Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de junio de 2024

LARRY MCMURTRY. LONESOME DOVE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy llega a su última entrega por este curso 2023-2024, con la que ponemos fin a nuestra décimo cuarta temporada en la emisora universitaria salmantina. Desde el año 2001, en que apareció el programa en Onda Cero Salamanca, se han ido sucediendo, con variaciones en el ámbito, la duración, el formato y la estructura, las emisiones (camino ya de las seiscientas, solo en Radio Universidad) de una propuesta radiofónica -ahora también accesible en Youtube- cuyo propósito principal, y declarado desde nuestros remotos comienzos, consiste en proponeros cada semana de manera apasionada la lectura de libros que a mí mismo, Alberto San Segundo, responsable único de la idea, me han, en la mayor parte de los casos, entusiasmado. 

Y esos términos -pasión, entusiasmo- son especialmente pertinentes en el caso de esta tarde, pues he querido que nuestra despedida hasta el mes de septiembre se centre en un libro excepcional, una obra maestra, aclamada por lectores y críticos, una novela épica, cautivadora, inolvidable, emocionante, dramática, profunda, que rezuma sensibilidad, conocimiento de la naturaleza humana, hondura psicológica, amor por la vida, humor, talento narrativo y belleza; sin duda uno de los libros que más me ha impactado -si no el que más- de los que he leído en este último año. Lonesome Dove, que puede traducirse como Paloma solitaria si fuera necesario hacerlo (algo que, a mi juicio, no tiene demasiado sentido, pues el título hace referencia al nombre de una pequeña ciudad texana al que, más allá de encerrar, quizá, una ligera “pista” metafórica -la soledad está muy presente en la novela-, le basta con su eufónica denominación originaria para trasladar al lector al ámbito en que se desenvolverá la acción), es la obra mayor de su autor, un Larry McMurtry que ha estado presente en nuestro espacio con otras dos novelas, La última película y Hud, el salvaje, con las que Lonesome dove comparte “espíritu” -no así época ni temática- y que hace poco más de un mes protagonizaron una emisión en la serie de literatura y cine que os ofrecí en los meses de abril y mayo. Por lo demás, esta reseña del excepcional western que es Lonesome dove ya había sido anticipada cuando os hablé aquí de A lo lejos, de Hernán Díaz, en un programa de diciembre de 2023, y, hace solo quince días, de Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, libros, de diferente entidad y planteamientos diversos, que, sin embargo, guardan bastantes concomitancias y hasta, en cierto modo, tienen como referente la monumental obra con la que ahora cerramos la presente temporada. También, y en cursos anteriores, han aparecido en Todos los libros un libro otras notables muestras de un género considerado durante mucho tiempo como menor y hoy justamente reivindicado: los dos volúmenes de relatos de Dorothy M. Johnson, la gran autora de títulos mayores en esta categoría literaria como El hombre que mató a Liberty Valance, El árbol del ahorcado, Un hombre llamado caballo, todos con espléndidas recreaciones cinematográficas; Oeste, la estupenda novela de Carys Davis; Butcher's Crossing, de John Williams, con tantas conexiones con el libro que protagoniza el espacio esta tarde; Ahora me rindo y eso es todo, del mexicano Álvaro Enrigue, entre otros. Debo deciros, además, que si mis comentarios sobre Lonesome dove enlazan, mirando al pasado, con estas referencias en la mayor parte de los casos magistrales, se vincularán también, anticipando el futuro, con algunas otras emisiones que a lo largo del curso que viene dedicaré al género del Oeste en Todos los libros un libro. Pero de ello hablaremos dentro de unos meses. 

Lonesome Dove apareció en Estados Unidos en 1985, convirtiéndose desde entonces en un extraordinario éxito de ventas y obteniendo un año después el prestigioso premio Pulitzer. Sin embargo, la consagración absoluta del título y de su autor, que ya había sido nominado al Oscar en 1972 por su guion de The last picture show, llegó con la traslación de la novela a la pantalla televisiva. En febrero de 1989 la cadena de televisión CBS empezó a emitir en Estados Unidos una serie de cuatro largos capítulos que recogía fielmente el espíritu de la obra literaria, convirtiéndose en un inusitado -por un cierto olvido en el que yacía el género en aquellas décadas- suceso de audiencia y crítica, hasta el punto de ser calificada como la mejor serie western de televisión de todos los tiempos. Desde ese momento, el “universo Lonesome Dove” ha crecido y se ha extendido, inabarcable, hasta completar cinco miniseries para televisión, dos temporadas de series “regulares”, que alcanzan entre ambas los cuarenta y tres capítulos, y cuatro largas novelas, esta que hoy comento, la primera y principal de la saga, y otras tres, Streets of Laredo, de 1993, Dead Man’s Walk, de 1995, y Comanche Moon, de 1997, de las que luego os hablaré. Además, el libro y la serie originarios han generado un fenómeno desbordante que ha fraguado en centenares de estudios críticos, entrevistas, artículos periodísticos y reportajes gráficos, múltiples clubs de fervientes fans y hasta recreación de escenarios y ambientes con finalidad turística. 

El libro ya había sido publicado en nuestro país en 1990, en una añeja edición de Plaza y Janés, con traducción de Rosa S. de Naveira y que hoy solo puede encontrarse en librerías de viejo. En noviembre de 2022, la editorial Valdemar, en su excepcional colección Frontera, en la que han aparecido los grandes clásicos del género, treinta títulos hasta el momento, presentó la colosal novela, en un cuidado y voluminoso tomo -más de mil cien páginas-, que mantiene, actualizada, la traducción de la edición de Plaza y Janés. El libro cuenta con un prólogo, iluminador y excelente, de Alfredo Lara, máximo responsable del sello. Hace unas semanas, en mayo de este mismo año, la editorial ha dado a la luz La jornada del muerto, como se ha traducido Dead Man’s Walk, que siendo la tercera novela del ciclo, es la primera del itinerario cronológico de sus protagonistas, al retrotraerse en su acción a 1840 y presentar los antecedentes de los personajes, entonces muy jóvenes, que en Lonesome Dove se desenvuelven en la segunda mitad de la década de 1870. La jornada del muerto, que acabo de leer hace unos días, es también excelente (aunque algo más violenta que la que hoy reseño y con una mayor presencia de los indios; con dos figuras terroríficas, el jefe comanche Joroba de Búfalo y el guerrero apache Lobo Pateador, ambos de crueldad desaforada) y mi optimismo natural me lleva a pensar que el placer que me ha acompañado -y lo hace aún- en la lectura de ambos títulos se prolongará con la aparición -espero que próxima- de las dos últimas novelas de la serie, que estoy seguro Valdemar tendrá “en cartera” (al menos así puede deducirse de las palabras del editor en el preámbulo a esta segunda obra). 

Como puede imaginarse, intentar un mero resumen argumental de una novela de una extensión y una envergadura tan inabarcables es tarea imposible, pues como toda gran obra literaria en sus páginas -muchas, en esta ocasión- se encierra la vida entera, con los afanes y los anhelos, las peripecias y los golpes de fortuna, las búsquedas y los incidentes, las fatalidades y las expectativas, las frustraciones, los sueños, las pérdidas, los encantamientos, la belleza y el dolor, la ventura y el fracaso, las derrotas y los logros que siempre, inevitablemente, conlleva. Intentaré, no obstante, un breve esbozo de los aspectos más generales de su trama. 

Estamos en unos años no precisados de la década de 1870, en la pequeña población de Lonesome Dove, al sur de Texas, lindando con México, un territorio, como quizá recuerden los que siguieron mis comentarios sobre La última película y Hud, muy cercano y muy querido para Larry McMurtry, nacido en Archer City, pueblo también texano que en aquellas dos obras aparecía bajo el nombre ficticio de Thalia. Sin mencionarse de modo expreso, en la novela están presentes la entonces aún reciente Guerra de Secesión norteamericana y las disputas fronterizas entre México y su vecino del norte a causa, precisamente, de los territorios de Texas. En un pequeño rancho en la localidad, ven pasar la vida, aburrida y algo anodina, dos rangers retirados de bien avanzada madurez, Augustus «Gus» McCrae y el capitán Woodrow E. Call, responsables ahora de la enfáticamente denominada Compañía ganadera y Emporio caballar de Hat Creek (la pomposa rúbrica encubre un negocio muy próspero y no tan tedioso como aparenta, una singular “venta” de ganado: cuando llega un cliente, cruzan la frontera que delimita el Río Grande, roban los caballos y las reses en México y los venden luego a sus inocentes compradores texanos; un avispado antecedente de la “producción” bajo demanda). Los Rangers de Texas fueron un grupo de agentes de la ley voluntarios, fuertemente armados, que, a lo largo de las tres décadas anteriores al comienzo del relato, patrullaban las fronteras y los pueblos del territorio mexicano, protegiendo a los colonos y persiguiendo a los delincuentes, en actuaciones policiales de mantenimiento del orden y garantía de la seguridad, que no siempre se movían dentro de los límites de la legalidad, en acciones a menudo no del todo ejemplares que incluían el ahorcamiento fulminante de los ladrones de caballos cogidos in fraganti, la expulsión de los nativos indígenas y hasta, en ocasiones, los asesinatos de mexicanos en las mencionadas guerras de frontera. Call y McRae -dos construcciones literarias poderosísimas, principal foco de atracción del libro-, de personalidades y temperamentos casi opuestos, tienen un pasado legendario -rozando lo mítico- de éxitos en la región y su trayectoria (cuyos inicios constituyen, permítaseme el inciso, el núcleo argumental de La jornada del muerto) es recordada y sus figuras veneradas por todos los que los tratan. 

Condenados ya -al menos en apariencia- a una existencia crepuscular, sobreviven en el tedio, confortable pero frustrante para quienes han sido hombres de acción, de sus plácidos pero limitados días en el secarral texano (La mayor parte de las horas del día, y la mayor parte de los meses del año, el sol tenía al pueblo intensamente atrapado en el polvo, hasta más allá de las llanuras de chaparral, un paraíso para las serpientes y los sapos cornudos, correcaminos y lagartos, pero un infierno para los cerdos y la gente de Tennessee), sin más alicientes que los difusos recuerdos de sus gestas pasadas, las borracheras constantes en el Dry Bean, el único saloon del pueblo, y las fugaces expansiones sexuales con Lorena Wood, la joven prostituta, deslumbrante y preciosa, a cuyos encantos compran el acceso, noche tras noche, la tropa de vaqueros, trabajadores, ganaderos, jugadores y buscavidas que frecuentan el bar, encandilados y enamorados de la belleza de la chica, que alimenta inútilmente su sueño de otra vida en San Francisco. Al comienzo de la historia llega al pueblo Jake Spoon -con él se completa el póker de personajes principales de una obra coral, que cuenta con una larga decena de secundarios de personalidad bien perfilada y psicología magistralmente definida por el talento del autor-, otro antiguo ranger, algo más joven que sus dos respetables y respetados colegas, a cuyas órdenes había servido en el pasado, y que huye de la ley al haber matado -a su juicio accidentalmente- en Fort City, en la vecina Arkansas, a un dentista, por lo demás hermano del sheriff local, el jovencísimo, inexperto y tímido July Johnson. Jake, cuya agitada existencia lo ha llevado a conocer “mundo”, llega al pueblo aún deslumbrado por la riqueza y las oportunidades que encierra la lejana, inexplorada, casi virgen y muy fértil Montana, de altas hierbas, pastos frondosos y grandes manadas de búfalos, hasta el punto de intentar persuadir a McCrae y Call, en el fondo insatisfechos con su insustancial comodidad de ganaderos forzados (Ni siquiera eran policías: dirigían unas cuadras, comerciaban con caballos y reses cuando podían encontrar un comprador. El trabajo que realizaban era algo que podía hacer dormido y, no obstante, aunque sus obligaciones cotidianas se habían ido reduciendo a lo largo de diez años, la vida no parecía más fácil. Parecía solo más pequeña, y bastante más aburrida), de llevar un gran rebaño de reses desde Texas a Montana, creando allí, en el frío norte colindante con Canadá, el primer rancho ganadero de aquellas regiones perdidas y fecundas, y propiciando su enriquecimiento y su feliz vejez como grandes propietarios de tierras. El proyecto, disparatado y absurdo, está plagado de obstáculos: nadie, nunca, ha acometido una empresa de ese calibre; apenas cuentan con unas pocas cabezas de ganado; carecen de vaqueros con experiencia para tan ambiciosa misión; los indios constituyen aún, en esas regiones sin “civilizar”, un peligro mortal; la distancia -cinco mil kilómetros- hace imposible el traslado de una cantidad suficiente de animales para que el negocio sea rentable; y, sobre todo, ambos son ya personajes de otra época, en declive vital, asomándose al abismo del olvido y la muerte. Sin embargo, y en diferentes grados de ilusión y escepticismo, la mecha de la aventura prende en ellos (—¿Por qué no vamos al Norte? —preguntó Call, cogiendo a Augustus por sorpresa. —Pues, no lo sé. Nunca lo he pensado y hasta ahora tampoco tú lo habías pensado. Creo que somos algo viejos para ir a luchar contra los indios), por lo que, no sin reticencias (Pero yo no iría a Montana. Demasiado lejos y demasiado frío. Además está lleno de osos y de indios. Puede que estén dominados, pero yo no me fiaría de ello. Podrían hacerles un buen regalo de carne), aunque finalmente decididos (Cuando Augustus reflexionaba sobre ello comprendía que habían vagabundeado demasiado. Eran gente de a caballo, no de ciudad; en eso se parecían más a los comanches de lo que Call hubiera querido admitir. Llevaban más de diez años en Lonesome Dove y lo poco que habían adquirido tenía tan poco valor que a ninguno de los dos le hubiera dolido nada ensillar y largarse), cruzarán al cercano México para robar tres mil cabezas de ganado, captarán a una cuadrilla de vaqueros circunstanciales que acompañarán a los siete hombres del equipo original de Hat Creek, harán acopio de provisiones y material de intendencia e iniciarán su descabellado periplo cruzado por una serie de desafíos, lances, incidentes, muertes, encuentros, tramas intercaladas, enfrentamientos con forajidos, tribus indígenas hostiles y condiciones climáticas extremas, acontecimientos y episodios dramáticos, emocionantes, trágicos, violentos, épicos, románticos, tiernos, filosóficos; en un relato de viaje, que el lector vive sumido durante muchas horas en un arrebato, en una fruición apasionantes, impregnado de la nostalgia del pasado y la lucha por sobrevivir en un mundo cambiante de unos personajes que se ven obligados a enfrentar sus propias debilidades y demonios internos mientras luchan por alcanzar sus sueños en la frontera. Quiero apuntar aquí que en la mente de McMurtry el libro nació como un proyecto de guion -a la postre frustrado como tal- que iban a protagonizar, en sus tres papeles masculinos más destacados,… ¡¡James Stewart, Henry Fonda y John Wayne!! La imaginación se dispara pensando en qué gran película hubiera llegado a ser. 

La novela se estructura en tres grandes partes. En la primera de ellas, que ocupa las trescientas páginas iniciales, se nos presentan, sin que la “acción” se mueva demasiado, a los principales personajes en su ordinaria cotidianidad en Lonesome Dove. Esta sección -“introductoria”, podríamos decir, pese a su extensión- es formidable, pues, a pesar de la aparente inactividad, e, incluso, de lo insustancial del día a día en el pueblo, el talento narrativo de McMurtry atrapa al lector ofreciéndole una profunda y subyugante indagación en las personalidades de la decena de individuos que centrarán la novela, en un acercamiento delicado, minucioso, agudo, perspicaz, conmovedor, comprensivo, espléndido y muy atractivo a un puñado de seres humanos inolvidables, complejos y multifacéticos que irán evolucionando a lo largo de la historia, haciendo que el lector se familiarice con ellos (en el sentido casi literal del término, pues durante los largos días de ”convivencia” con esas muy ricas y convincentes creaciones literarias, se llega a olvidar su naturaleza ficticia y se conecta emocionalmente con sus existencias que, en cierto modo, pasan a formar parte de la propia experiencia vital de quien avanza por las páginas del libro). En particular, la caracterización de los dos protagonistas, McRae y Call, es memorable. Augustus «Gus» McCrae es expansivo, inquieto -y, paradójicamente, indolente-, inteligente, capaz, bregado en mil batallas, inseparable de su jarra de whisky, amante de la buena vida (Gus amaba la vida y no estaba dispuesto a dejar que nadie le arrebatara ninguno de sus placeres) y de las mujeres, recurrente frecuentador de prostitutas, refinado aunque monotemático cocinero (su única especialidad, los bollos, son célebres en la región), valiente y corajudo (Trataba el peligro con cierto despego o abierto desprecio), extraordinariamente hábil con las armas, pretendidamente culto (Augustus había pasado un año en la Universidad, por algún lugar de Virginia, y pretendía haber aprendido griego y algo de latín. Nunca dejaba de recordarlo a todos; pero en La jornada del muerto la realidad de esos estudios aparece muy difuminada, siendo eufemístico), extraordinario conocedor de la naturaleza humana, filosófico, aparentemente despreocupado e informal, pero comprometido y responsable, irreverente, ingenioso y bromista, divertido y burlón, alegre, encantador y carismático … y también gruñón, discutidor e insoportablemente locuaz (sus constantes porfías verbales con el capitán Call -en realidad con cualquiera que se atreva a ejercer de interlocutor ante él- son gloriosas, llenas de retranca, de agudezas, de humoradas, de réplicas talentosas y ocurrencias sagaces, de contestaciones punzantes, de relampagueantes sarcasmos, en otra de las dimensiones, la del humor, que hacen atractivo el libro). 

Call es su opuesto, silencioso, independiente y solitario, escasamente sociable. Responsable y trabajador hasta la obsesión, firme, severo, rígido y distante, reservado e inaccesible. Frente a la comicidad que de continuo aflora en la presencia de Gus, el capitán personifica la disciplina y el deber, y su determinación, su exigente dedicación al trabajo, su insuperable experiencia, su pasado legendario como ranger casi heroico lo convierten en una figura de autoridad indiscutible, un líder cuya presencia tutelar necesita el resto de los hombres para llevar a cabo la menor de sus tareas. A la vez, su dolorosa soledad, sus conflictos internos, su incapacidad para expresar sus emociones hacen de él un personaje complejo y a veces trágico (Durante años Call había contemplado la vida como si ya hubiera terminado. Call jamás había sido un hombre que pudiera pensar en muchas razones para ser feliz, pero había sido alguien que sabía lo que quería), en cierto modo incapacitado para una vida “normal” (El problema que tienes, es que no sabes vivir, le espetará su compañero).

La relación entre Gus y Call, delineada en esta primera parte del libro, pero desarrollada en el resto de la obra, constituye el eje central de la novela, en una suerte (un vínculo lejano, pero plausible) de Quijote y Sancho del Lejano Oeste. Su amistad, no exenta de anfractuosidades, dado lo antagónico de sus personalidades, perdura, conmovedora y emotiva, a lo largo de los años y los retos. Gus desafía constantemente a Call a abrirse, a romper sus barreras psicológicas, a implicarse intensamente en la vida y a disfrutar más de ella, mientras que Call ofrece a Gus una figura de estabilidad, de orden, de propósito frente a su propia volatilidad. Ambos comparten viejos códigos del Oeste, o más exactamente, de la “frontera”, la lealtad inquebrantable hacia los suyos, el respeto, un profundo sentido del honor, del deber, de la ética personal, de la responsabilidad, de la justicia. Tienen en común también la presencia de una mujer que los marcó en el pasado: Maggie, una prostituta fallecida años atrás en Lonesome Dove, que fue la única muestra de “vida plena” en la sobria y ascética existencia de Call, y Clara Allen, una mujer formidable, el gran amor, presente aún en su memoria, de Gus; cada una de las cuales tiene un lugar destacado a medida que avanza la trama (en diferente grado: menor y como mero recuerdo la primera, y más intenso y de presencia viva la segunda).

Y está también Lorena Wood, la bella prostituta atrapada en la polvorienta Lonesome Dove, con sus anhelos de independencia y libertad, soñando desencantada un ilusorio futuro, feliz, en San Francisco. Su atractivo físico, que la convierte en objeto de deseo de todos los hombres que la rodean, contrasta con su vulnerabilidad emocional, su enternecedora íntima fragilidad. Pero, a la vez, su determinación, su esperanza, su fuerza, su capacidad para salir adelante, su lucha por la supervivencia, su irreductible dignidad, hacen de ella uno de los motores de la trama, que la tiene como centro tanto en la descripción de su evolución personal como en las repercusiones de su figura en los demás personajes de la novela. Una mujer inolvidable que deja también su huella en el lector y que incorpora al planteamiento del libro la reflexión acerca de la fortaleza femenina (las mujeres en Lonesome Dove -además de Lorena, Clara, lúcida e inteligente, Elmira, insatisfecha y cruel, la joven Janey, valiente y salvaje- son todas creaciones literarias poderosísimas), otro de los temas subyacentes a una novela abierta a infinidad de frentes. Como lo hacen también, dejar su impronta en quien los “conoce”, en menor medida pero de un modo igualmente indeleble, muchos de los demás miembros del equipo de Hat Creek, sobre todo el joven Newt Dobbs, hijo de Maggie, muerta siendo él muy pequeño, y de padre inicialmente desconocido; un chico inocente, con apenas diecisiete años al comienzo del libro, ingenuo, carente de experiencia, ansioso de reconocimiento, de identidad y sentido de pertenencia, que busca, sin ser consciente de ello, una figura paterna y que se abre al mundo, lleno de sueños y aspiraciones, valiente y atrevido, a través de un durísimo rito de paso, el iniciático -para él- viaje a Montana. En su caracterización pueden verse rasgos del Sonny Crawford de The last picture show, del Lonnie Bannon de Hud, el salvaje, y, pienso -en una pirueta que tiene mucho de intuición y atrevimiento personal-, del adolescente que debió ser el propio Larry McMurtry en sus vivencias texanas. Pero, igualmente, cómo olvidar al egoísta, imprudente y jugador Jack Spoon; a Deets, el avezado explorador negro; a su ayudante y fiel Pea Eye Parker; a Dish Bogget, perdidamente enamorado de Lorena; al cocinero mexicano Bolívar, simultáneamente desapegado y añorante de su abandonada y lejana esposa; al viejo Lippy Jones, sentimental pianista del Dry Bean, sus ojos con frecuencia humedecidos por la nostalgia (Recordaba cuándo había habido otro saloon, uno que tenía cinco putas mejicanas. Había ido con frecuencia y se había divertido de lo lindo en aquellos días, antes de que le hirieran en el vientre. Nunca había olvidado aquellas alegres putas; se le sentaban siempre en las rodillas. Una de ellas, una joven llamada María se acostaba con él solo por su forma de tocar el piano. ¡Aquellos sí que eran tiempos!); a los dos infelices y desubicados irlandeses O'Brien; a los hermanos Spettle, apenas unos niños, bisoños e inexpertos; a Jasper Fant, temiendo morir ahogado en uno de los múltiples ríos que deberán cruzar en su arriesgada aventura; a Soupy Jones, el mejor jinete de la partida; o a Needle Nelson, un tipo raro, delgado como un alambre, con una nuez como un huevo de pava, entre otros muchos de los que no resulta difícil encariñarse y que, aun en los casos en los que su presencia es episódica, se nos presentan con sus rasgos específicos, en el físico, en el carácter, en el temperamento, en el habla. 

La segunda parte del libro, una vez delimitado el marco de referencia, deja atrás Lonesome Dove para seguir a la expedición en su camino a Montana. En el relato de sus andanzas se intercalan tramas paralelas y personajes nuevos: el muy joven sheriff July Johnson que deja Fort City tras los pasos de Jack Spoon, asesino de su hermano; su mujer Elmira, que lo abandona a su vez en busca de un antiguo amor; Janey, una chiquilla entrañable, desvalida y tímida, pero arrojada y sagaz, capaz de enfrentarse a la ferocidad de indios y bandidos sin más armas que las piedras que, de modo muy certero, les arroja; Po Campo, un algo esotérico pero cordial cocinero que se incorpora a la expedición; el sanguinario Blue Duck, un indio temible, que Gus y Call conocen desde sus tiempos de rangers, y que robaba niños blancos y los regalaba a los comanches. Arrancaba cabelleras, violaba a mujeres y descuartizaba a los hombres, protagonizando los pasajes más terriblemente violentos de la novela. 

Pero estas nuevas peripecias se entrelazan con el hilo principal, esa travesía épica, con connotaciones de leyenda, en la que ese puñado de arriesgados hombres trasladan el ganado atravesando Estados Unidos de sur a norte, en un relato que recoge toda la mitología clásica del western, con sus figuras icónicas -vaqueros heroicos, forajidos despiadados, cuatreros, colonos indefensos, sheriffs más o menos valientes, nativos americanos (kiowas, comanches, apaches), borrachines de saloon, cazadores de búfalos, damiselas en apuros (aunque en este caso McMurtry rompe con todos los arquetipos consabidos, ya he hablado de la entereza femenina en Lonesome Dove)- y sus escenarios tan reconocibles a través del cine: las carretas que avanzan en su tortuoso camino hacia el oeste; los fuertes de frontera; los pueblos polvorientos; los grandes rebaños de ganado; la captura a lazo y el marcado de las reses; la doma de animales; el entorno hostil; las inclemencias de un clima impredecible, que alterna -en ocasiones en solo pocas horas- el calor implacable, el frío helador, las tormentas eléctricas, la lluvia diluvial, la sequía sofocante; el paisaje árido y vasto, las interminables e inhóspitas llanuras, los extenuantes terrenos montañosos y escarpados; los muchos animales salvajes -serpientes venenosas, osos asesinos, lobos, búfalos declinantes al borde de la extinción-; también las espléndidas puestas de sol, los cielos estrellados, el silencio estremecedor, los bosques frondosos, los lagos de aguas transparentes. Y los ríos, innumerables y ambiguos, de caudales tortuosos y corrientes traicioneras de peligro mortal pero con remansos plácidos y reposados, refugio salvífico tras las ásperas cabalgadas de semanas; ríos de nombres evocadores, llenos de resonancias históricas, literarias y cinematográficas: el Bravo -el Río Grande-, frontera entre Estados Unidos y México, presencia constante en los conflictos en la zona, el Nueces, el Yellowstone, el Canadian, el Brazos, el Pecos, que deberán cruzar, siempre con riesgo, los expedicionarios. 

En la tercera parte del libro siguen desarrollándose -sin que, obviamente, vaya a desentrañar su desenlace- las tramas que se imbrican, se entrelazan, confluyen, se mezclan: el progreso del viaje y el desenlace de la empresa “viajera”, los distintos acontecimientos -algunos abandonos, muchas muertes- que aportan dolor a los aventureros, la trayectoria de los personajes y la evolución de sus conflictos internos, con un especial protagonismo de una Clara Allen “presente” ahora, tras haber comparecido hasta entonces solo en los recuerdos melancólicos de Gus. 

¿Por qué es tan buena Lonesome Dove?, escribe Alfredo Lara en su interesante prólogo al libro; para, acto seguido, contestarse: Es una pregunta un tanto difícil de responder en los dos renglones habituales de un prontuario. Yo no dispongo ya de mucho más que de dos renglones pero, en cualquier caso, y al margen de lo hasta aquí referido -espero que la sola descripción general de las líneas maestras de la trama argumental de la obra os haya resultado suficientemente alentadora-, quiero dejaros, para terminar esta muy larga reseña, media docena de razones adicionales para adentrarse en una novela (novelas, en plural; La jornada del muerto es también espléndida) de, insisto, lectura inolvidable. 

A los ya mencionados -la potencia narrativa de la historia, que subyuga y atrapa, la soberbia caracterización psicológica de los personajes, la excepcional descripción del entorno y la convincente recreación de los tópicos del western- se unen también otros aspectos remarcables como las referencias históricas que salpican el texto, los temas universales que trata, los aspectos estrictamente literarios, en particular el estilo y el carácter simbólico y metafórico que da profundidad al relato. En lo que tiene que ver con los componentes históricos, en Lonesome Dove, al estar ambientada en los años posteriores a la guerra civil norteamericana y en el contexto de las guerra de frontera entre México y los Estados Unidos, están presentes tanto acontecimientos como personajes que formaron parte de la historia “real”, documentada y constatable de esos hechos, más allá de la verosímil ambientación, rica y fidedigna, que se plasma en los detalles de las costumbres, los hábitos sociales y la cotidianidad de la vida de los vaqueros, las rutas del ganado y los conflictos con las tribus nativas en esos territorios y en aquella época. De este modo, por la novela “pasan” elementos históricos como el auge de la ganadería y las rutas del ganado, que en aquellos tiempos atravesaban el país, desde el árido sur a los pastizales del norte, en largas travesías por senderos ya trazados y conocidos aunque no exentos de peligros y expuestos a las difíciles inclemencias de la naturaleza. En la novela es constatable también, en un discreto pero notorio segundo plano, la “cultura” dominante de expansión y conquista, la creencia de que los pioneros “hacedores” de la nueva nación estaban destinados a ocupar y dominar el continente norteamericano, una ideología -el “Destino Manifiesto”- que justificaría los excesos, los abusos y los despojos, la aniquilación y el exterminio de seres humanos -los indios- y animales -los bisontes-. También los Rangers de Texas, de cuya icónica trascendencia en la historia norteamericana McRae y Call son, como se ha dicho, un exponente destacado. El editor, Alfredo Lara, apunta en su estudio preliminar -vuelve a recordarlo en el prólogo a La jornada del muerto- que ambos estarían inspirados, probablemente, en una pareja de rancheros, Oliver Loving y Charles Goodnight, que consiguieron llevar un gran arreo de ganado desde Texas a Montana (de hecho, Goodnight aparece en algunos pasajes del libro y también de su precuela). Históricos son también otros personajes de la novela, como el terrorífico Blue Duck, el asesino y bandido cherokee; y lo son también, singularizados en él, los enfrentamientos con las tribus nativas, reflejo de las constantes guerras indias -que desde la llegada de los primeros colonos europeos se extendieron hasta finales del siglo XIX- que en la novela se hacen presentes en el miedo atroz, la tensión constante, la permanente amenaza que sufren los expedicionarios y, en ocasiones, los cruentos combates en los que se ven envueltos. El conflicto racial, aún vivo pese a la finalización, reciente en el tiempo novelístico, de la guerra entre Norte y Sur, aflora también en el personaje del entrañable Deets, y en alguna de las menciones al difuso pasado de Jack Spoon. 

Como toda gran obra artística, el valor de Lonesome Dove reside también en su capacidad para tratar temas universales, que conciernen a cualquier lector, sea cual sea su cultura, su raza, su origen o sus particulares circunstancias. En este sentido, en Lonesome Dove están la complejidad de las relaciones humanas, la lucha por la supervivencia, la búsqueda de identidad, de propósito, de sentido; están la amistad y la lealtad, el compañerismo y el compromiso, el honor, la integridad y la justicia; están el amor, la nobleza, la inocencia y, a la vez, la crueldad, el mal, la culpabilidad y la redención; están la búsqueda y la exploración, externas -la apertura a nuevos territorios en que consiste el viaje- e internas -la indagación en los ámbitos más íntimos de la personalidad, en los profundos conflictos que envuelven a algunos personajes, Call, Newt, Lorena, también McCrae. 

Desde el punto de vista estrictamente literario, no quiero dejar de mencionar, el detalle en la narración, la prosa evocadora, el carácter vívido de las descripciones, que nos transportan al salvaje Oeste y nos hacen compartir las emociones y los sentimientos de los protagonistas. Interesante es igualmente, y ya mencionada de pasada, la compleja estructura narrativa, con diferentes “focos” de acción que “rodean” a la aventura principal y que acaban por imbricarse en ella, entrelazando múltiples hilos de la trama y diversas perspectivas de los distintos personajes. Además, McMurtry destaca en la construcción de los diálogos, llenos de humor, reflexiones filosóficas y un enfoque personal y específico -coloquial a veces, filosófico otras, dramático más de una vez, humorístico o hasta surrealista si está Gus por medio- para cada uno de los hablantes, todo lo cual contribuye al carácter realista de la novela y a la sensación de autenticidad que llega al lector. Por último, y en este ámbito puramente literario, llama la atención la profusión de metáforas, que propicia una lectura simbólica de la novela, que va más allá de la simple, aunque en sí misma muy poderosa y atractiva, narración. Una lectura metafórica cabe, sin duda, en relación con el viaje, que opera como trasunto de la aventura vital: con los desafíos, las pérdidas, las decepciones, los momentos de autodescubrimiento, los obstáculos, la búsqueda del sentido, los sueños y los ideales y su confrontación con la áspera y tantas veces frustrante realidad. Lonesome Dove es, así, una “road novel”, en donde los personajes -sobre todo Call, McRae, Lorena, Newt- a medida que avanzan en las peripecias de la trama, van creciendo en su madurez, en su comprensión de la vida, en su entendimiento del mundo y de su propia identidad. Metafóricos son también -más allá de su indudable y crucial importancia “real”- los ríos que los expedicionarios deben atravesar, símbolos del paso del tiempo, de las fronteras entre las distintas fases de la vida, punto de inflexión entre el pasado y el futuro, imagen patente del límite entre lo conocido y lo aún por venir. Por otro lado, el pueblo de Lonesome Dove y su relativa, pacífica calma plasmada en las trescientas primeras páginas representa la estabilidad, la identidad, el sentido de pertenencia, el hogar, el refugio, la civilización que, en ocasiones a lo largo de su muy esforzada experiencia, los personajes añoran. Además, la ya comentada minuciosidad en las descripciones de la naturaleza y del paisaje, interminable, abierto, sin horizontes, permiten interpretarlo -al margen de su evidente literalidad- como símbolo plural de la libertad, la aventura, el ansia de descubrimiento, la conquista de lo desconocido y, a la vez, como representación de la soledad, el aislamiento, la desolación, el sufrimiento; belleza y dolor, en suma. Y, del mismo modo, la vertiente animal de esa naturaleza -el ganado, especialmente los caballos- significan la fuerza de la vida, de nuevo la libertad, el espíritu insubordinado y rebelde. Por último, algunos de los personajes encierran también una evidente carga metafórica: Call y McRae -en distinta medida- aparecen como símbolo de la nostalgia y el conflicto entre el pasado y el presente, también como emblemas del deber y la dignidad, de los viejos valores; Gus es, además, el amor por la vida y sus placeres; en Call vemos la responsabilidad y el deber; el joven Newt es la existencia que comienza, los proyectos por hacer, el crecimiento y la evolución de una vida que madura y busca su identidad; en Lorena están los sueños, la capacidad de sobrevivir, la superación de las adversidades, la vulnerabilidad y, en paradoja feliz, la resistencia; en todos ellos está la vida humana, plena, verdadera, con sus contradicciones, sus debilidades, sus fortalezas, sus anhelos, sus fracasos. 

En fin, como se ve, por tantos motivos, Lonesome Dove es una obra maestra que, en sus mil doscientas páginas, prolongadas en las también excepcionales más de quinientas de La jornada del muerto, os aseguran muchas jornadas de placentera e interesante lectura en estas semanas veraniegas que nos esperan a partir de hoy. Con su entusiasta recomendación os dejo hasta el mes de septiembre, en concreto hasta el miércoles día 4 en que Todos los libros un libro volverá a encontrarse con su reducida pero fiel audiencia con nuevas y espero que sugestivas propuestas de lectura. 

Antes de mi despedida final, quedan aquí un texto muy revelador sobre los convulsos cambios de la época en que se desarrolla la novela, y una de las canciones que se citan en ella, My Bonnie Lies Over the Ocean, una tonada escocesa, traída por los colonos a América, que Lippy aporreaba al piano y que fue muy popular -fuente, la Wikipedia- en la década de 1870, contexto temporal del libro. De la infinidad de versiones del tema, he elegido una muy íntima y llena de melancolía, interpretada al piano por un para mí totalmente desconocido Barrie Carson Turner. Pasad un muy feliz verano. 



Recordó cuándo había venido por primera vez a las llanuras altas, muchos años atrás. Durante dos días él, Call y los rangers habían cabalgado paralelamente a la gran manada de búfalos del Sur…, centenares de miles de animales pastando despacio en dirección norte. Por las noches les resultaba difícil dormir porque los caballos estaban nerviosos con tanto animal cerca, y el ruido del rebaño era constante. Habían cabalgado cerca de ciento sesenta kilómetros y nunca habían perdido de vista a los búfalos. 

Por supuesto que habían oído decir que se estaba eliminando a los búfalos, pero el recuerdo de aquel rebaño sureño estaba tan vivo que apenas habían dado crédito a la noticia. Cuando hablaron de ello en Lonesome Dove llegaron a la conclusión de que aquellos informes eran exagerados. Tal vez hubieran sido reducidos, pero no eliminados. Por eso le produjo tanto impacto la visión de aquel camino de huesos a lo largo de la llanura. Quizá lo único que quedaba de ellos eran los caminos de huesos. Aquella idea daba un sentido diferente al vacío de los llanos. Con aquellos millones de animales desaparecidos, y también la mayoría de los indios, las grandes llanuras estaban realmente vacías, despobladas. 

Naturalmente, pronto llegarían los blancos, pero lo que estaba viendo era el momento intermedio; no los llanos como habían estado o como estarían, sino un momento de verdadero vacío, con miles de kilómetros de hierba sin utilizar, ocupados solo por los restos de los búfalos, de los indios, de los cazadores. 

Videoconferencia

Larry McMurtry. Lonesome Dove

miércoles, 12 de junio de 2024

CORMAC McCARTHY. MERIDIANO DE SANGRE; MANU LARCENET. LA CARRETERA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy os presenta la penúltima emisión por este curso 2023-2024. Y esta proximidad a las vacaciones me hace incurrir una vez más en una de las pautas más habituales de nuestro programa al llegar estas fechas, la recomendación de obras voluminosas, muy propicias, por tanto, para ser disfrutadas en estas ya cercanas semanas veraniegas de descanso y holganza, con largas jornadas libres para dedicar a la lectura. Aunque, teniendo en cuenta la naturaleza del libro del que esta tarde quiero hablaros, no sé si el verbo disfrutar es el más adecuado. 

El 13 de junio de 2023, mañana, pues, se cumple un año, moría en Santa Fe, Nuevo México, el escritor estadounidense Cormac McCarthy, uno de los nombres mayores de la literatura contemporánea de su país y, a mi juicio, del mundo entero. Autor muy de mi gusto, pese la extraordinaria violencia que “inunda” su literatura, a lo largo de mi vida he leído bastantes de sus obras, la excepcional “Trilogía de la frontera”, tres novelas, Todos los hermosos caballos, En la frontera y Ciudades de la llanura, que, muy vinculadas temáticamente a mi sugerencia de hoy, espero poder comentaros aquí el curso que viene (entre otras razones para no saturaros ni con programas sobre su autor ni, como más adelante explicaré, al mundo del wild west). Me han entusiasmado, también, entre otros, libros como el monumental Suttree e, igualmente, No es país para viejos y La carretera, dos novelas magistrales, con una extraordinaria recepción crítica y de lectores, como también ocurrió con sus respectivas adaptaciones cinematográficas, de una de las cuales os hablaré luego. De estas dos últimas presenté mi reseña en Todos los libros un libro en octubre de 2015. En el caso concreto de La carretera, el libro vuelve a estar estos días de actualidad porque acaba de publicarse en nuestro país un muy interesante cómic del dibujante francés Manu Larcenet, en el que adapta la novela con un grafismo espectacular -y lo manido del adjetivo no resulta aquí trivial-, con imágenes de un detallismo soberbio que trasladan de manera formidable el carácter distópico del libro. Quiero aprovechar esta aparición editorial, presentada en el sello Norma con traducción de Eva Reyes de Uña, para recuperar mis palabras de presentación de la novela en aquella emisión de hace casi nueve años. 

La carretera es una novela genial, Premio Pulitzer en 2006, una obra mayor en la trayectoria de un escritor que, como acabo de señalar, cuenta en su biografía literaria con un buen puñado de logros magistrales. En España apareció en 2007, en la editorial Mondadori y con traducción de Luis Murillo Fort. En un mundo apocalíptico, en las ruinas de una civilización devastada tras lo que pudo ser un holocausto nuclear o una guerra total o alguna otra desmesurada catástrofe planetaria (aunque en el libro no se menciona expresamente la causa de tal terrible destrucción), un padre y su hijo deambulan por un territorio inhóspito y desolado, sin apenas rastro de vida, en busca de una salvación que parece imposible de imaginar. Con un carrito de supermercado en el que hacen acopio de unas cuantas latas de comida, de pobres restos de alimentos que encuentran entre los edificios derruidos, de algunas mantas viejas, de prendas de ropa recogidas aquí y allá, de rudimentarias herramientas confeccionadas de manera artesanal, ambos supervivientes se encaminan hacia el sur, hacia el mar, atravesando el espacio quemado y vacío de lo que quizá algún día fue Estados Unidos, con la esperanza de hallar -entre tanta desolación- vestigios de alguna comunidad de hombres buenos que mantenga viva la memoria de una sociedad libre y feliz; una sociedad -previa al holocausto- que en sus recuerdos aparece como algo difuso y perdido, un sueño evanescente en el que, entre retazos de una niebla densa, aparecen episodios de la infancia, ríos transparentes en los que truchas de cuerpos musculosos agitaban sus aletas entre fresco musgo, días felices en una playa, la sombra fugaz y huidiza de una esposa muerta, la intuición de un amor olvidado… 

En su caminar, padre e hijo recorren un paisaje mortecino y gris, entre árboles carbonizados, notoria ausencia de vida y el impreciso recuerdo de especies animales borradas de la faz de la tierra. El aire, envuelto en un humo ceniciento, es irrespirable, obliga al uso de elementales mascarillas fabricadas con telas burdas. El hollín, la ceniza cubren con una capa densa los pocos restos de los edificios, del mobiliario, de las construcciones que permanecen en pie. La lluvia permanente, los temblores de tierra, el horizonte siempre oscuro, dibujan un escenario dantesco, aterrador, que induce a la desesperanza, hostil. Bandas de saqueadores aparecen de entre las sombras, amenazantes, cubiertos de harapos, demacrados, mutilados, dispuestos a todo por conseguir un alimento que escasea. Impera el canibalismo, un cuerpo joven ofrece la posibilidad de una comida sustanciosa en una realidad en la que los escuálidos supervivientes se despedazan por una vieja lata de judías o un frasco de zumo encontrados milagrosamente entre los restos de alguna vivienda ya muchas veces arrasada. En ese entorno espeluznante, inhumano y salvaje, padre e hijo encarnan la fe, el amor, la compasión. Pese a tanta desolación, pese al panorama de muerte que acompaña la peripecia de los protagonistas, pese a que cada página rezuma dolor y sinsentido, brutalidad y barbarie, la novela nos transmite un impulso vitalista. El fatigoso caminar de los protagonistas, su sufrimiento, su padecer, su enfermedad, su búsqueda doliente nos muestran, sin embargo, la esperanza, el afán del hombre por encontrar sentido a una existencia tantas veces desprovista de él. Porque La carretera es, también, una novela metafísica, a mí me ha recordado en muchos momentos a Samuel Beckett, un Beckett más narrativo, menos austero, más optimista. Pero en ella están también el absurdo, el sinsentido, el silencio, la espera. La carretera es una novela que nos habla del lugar que el ser humano ocupa en el mundo, de la búsqueda de sentido, del valor de la paternidad; es también, por ello, en cierto modo, una novela religiosa, en la que, en algún momento, los protagonistas rezan, imploran, manifiestan una difusa añoranza de algún Dios, una novela en la que lo sagrado, la vertiente espiritual del ser humano, tienen un papel relevante. 

En el libro están tres de los elementos más representativos de la literatura de Cormac McCarthy. En primer lugar, la ambientación, que sea cual sea la época en la que se sitúan sus novelas, remite al territorio de la mitología clásica de Estados Unidos, el del western: grandes extensiones deshabitadas, naturaleza extrema y hostil, feroz y despiadada, desiertos, fronteras, un universo árido, baldío, inclemente, mortecino, atroz, poblado por hombres solitarios, asociales, de una violencia desmedida, pioneros y cowboys de virilidad testosterónica, vagabundos errantes, prostitutas y asesinos a sueldo, seres condenados al despojamiento, la errancia, la soledad y la incomunicación. En segundo lugar, sus temas recurrentes, la violencia, la crueldad, la ausencia de compasión, el conflicto entre el bien y el mal, la difusa línea divisoria entre civilización y barbarie, la lucha por la supervivencia, la referida búsqueda de sentido, la exploración de los rincones más oscuros de la naturaleza humana, la irrelevancia de la tenue huella de nuestro paso por el mundo -y, en abierto contraste, la necesidad de luchar por preservarlo, de recordarlo, de dejar testimonio de él- en un tiempo y un espacio de dimensiones cósmicas. Y por último, el tercer rasgo distintivo de la novelística de Mc Carthy es su propia escritura, su singular y muy identificable estilo, la prosa envolvente, austera, concisa, brillantísima, carente de ornamentos retóricos, la puntuación mínima (que convierte sus páginas, incluso desde el punto de vista tipográfico, en superficies “compactas”), los diálogos cortantes, lacónicos, las frases breves y directas, las descripciones poderosas y precisas, la manera de describir los paisajes, con una inusual atención al detalle, el ritmo ágil, rápido, el lenguaje arcaizante, el deslumbrante y vasto léxico, en apariencia paradójico, dada la economía en el uso de palabras, las construcciones sintácticas sencillas, sin digresiones ni desvíos, haciendo un uso escaso de las subordinadas. 

Las tres características -ambientación, temas universales y austeridad estilística- están presentes también en las adaptaciones, al cine y al cómic, de la novela, cada una de ellas, claro está, con las singularidades propias de los respectivos géneros. Así, la película de John Hillcoat estrenada en 2009 es una bastante fiel traslación del libro a la pantalla. Algunos críticos han resaltado la inversión en el tratamiento que hace el texto de sus dos principales frentes “emocionales”: la descripción del horror de un universo sin valores, en el que la depredación, la despiadada lucha por la supervivencia, la ausencia de normas y leyes, el asesinato y el canibalismo imperan por doquier, y el reflejo de la conmovedora, tierna, muy sensible, sentimental, delicada y cariñosa relación entre padre e hijo. En la novela prevalece el espanto, el pánico, la repugnancia y hasta el miedo, mientras que, siempre al decir de esos críticos -pienso en una reseña de The Guardian firmada por Peter Bradshaw-, Hillcoat relegaría esos aspectos más crudos para enfatizar los aspectos más desgarradores, melodramáticos y hasta sensibleros del protector y amoroso vínculo paternofilial. No estoy en absoluto de acuerdo con ese dictamen y os doy, tan solo, dos pruebas de ello, cierto que no demasiado objetivas y sí ancladas en mi propia experiencia personal como espectador. Las imágenes de los cadáveres abandonados por doquier, la explícita presencia de individuos desnudos, mutilados, fantasmagóricos, encerrados en sótanos siniestros y utilizados como “reserva alimenticia” por las bandas de supervivientes, la constante confrontación de los protagonistas con restos humanos, con rastros de sangre y vísceras, sus frecuentes encuentros con seres de una condición casi espectral, con rostros macilentos, cuerpos demacrados, lisiados, sucios, envueltos en ropajes mugrientos, son de tal intensidad que, confieso, yo he debido retirar la mirada de la pantalla en más de una ocasión, incapaz de soportar tanta truculencia. Pero, a la vez, prueba inequívoca, a mi juicio, del logrado equilibrio que, en este sentido, nos ofrece la película, no he podido contener las lágrimas en los momentos en los que, tanto la dificultad de su imposible propósito, de su inalcanzable meta, como la entrañable sensibilidad con la que se nos muestra el trato entre el niño y su padre, con los cuidados, la protección, la atención, la ayuda y la vigilancia del adulto, y la necesidad de seguridad, de afecto, de sentido, la preservación de la bondad, del noble fuego que arde en el alma del chico, provocan la exaltación emocional de un espectador contagiado por la intensa humanidad, el amor, la esperanza y la generosidad que rezuma la obra. A la excelencia de la película contribuyen la magistral interpretación de Viggo Mortensen en el rol del padre; la del pequeño Kodi Smit-McPhee, enternecedor en un muy difícil papel para un niño de diez años, y, ya en apariciones menores; la de Charlize Theron, muy bella y convincente en los escasos (pero más “significativos” que en el libro) flashbacks del tiempo “pre-apocalíptico”; la de Robert Duvall, en una fugaz secuencia en la que demuestra su excepcional talento; y la de Guy Pearce en apenas una decena de planos. Por encima de todo, y en el apartado “técnico-artístico”, sobresale el español Javier Aguirresarobe como director de una fotografía espléndida e inolvidable, reflejando con una belleza inenarrable ese escenario gris, ceniciento, opresivo, surcado por incendios, terremotos, explosiones, tormentas, nevadas, en el que la luz del sol se ha extinguido o no llega a la Tierra, y en el que la naturaleza ha dejado de existir como tal, en una sucesión de parajes yermos, devastados, árboles secos, quemados, que se continúan en las estampas “urbanas”: coches desventrados, calles repletas de escombros, edificios derruidos, naves industriales desiertas, centros comerciales arrasados, locales abandonados, torres de la luz desplomadas, cables eléctricos colgando. Igualmente soberbia es la banda sonora obra del genial Nick Cave (en estas semanas, y en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, estoy dedicando tres emisiones a su obra musical que, creo sinceramente que no deberíais perderos), acompañado de su inseparable Warren Ellis. 

El cómic de Manu Larcenet es también memorable. Jugando con una reducida paleta -un gris solo leve y excepcionalmente coloreado-, prescindiendo casi por completo del texto, ilustrando el silencio, por así decirlo, ocupando páginas enteras con meras imágenes, sin comentarios -no hay apenas narración, solo escasos y brevísimos diálogos, onomatopeyas, resoplidos, a veces una sola letra, “H”, dos, “Hr”, tres “Mhr”, para expresar un estado de ánimo-, logra transcribir a la perfección, con extraordinaria fidelidad y también, paradójicamente, con una gran originalidad, la atmósfera de desolación, de oscuridad, de desesperanza y de brutalidad de la novela original, consiguiendo trasladar al fascinado lector, simultáneamente sobrecogido y emocionado, aterrado y conmovido, la salvaje experiencia, la odisea de dimensión mítica, de ese padre y ese hijo enfrentados al horrible, despiadado, pavoroso y violento fin del mundo. Una maravilla de consulta indispensable. 

Más allá de estas notas, a modo de recordatorio, sobre las tres versiones, literaria, cinematográfica y la más reciente en el territorio del noveno arte, de La carretera, esta tarde, para conmemorar el primer aniversario de la muerte de CormacMc Carthy, he elegido a Meridiano de sangre, la que, quizá, es la obra maestra de su autor y una de las novelas más importantes de la literatura del siglo XX. Publicada en 1985, en España vio la luz en 2001 el seno de la clásica Editorial Debate, hoy propiedad del grupo internacional Penguin Random House. Mi edición, en Mondadori, hoy también bajo el manto protector de Random House, es de 2007. En todas ellas, la traducción, muy relevante, como luego veremos, es de Luis Murillo Fort, uno de los traductores con una más destacada carrera en su ámbito y que ha vertido a nuestro idioma la mayor parte -una decena- de las novelas del norteamericano publicadas en España. Quiero, antes de presentaros la novela, su argumento y sus elementos más notables (de los que, por otra parte, no quiero revelar demasiado por no perturbar su lectura “inocente”), hacer un breve comentario sobre la traducción, que el lector imagina desde las primeras páginas compleja y esforzada; impresión corroborada al leer la muy sugerente entrevista que Michael Scott Doyle, de la Universidad de Carolina del Norte, hizo a Luis Murillo Fort en 2008 y que se publicó en 2010 en la revista TRANS. En ella, Murillo comenta su larga trayectoria traduciendo a McCarthy, centrándose en particular en dos de sus títulos, Suttree y este Meridiano de sangre que protagoniza el espacio de esta tarde. Una experiencia, la de verter a nuestro idioma al estadounidense, que califica, de modo elocuente, como una agradable tortura, y de la que la interesante conversación nos deja muchas reveladoras claves. De entrada, y anticipando ya lo que constituye no solo un elemento fundamental del libro sino también de la obra entera de Cormac McCarthy, la desmedida violencia que inunda -nunca mejor dicho- sus obras, Murillo responde, jocoso, ante la pregunta de cómo afronta profesionalmente la traducción de textos con unos escenarios y una temática tan negativos, crudos y repugnantes, afirmando que en Meridiano de sangre lo único que hice fue comprarme un delantal para que no me salpicara la sangre. Aviso para navegantes, pues, dedicado a quienes siguen mi reseña, pues ese rasgo, lo cruento, lo feroz y sangriento de la historia que se nos cuenta, puede ser un obstáculo para espíritus sensibles, una barrera infranqueable para estómagos delicados. 

Es reseñable también, y lo percibe de inmediato el lector de la novela, la precisión y el detalle del autor en las descripciones, de paisajes, de plantas, de animales (pequeños búhos que se agazapaban en silencio y cambiaban el peso de pata y también tarántulas y solpugas y vinagrones y las crueles migales y lagartos de collar con la boca negra del chowchow, mortales para el hombre, y pequeños basiliscos del desierto que evacuan sangre por los ojos y pequeñas víboras de las arenas parecidas a deidades agradables, silenciosas e iguales en Yeddah como en Babilonia), de espacios físicos, de objetos, de armas, lo que conlleva una especial dificultad en la traducción. McCarthy es un hombre muy meticuloso en toda clase de asuntos técnicos, por ejemplo, cuando habla de armas, señala Murillo, para apostillar: En las novelas de McCarthy, me he encontrado a menudo con dificultades respecto a armas de fuego. Conseguí contactar con una persona que dirige una revista dedicada a estas cosas en el norte de España. Le hice una consulta una vez y fue muy amable, de modo que estoy en contacto con él, y cuando me toca traducir algún McCarthy sé que voy a recurrir a él para que me aclare algo, lo cual permite apreciar la ingente tarea que conlleva el ofrecer al lector en español el texto que éste va a encontrarse entre las manos. 

Otro tanto ocurre con el lenguaje del libro, que antes he calificado de arcaizante. El traductor explica en su entrevista el modo -complejo y siempre subjetivo- en que resuelve los problemas que aparecen cuando en el texto originario surgen palabras que pertenecen a otra época, o que, lamentablemente, se han ido perdiendo. Debo decir que, con frecuencia, hay que interrumpir la lectura para consultar en el diccionario términos desconocidos y de los que el contexto no permite la interpretación exacta. Señala Murillo, de modo muy esclarecedor, en relación con un vocablo que aparece en Suttree: Pondré el caso de una palabra que no sabía cómo traducir: slutlamp. No estaba seguro de si era antigua o no, pero en cualquier caso, no era una palabra de uso corriente. Después de consultar y ver qué era exactamente en inglés, encontré una palabra antigua o anticuada y muy poco utilizada en castellano, candilejo. Candilejo es una especie de candil, es decir, un tipo de lámpara, y tiene que ver también con las candilejas que son las luces que hay en los teatros. Entonces pensé, slutlamp para un angloparlante medio no es una palabra muy corriente, por lo tanto yo tengo que utilizar otra palabra que tampoco sea corriente en castellano o en español. Entonces encontré ésta, que yo no utilizo, como muchas personas en inglés no utilizarían normalmente slutlamp, y me pareció que era una buena solución. Cuando el lector de la traducción en español encuentre esa palabra, pues pueden pasar varias cosas. Una, que sea un lector curioso y diga, «candilejo», ¿qué será esto?» y que la busque en el diccionario. Otra posibilidad es que adivine cuál es el significado por el contexto de la frase. Entiende qué puede ser, aunque no sepa exactamente en qué consiste un candilejo, o en su caso, un slutlamp, pero por el contexto adivina que es un tipo de lámpara, y no le importa saber más. Y habrá otro tipo de lector que no conocerá la palabra y que le importará tres pitos seguir siendo ignorante respecto a ella. Prueba adicional de esta complejidad de la traducción lo constituye el hecho de que ya en una de las citas iniciales del libro aparezca un término, “escalpar”, no recogido en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. El verbo inglés scalp alude a “arrancar la cabellera", y esa siniestra acción, para la que el traductor “inventa” el verbo “escalpar”, que en su terrible significado, aflora por doquier en la novela. 

Hay otro aspecto relativo a la traducción que creo necesario resaltar pues va a afectar a la experiencia de quien decida -llevado o no por mi reseña- a adentrarse en el libro, y es la ostensible ausencia de comas en la literatura de McCarthy y en esta novela en particular. Anota Murillo: McCarthy escribe prácticamente sin comas, va acumulando frases separadas por un and: hizo esto and hizo lo otro and hizo lo otro. Yo siempre he procurado respetar ese ritmo un poco hipnótico, que es tan característico de este autor. Lo que ocurre es que, volviendo a lo de antes, como en español las frases son más largas, cuando uno lee mentalmente una parrafada de McCarthy en versión española, necesita inventarse de vez en cuando una coma porque si no, se asfixia, se queda sin aire. Y tampoco se trata de ir matando lectores, claro, porque hay pocos. Así que yo no intente dulcificar el texto a base de ponerle comas, sino que quise mantener esa manera de puntuar, para mi tan rara, de McCarthy. Y, de vez en cuando, solo muy de vez en cuando, introducía una coma si como lector me parecía que era necesario añadir algo, para tomar un respiro. Más avisos para navegantes intrépidos, pues. 

Y hechas estas precisiones, en apariencia menores pero a mi juicio muy relevantes, paso a daros ya alguna pista sobre Meridiano de sangre que pueda estimular vuestra lectura, creedme que muy cautivadora, interesante y satisfactoria, pese a su insoportable brutalidad. Resulta imposible esbozar siquiera algo similar a un argumento para una obra inclasificable, que participa de las notas del western, el relato histórico o la novela metafísica, pero en la que -como ha escrito algún crítico- todo parece suceder, pero en realidad no pasa nada: un grupo de hombres cabalga un tiempo, acampa un tiempo, filosofa un tiempo, mata un tiempo. El protagonista -ni siquiera tiene sentido este término, pues no hay, en propiedad, una narración centrada en un personaje- es un chico sin nombre (“el chaval”, como traduce Murillo el “the Kid” originario) al que conocemos con apenas catorce años. Nacido en 1833, en Tennessee, la madre muerta en el parto, un padre leñador sin peso en su vida, una hermana perdida en alguna parte, a esa edad abandonará su casa y se entregará a una existencia errática y tortuosa, plagada de vicisitudes violentas (No sabe leer ni escribir y ya alimenta una inclinación a la violencia ciega). Viaja de un lado a otro, se curte en innumerables peleas (a puñetazos, a patadas, a botellazos o a cuchillo. Todas las razas, todas las castas), acumula cicatrices, está al borde de la muerte (Cierta noche un contramaestre maltés le dispara por la espalda con un pistolete. Al volverse para darle su merecido recibe otra bala debajo del corazón), encadena ocupaciones pasajeras, trabaja en un aserradero, trabaja en un lazareto para diftéricos. De un granjero recibe como paga un mulo viejo y a lomos de dicho animal en la primavera del año 1849 llega a la ciudad de Nacogdoches, capital, veinte años antes, de la efímera república de Fredonia, el primer intento de separación de México por parte de colonos anglosajones de Texas y situada en la región que en ese momento es el centro del conflicto entre México y Estados Unidos. A partir de ahí, el chaval se verá envuelto, sin propósito conocido, en las guerras indias entre los americanos europeos blancos, los mexicanos ya independizados de España y los pobladores indios originarios, en disputa por los territorios fronterizos de Texas. Formará parte de tropas irregulares para el exterminio de los indios, sobrevivirá a una terrible matanza perpetrada por los indígenas comanches, será arrestado en Chihuahua por su condición de forajido y logrará huir de su condena alistándose en el siniestro grupo de Glanton, un personaje de existencia real, jefe de una fuerza paramilitar contratada por los líderes regionales mexicanos para proteger de los apaches a los ciudadanos, en una labor en la que, entre otros alicientes, se les prometen cien dólares por cada cabellera que arranquen. En sus expediciones criminales, la banda, en un enloquecido paroxismo de violencia, asesina a indios inocentes, a habitantes de cuanto pueblo atraviesan e incluso a soldados mexicanos, dejando a su paso un rastro de destrucción robos, violaciones, incendios y devastación absoluta, una orgía de aniquilación, matanzas, torturas, asesinatos y sangre. Sirva este otro largo párrafo, que describe a la espeluznante turba entrando en un pueblo al que acabarán por arrasar, como muestra del entorno en el que se desarrolla la acción y del “tono” que impregna la novela: 

Vieron una jauría de humanos de aspecto depravado recorrer las calles montando ponis indios sin herrar, medio borrachos, barbados, bárbaros, vistiendo pieles de animales cosidas con tendones y provistos de toda clase de armas, revólveres de enorme peso y cuchillos de caza grandes como espadones y rifles cortos de dos cañones con almas en las que cabía el dedo gordo y los arreos de sus caballos hechos de piel humana y las bridas tejidas con pelo humano y decoradas con dientes humanos y los jinetes luciendo escapularios o collares de orejas humanas secas y renegridas y los caballos con los ojos desorbitados y enseñando los dientes como perros feroces y en aquella tropa había también unos cuantos salvajes semidesnudos que se tambaleaban en sus sillas, peligrosos, inmundos, brutales, en conjunto como una delegación de alguna tierra pagana donde ellos y otros como ellos se alimentaban de carne humana. 

Durante tres décadas, más o menos, hasta 1878, con obvias elipsis de años, asistimos, a lo largo de cuatrocientas páginas, al deambular del personaje por las regiones del sudoeste norteamericano viviendo infinidad de situaciones de ese mismo cariz y rodeado de una caterva de seres de idéntica naturaleza: 

Después de varios meses como empleado de la caravana dejó su puesto sin avisar. Fue de sitio en sitio. No evitaba la compañía de otros hombres. Se le trataba con cierta deferencia por haber sabido adaptarse a la vida más allá de lo que cabía esperar dada su juventud. Se había hecho con un caballo y un revólver, lo más elemental del equipo. Trabajó en distintos oficios. Tenía una biblia que había hallado en las minas y siempre la llevaba encima a pesar de que no sabía leer. Por su indumentaria frugal y oscura algunos le tomaban por una especie de predicador pero él no pretendía ser testigo de nada, ni de las cosas presentes ni de las futuras, él menos que cualquiera. Eran lugares remotos para las noticias, aquellos que visitaba, y en aquellos tiempos de incertidumbre los hombres brindaban por gobernantes ya depuestos y saludaban la coronación de reyes ya asesinados y bajo tierra. De estos fastos materiales tampoco aportaba datos y aunque era costumbre en aquel desierto detenerse ante cualquier viajero para intercambiar noticias, él parecía viajar sin noticia alguna, como si las cosas del mundo le resultaran demasiado degradantes para cambalachear con ellas, o quizá demasiado triviales. 
Vio hombres asesinados con armas de fuego y con cuchillos y con sogas y vio batirse a muerte por mujeres cuya tarifa ellas mismas fijaban a dos dólares. Vio buques procedentes de la China amarrados con cadenas en los pequeños puertos y balas de té y de sedas y de especias abiertas a espada por menudos hombres amarillos que hablaban como los gatos. En aquella costa solitaria donde las empinadas rocas acunaban un mar oscuro y murmullante vio planear buitres, la envergadura de cuyas alas empequeñecía a las aves menores hasta el punto de que las águilas que chillaban más abajo parecían chorlitos o golondrinas. Vio montones de oro que apenas habrían cabido en un sombrero apostados a una sola carta y perdidos y vio osos y leones obligados a pelear a muerte con toros salvajes y estuvo dos veces en la ciudad de San Francisco y por dos veces la vio arder y nunca regresó, partiendo a caballo por la ruta del sur donde toda la noche la forma de la ciudad ardió reflejada en el cielo y ardió una vez más en las negras aguas del mar donde los delfines pasaban entre las llamas, incendio en el lago, entre maderos que caían y gritos de las víctimas. 

Aparte del sanguinario Glanton y del discreto chico, la banda cuenta con un elenco de miembros a cuál más espeluznante: Toadvine, un asesino algo menos enloquecido que sus compañeros de matanzas, que no tiene orejas y lleva grabadas a fuego en la frente las letras H T y más abajo, casi entre los ojos, la letra F (siglas de “Horse Thief Fraymaker”, “ladrón de caballos y buscalíos”); Tobin, un ex sacerdote (ha guardado los hábitos de su oficio y asumido las herramientas de esa vocación superior a que todo hombre hace honor. El cura prefiere ser un dios él mismo que servir a ese Dios) con todavía algún resquicio de humanidad; el capitán White, un fanático convencido de sus delirios supremacistas (Nos enfrentamos, dijo, a una raza de degenerados. Una raza mestiza, poco mejor que los negros. Puede que ni eso. En México no hay gobierno. Qué diablos, en México no hay Dios. Ni lo habrá nunca. Nos enfrentamos a un pueblo manifiestamente incapacitado para gobernarse (…) Nosotros seremos el instrumento de liberación de un país lóbrego y atribulado); David Brown, terrorífico con su collar de orejas humanas que arranca a sus víctimas (se detuvo y bajó de su montura y recuperó el saco de monedas y cogió el cuchillo del chico y también su rifle y su cebador y su chaqueta y le seccionó las orejas al chico y las colgó de su escapulario y luego montó y partió); los dos John Jackson, blanco uno y negro el otro, cuyo odio encarnizado los llevará a un destino funesto -igual que el del resto de facinerosos; siento el spoiler, por otro lado previsible-; entre otros de presencia más episódica aunque no menos bestial. Y al mando de esa funesta patulea, liderando las acciones de todos ellos con su influencia diríase que “sobrenatural”, un magnetismo carismático, un liderazgo espiritual, si tal noble vocablo pudiera ser aplicado a un contexto tan espantoso, el Juez Holden, el personaje principal del libro, un individuo enigmático y perturbador, una creación literaria inolvidable por su despiadada crueldad, su violencia desmedida, su amoralidad, su depravación, su frialdad, su ambición, pero también por sus reflexiones filosóficas, su educación, su refinada cultura y su portentosa inteligencia. Llevaba un sombrero redondo de ala estrecha y estaba rodeado de toda clase de hombres, vaqueros y boyeros y mayorales y carreteros y mineros y cazadores y soldados y buhoneros y jugadores y vagabundos y borrachos y ladrones y él estaba entre la hez de la tierra y los mendigos de toda la vida y estaba entre los vástagos fracasados de dinastías del este y en medio de aquella abigarrada asamblea el juez estaba y no estaba sentado con ellos, como si fuera una clase muy distinta de hombre. En su iluminador estudio sobre el libro, el prestigioso e influyente crítico Harold Bloom, que considera a la novela una de las grandes obras maestras de la literatura norteamericana, equiparando a su autor a Melville o Faulkner, comenta sobre Holden: El Juez es el libro, y el juez es, salvo Moby Dick, la aparición más monstruosa de toda la literatura estadounidense. El Juez es la violencia encarnada. La caracterización física del Juez es ya aterradora, un hombre descomunal, con el cráneo rapado, calvo como un huevo, sin rastro de barba y ojos sin cejas ni pestañas, armado con un rifle engastado en plata alemana con un nombre en latín incrustado en hilo de plata debajo de la quijera, en latín: Et in Arcadia ego (una referencia a las Bucólicas, de Virgilio, cuyo significado literal, Y en la Arcadia yo, ha sido comúnmente interpretado como Y en la Arcadia -ese Paraíso feliz- también yo -la Muerte- reino). Un albino de dos metros de altura y ciento cincuenta kilos de peso, que nunca duerme, baila y toca el violín con extraordinario arte y energía, habla cinco idiomas, domina múltiples ciencias, mata sin remordimientos, viola y asesina a niños pequeños, y, omnipotente, dice que nunca morirá. Su poderosa, oscura, indescifrable y críptica presencia a mí me ha recordado, en todo momento, al coronel Kurtz de Joseph Conrad, el personaje de El corazón de las tinieblas, a cuya representación cinematográfica, en la ya clásica Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, encarnada por un inmenso -en todos los sentidos- Marlon Brando, remite, incluso iconográficamente. E igualmente, he pensado en algunos de los personajes de Orson Welles, no solo por su colosal complexión. También hay en él ecos de Shakespeare en tanto su figura ejemplifica algunos de los temas de las obras “universales” del dramaturgo inglés: la ambición desmedida, la traición, la violencia, el poder, la inmoralidad, la condición humana, el conflicto, la tragedia. 

El crudo relato de la interminable sucesión de tropelías perpetrada por esta jauría salvaje constituye la base del, llamémosle así, desarrollo argumental de una novela que, más allá de ese a menudo literalmente insufrible, aunque muy brillante, planteamiento narrativo, interesa por muchas otras razones, algunas ya apuntadas al inicio de esta reseña, cuando presenté los rasgos generales de la obra de McCarthy. Está, en primer y destacado lugar, el tratamiento literario de la violencia, que no se edulcora ni estiliza, sino que se muestra en toda su despiadada brutalidad, convertida en arte, terrorífico pero deslumbrante. Constantes masacres, feroces linchamientos, torturas gratuitas, ejecuciones impunes, cuerpos de bebés colgando de arbustos, evisceraciones, arrancamientos de cueros cabelludos, heridas sangrientas, mutilaciones terribles se suceden sin parar poniendo a prueba la resistencia del lector. No hay, sin embargo, una glorificación o una justificación de esa violencia (que, por otro lado, no se da solo en los episodios más cruentos; también existe en las relaciones entre los miembros de la banda, regidas por las tensiones internas, las rivalidades, los odios) sino tan solo una voluntad -muy evidente- de plasmarla en toda su aspereza y complejidad, cada acto de violencia descrito con un realismo crudo y despiadado, como meras manifestaciones de una fuerza destructiva primordial inherente al hombre que trasciende cualquier sentido de ética o moralidad. De hecho, la violencia en la novela no aparece siquiera como un medio para la consecución de un fin -poder, riqueza, venganza- sino como expresión de la oscuridad inherente a la condición humana, de las zonas más sombrías de nuestra naturaleza, que afloran por encima de cualquier intento de contención o control, de cualquier atisbo de una civilización, unas leyes y una moralidad que, en el pensamiento de Holden, se revelan como meras construcciones artificiales que intentan -vanamente- ocultar nuestras pulsiones más “genuinas”. Una violencia, tan común en el western, pero que Meridiano de sangre lleva al extremo. No es sólo el western definitivo, el libro es la dramatización oscura definitiva de la violencia. Nuevamente, no veo a nadie superándolo en ese sentido, en afirmación, de nuevo, de Harold Bloom. Debo indicar aquí, en un breve paréntesis, que tras los muchos intentos -todos fallidos: Ridley Scott, Clint Eastwood, Todd Fields, Tommy Lee Jones, James Franco o Terrence Malick- desde la publicación del libro en 1985 de llevarlo a la pantalla, parece que la novela tendrá por fin, en 2025, su adaptación cinematográfica, a cargo de John Hillcoat, el director de La carretera, en una producción, al parecer, de Francis, hijo del escritor. 

Otra dimensión muy destacada del libro tiene que ver con el peso que en el relato tienen la naturaleza y el paisaje, que adquieren, en la poderosa narración de McCarthy, un papel protagonista. Recorremos así un entorno muy duro, implacable y despiadado que refleja la violencia y la brutalidad de la condición humana. Los personajes atraviesan vastas extensiones de un desierto, pese a todo, denso y claustrofóbico, se pierden en espacios inhóspitos y desolados, se juegan la vida ascendiendo montañas por sendas estrechas al borde del abismo, cruzan ríos de caudal vigoroso e irrefrenable, sometidos a un sol abrasador, a vientos polvorientos, a tormentas de arena, a interminables ventiscas, a tempestades de nieve. La naturaleza, descrita con imágenes muy precisas, muy vivas y detalladas, opera así también como un recordatorio constante de la fragilidad y la insignificancia del hombre frente a las fuerzas insuperables del medio natural, de su difícil lucha por la supervivencia. También como emblema de la muerte, pues es constante la presencia de cadáveres, animales muertos, restos óseos, aves carroñeras, árboles marchitos, parajes agostados. 

En Meridiano de sangre hay también una vertiente de “novela histórica” (ciertamente singular), pues los hechos descritos en ella recrean sucesos efectivamente ocurridos en la frontera de Estados Unidos y México a mediados del siglo XIX. Así, el libro es una particular y descarnada crónica -forzosamente crítica, aunque ese cuestionamiento no aflore de modo expreso en la narración- del proceso de expansión y conquista del Oeste en aquellas décadas y, por tanto, de la construcción de la identidad de los Estados Unidos como nación. La visión convencional de unos arriesgados y entusiastas colonos que atraviesan el continente guiados por el espíritu de aventura y el ansia de libertad, movidos por nobles aspiraciones civilizatorias y por una valiente búsqueda de oportunidades, se convierte aquí, merced a la perturbadora prosa de McCarthy, en una historia de codicia y ambición, de dominio y ferocidad, de violencia y desprecio de la ley, de fuerza bruta y destrucción, de injusticia, despotismo y venganza, ejemplificada en el exterminio de los pueblos indígenas y la aniquilación de su cultura, sus tradiciones y sus formas de vida (también de la fauna, con un episodio, demoledor, de la bárbara matanza de bisontes). Otro tanto ocurre -el cuestionamiento de la versión tradicionalmente aceptada de los hechos- en lo que se refiere al ancestral conflicto entre los dos países fronterizos. En Meridiano de sangre están la usurpación de los territorios mexicanos -singularmente Texas, pero también California, Nevada, Utah, Arizona, Nuevo México y partes de Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma- por el vecino del norte; los conflictos armados entre ambas naciones, en particular la Guerra Mexicano Americana entre 1846 y 1848, algunos de cuyos episodios atraviesan el libro entero; los enfrentamientos violentos -no solo militares, sino civiles- entre los colonos blancos y la población mexicana, con las tribus indígenas como sufriente tercero en discordia. 

Hay aún otro aspecto a destacar en la novela: la abundancia de elementos metafóricos en el relato que amplían su alcance y permiten una visión más profunda de la terrible historia narrada. Al alto valor simbólico, ya comentados, de la omnipresente y salvaje naturaleza, del depravado y corrupto Juez Holden, puedo añadir ahora, el papel del chico, símbolo -bien que repleto de aristas- de la inocencia perdida y de la búsqueda de redención y de identidad en un mundo desgarrado y carente de sentido. También las metáforas del meridiano y la sangre, que ya desde el título apuntan a un punto de inflexión o de no retorno -el meridiano- en el que la violencia y la injusticia se vuelven omnipresentes y abrumadoras, insoportables, y al cruento tributo -la sangre- que conllevará la expansión hacia el oeste y a la conquista del territorio (Un gran charco de sangre comunal rodeaba a los asesinados. Había formado una especie de budín en el que se apreciaban numerosas huellas de lobos o perros y sus bordes se habían ido secando hasta adquirir el aspecto de una cerámica color vino. La sangre corría en oscuras lenguas por el suelo uniendo las lajas como una lechada y penetraba en el atrio donde las piedras estaban ahuecadas por los pies de los fieles y de sus padres antes que ellos y habíase abierto camino escalones abajo para gotear entre las huellas escarlata de los carroñeros). E igualmente, el desierto como correlato del alma humana, la oscuridad como reflejo de la maldad y la corrupción, la animalidad bestial de los hombres, se subrayan de continuo en el texto. En otro plano, el estilístico, la novela abunda en el uso de metáforas visuales y sensoriales muy evocadoras, a menudo oscuras y enigmáticas (la constelación de Casiopea ardía como una rúbrica de bruja en la negra faz del firmamento; tenían fijos en la lumbre sus ojos negros como ánimas de cañón; el soldado estaba negro y encogido en el barro como una araña enorme; En aquel purgatorio de arena no se movía otra cosa que las aves carnívoras) y de comparaciones inesperadas, creativas (Degenerados ambulantes que avanzaban hacia al oeste como una plaga heliotrópica), entre otros recursos literarios, como la ya citada austeridad de su prosa, concisa, poética, despojada de adornos innecesarios, con frases cortas y directas, lo que contribuye a reflejar la atmósfera descarnada de la trama; los escasos diálogos, las imágenes evocadoras (Las montañas eran de un azul puro en el amanecer y por todas partes gorjeaban pájaros y el sol cuando salió por fin iluminó la luna allá en el oeste y quedaron así enfrentados a una punta y otra de la tierra, el sol incandescente y la luna su réplica pálida, como si hubieran sido los extremos de un tubo común más allá de los cuales ardían mundos más allá de toda comprensión). 

Cierro ya esta muy larga reseña con mis habituales propuestas de un fragmento significativo del libro y una canción que le sirva de acompañamiento musical. He querido dejaros un texto relativamente “amable” de la novela, o al menos no cruzado por la inclemente y desaforada violencia que impregna la obra entera. Se trata de un largo pasaje que describe, de un modo muy revelador de la calidad de la prosa de McCarthy, una expedición del grupo de desharrapados “soldados”, en un capítulo, el cuarto del libro, bellísimo aunque, como parece inevitable, se cierre con una masacre de inconcebible ferocidad que, por ello, os evito. Con respecto a la música, he elegido el tema principal de La carretera, del mismo título que la película, The road, compuesto, como el resto de la banda sonora del film, por Nick Cave y Warren Ellis, tal y como anticipé al comienzo de esta reseña. 


Dos días después empezaron a encontrar huesos y prendas desechadas. Vieron esqueletos semienterrados de mulas con los huesos tan blancos y bruñidos que parecían incandescentes incluso en aquel calor sofocante y vieron alforjas y albardas y huesos de hombres y vieron un mulo entero cuya carcasa renegrida estaba dura como el hierro. Siguieron adelante. Bajo un mediodía deslumbrante atravesaron el páramo como un ejército fantasma, tan pálidos de polvo que parecían sombras de números borrados en una pizarra. Los lobos los seguían más pálidos aún y se agrupaban y saltaban a ras de tierra y apuntaban al cielo sus flacos hocicos. Por la noche daban de comer a los caballos a mano y los abrevaban directamente de unos cubos. No había más enfermos. Los supervivientes yacían callados en aquel vacío de cráter y observaban las blanquísimas estrellas cruzar la oscuridad. O dormían con sus corazones extranjeros latiendo en la arena como peregrinos extenuados en la superficie del planeta Anareta, aferrados a una anonimia que giraba en la noche. Siguieron adelante y los calces de los carros adquirieron un brillo de cobre por la acción de la piedra pómez. Hacia el sur las cordilleras azules parecían ancladas en la imagen más pálida que les devolvía la arena, como reflejos en un lago, y ya no había lobos. 

Decidieron cabalgar de noche, jornadas silenciosas salvo por el traqueteo de los carros y el resollar de los animales. Extraño grupo de ancianos bajo el claro de luna con los bigotes y las cejas teñidos de blanco por el crepúsculo. A medida que avanzaban, las estrellas se daban empellones y cruzaban el firmamento dibujando arcos para morir del otro lado de las montañas negras. Acabaron conociendo bien el cielo nocturno. Ojos occidentales que veían más bien construcciones geométricas que los nombres dados por los antiguos. Atados a la estrella polar daban la vuelta a la Osa Mayor mientras Orión aparecía por el suroeste como una enorme corneta eléctrica. La arena era azul a la luz de la luna y las llantas de los carros giraban entre las siluetas de los jinetes como aros relucientes que viraran y rodaran exangües y vagamente náuticos cual finos astrolabios, y las gastadas herraduras de los caballos eran como una plétora de ojos que parpadearan a ras del suelo del desierto. Vieron tormentas tan distantes que ni siquiera se las oía, silenciosos relámpagos corno sábanas de luz y la negra espina dorsal de la cordillera parecía palpitar antes de ser engullida de nuevo por las tinieblas. Vieron caballos salvajes correr por la llanura, batiendo sus sombras en la noche y dejando a su paso en el claro de luna un polvo vaporoso, apenas una alteración cromática. 

El viento sopló durante toda la noche y el polvo finísimo les ponía los dientes de punta. Arena en todas partes, arenilla en todo lo que comían. Y por la mañana un sol color de orina asomó legañoso entre los lienzos de polvo a un mundo turbio y sin accidentes. Los animales flaqueaban. Decidieron detenerse y montar un campamento sin leña y sin agua y los maltrechos ponis gimotearon acurrucados como perros. 

Aquella noche atravesaron una región salvaje y eléctrica en donde extrañas formas blandas de fuego azul corrían por el metal de los arreos y las ruedas de los carros giraban corno aros de fuego y pequeñas formas de luz azul pálido iban a posarse en las orejas de los caballos y en las barbas de los hombres. Toda la noche fucilazos sin origen visible temblaron en el oeste más allá de las masas de cúmulos, convirtiendo en azulado día la noche del desierto lejano, las montañas en el repentino horizonte negras y vívidas y ceñudas como un paisaje de un orden distinto cuya verdadera geología no era la piedra sino el miedo. La tormenta se acercó por el suroeste y los relámpagos iluminaron el desierto a su alrededor, azul y árido, grandes extensiones estruendosas surgidas de la noche absoluta corno un reino diabólico invocado de repente o tierra suplantada que no dejaría rastro ni humo ni ruina llegado el día, como no los deja una pesadilla. 

Se detuvieron en la oscuridad para dejar descansar a los animales y varios hombres metieron sus armas en los carros por miedo a atraer los relámpagos y uno que se llamaba Hayward dijo una oración pidiendo lluvia. 

Oró así: Dios Todopoderoso, si eso no se aparta demasiado de tus designios eternos, qué te parece si nos envías un poquito de lluvia. 

Videoconferencia
Cormac McCarthy. Meridiano de sangre

miércoles, 29 de mayo de 2024

MARTIN AMIS. LA ZONA DE INTERÉS; LA FLECHA DEL TIEMPO
  
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os ofrece hoy un programa que es una suerte de continuación de los de las semanas precedentes, con los que comparte un cierto hilo conductor, aunque con algún elemento diferente que lo hace singular. Desde el pasado 10 de abril, nuestro espacio se ha detenido en libros, en su mayor parte de gran calidad literaria, que han sido objeto de traslación a la gran pantalla en películas también muy estimables cuando no obras maestras. Es el caso de, entre otras, Las uvas de la ira, Matar a un ruiseñor, Rebeca y La última película, obras de John Steinbeck, Harper Lee, Daphne du Maurier y Larry McMurtry que estaban en la base de excelentes películas homónimas dirigidas por John Ford, Robert Mulligan, Alfred Hitchcock y Peter Bodganovich, todos los cuales, libros y filmes, cuentan con, al menos cincuenta años de antigüedad. Además, y hace solo siete días, os hablaba aquí de MANIAC, la excepcional novela de Benjamín Labatut y, en paralelo, de la película de Cristopher Nolan, Oppenheimer, que sin vínculo expreso alguno con el libro, sí comparte el marco de referencia en que ambos se mueven. 

Esta semana clausuramos esta serie cinéfila con mi recomendación de un libro, relativamente reciente, de 2014, que ha visto su versión en el cine hace solo unos meses, a mediados de 2023, un título -el cinematográfico- que obtuvo, entre otros muchos galardones, el Gran Premio del Jurado del festival de Cannes. Se trata de La zona de interés, novela del escritor Martin Amis y película del también británico Jonathan Glazer. Pero además de su inclusión, como cierre, en este ciclo de propuestas literarias vinculadas al cine, el título aparece aquí por otro motivo, y es que hace diez días, el 19 de mayo, se cumplió el primer aniversario de la muerte de Amis, uno de los escritores más brillantes de una generación que ha dado una destacada cantidad de novelistas de talento: Kazuo Ishiguro, Julian Barnes, Hanif Kureishi, Ian McEwan, Vikram Seth y Graham Swift, todos ellos abundantemente publicados en España, a partir de los años ochenta del pasado siglo, por la editorial Anagrama. 

La primera edición española de La zona de interés es de octubre de 2015 y apareció en el seno de la editorial Anagrama en traducción de Jesús Zulaika. Amis, del que he leído casi todos sus libros y cuya obra prácticamente íntegra ha visto la luz en la editorial catalana, es el autor de títulos formidables como El libro de Rachel, su primera novela, Éxito, la magnífica Dinero, Campos de Londres, Tren nocturno, La información, otra obra excepcional, Kobe el temible, Lionel Asbo: El estado de Inglaterra o La casa de los encuentros, que yo presenté en Todos los libros un libro hace ahora diez años y que guarda un cierto paralelismo con mi propuesta de hoy, al estar centrada en la realidad de los campos de internamiento soviéticos, en los más sórdidos y fríos sótanos del gulag, mientras que La zona de interés pone el foco, bien que de un modo ciertamente singular, en otra experiencia igualmente cruenta, la de los campos de exterminio nazis, en particular el de Auschwitz. En ambos casos, Martin Amis nos muestra el horror hitleriano y el estalinista de un modo libre, descarnado y sin ningún tipo de prejuicio o de anteojeras ideológicas, lo cual resulta llamativo -o al menos poco usual- en relación con el delirio del socialismo real, pues mientras a casi nadie le cabe duda alguna, sea cual sea la opción ideológica o política que uno elija para situarse en la vida, a la hora de repudiar la experiencia nacionalsocialista hitleriana, hasta el punto de que hoy en día existe una absoluta unanimidad sobre la indiscutible realidad de la monstruosidad nazi, sin que quepa debate sobre el asunto en los ámbitos científico, académico o teórico, en los que se acepta como incontrovertible la verdad de un genocidio suficientemente probado, con evidencias, testigos, documentos que dan fe y acreditan la horrenda realidad de los inhumanos campos de concentración (una unanimidad que no desmiente sino que confirman algunos minoritarios y extremistas grupúsculos de entidad escasamente relevante), sin embargo, no ocurre otro tanto con la experiencia estalinista de la Unión soviética. Todavía el marxismo, sostenía Amis, y la tesis sigue estando vigente, goza de un inexplicable prestigio intelectual, incompatible con la devastación y el espanto y la abyección y la tortura y las violaciones y los asesinatos y los millones de muertos debidos a Stalin y su frío terror organizado. Unos episodios todavía no suficientemente descritos en la literatura, un silencio sorprendente, y sospechoso, dada la magnitud de la aberración y la barbarie. Razones todas por las que merece la pena leer aquel La casa de los encuentros reseñado hace una década y por las cuales resulta también aconsejable adentrarse en este más actual e igualmente magnífico La zona de interés, en el que, una vez más, se manifiesta el espíritu controvertido, atrevido, polémico y hasta provocador de Amis. 

No obstante, antes de entrar en el análisis del libro que centra la presente emisión quiero hablaros brevemente de otra novela de su autor, también extraordinaria, también vinculada -aunque de un modo más indirecto- al ámbito del nazismo, el Holocausto y Auschwitz y que, pese a los treinta años largos transcurridos desde su publicación, yo he releído ahora precisamente por su conexión con el tema que nos ocupa: La flecha del tiempo, publicado por primera vez en 1991 y aparecido en España en 2010, en Anagrama, como el resto de su obra, y en traducción de Miguel Martínez Lage. El libro es lo suficientemente interesante, original y subyugante, y resulta además, en muchos sentidos, tan “anticipatorio” de La zona de interés que hoy protagoniza nuestro espacio, que sería, por sí mismo, merecedor de una reseña autónoma, detallada y exhaustiva. No es, sin embargo, la ocasión para llevarla a cabo, por lo que, reprimiéndome, me limitaré a daros cuenta de modo sucinto de su muy singular trama argumental y a subrayar algunos aspectos por los que su lectura me parece altamente recomendable. 

Quien acceda a La flecha del tiempo a partir de estas palabras podrá legítimamente preguntarse por la pretendida conexión del libro con La zona de interés y la cruel experiencia del Holocausto que constituye el núcleo esencial de esta última obra. Y es que durante ciento cincuenta de las más de doscientas páginas de la novela, dicho asunto no comparece más que de modo muy episódico, secundario y menor, hasta el punto de poder pasar inadvertido para el lector que desconozca ese vínculo: una referencia sobre los judíos hecha al paso, una imagen ominosa -pero que a esas alturas de la obra surge descontextualizada y, por tanto, enigmática y difícilmente inteligible- de una silueta masculina ataviada con algo así como una bata blanca (una bata blanca y almidonada, impecable, de médico). Y botas negras.... Por el contrario, la novela se inicia con un episodio absolutamente alejado, en el espacio y el tiempo, a ese motivo sustancial. El protagonista, Tod Friendly, es un anciano al que conocemos en la actualidad (recuérdese que el libro es de 1991) en su lecho de muerte, en Wellport, Estados Unidos, reviviendo -literalmente- de una experiencia inexplicable: Desperté del más negro sueño y me encontré rodeado de médicos. El capítulo avanza y con él, el extraño episodio queda atrás. Pasan las semanas y es dado de alta del hospital. Al poco de llegar a su hogar, sufrirá un infarto mientras se ocupa de su jardín. Se suceden las estampas de su vida, encuentros con mujeres, su trabajo como médico, luego un traslado a Nueva York desde donde ha estado recibiendo crípticas cartas cifradas, contacto con un misterioso Reverendo Nicholas Kreditor, problemas con la acreditación de la ciudadanía estadounidense. Y ahora hay un viaje a Europa, en barco, en 1948, “hacia la guerra”, y muchas experiencias más. Como quizá puede colegirse de esta muy peculiar síntesis, que probablemente haya sumido al lector -al oyente- en una cierta perplejidad, la historia de este proteico Tod Friendly (el adjetivo cobrará pleno sentido si se avanza un poco más en mi reseña) está contada “al revés”, en el elemento estilístico más significativo, desconcertante, atrevido, aunque sobresaliente y magistral, de una novela llena de “experimentos”. En efecto, Amis cuenta la trayectoria vital de su personaje yendo de adelante hacia atrás, pero no al modo acostumbrado en los casos en que un escritor usa este tipo de recurso, es decir, enlazando pasajes que reflejan la vida de los personajes en distintos tiempos, empezando por los días del presente, prosiguiendo con los inmediatamente anteriores y finalizando con los más remotos, contados todos ellos siguiendo las reglas de la lógica y la causalidad (y son muchas las obras, también en el cine -el recurrente “X años antes”-, que se ajustan a esta estructura en flashback), sino -y por ello el “tour de force” literario es verdaderamente arriesgado (y, siendo exitoso, altamente elogiable)- rompiendo el convencional nexo causa/efecto, de tal modo que los hechos del presente “preceden” a los del pasado y, en cierto modo, los provocan, son su germen y fundamento, su causa y razón. Y, por ello, el Tod Friendly al que Amis nos muestra en las primeras páginas del libro “volviendo” de su muerte, retrocederá en el tiempo y, cuando llega a esa Europa inmersa en la Segunda Guerra Mundial -ahora convertido ya en un joven John Young- seguirá rejuveneciendo, despojándose de identidades falsas, será Hamilton de Souza en Lisboa y se refugiará en el Vaticano, donde adquirirá una nueva y definitiva personalidad, Odilo Unverdorben, con la que atravesará los Alpes, en dirección a Alemania, se esconderá en refugios de montaña, pajares y granjas, para llegar por fin a Alemania, recuperando su identidad primitiva, la de un siniestro médico nazi, un asesino ejecutor de judíos en Auschwitz, encargado de la administración del gas venenoso que asfixiaba a sus indefensas víctimas en las cámaras del campo: Era yo, Odilo Unverdorben, quien se encargaba personalmente de retirar los cartuchos de Zyklon B y de confiárselos al farmacéutico de la bata blanca, en una confesión que permite conocer la clave última del libro y que, además, sirve como ejemplo revelador de la “implacable lógica regresiva”, como ha señalado un crítico, con arreglo a la cual se estructura su audaz propuesta inversa: él introduce los cartuchos, que previamente ha recibido de los farmacéuticos, en los dispositivos de las cámaras de gas, si leemos la confesión bajo la óptica de la razón discursiva convencional. 

En una segunda muestra del prodigioso talento de Martin Amis, la estructura narrativa introduce una sorpresa adicional para el simultáneamente estupefacto y maravillado lector, consistente en la creación de una segunda voz narrativa, la de la conciencia o el alma de su personaje central, que corre en paralelo a las peripecias “retroactivas” de su “doble”. Este narrador en tercera persona -en ocasiones utiliza el “nosotros”, la primera persona, para referirse a la experiencia que comparte con su alter ego-, “cree” que la flecha del tiempo corre, en efecto hacia atrás, y, confuso (También es posible que me falten datos para hacerme un juicio cabal de las cosas. Sea como fuere, para mí el mundo no tiene pies ni cabeza. Por ejemplo, estoy indisolublemente unido a Tod, pero él no sabe de mi existencia. Y me siento solo), por tanto, describe los acontecimientos vividos sin acabar de entenderlos (Fíjense en esto. Rejuvenecemos. En serio. Y nos fortalecemos. E incluso crecemos), en un estado de permanente desconcierto (¿Por qué entro en casa caminando hacia atrás? Espera. ¿Se pone el sol, o amanece? ¿Cuál… cuál es la secuencia del viaje que estoy haciendo? ¿A qué reglas obedece? ¿Por qué cantan los pájaros de ese modo tan raro? ¿Hacia dónde me encamino?). La brillantez de Amis -también su fino humor y ciertas dosis de exhibicionismo- se muestran aquí en toda su plenitud, porque la narración está repleta de pasajes en los que la descabellada lógica del relato obliga al lector a reconsiderar los hechos descritos desde una perspectiva insólita. Así, por ejemplo, ciertos diálogos que hay que reinterpretar (—Neib. Neib —dice la dependienta de la farmacia. —Neib —me sumo a sus monosílabos—. ¿Lat éuq? —Mm-mmm. Isa, Isa —dice la dependiente mientras desenvuelve mi loción para el cabello), la cronología invertida (Todos los días, cuando Tod y yo terminamos de leer la Gaceta, la devolvemos al quiosco. Me fijo bien en la fecha. Y ¿saben qué pasa?: después del 2 de octubre es 1 de octubre. Después del 1 de octubre es 30 de septiembre), la extrañeza del pago de los servicios sanitarios (Las madres le pagan sus servicios con antibióticos, los cuales a menudo parecen la causa del dolor de los bebés), las consultas médicas en las que los pacientes “entran” ilusionados y “salen” envueltos en pesadumbre (A decir verdad, no se les ve demasiado animados cuando se marchan. Retroceden, se alejan de mí con los ojos muy abiertos. Y ya está: se han ido. Hacen sólo una pausa para cumplir con una obligación que encuentro bastante absurda: llamar quedamente a la puerta al salir); la incomprensible desaparición de la gente (Sé que la gente desaparece. Cuando desaparece, ¿adónde va a parar? Esa pregunta no hay que hacerla jamás. Nunca. No es asunto tuyo. Los niños pequeños que ves por las calles empequeñecen sin cesar. Llega un momento en que es necesario confinar sus movimientos a un cochecito, y después a una especie de mochila. O bien los llevan en brazos y procuran apaciguarlos; claro, les entristece tener que marcharse. Durante los meses finales lloran más que nunca. Y ya no sonríen. Las madres se dirigen después al hospital. ¿Adónde, si no?), las inconcebibles “rupturas” con las amantes (para cuando haya llegado a tomarles verdadero aprecio, a ellas y a sus deliciosas manías, empezarán a retroceder, irreversiblemente, alejándose de mí, con besos cada vez más leves, con brevísimos apretones de mano, con el roce de una pantorrilla enfundada en una media por debajo de la mesa, con una sonrisa. Responderán con evasivas a las flores y los bombones. Sí, eso ya lo he vivido antes. Luego, un buen día, te miran como si no te conociesen. Y después te enteras de que han cambiado de trabajo, de que se han ido a vivir a otra ciudad. De repente, tienen hijos que han de matricular en la universidad, o viven con algún vejestorio al que llaman su marido), el inconcebible proceso que supone el alimentarse (Comer tampoco tiene ningún atractivo. Primero apilo los platos limpios en el lavavajillas, que funciona estupendamente, diría que al igual que todos los demás electrodomésticos que me ahorran trabajo, hasta que llega un hijoputa gordinflón vestido con mono y los estropea con sus herramientas. Pero de momento funciona. Así que sacas un plato sucio, recoges unos restos de comida del cubo de la basura y esperas un poco. Pronto mi garganta envía a mi boca una serie de masas informes de diversos alimentos, y después de darles un habilidoso masaje con la lengua y los dientes, los escupo al plato, donde acabo de esculpirlos con el cuchillo, el tenedor y la cuchara. Por lo menos, esto es bastante terapéutico, a no ser que te las tengas que ver con una sopa o un puré. Eso sí que puede ser su muerte. Después viene el laborioso proceso de enfriar los alimentos, reunirlos, envasarlos y llevarlos al supermercado, en donde, todo hay que decirlo, se me retribuye con prontitud y generosidad por mis ímprobos esfuerzos. Luego, me paseo entre los estantes con un carrito o una cesta, dejando los botes y los paquetes en su lugar correspondiente) e, incluso, la ironía cáustica de Amis no se para en barras, el defecar (¿Son figuraciones mías, o esta manera de vivir es realmente extraña? Por ejemplo, toda la vida, todo el sustento, todo lo que tiene algún sentido (y buena parte del dinero) derivan de un solo aparato doméstico: la cadena del retrete. Al terminar el día, antes de tomarme el café, allá voy. Y ya está allí: ese humillante y cálido olor. Me bajo los pantalones y tiro de la mágica cadena. De pronto, ahí está todo, incluido el papel higiénico, que desdoblo y enrollo después, con destreza, en el portarrollos. Acto seguido, me subo los pantalones y aguardo a que se me pase el dolor. El dolor, tal vez, de todo el proceso, de tanta dependencia. No es de extrañar que gritemos al hacerlo. Un rápido vistazo al agua limpia en la taza). 

Además de estas muy llamativas singularidades, la novela interesa -y con ello pongo fin a mis comentarios sobre ella- por la propia fuerza de la narración, que describe varias vidas en una; por el esfuerzo que exige a la inteligencia del lector, obligado a reconstruir los chocantes episodios adaptándolos a la estructura argumentativa “normal”; por el mencionado y muy explícito sentido del humor -polémico también, como apuntaré a propósito de La zona de interés, por aparecer junto a los dramáticos sucesos del exterminio-; por los continuos juegos verbales (Tod es muerte en alemán; Friendly, amigable, como la vida norteamericana del protagonista; Young, apela a la juventud del personaje; Unverdorben es incorrupto, pero en la realidad “al contrario” del libro, quizá sea inocente); y, sobre todo, por los temas “serios” que trata: la ruptura de la percepción convencional del tiempo, y por tanto la reflexión sobre su irremisible transcurso; la inversión de la cronología como metáfora de la subversión de los valores que representa el nazismo; la necesidad de recuperar el pasado y la dificultad de la memoria; la imposible y en el fondo irreal construcción de la propia identidad, hecha de fragmentos deslavazados que solo adquieren consistencia por un deliberado acto de voluntad; el inevitable y fatal destino, la fatalidad y el libre albedrío; la maldad y su consabida banalidad; la mayor parte de los cuales están presentes también en La zona de interés, otra excepcional novela. 

El comienzo de La zona de interés no puede ser más idílico. Ella volvía de la Ciudad Vieja con sus dos hijas, y se hallaban ya muy dentro de la Zona de Interés. Delante de ellas, a la espera para recibirlas, se extendía una avenida —casi una columnata— de arces, cuyas ramas y hojas lobuladas se entrelazaban en lo alto. A última hora de una tarde de verano, llena de mosquitos diminutos y brillantes… “Ella” es Hannah Doll y el narrador nos la presenta con tintes dulces, delicados, algo etéreos, hasta románticos, aunque con algún detalle inquietante: Alta, ancha y llena, y, sin embargo, de paso liviano, con un vestido estriado blanco que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero de paja de color crema con una banda negra, y un bolso de paja bamboleante (las niñas, también de blanco, también llevaban sombreros y bolsos de paja), entraba y salía de tramos de una calidez leonada, amarillenta, difusa. Reía con la cabeza hacia atrás, y la garganta tensa (…). Ahora las tres cruzaban el camino de entrada a la Academia Ecuestre. Rodeada traviesamente por las niñas, dejó atrás el molino de viento ornamental, el alto palo de mayo, los patíbulos de tres ruedas, el percherón atado con descuido a la bomba de agua de hierro, y siguió hacia delante. Y entraron en el Kat Zet; en el Kat Zet I. 

Kat Zet es el modo en que se transcribe la pronunciación en alemán de KZ, la abreviatura de Konzentrationslager, campo de concentración. Hannah Doll (a quien en otro pasaje de la obra se describe como ajustada al ideal nacional de la feminidad joven: impasible, rústica, de constitución idónea para la procreación y el trabajo duro) es la esposa de Paul Doll, el comandante de uno de esos campos, el muy terrible de Auschwitz, trágico lugar de exterminio de millones de judíos, la Zona de Interés, que incluye amplios terrenos, talleres y dependencias varias y el centro residencial de las SS. Ese fragmento inicial marca el tono de la novela, en la que se nos muestra el lugar desde una perspectiva insólita, no acostumbrada: estamos en agosto de 1942, los días luminosos de verano, la vida fluyendo plácidamente, madres paseando con sus hijas, jardines rebosantes de coloridas flores, inocentes juegos infantiles, invernaderos con plantas y hortalizas, apacibles excursiones campestres, ricas comidas servidas en el comedor de los oficiales, tediosa burocracia en las oficinas, cálidas reuniones en las alcobas. A su alrededor, en un plano apenas visible, se oculta, solo intuida, otra vida, si se la puede llamar así, la de cientos, miles de personas que sufren, tiemblan, lloran y se extinguen en un silencio solo a veces roto por algún grito, algún lamento, algún disparo. 

La primera gran muestra del extraordinario talento de Amis que se destaca, entre otras muchas, en esta su particular aproximación al horror del Holocausto, es este planteamiento tangencial, podríamos decir, oblicuo, que consiste en hacer que el lector se transporte a los escenarios del exterminio, que no los abandone en ningún momento de su lectura, pero sin mostrarlos más que de manera lateral, indirecta, en sordina, porque el relato se centra en la experiencia -“paralela” a la atrocidad, aunque imbricada, indiscernible, causa necesaria de ella- de los responsables del campo, de las autoridades y los oficiales nazis en su despreocupada cotidianidad, ese entorno agradable que, día tras día, en su funcionarial rutina, dejarán atrás, con solo traspasar las alambradas a pocos metros de sus “hogares”, para entregarse a su labor de verdugos, a la humillación, la explotación, los abusos, las violaciones, los asesinatos, las masacres, los experimentos criminales, a la “pulcra”, eficaz y muy racional aniquilación de millones de seres humanos indefensos, que comparece, sin embargo, bajo la apariencia de un trivial e insustancial protocolo administrativo. 

No obstante, pese a que el autor elige que el escenario de la novela sea un, por así decirlo, “Auschwitz sin Auschwitz”, la poderosa y fatal realidad del horror del campo aflora como un persistente telón de fondo de la despreocupada vida de los asesinos a través, y ello constituye otro de los aciertos mayores de libro, de la recurrente presencia del olor, el tufo hediondo y pestilente de los cadáveres, de las cremaciones, de las vísceras vaciadas por el terror, que “flota”, repugnante y ominoso, como inmaterial pero constatable testigo de la barbarie, en numerosos pasajes del libro, impregnado así de una atmósfera de espanto y pavor: 

El olor en el Bloque 4 era un olor diferente; no era la rotunda putrefacción del prado de la pira, ni el olor difuso de las chimeneas (el del cartón con podredumbre húmeda, además, que recordaba, con su leve tufo a materia carbonizada, que los seres humanos venimos de los peces). No, era el olor fuerte y amedrentado del hambre: los ácidos y gases de digestiones frustradas, con una ligera emanación de orina. 

¿Sabe que aquí en la ciudad, aproximadamente de 6 de la tarde a 10 de la noche, nadie puede probar bocado? 
—¿Por qué no? 
—Porque el viento cambia de dirección y sopla desde el sur. Por el olor, Sturmbannführer. El olor nos llega del sur. 
—¿Y llega hasta aquí? Oh, tonterías —dije riendo con desenfado—. Son 50 kilómetros. 

El tufo era peor que nunca, y seguía empeorando y empeorando por momentos… Sentí que estaba en uno de esos sueños de cloaca que todos tenemos de vez en cuando…, ya saben, en los que parece que caes en un geiser espumeante de inmundicia caliente, como cuando se descubre una fabulosa bolsa de petróleo, y el líquido sigue saliendo y saliendo y anegándolo todo sin que tengan el menor efecto tus intentos de evitarlo. 

¿Y qué era aquel tufo almibarado (que las paredes y los techos eran incapaces de atajar)? 

Y este atípico acercamiento a un tema por lo demás muy transitado en la literatura y en infinidad de otras manifestaciones culturales se hace con una propuesta literaria y una estructura también originales y controvertidas, ajenas a clichés o simplificaciones reduccionistas. Porque, Amis, en lugar de contar, como tan a menudo ocurre en las novelas, desde la voz de un narrador omnisciente que, en cierto modo, siempre tiende a dotar de una pátina de objetividad al relato de los hechos (una apariencia de neutralidad que distancia al autor de la historia a la que se enfrenta, de tal manera que el lector pueda, libre de todo apriorismo, de toda influencia, formar su propia opinión sobre aquello que se le cuenta), cede en este caso la palabra a tres personajes, cada uno de los cuales habla, en distinta medida, desde la posición de los asesinos, de los victimarios, en una propuesta, interesante aunque arriesgada, que explica en parte la controversia y la polémica que han acompañado al libro desde su presentación. Incluso desde antes, pues cuando todavía era un manuscrito, se conoció que los habituales editores franceses y alemanes de Amis se habían opuesto a su publicación. Por parte de las editoriales, Galimard en Francia y Hanser Verlag en Alemania, se apuntaron motivos crematísticos -las supuestamente desorbitadas exigencias económicas del escritor- y razones literarias, pero ninguno de los dos prestigiosos sellos admitió lo que desde distintos frentes se sospechaba: el muy poco convencional enfoque con el que Amis había encarado un asunto tan sensible y delicado. Y es que, desde ciertos puntos de vista, la apuesta del británico puede resultar no solo políticamente incorrecta sino incluso irrespetuosa, en tanto esa voz de los verdugos se ofrece en un tono de naturalidad, en conversaciones informales, ligeras, banales, de una cotidianidad insulsa y despreocupada, con humor incluso -el ácido y negro humor seña de identidad de la literatura de Amis-, que, insisto, para algunos puede resultar en exceso desconsiderado, ofensivo o hasta cruel al afrontar unos hechos ya de por sí rodeados de atrocidad y brutalidad. 

El primero de los tres personajes cuyos relatos se van alternando en los seis grandes capítulos de la novela, es el oficial Angelus "Golo" Thomsen, alto, rubio, perfecto ario -el tonto del culo islandés, lo llama por su apariencia nórdica una de las muchas mujeres que frecuenta sexualmente, en una dimensión esta, la de la promiscuidad, el libertinaje, el abuso y la explotación sexual, muy presente en el libro. Sobrino de Martin Bormann, el secretario privado de Hitler, su difusa función en el campo, más allá de su tarea principal de seductor en serie (yo me había aprovechado mucho sexualmente de mi proximidad al poder), es servir de enlace entre el Reich y IG Farben, el conglomerado de la industria química que en Auschwitz financiará la construcción de un nuevo recinto (el Kat Zet III, que se sumará a los ya en funcionamiento Kat Zet I y II: Financiado enteramente por IG Farben, el Kat Zet III se había creado, con un escrúpulo literal, siguiendo el modelo de los Kat Zet I y Kat Zet II. Los mismos focos y las mismas torres de vigilancia, las mismas alambradas de espinos y de alta tensión, las mismas sirenas y patíbulos, los mismos guardias armados, las mismas celdas de castigo, el mismo entablado para la orquesta, los mismos postes de los azotes, el mismo burdel, el mismo Krankenhaus [hospital o enfermería] y el mismo depósito de cadáveres) con fines de investigación de guerra aprovechando la mano de obra esclavizada de los prisioneros de los campos en sus intentos de sostener el esfuerzo bélico alemán. 

Paul Doll es el comandante del campo, trasunto literario del sanguinario Rudolf Höss (hay un libro excelente, que yo presenté aquí en abril de 2015, sobre su figura: Hanns y Rudolf, de Thomas Harding, una mezcla de ensayo histórico y biografía novelada, publicado en 2014 por Galaxia Gutemberg), que, efectivamente, fue responsable de Auschwitz desde comienzos de 1940 hasta los primeros meses de 1945 cuando, en medio de la caótica liberación del recinto, logró escapar, haciéndose con una identidad falsa, para ser localizado algún tiempo después escondido en un granero de un pequeño pueblo en el norte de Alemania, en la frontera con Dinamarca. Detenido y juzgado, Höss fue colgado en el propio campo de Auschwitz, escenario de su crueldad, el 17 de abril de 1947. El Paul Doll de la novela de Amis es un individuo mediocre -soy un hombre normal con sus necesidades normales, dice de sí mismo-, caricaturesco, ridículo, patético, grotesco, un viejo borracho -así lo llaman sus hombres- que fuma a escondidas de su mujer, frente a la que se siente íntimamente empequeñecido, a la que en el fondo teme y con la que mantiene una insatisfactoria vida sexual hecha de sometimiento y cumplimiento obligado, por parte de ella, del “débito conyugal”. Este individuo anodino, banal, que, sin embargo, se considera a sí mismo la punta de lanza de este gran programa nacional de higiene aplicada en que consiste la planificación y puesta en práctica de la “solución final”, solventa con pasmosa naturalidad las crueles obligaciones propias de su cargo, las “enojosas” actividades burocráticas que conlleva la sangrienta intendencia del campo, las cuales, sin embargo, lo evaden de sus celos, sus caprichos infantiles, sus ansiedades y lascivias, sus arrebatos de violencia injustificada. 

El tercer narrador es el judío polaco Szmul, uno de los esclavos de la SK, los Sonderkommando, los cuervos del osario, encargados de llenar y vaciar las cámaras de gas del campo (Casi todo nuestro trabajo se hace entre los muertos, con tijeras pesadas, las tenazas y los mazos, los cubos con los residuos de gasolina, los cucharones, las trituradoras). Szmul es, por un lado, un hombre triste, cuyo destino conmueve (Somos los hombres más tristes del campo. De hecho somos los hombres más tristes de la historia del mundo. Y de todos estos hombres tristísimos yo soy el más triste. Y se trata de una verdad demostrable, e incluso mensurable. Soy, con cierta diferencia, el primer número, el número más bajo…, el número más antiguo. Además de ser los hombres más tristes que hayan existido, somos también los más repulsivos. Y sin embargo, nuestra situación es paradójica. Cuesta entender por qué somos tan repulsivos siendo como somos seres que no hacemos ningún daño. La cuestión es que podría argüirse que, en contrapartida, tampoco hacemos ningún bien. Pero somos infinitamente repulsivos, y también infinitamente tristes), aunque, a la vez, su ingrata tarea repele, en tanto es el líder de los judíos que ayudan a los nazis en su trabajo de exterminio y eliminación de sus congéneres, una actividad no exenta de oprobio y vergüenza, pues permite a quienes las llevan a cabo no solo salvar sus vidas, o al menos retrasar su muerte, a costa del cruel asesinato de sus semejantes sino también, en más de un caso, traficar de manera ultrajante con los bienes que las víctimas dejan atrás antes de adentrarse en los hornos. Su relato, que siempre aparece de modo más breve que el de los otros dos narradores, se mueve entre estos dos extremos, lo abyecto de su colaboración con los monstruos criminales a los que obedecen, en ocasiones con saña, y lo conmovedor y trágico de su circunstancia («O te vuelves loco en los primeros diez minutos», se dice con frecuencia, «o te acostumbras a ello.»). Szmul es, en cierto modo, un mártir, responsable, por tanto, de dar testimonio de la ignominia (Märtyrer, mucednik, martelaar, meczonnik, martyr: en todas las lenguas que conozco, la palabra viene del griego martur, que significa «testigo». Nosotros, los Sonders, o algunos de nosotros, daremos testimonio), y héroe, también, con sus ambigüedades (Hay aún tres razones, o excusas, para seguir viviendo: la primera, para dar testimonio; la segunda, para exigir una venganza mortífera. Yo estoy dando testimonio, pero el espejo mágico no me devuelve la imagen de un homicida. O no todavía. La tercera, y más crucial, que salvamos una vida (o la prolongamos) en cada transporte: a veces ninguna, a veces dos; una media de una por transporte. Y un porcentaje del 0,01 no es un porcentaje del 0,00. Y son invariablemente varones jóvenes). 

De manera muy sutil, Amis, deja pistas acerca del modo en que las palabras de los tres “relatores” llegan al lector. Szmul dice: enterraré todo lo que he escrito, en el termo, debajo del grosellero espinoso. Y, en virtud de ello, no todo yo moriré; y Thomsen, al comienzo de la novela, señala: Mi cuaderno está abierto sobre un tocón, y la brisa hace fluctuar con curiosidad sus hojas, apuntando, quizá, al medio en que sus reflexiones quedarán reflejadas; por último, de manera algo más difusa, Doll redacta sus delirios infantiles y narcisistas y emite informes y cruza correspondencia y telegramas con las autoridades del régimen, sentado ante su escritorio, del que le distrae la llegada de la criada: Estaba en casa, inclinado sobre mi escritorio, sumido en una meditación cansada, cuando oí unas pisadas que se acercaban y luego se detenían

La zona de interés es también una historia de amor (cuyo desarrollo, esencial en la novela, no quiero siquiera esbozar), pues Thomsen se obsesiona primero y se enamora después de esa Hannah Doll fría, despótica, e insensible ante el mal que la rodea, y la presencia de esta dimensión tan “vital” en un escenario dominado por la muerte constituye otra de las posibles causas del rechazo o hasta el escándalo que su publicación pudo provocar. La evolución futura de esta historia romántica, si la podemos llamar de este modo, así como el destino final de los personajes se muestran en una suerte de recapitulación postrera -Lo que vino después-, muy emotivo y del que tampoco voy a desvelar ningún detalle salvo que obligará al lector a modificar, de manera relevante, sus impresiones y su valoración sobre la personalidad y el comportamiento de los protagonistas que se habían mostrado hasta entonces. 

Por lo demás, y a través de esta vía inusual y muy audaz literariamente, el libro (extraordinariamente documentado, como puede deducirse de su epílogo, en el que Amis da cuenta de las muchas y muy diversas fuentes en las que se basó para escribirlo) constituye una sobresaliente exploración de los temas que normalmente comparecen cuando se analiza el fenómeno del Holocausto. El consabido, y tantas veces traído aquí por mí, de la banalidad del mal, presente en muchos pasajes que retratan la insustancial “normalidad” de la vida de los oficiales nazis aparentemente ajenos -y, de no ser así, inmunes al menor atisbo de culpabilidad- a la tragedia que perpetran una vez traspasados los escasos metros que separan sus hogares de las zonas de exterminio (sirva de ejemplo significativo la carta entre el jefe de personal de IG Farben y el comandante Doll, que no requiere comentario: El transporte de 150 mujeres se realizó de forma correcta y llegaron en buenas condiciones. Sin embargo, nos fue imposible obtener resultados concluyentes ya que todas ellas murieron durante los experimentos. Volvemos a solicitar que sean tan amables de enviarnos otro grupo de mujeres de la misma cantidad y el mismo precio); la interesada complicidad, la connivencia despiadada y culpable de burócratas, empresarios, ingenieros (que tan bien describió Éric Vuillard en El orden del día, igualmente comentado aquí), como constatamos en este fragmento espeluznante: Las figuras que atrajeron mi atención (…) no eran los hombres vestidos de rayas, que formaban colas o avanzaban deprisa en hileras o se enredaban unos con otros en una especie de amasijo de ciempiés que se movieran a una velocidad antinatural, como extras en una película muda, desplazándose mucho más rápido de lo que les permitía su fuerza o su constitución, como en obediencia a una manivela frenética manejada por una mano furibunda. Las figuras que atraían mi atención no eran los Kapos que gritaban a los prisioneros, ni los suboficiales de las SS que gritaban a los Kapos. No. Lo que atraía mi mirada eran las figuras con traje de calle de ciudad, los planificadores, ingenieros, administradores de las fábricas de IG Farben de Frankfurt, Leverkusen, Ludwigshafen, con cuadernos de tapas de piel y cintas métricas retráctiles amarillas, pasando airosamente por delante de los cuerpos de los heridos, los inconscientes y los muertos; los oscuros abismos de la naturaleza humana, la brutalidad, violencia y la deshumanización de la experiencia de los campos como inexplicable muestra de la degradación de la humanidad a la que solo nuestra especie es capaz de llegar; la complicidad y la responsabilidad moral de los que obedecen o, sencillamente, se “dejan llevar” (Eramos obstruktive Mitläufer. Íbamos con la corriente. Íbamos con la corriente, colaborábamos, haciendo todo lo posible por arrastrar los pies y arañar las alfombras y los entarimados, pero íbamos con la corriente. Hubo centenares de miles de alemanes como nosotros, tal vez millones; un concepto, este de mitläufer, que era el eje central de otro libro excepcional que reseñé en Todos los libros un libro hace unos años, Los amnésicos, de Géraldine Schwarz); el sufrimiento humano, la frágil esperanza y la resistencia en un entorno de opresión extrema, sobre todo a través del personaje de Szmul, que, pese a sus contradicciones, refleja el poder de la humanidad para perseverar incluso en las circunstancias más desesperadas. 

En fin, una excepcional novela que está en la base de una muy distinta aunque igualmente formidable película del director británico Jonathan Glazer, ganadora de dos Oscar, ambos de importancia, a la mejor película internacional y al mejor sonido (y luego explicaré porque resulta descollante este galardón), tres Baftas, el Premio del Jurado y el de la Asociación de la Prensa en Cannes, entre otros muchos. La cinta es una adaptación muy libre, hasta el punto de constituir un creación artística totalmente diferente, de la novela de Amis, con la que solo comparte el título, la ubicación de la acción, el temible lager de Auschwitz, y la voluntad, presente en la novela, como ya hemos reseñado, pero desarrollada de modo más extremo en la versión cinematográfica (Amis aún describe en ocasiones la barbarie dentro de los lugares del horror y asesinato, opción que Glazer elude), de ofrecer la dramática experiencia del exterminio desde la lejanía -mediante el recurso técnico del “fuera de campo”, empleado, como luego veremos, de manera magistral- al posar su mirada, en apariencia fría y desapasionada, en lo que ocurre en la vivienda del comandante, en sus costumbres y rutinas familiares, en las gratas y apacibles existencias del militar, su mujer, sus hijos, sus compañeros de “trabajo”, sin conceder apenas protagonismo a lo que, de manera más convencional, siempre ha mostrado el cine: el retrato frontal del espanto, que aquí solo percibimos a través de alusiones indirectas, nunca expuesto abiertamente sino de un modo oblicuo e incidental, aunque igualmente sobrecogedor. 

No hay, pues, ni rastro del retrato a tres bandas, a tres voces, nada hay siquiera de las figuras de Thomsen y Szuml, ni del resto de personajes, singularmente los amigos de Golo, las prisioneras a las que frecuenta, que aparecen en el libro. Nada, por lo tanto, tampoco de las vicisitudes de la indefinida historia de amor, ni de las diversas tramas argumentales que se desarrollan en el “juego” entre los tres narradores; nada, por supuesto, del lenguaje ni del tono irónico. No están, siquiera, Paul y Hannah Doll, ficciones creadas por Amis, sino sus correlatos “reales”, los auténticos Rudolf Höss y su mujer Hedwig, que ocupan el centro de la trama, junto con sus cinco hijos, unos cuantos sirvientes, algunos amigos, un puñado de oficiales y, de manera incidental, los empresarios y ejecutivos de IG Farben que negocian los términos de la ampliación del campo. La película describe, en su mayor parte, la vida, algo austera, predecible, ordenada, sin excesos, de la familia: el jardín, las llamativas flores, un invernadero, la piscina repleta de niños, los juegos infantiles, los baños en el río, los picnics campestres, las labores domésticas, las conversaciones triviales, las comidas, las charlas conyugales, alguna discusión, los cotilleos de las mujeres, la salida de Rudolf hacia el trabajo, Hedwig que se afana en la intendencia del idílico hogar. A esta existencia sana, propicia, feliz, tranquila, corriente, convencional se le yuxtaponen las leves “anotaciones” del “otro mundo”, que atisbamos gracias a apuntes sutiles, como si Glazer quisiera huir de los subrayados, de los mensajes consabidos, demasiado explícitos: los altos muros, coronados por alambre de espino, que circundan la casa y la separan de las “otras” dependencias; las diversiones de los niños contaminadas inconscientemente por esa otra realidad apenas atisbada (el encierro en el invernadero, los juegos bélicos, los tambores que emulan el repiqueteo de las armas); la insensible Hedwig Höss probándose el abrigo de piel de un cautivo judío asesinado, escogiendo los bienes más codiciados de las víctimas expoliadas, amenazando por su torpeza a una criada, sin ira, sin énfasis, con naturalidad, indicándole que podría hacer que su poderoso marido esparciera sus cenizas por el pueblo polaco de la que la muchacha procede; el omnipresente humo de las chimeneas; y, sobre todo, el ruido constante, un rumor machacón e insistente, un zumbido persistente y opresivo, como de máquinas en continuo funcionamiento (los motores de la muerte, ha escrito algún crítico), punteado por sonidos de trenes, disparos amortiguados, gritos autoritarios y chillidos desgarradores (cuyo excepcional tratamiento técnico le ha valido el Oscar al mejor sonido a Johnnie Burn). Todo ello acompañado de una banda sonora inquietante, obra de Mica Levi, en un tratamiento sobresaliente del “fuera del campo” que recogen las cámaras, que trae al espectador todo lo que Glazer no quiere mostrar: los convoyes de los trenes, los andenes atestados, los brutales miembros de las SS, sus perros despiadados, los hombres, los ancianos, las mujeres, los niños, aterrorizados, desnudos, sufrientes, los barracones para prisioneros, los fusilamientos, los patíbulos, las cámaras de gas, los crematorios. Solo por esta dimensión “sonora” la película ya resultaría magistral. 

Hay, ya para terminar, algunos “experimentos” técnicos que a mí me han resultado menos atractivos e, incluso, en mi profunda ignorancia, superfluos, prescindibles, como si el director quisiera dejar constancia de su “firma”, de su muy personal virtuosismo estilístico, con propuestas algo huecas, retóricas, narcisistas: la larga apertura de la película con la pantalla en negro; los encuadres “atrevidos”; los “raccords” poco convencionales (el apagado de las luces en la casa, el recorrido por los pasillos, el deambular por las dependencias oficiales, con un singular entrelazamiento de planos); las tomas largas e ininterrumpidas; los escasos primeros planos; las escenas oníricas, filmadas con una cámara de visión nocturna y que pese a su “excentricidad” en relación al resto de la cinta, son intensas y dramáticas, conmovedoras, y en las que, en blanco y negro, vemos a una niña que por la noche deja manzanas en el campo, supuestamente para los prisioneros, en una historia que parece tener una base real, según he podido leer en alguna reseña. Todo ello puede parecer al espectador -así me ha ocurrido a mí en más de un momento- una superficial apuesta de “artista”, de intelectual, pero es justo reconocer que, a la vez, reflejan una elogiable voluntad del director de alejarse de los acostumbrados discursos moralizantes que apelan y halagan las emociones más primarias del público. 

En fin, una novela magnífica (como lo es también La flecha del tiempo y, en general, la obra entera de Martin Amis, fallecido hace ahora un año y cuya figura hoy celebramos) y una película no menos excepcional. Ambas, obras imprescindibles. Os dejo con un texto, muy breve, entresacado de uno de los parlamentos de Szmul; en sus palabras, emotivas, conmovedoras, percibimos un vislumbre de fe en el ser humano, un atisbo de humanidad, tenuemente esperanzador, en un mundo atroz. Tras él, una pieza a la que se alude en la novela, una de aquellas canciones de amor (tomadas de operetas sentimentales) ingenuas y ardientes que se escuchan en el Club de Oficiales en las desenfadadas fiestas que se celebran a escasos metros de la ignominiosa aniquilación. Se trata de Sag’ zum Abschied seise Servus (Di adiós dulcemente cuando nos separemos, traduce Zulaika) compuesta por Peter Kreuder para la película de 1936 Burgtheater. Aquí os la ofrezco en la voz de Greta Keller acompañada por Peter Kreuder y su Orquesta. 


El impulso de matar es como la onda de marea alta de un río, una ola empinada que avanza contracorriente. Contracorriente de lo que soy o de lo que fui. Hay una parte de mí que confía en sentir ese impulso al final. 

Pero si han de llevarme a la cámara de gas (aunque probablemente sea demasiado conocido para eso, y se limiten a llevarme aparte para darme el tiro en la nuca…, pero imaginemos que se da el caso); si me llevan a la cámara de gas, me moveré entre los condenados. 

Me moveré entre ellos y le diré al anciano del abrigo de astracán: «Péguese todo lo que pueda a la rejilla de ventilación, señor.» 

Y al niño del traje de marinero: «Respira hondo, chico.»

Videoconferencia
Martin Amis. La zona de interés