JETTA CARLETON. CUATRO HERMANAS
En cualquier caso, la modélica trayectoria editorial de Libros del Asteroide asegura, casi siempre, la satisfacción que nos asaltará nada más adentrarnos en uno de sus libros... así me sucede con frecuencia y así ha ocurrido también en el caso de este Cuatro hermanas de Jetta Carleton publicado, en traducción de María Teresa Gispert, a finales del pasado 2009.
La novela narra, en distintos tiempos y espacios, aunque con un escenario principal, la casa familiar en una granja en las afueras de Renfro, un pequeño pueblo de Misuri, la vida, a lo largo de cincuenta años, de una familia, la que integran Matthew Soames, un inquieto maestro en una aldea rural; su mujer, Callie, casi analfabeta y que comparte su vida con su marido desde que ambos eran muy jóvenes; y sus cuatro hijas, las cuatro hermanas del título: Jessica, la mayor, que, independiente y decidida, abandona el hogar familiar muy joven; Leonie, muy responsable, entregada al cuidado de sus padres y algo reprimida en su oscura y limitada existencia rural; Mathy, alocada y rebelde, muy viva e inquieta, atrevida y alegre, que huye también, en brazos de un joven aviador, del escenario familiar; y por fin, Marie Jo, la pequeña, con una menor presencia directa en la novela, pese a que narra en primera persona alguno de sus capítulos, y cuyo discreto segundo plano en la trama tiene que ver, a mi juicio, con que quizá representa un trasunto de la autora (siendo la propia trayectoria vital de ésta, dejando atrás la plácida y sin embargo insulsa vida de familia, también en Misuri, para dedicarse a la publicidad en la costa este de los Estados Unidos, bastante semejante a la peripecia de la protagonista, que abandona la granja para trabajar como periodista en Nueva York). De este modo, pienso, la escritora ha querido preservar su función de mera observadora de las muy profundas relaciones familiares, como si relegándose a este papel casi inapreciable, casi desapercibido, ella pudiera desempeñar mejor su más alta tarea de testigo y notario de esa fecunda y emotiva historia de familia.
Pero lo esencial del libro, más allá de la descripción de estas vidas, por otro lado tan comunes, es su capacidad para describir con gran delicadeza y sensibilidad las emociones, los recuerdos, las pasiones, los sufrimientos, los amores, las desilusiones, el cariño, los celos, los rencores, los desengaños, las alegrías, también las trivialidades de la cotidianidad de los distintos miembros de esa familia que, por extensión, se convierten en representativos de los de todos nosotros. Además, la belleza de las descripciones de la naturaleza, el encanto con el que se mencionan los detalles, hasta los más nimios, de esas existencias por otro lado nada memorables, al contrario, muy comunes, pero sobre todo, el primor, podríamos decir, con el que se relatan los estados de ánimo íntimos de los protagonistas, hacen que la lectura del libro resulte una delicia. Fijaos en este fragmento, en el que la madre, Callie, el personaje con más fuerza, a mi juicio, el más conmovedor también, reflexiona sobre la cada vez más esporádica visita de sus hijas: Salió afuera y bajó por el sendero deteniéndose junto al ahumadero para contar los capullos de las damas de noche. Al cabo de un par de días estarían a punto de florecer. Eran unas flores tan hermosas y duraban tan poco tiempo... Eran casi como la visita de las niñas, algo que se esperaba con ilusión todo el año, luego llegaba, se disfrutaba mucho con ello, y por fin terminaba en un santiamén. Tal vez tenía que ser así. Ella pensaba que le gustaría tenerlas en casa siempre, pero quizá en realidad no lo deseaba. Cada cosa tiene su tiempo. Si sus hijas estuvieran siempre allí, no podría esperar su llegada con ilusión.
Las damas de noche del texto, que están también en el título original inglés del libro, esa especie de enredaderas con sus flores que se abren al anochecer y cuya hermosura dura unos segundos, son un motivo clave en la novela, una metáfora de la fugacidad de la existencia, de lo pasajero de la belleza y de las cosas buenas de la vida. A ellas alude también el texto, muy significativo, muy descriptivo, precioso, con el que cierro por hoy mi reseña. No dejéis de leer esta maravilla, Cuatro hermanas, de Jetta Carleton, que edita Libros del Asteroide.
La canción con la que despedimos hoy la emisión, es Waiting around to die, una preciosidad escrita por el gran Townes Van Zandt e interpretada por el grupo canadiense The Be Good Tanyas. Hasta la semana próxima.
Con el rabillo del ojo percibí un movimiento. Me volví rápidamente. La enredadera permanecía inmóvil, pero yo sabía que aquello estaba empezando. Llamé a los demás. Cruzaron el patio corriendo y mi madre cogió la silla plegable, donde se sentó para contemplar el espectáculo. Papá se puso en cuclillas a su lado. Poco a poco, dejamos de hablar. El silencio se hizo intenso. En cualquier instante las flores empezarían a abrirse.
-¡Allí! ¿Dónde? No, me parece que todavía no.
Reanudamos la espera. Pronto, en seguida, temblaría un tallo, un leve estremecimiento sacudiría la enredadera y alguna hoja se crisparía. No, eran imaginaciones. Pero sí, ¡se movía! Un ligero espasmo contrajo el largo capullo. Primero lentamente, luego más aprisa, y por fin el verde capullo se abrió dejando entrever los bordes blancos de la flor, que ascendía en espiral y ensanchaba sus pétalos, hasta que apareció perfecta y pura, guardando en su cáliz una diminuta gota de rocío.
-¡Oh, mirad! ¡Allí hay otra! ¡Tres... cuatro!
En la enredadera irrumpió la vida y los capullos estallaron lanzando su extravagante belleza a la brisa del anochecer.
-Veintidós, veintitrés, veinticuatro... ¡veinticuatro! ¡Tenías razón, mamá! Nunca había visto tantas de una vez. Es un buen año. ¡Qué bonitas son! Y se van tan deprisa... ¡Pero ahora son tan hermosas!
Las pródigas flores se abrían y se estiraban como la seda de las sombrillas. Al anochecer brillarían débilmente, fláccidas y amarillentas, como guantes viejos después de un baile. Pero ahora no. Ahora las flores resaltaban blancas en la oscura enredadera y llenaban el aire con el perfume dulce y ligeramente amargo de su primer y último aliento.
Nos quedamos un rato esperando a que se abriera algún otro capullo tardío. Pero eso había sido todo por esa noche. La representación había terminado. Volvimos a casa sonriéndonos unos a otros, sintiéndonos más alegres, como renovados. El florecimiento de las damas de noche era una especie de milagro y, como todos los milagros auténticos, tenía el poder de sanar.