, incluso por su presencia “física”, que interactúa con los personajes formando parte del relato (como en una inenarrable conversación con Franco, en la que el dictador, tras pedirle a Uclés que diga un número del uno al cien, y ante la respuesta del escritor mencionando el 96, decide, en prueba de su poder, eliminar ese capítulo de la novela, como así ocurre; o la descripción de la noche de amor causa de que muchos años después él mismo pudiera existir: De aquella noche nací yo; bueno, mi abuelo materno, Luis. Y de él lo haría mi madre, Nines. Y de ella, yo; o la acción que se detiene ante una vivienda en la que una placa reza: Aquí perdió la virginidad el narrador de esta historia, en el dormitorio principal cuyo balcón da a la peña). Todo ello tocado -en las más de las veces- de un indudable sentido del humor (Sobre el retrete no hay gran prosa: un cubo lleno de paja con una tapadera, el cual debía vaciarse con asiduidad, colocado junto al muro de carga trasero del cortijo. Si algún lector encuentra esta descripción somera y quiere más detalles respecto a cómo era el lugar, que me busque y lo llevaré al mismo cubo azul verdoso de mi abuelo, situado en una huerta de Quesada, y tendrá el placer de defecar creando, de algún modo, cierta intertextualidad literaria. Vuelvo a la acción). 

Y están también los anacronismos, los desplazamientos en el tiempo, con un narrador que se llega hasta el presente, las abundantes muestras de intertextualidad, los extravagantes “interludios” entre capítulos, las historias intercaladas, las numerosas referencias culturales, las “rarezas” constantes (la transcripción de una partida de ajedrez; el capítulo narrado por La Mancha; la conversación entre Eleanor y Franklin Roosevelt; los enconados debates de los escritores en su II Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura; un vistoso caligrama; la página con mil cinco puntos, uno por cada uno de los tiros de gracia escuchados desde el inicio de la guerra por un labrador de Teruel; el inexistente capítulo 96, con la página en blanco; un discurso de Azaña; las tres mujeres vernáculas, Teodora, Eulalia y Olga, llamadas Irune, Laia y Uxía antes de la guerra, y cuyas palabras aparecen en euskera, catalán y gallego, respectivamente). 

En fin, una novela genial, muy interesante e ilustrativa, escrita con brillantez en diferentes registros literarios, seria y rigurosa, dramática y sobrecogedora y, sin embargo, llena de humor, tierna, emotiva, espléndida. No os la perdáis baje ningún concepto. Cierro ya esta extenuante reseña con un texto muy representativo del espíritu del libro. Y también, de entre sus variadas referencias musicales con Red River Valley, la clásica canción folklórica, de origen incierto y objeto, desde finales del siglo XIX, de innumerables versiones y de profusión de “apariciones” en el cine, una de ellas, quizá la más destacada, en la película Las uvas de la ira, de John Ford. La interpretación de Woody Guthrie, quizá la más conocida, es la citada en la novela (un tal Woody Guthrie, procedente de la Brigada Lincoln —formada por casi quinientos norteamericanos que antes de alistarse como milicianos habían trabajado de profesores en California—, le cambiaba la letra a una famosa canción folclórica de su región), pues en nuestra guerra civil, el Red River Valley se convirtió en el Jarama Valley.


Atravesaba, aparatosamente y sujetándose bien los cintos y las cartucheras, un campo de vides del tipo garnacha convertido en una ciénaga, donde el agua le llegaba por las rodillas, cuando detrás de una hilera apareció un republicano con una cicatriz fresca en la cara, de la frente al labio superior, y se le echó encima. Ninguno de los dos tuvo tiempo de descolgarse la carabina y apuntar, y tampoco les sobraba ninguna mano para buscar uno de los cuchillos que con tanto denuedo ocultaban en las botas o entre los pliegues más firmes de los bombachos. Solo la lucha cuerpo a cuerpo tenía sentido en aquel reciente estero. El problema era que Paulo no sabía pelear. Nunca se había enfrentado sin armas al enemigo, y las únicas veces que tuvo que batirse a golpes había sido de niño en Jándula. Pese a todo, y después de diez minutos de forcejeos, de fintas ridículas y de lucha húmeda, Paulo logró agarrar su cabeza y echarse sobre ella hasta torcerle el cuello. No lo mató, pero le provocó un fuerte crujido y un lacerante calambre, y lo dejó con un rictus de incomprensión y de intenso dolor. Paulo no quería matarlo, suficiente era con haberlo dejado con aquella agonía. Se apoyó en una vid recia y recuperó el aliento. Pero el joven republicano seguía retorciéndose de dolor; lo sacudían espasmos en todo el cuerpo y tenía los ojos en blanco. Entonces lo vio sacarse una navaja de hoja corta y apuntar hacia su propio corazón. El joven gritó algo incomprensible, balbuceando y lloroso, y se clavó el arma blanca en el pecho. Paulo se abalanzó sobre él y quiso quitarle la hoja de las manos, pero llegó tarde. La herida no era profunda y aquel hombre siguió en el mismo estado, convulsionando, con el cuello rígido como una lima y el resto descompuesto. Se ladeo para mirar a Paulo y le suplicó que acabara con aquel tormento. El hombre lanzó el cuchillo y se mostró inerme. Y Paulo obedeció, pues no sabía pelearse cuerpo a cuerpo, pero matar sí que sabía hacerlo. Se acercó a él, también entre lágrimas, y lo abrazó. El otro lo asió con menos fuerza, debido a los calambres, y le lloró en el hombro. Se quedaron así un buen rato, sollozando, rodeados de explosiones y sobrevolados por aviones, aunque el tiempo se hubiera detenido para los dos. Paulo, de forma refleja, le dio un beso por detrás de la oreja, que le mojó los labios de sudor y lo hundió en el barro. Colocó las rodillas sobre la espalda del joven, lo sumergió y esperó hasta que el forcejeo del hombre acabara. Una vez asfixiado, le quitó el pañuelo rojo que llevaba en el cuello, donde su nombre, Humilde, estaba bordado y se lo metió en el bolsillo. Pensó que, acabada la guerra y si sobrevivía, buscaría a su familia. 

Videoconferencia
David Uclés. La península de las casas vacías