Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de mayo de 2024

MARTIN AMIS. LA ZONA DE INTERÉS; LA FLECHA DEL TIEMPO
  
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os ofrece hoy un programa que es una suerte de continuación de los de las semanas precedentes, con los que comparte un cierto hilo conductor, aunque con algún elemento diferente que lo hace singular. Desde el pasado 10 de abril, nuestro espacio se ha detenido en libros, en su mayor parte de gran calidad literaria, que han sido objeto de traslación a la gran pantalla en películas también muy estimables cuando no obras maestras. Es el caso de, entre otras, Las uvas de la ira, Matar a un ruiseñor, Rebeca y La última película, obras de John Steinbeck, Harper Lee, Daphne du Maurier y Larry McMurtry que estaban en la base de excelentes películas homónimas dirigidas por John Ford, Robert Mulligan, Alfred Hitchcock y Peter Bodganovich, todos los cuales, libros y filmes, cuentan con, al menos cincuenta años de antigüedad. Además, y hace solo siete días, os hablaba aquí de MANIAC, la excepcional novela de Benjamín Labatut y, en paralelo, de la película de Cristopher Nolan, Oppenheimer, que sin vínculo expreso alguno con el libro, sí comparte el marco de referencia en que ambos se mueven. 

Esta semana clausuramos esta serie cinéfila con mi recomendación de un libro, relativamente reciente, de 2014, que ha visto su versión en el cine hace solo unos meses, a mediados de 2023, un título -el cinematográfico- que obtuvo, entre otros muchos galardones, el Gran Premio del Jurado del festival de Cannes. Se trata de La zona de interés, novela del escritor Martin Amis y película del también británico Jonathan Glazer. Pero además de su inclusión, como cierre, en este ciclo de propuestas literarias vinculadas al cine, el título aparece aquí por otro motivo, y es que hace diez días, el 19 de mayo, se cumplió el primer aniversario de la muerte de Amis, uno de los escritores más brillantes de una generación que ha dado una destacada cantidad de novelistas de talento: Kazuo Ishiguro, Julian Barnes, Hanif Kureishi, Ian McEwan, Vikram Seth y Graham Swift, todos ellos abundantemente publicados en España, a partir de los años ochenta del pasado siglo, por la editorial Anagrama. 

La primera edición española de La zona de interés es de octubre de 2015 y apareció en el seno de la editorial Anagrama en traducción de Jesús Zulaika. Amis, del que he leído casi todos sus libros y cuya obra prácticamente íntegra ha visto la luz en la editorial catalana, es el autor de títulos formidables como El libro de Rachel, su primera novela, Éxito, la magnífica Dinero, Campos de Londres, Tren nocturno, La información, otra obra excepcional, Kobe el temible, Lionel Asbo: El estado de Inglaterra o La casa de los encuentros, que yo presenté en Todos los libros un libro hace ahora diez años y que guarda un cierto paralelismo con mi propuesta de hoy, al estar centrada en la realidad de los campos de internamiento soviéticos, en los más sórdidos y fríos sótanos del gulag, mientras que La zona de interés pone el foco, bien que de un modo ciertamente singular, en otra experiencia igualmente cruenta, la de los campos de exterminio nazis, en particular el de Auschwitz. En ambos casos, Martin Amis nos muestra el horror hitleriano y el estalinista de un modo libre, descarnado y sin ningún tipo de prejuicio o de anteojeras ideológicas, lo cual resulta llamativo -o al menos poco usual- en relación con el delirio del socialismo real, pues mientras a casi nadie le cabe duda alguna, sea cual sea la opción ideológica o política que uno elija para situarse en la vida, a la hora de repudiar la experiencia nacionalsocialista hitleriana, hasta el punto de que hoy en día existe una absoluta unanimidad sobre la indiscutible realidad de la monstruosidad nazi, sin que quepa debate sobre el asunto en los ámbitos científico, académico o teórico, en los que se acepta como incontrovertible la verdad de un genocidio suficientemente probado, con evidencias, testigos, documentos que dan fe y acreditan la horrenda realidad de los inhumanos campos de concentración (una unanimidad que no desmiente sino que confirman algunos minoritarios y extremistas grupúsculos de entidad escasamente relevante), sin embargo, no ocurre otro tanto con la experiencia estalinista de la Unión soviética. Todavía el marxismo, sostenía Amis, y la tesis sigue estando vigente, goza de un inexplicable prestigio intelectual, incompatible con la devastación y el espanto y la abyección y la tortura y las violaciones y los asesinatos y los millones de muertos debidos a Stalin y su frío terror organizado. Unos episodios todavía no suficientemente descritos en la literatura, un silencio sorprendente, y sospechoso, dada la magnitud de la aberración y la barbarie. Razones todas por las que merece la pena leer aquel La casa de los encuentros reseñado hace una década y por las cuales resulta también aconsejable adentrarse en este más actual e igualmente magnífico La zona de interés, en el que, una vez más, se manifiesta el espíritu controvertido, atrevido, polémico y hasta provocador de Amis. 

No obstante, antes de entrar en el análisis del libro que centra la presente emisión quiero hablaros brevemente de otra novela de su autor, también extraordinaria, también vinculada -aunque de un modo más indirecto- al ámbito del nazismo, el Holocausto y Auschwitz y que, pese a los treinta años largos transcurridos desde su publicación, yo he releído ahora precisamente por su conexión con el tema que nos ocupa: La flecha del tiempo, publicado por primera vez en 1991 y aparecido en España en 2010, en Anagrama, como el resto de su obra, y en traducción de Miguel Martínez Lage. El libro es lo suficientemente interesante, original y subyugante, y resulta además, en muchos sentidos, tan “anticipatorio” de La zona de interés que hoy protagoniza nuestro espacio, que sería, por sí mismo, merecedor de una reseña autónoma, detallada y exhaustiva. No es, sin embargo, la ocasión para llevarla a cabo, por lo que, reprimiéndome, me limitaré a daros cuenta de modo sucinto de su muy singular trama argumental y a subrayar algunos aspectos por los que su lectura me parece altamente recomendable. 

Quien acceda a La flecha del tiempo a partir de estas palabras podrá legítimamente preguntarse por la pretendida conexión del libro con La zona de interés y la cruel experiencia del Holocausto que constituye el núcleo esencial de esta última obra. Y es que durante ciento cincuenta de las más de doscientas páginas de la novela, dicho asunto no comparece más que de modo muy episódico, secundario y menor, hasta el punto de poder pasar inadvertido para el lector que desconozca ese vínculo: una referencia sobre los judíos hecha al paso, una imagen ominosa -pero que a esas alturas de la obra surge descontextualizada y, por tanto, enigmática y difícilmente inteligible- de una silueta masculina ataviada con algo así como una bata blanca (una bata blanca y almidonada, impecable, de médico). Y botas negras.... Por el contrario, la novela se inicia con un episodio absolutamente alejado, en el espacio y el tiempo, a ese motivo sustancial. El protagonista, Tod Friendly, es un anciano al que conocemos en la actualidad (recuérdese que el libro es de 1991) en su lecho de muerte, en Wellport, Estados Unidos, reviviendo -literalmente- de una experiencia inexplicable: Desperté del más negro sueño y me encontré rodeado de médicos. El capítulo avanza y con él, el extraño episodio queda atrás. Pasan las semanas y es dado de alta del hospital. Al poco de llegar a su hogar, sufrirá un infarto mientras se ocupa de su jardín. Se suceden las estampas de su vida, encuentros con mujeres, su trabajo como médico, luego un traslado a Nueva York desde donde ha estado recibiendo crípticas cartas cifradas, contacto con un misterioso Reverendo Nicholas Kreditor, problemas con la acreditación de la ciudadanía estadounidense. Y ahora hay un viaje a Europa, en barco, en 1948, “hacia la guerra”, y muchas experiencias más. Como quizá puede colegirse de esta muy peculiar síntesis, que probablemente haya sumido al lector -al oyente- en una cierta perplejidad, la historia de este proteico Tod Friendly (el adjetivo cobrará pleno sentido si se avanza un poco más en mi reseña) está contada “al revés”, en el elemento estilístico más significativo, desconcertante, atrevido, aunque sobresaliente y magistral, de una novela llena de “experimentos”. En efecto, Amis cuenta la trayectoria vital de su personaje yendo de adelante hacia atrás, pero no al modo acostumbrado en los casos en que un escritor usa este tipo de recurso, es decir, enlazando pasajes que reflejan la vida de los personajes en distintos tiempos, empezando por los días del presente, prosiguiendo con los inmediatamente anteriores y finalizando con los más remotos, contados todos ellos siguiendo las reglas de la lógica y la causalidad (y son muchas las obras, también en el cine -el recurrente “X años antes”-, que se ajustan a esta estructura en flashback), sino -y por ello el “tour de force” literario es verdaderamente arriesgado (y, siendo exitoso, altamente elogiable)- rompiendo el convencional nexo causa/efecto, de tal modo que los hechos del presente “preceden” a los del pasado y, en cierto modo, los provocan, son su germen y fundamento, su causa y razón. Y, por ello, el Tod Friendly al que Amis nos muestra en las primeras páginas del libro “volviendo” de su muerte, retrocederá en el tiempo y, cuando llega a esa Europa inmersa en la Segunda Guerra Mundial -ahora convertido ya en un joven John Young- seguirá rejuveneciendo, despojándose de identidades falsas, será Hamilton de Souza en Lisboa y se refugiará en el Vaticano, donde adquirirá una nueva y definitiva personalidad, Odilo Unverdorben, con la que atravesará los Alpes, en dirección a Alemania, se esconderá en refugios de montaña, pajares y granjas, para llegar por fin a Alemania, recuperando su identidad primitiva, la de un siniestro médico nazi, un asesino ejecutor de judíos en Auschwitz, encargado de la administración del gas venenoso que asfixiaba a sus indefensas víctimas en las cámaras del campo: Era yo, Odilo Unverdorben, quien se encargaba personalmente de retirar los cartuchos de Zyklon B y de confiárselos al farmacéutico de la bata blanca, en una confesión que permite conocer la clave última del libro y que, además, sirve como ejemplo revelador de la “implacable lógica regresiva”, como ha señalado un crítico, con arreglo a la cual se estructura su audaz propuesta inversa: él introduce los cartuchos, que previamente ha recibido de los farmacéuticos, en los dispositivos de las cámaras de gas, si leemos la confesión bajo la óptica de la razón discursiva convencional. 

En una segunda muestra del prodigioso talento de Martin Amis, la estructura narrativa introduce una sorpresa adicional para el simultáneamente estupefacto y maravillado lector, consistente en la creación de una segunda voz narrativa, la de la conciencia o el alma de su personaje central, que corre en paralelo a las peripecias “retroactivas” de su “doble”. Este narrador en tercera persona -en ocasiones utiliza el “nosotros”, la primera persona, para referirse a la experiencia que comparte con su alter ego-, “cree” que la flecha del tiempo corre, en efecto hacia atrás, y, confuso (También es posible que me falten datos para hacerme un juicio cabal de las cosas. Sea como fuere, para mí el mundo no tiene pies ni cabeza. Por ejemplo, estoy indisolublemente unido a Tod, pero él no sabe de mi existencia. Y me siento solo), por tanto, describe los acontecimientos vividos sin acabar de entenderlos (Fíjense en esto. Rejuvenecemos. En serio. Y nos fortalecemos. E incluso crecemos), en un estado de permanente desconcierto (¿Por qué entro en casa caminando hacia atrás? Espera. ¿Se pone el sol, o amanece? ¿Cuál… cuál es la secuencia del viaje que estoy haciendo? ¿A qué reglas obedece? ¿Por qué cantan los pájaros de ese modo tan raro? ¿Hacia dónde me encamino?). La brillantez de Amis -también su fino humor y ciertas dosis de exhibicionismo- se muestran aquí en toda su plenitud, porque la narración está repleta de pasajes en los que la descabellada lógica del relato obliga al lector a reconsiderar los hechos descritos desde una perspectiva insólita. Así, por ejemplo, ciertos diálogos que hay que reinterpretar (—Neib. Neib —dice la dependienta de la farmacia. —Neib —me sumo a sus monosílabos—. ¿Lat éuq? —Mm-mmm. Isa, Isa —dice la dependiente mientras desenvuelve mi loción para el cabello), la cronología invertida (Todos los días, cuando Tod y yo terminamos de leer la Gaceta, la devolvemos al quiosco. Me fijo bien en la fecha. Y ¿saben qué pasa?: después del 2 de octubre es 1 de octubre. Después del 1 de octubre es 30 de septiembre), la extrañeza del pago de los servicios sanitarios (Las madres le pagan sus servicios con antibióticos, los cuales a menudo parecen la causa del dolor de los bebés), las consultas médicas en las que los pacientes “entran” ilusionados y “salen” envueltos en pesadumbre (A decir verdad, no se les ve demasiado animados cuando se marchan. Retroceden, se alejan de mí con los ojos muy abiertos. Y ya está: se han ido. Hacen sólo una pausa para cumplir con una obligación que encuentro bastante absurda: llamar quedamente a la puerta al salir); la incomprensible desaparición de la gente (Sé que la gente desaparece. Cuando desaparece, ¿adónde va a parar? Esa pregunta no hay que hacerla jamás. Nunca. No es asunto tuyo. Los niños pequeños que ves por las calles empequeñecen sin cesar. Llega un momento en que es necesario confinar sus movimientos a un cochecito, y después a una especie de mochila. O bien los llevan en brazos y procuran apaciguarlos; claro, les entristece tener que marcharse. Durante los meses finales lloran más que nunca. Y ya no sonríen. Las madres se dirigen después al hospital. ¿Adónde, si no?), las inconcebibles “rupturas” con las amantes (para cuando haya llegado a tomarles verdadero aprecio, a ellas y a sus deliciosas manías, empezarán a retroceder, irreversiblemente, alejándose de mí, con besos cada vez más leves, con brevísimos apretones de mano, con el roce de una pantorrilla enfundada en una media por debajo de la mesa, con una sonrisa. Responderán con evasivas a las flores y los bombones. Sí, eso ya lo he vivido antes. Luego, un buen día, te miran como si no te conociesen. Y después te enteras de que han cambiado de trabajo, de que se han ido a vivir a otra ciudad. De repente, tienen hijos que han de matricular en la universidad, o viven con algún vejestorio al que llaman su marido), el inconcebible proceso que supone el alimentarse (Comer tampoco tiene ningún atractivo. Primero apilo los platos limpios en el lavavajillas, que funciona estupendamente, diría que al igual que todos los demás electrodomésticos que me ahorran trabajo, hasta que llega un hijoputa gordinflón vestido con mono y los estropea con sus herramientas. Pero de momento funciona. Así que sacas un plato sucio, recoges unos restos de comida del cubo de la basura y esperas un poco. Pronto mi garganta envía a mi boca una serie de masas informes de diversos alimentos, y después de darles un habilidoso masaje con la lengua y los dientes, los escupo al plato, donde acabo de esculpirlos con el cuchillo, el tenedor y la cuchara. Por lo menos, esto es bastante terapéutico, a no ser que te las tengas que ver con una sopa o un puré. Eso sí que puede ser su muerte. Después viene el laborioso proceso de enfriar los alimentos, reunirlos, envasarlos y llevarlos al supermercado, en donde, todo hay que decirlo, se me retribuye con prontitud y generosidad por mis ímprobos esfuerzos. Luego, me paseo entre los estantes con un carrito o una cesta, dejando los botes y los paquetes en su lugar correspondiente) e, incluso, la ironía cáustica de Amis no se para en barras, el defecar (¿Son figuraciones mías, o esta manera de vivir es realmente extraña? Por ejemplo, toda la vida, todo el sustento, todo lo que tiene algún sentido (y buena parte del dinero) derivan de un solo aparato doméstico: la cadena del retrete. Al terminar el día, antes de tomarme el café, allá voy. Y ya está allí: ese humillante y cálido olor. Me bajo los pantalones y tiro de la mágica cadena. De pronto, ahí está todo, incluido el papel higiénico, que desdoblo y enrollo después, con destreza, en el portarrollos. Acto seguido, me subo los pantalones y aguardo a que se me pase el dolor. El dolor, tal vez, de todo el proceso, de tanta dependencia. No es de extrañar que gritemos al hacerlo. Un rápido vistazo al agua limpia en la taza). 

Además de estas muy llamativas singularidades, la novela interesa -y con ello pongo fin a mis comentarios sobre ella- por la propia fuerza de la narración, que describe varias vidas en una; por el esfuerzo que exige a la inteligencia del lector, obligado a reconstruir los chocantes episodios adaptándolos a la estructura argumentativa “normal”; por el mencionado y muy explícito sentido del humor -polémico también, como apuntaré a propósito de La zona de interés, por aparecer junto a los dramáticos sucesos del exterminio-; por los continuos juegos verbales (Tod es muerte en alemán; Friendly, amigable, como la vida norteamericana del protagonista; Young, apela a la juventud del personaje; Unverdorben es incorrupto, pero en la realidad “al contrario” del libro, quizá sea inocente); y, sobre todo, por los temas “serios” que trata: la ruptura de la percepción convencional del tiempo, y por tanto la reflexión sobre su irremisible transcurso; la inversión de la cronología como metáfora de la subversión de los valores que representa el nazismo; la necesidad de recuperar el pasado y la dificultad de la memoria; la imposible y en el fondo irreal construcción de la propia identidad, hecha de fragmentos deslavazados que solo adquieren consistencia por un deliberado acto de voluntad; el inevitable y fatal destino, la fatalidad y el libre albedrío; la maldad y su consabida banalidad; la mayor parte de los cuales están presentes también en La zona de interés, otra excepcional novela. 

El comienzo de La zona de interés no puede ser más idílico. Ella volvía de la Ciudad Vieja con sus dos hijas, y se hallaban ya muy dentro de la Zona de Interés. Delante de ellas, a la espera para recibirlas, se extendía una avenida —casi una columnata— de arces, cuyas ramas y hojas lobuladas se entrelazaban en lo alto. A última hora de una tarde de verano, llena de mosquitos diminutos y brillantes… “Ella” es Hannah Doll y el narrador nos la presenta con tintes dulces, delicados, algo etéreos, hasta románticos, aunque con algún detalle inquietante: Alta, ancha y llena, y, sin embargo, de paso liviano, con un vestido estriado blanco que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero de paja de color crema con una banda negra, y un bolso de paja bamboleante (las niñas, también de blanco, también llevaban sombreros y bolsos de paja), entraba y salía de tramos de una calidez leonada, amarillenta, difusa. Reía con la cabeza hacia atrás, y la garganta tensa (…). Ahora las tres cruzaban el camino de entrada a la Academia Ecuestre. Rodeada traviesamente por las niñas, dejó atrás el molino de viento ornamental, el alto palo de mayo, los patíbulos de tres ruedas, el percherón atado con descuido a la bomba de agua de hierro, y siguió hacia delante. Y entraron en el Kat Zet; en el Kat Zet I. 

Kat Zet es el modo en que se transcribe la pronunciación en alemán de KZ, la abreviatura de Konzentrationslager, campo de concentración. Hannah Doll (a quien en otro pasaje de la obra se describe como ajustada al ideal nacional de la feminidad joven: impasible, rústica, de constitución idónea para la procreación y el trabajo duro) es la esposa de Paul Doll, el comandante de uno de esos campos, el muy terrible de Auschwitz, trágico lugar de exterminio de millones de judíos, la Zona de Interés, que incluye amplios terrenos, talleres y dependencias varias y el centro residencial de las SS. Ese fragmento inicial marca el tono de la novela, en la que se nos muestra el lugar desde una perspectiva insólita, no acostumbrada: estamos en agosto de 1942, los días luminosos de verano, la vida fluyendo plácidamente, madres paseando con sus hijas, jardines rebosantes de coloridas flores, inocentes juegos infantiles, invernaderos con plantas y hortalizas, apacibles excursiones campestres, ricas comidas servidas en el comedor de los oficiales, tediosa burocracia en las oficinas, cálidas reuniones en las alcobas. A su alrededor, en un plano apenas visible, se oculta, solo intuida, otra vida, si se la puede llamar así, la de cientos, miles de personas que sufren, tiemblan, lloran y se extinguen en un silencio solo a veces roto por algún grito, algún lamento, algún disparo. 

La primera gran muestra del extraordinario talento de Amis que se destaca, entre otras muchas, en esta su particular aproximación al horror del Holocausto, es este planteamiento tangencial, podríamos decir, oblicuo, que consiste en hacer que el lector se transporte a los escenarios del exterminio, que no los abandone en ningún momento de su lectura, pero sin mostrarlos más que de manera lateral, indirecta, en sordina, porque el relato se centra en la experiencia -“paralela” a la atrocidad, aunque imbricada, indiscernible, causa necesaria de ella- de los responsables del campo, de las autoridades y los oficiales nazis en su despreocupada cotidianidad, ese entorno agradable que, día tras día, en su funcionarial rutina, dejarán atrás, con solo traspasar las alambradas a pocos metros de sus “hogares”, para entregarse a su labor de verdugos, a la humillación, la explotación, los abusos, las violaciones, los asesinatos, las masacres, los experimentos criminales, a la “pulcra”, eficaz y muy racional aniquilación de millones de seres humanos indefensos, que comparece, sin embargo, bajo la apariencia de un trivial e insustancial protocolo administrativo. 

No obstante, pese a que el autor elige que el escenario de la novela sea un, por así decirlo, “Auschwitz sin Auschwitz”, la poderosa y fatal realidad del horror del campo aflora como un persistente telón de fondo de la despreocupada vida de los asesinos a través, y ello constituye otro de los aciertos mayores de libro, de la recurrente presencia del olor, el tufo hediondo y pestilente de los cadáveres, de las cremaciones, de las vísceras vaciadas por el terror, que “flota”, repugnante y ominoso, como inmaterial pero constatable testigo de la barbarie, en numerosos pasajes del libro, impregnado así de una atmósfera de espanto y pavor: 

El olor en el Bloque 4 era un olor diferente; no era la rotunda putrefacción del prado de la pira, ni el olor difuso de las chimeneas (el del cartón con podredumbre húmeda, además, que recordaba, con su leve tufo a materia carbonizada, que los seres humanos venimos de los peces). No, era el olor fuerte y amedrentado del hambre: los ácidos y gases de digestiones frustradas, con una ligera emanación de orina. 

¿Sabe que aquí en la ciudad, aproximadamente de 6 de la tarde a 10 de la noche, nadie puede probar bocado? 
—¿Por qué no? 
—Porque el viento cambia de dirección y sopla desde el sur. Por el olor, Sturmbannführer. El olor nos llega del sur. 
—¿Y llega hasta aquí? Oh, tonterías —dije riendo con desenfado—. Son 50 kilómetros. 

El tufo era peor que nunca, y seguía empeorando y empeorando por momentos… Sentí que estaba en uno de esos sueños de cloaca que todos tenemos de vez en cuando…, ya saben, en los que parece que caes en un geiser espumeante de inmundicia caliente, como cuando se descubre una fabulosa bolsa de petróleo, y el líquido sigue saliendo y saliendo y anegándolo todo sin que tengan el menor efecto tus intentos de evitarlo. 

¿Y qué era aquel tufo almibarado (que las paredes y los techos eran incapaces de atajar)? 

Y este atípico acercamiento a un tema por lo demás muy transitado en la literatura y en infinidad de otras manifestaciones culturales se hace con una propuesta literaria y una estructura también originales y controvertidas, ajenas a clichés o simplificaciones reduccionistas. Porque, Amis, en lugar de contar, como tan a menudo ocurre en las novelas, desde la voz de un narrador omnisciente que, en cierto modo, siempre tiende a dotar de una pátina de objetividad al relato de los hechos (una apariencia de neutralidad que distancia al autor de la historia a la que se enfrenta, de tal manera que el lector pueda, libre de todo apriorismo, de toda influencia, formar su propia opinión sobre aquello que se le cuenta), cede en este caso la palabra a tres personajes, cada uno de los cuales habla, en distinta medida, desde la posición de los asesinos, de los victimarios, en una propuesta, interesante aunque arriesgada, que explica en parte la controversia y la polémica que han acompañado al libro desde su presentación. Incluso desde antes, pues cuando todavía era un manuscrito, se conoció que los habituales editores franceses y alemanes de Amis se habían opuesto a su publicación. Por parte de las editoriales, Galimard en Francia y Hanser Verlag en Alemania, se apuntaron motivos crematísticos -las supuestamente desorbitadas exigencias económicas del escritor- y razones literarias, pero ninguno de los dos prestigiosos sellos admitió lo que desde distintos frentes se sospechaba: el muy poco convencional enfoque con el que Amis había encarado un asunto tan sensible y delicado. Y es que, desde ciertos puntos de vista, la apuesta del británico puede resultar no solo políticamente incorrecta sino incluso irrespetuosa, en tanto esa voz de los verdugos se ofrece en un tono de naturalidad, en conversaciones informales, ligeras, banales, de una cotidianidad insulsa y despreocupada, con humor incluso -el ácido y negro humor seña de identidad de la literatura de Amis-, que, insisto, para algunos puede resultar en exceso desconsiderado, ofensivo o hasta cruel al afrontar unos hechos ya de por sí rodeados de atrocidad y brutalidad. 

El primero de los tres personajes cuyos relatos se van alternando en los seis grandes capítulos de la novela, es el oficial Angelus "Golo" Thomsen, alto, rubio, perfecto ario -el tonto del culo islandés, lo llama por su apariencia nórdica una de las muchas mujeres que frecuenta sexualmente, en una dimensión esta, la de la promiscuidad, el libertinaje, el abuso y la explotación sexual, muy presente en el libro. Sobrino de Martin Bormann, el secretario privado de Hitler, su difusa función en el campo, más allá de su tarea principal de seductor en serie (yo me había aprovechado mucho sexualmente de mi proximidad al poder), es servir de enlace entre el Reich y IG Farben, el conglomerado de la industria química que en Auschwitz financiará la construcción de un nuevo recinto (el Kat Zet III, que se sumará a los ya en funcionamiento Kat Zet I y II: Financiado enteramente por IG Farben, el Kat Zet III se había creado, con un escrúpulo literal, siguiendo el modelo de los Kat Zet I y Kat Zet II. Los mismos focos y las mismas torres de vigilancia, las mismas alambradas de espinos y de alta tensión, las mismas sirenas y patíbulos, los mismos guardias armados, las mismas celdas de castigo, el mismo entablado para la orquesta, los mismos postes de los azotes, el mismo burdel, el mismo Krankenhaus [hospital o enfermería] y el mismo depósito de cadáveres) con fines de investigación de guerra aprovechando la mano de obra esclavizada de los prisioneros de los campos en sus intentos de sostener el esfuerzo bélico alemán. 

Paul Doll es el comandante del campo, trasunto literario del sanguinario Rudolf Höss (hay un libro excelente, que yo presenté aquí en abril de 2015, sobre su figura: Hanns y Rudolf, de Thomas Harding, una mezcla de ensayo histórico y biografía novelada, publicado en 2014 por Galaxia Gutemberg), que, efectivamente, fue responsable de Auschwitz desde comienzos de 1940 hasta los primeros meses de 1945 cuando, en medio de la caótica liberación del recinto, logró escapar, haciéndose con una identidad falsa, para ser localizado algún tiempo después escondido en un granero de un pequeño pueblo en el norte de Alemania, en la frontera con Dinamarca. Detenido y juzgado, Höss fue colgado en el propio campo de Auschwitz, escenario de su crueldad, el 17 de abril de 1947. El Paul Doll de la novela de Amis es un individuo mediocre -soy un hombre normal con sus necesidades normales, dice de sí mismo-, caricaturesco, ridículo, patético, grotesco, un viejo borracho -así lo llaman sus hombres- que fuma a escondidas de su mujer, frente a la que se siente íntimamente empequeñecido, a la que en el fondo teme y con la que mantiene una insatisfactoria vida sexual hecha de sometimiento y cumplimiento obligado, por parte de ella, del “débito conyugal”. Este individuo anodino, banal, que, sin embargo, se considera a sí mismo la punta de lanza de este gran programa nacional de higiene aplicada en que consiste la planificación y puesta en práctica de la “solución final”, solventa con pasmosa naturalidad las crueles obligaciones propias de su cargo, las “enojosas” actividades burocráticas que conlleva la sangrienta intendencia del campo, las cuales, sin embargo, lo evaden de sus celos, sus caprichos infantiles, sus ansiedades y lascivias, sus arrebatos de violencia injustificada. 

El tercer narrador es el judío polaco Szmul, uno de los esclavos de la SK, los Sonderkommando, los cuervos del osario, encargados de llenar y vaciar las cámaras de gas del campo (Casi todo nuestro trabajo se hace entre los muertos, con tijeras pesadas, las tenazas y los mazos, los cubos con los residuos de gasolina, los cucharones, las trituradoras). Szmul es, por un lado, un hombre triste, cuyo destino conmueve (Somos los hombres más tristes del campo. De hecho somos los hombres más tristes de la historia del mundo. Y de todos estos hombres tristísimos yo soy el más triste. Y se trata de una verdad demostrable, e incluso mensurable. Soy, con cierta diferencia, el primer número, el número más bajo…, el número más antiguo. Además de ser los hombres más tristes que hayan existido, somos también los más repulsivos. Y sin embargo, nuestra situación es paradójica. Cuesta entender por qué somos tan repulsivos siendo como somos seres que no hacemos ningún daño. La cuestión es que podría argüirse que, en contrapartida, tampoco hacemos ningún bien. Pero somos infinitamente repulsivos, y también infinitamente tristes), aunque, a la vez, su ingrata tarea repele, en tanto es el líder de los judíos que ayudan a los nazis en su trabajo de exterminio y eliminación de sus congéneres, una actividad no exenta de oprobio y vergüenza, pues permite a quienes las llevan a cabo no solo salvar sus vidas, o al menos retrasar su muerte, a costa del cruel asesinato de sus semejantes sino también, en más de un caso, traficar de manera ultrajante con los bienes que las víctimas dejan atrás antes de adentrarse en los hornos. Su relato, que siempre aparece de modo más breve que el de los otros dos narradores, se mueve entre estos dos extremos, lo abyecto de su colaboración con los monstruos criminales a los que obedecen, en ocasiones con saña, y lo conmovedor y trágico de su circunstancia («O te vuelves loco en los primeros diez minutos», se dice con frecuencia, «o te acostumbras a ello.»). Szmul es, en cierto modo, un mártir, responsable, por tanto, de dar testimonio de la ignominia (Märtyrer, mucednik, martelaar, meczonnik, martyr: en todas las lenguas que conozco, la palabra viene del griego martur, que significa «testigo». Nosotros, los Sonders, o algunos de nosotros, daremos testimonio), y héroe, también, con sus ambigüedades (Hay aún tres razones, o excusas, para seguir viviendo: la primera, para dar testimonio; la segunda, para exigir una venganza mortífera. Yo estoy dando testimonio, pero el espejo mágico no me devuelve la imagen de un homicida. O no todavía. La tercera, y más crucial, que salvamos una vida (o la prolongamos) en cada transporte: a veces ninguna, a veces dos; una media de una por transporte. Y un porcentaje del 0,01 no es un porcentaje del 0,00. Y son invariablemente varones jóvenes). 

De manera muy sutil, Amis, deja pistas acerca del modo en que las palabras de los tres “relatores” llegan al lector. Szmul dice: enterraré todo lo que he escrito, en el termo, debajo del grosellero espinoso. Y, en virtud de ello, no todo yo moriré; y Thomsen, al comienzo de la novela, señala: Mi cuaderno está abierto sobre un tocón, y la brisa hace fluctuar con curiosidad sus hojas, apuntando, quizá, al medio en que sus reflexiones quedarán reflejadas; por último, de manera algo más difusa, Doll redacta sus delirios infantiles y narcisistas y emite informes y cruza correspondencia y telegramas con las autoridades del régimen, sentado ante su escritorio, del que le distrae la llegada de la criada: Estaba en casa, inclinado sobre mi escritorio, sumido en una meditación cansada, cuando oí unas pisadas que se acercaban y luego se detenían

La zona de interés es también una historia de amor (cuyo desarrollo, esencial en la novela, no quiero siquiera esbozar), pues Thomsen se obsesiona primero y se enamora después de esa Hannah Doll fría, despótica, e insensible ante el mal que la rodea, y la presencia de esta dimensión tan “vital” en un escenario dominado por la muerte constituye otra de las posibles causas del rechazo o hasta el escándalo que su publicación pudo provocar. La evolución futura de esta historia romántica, si la podemos llamar de este modo, así como el destino final de los personajes se muestran en una suerte de recapitulación postrera -Lo que vino después-, muy emotivo y del que tampoco voy a desvelar ningún detalle salvo que obligará al lector a modificar, de manera relevante, sus impresiones y su valoración sobre la personalidad y el comportamiento de los protagonistas que se habían mostrado hasta entonces. 

Por lo demás, y a través de esta vía inusual y muy audaz literariamente, el libro (extraordinariamente documentado, como puede deducirse de su epílogo, en el que Amis da cuenta de las muchas y muy diversas fuentes en las que se basó para escribirlo) constituye una sobresaliente exploración de los temas que normalmente comparecen cuando se analiza el fenómeno del Holocausto. El consabido, y tantas veces traído aquí por mí, de la banalidad del mal, presente en muchos pasajes que retratan la insustancial “normalidad” de la vida de los oficiales nazis aparentemente ajenos -y, de no ser así, inmunes al menor atisbo de culpabilidad- a la tragedia que perpetran una vez traspasados los escasos metros que separan sus hogares de las zonas de exterminio (sirva de ejemplo significativo la carta entre el jefe de personal de IG Farben y el comandante Doll, que no requiere comentario: El transporte de 150 mujeres se realizó de forma correcta y llegaron en buenas condiciones. Sin embargo, nos fue imposible obtener resultados concluyentes ya que todas ellas murieron durante los experimentos. Volvemos a solicitar que sean tan amables de enviarnos otro grupo de mujeres de la misma cantidad y el mismo precio); la interesada complicidad, la connivencia despiadada y culpable de burócratas, empresarios, ingenieros (que tan bien describió Éric Vuillard en El orden del día, igualmente comentado aquí), como constatamos en este fragmento espeluznante: Las figuras que atrajeron mi atención (…) no eran los hombres vestidos de rayas, que formaban colas o avanzaban deprisa en hileras o se enredaban unos con otros en una especie de amasijo de ciempiés que se movieran a una velocidad antinatural, como extras en una película muda, desplazándose mucho más rápido de lo que les permitía su fuerza o su constitución, como en obediencia a una manivela frenética manejada por una mano furibunda. Las figuras que atraían mi atención no eran los Kapos que gritaban a los prisioneros, ni los suboficiales de las SS que gritaban a los Kapos. No. Lo que atraía mi mirada eran las figuras con traje de calle de ciudad, los planificadores, ingenieros, administradores de las fábricas de IG Farben de Frankfurt, Leverkusen, Ludwigshafen, con cuadernos de tapas de piel y cintas métricas retráctiles amarillas, pasando airosamente por delante de los cuerpos de los heridos, los inconscientes y los muertos; los oscuros abismos de la naturaleza humana, la brutalidad, violencia y la deshumanización de la experiencia de los campos como inexplicable muestra de la degradación de la humanidad a la que solo nuestra especie es capaz de llegar; la complicidad y la responsabilidad moral de los que obedecen o, sencillamente, se “dejan llevar” (Eramos obstruktive Mitläufer. Íbamos con la corriente. Íbamos con la corriente, colaborábamos, haciendo todo lo posible por arrastrar los pies y arañar las alfombras y los entarimados, pero íbamos con la corriente. Hubo centenares de miles de alemanes como nosotros, tal vez millones; un concepto, este de mitläufer, que era el eje central de otro libro excepcional que reseñé en Todos los libros un libro hace unos años, Los amnésicos, de Géraldine Schwarz); el sufrimiento humano, la frágil esperanza y la resistencia en un entorno de opresión extrema, sobre todo a través del personaje de Szmul, que, pese a sus contradicciones, refleja el poder de la humanidad para perseverar incluso en las circunstancias más desesperadas. 

En fin, una excepcional novela que está en la base de una muy distinta aunque igualmente formidable película del director británico Jonathan Glazer, ganadora de dos Oscar, ambos de importancia, a la mejor película internacional y al mejor sonido (y luego explicaré porque resulta descollante este galardón), tres Baftas, el Premio del Jurado y el de la Asociación de la Prensa en Cannes, entre otros muchos. La cinta es una adaptación muy libre, hasta el punto de constituir un creación artística totalmente diferente, de la novela de Amis, con la que solo comparte el título, la ubicación de la acción, el temible lager de Auschwitz, y la voluntad, presente en la novela, como ya hemos reseñado, pero desarrollada de modo más extremo en la versión cinematográfica (Amis aún describe en ocasiones la barbarie dentro de los lugares del horror y asesinato, opción que Glazer elude), de ofrecer la dramática experiencia del exterminio desde la lejanía -mediante el recurso técnico del “fuera de campo”, empleado, como luego veremos, de manera magistral- al posar su mirada, en apariencia fría y desapasionada, en lo que ocurre en la vivienda del comandante, en sus costumbres y rutinas familiares, en las gratas y apacibles existencias del militar, su mujer, sus hijos, sus compañeros de “trabajo”, sin conceder apenas protagonismo a lo que, de manera más convencional, siempre ha mostrado el cine: el retrato frontal del espanto, que aquí solo percibimos a través de alusiones indirectas, nunca expuesto abiertamente sino de un modo oblicuo e incidental, aunque igualmente sobrecogedor. 

No hay, pues, ni rastro del retrato a tres bandas, a tres voces, nada hay siquiera de las figuras de Thomsen y Szuml, ni del resto de personajes, singularmente los amigos de Golo, las prisioneras a las que frecuenta, que aparecen en el libro. Nada, por lo tanto, tampoco de las vicisitudes de la indefinida historia de amor, ni de las diversas tramas argumentales que se desarrollan en el “juego” entre los tres narradores; nada, por supuesto, del lenguaje ni del tono irónico. No están, siquiera, Paul y Hannah Doll, ficciones creadas por Amis, sino sus correlatos “reales”, los auténticos Rudolf Höss y su mujer Hedwig, que ocupan el centro de la trama, junto con sus cinco hijos, unos cuantos sirvientes, algunos amigos, un puñado de oficiales y, de manera incidental, los empresarios y ejecutivos de IG Farben que negocian los términos de la ampliación del campo. La película describe, en su mayor parte, la vida, algo austera, predecible, ordenada, sin excesos, de la familia: el jardín, las llamativas flores, un invernadero, la piscina repleta de niños, los juegos infantiles, los baños en el río, los picnics campestres, las labores domésticas, las conversaciones triviales, las comidas, las charlas conyugales, alguna discusión, los cotilleos de las mujeres, la salida de Rudolf hacia el trabajo, Hedwig que se afana en la intendencia del idílico hogar. A esta existencia sana, propicia, feliz, tranquila, corriente, convencional se le yuxtaponen las leves “anotaciones” del “otro mundo”, que atisbamos gracias a apuntes sutiles, como si Glazer quisiera huir de los subrayados, de los mensajes consabidos, demasiado explícitos: los altos muros, coronados por alambre de espino, que circundan la casa y la separan de las “otras” dependencias; las diversiones de los niños contaminadas inconscientemente por esa otra realidad apenas atisbada (el encierro en el invernadero, los juegos bélicos, los tambores que emulan el repiqueteo de las armas); la insensible Hedwig Höss probándose el abrigo de piel de un cautivo judío asesinado, escogiendo los bienes más codiciados de las víctimas expoliadas, amenazando por su torpeza a una criada, sin ira, sin énfasis, con naturalidad, indicándole que podría hacer que su poderoso marido esparciera sus cenizas por el pueblo polaco de la que la muchacha procede; el omnipresente humo de las chimeneas; y, sobre todo, el ruido constante, un rumor machacón e insistente, un zumbido persistente y opresivo, como de máquinas en continuo funcionamiento (los motores de la muerte, ha escrito algún crítico), punteado por sonidos de trenes, disparos amortiguados, gritos autoritarios y chillidos desgarradores (cuyo excepcional tratamiento técnico le ha valido el Oscar al mejor sonido a Johnnie Burn). Todo ello acompañado de una banda sonora inquietante, obra de Mica Levi, en un tratamiento sobresaliente del “fuera del campo” que recogen las cámaras, que trae al espectador todo lo que Glazer no quiere mostrar: los convoyes de los trenes, los andenes atestados, los brutales miembros de las SS, sus perros despiadados, los hombres, los ancianos, las mujeres, los niños, aterrorizados, desnudos, sufrientes, los barracones para prisioneros, los fusilamientos, los patíbulos, las cámaras de gas, los crematorios. Solo por esta dimensión “sonora” la película ya resultaría magistral. 

Hay, ya para terminar, algunos “experimentos” técnicos que a mí me han resultado menos atractivos e, incluso, en mi profunda ignorancia, superfluos, prescindibles, como si el director quisiera dejar constancia de su “firma”, de su muy personal virtuosismo estilístico, con propuestas algo huecas, retóricas, narcisistas: la larga apertura de la película con la pantalla en negro; los encuadres “atrevidos”; los “raccords” poco convencionales (el apagado de las luces en la casa, el recorrido por los pasillos, el deambular por las dependencias oficiales, con un singular entrelazamiento de planos); las tomas largas e ininterrumpidas; los escasos primeros planos; las escenas oníricas, filmadas con una cámara de visión nocturna y que pese a su “excentricidad” en relación al resto de la cinta, son intensas y dramáticas, conmovedoras, y en las que, en blanco y negro, vemos a una niña que por la noche deja manzanas en el campo, supuestamente para los prisioneros, en una historia que parece tener una base real, según he podido leer en alguna reseña. Todo ello puede parecer al espectador -así me ha ocurrido a mí en más de un momento- una superficial apuesta de “artista”, de intelectual, pero es justo reconocer que, a la vez, reflejan una elogiable voluntad del director de alejarse de los acostumbrados discursos moralizantes que apelan y halagan las emociones más primarias del público. 

En fin, una novela magnífica (como lo es también La flecha del tiempo y, en general, la obra entera de Martin Amis, fallecido hace ahora un año y cuya figura hoy celebramos) y una película no menos excepcional. Ambas, obras imprescindibles. Os dejo con un texto, muy breve, entresacado de uno de los parlamentos de Szmul; en sus palabras, emotivas, conmovedoras, percibimos un vislumbre de fe en el ser humano, un atisbo de humanidad, tenuemente esperanzador, en un mundo atroz. Tras él, una pieza a la que se alude en la novela, una de aquellas canciones de amor (tomadas de operetas sentimentales) ingenuas y ardientes que se escuchan en el Club de Oficiales en las desenfadadas fiestas que se celebran a escasos metros de la ignominiosa aniquilación. Se trata de Sag’ zum Abschied seise Servus (Di adiós dulcemente cuando nos separemos, traduce Zulaika) compuesta por Peter Kreuder para la película de 1936 Burgtheater. Aquí os la ofrezco en la voz de Greta Keller acompañada por Peter Kreuder y su Orquesta. 


El impulso de matar es como la onda de marea alta de un río, una ola empinada que avanza contracorriente. Contracorriente de lo que soy o de lo que fui. Hay una parte de mí que confía en sentir ese impulso al final. 

Pero si han de llevarme a la cámara de gas (aunque probablemente sea demasiado conocido para eso, y se limiten a llevarme aparte para darme el tiro en la nuca…, pero imaginemos que se da el caso); si me llevan a la cámara de gas, me moveré entre los condenados. 

Me moveré entre ellos y le diré al anciano del abrigo de astracán: «Péguese todo lo que pueda a la rejilla de ventilación, señor.» 

Y al niño del traje de marinero: «Respira hondo, chico.»

Videoconferencia
Martin Amis. La zona de interés

miércoles, 22 de mayo de 2024

BENJAMÍN LABATUT. MANIAC; UN VERDOR TERRIBLE
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El pasado 10 de abril, coincidiendo con el comienzo del último trimestre del curso, que cierra la temporada radiofónica de nuestro espacio, iniciábamos aquí una serie, que hoy llega a su sexta entrega de un total de siete, dedicada a las muy fructíferas relaciones entre literatura y cine. En los cinco primeros programas del ciclo, os propuse la lectura de algunos libros, todos excelentes, que han sido objeto de traslación cinematográfica en películas en su mayoría también magistrales: Las uvas de la ira, Matar a un ruiseñor, Rebecca (con las “propinas” de Los pájaros y La posada Jamaica) y La última película (junto a Hud, el salvaje) obras literarias de John Steinbeck, Harper Lee, Daphne du Maurier, autora de Rebecca y sus “añadidos”, y Larry McMurtry, quien escribió las dos postreras; y de los responsables de las correspondientes versiones en la gran pantalla: John Ford, Robert Mulligan, Alfred Hitchcock, que llevó al cine los tres títulos, un cuento y dos novelas, de Du Maurier, y Peter Bodganovich y Martin Ritt, directores de The last picture show y Hud

En el caso de esta tarde, no se trata, en realidad, de un texto literario que haya sido a llevado al cine, sino de una novela, una excepcional novela, cuyo universo, su temática, parte de su trama argumental e incluso alguno de sus personajes, aparecen también en una película, de relativamente reciente actualidad y que ha ocupado en estos meses las primeras planas de periódicos y noticiarios a partir de su abundante “cosecha” de premios en los últimos Oscar “hollywoodyenses”. MANIAC, escrito así, con mayúsculas, es el título del deslumbrante libro, una novela que escapa a cualquier rígida clasificación genérica escrita por Benjamin Labatut y cuyo paralelismo con la triunfal Oppenheimer, la gran película de Cristopher Nolan, resulta, a mi juicio, más que evidente. 

Benjamín Labatut es un escritor chileno nacido en 1980 en Róterdam, aunque, transcurrida su infancia y adolescencia en La Haya, se instaló en Santiago de Chile, donde vive actualmente. Tras dos o tres publicaciones de diversa índole -un libro de relatos, algún texto de difícil catalogación-, su salto al primer plano del escenario literario mundial se produjo en 2020, cuando, en la editorial Anagrama, responsable igualmente de MANIAC, vio la luz Un verdor terrible, un libro magnífico, que también quiero recomendaros y que se convirtió en un brillante fenómeno editorial, traducido a treinta y dos idiomas, siendo ganador del Premio Galileo y el Premio Municipal de Santiago, y finalista de dos galardones de prestigio mundial, el Premio Booker Internacional y el Premio Nacional del libro en Estados Unidos para obras literarias traducidas al inglés. Desenvolviéndose en un ámbito similar al que luego describiré en MANIAC, el de la ciencia y los científicos, el libro, de no fácil adscripción genérica, a caballo de la ficción literaria, el ensayo divulgativo, la biografía parcialmente imaginaria, la recreación histórica y hasta la crónica periodística, merecería una emisión íntegra, dado el interés de su propuesta, la vastedad de los asuntos que trata y los múltiples aspectos, tanto estilísticos como de contenido, que resultan reseñables. Hay un muy notorio hilo conductor que guía el texto -en apariencia digresivo, mezclando historias y tiempos y personajes, realidad documentada y detalles inventados-, una serie de temas que constituyen el núcleo central del libro: la desmesurada evolución de la ciencia (Podemos despedazar átomos, deslumbrarnos con la primera luz y predecir el fin del universo con solo un puñado de ecuaciones, garabatos y símbolos arcanos que las personas normales no pueden entender a pesar de que gobiernan sus vidas hasta el más mínimo detalle. Pero no es solo la gente común: los propios científicos han dejado de entender el mundo. Mira la mecánica cuántica, por ejemplo, la joya de la corona de nuestra especie, la teoría física más precisa, hermosa y con mayor alcance que hemos inventado. Está detrás de internet, de la supremacía de nuestros teléfonos celulares, y ofrece la promesa de un poder computacional solo comparable a la inteligencia divina. Ha transformado nuestro mundo hasta volverlo irreconocible. Sabemos cómo usarla, funciona por una suerte de milagro, y sin embargo no hay un alma en este planeta, nadie vivo o muerto, que realmente la entienda. La mente no puede lidiar con sus paradojas y contradicciones), la superación de los límites racionales del conocimiento (el mundo que Heisenberg había descubierto era incompatible con el sentido común), las dificultades para comprender la creciente complejidad de nuestro universo (la súbita constatación de que eran las matemáticas –y no las bombas atómicas, los computadores, la guerra biológica o el apocalipsis del clima– las que estaban cambiando nuestro mundo a tal punto que en tan solo un par de décadas, a lo sumo, sencillamente no seremos capaces de entender qué significa ser humano), los riesgos a los que conduce el desarrollo tecnológico de las últimas décadas propiciado por descubrimientos científicos descomunales, las consecuencias para el destino de la humanidad de los hasta hace poco inimaginables avances de la física cuántica, de la teoría de la computación, de la experimentación biológica, la capacidad de la ciencia para construir “monstruos”, artificios “poshumanos” que cuestionan la moral, los valores, las verdades, que desafían las certezas (En el sustrato más hondo de las cosas, la física no había encontrado una realidad sólida e inequívoca (…) regida por un dios racional que tiraba de los hilos del mundo, sino un reino de maravilla y extrañeza, hijo del capricho de una diosa de múltiples brazos jugando con el azar), la razón, los principios éticos por los que nuestra especie -mal que bien- se ha venido rigiendo hasta nuestros días (Cuándo empezó toda esta locura. ¿Cuándo dejamos de entender el mundo?). 

Para llevar a cabo tan ambicioso y poco convencional proyecto, Labatut presenta, de un modo muy original y brillante, determinados episodios, todos singulares y significativos, de las vidas de algunos destacados científicos, Fritz Haber, Karl Schwarzschild, Alexander Grothendieck, Shinichi Mochizuki, Albert Einstein, Louis de Broglie, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg o Niehls Bohr, en situaciones y momentos en los que se produce un hallazgo, un descubrimiento, una revelación que muestra a la vez los límites y las posibilidades del conocimiento humano (Las historias que me atraen, ha afirmado el chileno en alguna entrevista, son aquellas en las cuales un ser humano se topa de golpe con algo que no es capaz de comprender). Y así, en relatos plagados de anécdotas, teorías, experimentos y delirios científicos, referencias culturales, apuntes biográficos, informaciones de todo tipo y narraciones entrelazadas, en inteligentes invenciones (esta es una obra de ficción basada en hechos reales. La cantidad de ficción aumenta a lo largo del libro; mientras que en «Azul de Prusia» [el primer y magistral capítulo] solo hay un párrafo ficticio, en los textos siguientes me tomé mayores libertades, tratando de permanecer fiel a las ideas científicas expuestas en cada uno de ellos), en capítulos apasionantes de lectura “magnética” (sorprende la irresistible atracción de un texto poblado de menciones a funciones de ondas, cálculos estadísticos, partículas subatómicas, objetos cuánticos, movimientos gravitacionales, ecuaciones, curvatura del espacio, enigmas matemáticos, paradojas físicas; y capaz, pese a todo ello, de provocar una lectura absorbente y hechizada, cierto que en ocasiones algo de no fácil comprensión para el profano), por el libro desfilan -en un repaso que forzosamente he de hacer a vuelapluma- infinidad de historias sorprendentes. 

Es el caso de las que se relatan en Azul de Prusia, el deslumbrante capítulo que abre el libro, con Fritz Haber como protagonista, el químico que creó el pesticida Zyklon sin saber que los nazis terminarían utilizándolo en los campos de exterminio para asesinar a miembros de su propia familia, en unas páginas en las que comparecen la invención del color que da título al capítulo; el descubrimiento del cianuro; los métodos clásicos de obtención de nitrógeno a partir de los huesos de los muertos; Frankenstein o el moderno Prometeo, el anticipatorio libro de Mary Shelley (una referencia que está también en la película de Nolan), con su alerta sobre el avance ciego de la ciencia; el genio matemático y padre de la computación Alan Turing, que se suicidó mordiendo una manzana inyectada, precisamente, con cianuro (en otro guiño que puede rastrearse en Oppenheimer); o el sentimiento de culpa de Haber, que llegaría a ser Premio Nobel de Química, por las dañinas consecuencias de su sustancial descubrimiento de un método para extraer nitrógeno del aire, porque su invención había alterado de tal forma el equilibrio natural del planeta que él temía que el futuro de este mundo no pertenecería al ser humano sino a las plantas, ya que bastaría que la población mundial disminuyera a un nivel premoderno durante tan solo un par de décadas para que ellas fueran libres de crecer sin freno, aprovechando el exceso de nutrientes que la humanidad les había legado para esparcirse sobre la faz de la tierra hasta cubrirla por completo, ahogando todas las formas de vida bajo un verdor terrible, en un texto que explica el título del libro. Y está también Karl Schwarzschild resolviendo abstrusos problemas matemáticos en las trincheras de la Gran Guerra, entre estallidos de mortero y nubes de gas, devorado por una enfermedad de la piel; lo innovador de sus demostraciones -la singularidad de Schwarzschild- chocó con el escepticismo de Albert Einstein. Y conocemos a Shinichi Mochizuki, creador de una nueva rama de las matemáticas, imposible de concebir (Para comprender mi trabajo es necesario que desactiven los patrones de pensamiento que han instalado en sus cerebros y que han dado por sentados durante tantos años). Y Alexander Grothendieck, un genio precoz de las matemáticas (Cuando (…) aún era un estudiante de pregrado en la Universidad de Montpellier, su profesor Laurent Schwartz le pasó un artículo que había publicado hacía poco y que incluía catorce grandes problemas no resueltos. Su idea era que Alexander eligiera uno de ellos para su tesis de grado. El joven, que se aburría enormemente en clases y era incapaz de seguir instrucciones, volvió tres meses después. Schwartz le preguntó cuál había elegido y qué tan lejos había podido avanzar. Alexander lo miró sin entender. Los había solucionado todos), cuya exacerbada inteligencia lo llevó al delirio místico, a la enfermedad mental y a la soledad, y que, extraordinariamente lúcido, avisaba de los peligros de la ciencia: No eran los políticos los que acabarían con el planeta, les dijo, sino los científicos como ellos que caminaban como sonámbulos hacia el Apocalipsis

Y en otra fascinante sección del libro, Cuando dejamos de entender el mundo, que incluye una turbadora y emotiva intrahistoria ambientada en una clínica para enfermos de tuberculosis, asistimos, simultáneamente asombrados y perplejos, al feroz enfrentamiento entre Werner Heisenberg y Erwin Schrödinger, padres de la mecánica cuántica y defensores de teorías opuestas sobre la física, disputa en la que, con la presencia tutelar de Niels Bohr, afloran, como es natural, el principio de incertidumbre del primero y el famoso gato, a la vez vivo y muerto, del segundo. Y precursor también fue Louis de Broglie -excéntrico amante del art brut, aparte de científico brillante y adelantado (La tesis que tienen en sus manos demuestra que para cada partícula de materia –sea un electrón o un protón– existe una onda asociada que la transporta por el espacio, conclusión que Einstein saludó con entusiasmo: Es el primer débil rayo de luz en este dilema del mundo cuántico, el más terrible de nuestra generación)-, que en su ensimismamiento creativo, rayano en la locura, llegó a encerrarse en su casa durante tres meses, sin apenas comer ni beber; cuando su hermano forzó la puerta, temeroso de lo que podría encontrarse, avanzó por los pasillos y salones repletos de estatuas de basura, viendo por primera vez las escenas del infierno dibujadas a crayón, hasta que llegó a la sala principal de la muestra, en la cual se alojaba una réplica perfecta de la catedral de Notre Dame –incluyendo los rasgos de cada una de sus gárgolas–, fabricada solo con excrementos. Hay, además, un epílogo, de título El jardinero nocturno, muy bello, y que, en otro registro literario -es Labatut el que habla en primera persona-, opera como resumen del libro. 

En octubre de 2023, y siguiendo, en cierto modo, la estela temática de Un verdor terrible, se publicó MANIAC, que también está alcanzando, a escasos meses de su aparición, un extraordinario éxito de ventas y crítica. MANIAC es una novela; singular, original, especialísima, pero novela, ficción al fin, por mucho que su base real sea muy consistente, sus personajes individuos históricamente existentes, la mayor parte de los pasajes y episodios narrados constatables documentalmente. En síntesis muy reduccionista, el libro, en su mayor parte, narra la vida de John von Neumann, el científico húngaro de origen judío, nacido en Budapest en 1903 y fallecido en 1957 en Estados Unidos, país en el que se había nacionalizado veinte años antes. Neumann, un genio de una inteligencia descomunal (Fue el ser humano más inteligente del siglo XX), destacó en muy distintas áreas científicas: matemáticas, física cuántica, teoría de juegos, lógica, ciencias de la computación, economía, cibernética, entre otros muchos campos. Fue -y por ello ha pasado a la historia- uno de los padres, quizá el más relevante, de la bomba atómica (una de las ideas más diabólicas en la historia de la humanidad, tan peligrosa y cínica que es un verdadero milagro que hayamos sobrevivido), principal responsable, pues, por su papel sobresaliente en el Proyecto Manhattan, la investigación sobre las armas nucleares llevada a cabo por el Gobierno de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, de las terribles explosiones nucleares en Hiroshima y Nagasaki que pusieron fin a la contienda, abriendo a la vez una imparable escalada armamentística, que llega a nuestros días y cuyas probables, dramáticas e irreversibles consecuencias han planeado -y siguen haciéndolo- sobre el ser humano (Lo que estamos creando ahora es un monstruo cuya influencia va a cambiar la historia. ¡Si es que queda algo de historia!). 

Para dar cuenta de la trayectoria personal y profesional de von Neumann, Labatut no se ajusta a una semblanza biográfica al uso, sino que elige un planteamiento literario muy poco convencional. El libro aparece estructurado en tres partes, de muy diferentes extensión y alcance. La primera de ellas, Paul o El descubrimiento de lo irracional, apenas treinta deslumbrantes, dramáticas y terribles páginas, se abre con un comienzo sobrecogedor: En la madrugada del 25 de septiembre de 1933, el físico austriaco Paul Ehrenfest entró en el Instituto Pedagógico del profesor Jan Waterink para niños discapacitados en Ámsterdam, le disparó a Vassily, su hijo de catorce años, y luego se pegó un tiro en la cabeza. Vassily padecía síndrome de Down y en sus cortos años de vida había sufrido muy duras incapacidades físicas y mentales que obligaron a su padre a recluirlo en diversos sanatorios y hospitales. El científico, de origen judío, íntimo amigo de Einstein, entusiasta profesor, dedicado en cuerpo y alma a la enseñanza, espantado ante la llegada de los nazis al poder, sabedor del aciago futuro que esperaba a su hijo discapacitado -a finales de mayo de aquel año Alemania había legalizado la esterilización eugenésica- trasladará al chico a la clínica de la capital holandesa en la que, al poco tiempo, sumido en la depresión, abrumado por la frenética corriente de sinrazón que imperaba en la sociedad alemana, pondría fin a la vida de ambos. La torturada figura de Ehrenfest permite al autor adentrarse en uno de los ejes temáticos de su libro, el de la irracionalidad. Ehrenfest se “borra” de un mundo que cambia de manera acelerada y que ya no puede entender ni desde el punto de vista social, ni desde el personal, ni desde el científico. En lo social, lo aterra la siniestra influencia del nazismo -y eso que aún estamos en 1933, el horror solo se muestra en germen-, la arbitrariedad del Reich, con su desprecio a los judíos, su pseudociencia eugénica y su odio homicida, el infierno enloquecido hacia el que se encamina la sociedad de su tiempo. En lo personal son su propia inestabilidad psicológica, su incapacidad para soportar la incertidumbre reinante, su carácter depresivo, sus conflictos sentimentales (estaba partido en dos, desgarrado entre la sincera devoción que sentía hacia su esposa y la dolorosa euforia que le causaba [su amante] Nelly) los que lo sumen en un estado de angustia paralizante, de desesperado sufrimiento, de ausencia de energía y expectativas vitales (¿Por qué la gente como yo está condenada a seguir viviendo?). Por último -en un plano anticipatorio en esas primeras páginas del libro y que acabará por resultar central en el resto de la novela-, su cosmovisión científica -Ehrenfest es uno de los fundadores de la física cuántica-, basada en la racionalidad, en la lógica, en la exactitud y previsibilidad matemáticas, su creencia en el orden, las certezas, el convencimiento de que el mundo estaba protegido y cada cosa estaba en su lugar, cobijadas por una fuerza que hermanaba el dolor y el placer, la luz y la oscuridad, el orden y el caos, con la vida y la muerte enroscadas en una espiral, entrelazadas de tantas formas que nunca seremos capaces de separarlas; toda esa armonía inspiradora se ve desbaratada por la irracional evolución de la ciencia, por la rapidez de los nuevos descubrimientos, por los vertiginosos avances que afloran en los artículos y en las charlas de sus colegas, rebosantes de ideas, supuestamente revolucionarias, en las cuales él no veía otra cosa que la industrialización de la física y que provocan en él un desconcierto tal que ya no era capaz de distinguir un orden razonable en el universo, no reconocía leyes naturales ni patrones, solo una vorágine vasta y desmedida en expansión constante, preñada de caos, infectada por el sinsentido y desprovista de cualquier tipo de inteligencia o ley. Los insondables abismos, de hondura imprevisible, hacia los que se dirige la ciencia, la fuerza oscura e inconsciente que se estaba infiltrando poco a poco en la cosmovisión científica, lo superan y lo espantan, lo desgarran y mortifican, privando de sentido a su vida y su trabajo: 

La razón hoy está desvinculada de los aspectos más profundos y fundamentales de nuestra psique, y temo que nos arrastrará hacia delante por el hocico, como a una mula borracha. Sé que lo ves tan claro como yo, pero la mayor parte del tiempo me siento solo, como si fuese el único ser humano capaz de dar testimonio sobre cuán bajo hemos caído. Estamos de rodillas, rezando al dios equivocado, una deidad infantil y cruel que se esconde en medio de un mundo corrupto que no puede gobernar ni comprender. ¿O es que lo hemos creado, a nuestra repugnante imagen y semejanza, y luego nos hemos olvidado de ello, como los niños que dan luz a los monstruos que los acechan, sin darse cuenta de que son ellos mismos quienes tienen la culpa de sus desvelos? 

Monstruos, deidad cruel e infantil, creación repugnante, razón desvinculada del alma, metáforas de un desarrollo científico (del que la locura, el fanatismo, el delirio hitlerianos corren en paralelo a modo de “ilustración” emblemática y reveladora) que nos estaba empujando hacia un futuro en el cual nuestra especie ya no tendría un lugar, sino que sería reemplazada, más temprano que tarde, por algo completamente monstruoso. Todo ello será la causa última de la cruenta escena con la que se abre el libro, en una historia aparentemente descontextualizada del resto de la obra. 

Pero solo aparentemente, porque esa idea matriz (que ya vislumbra Goya ciento cuarenta años antes de la bomba nuclear: el sueño de la razón produce monstruos) es el leitmotiv de la sección central de la novela (y de la obra entera, en realidad), John o Los delirios de la razón, doscientas cincuenta páginas que giran sobre John von Neumann, cuya vida y obra Labatut nos presenta en una larga veintena de “acercamientos” contados en otros tantos capítulos por una quincena de personajes (algunos repiten) pertenecientes a su esfera personal (la madre, Margit, su hermano, Nicholas Augustus, sus dos esposas, Mariette Kövesi y Klára Dan, su hija, Marina) y a la profesional (con un elenco de lo más destacado de la ciencia de la época: Eugene Wigner, George Pólya, Theodore Von Kármán, Gábor Szegö, Richard Feynman, Oskar Morgenstern, Julian Bigelow, Sydney Brenner y Nils Aal Barricelli). Mientras en la primera parte del libro era la voz del novelista la que daba cuenta de los hechos relevantes de la figura del protagonista de ese apartado, Paul Ehrenfest, aquí la aproximación a Von Neumann se hace, al modo de una indagación o un expediente policial, a través de los testimonios de esos diversos narradores, en una alternancia de voces (de identificación, en ocasiones, algo confusa o caótica) que permite al lector, a partir de la pluralidad de puntos de vista, “construir” su propia imagen del “biografiado”. Siguiendo esta perspectiva coral vemos al científico en tres dimensiones fundamentales, imbricadas en un hilo más o menos cronológico: anécdotas y detalles de su vida personal y profesional; observaciones y apuntes sobre su psicología, su carácter y su compleja personalidad, indescifrables incluso, en muchos casos, para quienes compartieron su vida con él; y, claro está -en un rasgo “marca de la casa” Labatut-, las ideas y las teorías, los axiomas y los teoremas, los problemas y los debates científicos -expuestos con rigor aunque de manera accesible para cualquier lector con un mínimo de formación- que estuvieron en el centro de la revolucionaria etapa de la física, las matemáticas, la química, la ingeniería, la cibernética o la estadística que se vivió en la primera mitad del siglo XX (una era de transformaciones sin precedentes) y en la que se encuentra el germen de la investigación nuclear, de la teoría cuántica y (en un efecto que llega a nuestros días, se prolongará en el futuro y ocupa la tercera parte del libro) del desarrollo de la inteligencia artificial, innovaciones todas que cambiarían el mundo conocido de una manera incontrolable y peligrosa, incorporando desde entonces a las vidas de la humanidad entera un enorme, imprevisible y espantoso riesgo de autodestrucción total (¿Cómo pudimos traer esos demonios al mundo? ¿Cómo nos atrevimos a jugar con fuerzas tan terribles que podían borrarnos de la faz de la Tierra, o enviarnos de vuelta a un tiempo previo a la razón, cuando el único fuego que conocíamos brotaba de los rayos que dioses iracundos nos lanzaban desde el cielo mientras nosotros temblábamos en las cavernas?). A este respecto, y de manera muy significativa, una de las tres partes en las que se subdivide esta sección nuclear -en todas las acepciones del término- del libro, se abre con dos citas que recogen sendos textos del propio John Von Neumann y de Robert Oppenheimer (aparte de los científicos que “hablan” en la obra, en el texto de Labatut afloran muchos otros, como Oppenheimer, Einstein, Niels Bohr, David Hilbert, Leo Szilard, Enrico Fermi, Kurt Gödel, algunos de los cuales, como el mismo Oppenheimer, aparecen también en la película de Christopher Nolan). Von Neumann: Todos éramos niños de pecho respecto a la situación que había surgido, a saber, que de pronto estábamos lidiando con algo capaz de hacer estallar el planeta. Oppenheimer: Sabíamos que el mundo no iba a ser el mismo. Algunos rieron, algunos lloraron, casi todos permanecieron en silencio. Yo recordé aquel verso de las escrituras hindúes, de la Bhagavad Gita: Vishnu está tratando de persuadir al príncipe para que cumpla su deber; para impresionarlo, adopta su forma de múltiples brazos y le dice: «Ahora me he convertido en la Muerte, la Destructora de Mundos». Supongo que todos pensamos en eso, de una u otra forma

Así, en la dimensión “personal”, el primero de los enfoques de la biografía del genio (el cerebro de von Neumann podía indicar un paso evolutivo más allá del Homo sapiens), conocemos episodios muy reveladores de la prodigiosa infancia en Budapest de Jancsi (apócope de su nombre húngaro, Neumann János Lajos), el niño superdotado que deslumbraba a sus maestros (ese niño de diez años había resuelto, en un instante y sin esfuerzo alguno, problemas que le habrían devanado los sesos a cualquier matemático competente). A través de las palabras de su madre (inventadas, pese a la más que probable base real; no se olvide que estamos ante una obra de ficción), sabemos que, diferente desde el principio, es un niño temerario, chismoso, travieso, extravagante, mimado, feroz, que come todo el día y lee toda la noche. De su hermano es una anécdota muy elocuente, la enloquecida fascinación de Jancsi por el avanzado telar mecánico que su padre llevó a la casa, un mecanismo automático que podía tejer tapices, brocados y textiles siguiendo patrones almacenados en tarjetas perforadas, un muy incipiente germen de lo que en la actualidad es la computación, que llevaría a Neumann, años después, a desarrollar ese método de las tarjetas perforadas para almacenar la memoria de sus computadoras. Son muchas -y muy destacadas- las manifestaciones, constantes a lo largo de su vida, de su intelecto superior, de su portentosa singularidad (En este mundo solo hay dos tipos de personas: Jancsi von Neumann y el resto de nosotros), sus asombrosas hazañas intelectuales infantiles (había aprendido a leer antes de cumplir los dos años; que sabía hablar alemán, inglés, francés, latín y griego antiguo; que a los seis años ya era capaz de dividir, mentalmente, dos números de ocho dígitos, y que un verano, muerto de aburrimiento después de que su padre lo dejara encerrado en la biblioteca familiar por haberle prendido fuego al cabello de su profesor de esgrima, se aprendió de memoria los cuarenta y cinco tomos de la historia general de Wilhelm Oncken), su formación enciclopédica (Se enroló en el programa de ingeniería química en el Eidgenössische Technische Hochschule de Zúrich (una institución tan exigente que Albert Einstein no pudo siquiera pasar el examen de ingreso) y a la vez se matriculó como alumno de matemáticas en la Universidad de Budapest, y también estudió en la Universidad de Berlín. No conozco a nadie capaz de asumir un peso tan grande y salir triunfante, pero a él le tomó solo cuatro años obtener un título de ingeniero químico y un doctorado en matemáticas), su meteórica carrera (solo tenía veintisiete años y ya era un profesor titular en Princeton que viajaba sin descanso entre América, Budapest, Gotinga y Berlín), su capacidad de absorber conocimiento de todo lo que lo rodeaba, su ansia lectora (Leía con avidez, día y noche. En una ocasión lo vi llevar dos libros al baño por temor a que se le acabara el primero antes de haber terminado), su memoria ilimitada y extrañísima (a los cuarenta años podía citar, palabra por palabra, un libro que había leído a los seis, pero luego sufría al no poder recordar el nombre de un colega), la lucidez de su pensamiento incontenible (su mente padecía un hambre voraz. A lo largo de su vida tuvo que revolotear de una rama de la ciencia a otra, incapaz de contenerse, como esos desdichados colibríes que deben comer sin cesar a riesgo de morir), su desmesurada pasión por la lógica, su claridad deslumbrante. Esa descollante brillantez (he conocido a mucha gente brillante a lo largo de mi vida. Conocí a Planck, a von Laue y a Heisenberg. Paul Dirac fue mi cuñado, Leo Szilard y Edward Teller fueron algunos de mis amigos, y también trabajé con Einstein. Pero ninguno de ellos tenía una mente tan rápida y aguda como la de János von Neumann. Lo dije en presencia de esos hombres, más de una vez, y nadie me contradijo), es percibida por sus empequeñecidos colegas (Crecer tan cerca de él fue una maldición. A menudo me pregunto si mi horroroso complejo de inferioridad (que ni siquiera el Premio Nobel pudo disminuir) es consecuencia de haber tratado a Jancsi durante la mayor parte de mi vida) como excepcional (un alienígena había aterrizado entre nosotros), revolucionaria y también, en cierto modo, amenazante (había sabido, en ese mismo instante, que von Neumann cambiaría el mundo, aunque no fuese capaz de imaginar cómo). 

Pero esta genialidad intelectual va acompañada de unas extraordinarias limitaciones psicológicas (Me parece que esa facilidad de pensamiento también tenía su lado oscuro), marcadas por el exceso y la hiperactividad de su mente, eléctrica, volcánica e incandescente, hasta el punto de que a su lado Albert [Einstein] parecía una tortuga ponderosa y aburrida. Unas insuficiencias que las declaraciones de sus dos mujeres y de alguno de sus colaboradores ponen de manifiesto. Mariette Kövesi, que lo conoce, cuando ella tenía tres años y él pocos más, en un ambiente familiar de prósperos miembros de la alta burguesía judía de Budapest y con la que se casaría en 1929, desvela, más allá del prodigio de su mente, su torpeza para la vida “normal” y su discutible condición como persona: El gran von Neumann. Un verdadero mensch [buena persona]. ¡Dios de la ciencia y la tecnología! ¡Rey de los consultores! ¡Padre de la computación! Me muero de risa. Si los demás lo conocieran tanto como yo… Ese tipo no podía atarse los zapatos. ¡Inútil! Peor que un bebé. Si lo dejabas solo en casa, se moría de hambre frente a los fogones de la cocina. Un bobo, adorable, pero bobo al fin. Tal vez por eso siempre lo quise. Me preocupé por él hasta el último día de su vida. Y su segunda esposa, Klára Dan, corrobora ese diagnóstico: uno de los grandes misterios de la vida, o de mi vida, al menos, es que un individuo tan inteligente como mi esposo pudiese ser, al mismo tiempo, un completo idiota. Vemos así a un individuo ensimismado (era un ser sin esperanza, a la deriva, perdido y lleno –como yo siempre lo estuve, a reventar– de energía, potencial y deseos que no podía satisfacer, ya que no era capaz de encontrar nada que los contuviera, nada a lo que entregarse por completo), carente de empatía (no entendía las inseguridades que torturan al resto del mundo; nuestras incertidumbres, la incomodidad, la falta de autoestima que atormenta a las personas comunes y corrientes, le eran ajenas, porque siempre fue más inteligente y mejor que los demás), tortuoso en la relación con el otro sexo (era el más asqueroso de todos en cuanto a sus relaciones con las mujeres). Su deslumbrante capacidad para la ciencia no oculta una pobre calidad humana; así lo ve el ingeniero y físico Theodore Von Kármán: Era como hablar con dos personas al mismo tiempo. Brillante pero infantil, profundo pero increíblemente superficial. Tan chismoso ¡y tan borracho! Y añade: Espiritualmente, era un ignorante, sin duda, pero creía en la lógica de manera incuestionable (…) Más que un ser humano, parecía una máquina que fabricaba artículos. Sus carencias emocionales, psicológicas, espirituales se exacerban cuando, huyendo del nazismo, se instalará en Estados Unidos: En América, von Neumann se convirtió en un mercenario, una mente a sueldo, cada vez más seducido por el poder y por quienes lo ejercen. Desde las distintas facetas de este retrato prismático de von Neumann, la fotografía humana del personaje resulta vulgar, mediocre, deplorable (Había algo levemente siniestro en János. Escalofriante incluso. Un aura de inteligencia que irradiaba desde sus grandes ojos marrones y que incluso el más idiota (…) era capaz de distinguir, porque él no podía enmascararla del todo con sus comentarios vulgares, su verborrea incontenible y sus chistes judíos de mal gusto que, por supuesto, no hacían reír a nadie), poseído por su ciega pasión científica, enloquecido por su proyecto delirante, por su racionalidad exacerbada (para mí fue una inspiración. Pero también lo encontré un poco repulsivo, porque estaba claramente excitado, preso de un ardor que jamás vi en otro científico). 

Y todo ello se muestra de un modo muy notorio en la tercera faceta que Labatut nos ofrece en su construcción literaria de von Neumann, esa vertiente científica del libro que concentra lo esencial de su interés, en unos capítulos que se leen con la fruición y el placer de una subyugante novela. En este sentido resulta crucial la incorporación del personaje al famoso, ya histórico y aún controvertido Proyecto Manhattan, esa inusual concentración de ingenieros, matemáticos y físicos, todos grandes lumbreras en sus respectivos campos, venidos del mundo entero y encerrados en un laboratorio ultrasecreto en Los Álamos, en el desierto de Nuevo México, entregados a la tarea, de todo punto demencial -por la escala del proyecto, la velocidad con que pasaban las cosas y el arma que estábamos construyendo-, de fabricar, en una vertiginosa carrera contra los nazis, una bomba atómica que decantara la guerra hacia el lado aliado (Si Hitler tenía la bomba antes que nosotros, era el fin del mundo. Estábamos convencidos de eso. Los alemanes tenían toda la ventaja. La fisión había sido descubierta en el Instituto Kaiser Wilhelm durante las vacaciones de Navidad de 1938, cuando Lise Meitner y Otto Frisch dedujeron cómo se podía dividir un átomo de uranio. Así que tuvimos que trabajar como locos para tratar de alcanzarlos). El relato de esta empresa, grandiosa, épica, alucinada es trepidante y en él se suceden situaciones y episodios extraordinarios: los entresijos de la construcción del artefacto, con la descripción de los retos científicos y técnicos que conllevaba y de las fases seguidas en su superación; la realización de las primeras pruebas y simulaciones de la detonación del aniquilador ingenio; las estrictas exigencias de las autoridades en relación con el secreto de los experimentos; los consiguientes lances de espionaje, con la presencia de algún topo que pasaba información a los soviéticos; los inconmensurables riesgos derivados de la fabricación y uso de la destructiva bomba, tanto a muy corto plazo, con la posibilidad, ciertamente factible, de que la explosión le prendiese fuego a la atmósfera y que todos los seres vivos del planeta muriesen calcinados por el fuego o por la falta de oxígeno, como a largo plazo, con la sombra del apocalipsis universal, tal como refleja el acrónimo que alguien inventó para la implementación más torcida de una de las ideas de von Neumann: MAD, abreviatura de Mutually Assured Destruction. Destrucción mutua asegurada; las dudas y discrepancias surgidas entre la comunidad científica acerca de la conveniencia de seguir con las investigaciones, con la carta, firmada por más de ciento cincuenta miembros del Proyecto Manhattan, con la petición al presidente estadounidense de no usar la bomba contra los japoneses; el empecinamiento fanático de von Neumann en, por el contrario, implicar al gobierno, el ejército y la industria privada en lo que Einstein una vez llamó «las grandes tecnologías de la muerte», su férrea voluntad de promover que Estados Unidos lanzara un ataque nuclear sorpresa contra la Unión Soviética (Si ustedes me dicen que los bombardeemos mañana, yo les digo que lo hagamos hoy. Si ustedes me dicen hoy a las cinco, yo digo ¿por qué no a las tres?), una intención no fundada en una arbitraria y despiadada obstinación, sino basada, por el contrario, en la profunda convicción de que para alcanzar la paz debíamos desatar una tormenta nuclear que destruyera por completo la URSS, antes de que ellos pudiesen desarrollar sus propias bombas atómicas. El futuro que él imaginaba, una vez que se disipara la radiación nuclear y contabilizáramos a los muchos millones de muertos, era una larga Pax Americana, un periodo de estabilidad más extenso que cualquiera que el mundo haya conocido, a costa de un precio descomunal; la oposición de Oppenheimer (Con la creación de la bomba atómica, los físicos conocieron el pecado, y este es un conocimiento que no pueden olvidar.» Eso dijo Oppenheimer. Un hombre convencido de que tenía las manos manchadas de sangre. Muy especial ese tipo, más grandilocuente y brillante que cualquiera que haya conocido). 

Y, finalizada la guerra tras la hecatombe nuclear, el libro da cuenta de la evolución posterior de las investigaciones, en las que se encuentra el embrión de las tecnologías de la computación; de la creación -alentada por el exacerbado radicalismo del húngaro y por lo ilimitado de sus saberes- de un ordenador -¡en 1950!- tan poderoso que pudiera llevar a cabo los enormes cálculos necesarios para crear la bomba de hidrógeno; de la utilización del talento de infinidad de computadoras, en sentido literal, pues se trataba de mujeres, para hacer cálculos a una velocidad asombrosa (Era escalofriante ver a esas mujeres (casi todas eran mujeres) comportándose como máquinas, operando de la misma forma en que lo hacen las computadoras de hoy); de la posterior construcción de pequeños ordenadores -ridículos en capacidad, potencia y velocidad en relación con los actuales (Una vez le pregunté si realmente creía poder replicar la vida en una memoria de cinco kilobytes. Era todo lo que teníamos. Cinco kilobytes)- para hacer frente a tareas de una complejidad creciente; de la invención de una máquina prodigiosa, capaz de transformar el pensamiento humano desatando el poder de la computación ilimitada: el analizador matemático, integrador numérico y computadora, la Mathematical Analyzer, Numerical Integrator and Computer, la MANIAC (así bautizamos a nuestra máquina); de la utilización del superpoder de MANIAC para acelerar la carrera armamentística termonuclear (las bombas de hidrógeno cobraron vida en el interior de los circuitos digitales de una computadora antes de estallar en nuestro mundo. Porque habría sido casi imposible crear armas termonucleares sin la máquina de von Neumann); de las diversas pruebas para verificar la eficacia de los mortíferos instrumentos, como, a modo de ejemplo paradigmático, el ensayo, en otoño de 1952, en una isla del atolón Enewetak en el sur del Pacífico, protagonizado por Ivy Mike, un monstruo verdadero, el primer prototipo del arma más letal creada en la historia de la humanidad, [que] explotó con una fuerza quinientas veces mayor a la de las bombas que usamos para masacrar a doscientos cincuenta mil personas en Japón; del siniestro precipicio al que se abrió la humanidad entera tras la creación de ese poder demoledor. Esta segunda sección se cierra con el deceso del científico víctima de un cáncer, diagnosticado en un estado muy avanzado, con metástasis en la clavícula, que le obligaría a someterse a una operación de emergencia. El libro da cuenta también de sus últimos y angustiosos días (Creo que mi padre sufrió la pérdida de su mente más de lo que yo vi sufrir a ningún otro ser humano, en cualquier otra circunstancia, dirá su hija), hasta su muerte en febrero de 1957. 

Pero desde la explosión de la bomba H hasta su fallecimiento, von Neumman desarrolla una intensa y ardorosa actividad intelectual, incluso en su lecho de muerte (sufrió inmensamente, pero incluso cuando estaba alucinando por el dolor, de alguna manera lograba recuperarse lo suficiente para tener nuevas ideas, Dios sabe cómo. Una vez me dijo que había imaginado un mecanismo que le permitiría, en sus palabras, «escribir solo con la conciencia, sin la necesidad de medios físicos», aunque nunca logró desarrollarlo. Pero sí hizo muchas otras cosas mientras agonizaba), trabajando en frentes muy diversos, canalizando su desbordante interés por el cerebro y los mecanismos del pensamiento, su enamoramiento de la biología y la autorreplicación y poniendo en marcha innovadoras ideas sobre la computación, las máquinas autorreplicantes y los autómatas celulares. En lo que parecían absurdos delirios de un hombre moribundo, Jancsi estaba persuadido de la posibilidad de crear una máquina que tuviera vida propia y, convencido de ello, intentó crear un esquema integral de autorreplicación que abarcase la biología, la tecnología y la teoría computacional, aplicable a todo tipo de vida, ya fuese en el mundo físico o en el reino digital, en este planeta o en cualquier otro. La llamó la «Teoría de los autómatas autorreplicantes», y trabajó en ella hasta que ya no pudo sostener un lápiz. Aun incompleta, es una maravilla: con la misma claridad y precisión de todas sus obras anteriores, estableció las reglas lógicas que subyacen a la autorreproducción, años antes de que supiéramos cómo la vida en la Tierra había implementado una versión de aquel modelo a través del ADN y el ARN. Pero Jancsi no estaba pensando en seres biológicos. Él soñaba con una forma de existencia completamente nueva. Su teoría considera lo que sería necesario para que entidades no biológicas –sean mecánicas o digitales– comenzaran a reproducirse y ser sujetos de un proceso evolutivo. Mi amigo dedicó prácticamente toda su energía mental, cada vez más escasa, a concebir formas de desencadenar un segundo Génesis

Esta iluminadora, atrevida, anticipatoria e inquietante conexión entre desarrollo armamentístico, investigación nuclear, innovaciones en la biología, progreso tecnológico y avances en las ciencias de la computación (la carrera armamentista le dio la financiación necesaria a Johnny para construir la MANIAC, y luego esa máquina permitió la fabricación de las bombas), abre el libro a su tercera, asombrosa, soberbia, fascinante, perturbadora, inolvidable y muy brillante sección, centrada en el desarrollo de la inteligencia artificial. Titulada Lee o Los delirios de la inteligencia artificial, no hay tiempo ya apenas para comentar la genialidad, la belleza y la perfección de sus cien páginas, cuya lectura, por sí sola, justifica la adquisición del libro. Baste decir que en ella, con un brío narrativo excepcional, Labatut nos narra la historia del campeón surcoreano Lee Sedol, nacido en 1983, maestro de Go 9.º dan, apodado “la piedra fuerte”, el jugador más creativo de su generación en ese juego oriental enrevesado, complejísimo, inabarcable en sus millones de variaciones posibles (Labatut transcribe, en unas líneas que provocan vértigo, la cantidad de posiciones que las reglas permiten en un tablero de Go, una cifra inconcebible que nadie pudo calcular con exactitud hasta el año 2016: 208.168.199.381.979.984.699.478.633.344.862.770.286.522.453.884.530.548.425.639.456.820.927.419.612.738.015.378.525.648.451.698.519.643.907.259.916.015.628.128.546.089.888.314.427.129.715.319.317.557.736.620.397.247.064.840.935), entrelazada con la crónica de la relativamente reciente aunque acelerada y frenética evolución de la investigación computacional, a partir de los hallazgos de, entre otros, von Neumann. De este modo, el texto nos ofrece apuntes sobre el juego, sobre sus orígenes de leyenda, sobre su historia, sobre la sencillez de sus reglas -una paradoja, dada la dificultad del desarrollo de las partidas-, sobre la deslumbrante trayectoria del surcoreano, iniciada como niño prodigio, imbatido en el juego ya a los cinco años, sobre su entorno familiar, sobre su carencia de educación formal y su anodina vida personal, amante del K-pop hasta el punto de que se pasaba las tardes escuchando a un grupo de seis chicas que coreaban canciones de amor y saltaban por el escenario vestidas con diminutas minifaldas (lo que provocaba la irritación de su mujer y la vergüenza de su pequeña hija), sobre su descomunal talento y su arriesgado estilo de juego, sobre su filosofía de vida y los valores que guiaron su dedicación profesional al Go (Yo no pienso, yo juego. El Go no es un juego o un deporte, es una forma de arte. En juegos como el ajedrez o el shogi se empieza con todas las piezas sobre el tablero, pero en el Go se empieza con el vacío, se empieza con la nada, y luego los dos jugadores van añadiendo blanco y negro sobre el tablero, y crean una obra de arte. La infinita complejidad del Go, toda su belleza, brota de la nada), sobre su ascensión a lo más alto de la clasificación mundial (A los treinta y tres años, Lee Sedol ya había ganado el segundo mayor número de títulos internacionales en toda la historia del Go, y era considerado un virtuoso del más alto calibre). 

Y justo en ese momento, cuando Lee Sedol estaba en la cima de su carrera, fue desafiado a jugar un campeonato de cinco partidas contra un sistema de inteligencia artificial: AlphaGo, creado por Google DeepMind, la compañía de investigación y desarrollo en IA, creada en 2010. La competición se jugó en el Hotel Four Seasons de Seúl, en marzo de 2016, y el relato de su apasionante transcurso constituye el núcleo central de esta última sección de la novela, con la imbricación de los dos planos ya mencionados, la endiablada dificultad del Go y sus insondables enigmas y la ilimitada potencia de cálculo de un entonces todavía embrionario sistema de inteligencia artificial que hoy, ocho años después de la confrontación, asombra y alarma al mundo. Hay espacio, así, para que el lector conozca el progreso de la ciencia en este excitante ámbito: los vislumbres de von Neumann en relación con la autorreplicación (sobre todo en un artículo muy breve pero poderoso sobre lo que se necesita para crear una máquina que se replique a sí misma); las exploraciones de Alan Turing en torno a la posibilidad de dar vida a una inteligencia no humana, mediante la programación informática (La clave de su enfoque era lograr que dicho programa aprendiera de manera similar a como lo hacen los niños, recibiendo retroalimentación constante de un «padre» humano); la genialidad anticipatoria de Demis Hassabis, creador de AlphaGo, un niño prodigio del norte de Londres que a los cuatro años de edad vio a su padre jugando al ajedrez contra su tío, y les preguntó si acaso podían enseñarle cómo mover las piezas por el tablero. A las dos semanas ninguno de ellos podía vencer al chico; la accidentada carrera empresarial de DeepMind, ignorada en sus inicios por los inversores, logrando repuntar tímidamente cuando una de sus creaciones, Deep Blue, el programa de IBM, derrotó al campeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov, a finales de los noventa, y objeto de compra multimillonaria por Google en 2014. Y todo ello ilustrado con los grandes hitos de este irrefrenable proceso de dominio de los ordenadores sobre el ser humano: tras la estruendosa victoria sobre el ruso en 1997, las computadoras se volvieron superiores a los seres humanos en el ajedrez, y en su enfrentamiento con Lee Sedol, AlphaGo abriría, en su ya legendaria jugada 37 de la segunda partida, una nueva era para la humanidad: Cuando los historiadores del futuro observen nuestra época y traten de encontrar el primer destello de la inteligencia artificial, es muy posible que lo hallen en una jugada de la segunda partida entre Lee Sedol y AlphaGo, que tuvo lugar el 10 de marzo de 2016: el movimiento 37. De la inquietante capacidad de la inteligencia artificial para contener el universo da prueba otro dato asombroso que Labatut nos ofrece: el número de partidas posibles en un juego de Go, incluyendo entre ellas la absurdas, las irracionales, las descabelladas, las que ni siquiera un principiante consideraría, excede un gúgolplex [10 elevado a 10 elevado a 100], una cifra tan vasta que es físicamente imposible escribirla en su forma decimal completa, ya que para hacerlo necesitaríamos más espacio del que hay disponible en todo el universo. Pero no solo esa inconmensurable capacidad de cálculo está ya al alcance de la inteligencia artificial, sino que en su enfrentamiento con el surcoreano, la máquina demostró, además, su creatividad: Yo estaba seguro de que AlphaGo funcionaba a partir de un cálculo de probabilidades, y que era solo una máquina. Pero luego vi esta jugada y cambié de parecer. Sin duda, AlphaGo es creativo. Ese movimiento me hizo ver el Go bajo una nueva luz. ¿Qué significa la creatividad en el Go? Porque esa jugada no solo fue buena, o poderosa, o completamente nueva. Fue significativa, y llena de sentido, afirmaría Lee tras la revolucionaria jugada. ¿Cómo era posible que el equipo de DeepMind hubiese programado un algoritmo para que jugara de esa manera?, se preguntaron, estupefactos. La realidad es que no lo habían hecho. El movimiento 37 no formaba parte de la memoria de AlphaGo, tampoco había sido fruto de una regla preestablecida, o el producto de una heurística general que hubiese sido codificada a mano en su cerebro de silicio. Fue creada por el propio programa, sin ninguna intervención humana

He ahí el siguiente paso en esta evolución demoníaca: los expertos construyeron una nueva máquina, que a diferencia de las anteriores, no se nutría de ninguna experiencia -humana- previa sino que simplemente le dieron las reglas y la dejaron jugar contra sí misma. Al principio ejecutaba movimientos al azar, completamente irracionales, pero en un abrir y cerrar de ojos evolucionó hasta ser imbatible. Se ha transformado en la entidad más poderosa que el mundo haya conocido en Go, ajedrez y shogi. Su nombre es AlphaZero, en lo que constituye el desasosegante punto final del libro. 

Y en esas estamos, en un acelerado, desbocado, inimaginable proceso de transformación tecnológica de efectos imprevisibles y que quizá nos lleve, desde la experiencia germinal de la investigación atómica propiciada por las teorías de von Neumann, a una suerte de civilización “poshumana”. Y de esa imprevisibilidad de la ciencia, de los riesgos que el crecimiento progresivo, exorbitante del saber científico y de los descubrimientos que conlleva, habla también -y poniendo el foco en el mismo momento iniciático, la experiencia del Proyecto Manhattan- Oppenheimer, la excepcional película de Cristopher Nolan, sobre la que ya solo puedo dejar algunas muy breves notas. La cinta, estrenada en el mundo entero hace casi un año, el pasado julio, se alzó en la reciente ceremonia de los Oscars con siete galardones, otorgados, en la vertiente artística, a la película, al director, a su actor principal, Cillian Murphy y al actor secundario, Robert Downey Jr., ambos soberbios, y, también, a la fotografía, la banda sonora y el montaje, también espléndidos, como, en general, lo es la entera construcción técnica de la cinta (en este sentido, y como curiosidad reveladora, Nolan filmó con cámaras de 65 milímetros, una opción complicada y muy cara, que ya había puesto en práctica en Interstellar y Dunkerke y permite una mayor calidad de imagen y audio, al parecer deslumbrante si la película se ve en una de las escasas salas -apenas una treintena- que en el mundo admite la proyección en 70 milímetros). 

Como en el caso de MANIAC, la película es una particular biografía de su protagonista, el físico estadounidense Robert Oppenheimer, otro de los padres de la bomba atómica. La singularidad, en este caso, consiste en que el acercamiento a su figura se circunscribe, en su mayor parte, a una etapa muy concreta de su vida pues, basada en un libro monumental, Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, la biografía escrita por Kai Bird y Martin J. Sherwin, la película gira sobre la inusitada experiencia vivida por un puñado de científicos del grandioso Proyecto Manhattan (que duró tres años, involucró a cuatro mil personas empleadas y supuso el gasto de dos mil millones de dólares) en Los Álamos, en un escenario coincidente con el de la novela de Labatut, aunque con la ausencia absoluta de von Neumann, al que ni siquiera se cita. Dentro de ese marco general, el filme presenta dos partes distintas, que se entrelazan de un modo muy brillante y eficaz, con el uso de flashbacks y el cambio del color al blanco y negro. En primer lugar, la historia de cómo se desarrolló la bomba atómica, con las repercusiones filosóficas y morales de la relación entre los científicos y el impacto que sus hallazgos tienen en la vida de las personas, en este caso la muerte de cientos de miles de civiles tras el bombardeo de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. La actuación introspectiva e intensa de Murphy traslada al espectador las dudas, el sentimiento de culpa, la responsabilidad, la angustia, los miedos, la ansiedad y la zozobra de Oppenheimer, haciéndole reflexionar sobre las consecuencias del desarrollo tecnológico y de los avances científicos, en la dimensión central de la obra, que conecta con muchas de las preocupaciones que hoy alarman a la humanidad. La segunda parte de la película trata sobre lo que le sucedió a Oppenheimer después de la guerra, cuando se convirtió en una autoridad en política nuclear global y fue marginado por la clase dominante estadounidense bajo el pretexto de su antigua conexión con el comunismo durante los años del macartismo. Y esta vertiente “política” se desarrolla en dos tiempos, conectados entre sí, un perturbador interrogatorio -una encerrona, en realidad- a cargo del Comité de Actividades Antiamericanas, en el que se cuestiona a un Oppenheimer ya investigado por el FBI y el Departamento de Seguridad interna del Proyecto Manhattan a causa de esas supuestas relaciones con el Partido Comunista durante la Guerra Fría, descreditándolo ante la opinión pública y limitando su posición e influencia; y una comisión en el Senado norteamericano en la que se evalúa el nombramiento del antiguo jefe del científico, Lewis Strauss, Presidente de la Comisión de Energía Atómica, como miembro de la Cámara. Por entre estos dos planos principales afloran infinidad de otros episodios y subtramas de interés: la destacada trayectoria académica de un Oppenheimer juvenil, ya infeliz y un punto desequilibrado; una historia romántica con una amante, que interpreta Florence Pugh; el matrimonio con Kitty, papel que corresponde a Emily Blunt; el contacto con Albert Einstein, Niels Bohr y otros científicos; el drama judicial, por así llamarlo; las intrigas y el juego sucio, tanto entre los investigadores como entre las autoridades y responsables políticos; el desafortunado encuentro de Oppenheimer con el presidente Truman, interpretado por un Kevin Bacon irreconocible… 

Estos diferentes frentes se nos ofrecen con un virtuosismo técnico sobresaliente. El ritmo acelerado, la fragmentación cronológica de la narración, el cambio de escenarios y la presencia de numerosos personajes, la envolvente, estremecedora y en ocasiones terrorífica banda sonora de Ludwig Göransson, la fotografía, prodigiosa en color y en blanco y negro, de Hoyte Van Hoytema y el montaje, también espectacular, de Jennifer Lame, hacen que las tres horas de proyección pasen en un suspiro, embebido el espectador en una experiencia inmersiva magistral. 

En fin, no hay tiempo para más. Dos novelas, MANIAC y Un verdor terrible, y una película, Oppenheimer, las tres excepcionales, constituyen mi ambiciosa propuesta de esta tarde, que ahora cierro con una canción citada en el último libro de Benjamín Labatut y con uno de sus más esclarecedores fragmentos. Heartbreak Hotel, de Elvis Presley, “suena” en el capítulo de la novela narrado por Marina, la hija de von Neumann, y ahora complementa musicalmente esta desmesurada reseña, en una grabación de 1956. Y una estampa de los últimos momentos del científico, devorado ya por el cáncer, y en la que, pese a ello, se nos da cuenta de sus inconmensurables logros, le pone el punto final. 


Cuando el cáncer se extendió a su cerebro y empezó a destruir su mente, el ejército de Estados Unidos lo recluyó en el Centro Médico Militar Walter Reed. Dos guardias armados custodiaban la puerta. Nadie podía verlo sin el permiso explícito del Pentágono. Un coronel de la Fuerza Aérea y ocho aviadores con el más alto nivel de autorización secreta fueron puestos a su disposición a tiempo completo, a pesar de que muchos días no era capaz de hacer otra cosa que gritar como un demente. Era un matemático judío de cincuenta y tres años, un extranjero que había emigrado a Estados Unidos desde Hungría en 1937, y sin embargo, a los pies de su cama, estaban el contraalmirante Lewis Strauss, el presidente de la Comisión de Energía Atómica, el secretario de Defensa, el subsecretario de Defensa, los secretarios de la Fuerza Aérea, el Ejército y la Marina, y los jefes del Estado Mayor Militar, atentos a cada una de sus palabras, añorando un chispazo final del genio que les había prometido un control divino sobre el clima del planeta, el mismo que creó la primera computadora moderna, las bases matemáticas de la mecánica cuántica, la teoría de los juegos y del comportamiento económico y las ecuaciones para la implosión de la bomba atómica, el profeta que anunció la llegada de la inteligencia artificial, las máquinas autorreplicantes, la vida digital y la singularidad tecnológica, agonizando frente a sus ojos, perdido en el delirio, muriendo al igual que cualquier otro hombre.

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Benjamín Labatut. MANIAC