GEORGE SAUNDERS. LINCOLN EN EL BARDO
Hola, buenas tardes. Aquí estamos, una semana más, en Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que hoy quiere acercaros un libro magnífico, uno de los más interesantes y conmovedores que he podido leer en este último año. Se trata de Lincoln en el Bardo, la obra del norteamericano George Saunders que ganó el prestigiosísimo Man Booker Prize en 2017 y que en nuestro país ha visto la luz hace unos meses, en este mismo 2018, en la Editorial Seix-Barral, con traducción de Javier Calvo y encabezado por una estupenda portada, que me ha recordado a Lotte Reiniger y sus clásicas siluetas animadas. George Saunders es un escritor destacado y muy reconocido por varias de sus colecciones de relatos, algunas de ellas publicadas en España, aunque yo no lo había leído hasta toparme con este deslumbrante Lincoln en el Bardo, su primera novela.
Antes de comentar en extenso el libro, dejadme hacer una nueva reflexión -y aunque son muchas en la ya larga trayectoria de Todos los libros un libro está, en este caso, especialmente justificada dadas las características de mi propuesta de esta tarde- acerca de la ductilidad que ofrece el género novelístico para albergar en su seno cualquier forma, incluso las menos imaginables, de narración. La versión más predecible de la novela, que se corresponde con su primitivo planteamiento decimonónico -aunque no es cierto, el origen es previo y la libre experimentación, la construcción de un “artefacto” libérrimo para contar historias, que explore todas las posibilidades expresivas del relato, ya está en el Quijote-, se presentaba, dentro de su eficacia, como limitada y necesariamente lineal: desarrollo de la trama bajo la fórmula planteamiento-nudo-desenlace con los acontecimientos fluyendo, en general, de manera sucesiva; como corolario, la importancia del tiempo en tanto elemento sustancial de la acción descrita; minuciosa descripción del espacio, de los paisajes, ambientes y entornos; personajes y situaciones inventados pero “extraídos” de la vida real, de la que son recreación o espejo; figuras protagonistas caracterizadas como encarnación de alguna suerte de “heroísmo” -siquiera menor-, mostradas con cualidades ejemplares, de tal manera que el novelista ponía en él (o en ella; piénsese, entre otras muchas muestras, en los personajes femeninos de Jane Austen o las Brontë) los idealizados rasgos de perfección que quería defender; proposición de modelos de vida y de comportamiento, de paradigmas morales, de dechados de perfección; voluntad de “completitud”, de creación de un universo literario inexistente fuera de las páginas del libro pero plausible y verosímil; indagación psicológica en las almas de las criaturas imaginadas por el autor; escritura inequívocamente en prosa; voz narrativa omnisciente, con el escritor constituido en demiurgo que todo lo ve, todo lo sabe y (casi) todo lo cuenta...
Obviamente, sobre todo a partir del siglo XX, a causa de los cambios sociales (la ruptura -física, política, psicológica, religiosa, antropológica, moral- de los grandes modelos teóricos explicativos del mundo, el avance y la reivindicación del individualismo, la generalización de la educación) y tecnológicos (la rapidez de los medios de transporte, la progresiva inmediatez que suponen los avances en las telecomunicaciones, el gran invento del cine, entre otros muchos), gran parte de estos rasgos básicos -y necesariamente esquemáticos- van resquebrajándose y, a través de las consiguientes fisuras, prosperan fórmulas más abiertas que diluyen y desvanecen los límites del más o menos rígido modelo original. Multiplicación de los planos temporales; ruptura del orden secuencial previsible; profundización psicológica a través del flujo de conciencia; convivencia de registros lingüísticos variados; incorporación de técnicas cinematográficas como el flashback, el montaje en paralelo o las yuxtaposiciones; alteración del punto de vista; cuestionamiento de la visión unívoca del narrador a través de la proliferación de voces narrativas diversas; construcción de personajes bien alejados de cualquier modelo de excelencia, antes al contrario, reivindicación del malvado, del proscrito, de marginado, del asocial; mezcla de estilos y géneros, difuminándose las fronteras entre prosa y poesía, entre ficción y documento, entre historia, crónica, reportaje o autobiografía… son algunas de las novedades -hoy incorporadas con normalidad al género y asumidas naturalmente por cualquier lector- que ofrecen las novelas en la actualidad. En las últimas décadas estas propuestas novelísticas “alternativas” no paran, además, de crecer y diversificarse, hasta el punto de que la narración “clásica” es casi una rareza y el adjetivo “decimonónica” aplicado a una novela suena como si fuera un insulto y condena a su creador al descrédito literario.
Sirva esta larga introducción para presentar Lincoln en el Bardo, perfecta ilustración de este fenómeno de renovación radical de un género que sólo nominalmente puede seguir llamándose novela. La magnífica libertad de la obra de Saunders, su poderosísima capacidad para conmover, para interesar y hacer reflexionar, para despertar, en definitiva, la inteligencia, la sensibilidad y la emoción de los lectores mediante una propuesta literaria insólita -incluso en estos días en que todos estamos acostumbrados a unas permanentes innovación y experimentación estilísticas-, hacen de su libro una auténtica obra maestra de lectura inolvidable. Escritura fragmentaria, con frases que se interrumpen a mitad de su “recorrido” natural; confusión de tiempos; incorporación de fuentes variadas, reales e inventadas, textos históricos, diarios, noticias periodísticas, testimonios apócrifos (o no); uso de registros lingüísticos variados; tipografía poco convencional; ausencia -o al menos casi imperceptibilidad- de la trama; creación de un espacio literario sorprendente; presentación de personajes que están muertos y que, pese a ello, sienten y hablan; espíritus que penetran los cuerpos y poseen sus cerebros y sus corazones; fantasmas que deambulan de un lado a otro contando sus experiencias; monólogos interiores y descripciones naturalistas; léxico creativo (correflotamos, cajón de enfermo, entre otras muchas muestras) dando cuenta de una realidad, nueva y desconocida, para cuya descripción no llega en ocasiones el vocabulario preexistente; constante provocación al lector -benévola, amigable, nada belicosa- en una propuesta, en definitiva, al margen de casi cualquier convención, son algunas de las peculiaridades de esta maravilla que ahora os recomiendo con entusiasta convicción.
El 25 de febrero de 1862 Abraham Lincoln entierra a su hijo Willie, de solo once años, en el cementerio de Oak Hill, cerca de Georgetown. El niño, afectado por unas fiebres tifoideas, será sepultado el mismo día en que se publican las listas de los tres mil caídos en la sangrienta victoria de la Unión sobre los confederados del Sur en Fort Donelson, una de las batallas más notables en la Guerra Civil estadounidense. Esos dos grandes ejes temáticos, fundamentalmente el primero, enmarcan el planteamiento argumental de Lincoln en el Bardo. Así, el presidente norteamericano, hundido en el dolor que le provoca el fallecimiento de su pequeño hijito, se ve igualmente abrumado por las dudas que su conciencia le plantea en relación al sentido de sus decisiones políticas, como consecuencia de las cuales las vidas de todos esos otros jóvenes han quedado cortadas de raíz en los campos de batalla. Sufrimiento individual azaroso y por tanto absurdo y de imposible “comprensión” frente a padecimientos colectivos justificados, elegidos, exigidos por el peso de la Historia y por ello, en cierto modo, necesarios: he ahí el conflicto, la intensa lucha que desencadena y explica la narración de Saunders y que puede verse recogida -siquiera de manera concentrada- en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña y en el que se ponen de manifiesto el sufrimiento y las vacilaciones del personaje.
Descrito de este modo, el núcleo central de la novela no parece propiciar un desarrollo de un gran alcance; sin embargo, como se ha dicho, es la maestría literaria de su autor lo que convierte la doblemente penosa anécdota en una obra de arte lograda, al inventar una realidad paralela, insólita e imposible, que, sin embargo, acaba por implicar a un lector que se olvida de las previsibles coordenadas de su realidad inmediata y suspende su escepticismo racional, para acabar aceptando como verosímil -literariamente verosímil- una historia que fuera de la literatura no tendría ni pies ni cabeza. Por de pronto, y este elemento ya es decisivo y revelador, el novelista sitúa su “acción” -que transcurre en una sola noche- en el propio cementerio de Oak Hill, siendo los allí enterrados, los muertos en definitiva, los protagonistas del relato (aparte, obviamente, del propio Lincoln). Y es que estamos en el Bardo, esa zona/período que para el budismo opera como transición de la vida pasada a la vida futura. En esta etapa de “interinidad”, la conciencia -aún “viva”- se separa del cuerpo fallecido y la mente adquiere una consistencia propia, “mejorada” con respecto a la de su existencia real, pudiendo viajar en el espacio, atravesar los cuerpos de los vivos o penetrar en sus almas. Según el Libro tibetano de los muertos, en el Bardo los espíritus se debaten entre el apego todavía presente hacia su vida terrenal, hacia los afectos y los seres perdidos, abandonados en su existencia pasada, y el pesar y el resentimiento -también la vana esperanza- por la imposibilidad de recuperar esa dimensión perdida. Su vagar por este estadio ambiguo es, por definición, transitorio y provisional, y los tristes fantasmas deambulan a lo largo de los siglos en un “tiempo sin tiempo” a la espera de la inalcanzable salvación o de la ruptura definitiva con el reino de los vivos. Y es ahí, en ese Bardo evanescente, en donde habitan los muchos personajes del libro, y es ahí a donde arriba el infortunado y perplejo Willie, recién llegado a un mundo que todavía no puede entender.
Son pues las voces de estos “fantasmas” las que hacen avanzar el relato a partir de la narración de sus vidas -las “reales” ya clausuradas y las fantasmagóricas y provisorias- en una sucesión de fragmentos, normalmente muy breves y de una potencia narrativa formidable (Lincoln en el Bardo es, entre otras muchas cosas, una adictiva y arrebatadora colección de historias), en los que comparecen decenas de individuos -en total, cerca de ciento sesenta- de sexos, razas, clases sociales y personalidades muy diversos. En particular, son tres los principales, cuyas peripecias ocupan un lugar central en el libro: Hans Vollman, que en su vida terrena se había casado a los cuarenta y seis años con una chica de dieciséis, y que, íntegro y considerado, no quiere aprovecharse de ella, posponiendo la consumación de la boda hasta el día en que ninguno de los dos pudiese resistir la llamada de la carne. Llegado por fin ese día, una viga caída del techo acabará con su vida y desde entonces, su alma en pena recorrerá el Bardo precedido por su enorme miembro erecto, todavía esperando -de modo estéril, claro- la satisfacción de sus instintos. Roger Bevins III (no hay mayúsculas en el libro en la grafía de los personajes) es un homosexual que, desesperado, se ha cortado las venas con un cuchillo de carnicero. Arrepentido de su acto demasiado tarde, su triste deambular por el limbo lo hace fijarse en la infinita belleza que el mundo encierra y a la que renunció con su gesto fatal. Por último, en este recuento de las voces más destacadas del libro, aparece el reverendo Eberly Thomas, que muestra una peculiaridad que lo diferencia del resto: escapado del Juicio Final, a donde lo habían condenado sus acciones en vida, sabe -mejor que los demás- que se trata de un muerto y que no volverá jamás -como muchos de sus compañeros creen y ansían- a su anterior condición, y esta sabiduría, esta conciencia, permea sus intervenciones.
Pero hay -como se ha dicho- muchos más personajes, todos con sus respectivas historias, narradas con sus peculiares registros lingüísticos -unos rústicos, otros formales, estos ilustrados, aquellos procedentes de gentes analfabetas-. Hay patetismo y desesperanza, hay odios y enemistades, hay ilusión y anhelos, hay añoranzas y deseos, hay excitación e ira y lamentos y arrepentimiento y nuevos propósitos e intentos de recuperar lo ya para siempre perdido, y hay mucho amor, muchas emociones profundamente humanas también, en los magnéticos relatos de Jane Ellis y sus tres niñas (Una vez, en plenas Navidades, papá nos llevó a una feria maravillosa que se celebraba en una aldea, una frase que revela el tono de narración clásica que encierran muchas de las historias); de la avarienta anciana Abigail y su patético recuento de sus ya inútiles posesiones; del teniente Cecil Stone y sus “tizones”, como llamaba a sus esclavos negros el siniestro y desalmado terrateniente; de los Baron, siempre borrachos y medio inconscientes; de la señora Delaney y su adulterio con el hermano de su marido, lo que la condenará a la errancia eterna; de los Tres Solteros, a los que nadie había querido en su paso por la vida y habitaban el Bardo en un estado juvenil de perpetua vacuidad emocional; de Collier y su permanente agobio por las muchas propiedades que dejó en “tierra”; del Capitán William Prince, muerto en la guerra civil, y que escribe una carta a su esposa -con su vocabulario primitivo y sus carencias gramaticales- para decirle que la traicionó, creyendo, en su desesperación, que contar ahora la verdad, va a liberarlo del cautiverio de ese lugar triste y abismal.
Y tantos otros, con crónicas igualmente emocionantes… el cazador Trevor Williams, Andy Thorne que confiesa el fuego que prendió; la iletrada Janice P. Dwightson (cada bez que puedo, robo); el pródigo Robert G. Twisttings, que arruina a su mujer e hijos; la siempre fea y tonta Srta. Tamara Doolitle; el profesor Edward Bloomer y sus manuscritos inéditos conteniendo todas sus aportaciones a la ciencia perdidos para siempre entre las llamas; Elson Farwell, que rumia su venganza contra los East, sus despiadados amos; el obstinado silencio de Lizzie Wright, secuela imperecedera de su salvaje violación por tres bestias con apariencia vagamente humana…
Y entre los distintos testimonios, contraponiendo la rabiosa subjetividad de las declaraciones de tantos y tantos individuos sufrientes con otros textos “objetivos”, aparecen los fragmentos que Saunders intercala aquí y allá: memorias, biografías, obras históricas, cartas y documentos varios -que se presentan con los protocolos canónicos de las citas bibliográficas, aunque muchos de ellos son creación libre de la imaginación del autor- en los que se describen -en ocasiones, con enfoques contradictorios entre sí- episodios de la vida de Lincoln (especialmente en aquellos días de la enfermedad y muerte de su pequeño), acontecimientos de la guerra en curso o reflexiones diversas sobre la situación política del momento.
Y ambas partes aparecen envueltas en una atmósfera lírica, entrañable, llena de ternura, de delicadeza y emoción, especialmente visible en las escenas en las que Lincoln llora ante el cuerpo de su hijito muerto y aún no enterrado, lo abraza con cariño y devastador desgarro -en una imagen que evoca La Piedad, de Miguel Ángel-. Apreciamos su perplejidad, su desconcierto ante la muerte de un niño, siempre inexplicable, siempre “contra natura”, sus indecisiones acerca del desarrollo y conveniencia de la guerra, sentimientos que afloran en numerosos monólogos del presidente dispersos por la obra, como en estas palabras que reproduzco aquí respetando la peculiar ordenación tipográfica del original:
(¿Por qué esta pena, pues?
Si para él ya ha pasado lo peor)
Pues porque yo lo amaba mucho y sigo teniendo el hábito de amarlo y ese amor siempre ha de adoptar la forma de preocupación y de angustia y de hacer cosas.
Pero ya no hay nada que hacer.
En el Bardo, los espíritus de los muertos pueden, como se ha dicho, entrar en los pensamientos ajenos, e incluso influir sobre ellos e intentar cambiarlos. En las mentes de unos aparecen vestigios de las de los otros y pueden “ver” con los “ojos” de los demás. Así actúan los desolados personajes de este triste limbo con la mente de Lincoln, apiadándose de su sufrimiento, envidiando la compasión y el amor con los que el padre acaricia al hijo (Que le toquen a uno con ese cariño, con esa atención, como si todavía estuviera…) y participando del lema que el siempre severo dirigente se impone en su dolor: Aliviar la carga de tristeza que sufren nuestros semejantes.
Muy fuera de tiempo, quiero hacer aún, no obstante, un breve apunte sobre las muchas y fecundas influencias que pueden detectarse en Lincoln en el Bardo. Avanzando entre sus páginas me han asaltado los recuerdos inequívocos de la Antología de Spoon River, la obra maestra de Edgar Lee Masters a la que hace años dediqué un par de programas en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes; unas emisiones que podéis recuperar en su blog. Hay, también, evocaciones a mi juicio evidentes del universo algo adanista y utópico de Walt Whitman y Thoreau (presentes de manera palmaria en un espléndido fragmento, que no cabe reproducir pero sí os recomiendo, en la página 388), ambos también objeto de diversas emisiones en el programa reseñado. El protagonismo de los muertos me lleva inevitablemente a Pedro Páramo, la obra maestra de Juan Rulfo. E incluso -y admito que en este caso la conexión puede ser algo forzada- no he podido dejar de pensar en los vínculos del libro con Coco, esa maravilla, sólo aparentemente infantil, salida de la factoría Pixar en 2017.
En fin, leed a George Saunders y su inolvidable Lincoln en el Bardo… y leed también las otras referencias mencionadas y ved la película comentada… y escuchad, para cerrar ya mis comentarios, The ship on fire, una pieza de música popular que suena en el libro y que ahora podéis disfrutar en la voz de Dorothy Mesney y el piano de Myron McPherson.
Él no es más que uno.
Y su carga está a punto de matarme.
Extrapólese, pues, este dolor. Unas tres mil veces. De momento. Hasta ahora. Una montaña. De muchachos. Todos hijos de alguien. Debo seguir adelante. Pero puede que me falten agallas. Una cosa es tirar de la palanca cuando uno no ve el resultado. Pero aquí hay un bonito ejemplo de lo que consigo con las órdenes que…
Puede que me falten agallas.
¿Qué puedo hacer? ¿Declarar un alto el fuego? ¿Y tirar por la escotilla a esos tres mil chicos? ¿Pedir la paz? ¿Convertirme en el gran necio que se echa atrás, en el rey de la indecisión, en el hazmerreír de la Historia, el palurdo inseguro, el flaco señor Marcha Atrás?
La situación está fuera de control. ¿Quién es el responsable? ¿Quién es el causante? ¿Quién empezó esto con su llegada a escena?
¿Qué estoy haciendo?
¿Qué estoy haciendo aquí?
Ya nada tiene sentido. Ha venido el cortejo fúnebre. Ofreciéndome sus manos extendidas. Con sus hijos intactos. Llevando máscaras de tristeza forzada para esconder cualquier signo de su felicidad, que… que sobrevivía. No podían esconder lo muy vivos que estaban gracias a ella, a la felicidad que les causaba el potencial de sus hijos todavía con vida. Hasta hace poco yo era uno de ellos. Paseando y silbando por el matadero, evitando mirar la carnicería, capaz de reírme y soñar y tener esperanza, porque todavía no me había sucedido a mí.
A nosotros.
Trampa. Trampa horrible. Se prepara al nacer uno. Ha de llegar un día final. En que necesitarás salir de tu cuerpo. Eso ya es malo de por sí. Y luego encima traemos aquí a un bebé. Se amplían los términos de la trampa. Ese bebé también tiene que marcharse. Todos los placeres deberían quedar contaminados por ese conocimiento. Pero con lo optimistas que somos, nos olvidamos.
Señor, ¿qué es esto? Todo este caminar de un lado para otro, esforzarse, sonreír, hacer reverencias y bromear… Todo este sentarse a la mesa, planchar camisas, anudarse la corbata, embetunarse los zapatos, planear viajes y cantar canciones en la bañera…
Cuando él ha de quedarse aquí…
¿Acaso uno puede seguir asintiendo con la cabeza, bailando, razonando, paseando y discutiendo?
¿Tal como hacía antes?
Pasa un desfile. Él no puede levantarse y unirse a ellos. ¿He de salir corriendo yo tras la comitiva, ocupar mi sitio, levantar mucho las rodillas, agitar una bandera y hacer sonar una corneta?
¿Lo amábamos o no?
Entonces no he de ser feliz más.
George Saunders. Lincoln en el Bardo