Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de junio de 2023

AZAHARA ALONSO. GOZO; YUN SUN LIMET. SOBRE EL SENTIDO DE LA VIDA EN GENERAL Y DEL TRABAJO EN PARTICULAR

Hola, buenas tardes. Un miércoles más, Todos los libros un libro os ofrece, desde Radio Universidad de Salamanca, una nueva recomendación de lectura. Una sugerencia que esta semana, como tantas otras veces, se presenta en plural, pues en estas últimas entregas del espacio previas a las vacaciones veraniegas estoy multiplicando mi “oferta” proponiéndoos muchas y muy variadas lecturas que puedan, por un lado, satisfacer a oyentes de gustos muy diversos y, por otro, aportar abundante “combustible” literario para quien, libre de ocupaciones en esas semanas estivales, en las que el ocio y el descanso colman nuestros días, quiera entregarse con fruición al disfrute de los libros. 

En concreto, esta tarde serán dos las obras de las que quiero hablaros o, más exactamente, una principal y una suerte de corolario que nace de ella. Y es que no es infrecuente, antes al contrario, que un libro lleve a otro libro; la lectura contagia, abre ventanas, se ramifica, exige profundizar en otras vías paralelas o complementarias; la lectura inquieta, pide atención, nos hace indagar, despierta conexiones insospechadas, induce a la curiosidad, impele al conocimiento, a saber más, a agotar un determinado tema, a recorrer otros caminos a los que un determinado libro alude, apunta apenas, sugiere o evoca o inspira o extiende su dominio, en un proceso interminable aunque gozoso que nos lleva a un recorrido lector arborescente, casi infinito, cruzado por suculentos frutos que son semilla, a su vez, de nuevas búsquedas, de nuevos estímulos lectores, de nuevos territorios por explorar, de nuevos descubrimientos. Así ocurre en el caso del título que esta tarde ocupa el lugar principal del espacio, un libro excelente, de gran interés, singular y muy original que incluye en su seno, como luego veremos, un gran número de referencias a otras obras literarias, musicales, culturales en torno a los temas que constituyen su objeto central, gran parte de las cuales “reclaman” del lector que continúe ahondando en ellas, enlazando un libro tras otro en una suerte de “mil y una noches” librescas. Se trata de Gozo, el, a mi juicio, excepcional debut en la narrativa (es autora de un poemario y una recopilación de aforismos previos a este libro) de Azahara Alonso, jovencísima escritora asturiana -nació en 1988-, que publicó Siruela hace unos meses, en este mismo 2023. 

Como ocurre tantas otras veces en Todos los libros un libro, estamos ante una obra inclasificable, de difícil adscripción genérica, una mezcla de diario, ensayo, crónica y libro de viajes (en este sentido, el libro guarda ciertas concomitancias con Cuadernos perdidos de Japón, de Patricia Almarcegui, que yo presenté aquí en los primeros días de 2022), en la que su autora nos cuenta su experiencia personal a principios de la década de 2010 en la isla de Gozo -el título es, pues, polisémico-, una de las veintiuna islas del archipiélago maltés, situada al sur de Sicilia y al este de Túnez, un lugar entonces no demasiado conocido, hoy infestado por el turismo que ya entonces empezaba a despuntar, en el que recala, con el dinero de una beca para aprender inglés -destinado a cubrir un mes de su estancia pero que yo quería que durase al menos un año, como escribe- acompañada de su pareja -un J. de muy apagada y lateral presencia en su relato- y provista de una maleta, una mochila y varias capas de lo puesto.
Ya en las primeras páginas conocemos las razones, más allá de la excusa de la ayuda económica, que la llevaron al viaje: fui a la isla porque había terminado de estudiar [Alonso es licenciada en Filosofía] y solo sabía lo que no quería hacer. Un motivo confesado aún con más nitidez en este largo fragmento que, no obstante su extensión, quiero ofreceros pues resulta altamente revelador del espíritu que guía el libro y encierra además, en germen, lo esencial de su planteamiento: 

En aquella época, a principios de la década de 2010, muchos jóvenes nos íbamos una temporada con un ordenador portátil y el poco dinero del que disponíamos. La tasa de desempleo era sonrojante, y pensábamos que una estancia en el extranjero facilitaría las cosas a nuestra vuelta. Tampoco parecía mala idea bajar el ritmo. Era algo que había oído al acabar el bachillerato, el tiempo libre más largo de mi vida hasta entonces: «¿Por qué no te tomas unos meses para aprender a conducir, para leer, para pensar, para saber qué quieres hacer en el futuro?». Pues porque no entra en la cabeza de nadie, decía yo ciegamente. Hay unas obligaciones ineludibles, también las de la reputación, y cómo va una a permitir que la consideren holgazana o maleante durante un año. Las cosas se hacen todas apretadas, con prisa y pasándolo un poco mal o no se hacen. Y así fue hasta que decidí mudarme allí, y también después, al volver, porque la isla es un paréntesis de tierra firme. 

Gozo da cuenta de esa estancia, que acabará por ser de un año, en la pequeña isla mediterránea (con un tamaño similar al de una de las provincias más pequeñas de España y una población de un tercio de la que tiene la ciudad grande [así se denomina a ¿Madrid? a lo largo del libro]), en una narración que, desde mi punto de vista, resulta sobresaliente por tres razones principales. En primer lugar, la estructura miscelánea, hecha de retazos, de piezas mínimas, de recortes, que acaban por fraguar en un todo coherente. Cita Alonso, a este respecto, en un texto para la sección making of de la revista Zenda, una de las líneas de la letra de Voodoo child, la legendaria canción de Jimi Hendrix: I pick up all pieces and make an island (recojo todas las piezas y hago una isla), en metáfora muy pertinente. En este sentido, Gozo es un relato fragmentario, construido a partir de decenas de muy breves epígrafes, capítulos muy cortos que incluyen digresiones, notas, reflexiones varias, observaciones al paso, divagaciones, descripciones del entorno de la isla, sucintas semblanzas de algunos de sus pobladores, apuntes sobre la historia del lugar, anécdotas e impresiones de la vida cotidiana, y también ideas, pensamientos y consideraciones, tanto de naturaleza introspectiva, centrados en sus vivencias personales, en su propia identidad y en su particular trayectoria vital, como -en lo que supone la dimensión más “ensayística” de la obra- de un carácter más genérico, abstracto, filosófico, con anotaciones relativas al valor del trabajo en nuestras apresuradas sociedades, al ocio y la ocupación del tiempo, al turismo y el viaje, y a otros tantos temas adyacentes. 

Sobre todas estas cuestiones, Alonso, que escribe “en femenino”, no pretende levantar un ensayo teórico, ni construir un cuerpo coherente y cerrado de pensamiento, sino que va presentando sus experiencias y argumentaciones en un discurso heterogéneo y plural, saltando de un tema a otro entre las muy abundantes y ya referidas menciones a libros, escritores, filósofos y ensayistas. El libro está salpicado así de citas de Georges Perec, Roland Barthes, Derrida, Maurice Blanchot, Séneca, Gil de Biedma, Yun Sun Limet, Susan Sontag, Paul Lafargue, Peter Handke, Carmen Martín Gaite, Richard Larson, Annie Ernaux, Bertrand Russell, Virginie Despentes, Chantal Maillard, Marcel Duchamp, Walter Benjamin, Luis Buñuel, Dean MacCannell, Marc Augé, Le Corbusier, John Ashbery, Bob Black, William Faulkner, Lewis Hyde o Thomas Bernhard, en una muestra muy reveladora de la enorme variedad de influencias y lecturas que acaban por desembocar en el libro que tenemos entre manos. Otro tanto ocurre con la música, con significativas “apariciones” de temas como el Love her madly de The Doors, el imperecedero Je t’aime, moi non plus de Jane Birkin, el clásico American woman de los canadienses The Guess Who, el Nowhere to run de Martha & The Vandellas, que suena, asociado a un personaje, la excéntrica Eileen, de una cierta relevancia en el relato, o el Since I've been loving you, de Led Zeppelin. 

En segundo lugar, me ha resultado altamente estimulante la vertiente viajera del libro, con la presentación de la realidad de Gozo y del pequeño pueblo en el que se desenvuelve la estadía de su autora. El poderoso magnetismo del sol y del mar azul, la atracción de la vida retirada, sencilla, inocente y primordial, la fascinación que provocan los encuentros con desconocidos, la exploración de lugares muchas veces ni siquiera imaginados, los muchos encantos (El archipiélago es casi un paraíso no solamente geográfico, sino también de bienestar cotidiano) que se ofrecen a la mirada de un viajero capaz de detenerse y degustar con calma y sin apresurados agobios los múltiples alicientes de un mundo desconocido, que encierra un descubrimiento en cada nimio detalle cotidiano, despiertan en el lector un ansia por cambiar de vida, por alejar la rutina, por explorar nuevos horizontes, nuevos paisajes, nuevas gentes, nuevas aventuras, en una experiencia lectora que aviva el entusiasmo y la exaltación, la intensidad y el deseo, la apasionada búsqueda de excitación, de arrebato, de belleza. 

Uno acompaña extasiado a la narradora en su recorrido por la isla, que nos cuenta en observaciones rezumantes de “color local”. Ya desde la llegada, primero en avión y luego en barco desde la isla principal, hay algún apunte de esta índole (Durante una parte del giro en el aterrizaje veía tierra, pequeños cúmulos de luces, algunas de colores. Eran pueblos de la isla grande, organizados en torno a iglesias, y en una de ellas, la más colorida, con decenas de bombillas verdes, amarillas, rojas y azules, celebraban una de las últimas fiestas de la temporada). Y a partir de ese descubrimiento inicial se suceden las anotaciones que dan cuenta de aquel entorno insular y de la vida en él. La gratuidad del acceso en barco, siendo obligatorio el pago, en cambio, por salir de la isla (La metáfora es muy fácil, apostillará); el contacto “inaugural” con los lugareños, en particular con Ronnie, el taxista, que nos llevó en su viejísimo taxi, una belleza un tanto estropeada; las dificultades para la relación con los nativos (nunca estrechamos demasiado los lazos durante mi estancia); las peripecias para encontrar alojamiento tras huir despavoridos del lóbrego apartamento originariamente concertado, infestado de gusanos y cucarachas (Y así fue como nos encontramos en la calle, en una isla diminuta en medio del Mediterráneo con dos maletas, dos mochilas y dos cajas de cartón llenas de todos los tipos posibles de pasta italiana); la posterior aventura del alquiler; el encuentro salvífico con Frances y Joe, que acabarían por ser sus amables caseros, dueños del ático que sería su hogar durante su estancia; la belleza de la casa, con enormes ventanales que se abrían a dos terrazas, orientadas respectivamente a este y a oeste. Desde una se veía la Ciudadela y el mar; desde la otra, las huertas vecinas; lo cercano y familiar de la vida en el pueblo, de lo que es muestra la siguiente afirmación: gracias a la simpatía de los carteros, en Navidad varios envíos nos llegaron con la indicación «El ático que está sobre el supermercado de la isla»; las peculiaridades de las costumbres locales, tan marcadas por la influencia británica -la conducción por la izquierda, las pintas de cerveza, los buzones y las cabinas telefónicas característicamente rojos-; lo enrevesado del idioma local (hablan un idioma rarísimo, entre el árabe, el inglés y el italiano), con una gramática, ligada al árabe, muy compleja; los detalles de la geografía urbana y rural; el sonido de las omnipresentes campanas de las trescientas sesenta y cinco iglesias y capillas que pueblan la isla (Everyday there is somewhere different to pray, como dicen los isleños); el carácter laberíntico de una isla sin embargo limitada, abarcable y de camino fácil (en una hipotética tarde, confiesa la narradora, podría recorrerla de norte a sur, casi de este a oeste); los enclaves turísticos: Il-Fanal ta’ Gordan, el faro de mediados del siglo XIX, la Azure Window, la gigantesca formación rocosa, que se levantaba sobre el mar y que en 2017, años después de la estancia de Azahara Alonso, se vendría abajo como consecuencia de una tormenta; las notas del pasado histórico maltés, Malta como lugar estratégico en el Mediterráneo, como enorme Enfermería en la Segunda Guerra Mundial (el sanatorio improvisado en el que los soldados heridos iban a recuperarse), el insoportable auge turístico actual, su nueva condición de parque de atracciones del viejo continente, su economía basada, en gran parte, en el juego y las apuestas (sabremos así que Malta es el país pionero en la regulación del juego online, con un auge desmesurado de la concesión de licencias para su desarrollo, con todas las grandes empresas del sector instaladas en la isla.) 

En esta vertiente del libro queda constancia, también, de los encuentros, las gentes (aunque el contacto estrecho con los isleños es casi imposible, y siempre será consciente de su carácter de forastera), las elocuentes pinceladas sobre la cotidianidad local: el repartidor de fruta que se allega a la casa para ofrecer unos jugosos melocotones -Do you like peaches?- (los melocotones serán el motivo que la editorial elegirá como imagen de la portada del libro), las compras en los mercadillos, fresas, granadas, limones, pomelos, naranjas e higos (Estábamos saboreando la isla a través de su huerta), la mujer que sostiene por la cola un pescado, el señor que aparece por sorpresa desde la altura de una cabina de teléfono y que saluda afable, el barrendero rasta (¡Hey, miradme, soy el Bob Marley isleño!), los dueños de las barcas que la llevan a los islotes, que abandonan su profesión original de pescadores a causa de la mayor rentabilidad del turismo, un gato atropellado cuyo cadáver se perpetúa en la calzada, las cucarachas que patalean bocarriba en las aceras, las llaves de las casas puestas por fuera, las puertas siempre abiertas, las apacibles horas de la vida ociosa, el desayuno somero y reposado -el té, los higos, el pan y el queso-, la mañanera contemplación del mar y el faro desde las amplias ventanas (A nadie le extrañaba que pudiese pasarme un tercio del día mirando el mar cuando lo tenía cerca), las tareas de intendencia, la lectura, el contacto con “el mundo” a través del ordenador, el almuerzo preparado en la terraza, los lentos paseos por la muy limitada isla, buscando lugares escondidos, la vuelta a casa con la noche ya acechando, la compra de un par de pastizzi que, acompañados de una ensalada, solucionarán la cena, de nuevo los libros, las nocturnas ráfagas de luz del faro, las persistentes campanas, el sueño plácido. 

Pero, pese a lo atrayente del panorama que describe (lo más parecido a la encarnación del paraíso), Alonso no es complaciente ni mitifica su experiencia, no idealiza ni ahorra los detalles menos confortables de la realidad de la que da cuenta: la progresiva invasión de las cadenas de hamburguesas, la comida aceitosa despachada en los restaurantes sobre ruedas -una afrenta a la dieta mediterránea- en unos puestecitos desperdigados por carreteras, playas y aparcamientos, humo y fritanga, la fumata blanca del país más obeso de Europa, las playas atiborradas de turistas británicos “a la Benidorm”, la agobiante capital de tráfico imposible -apesta a gasolina y humo-, las horrendas atracciones turísticas masivas, homogéneas, indistinguibles de las que afloran en medio mundo, como el Popeye’s Village, la reproducción del pueblo del personaje de los dibujos animados; la imposible búsqueda de empleo -las limitaciones económicas la llevan a tener que trabajar-, punteada, como en todas partes, de ofertas precarias, sueldos miserables, jornadas extenuantes, condiciones indignas. 

Y es en este dominio, el del desaforado y depredador turismo y el del oprimente trabajo, en el que se muestra el tercer gran aliciente del libro. Gozo resulta un texto muy sugestivo también -y sobre todo- por cuanto provoca el interés y la reflexión en quien lo lee -o los acentúa, si es que ya existían antes, como es mi caso- acerca de uno de los temas sustanciales de este muy acelerado primer cuarto de siglo (¡y lo que se avecina!), marcado por la productividad, las prisas, la ansiedad que deriva de nuestra febril hiperconectividad, la enajenación de unas vidas entregadas a trabajos tan a menudo alienantes, la depresión, la insatisfacción y el alocado discurrir de white rabbits en que convertimos nuestro paso por el mundo. 

El desencadenante de este eje más “filosófico” del libro es la pregunta que otros -y ella misma- se hacen sobre el sentido de su estancia en Gozo: ¿era una pausa, un paréntesis?, ¿era una huida?, ¿unas vacaciones?, ¿una búsqueda de identidad personal?, ¿un intento genuino de construir otro tipo de vida alejado del convencional? En la isla flotaba entonces sobre los días una pregunta: ¿a qué quería dedicarme?, escribe, apuntando al detonante último de su experiencia viajera. A partir de ahí, el libro encadena reflexiones variadas sobre diversos temas relacionados con el principal: el valor del trabajo en nuestras sociedades; las extensas y muchas veces absurdas jornadas laborales (Cuatro horas de trabajo presencial, dos horas de desplazamientos, seis en casa -artículos, correcciones, preparación de clases, aulas online, emails, lectura- y un par más de compras, cocina y prisas de cualquier tipo antes de dormir, sin olvidar la meditación que, además de relajarme, me haría ser más productiva al día siguiente); la irritación y la inquietud, el abatimiento y la angustia, los desequilibrios y el decaimiento que a menudo acompañan nuestra desorbitada consagración al trabajo (Algunos buscan el sentido de la vida en el trabajo y lo encuentran. Creo que es porque hay un acuerdo tácito: casi todo el mundo piensa que una de las cosas más importantes es sentirse útil, por eso la humanidad se reproduce, por eso las personas se obligan a ejercer profesiones que les llenen y aporten algo a la sociedad, por eso caen por estrés en una depresión nerviosa y encuentran la salida volcándose en la causa que allí les llevó. Es nuestra enfermedad, pero como la tenemos todos, apenas reparamos en ella); el sometimiento del “núcleo central” de nuestras vidas a los designios y los propósitos ajenos (aquellas personas, aunque con gesto amigable y la mayor ecuanimidad de la que eran capaces en su cargo, decidían mis horarios, mis días libres, mis posibilidades de movimiento); la entrega, en el compromiso laboral, no solo del tiempo de trabajo sino de la disponibilidad íntegra de nuestra persona, de nuestra “alma” entera («Los trabajadores ya no existen. Existe su tiempo», escribe Franco Berardi. Por ese tiempo nos pagan. Ya no entregamos solo nuestra mano de obra: si somos buenas trabajadoras, hacemos la ofrenda completa de nuestra disponibilidad); la lastimosa precariedad de las ocupaciones juveniles (breves empleos, sueldos míseros y becas a cambio de tiempo libre (libre de verdad) para nosotros); el tiempo que, por causa del trabajo, se dilapida en actividades insatisfactorias, muertas en su condición de mero tránsito, de intervalos, de paréntesis carentes de significación (quien utiliza el transporte público para ir al trabajo a diario invierte en ello uno o dos años de su vida); la insensata carrera en pos del progreso a cualquier precio (no siempre hemos vivido deseando más de lo que podemos permitirnos, y no hablo de querer ser mejores o tener más amistades, por ejemplo, sino del ansia acumulativa de cosas, de experiencias, de todo lo que media el dinero), observable también entre los habitantes del “paraíso” maltés, dispuestos a soportar el cambio en su apacible estilo de vida por el turismo, por los puestos de trabajo que genera (el encanto de esta isla reside en la dificultad para entrar y salir de ella. No todos sus habitantes piensan lo mismo, y han empezado a ansiar una idea de progreso tan rápida y peligrosa como las habituales); el afán de riquezas materiales y el ansia de dinero que guían a las sociedades capitalistas (y frente a ello la reflexión de Faulkner recogida en el libro: El dinero no me interesa tanto como para salir corriendo a ganarlo. A mí me parece que se trabaja demasiado en el mundo, lo cual es una pena. Una de las cosas más tristes es que lo único que puede hacer un hombre durante ocho horas al día, un día tras otro, es trabajar. No se puede comer, beber o hacer el amor durante ocho horas al día); el generalizado rechazo a la ociosidad, y su corolario, el descanso teñido de laboriosidad productiva (se trataría de desaprender una orden, la que dicta que «nuestro ocio es para consumir o (…) tiene que ser productivo». Porque es cierto: el consumo vacacional —con su aparente lujo, su pompa cutre, con el espejismo de otro modo de vida, aunque se parezca tanto a este— es una versión más del trabajo); las vacaciones como recuperación a la postre fallida de los días de la infancia (Cuando me pregunto por qué solo accedo a mi verdadera vida en vacaciones, hablo de una reconquista del tiempo (…) Y es reconquista también porque su antecedente está en la infancia. En ella aprendí a tener apetencias no domesticadas, a cultivar el capricho de invertir un día completo en cosas inútiles); los horrores del turismo, sus contradicciones estructurales (una de las paradojas del turismo contemporáneo: el anhelo compartido y ya imposible de ir a un lugar desierto), sus itinerarios “obligatorios”, la artificiosidad de sus rituales (Xiapu es un pueblo al sur de China que se ha reinventado como decorado para que los visitantes hagan allí fotos y las compartan a través de Instagram, el evangelio virtual que predica su mensaje y calcina el bendito mundo desconocido), los espacios inertes, vacíos, desprovistos de sentido, los “no lugares”, en locución acuñada, ya en 1990, por Marc Augé, que el fenómeno genera: aeropuertos, estaciones de ferrocarril, salas de espera, zonas de tránsito (El usuario mantiene con estos no lugares una relación contractual establecida por el billete de tren o de avión y no tiene en ellos más personalidad que la documentada en su tarjeta de identidad); las absurdas listas de “lo que hay que ver” (el turista tiene carácter de conquistador, pero solo fuera de horario (no ve nada reseñable en su rutina, nada fotografiable en su ciudad, para la que está cegado). El turista es un trabajador ejerciendo su labor de días libres); la perentoria, casi patológica servidumbre fotográfica que conlleva (Las quinientas fotos del fin de semana de escapada romántica, las casi indistinguibles mil doscientas que suma una pandilla tras el viaje a un paraíso de catálogo); la imposibilidad del viaje auténtico, sin planes, sin reloj, sin objetivo, un lento y fecundo deambular carente de propósito expreso; el ansiógeno deseo de estar permanentemente en otra parte, noble y vivificante, en principio, pero fuente en último término de zozobra e inquietud; los rituales de la cotidianidad en nuestras vidas dominadas por la exigencia de lo eficiente, lo provechoso, lo lucrativo; las compras y los supermercados diseñados para “optimizar” el tiempo; la imposición de hábitos compulsivos, el constante “tener que”; las prisas; la espera (Cuando nuestro día viene marcado por la jornada de trabajo, en esas ocho horas sobrantes, las horas «para lo que queramos», hay un tiempo que inevitablemente debemos destinar a la espera. En la cola de una tienda, en la de la consulta médica, en la del tren); las colas (Parece la condena de la civilización, pero hacer cola es también un rito, una forma de la democracia, el espacio de espera por antonomasia). 

Y por entre tanto frenesí, el libro nos habla también de la necesidad de desconectar, de no hacer, de entregarnos a lo inútil (quiero que todos mis días sean libres) y de la extremada dificultad que supone el poder llevar a cabo tales atrevidos propósitos (Pocas cosas cuestan tanto como no hacer nada en este mundo obsesionado con ser productivo); del poco reconocido encanto de las rutinas, del acomodo a lo conocido y confortable, sin la búsqueda desaforada de novedades, de estímulos, de “experiencias” y sin la connotación de huida que ello supone (yo solía pensar que la rutina es una de las peores imposiciones, pero no tiene por qué resultar tan inconveniente. Puede haber un ritmo —de vida o de trabajo— que nos enseñe, dentro de lo mismo, a descubrir las variaciones, a manejar los tiempos mientras interpretamos y perfeccionamos la pieza de nuestra obligación de ser. Es la virtud de la repetición); del auténtico y primordial sentido de la existencia, la “buena vida” (en inglés la pregunta es preciosa: «Are you living for good?»); de la posibilidad de “ser uno mismo” (Disponer o no disponer de una misma, esa es la cuestión); de los días de la infancia, ese paraíso perdido; de los años sabáticos (como cierre a esta reseña os dejo un estimulante decálogo sobre esta “práctica” que Alonso incorpora a su texto); de la desposesión como horizonte deseable; de, en suma, la plena entrega a los escasos y sencillos placeres cotidianos como rebeldía frente a la inflexible dictadura de la productividad: remolonear con tu pareja al despertarte (…) en el fondo está el gesto o un deseo: apagar la alarma y sentir sin prisa el tacto, el calor del otro, olvidar el tren que Sísifo pierde

Y todo ello, la exposición de tan acuciantes asuntos, aparece trufado de referencias y citas históricas, literarias, ensayísticas: la demografía durante la Revolución industrial, influida por las duras condiciones laborales (la clase obrera (…) no podía prácticamente reproducirse, porque cada persona trabajaba más de catorce horas diarias y la esperanza de vida era de unos cuarenta años); las luchas obreras por la jornada de ocho horas y su reivindicación en 1866 por la Asociación Internacional de los Trabajadores; el alegato de Paul Lafargue, yerno de Marx, contra el trabajo en su transgresor El derecho a la pereza (Es preciso que [el proletariado] retorne a sus instintos naturales; que proclame los “Derechos de la pereza”, un millón de veces más nobles y sagrados que los tísicos “Derechos del hombre”); la también beligerante postura de Bertrand Russell en pro del abandono del yugo del trabajo en las sociedades industriales y [de] una defensa de la pereza, pese a que, contradictorio, defendía igualmente que la ociosidad es la madre de todos los vicios; el rechazo al turismo de Luis Buñuel: Nunca he viajado por placer. Esa afición por el turismo, tan difundida a mi alrededor, me es desconocida. No experimento ninguna curiosidad por los países que no conozco y que nunca conoceré. Por el contrario, me gusta volver a los sitios en los que he vivido y a los que me atan los recuerdos; las Recetas contra la prisa, un texto de 1960 de Carmen Martín Gaite que incluye esta atinada y muy anticipadora observación: Tiene uno prisa, la tiene siempre, metida en el organismo, donde se ha ido incubando como una enfermedad. […] Tanto es así que al tiempo de pensar se le suele llamar perder el tiempo, porque el ser humano se ha hecho esclavo de la prisa y siente como inerte y sin consistencia todo lo que no lleva su marca angustiosa; el conocido poema de Gil de Biedma (En un viejo país ineficiente,/algo así como España entre dos guerras/civiles, en un pueblo junto al mar,/poseer una casa y poca hacienda /y memoria ninguna. No leer,/no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,/y vivir como un noble arruinado/entre las ruinas de mi inteligencia); las atrevidas declaraciones de Bob Black en su muy radical libro La abolición del trabajo: Nadie debería trabajar jamás (…) el trabajo es la fuente de casi toda la miseria existente en el mundo. Casi todos los males que se pueden nombrar proceden del trabajo o de vivir en un mundo diseñado en función de él. Para dejar de sufrir, hemos de dejar de trabajar.

¿Por qué nos obligamos a esto? ¿Por qué el trabajo? ¿Por qué no se puede escapar de él? Estas preguntas esenciales, que nuclean la propuesta de Azahara Alonso, aparecen transcritas, así, en su literalidad, de un libro de la escritora Yun Sun Limet. Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particular se publicó en Francia en 2014 y apareció en nuestro país en Errata Naturae, en el año 2016 en traducción de Sara Álvarez Pérez. Su mención en el texto de Gozo despertó mi interés, razón por la que, una vez leído, y confirmados sus muchos alicientes de una obra de difícil catalogación, me decido recomendarlo aquí como cierre -ya breve- a mi reseña de esta tarde. 

Limet, nacida en Seúl en 1968, de nacionalidad belga y residente habitual en París, es una creadora multidisciplinar, podríamos decir. La nota biográfica que ofrece su editorial española nos habla de sus estudios de cinematografía, de su doctorado en la Universidad París VIII, de su actividad docente, de su trabajo en el mundo de la edición, de sus varias novelas, ensayos y artículos. Discípula y amiga del filósofo francés Jacques Derrida, el recuerdo de la última conversación con su maestro, ya mortalmente enfermo de cáncer y a pocos meses de su fallecimiento, acudirá a su mente cuando ella misma es diagnosticada de una enfermedad “denominada evolutiva” y por tanto de, también, funesto pronóstico. El tratamiento y la larga y tediosa estancia en el hospital que supone, la llevan a reflexionar en esas jornadas interminables y anhelantes sobre el sentido de su vida (He pensado mucho en las grandes etapas de mi existencia durante estos últimos días). La vida “extramuros” sigue (Desde la ventana de mi habitación de hospital puedo ver los edificios de viviendas del barrio. Balcones repletos de flores, terrazas con mesitas. Por la noche, los apartamentos se iluminan. Se percibe el movimiento en su interior, hay siluetas que pasan. La vida está ahí. Bien cerca. Casi al alcance de la mano) y, en su interior, ella se pregunta acerca de sus logros vitales (sé que he perseguido un objetivo sin alcanzarlo en realidad del todo, pero ¿acaso alguna vez se alcanza? Ser libre); indaga en ese deseo de libertad, de poder vivir según elecciones que le dan sentido a esta vida; analiza la contradicción flagrante que supone el que para conseguir satisfacer esa noble aspiración, para poder ganarse la vida con un trabajo que responda a un deseo personal y esencial, uno deba hacer carrera, perderse, sacrificar su tiempo, su libertad, precisamente, olvidando quizá de paso los objetivos que se había marcado en la vida; comprueba que pasamos más tiempo de nuestra vida con personas que no nos importan nada, o bastante poco, que no hemos elegido, que el sistema nos impone, que con aquellos que amamos, gracias a los cuales nuestra vida tiene sentido. Pienso en esa jefa de prensa de una importante editorial que un día descubre que su hija anda. La niñera le revela que, de hecho, hace ya varios días. Se ha perdido los primeros pasos de su hija. Fue la niñera quien asistió a ese momento tan importante, tan feliz. Momento del que se ha visto privada a causa de su trabajo. Y el cabreo se hace incontrolable. Y, entonces, las tres preguntas fundamentales, el eje central de su muy singular ensayo: ¿Por qué nos obligamos a esto? ¿Por qué el trabajo? ¿Por qué no se puede escapar de él? 

Porque Sobre el sentido de la vida en general y del trabajo en particular es, en efecto, una suerte de ensayo, aunque muy particular. Limet transcribe, presentándolos bajo la rúbrica de “Cartas” -estaríamos también, pues, ante un texto epistolar-, los treinta y nueve correos electrónicos que, sin fechar, aunque incluyendo la dirección de sus destinatarios, escribe a tres amigos, Rose, Grégoire y Madeleine, dándoles cuenta de su situación personal y de los avances de su terapia, de sus especulaciones en torno al sentido del trabajo en nuestras sociedades y de las notas sueltas que lleva tomando desde hace tiempo sobre el valor del trabajo en la historia del hombre, desde la Antigüedad clásica -en la que sobresale el influjo y la obra de Séneca- pasando por la Edad Media y la Revolución industrial hasta llegar a nuestros días. 

Así, el libro está atravesado por infinidad de “influjos”, digresiones y cavilaciones muy sugestivos sobre estos tres ejes, que, imbricándose entre sí, recogen menciones -en enumeración heteróclita- a la maldición divina con la que se castiga a Adán y Eva por su pecado original; a las series fotográficas de Lewis Hine a principios del siglo XX, centradas en el trabajo infantil; a las canciones de Jacques Brel (los metros “llenos de ahogados” en Voir un ami pleurer) y de Georges Brassens (“pobres miserables que cavan la tierra, cavan el tiempo”, en Pauvre Martin); a las actividades laborales en el Neolítico o Mesopotamia; a los cómics de Astérix y las anacrónicas huelgas de los obreros de las pirámides en la estancia en Egipto del personaje; a la siniestra ambigüedad de la expresión “Recursos Humanos”; al situacionismo de Guy Débord y su ser libre solo; a la necesidad de “vivir cada instante”; el contradictorio valor del ocio (Mediante un curioso retorno del movimiento pendular, el otium contemporáneo se convierte en el trabajo manual antaño despreciado por los romanos. El ocio que ofrecen las tiendas de jardinería abiertas los domingos); al valor de lo sagrado en nuestros tiempos descreídos, en los que, sin embargo, el trabajo se ha convertido en la religión dominante; al trabajo como redención en la época medieval, como modo de limpiar la “mancha” primigenia; al rechazo de la ociosidad y la entronización del “time is money” de Benjamin Franklin; al ansia por la productividad; a la casi siempre fugaz convivencia con las compañeras de habitación en el hospital; a la enfermedad y a la muerte; a la nostalgia por la salud perdida (¿Volveré a brillar algún día? El tiempo pasa, envejecemos, sin duda es un dulce sueño) y a los sueños de una felicidad recobrada; a los tejedores del siglo XIX; a las obras de Marx y Engels; a los vínculos -débiles pero necesarios- que nos proporciona el trabajo; a la alienación por el trabajo imperante tras el fin del Antiguo Régimen; a los beneficios y los inconvenientes que conllevan las máquinas; a la felicidad que deriva del vivir el instante eterno; a De brevitate vitae y De otio, la obras de Séneca -de las que se extractan diversos fragmentos- en la que reflexiona sobre el tiempo de la vida y la mejor manera de utilizarlo con el mayor discernimiento (Cada uno deja que su vida se arruine y sufre el deseo del futuro, el disgusto del presente. Pero aquel que destina todo su tiempo al provecho personal, que organiza sus días como si cada uno fuese una vida entera, ni desea el mañana ni se amedrenta ante él); a la ociosidad libremente escogida; al tripalium, el instrumento de tortura destinado a castigar a los esclavos en Roma, origen etimológico del vocablo “trabajo”; al tiempo perdido en ocupaciones impuestas, que aceptamos por inercia, por insulso servilismo (tengo la sensación de estar rodeada por seres que me roban ese tiempo precioso que no recuperamos nunca); al obligado impasse que lleva consigo la enfermedad y que desencadena la reflexión sobre el uso del tiempo en la irrefrenable y ciega cotidianidad, condicionada por el hecho de que haya que sufragar las necesidades y pagar las letras de un piso, financiar las vacaciones, el ocio; al trabajo como motor de nuestras sociedades; al agradecimiento a las enfermeras y a todas las personas que trabajan en los hospitales con humanidad y dulzura; al supuesto valor positivo del trabajo en las sociedades posmodernas, liberado, gracias a la tecnología, de toda su carga opresiva; a la literatura como proveedora de significado a la existencia y al fin último del trabajo del escritor: mediante las palabras darle sentido a nuestras vidas. La editorial contribuye a este heterogéneo elenco de atrayentes subtemas con el colofón con el que cierra la edición, al advertir que el libro se terminó de imprimir en mayo de 2016, dos siglos después de aquella noche en que una marabunta de hombres, mujeres y niños quemara la fábrica de hilados de William Cartwright en Nottinghamshire, dando inicio a una revuelta que se extendió de inmediato por los condados de Derby, Lancashire y York, corazón de la Inglaterra del siglo XIX y centro de gravedad de la Revolución industrial, dejando como resultado seis fábricas calcinadas, miles de heridos en la represalia, quince luditas muertos y otros catorce ahorcados ante las murallas del castillo de York, así como el bello relato de una sublevación sin líderes, sin organización centralizada, sin libros capitales y con un único objetivo: discutir de igual a igual con los nuevos explotadores industriales

En fin, dos libros excelentes para acometer con entusiasmo esta nueva etapa que ahora se nos avecina, los dos meses -más o menos- de unas vacaciones escolares que, como siempre, se nos antojan como el territorio más propicio para la lectura. Desde Todos los libros un libro os deseamos que así sea, que descanséis y disfrutéis de las muchas recomendaciones literarias que han salido al aire este curso desde nuestro espacio. Antes de la despedida, os dejo el decálogo del año sabático de Azahara Alonso y una canción, Dans mon île (En mi isla), un clásico de 1957, creado, e interpretado aquí, por Henry Salvador, el también legendario cantante y guitarrista, originario de la Guayana francesa, de cuya muerte se han cumplido este 2023 los quince años. 

¡¡Feliz verano a todos!! ¡¡Volveremos a estar con vosotros el próximo 6 de septiembre!! 


¿QUÉ ES un año sabático? Ahora me hago una idea: 

1. Debe durar doce meses o, al menos, un curso escolar. Si dura un poco menos o un poco más, es difícil contarlo. «Me he tomado un trimestre sabático» suena francamente extraño. 

2. Lo que se hace durante ese tiempo debe estar bajo el signo de la inutilidad. Se puede, por ejemplo, escribir, pero si se lleva a cabo un proyecto, ya no es tan sabático. 

3. No queda claro si su existencia es un planteamiento o una resolución: es difícil determinar si se sabe que un año es sabático antes o después de vivirlo. Casi imposible saberlo mientras se vive. 

4. En ese tiempo, el sujeto que lo disfrute deberá responder, casi semanalmente y a distintas personas, preguntas acerca de su economía. «Pero ¿y de qué vives, si puede saberse?» suele ser la habitual. La respuesta más efectiva es: «Del aire». 

5. Sus principios activos funcionan mejor fuera de contexto, por eso va asociado a un cambio de residencia temporal. Sirve para esto la casa del pueblo o una habitación en otro país. Mucho mejor si a ese destino no se puede acceder por tierra. 

6. Se da en soledad o en unidades mínimas de relación (en pareja, por ejemplo). 

7. Produce contrariedades: se piensa un poco más, desaparecen las excusas para no hacer lo que una no quiere hacer (a cambio, aprende a decir no), se familiariza con los horizontes de fin de fiesta y se vive así con la espada de Damocles como el péndulo que da la hora sobre la propia cabeza. 

8. Produce beneficios: se resuelven cosas pendientes (nunca laborales, véase punto 2), se ve con más claridad, la respiración termina por llegar al diafragma sin esfuerzo y lavar los platos no es un sacrificio tres veces repetido cada día, sino la oportunidad de aprender qué verdad física mueve las burbujas o quién y cuándo inventó el estropajo. Se aprende a pasear o, mejor dicho, se desaprende a andar con prisa. Se ven fotos antiguas como en la infancia y una se pregunta quién fue de verdad toda esa gente. 

9. No se vuelve igual a la vida de antes. Por supuesto, nadie es la misma persona dos días diferentes, pero tras esta experiencia la agenda es un ente más ajeno, viscoso, sin sentido. 

10. Un año sabático es lo contrario de un año entre rejas, lo opuesto a una condena. De este modo, la reinserción es esencialmente una pérdida de libertad.

Videoconferencia 
Azahara Alonso. Gozo

miércoles, 21 de junio de 2023


GABRIELE TERGIT. LOS EFFINGER; SYBILLE BEDFORD. EL LEGADO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca que, un miércoles más, os trae propuestas lectoras diversas elegidas siempre con un doble criterio, uno relativamente objetivo, el de su indudable calidad, al menos a ojos de quien os habla, y otro más subjetivo y personal, pues, en todos los casos -y ya sobrepasamos con creces los quinientos programas, con cerca de ochocientos libros comentados-, se presentan aquí obras que encajan en mis muy particulares filias como lector (no demasiado competente pero sí fiel, todo sea dicho). 

En mi también doble recomendación de esta semana se dan ciertas coincidencias. Por un lado, el protagonismo recae en dos escritoras, fallecidas ambas, una, la alemana Gabriele Tergit, hace más de cuarenta años; la otra, Sybille Bedford, en 2006. Hay, igualmente, otro indudable vínculo entre los libros de las dos escritoras, su carácter de sagas familiares, expreso y muy concentrado en la monumental Los Effinger, de Gabriele Tergit, y más diluido -por razones que luego comentaré- en El legado, de la también germana aunque nacionalizada británica Sybille Bedford. Además, las dos novelas son abierta y claramente autobiográficas, añadiendo un nuevo elemento en común a mi dual sugerencia de esta tarde. Su origen judío, su oposición al totalitarismo hitleriano, su huida de Alemania en los años 30 a causa de la amenaza nazi, son otros aspectos coincidentes en sus trayectorias vitales, que afloran también en sus novelas. 

Mi primera propuesta quizá exigiría un análisis algo más detallado del que por diversas razones hoy puedo permitirme (aunque solo fuera por su extensión: novecientas bien apretadas páginas). Los Effinger, de Gabriele Tergit, es, como digo, una saga familiar. Publicada en España hace un año, más o menos, por Libros del Asteroide, con la traducción de Carlos Fortea (al que se le escapa -y al corrector de la editorial- un fallito sangrante en la página 477, preveerse), la novela es la obra mayor de su autora, que la dio a la luz en 1951, pasando entonces desapercibida, incluso en su país, en donde se recuperó en 2019, y logrando en ese tardío redescubrimiento un excepcional éxito de ventas, que posibilitó el que ahora se haya dado a conocer a muchas otras lenguas.

Gabriele Tergit, nacida en Berlín en 1894 y fallecida en Londres hace cuatro décadas, en 1982, fue un personaje muy interesante, injustamente olvidado. Periodista y escritora muy reconocida durante la República de Weimar, judía y de clase alta, elementos esenciales en su novela, estudió Historia y Sociología en varias universidades alemanas, doctorándose en Filosofía. Su trayectoria profesional se asoció siempre al compromiso en contra de las injusticias y del fascismo que, primero larvado y luego ostensible, se adueñó en esos años de la sociedad alemana. A partir de 1933, y ante las muy patentes amenazas nazis, huyó a Praga, primero, y Tel Aviv, después, para acabar recalando en Londres, ciudad presente también en Los Effinger, en donde continuó con su labor literaria y su tarea de denuncia y combate frente a los totalitarismos. 

Quiero, antes de hablaros de su obra emblemática, hacer una breve mención a otra novela, previa a la que traigo esta tarde. Käsebier conquista Berlín, que en España publicó la editorial Minúscula, en traducción de Cristina García Ohrlich, es también magnífica. Un artículo de prensa que informa, casi por azar, ante la necesidad de rellenar un hueco en una edición tardía de un periódico, de la actuación de un cantante anodino, el Käsebier del título, da pie a una vertiginosa sucesión de episodios, narrados mediante chispeantes diálogos, en los que las fuerzas vivas del Berlín de 1929, empresarios, constructores, financieros, arquitectos, promotores inmobiliarios, periodistas, aristócratas, miembros de la alta sociedad, artistas y literatos, músicos y directores de cine, políticos, banqueros, abogados y arribistas varios, también los ciudadanos de a pie hacen crecer la carrera del confundido individuo y lo encumbran y lanzan al estrellato con la pretensión de aprovecharse del fenómeno que han creado y enriquecerse sin disimulo. La acción va adentrando así al lector una vorágine de negocios oscuros, corruptelas, chantajes, sobornos, intrigas, maquinaciones, fraudes, cohechos y especulaciones, en la que cada uno de los personajes, guiados por un febril afán de lucro, pretende aprovecharse de los demás mediante la venta dolosa de todo tipo de “productos Käsebier”: muñecas, cigarros, libros, discos, ropa, zapatos, pisos y hasta un teatro. Todo ello en una época de convulsiones económicas (singularmente el crack del 29) y políticas (la peligrosa incubación del “huevo de la serpiente”, el despiadado totalitarismo nazi), la de los años veinte y treinta del siglo pasado, entre las dos guerras mundiales, que constituyen el telón de fondo de un relato que opera así como un formidable fresco de un tiempo crucial en la historia de Alemania y de Europa entera. 

Muchos de estos elementos -sin los rasgos de comedia ligera y “vodevilesca” que caracterizan la patética peripecia de Käsebier (que, pese a dar nombre el libro es sólo un protagonista tangencial en él, con contadas y muy sucintas apariciones en su trama)- comparecen también en la novela que hoy os presento, cuyo subtítulo, Una saga berlinesa, es suficientemente explícito acerca de cuál es el contenido que va a encontrarse el lector que se adentre en sus páginas. Tergit nos narra las existencias de dos familias, los Goldschmidt y los Effinger -muy pronto vinculadas por varios matrimonios entre sus miembros- entre 1878 y 1948, y, en paralelo al relato de sus vicisitudes personales y familiares, como escenario de sus vidas -que es mucho más que ello, adquiriendo carácter de eje central del libro-, la evolución de la sociedad alemana en esos setenta años, por los que discurren los grandes acontecimientos no solo del entonces convulso país germano sino también los de Europa y el mundo entero. A través de 151 capítulos muy breves, que funcionan como instantáneas de algunos momentos o episodios significativos de las vidas de sus protagonistas -fuertemente imbricados en el acontecer de la vida “externa”-, conoceremos el desarrollo industrial propiciado por los avances tecnológicos, las sucesivas crisis financieras, los cambios socioeconómicos, el desastre de la Gran Guerra, la ruina y las quiebras, la especulación y el fraude, la venalidad y la corrupción del período de entreguerras, el germen del nazismo con el tímido señalamiento y la incipiente persecución de los judíos, y, por encima de todo, los avances, el florecimiento -demasiado luminoso el término para la oscura realidad que describe-, el auge y el apogeo del delirio nacionalsocialista, que acabaría por fraguar en la Segunda Guerra Mundial, los campos de concentración y de exterminio y el Holocausto. 

El carácter fragmentario del texto, esas someras estampas en las que el talento de Tergit divide su novela; el uso de ciertos elementos técnicos, como el recurso a las repeticiones, leitmotivs que se repiten en más de un capítulo (a modo de ejemplos paradigmáticos, “un día detenido en el tiempo”, que aparece, en distintas versiones, con cambios ligeros, en los capítulos 25, 68, 131 y en el Epílogo (¡Qué día de primavera aquel sábado de marzo del año 1913! ¡Qué dulzura a las nueve de la mañana!), o “en las cuencas de Inglaterra”, que aflora en los capítulos 13, 18, 70, 91, 133 y 145, entre otros (En las cuencas de Inglaterra se acumulaba el carbón. En las siderurgias se acumulaban las barras. En América se hacía la cosecha. Como siempre, los granjeros de Canadá segaban el trigo. Como siempre, los negros cosechaban el algodón, con el pañuelo en la cabeza); el juego de las innumerables voces y las variadas perspectivas desde la que se cuenta la historia, un relato coral con hilos que se abren siguiendo a infinidad de personajes, que brotan de los dos frondosos árboles genealógicos; la agilidad de la narración, vivaz y amena; la bien medida utilización de las elipsis, que dosifican la información que se aporta en cada episodio y permiten avanzar en el tiempo de un modo muy vivo, convierten la lectura de Los Effinger en un ejercicio adictivo, en una experiencia lectora apasionante y magnética. 

No cabe siquiera un somero resumen de una obra tan voluminosa. Baste con decir que en la segunda mitad del siglo XIX, dos hermanos, Karl y Paul Effinger, hijos de un modesto relojero judío de Baviera, llegan a Berlín para abrirse camino en la vida. Su inteligencia y su esfuerzo, su denodada voluntad, los harán prosperar y conseguir una posición industrial relevante en el prometedor negocio de la fabricación de automóviles, creando la empresa Automóviles Effinger. Sus respectivas bodas con las hermanas Klara y Annette Oppner, herederas de los Goldschmidt, una importante familia de banqueros berlineses, acrecentarán su fortuna, les proporcionarán una más que desahogada situación económica e incrementarán su posición en la sociedad. El libro atraviesa cuatro generaciones de las vidas de estas dos familias -a la postre solo una, al entremezclarse sus sangres- en este doble plano, ya señalado: la esfera íntima, personal, familiar, de sus miembros, con un destacado protagonismo de las mujeres; y el escenario social, convulso y conflictivo, tristemente trágico de aquellas décadas decisivas en la construcción de nuestro mundo actual. 

A lo largo de ese recorrido, Tergit nos muestra una ambiciosa panorámica de la sociedad de aquel tiempo, en el que comparecen, con una minuciosa recreación de los detalles, la vida cotidiana de las gentes -ropas, bailes, mobiliario, costumbres, comportamientos domésticos, ceremonias religiosas y civiles, comidas familiares, tradiciones, bodas, restaurantes y cafés, estrenos teatrales-; las pasiones y emociones más universales -el amor, los celos, la dignidad, las ambiciones, los sueños, la hipocresía, los enfrentamientos entre parientes, las enemistades, los engaños, las aspiraciones, los deseos, las desilusiones y los miedos, la alegría y la desesperanza-; y también, como se ha dicho, las coordenadas de la realidad “externa”: las reivindicaciones femeninas y su creciente presencia en la sociedad; las transformaciones sociales (eso era Berlín. También para él habría trabajo, posibilidades, máquinas, carbón, vapor y motores); el papel de los intelectuales (hay referencias a escritores y dramaturgos, Arthur Schnitzler, Ibsen) y la efervescencia cultural berlinesa; los avances del progreso (La gente, pensó, se considera tan espantosamente inteligente que ya no cree en Dios. Todos están borrachos de fe en el progreso y en unos tiempos cada vez mejores) y la añoranza del sosiego perdido en aras del acelerado signo de los tiempos (la gran Babel, Lilith, creadora y destructora al mismo tiempo: la máquina de vapor, la locomotora); las convulsiones políticas; las luchas obreras; la precariedad y la miseria de gran parte de la población (calles desoladas, llenas de vendedores ambulantes, abarrotadas de trajes gastados que colgaban de las ventanas de las plantas bajas y había que pagar por meses, barrios pobres en los que no había ni árboles ni setos. Delante de las puertas había mujeres que ya no parecían mujeres; llevaban sucios delantales azules o tenían panzas demasiado gruesas o demasiado flacas, y todas eran viejas); las amenazas del comunismo y sus dictatoriales y uniformizadoras miserias; el debate sobre el sionismo y la cuestión sobre la identidad judía; las raíces y el caldo de cultivo del antisemitismo; el conflicto entre la razón y la ciencia, cuyos notables logros empiezan a evidenciarse de un modo general (Reinaba la atmósfera indefinible de una gran esperanza intelectual), frente a la progresiva instauración de la brutalidad y la sinrazón, ejemplificada de modo salvaje en la locura nazi. 

Hay, ya para terminar, varios temas, además de los mencionados, que cruzan el libro entero, ejes centrales de la ambiciosa propuesta literaria de su autora: las trayectorias, contadas en paralelo, aunque claramente divergentes, de “los dos mundos”, ricos y pobres, industriales adinerados y sufrientes proletarios; el permanente conflicto entre el Bien y el Mal, entre los principios éticos y el egoísmo y el ansia de poder; el secular enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo (lo nuevo siempre era hostil); la ilusión por el futuro (Caminamos hacia un siglo luminoso) y, por el contrario, la cruel y decepcionante realidad; el progresivo entontecimiento de las gentes, seducidas por los cantos de sirena de los embaucadores (una voz bien modulada podía convencer a la gente de lo que quisiera), arrastradas por la agitación estupefaciente de las banderas, las canciones, los símbolos (Con una bandera se guía a la gente hacia los genocidios, hacia las piras, hacia las cacerías de brujas, quizá incluso, además de todo eso, a la Tierra Prometida), enardecidas por las grandes palabras vacuas: la grandeza de la patria, el castigo del malvado enemigo; las duras condiciones de vida del proletariado; las controversias que genera el maquinismo, la explotación en las fábricas y la apropiación de la “plusvalía” por los empresarios inmisericordes; las emancipadoras teorías del socialismo; el latente conflicto de la raza, presente en la cuestión judía; los terribles males que provocan las guerras; la lamentable situación de los refugiados; la hiriente paradoja que supone el hecho de que los judíos perseguidos y aniquilados constituyeran las fuerzas más vivificantes y generadoras de riqueza de Alemania, individuos emprendedores que eran, sobre todo, ardientes patriotas alemanes que habían combatido en la guerra del 1870 o de 1914, o financiado campañas de Bismarck. Su gran tragedia fue ser excluidos y arrancados de lo único que conocieron y amaron, su país, su cultura

No hay, en cambio, en El legado, el libro de Sybille Bedford que cierra mi propuesta de esta tarde, este tono comprometido y militante de Los Effinger, pues siendo sus autoras contemporáneas -aunque quince años mayor Tergit (1894-1962) que Bedford (1911-2006)- tienen orígenes sociales y trayectorias vitales bastante disímiles. El legado es la primera de las cuatro novelas de inspiración autobiográfica de su autora, a las que he accedido por uno de estos gozosos azares que nos depara internet. Hace tres meses, con ocasión de mi reseña de los libros de Tove Ditlevsen, Cristina, una de las habituales seguidoras del canal del programa en YouTube, me recomendó, en un comentario al espacio, un par de novelas que, dado mi carácter, que me “obliga” a intentar no dejar escapar nada que pueda resultar valioso, compré inmediatamente. El legado era la primera de ellas, que pude leer entonces y que ahora traigo al espacio. Ese mismo afán “totalizador” (una suerte de neurótico “FOMO”, fear of missing out, miedo a estar perdiéndome algo), me llevó a comprar los otros tres libros de la serie (en una búsqueda complicada, pues las ediciones españolas son de hace diecisiete, la más reciente, y treinta y cinco años, la más vetusta), de cuya segunda entrega estoy disfrutando estos días. Y pese a que aún no los he leído todos, me atrevo a sugeríroslos también pues, por ahora, me están interesando mucho. Os dejo un breve apunte sobre la errática trayectoria editorial de todos ellos y os avanzo unas breves y entusiastas palabras sobre El legado. Esta novela, la primera del ciclo, es de 1956, aunque solo ha aparecido en España en 2016, presentada por Gatopardo y con traducción del inglés de Isabel Margelí, que incurre en algún “catalanismo”, como, por ejemplo, en “Y si crees que estoy de más, no vengo” (por “no voy”). Favorita de los dioses, segunda de la serie, se publicó en 1963, y llegó a nuestro país en 1988, en el seno de la editorial Edhasa, traducida por Antoni Pascual. Un año después, Edhasa dio a la luz también, y con el mismo traductor, Un error de orientación, la tercera. Por fin, la que cierra el ciclo, Fragmentos de vida. Una educación nada sentimental, de 1989, fue presentada aquí por la editorial Salamandra, traducida por Libertad Aguilera Ballester, en 2006. Como puede colegirse de este disparatado baile de fechas, editoriales y traductores, no estamos ante el contexto más propicio para poder apreciar la obra completa como debiera, aunque debo aclarar aquí que el concepto de “serie” aplicado al conjunto de las cuatro novelas no alude a una unidad en cuanto a los personajes que las protagonizan o la cronología de sus tramas, sino al reflejo en sus escenarios y sus tramas de la biografía real de la autora, muy evidente en las cuatro, en particular, al parecer, en Una educación nada sentimental. Pueden, por tanto, leerse de manera independiente (empero, Favorita de los dioses y Un error de orientación sí que están unidas por un vínculo argumental, con sus dos figuras esenciales, Constanza y su hija Flavia, trasuntos obvios de Sybille y su propia madre, ocupando el centro de ambos libros). 

Vayamos, pues, con El legado, no sin antes presentaros someramente a su autora. Sybille Bedford tuvo una vida agitada, brillante, intensa, cosmopolita, repleta de viajes, peripecias y experiencias. Nacida en 1911 como Sybille Aleid Elsa von Schoenebeck, en Charlottenburg, un barrio de Berlín, sus padres -con gran parecido con los de la narradora de su novela- fueron Maximilian von Schoenbeck, un aristócrata alemán, un barón católico, y Elisabeth -Lisa- Bernhardt, también alemana, hija de un rico hombre de negocios, judía y treinta años menor que su marido. Cuando el matrimonio se separó, siendo una niña -Lisa había abandonado a la familia, persiguiendo amantes en el extranjero-, Sybille quedó a cargo de su padre, que tras la Primera Guerra Mundial había perdido su fortuna y que descuidó la educación de la pequeña (al parecer, ésta no aprendió a escribir hasta que tenía unos ocho años, desarrollando más tarde una escritura que incluso ella encontraba difícil de leer). Tras la prematura muerte de su progenitor, su madre la reclamó desde Italia, instalándose con ella, primero en el país transalpino y luego en Sanary-sur-Mer, en la Costa azul francesa. Lisa era una mujer independiente, inestable, adicta a la morfina, conocida en la Riviera gala como Madame Morphesani (en una recensión en The Guardian sobre la biografía de Bedford, a cargo de Selina Hastings, he podido leer que a menudo la chica debía “detener el coche” para ayudar a su madre a inyectarse la droga, lo cual influiría en su posterior agitada vida sentimental: When one of your jobs in adolescence has been to stop the car suddenly to help mummy shoot up with morphine then it stands to reason that your idea of romance is not a quiet night in), pero su vida mundana le permitió a Sybille codearse con un grupo de hombres y mujeres cultos, educados, inteligentes y sensibles de todo el mundo, sobre todo centroeuropeos, alternando viajes y estancias en Gran Bretaña e Italia. Se hizo amiga de Thomas Mann y de su esposa, Katia, de Stefan Zweig, de Aldous Huxley y de su mujer, Maria, siendo Huxley, del que Bedford escribiría una biografía, el que la introduciría en el mundo literario. 

Alejada de su país de origen en 1933, a partir del ascenso del nazismo, pues su judaísmo por línea materna provocó que el Reich congelara sus cuentas bancarias y la obligara a abandonar su patria (no regresé hasta la década de 1960, escribe en el prólogo a El legado), en 1934, y necesitada de un pasaporte para poder desplazarse libremente por un mundo en el que planeaba la sombra del conflicto bélico, buscó un matrimonio por conveniencia. Sin fondos en ese momento, nadie acudió a su oferta de 50 libras por el trámite, teniendo que casarse, al fin, pagando 100, con un irrelevante Walter Bedford, ex novio del mayordomo de algún conocido. A partir de ahí, su nuevo apellido la acompañaría de por vida, no así su marido, “desaparecido” tras el simulacro burocrático; ni ningún otro posterior, pues Sybille era una mujer lesbiana (curiosamente, antifeminista y poco proclive a la militancia en causa alguna; al parecer, en alguna ocasión respondió con una negativa a una propuesta de colaboración que le había hecho la “Sociedad Gay de Oxford”) que encadenaba parejas y amantes sin recato, en una sucesión de romances plagados de celos, disputas y venganzas. En el prólogo al libro que ahora presento menciona a “amigas” y compañeras de viajes como Esther Murphy Arthur, Evelyn Gendel, a quien está dedicada El legado y que abandonaría a su marido para vivir su relación con Sybille; también aparecen -aunque no siempre con un vínculo sentimental o sexual con ellas declarado o conocido- Martha Gellhorn, casada con Hemingway, Laura Archera, segunda mujer de Huxley, Allanah Harper, que financiaría su primera novela. Algo más tarde llegaría Eda Lord, a quien conoció en 1955 y que seguiría con ella hasta su muerte -la de Lord- en 1976. Bedford había viajado años antes a California, en donde empezó una nueva carrera de periodista y reportera judicial (su primera novela, tardía, no apareció hasta bien mediados los años cincuenta), falleciendo en Londres, en 2006, a la edad de 94 años. 

La historia de la redacción y aparición de El legado es curiosa, por momentos divertida y encaja perfectamente en esa atmósfera de sofisticación y cosmopolitismo que envolvió la vida de su autora. Empecé a escribir esta novela como un deber sagrado durante un caluroso agosto romano, en 1952, confiesa en su introducción a la novela. Recuperándose de la desidia, la desesperación y las dudas que suscitaba cada nuevo rechazo editorial a sus intentos de publicación, confortablemente instalada con Evelyn Gendel en un ático del centro de la capital italiana, en la que viviría siete años, estimulada por el poderoso influjo de la obra de Ivy Compton-Burnett (Mientras cuidaba de mi jardín (que había erigido con mis manos en el erial de un terrado, a base de baldosas, cuerdas y macetas de terracota y sacos de tierra y estiércol de cabra) o contemplaba la puesta de sol, observando cómo de improviso el cielo se llenaba de vencejos, con la primera copa de vino tinto, frío, de la Toscana en la mano, o paseando de noche y cruzando, sola, piazzette y calles de Roma, entusiasmada con la belleza y la gloria, revoloteaban en mi mente Hermanos y hermanas, Hijas e hijos y mordaces diálogos burnettianos; pero de pronto cesaron. Ahora iba por libre), Sybille encuentra, por fin, “su voz” y encara firmemente la redacción de su novela. La descripción del “clima” en que se gestó el libro no puede ser más estimulante -y envidiable-, aparte de aportar luz sobre el “universo Bedford”, que tan presente está en sus novelas. No me resisto a transcribir un largo pero significativo fragmento del prólogo citado: 

Por la mañana trabajaba en una habitación con los postigos cerrados, acarreando palabras de aquí para allá como piedras para un tramo de camino. Teníamos un piso alto en una de las callejuelas entre Piazza di Spagna y Piazza del Popolo: al abrir los postigos veías la fachada de color ocre de la Villa Medici y los árboles oscuros de los lejanos jardines Pincianos. En las tardes de verano nos encerrábamos a leer; en invierno, a la luz sesgada del sol, me ocupaba de nuestro terrado florecido. En la época de calor —de mediados de abril a noviembre, con suerte—, si no cenábamos con amigos en la calle, comíamos y bebíamos allá arriba, bajo las hojas y el cielo, con platos, cubiertos y vasos que subíamos en cestos hasta lo alto de la escalerilla; más tarde nos quedábamos en la perfumada oscuridad, escuchando música y soñando hasta bien entrada la noche… Si miro atrás, fue una época estupenda. Pero de todos ellos, el recuerdo más vívido en mi memoria son los paseos: horas y horas deambulando, paseando y contemplando bajo el resplandor del mediodía y en las espectaculares noches, Via Sistina, Quattro Fontane, Piazza Navona, Campo di Fiore, Foro Traiano, Tempio di Vesta, Campidoglio, Botteghe Oscure…, exaltada, fundiéndome con el color, el esplendor, la grandiosidad y el tumulto, con el majestuoso batiburrillo de Roma. Durante años viví poseída. 

Eso y el trabajo de excavación que era mi libro iban a la par con una vida doméstica agradable, tranquila y afectuosa. Una amiga, Evelyn (Evelyn Gendel), que durante mi reclusión se dedicaba a sus propias investigaciones, mantenía alejados a los intrusos, iba al mercado, hacía de pinche de mi cocina, y, como la monarquía británica, estaba siempre dispuesta a animar, alertar y aconsejar. Era una neoyorquina que, más adelante, se convirtió en una prestigiosa y admirada editora literaria. Por entonces era joven y entusiasta, y estaba ansiosa por conocer la exótica Europa, que intentaba ver con ojos proustianos; pero, sobre todo, era un ser humano admirable, colmado de bondad, buena voluntad y gentilezza. 

Pero no solo el encanto romano fue el causante de la pulsión escritora de Bedford, sino que los estímulos procedían de otras fuentes, igualmente excitantes: No escribí la totalidad de El legado inmersa en la euforia romana, ni mucho menos, pues, como todos los años, pasé una temporada con mi otro gran amor, Francia. En vacaciones, con Esther Murphy Arthur, otra amiga americana, asombrosa encarnación jeffersoniana, fuente de oratoria y erudición, cuyas excentricidades encubrían una naturaleza frágil y tierna. ¡En estas acogedoras y vivificantes circunstancias -permitidme el inciso- hasta yo podría escribir una novela! 

En cualquier caso, una vez terminado el libro, las influyentes amistades de Sybille, en concreto Martha Gellhorn, lo ofrecieron a diversos agentes literarios en Inglaterra y Estados Unidos. Tras diversas negativas y rechazos, un año después de la finalización de la escritura y con Bedford instalada en Londres, en marzo de 1956, El legado se publicó resultando un fiasco casi absoluto y cosechando una crítica negativa tras otra. Por un afortunado azar, el libro llegó a manos de Nancy Mitford -cuyas novelas presenté en Todos los libros un libro en febrero de 2012- que se lo envió al escritor Evelyn Waugh con el perentorio mandato de su lectura. Waugh, conocido entre nosotros sobre todo por ser el autor de Retorno a Brideshead, cuya traslación televisiva en los primeros ochenta supuso un éxito mundial, escribió una elogiosa reseña en que supuso el despegue definitivo de la carrera de Sybille Bedford que, como cierre a su preámbulo a El legado, aporta una divertida anécdota sobre la recepción del libro por Waugh. Desconocedor el británico de quién podría estar bajo lo que a todas luces, y a su juicio, era un seudónimo, al parecer aventuró: Un militar cosmopolita, sin duda, con conocimientos acerca del gobierno parlamentario y del periodismo popular, a quien desagradan los prusianos y agradan los judíos, y convencido de que todo el mundo habla francés en casa. Y Bedford apostillará, pues sí, me identificaba felizmente con ello (salvo por lo de militar)

La narradora de la intrincada historia de pasiones, matrimonios, traiciones y escándalos que se nos cuenta en El legado es una niña, hija de Julius Felden y su segunda esposa, la encantadora e inquieta Caroline. Con una voz poco “intervencionista”, que permanece siempre en segundo plano, llegando a menudo, incluso, a desaparecer, y con una mirada retrospectiva, la pequeña -que es claramente la propia Sybille, aunque los referentes que identifican a los protagonistas, sus nombres y apellidos, aparecen disimulados y no coinciden con los reales (¿cuánto de ese material es autobiográfico? ¿Cuánto ocurrió de verdad? En cierto modo una buena parte lo es, tanto por lo que respecta al ámbito privado como al público. En todo caso, ese legado no es mi historia, puesto que la mayor parte ocurrió antes de que yo naciera. La primera persona del singular, que empleé tal vez torpemente, se desvanece cual «gato de Cheshire» muy pronto, afirma en el prólogo, que, aviso al lector, hay que leer tras la finalización de la novela)-, cuenta libremente los recuerdos de su infancia y adolescencia, presentando las vidas de multitud de personajes para, a través de ellos, retratar una etapa agitada y apasionante de la Europa central de entre dos siglos, el XIX y el XX (la historia transcurre entre 1870 y 1914), décadas decisivas para que germinaran en ellas las semillas de los intensos episodios que vivió el viejo continente -y el mundo entero- en los años que siguieron (escribe Bedford, de nuevo en esas ya mencionadas páginas preliminares, dando, de paso, explicación del porqué del título de su novela: ¿Sirvió de base para la enorme monstruosidad que vino después? ¿Nos dejaron algún legado los acontecimientos privados que aquí esbozo? Escribir sobre ellos me hizo pensar que sí lo dejaron; de ahí el título). 

El legado se centra en dos familias -aunque hay una tercera, con un peso algo menor- que acabarán unidas, algo a regañadientes, por el matrimonio de sus hijos, los judíos Merz y los católicos von Felden. Melanie Merz era la primera esposa del padre de la niña, muerta muy joven. Su familia, que, de inicio, se había mostrado reticente a aceptar la boda de la chica con Julius von Felden a causa de las creencias religiosas de éste, acabó por acogerlo entre ellos, hasta el punto de que, fallecida Melanie, seguirán aceptándolo como “hijo de la casa”, pasándole una asignación anual incluso cuando, diez años después, Julius contraería un nuevo matrimonio con Caroline, madre de la narradora. Los Merz pertenecían, por nacimiento, a la alta burguesía judía de Berlín, los Oppenheim, los Mendelssohn y los Simon, a la aproximadamente docena de familias cuyo dinero aún procedía de la banca y los negocios pero que también ejercían el mecenazgo y cultivaban las artes y las ciencias, y cuyas mansiones, con sus fiestas musicales y sus cuadros, constituyeron verdaderos oasis en la capital prusiana durante los últimos ciento veinte años. Pese a que se trataba de descendientes directos de Henrietta Merz, amiga de Goethe, una mujer cultivada, capaz de hablar inglés, alemán, francés, español, latín, griego y hebreo, y de leer el sueco, que mantenía un salón en el que cultivaba un círculo amplio de amistades y muchos amantes, los abuelos Merz con los que la niña se relacionó en la inmensa residencia de la Voss Strasse, suegros de su padre, no habían heredado aquellas inquietudes, gustos o ideas de su antepasada. Como cuenta la narradora: Si algunos miembros del círculo social al que podrían haber pertenecido cenaban al son de la música de Schubert y Haydn, hacían donaciones para la investigación, añadían paisajes de Corot a sus Boucher y Delacroix y, algunos, adquirían su primer Picasso, los Merz colocaban más timbres y tapicerías más mullidas. En Voss Strasse no se oía música fuera del salón de baile o del cuarto de los niños. No viajaban nunca. Nunca salían al campo. Nunca iban a ninguna parte, salvo para tomar las aguas, y, en tal caso, viajaban en vagón privado y se llevaban sus propias sábanas. […] No leían nunca. Había una sala para fumadores y una sala de billar que nadie utilizaba, pero no una biblioteca, ni siquiera testimonial, y no recuerdo haber visto ningún libro en esa casa. 

Los Felden, en cambio, eran una antigua familia terrateniente que gozaba de una posición desahogada, sin llegar a ser rica ni a poseer una especial distinción. En su linaje se mezclan participantes -obligados- en alguna cruzada, caballeros rurales cultivados, diplomáticos sin excesivo fuste, profesionales de las armas, miembros -escasos, pese a su catolicismo, y de muy baja relevancia- de la Iglesia e, incluso, como el propio Julius, que heredó el título de barón de su padre, aristócratas sin demasiado brillo. Gentes, en fin, sin especial distinción ni demasiado patrimonio, que viven en su desahogado encierro en el campo, bastante al margen de la vida social. Julius von Felden es un buen ejemplo de estos rasgos de independencia y aislamiento público (Habría preferido la soledad o, más bien, una intimidad circunscrita a la compañía de animales y objetos de arte), un dandy coleccionista de arte que vive sin trabajar en el sur de Francia e insiste en viajar con sus tres simios. 

Junto a ellos, y de un modo algo tangencial, aparecen los Bernin -Clara Bernin es la esposa de Gustavus, hermano de Julius-, cuyo padre, el conde Bernin Sigmundshofen, es el patriarca de una de las grandes familias, también católica, de Alemania del Sur y una figura pública. Presidente del Parlamento regional, con una extraordinaria proyección política e implicado en causas encaminadas a potenciar el crecimiento de la Europa católica, en un contexto internacional poco propicio para ello, con sus conflictos territoriales, sus alianzas coloniales, el anticlericalismo de unos y la conexión con el eslavismo musulmán de otros. 

Las tres familias, de costumbres, valores y creencias religiosas diversas, proporcionan una imagen representativa de la Alemania de finales del siglo XIX, con su opulencia terrateniente y financiera, las amargas tensiones sociales, el presagio de una lejana pero ya palpable catástrofe. Por un lado -los Merz-, los rentistas judíos de Berlín, en el corazón del Norte prusiano y protestante; y por otro el sur católico con su vertiente rural -los Felden-, volcada en el pasado y las tradiciones, y su dimensión más moderna, abierta a Europa, que ejemplifican los Bernin. Los lazos entre ellas, anudados a partir de dos matrimonios -Julius/Henrietta y Gustavus/Clara-, se verán “tensionados” con ocasión de la trágica peripecia del Johannes Felden, hermano pequeño de Julius, alistado por la fuerza en el cuerpo prusiano de cadetes, cuya dramática vivencia militar, que incluye abusos, reclusión, castigos, brutalidad, huidas, una inclemente persecución policial y una detención por disparar a un soldado de su regimiento, acabará por tener consecuencias en la vida política de una Alemania que tiene aún recientes los ecos de la guerra austro-prusiana -el sur frente al norte- que rompió en 1866 la Confederación Germánica e hizo nacer el Imperio Austrohúngaro, que, a su vez tendría su amargo final tras la Primera Guerra Mundial. 

Este telón de fondo enmarca la trama novelesca, narrada sin demasiadas descripciones y sí a través de diálogos chispeantes, vivaces, de alta capacidad evocadora, con un tono que se desenvuelve entre la ironía, corrosiva a veces, y el tono nostálgico y melancólico, como corresponde a la lúcida conciencia de un tiempo y un mundo condenados a desaparecer. Una historia en la que destaca esta constante imbricación de lo personal y lo colectivo y en la que aflora -a través de las experiencias de sus numerosos y bastante excéntricos personajes, que “saltan” de Berlín a París, del sur de España al Mediterráneo francés- la vida en sus manifestaciones más universales en las que el lector puede -pese a lo singular y específico del entorno retratado- reconocerse, como se advierte en este -de nuevo- largo fragmento: La vida, según la triste y concisa expresión francesa que lo pone todo en su sitio, nunca es tan mala ni tan buena como uno cree. La vie, voyez-vous, ça n’est jamais si bon ni si mauvais qu’on croit. Nunca es tan mala; nunca es tan buena… ¿Cuándo? ¿En el instante de la calamidad, en el umbral del miedo? ¿Cuando te dan la mala noticia, cuando salta la trampa, cuando la pérdida te alcanza? ¿En los momentos bajos, de tedio y apatía? ¿En las etapas de renovación, en la transfiguración del amor, en la euforia del trabajo, en la gracia de una nueva visión, en el tan esperado ahora? ¿O luego, cuando las puertas se cierran, una tras otra, y el remordimiento se retuerce en el corazón como una espiral de acero? Nunca es tan buena, nunca es tan mala, sino una monótona y llevadera duermevela, sostenida por pequeñas provisiones de esto y aquello, y debilitada después por infortunios y sobresaltos; un andar adormilado, a menudo nada incómodo, a través de los años; un tránsito irreversible y constante… ¿La vida, la retahíla de vidas, la suma de la vida? ¿Es un consuelo? ¿Es toda la verdad? ¿Es inevitable? 

En fin, dos libros magníficos (tres, si sumamos las aventuras del algo insulso Käsebier), de lectura imprescindible, que os procurarán largas horas de placer. Os dejo ahora con un fragmento de Los Effinger que describe de modo muy elocuente la galopante inflación en la Alemania de entreguerras. Tras él, un tema que suena también en la radio en una “escena” de la novela de Tergit, el clásico Tea for Two. Aquí os lo ofrezco en una versión de 1924, contemporánea, pues, de la época que se recrea en la obra literaria. Se trata de su primera grabación, a cargo de Helen Clark y Lewis James. 


Las cuencas mineras de Inglaterra estaban vacías, el carbón se había agotado. Había dado la vuelta al mundo en mil barcos negros para que se pudiera fabricar hierro y los mil mortales proyectiles y cañones y las granadas que se hacían con él. 
En América se había recogido la cosecha y el cereal yacía en el fondo del mar, alimento para los peces procedente de mil barcos destruidos. En Europa se cosechaba, se cosechaba mucho menos, porque los campesinos habían sido empleados para la guerra y solo los ancianos, las mujeres y los niños trabajaban. 
Como siempre los negros habían cosechado el algodón con el pañuelo en la cabeza. Y el algodón yacía en el fondo del mar, vestimenta para los peces procedente de mil barcos destruidos. Todos los almacenes de la tierra estaban vacíos, el mundo estaba hambriento. La cosecha era pequeña, los precios subían. En la humeante Lancashire traqueteaban las máquinas, nada se había sustituido, nada se había reparado durante años. Se hilaba poco, se tejía poco. Los precios subían. 
En Alemania ya no había nada y se necesitaba todo. Y no había oro para pagar, así que ya no llegaba algodón a Alemania, ni cuero, ni cereal. 
Hombres de caras enrojecidas estaban en las bolsas alemanas. ¿A cuánto cotizaba el algodón? Más caro. Todas las mercancías estaban más caras. Los comerciantes compraban, aún iban a estar más caras. 
Y al hombre de cara enrojecida le llamaba por teléfono un rubio pálido y bajito: 
—Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, veintiocho peniques el kilo. 
Y el hombre de cara enrojecida compraba el algodón, no preguntaba su calidad, no preguntaba nada, compraba. 
Dos horas después el hombre de cara enrojecida llamaba a un moreno alto y gordo: 
—Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, treinta y dos peniques el kilo. 
Y el moreno alto y gordo compraba el algodón, no preguntaba su calidad, no preguntaba nada, compraba. 
Dos horas después el moreno alto y gordo, con un negro cigarro en la comisura de los labios, llamaba por teléfono: 
—Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, cuarenta peniques el kilo. 
Y un rubio alto y flaco compraba el algodón, no preguntaba su calidad, no preguntaba nada, compraba. 
Y él mismo llamaba por teléfono dos horas después: 
—¡Tengo ciento cincuenta mil kilos de algodón a mano, a mi alcance, en efectivo, cuatro chelines el kilo! 
Y todos volvían a gastar en dos horas el dinero ganado en dos horas. Iban a los grandes hoteles, cuyo brillo decaía porque no habían cambiado los dorados, porque no habían cambiado las alfombras, porque no habían cambiado las vajillas. Se sentaban y pedían champán, rompían las copas, manchaban, gritaban y rugían.

Videoconferencia
Gabriele Tergit. Los Effinger; Sybille Bedford. El legado

miércoles, 14 de junio de 2023

BYUNG-CHUL HAN. INFOCRACIANO-COSAS; LA SOCIEDAD DEL CANSANCIO

Hola, buenas tardes. Alberto San Segundo os da la bienvenida una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que finalizando ya su decimotercera temporada os ofrece esta tarde una nueva e interesante propuesta lectora. Con el título de Infocracia y el explícito subtítulo de La digitalización y la crisis de la democracia, la editorial Taurus presentó en abril de 2022 y en traducción de Joaquín Chamorro Mielke, el penúltimo libro (por ahora, su prolífica producción deja anticuado cualquier comentario a este respecto; esta reseña la escribí hace ahora un año, cuando el libro veía la luz y ya resulta obsoleta) del que podríamos llamar el “pensador de moda”, el “filósofo estrella”, el surcoreano Byung-Chul Han. Nacido en 1954, nuestro invitado cuenta con una trayectoria académica ciertamente singular, pues estudió Metalurgia en su país natal para, a los veintiséis años, dejar atrás su formación inicial y viajar a Alemania sin apenas conocimiento del idioma. Cursó Filosofía en la Universidad de Friburgo y Literatura alemana y Teología en la Universidad de Múnich. En 1994 se doctoró por la primera de dichas universidades con una tesis sobre Martin Heidegger. Dio clases de filosofía en la universidad de Basilea, fue profesor de filosofía y teoría de los medios en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe y desde 2012 es profesor de Filosofía y Estudios culturales en la Universidad de las Artes de Berlín. Extraordinariamente productivo, con casi una veintena de obras publicadas -escritas en alemán-, algunos de sus libros se han convertido en auténticos best-sellers mundiales, con una muy importante repercusión crítica. 

Debo decir, no obstante, que durante mucho tiempo me resistí al “universo Byung-Chul Han”. Seguía con asiduidad sus intervenciones públicas, leía entrevistas y reseñas sobre sus sucesivas publicaciones en medios de comunicación, aunque sin decidirme nunca, no sé por qué extraños motivos, a acercarme a sus libros, pese al interés que desde hace años me suscita. La lectura de Infocracia, que me ha deslumbrado, me ha dejado también el amargo regusto de no haberme adentrado antes en, al menos, sus títulos más representativos, carencia que estoy intentando suplir en estos últimos meses -he leído ya, aparte de este Infocracia que hoy os comento, La sociedad del cansancio y No-cosas, sobre los que quiero dejar también aquí un par de breves apuntes, al término de mi comentario principal-, de un modo reposado, pues siendo su escritura sumamente sugestiva, riquísima de ideas, muy estimulante en su apertura a infinidad de hilos que propician la reflexión, hay en ella -al menos en los tres libros que ya he podido leer- una relativa complejidad que exige el sosiego y la tranquilidad de la lectura. Entrevistado en 2014 por Francesc Arroyo para El País, y a una pregunta de su interlocutor sobre la relación entre eros y el pensamiento (Byung-Chul Han venía de presentar La agonía de Eros), comentó: “Creo que para responder a eso necesitaría antes pensar durante un par de semanas”. Y en la misma entrevista, más adelante, al comentar su llegada a Alemania sin conocimiento del idioma alemán, respondería al periodista: “Yo quería estudiar literatura alemana. De filosofía no sabía nada. Supe quiénes eran Husserl y Heidegger cuando llegué a Heidelberg. Yo, que soy un romántico, pretendía estudiar literatura, pero leía demasiado despacio, de modo que no pude hacerlo. Me pasé a la filosofía. Para estudiar a Hegel la velocidad no es importante. Basta con poder leer una página por día”. 

Una página por día. No llega a tanto detenimiento mi lectura de Infocracia, pero sí diré que he dedicado un par de días a leer y digerir (sin cerrar del todo, como es obvio, este último proceso, que se ha prolongado durante semanas en la pausada elaboración de esta reseña) cada uno de los cinco muy breves capítulos en los que el ensayo, que no alcanza las noventa páginas de texto “en sí”, se estructura. 

La tesis de fondo del libro puede resumirse brevemente. La omnipresencia de los dispositivos digitales en nuestras vidas alcanza proporciones difícilmente imaginables hace tan sólo una década y está transformando de un modo igualmente inusitado todas las áreas en las que se desenvuelve la existencia humana: el trabajo y el ocio, la educación y la medicina, el comercio y los transportes, el consumo y la cultura, las relaciones personales y las costumbres cotidianas. No hay espacio, público o privado, que escape a la desmesurada capacidad de penetración de internet, de las inasibles redes que “vehiculan” los dispositivos electrónicos. Tampoco la política, tampoco la democracia. De un modo muy burdo y ostensible (salvo para la mayor parte de sus “víctimas”, que permanecen ignorantes en su “adormecimiento” digital), ejércitos de bots (programas informáticos que simulan la personalidad humana) dirigen la opinión pública con información interesada; infinidad de sitios de internet propalan mentiras y noticias falsas para sembrar el odio, construyendo y potenciando estados de opinión radicalizados; millones de troles condicionan los debates políticos y mediatizan las campañas electorales y los procesos de gestación de normas con mensajes en general provocadores, ofensivos e insultantes, difamatorios y cargados de odio y siempre mal informados y falsos. De un modo más avieso y por ello, a mi entender, más peligroso, esta “hiperabundancia” de información y las sutiles estrategias que los grandes grupos empresariales propietarios de las modernas plataformas de comunicación (Twitter, Instagram, YouTube, Whatsapp), que aprovechan en su beneficio la “economía de la atención”, manteniendo “secuestrada” la voluntad de los impasibles consumidores, cada uno un dócil esclavo que se cree libre, auténtico y creativo [y que] produce y se realiza a sí mismo, contribuyen de manera subliminal a la generalizada pérdida de conciencia de los ciudadanos, ensimismados en sus burbujas electrónicas, debilitadas sus habilidades cognitivas “fuertes” (el saber, la experiencia y el conocimiento) por esta vertiginosa aceleración de estímulos, facilitando de este modo el sometimiento de la mayoría (voluntaria y gustosamente aceptado) a una dominación en apariencia invisible y por tanto inasible: el dominio se oculta fusionándose por completo con la vida cotidiana. Se esconde detrás de lo agradable de los medios sociales, la comodidad de los motores de búsqueda, las voces arrulladoras de los asistentes de voz o la solícita servicialidad de las smarter apps. El frenesí comunicativo e informativo en que se han convertido nuestras vidas, se ha apoderado también de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático. La democracia está degenerando en infocracia. 

Byung-Chul Han desgrana los argumentos a favor de su tesis en cinco capítulos a cuál más sugerente. En el primero de ellos, El régimen de la información, se parte de un “juego” dual, la comparación entre el sistema de dominación convencional -el “régimen de la disciplina”-, al que nuestras sociedades desarrolladas llevan ajustándose desde la Revolución industrial, y el moderno “régimen de la información”, una refinada forma de dominio en la que la información y su procesamiento mediante algoritmos e inteligencia artificial determinan de modo decisivo los procesos sociales, económicos y políticos. Antes, incluso, de ambos, se examina el régimen premoderno de los soberanos y las estrategias que en él se siguen para conseguir la sujeción de los súbditos. 

En el régimen “pre-electrónico” que actualmente da sus últimos coletazos, el sometimiento de los ciudadanos -sostiene Byung-Chul Han a partir de la obra de Michel Foucault- nace del poder que dimana de la propiedad de los medios de producción. El capitalismo industrial actúa sobre los cuerpos, exprimidos en las fábricas, explotados como máquinas, entrenados para su conversión en ganado laboral. El control de los individuos, desprovistos de energías, convertidos en engranajes de los burdos mecanismos de la industria, se ejerce a través de la disciplina, de la sumisión violenta, de la imposición opresiva, del castigo, de la vigilancia continua (y aquí aflora el análisis de la obra de Orwell, de su Big Brother por tantos motivos tan actual), ante las que cabe, al menos como idea, la rebelión, pues la gente es consciente, al ser notorias y ostensibles las estrategias de dominación, de su condición esclavizada. 

En el moderno capitalismo de la información, que se basa en la comunicación y la creación de redes, el poder está en el acceso a la información, en los datos que permiten un control y una vigilancia permanentes, lo que conlleva que las técnicas de disciplina clásicas -la estricta reglamentación del trabajo o el adiestramiento físico- queden obsoletas. Una idea central de nuestro mundo vertiginoso es la de la economía de la atención. El dinero, el negocio, está en los datos, por lo que en esta sobreabundancia de información, la clave es conseguir que los consumidores estén permanentemente absorbidos por sus dispositivos, en una frenética e interminable sucesión de clics, likes, scrolls y swipes (por jugar con la invasiva jerga onomatopéyica que nos asalta por doquier) que proporcionan beneficios a las grandes corporaciones que los inducen. La dependencia digital da lugar a un fenómeno novedoso -aunque ya se anticipaba en el Discurso sobre la servidumbre voluntaria, de Étienne de La Boétie, en el siglo XVI- según el cual los individuos aceptamos gustosos el sojuzgamiento y la sumisión, disfrutando de un estado de entretenimiento ininterrumpido, pues enganchados a las redes lo estamos también a quienes las manejan con sofisticadas técnicas basadas en la psicología del comportamiento. Asumiendo -y cultivando- nuestro vínculo constante con los estímulos que nos ofrece de continuo internet, atrapados en sus diabólicas redes, aceptamos también dócilmente un sistema que degrada a las personas a la condición de datos y ganado consumidor. De tal manera que, frente a la “tiranía” clásica -que por su propio carácter impuesto alienta la desobediencia, la insubordinación y la rebeldía-, en la prisión digital como zona de bienestar inteligente no hay resistencia al régimen imperante. El poder disciplinario es autoritario, da órdenes, su autoritarismo es burdo y ostensible; por el contrario, el régimen de la información susurra, sugiere, invita, persuade, su poder dictatorial pasa desapercibido, se esconde, se disfraza, resulta “sexy”. 

A partir de esta idea, se presentan reflexiones sobre conceptos como la visibilización, la vigilancia, la transparencia, el aislamiento y la comunicación, el consumo, los influencers, la libertad, la ideología como intento de explicación “narrativa” del mundo y el “dataísmo” como cuantificación totalitaria de las existencias todas, anticipadas ya las decisiones, previstos los comportamientos, adelantadas ya las elecciones, conocido -y dirigido por tanto- el futuro a partir de la “omnisciencia” algorítmica. El ciudadano aparece así desprovisto de voluntad, de capacidad de decisión, sometido al imperceptible poder de las redes, pues así como Carl Schmitt, antes de la Segunda Guerra Mundial, afirmaba que “Soberano es quien decide el estado de excepción”, y tras ella, con los incipientes avances electrónicos, se vio obligado a reformular su dictamen en un “Soberano es quien dispone de las ondas del espacio”, Byung-Chul Han parafrasea al controvertido jurista alemán señalando que, inmersos en la revolución digital, Soberano es quien manda sobre la información en la red; y de él -de ellos- todos somos súbditos. 

El segundo capítulo, del mismo título que el libro, Infocracia, analiza las amenazas a la democracia que entraña la digitalización del mundo. El tsunami de información desata fuerzas destructivas, al apoderarse (también) de la esfera política provocando distorsiones en los procesos democráticos. La democracia degenera en infocracia. Han explica las tres fases de ese proceso. En un primer momento, las sociedades nacidas de la Ilustración se basaban en la cultura del libro. Los libros son el saber ordenado, sistematizado, son la reflexión, la argumentación pausada, el debate razonado, el diálogo y la discusión, el contraste de las ideas, la existencia de un saber “objetivo” -o al menos de un marco común convencional mayoritariamente aceptado-, una ordenación coherente y regulada de hechos e ideas, a la que se puede acceder con el análisis, la explicación y la prueba, que permite que los ciudadanos formen su criterio y elijan consciente y reflexivamente. Los libros y lo que suponen son, por tanto, la base de la democracia. En la cultura de masas, en cambio, cuyo emblema fue el televisor, el infoentretenimiento conduce al declive del juicio humano y sume a la democracia en una crisis. La política se convierte en espectáculo, los debates televisivos en los que prevalece la apariencia, los gestos, la estética, las formas, dirimen los procesos electorales. Los ciudadanos son espectadores pasivos que se rinden a la diversión. La estructura horizontal de la democracia parlamentaria, en donde se puede hablar y replicar, confrontando las propias ideas con las del resto de ciudadanos, se vuelve vertical, anfiteatral, pues los medios de masas cautivan al público como oyente y espectador, pero al mismo tiempo le privan de la distancia de la “madurez”, de la posibilidad de hablar y contradecir. En consecuencia, la democracia se convierte en telecracia. El discurso degenera en espectáculo y publicidad. Desaparecen el esfuerzo del conocimiento y la disciplina en el análisis, arrumbados por el negocio de la distracción y del espectáculo. 

En la etapa en la que ahora vivimos -la infocracia- la pantalla electrónica, la touchscreen, nos hace abandonar esa pasividad televisiva para convertirnos a todos en emisores activos. No obstante, el aluvión de información constituye una auténtica infodemia que nos afecta en el plano cognitivo, fragmenta nuestra percepción y debilita la profundidad y la intensidad de nuestro pensamiento. La aceleración digital arrastra la realidad a un «permanente torbellino de actualidad» que hace imposible detenerse en la información, sume al sistema cognitivo en estado de inquietud y reprime las prácticas cognitivas que consumen tiempo, como el saber, la experiencia y el conocimiento. El cortoplacismo general de la sociedad de la información imposibilita la reflexión profunda y la toma racional de decisiones, procesos que exigen tiempo, maduración y sosiego. La superficialidad resultante daña irremisiblemente la democracia, al impedir la acción racional y las opciones juiciosas, y al posibilitar, por el contrario, las elecciones basadas en los afectos, que consumen menos tiempo y aparecen, para los ciudadanos, con un mayor potencial de excitación que el normal funcionamiento de la democracia, lenta, larga y tediosa. Olvidando la razón, pues, se imponen las fake news frente a los hechos, los tuits frente a los argumentos bien fundados, los memes de impacto inmediato frente a la siempre morosa y a menudo tardía comprobación de la verdad, la publicidad personalizada en las redes sociales a partir de los perfiles psicométricos que se elaboran usando los datos que voluntariamente dejamos en nuestro paso por la red frente a la autonomía y el libre albedrío que, en teoría, deberían guiar nuestras decisiones. Los ciudadanos -afirma categórica y muy acertadamente el filósofo surcoreano- dejan de estar sensibilizados para las cuestiones importantes, de relevancia social. Están más bien incapacitados por haber quedado reducidos a un ganado manipulable de votantes que tiene que asegurar el poder a los políticos. En esta infocracia, en esta guerra de la información, ya no hay lugar para el discurso, por lo que la democracia se hunde en una jungla impenetrable de información

El tercer capítulo, El fin de la acción comunicativa, sigue este hilo argumentativo partiendo de una breve pero profunda glosa al ensayo Inteligencia colectiva, escrito en 1998 por Pierre Lévy. En él, el teórico de los medios de comunicación sostenía la tesis (que en su momento fue recibida y compartida con alborozo por millones de ingenuos bienintencionados entre los que me cuento) según la cual el auge de los medios electrónicos iba a permitir una democracia digital aún más directa que la llamada «democracia directa». Frente a la rigidez y la progresiva pérdida de representatividad de la democracia parlamentaria, las posibilidades de universalidad, inmediatez y retroalimentación connaturales a la generalización de los dispositivos electrónicos posibilitarían el advenimiento de un tiempo de continuas tomas de decisiones y evaluaciones, una democracia presencial, en la que el teléfono inteligente devendría en una suerte de Parlamento móvil. Los hechos, sostiene Byung-Chul Han para impugnar tal optimista previsión, han demostrado el carácter ilusorio de ese vaticinio de una democracia en tiempo real. Y es que la comunicación en las redes sociales basada en algoritmos no es libre ni democrática. Quienes participan en las redes con sus opiniones y comentarios no forman un colectivo responsable y políticamente activo, no crean, en realidad, una “opinión pública” que pueda sustentar el juego democrático. Por el contrario, la incesante publicación de información privada, la inflación de informaciones anodinas, la ridícula elementalidad de los influencers banales y sus insustanciales followers, desintegran el espacio público de discusión. Los usuarios de las redes son -somos- zombis del consumo y la comunicación, en lugar de ciudadanos capacitados. Ganado consumista profundamente despolitizado. 

La permanente difusión de información ha acabado con casi toda posibilidad de una comunicación real. En los sistemas de información y comunicación convencionales prevalece lo “centrípeto”, ejes que dirigen y focalizan la atención pública, determinando los asuntos relevantes para la sociedad, centrando el interés de los ciudadanos y permitiendo, por tanto, el debate y la discusión organizados en torno a ellos. Las redes son, por el contrario, centrífugas, disuelven el núcleo común de referentes objetivos, desintegran al público en enjambres fugaces e interesados, egoístas y autorreferenciales. La digitalización conlleva la desaparición del “otro”. La formación de la opinión pública en las democracias convencionales exige el discurso y la comunicación plena, lo que a su vez presupone la existencia de interlocutores con los que poder contrastar las ideas en debate. Me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento. En el discurso democrático es necesaria la imaginación, que me permite, «ser y pensar dentro de mi propia identidad tal como en realidad no soy», recoge el autor citando a Hanna Arendt. Solo la voz del otro presta a mi afirmación, a mi opinión, una cualidad discursiva. En la acción comunicativa cabe siempre, por definición, la posibilidad del cuestionamiento de mi propio discurso, de que el otro nos desvíe de nuestras propias convicciones. Sin la presencia del otro, que me escucha y puede replicarme, mi opinión no es discursiva, no es representativa, no es, pues, democrática, sino autista, doctrinaria y dogmática tal y como revela el narcisismo egotista de internet. 

No hay ya, pues, acción comunicativa en sentido estricto, nadie escucha porque, por un lado, las redes nos dan lo que les damos, esto es, a nosotros mismos. Opera el filtro burbuja: la muy copiosa cantidad de información que dejamos cada segundo en internet permite a los algoritmos (las máquinas pronosticadoras) crear un prototipo muy afinado de la personalidad de cada usuario y, en consecuencia, predecir cuáles van a ser sus opciones de futuro y ofrecer, por tanto, las alternativas de consumo, pero también las ideas y la información que se acomodan, supuestamente, a los deseos y la voluntad de ese “yo” digitalmente construido (o quizá revelado). Cuanto más tiempo paso en internet, más se llena mi filtro burbuja de información que me gusta, que refuerza mis creencias. Solo se me muestran aquellas visiones del mundo que están conformes con la mía. El filtro corta el paso a otras informaciones. De ese modo, el filtro burbuja me enreda en un «bucle del ego» permanente. El mundo se convierte así en un enjambre de egos ensimismados (el otro está en trance de desaparición), cada uno de los cuales muestra un horizonte de experiencias cada vez más limitado. Ello conduce a la desintegración de la esfera pública democrática, pues son precisamente las cuestiones que quedan fuera del interés individual inmediato las socialmente relevantes, las que constituyen la base y la razón de ser de la democracia

Pero, al decir del pensador surcoreano, no es sólo esta personalización algorítmica de la red lo que está provocando la actual crisis democrática. El fenómeno se da también fuera de internet, este auge del yo ciego y sordo a lo común, el autoadoctrinamiento y la autopropaganda tienen ya lugar offline. La verdadera comunicación, el intercambio discursivo propio de la democracia, presupone la existencia de una serie de presupuestos culturales o prácticas socialmente asimiladas que determinan prerreflexivamente la acción comunicativa. Y aquí comparece Habermas: Cuando hablantes y oyentes se comunican entre sí frente a frente sobre algo en un mundo, se mueven dentro del horizonte de su mundo vital común; este permanece entre los participantes como un fondo holístico intuitivamente conocido, aproblemático e integral. Ese fondo común, esas premisas objetivas, esas referencias compartidas, esa verdad aceptada siquiera por convención y acatada por la sociedad entera, están en trance de desaparición. Esa sociedad homogénea que comparte los mismos valores y tradiciones culturales, esa identidad común básica ya no existe. La globalización y la consiguiente hiperculturalización de la sociedad están ya disolviendo los contextos culturales y las tradiciones que nos anclan en un común mundo de la vida

No hay ya “verdad” compartida, pues las redes nos abocan a una “desfactificación” del mundo en la que los hechos son cuestionables pese a su evidencia (el caso de Trump, citado en el libro, es el paradigma de esos procesos). No hay ya identidad común, pues al no aceptarse un marco general de referencia, internet provoca el tribalismo identitario y segregador. La información ha dejado de ser un recurso para el conocimiento, para convertirse en un medio para el apuntalamiento de los sentimientos de identidad y pertenencia tribales (y de nuevo surge Trump como ejemplo revelador). Os dejo, como cierre a esta reseña, con un interesante fragmento en el que se desarrolla esta idea. 

Si la infocracia pone en riesgo la acción comunicativa, ella implica también la crisis de la racionalidad, asunto del que se ocupa el penúltimo capítulo del libro, Racionalidad digital. Lo racional lleva consigo la capacidad para expresar opiniones razonadas, para pensar y actuar eficazmente en el ámbito instrumental conforme a lo pensado. Dicha capacidad ha de ir acompañada de la posibilidad de aprender de los posibles fallos, lo que conlleva la refutación de las hipótesis erradas y la corrección del fracaso en las actuaciones. Es decir: razonamiento, argumentación reflexiva y aprendizaje. En un mundo como el actual, en el que la información que puede procesarse es tan vasta y compleja que la hace de imposible manejo para la racionalidad limitada de los individuos, el corolario inmediato es la falibilidad de las decisiones particulares, sobre todo si se comparan con la aparentemente irrefutable visión divina y global que proporcionan el big data y la inteligencia artificial. La “certeza” que deriva del procesamiento de millones de datos que permiten las modernas técnicas computacionales, hace obsoleto el razonamiento discursivo, basado en argumentar y convencer al otro, a la comunidad, formando opinión pública. ¿Argumentar “quién”, cuando la limitación natural del entendimiento humano finito, a todas luces insuficiente, no llega a utilizar -ni a conocer- siquiera la millonésima parte de la información que la inteligencia artificial puede manejar? ¿Convencer de qué, cuando la “verdad” se manifiesta de modo categórico en la indiscutible rotundidad de los datos, en la insuperable eficacia de los superordenadores, capaces de tomar decisiones más inteligentes, incluso más racionales, que los individuos humanos? A esta nueva forma de racionalidad que no necesita el discurso ni la comunicación, Byun-Chul Hang la llama racionalidad digital, subrayando la pretensión de sus defensores -los dataístas- de que puede ofrecer una verdadera comprensión del funcionamiento de la sociedad y tomar medidas para resolver nuestros problemas. En consecuencia, para el dataísmo imperante se puede prescindir por completo de la política, en tanto instrumento para la institucionalización y la resolución de los conflictos sociales. Los políticos serán entonces sustituidos por expertos e informáticos que administrarán la sociedad más allá de los principios ideológicos e independientemente de los intereses del poder. La política será sustituida por la gestión de sistemas basada en datos. La infocracia será así una posdemocracia digital en la que las decisiones socialmente relevantes se tomarán utilizando el big data y la inteligencia artificial. La idea del individuo libre que actúa de manera autónoma y decide en función de su razón y pensamiento, limitados, por definición, frente a la descomunal potencia de las máquinas, desaparece. Cuando la computación cuántica alcance sus ya hoy previsibles gigantescas dimensiones, se dispondrá de datos completos sobre el comportamiento de casi toda la humanidad —y, además, sin interrupción, por lo que la política y la gobernanza [serán] sustituidos [sic por el masculino] por la planificación, el control y el condicionamiento. El filósofo surcoreano alerta de la gravedad del proceso en marcha y señala, siguiendo a Shoshana Zuboff: Lo que aquí está en juego es la expectativa que cada ser humano abriga de ser dueño de su propia vida y autor de su propia experiencia. Lo que está en juego es la experiencia interior con la cual conformamos nuestra voluntad de querer y los espacios públicos en los que actuar de acuerdo con esa voluntad

Estas distorsiones patológicas que provoca la sociedad de la información están produciendo un nuevo nihilismo, caracterizado fundamentalmente por la crisis de la verdad, locución que da título al capítulo final del libro. El maremágnum de información que fluye por doquier desde fuentes individuales imposibles de controlar, acaba por provocar -como se ha señalado- la desinformación, la desaparición -o la irrelevancia- de las verdades comprobables, la desfactificación del mundo (no hay hechos objetivos, sustituidos por los hechos alternativos, realidades paralelas, sin correlato real, construidas a su antojo por quien emite la información), la disipación del mundo común que debiera servir de referencia última a nuestro comportamiento. La crisis de la verdad, señala el pensador surcoreano, se extiende cuando la sociedad se desintegra en agrupaciones o tribus entre las cuales ya no es posible ningún entendimiento, ninguna designación vinculante de las cosas. En la crisis de la verdad, se pierde el mundo común, incluso el lenguaje común. La verdad es un regulador social, una idea reguladora de la sociedad. Y desaparecida la verdad, sometida a la arbitraria interpretación de cada individuo o grupo, la democracia de tambalea. 

El poder siempre ha mentido, pero hasta la actual sociedad digitalizada, esa mentira consciente reconoce la existencia de la verdad, aunque la orille o la eluda para satisfacer sus intereses. Quien miente acepta la distinción entre verdad y mentira, aunque intente quebrar aquella con sus palabras o sus actos. Hoy, en cambio, el nuevo nihilismo al que se refiere Byung-Chul Han, es indiferente a la mentira y por tanto socava la distinción entre verdad y mentira y, en consecuencia, imposibilita la confianza en los hechos, en la realidad, en la verdad (La información se acompaña de una desconfianza básica. Cuantas más informaciones distintas recibimos, mayor es la desconfianza). La libertad de expresión se convierte, por tanto, en una farsa, en cuanto equivale a la libertad para que cualquiera emita su opinión personal, su impresión subjetiva -por arbitraria, infundada, absurda y ajena a los hechos objetivos que resulte- y, si obtiene una suficiente relevancia pública en el incontrolable ágora electrónica, se imponga como cierta (una libertad concedida a todo el mundo para decir cualquier cosa; de hecho, cualquier cosa que a uno le guste o que le beneficie. Se hacen sin el menor escrúpulo afirmaciones que ni siquiera guardan relación con los hechos). Así proliferan las teorías conspiracionistas, las mencionadas fake news, los discursos políticos nacidos de las emociones al margen de cualquier atisbo de razón. «I don’t trust books. They’re all fact, no heart», afirmó el presentador de televisión Stephen Colbert, que habría acuñado el neologismo truthiness, describiendo así este fenómeno que supone la definitiva postergación de la razón, de las ideas, de los libros, y su sustitución por el “corazón”, los afectos, las emociones, los likes

La verdad es la promesa de alcanzar un consenso razonable en lo que se dice, para lo cual hay que aceptar que la pretensión de validez de los propios argumentos debe soportar la prueba de su verificación fáctica, de su contrarréplica razonada, del contraste discursivo, del reconocimiento de la convención más o menos universalmente admitida. Si los planteamientos científicos, las resoluciones judiciales, los criterios de los expertos, las decisiones institucionales, los programas políticos, se impregnan de este relativismo estructural, situándose en el mismo plano que los disparates de cualquier ignorante advenedizo desinformado, esas “instancias” de validación de la verdad son ignoradas y pierden su eficacia. La crisis de la verdad es siempre una crisis de la sociedad. Sin la verdad, la sociedad se desintegra internamente. La infocracia, que al prescindir de la razón mercantiliza las relaciones humanas (no importa la verdad sino la “mercancía” que se quiere vender, se trate de bienes o ideas), sustituye a la democracia. 

En fin, no hay apenas tiempo para un comentario medianamente detallado de los otros dos libros, también magníficos, que he podido leer de Byung-Chul Han. Basten pues, dos muy sucintas síntesis. No-cosas, que publicó igualmente Turner en 2021, traducido también por Joaquín Chamorro Mielke, participa de este muy reconocible universo de Byung-Chul Han. Las “no-cosas” son objetos que no tienen una presencia física, pero que sin embargo tienen una gran importancia en nuestra vida cotidiana. El ejemplo paradigmático lo constituyen los datos. En la era digital en la que vivimos, los datos se han convertido en una especie de moneda de cambio. A cambio de información personal, como nuestro nombre, dirección de correo electrónico, gustos y preferencias, podemos acceder a servicios gratuitos en línea, como el correo electrónico, las redes sociales y las plataformas de vídeo. Sin embargo, a menudo no somos conscientes de que, al proporcionar nuestros datos, estamos creando una “no-cosa” que puede ser utilizada para fines que no siempre son transparentes o éticos. Cita el filósofo coreano, en la introducción al libro y como referencia y metáfora descriptiva de sus tesis, la novela La policía de la memoria, en la que la escritora japonesa Yoko Ogawa habla de una isla sin nombre. En ella, unos extraños sucesos intranquilizan a los habitantes de la isla. Inexplicablemente, desaparecen cosas luego irrecuperables. Cosas aromáticas, rutilantes, resplandecientes, maravillosas: lazos para el cabello, sombreros, perfumes, cascabeles, esmeraldas, sellos y hasta rosas y pájaros. Los habitantes ya no saben para qué servían todas estas cosas. La novela describe un régimen totalitario que elimina cosas y recuerdos de la sociedad con la ayuda de una policía de la memoria similar a la policía del pensamiento de Orwell. El libro de la japonesa, dice Byung-Chul Han, puede leerse en analogía con nuestra actualidad: también hoy desaparecen continuamente las cosas sin que nos demos cuenta. La inflación de cosas nos engaña haciéndonos creer lo contrario. A diferencia de la distopía de Yoko Ogawa, no vivimos en un régimen totalitario con una policía del pensamiento que despoja brutalmente a la gente de sus cosas y sus recuerdos. Es más bien nuestro frenesí de comunicación e información lo que hace que las cosas desaparezcan. La información, es decir, las no-cosas, se coloca delante de las cosas y las hace palidecer. No vivimos en un reino de violencia, sino en un reino de información que se hace pasar por libertad. En el mismo sentido, hoy el mundo se vacía de cosas (…) La digitalización desmaterializa y descorporeiza el mundo. También suprime los recuerdos. En lugar de guardar recuerdos, almacenamos inmensas cantidades de datos. Los medios digitales sustituyen así a la policía de la memoria, cuyo trabajo hacen de forma no violenta y sin mucho esfuerzo. Partiendo de estas premisas, el libro se adentra en interesantes cuestiones como la sobreproducción que inunda de objetos y estímulos nuestras vidas y, con ello, la hace perder significado y sentido; el carácter efímero de todo lo que nos rodea; la exigencia de rendimiento y productividad, realzada por la búsqueda constante, inducida por la tecnología, de emociones instantáneas y alicientes que provocan la satisfacción inmediata; la crítica a la inteligencia artificial, que nunca alcanza el nivel conceptual del saber, porque solo es capaz de proporcionar un conocimiento rudimentario. Se queda en las correlaciones y el reconocimiento de patrones, en los que, sin embargo, nada se comprende; la necesidad de recuperar la sustancia de la existencia a través de las cosas tangibles, de las cuales la gramola en la que centra sus reflexiones en el último capítulo del libro representa un atisbo de humilde esperanza: En el pasado, los japoneses solían despedirse de las cosas que habían tenido un uso personal durante mucho tiempo, como las gafas o los pinceles para escribir, con una ceremonia en el templo. Hoy, quizá sean pocas las cosas a las que daríamos una digna despedida. Ahora las cosas están casi muertas. No se utilizan, sino que se consumen. Solo el uso prolongado da un alma a las cosas. Solo las cosas queridas están animadas. Flaubert quiso ser enterrado con su tintero. Pero la gramola es demasiado grande para llevármela a la tumba. Mi gramola es, creo, tan vieja como yo. Pero seguro que me sobrevivirá. Hay algo que consuela en este pensamiento… 

El agotamiento del ser humano, la constante demanda de rendimiento, la falta de tiempo para la reflexión y la contemplación, la permanente obligación de estar constantemente ocupados y disponibles que nos imponemos a nosotros mismos, la autoexplotación y la consunción emocional, la actividad incesante y el inclemente grado de exigencia al que nos sometemos, la búsqueda desaforada de positividad y superación personal, nos impiden encontrar un sentido de satisfacción duradera y de bienestar, produciendo en nosotros altos niveles de estrés, ansiedad y depresión. He ahí, de modo muy resumido, la tesis principal de La sociedad del cansancio, cuya tercera edición ha visto la luz en Herder Editorial en 2022, en traducción de Arantzatzu Saratxaga Arregi y Alberto Ciria. 

Vivimos agotados, exigidos por el imperioso mandato del éxito y de la felicidad, del reconocimiento y las desaforadas expectativas vitales, extenuados por el constante bombardeo de información y la necesidad de estar siempre conectados, exhaustos por la falta de tiempo, consumidos por la urgencia, por la comunicación constante, por la dependencia de las redes sociales y las aplicaciones de mensajería, por la hiperconexión, ansiosos en nuestra soledad no buscada. En esta tiránica “sociedad del cansancio” no hay tiempo para la reflexión, el descanso y el autocuidado. Byung-Chul Han propone que repensemos nuestra relación con el tiempo, el trabajo y la comunicación, que resistamos la presión del rendimiento constante y busquemos un equilibrio saludable entre la actividad y el descanso, potenciando las relaciones personales, la contemplación, la salud, el equilibrio y el bienestar emocional. 

No cabe prolongar más esta reseña ya demasiado extensa. Os dejo con el fragmento de Infocracia anteriormente mencionado, con un tema, Wonderful world, de Sam Cooke, citado en No-cosas, que sirve como complemento musical a mi comentario, y con la recomendación entusiasta de que os lancéis a la lectura de la muy estimulante obra de Byun-Chul Han. 

En la acción comunicativa, cada participante supone la validez de sus convicciones. Si no es aceptada por otros, se abre un debate discursivo. Este es un acto comunicativo que intenta llegar a un entendimiento entre las diferentes pretensiones de validez. En él se emplean argumentos destinados a justificar o rechazar las pretensiones de validez. La racionalidad inherente al discurso se denomina racionalidad comunicativa

La pretensión de validez de las tribus digitales como colectivos identitarios no es discursiva, sino absoluta, porque carece de racionalidad comunicativa. En esta se dan ciertas reglas. Respecto a la opinión expresada, presupone tanto la capacidad de criticar como la de justificar: «Una afirmación cumple con el requisito previo de la racionalidad si, y solo si, se funda en un conocimiento falible, si hace, por tanto, referencia al mundo objetivo, es decir, a hechos, y es compatible con un juicio objetivo». En el universo posfactual de las tribus digitales, un enunciado ya no hace referencia alguna a hechos. Prescinde así de toda racionalidad. No es criticable ni está obligado a justificar lo que sostiene. Sin embargo, los que lo respaldan reafirman su sentimiento de pertenencia. El discurso es así sustituido de este modo por la creencia y la adhesión. Fuera del territorio tribal solo hay enemigos, otros a los que combatir. El tribalismo actual, que puede observarse no solo en las políticas identitarias de derechas, sino también en las de izquierdas, divide y polariza a la sociedad. Convierte la identidad en un escudo o fortaleza que rechaza cualquier alteridad. La progresiva tribalización de la sociedad pone en peligro la democracia. Conduce a una dictadura tribalista de opinión e identidad que carece de toda racionalidad comunicativa. 

La comunicación actual es cada vez menos discursiva, puesto que pierde cada vez más la dimensión del otro. La sociedad se está desintegrando en irreconciliables identidades sin alteridad. En lugar de discurso, tenemos una guerra de identidades. La sociedad pierde así lo que tiene en común, incluso su sentido comunitario. Ya no nos escuchamos. Escuchar es un acto político en la medida en que integra a las personas en una comunidad y las capacita para el discurso. Crea un «nosotros». La democracia es una comunidad de oyentes. La comunicación digital como comunicación sin comunidad destruye la política basada en escuchar. Entonces solo nos escuchamos a nosotros mismos. Eso sería el fin de la acción comunicativa.
 
Videoconferencia 
Byung-Chul Han. Infocracia