FLORIAN HUBER. PROMÉTEME QUE TE PEGARÁS UN TIRO; XABIER IRUJO. LA MECÁNICA DEL EXTERMINIO
Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, os ofrece esta tarde una propuesta plural que, en cierto modo, puede entenderse como una suerte de continuación natural de las de algunas semanas anteriores. Desde primeros de marzo hemos centrado los programas en libros relacionados con el cine, normalmente novelas que han sido objeto de traslación a la gran pantalla, tratándose en casi todos los casos de obras literarias y cinematográficas de una extraordinaria calidad, títulos mayores en cada uno de sus géneros; también he traído aquí libros vinculados a aspectos secundarios -aunque importantes- de las películas, como las ciudades, los escenarios, los lugares, la música, la gastronomía, la poesía, los carteles, “de cine”, con presencia destacada en infinidad de filmes míticos. E incluso, las propuestas de estas dos últimas semanas, Mamá y El secreto de Marcial, de Jorge Fernández Díaz y Nada, de Carmen Laforet y La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda, tienen igualmente una importante relación con el universo del séptimo arte.
En la presente emisión seguiremos muy de lejos dicha pauta que vincula el cine y la literatura, aunque con alguna diferencia sustancial que tiene que ver, en primer lugar, con el hecho de que las obras cuya lectura hoy os aconsejo no son novelas sino ensayos; y en segundo lugar -casi como corolario natural de la anterior condición- porque ninguna de ellas se ha visto reflejada directamente en una película. Es el fulgurante éxito de The brutalist, el reciente título de Brady Corbet -tres Globos de oro, finalista de otros cuatro, diez nominaciones a los Oscar (con tres estatuillas logradas), nueve a los Bafta (con cuatro obtenidos: mejor director, mejor actor, mejor fotografía y mejor banda sonora), ganadora del León de Plata en Venecia, de dos premios del Círculo de Críticos de Nueva York y de decenas de otros galardones menores-, el que me ha inducido a incorporar como estrambote el filme a este ciclo biblio-cinéfilo de Todos los libros un libro, buscando para ello algún correlato libresco, interesante y de calidad, que pudiera complementar mi “oferta”.
Teniendo cuenta que la película, que luego comentaré por extenso, narra la historia de László Tóth, un arquitecto judío nacido en Hungría que sobrevive al Holocausto y emigra a los Estados Unidos; y que, desde el pasado 27 de enero, en que se conmemoró el octogésimo aniversario de la liberación del campo de Auschwitz, una circunstancia que supuso el desvelamiento y el conocimiento por parte de la opinión pública mundial del atroz exterminio de los judíos a causa de la delirante y criminal política del Tercer Reich, se han ido sucediendo las fechas significativas relacionadas con la contienda, hasta llegar, el pasado día 8 de mayo, a los ochenta años de la rendición de Alemania y del fin de la guerra en Europa, he pensado en que el nexo común que une todos estos hechos -el Holocausto, ese dramático episodio de la historia de la humanidad, la terrible guerra mundial, sus deplorables consecuencias- debiera estar también en el centro de mis sugerencias de lectura de esta semana y, anticipo, en las de las dos próximas emisiones.
Serán, pues, dos los libros, con muchas similitudes y coincidentes en más de un extremo, pese a surgir de ámbitos muy distintos, cuya lectura quiero recomendaros vivamente. Se trata de un ensayo muy singular, Prométeme que te pegarás un tiro, del historiador alemán Florian Huber, y de un exhaustivo y desbordante estudio de indagación histórica, La mecánica del exterminio, escrito por nuestro compatriota Xavier Irujo.
Mi primera propuesta de la tarde es un texto de extraordinario interés, aunque de una dureza, una oscuridad, una amargura y un dramatismo por momentos insoportables, incapaz el lector de seguir leyendo, en algunos pasajes, por no poder enfrentar el dolor, el horror, el espanto, la aprensión, la emoción y hasta la repulsión que le provocan lo estremecedor, cruel y trágico de los atroces hechos narrados. Estoy hablando de Prométeme que te pegarás un tiro, escrito por Florian Huber; un controvertido ensayo, pese a todo deslumbrante, publicado en 2022 por la editorial Ático de los libros en traducción de Joan Eloi Roca. Florian Huber es un historiador alemán, autor de diversos libros centrados, en su mayor parte, en la sociedad alemana en el nazismo, así como productor de documentales sobre temas diversos como los Juegos Olímpicos de 1936, la caída del Muro de Berlín o la muerte del escritor y piloto Antoine de Saint-Exupéry. En el libro que ahora os presento explora uno de los hechos menos conocidos de la historia del Tercer Reich, esa extraordinaria ola de suicidios que se extendió por Alemania en las últimas etapas de la Segunda Guerra Mundial y a la que apunta de manera expresa el elocuente y muy esclarecedor subtítulo de la obra: La historia de los suicidios en masa al final del Tercer Reich. En los primeros meses de 1945 se declaró una verdadera "epidemia" de inmolaciones, con miles de alemanes que pusieron fin a sus vidas por su propia mano, no solo los militares y los altos jerarcas nazis (empezando, como es sabido, por el propio Adolf Hitler -cuyos momentos finales se narran en detalle en el libro-, y siguiendo por Joseph Goebbels, Heinrich Himmler, Martin Bormann y cincuenta y tres generales del ejército, catorce de la fuerza aérea y once de la marina (…) además del ministro de Educación Bernhard Rust, el ministro de Justicia Otto Thierack, el mariscal de campo Walter Model, el Zorro del Desierto, Erwin Rommel (…) Otros, como Herman Göring, dudaron y fueron capturados con vida, aunque solo lograron posponer lo inevitable, en cita literal de Un verdor terrible, la novela de Benjamín Labatut de la que os hablé aquí hace unos meses y que también trata, de manera tangencial, este asunto en su primer y deslumbrante capítulo, Azul de Prusia) si no, sobre todo, los ciudadanos de a pie, que se suicidaban ahogándose, disparándose, envenenándose, ahorcándose, apuñalándose o cortándose las venas, en una espeluznante ceremonia de “autoaniquilación” masiva de una magnitud con escasos precedentes en la historia de la humanidad.
Huber estudia este extraño fenómeno en las trescientas documentadas páginas (cruzadas por infinidad de notas que remiten a las dos bien nutridas secciones bibliográficas finales, una que recoge cerca de cuarenta referencias de “Diarios, memorias e informes”, y otra con una veintena de libros presentados bajo la rúbrica de “Bibliografía general”) de un ensayo dividido en cuatro partes de muy distintos interés e intensidad. Las dos primeras, que ocupan cerca de ciento cincuenta páginas, son excelentes, subyugantes, de lectura irrefrenable, aunque, como ya he anticipado, de una descarnada crudeza y una escalofriante truculencia. La segunda mitad del libro, siendo también interesante, es más convencional y previsible, y más consabidos sus análisis y conclusiones.
El libro se abre con la sección titulada “Cuatro días en Demmin”, sobrecogedora e impresionante. Demmin es una pequeña ciudad de Pomerania Occidental, en el nordeste de Alemania, cercana al mar Báltico, a solo tres horas al norte de la capital y muy próxima también a la frontera con la actual Polonia, un país que en esas fechas estaba en manos de las tropas soviéticas. Después de meses de batallas, el Ejército Rojo se acercaba peligrosa e imparablemente a una población cuyos habitantes -unos quince mil- hasta pocas semanas antes solo habían vivido la guerra a través de los periódicos, la radio y los noticiarios, o por las historias que contaban otros. Hasta entonces (el 25 de abril las tropas soviéticas entraban en Alemania, el 30, en los momentos finales de la batalla de Berlín, Hitler acabaría con su vida, y el 7 de mayo se produciría la rendición germana), el pueblo solo había registrado alguna huida apresurada a los refugios antiaéreos, algún vislumbre del resplandor de los incendios en el horizonte, algún bombardeo en un aeródromo no muy lejano, pero los ataques, los aviones, las bombas habían pasado de largo. Demmin era una isla en medio de la guerra. En esos días finales de abril de 1945, sin embargo, las oleadas de refugiados -miles de aterrorizadas familias- que huían despavoridos del frente oriental ante el avance soviético, los destacamentos de soldados de la Wehrmacht en abierta retirada, y los propios habitantes de la ciudad, sumidos en una creciente inquietud, se preparan para la inminente llegada de las tropas enemigas. Muchos de los recién llegados dejarán pronto el pueblo en dirección a un oeste supuestamente salvador. A ellos se sumarán también familias enteras de ciudadanos de Demmin aterrorizados por el rastro de sangre, destrucción y violencia que deja a su paso la ofensiva de los ejércitos enemigos, cuyos pavorosos ecos llegaban por las informaciones, noticias y rumores transmitidos por quienes vienen de las zonas devastadas y también por la campaña, supuestamente motivadora, de los medios de comunicación en manos del ministro de propaganda Joseph Goebbels. Pronto, a la desbandada se sumarán también los altos jerarcas del partido nazi, los líderes de sus organizaciones afines, las autoridades locales. El 29 de abril, ante la apremiante cercanía de la ocupación de la ciudad, los militares del Reich despejan las bases militares y retroceden impidiendo que ningún residente ni refugiado deje la población hacia el oeste, para no obstaculizar el repliegue del ejército. Los soldados empiezan su retirada atravesando el río Peene. Una vez cruzado volarán todos los puentes (Demmin, tierra de tres ríos) para frenar el progreso de los rusos. Miles de personas, en gran número mujeres y niños, los más sin medios ni recursos para escapar, muchos indecisos hasta el último momento, otros incapaces de dejar atrás sus enteras vidas, quedan atrapados en el lugar, convertido en una angustiosa ratonera. Llegan los primeros aviones volando bajo, los primeros cañonazos, los primeros muertos. El 30 de abril, los combatientes del Ejército Rojo se aprestan a tomar la ciudad: Tres detonaciones arrolladoras rompieron el silencio y pusieron fin a la paz en la ciudad. El retumbar de las explosiones, el traqueteo y el chirrido de los tanques soviéticos, sonaban ominosos en los oídos de los habitantes de Demmin, que corrieron a refugiarse en los sótanos, arrastrando consigo sus exiguas pertenencias, una muda de ropa, documentos de identidad, objetos de valor y unas pocas provisiones. Pronto ese transitorio abrigo subterráneo se pobló de gente, familias, amigos, ciudadanos cuyas casas carecían de sótano, refugiados llegados del Este que no habían logrado escapar. Las mujeres, sobre todo las jóvenes, aterrorizadas ante el siniestro panorama que se avecinaba y las amenazaba especialmente a ellas, deseando una imposible invisibilidad, se pintaban la cara con hollín, se dibujaban arrugas y patas de gallo alrededor de los ojos con palos carbonizados y se envolvían la cabeza con pañuelos andrajosos. Algunas abrazaban a un niño en su regazo.
Pero no todos los habitantes de Demmin se escondieron bajo tierra. Huber da cuenta, en un párrafo espeluznante que es solo el anticipo de lo que vendrá a continuación, de las experiencias de algunos individuos que habían decidido adelantarse a la conquista de la ciudad y, con ella, al fin de su mundo conocido.
Lothar Büchner, sargento mayor del Reichsarbeitsdienst, de veintisiete años, se había ahorcado en su casa con su esposa, su hermana, su madre y su abuela, alguno de los cuales, antes de dar el fatídico paso, aún tuvo arrestos para poner una soga alrededor del cuello de Georg-Peter, un niño de tres años. Bewersdorff, gerente local de los Seguros Médicos Generales, de setenta y un años, se ahorcó también, al igual que lo hicieron su esposa, su hija adulta y sus nietos de dos y nueve años, muertos de la misma forma. La joven esposa de un teniente de la Wehrmacht, sola con su hijo de tres años, colgó al pequeño antes de poner fin a su propia vida. Un viejo policía, su mujer, la esposa de un comisario, sus dos hijas adultas, se ahorcaron también. La mujer y la hija de un terrateniente local y un carpintero de cuarenta y siete años se pegaron un tiro en la cabeza. Estos veintiún suicidios -contando las muertes de niños como "suicidio ampliado” según se conoce en la jerga jurídica- están documentados en el registro de defunciones de la Oficina de Registro de Demmin. Al mirar el registro y descubrir la repentina oleada de suicidios que hubo en Demmin el 30 de abril de 1945, antes incluso de que comenzase la invasión soviética, se tiene la sensación de que fue un hecho sin precedentes. Esos veintiún suicidios fueron solo un preludio.
El generalizado horror que siguió a estos trágicos preliminares, localizados primero en Demmin y extendidos luego a toda Alemania, pone los pelos de punta: ejecuciones, tiroteos, fusilamientos, incendios, saqueos, brutalidad, desenfreno, devastación irracional, orgía destructiva (durante su avance, los soldados del Ejército Rojo, endurecidos por la guerra, azuzados por su propia propaganda y desinhibidos por el alcohol, cometieron un sinnúmero de crímenes), violaciones en masa. Según estudios diversos, hasta dos millones de mujeres alemanas fueron violadas en esta fase final del conflicto. La ira aniquiladora de las tropas era tan incontenible que los propios líderes del ejército soviético la consideraron un riesgo para las operaciones militares. La imposibilidad de huida, el pánico atroz, la desesperación, indujeron a miles de alemanes al suicidio, generando una inusitada marea de autodestrucción que llegó a alcanzar cifras escalofriantes. Solo en Demmin, con una población de, como se ha señalado, unas quince mil personas, se estima que más de mil se dieron muerte. Fuera de la ciudad de Pomerania, y aunque los datos varían según las fuentes, se habla de que en Berlín se suicidaron, tras la derrota nazi, siete mil personas en 1945, tres mil ochocientas de ellas en abril de ese año (cifras todas que, como es obvio, solo consideran los datos oficiales, dejando fuera un gran número de decesos no reportados).
Florian Huber analiza el insólito fenómeno en una formidable investigación histórica punteada con detalles de las vidas de algunos personajes individualizados, a los que sigue en sus dramáticas peripecias de aquellos días, basándose en fuentes académicas (archivos históricos, investigaciones y obras previas sobre el tema), documentos oficiales (escasos, porque en la desbandada final de la guerra, los informes estadísticos, los partes médicos, los expedientes administrativos dejaron de hacerse; además de la imposibilidad de saber con certeza la causa de las muertes entre la interminable masa de cadáveres), y, sobre todo, en los testimonios de sus protagonistas y de testigos presenciales, familiares de las víctimas, combatientes y refugiados, profesores, médicos, amas de casa, comerciantes, militantes en las organizaciones nazis, recogidos de diarios, correspondencia, testamentos y archivos personales, muchos de ellos accesibles en el Deutsches Tagebucharchiv, el Archivo de Diarios Alemán.
Así, en esas dos primeras partes del libro, viajamos por la Alemania derrotada para conocer la atmósfera de fracaso y desolación, de desesperanza y ansiedad del pueblo germano. Y en un interesante ejercicio de psicología colectiva, conocemos el entorno anímico que propiciará la extraordinaria racha de suicidios: el clima general de fatalidad y desesperación; la salvaje propaganda oficial advirtiendo de los desmanes perpetrados por los soviéticos en la ciudad de Nemmersdorf, con imágenes brutales repetidas hasta la saciedad en los noticiarios cinematográficos para escándalo de la población; la familiaridad de la gente con los venenos, los raticidas, el ácido cianhídrico, la estricnina, especialmente el cianuro, que circula en grandes cantidades y resulta de fácil disponibilidad, llegando a ser distribuido por las autoridades sanitarias (En la última actuación de la Orquesta Filarmónica de Berlín, el 12 de abril, cuando se tocó el Concierto para Violín de Beethoven, la Sinfonía Romántica de Bruckner y el final del Crepúsculo de los dioses de Wagner, se dice que las Juventudes Hitlerianas uniformadas esperaban a la salida con cestas llenas de cápsulas de cianuro); la frustración por el acabamiento de la delirante ensoñación en la que la locura hitleriana había sumido al pueblo.
En ese contexto, la idea del suicidio pudo germinar en miles de personas de todas las profesiones, clases sociales y grupos de edad, hombres, mujeres y niños por igual, jóvenes y viejos, trabajadores y empresarios, enfermeras y doctores, un caleidoscopio de la sociedad alemana, como ha declarado el autor en una entrevista, en la que mencionaba igualmente la lista que encontré en la que el jardinero del cementerio de Demmin anotó los muertos que llegaban esos días críticos, cientos y cientos de nombres de hombres, mujeres y niños, con los datos de la edad y la causa de muerte, una lista de horror escrita a mano, figuraba el caso número 135 de una niña de apenas un año, fallecida el 1 de mayo de 1945, ‘estrangulada por su abuelo’.
Y es que los niños muertos por sus padres (hay que hablar, pues, “técnicamente”, de asesinatos), fueron numerosos. En Demmin las madres se arrojaban al Peene (seiscientos cadáveres extraídos de sus aguas), al Tollense, al Trebel, los tres ríos de la ciudad, con sus hijos atados a bolsas, maletas o mochilas cargadas de piedras. Esta parte del libro incluye algunas de las estremecedoras fotos tomadas por Lee Miller y Margaret Bourke-White, dos mujeres fotógrafas de guerra, “empotradas” -con jerga de hoy- en las fuerzas de los Estados Unidos que tomaron Leipzig. En ellas, y en una suerte de manifestación emblemática de la familiaridad con la muerte a la que habían llegado los alemanes en esa etapa final de la contienda, vemos, en estampas de una escenografía algo teatral, aunque macabra, los cuerpos de funcionarios y jerarcas nazis acompañados de sus familias, muertos por sus propias manos pocos minutos antes de la entrada de las tropas ocupantes.
En la segunda mitad de la obra, interesante pero más convencional, Huber explora las posibles causas del fenómeno, muy variadas y de índole muy diversa. Sin perder el carácter testimonial, pues seguimos escuchando las voces de los personajes “seleccionados” por el autor, el relato se objetiviza, adentrándose en el análisis de la conjunción de factores que propició esa trágica hecatombe (y también, de manera más breve, en su impacto en la sociedad alemana de posguerra y su legado en la memoria histórica del país). Entre las causas estudiadas están las obvias, ya mencionadas, fundamentalmente el miedo a la anunciada violencia de los ocupantes, el pánico a la brutalidad rusa, en particular a las terribles violaciones (en los otros frentes del avance aliado, la crueldad de los “vencedores” no fue tan despiadada e inhumana, mientras que los soldados soviéticos se cebaron entre los civiles, de modo que no es de extrañar que en las zonas invadidas por el Ejército Rojo se produjeran muchos más suicidios que en el resto. Huber, relativizando siempre las cifras ante la ausencia de datos suficientemente fiables, sostiene que la proporción debió ser al menos de 20 a 1 entre unas y otras líneas); la vergüenza y la desesperación, sobre todo las de las mujeres violadas (el libro recoge un dato pavoroso: 10.000 mujeres se quitaron la vida, solo en Berlín, tras haber sido violadas por soldados del Ejército Rojo); el terror culpable ante la previsible venganza por los crímenes cometidos por el nazismo de los que ahora el pueblo alemán empezaba a ser consciente, como si se hubiera despertado repentinamente de la obnubilada visión que lo envolvió durante años -una supuesta ensoñación claramente cínica y culpable, pues la desaparición y el exterminio de los judíos eran hechos notorios e insoslayables (Ningún alemán tenía que recurrir a historias contadas por terceros cuando se trataba del traslado de los judíos); la angustia y la desesperanza ante la dificultad de la vida en una Alemania derrotada y sin futuro.
En relación con el sentimiento de culpabilidad, Huber menciona a quienes, indiferentes, conformistas, silenciosos, pasivos ante la criminal alucinación colectiva, caían en la cuenta de su responsabilidad moral, siendo incapaces de soportarla. El libro se detiene también en analizar cómo el régimen nazi influyó en la psicología de los alemanes y cómo el adoctrinamiento, la propaganda y el culto al líder (Los alemanes estaban completamente enamorados de Hitler (…) Adoraban su forma de gobierno firme y despiadada. Entraron en éxtasis cuando les dijo qué pensar, a quién odiar y cuándo animar) contribuyeron a conformar un estado de euforia emocional, de exaltación patriótica, de enardecimiento nacional, de ceguera sectaria, de fervor colectivista, de fanática necesidad de pertenencia, de entrega apasionada a un proyecto integrador, a una causa (a un ser superior, metafísico, a la providencia o a la naturaleza sagrada de las cosas, todo lo que el Führer representaba) por la que renunciar a la propia individualidad; fenómenos, creencias, sentimientos rayanos en el delirio que, ahora, ante la rendición y la evidente derrota, se desinflaban con las naturales consecuencias de desilusión, dolor, aflicción y desesperación (había vivido para una ilusión que había estallado como una pompa de jabón).
Desde este punto de vista, se presentan interesantes apuntes sobre la desolación causada por el fulminante hundimiento de la felicidad y el bienestar que había traído a las vidas y las mentes de los ciudadanos la recuperación económica que Hitler logró tras los desastres posteriores a la Gran Guerra; la pérdida del sentido de la vida entre quienes compartían los ideales nazis; la desaparición del marco de valores que había guiado sus existencias y que, al esfumarse tras la debacle, los dejaba en un estado de anomia, carentes de referentes morales, de sostén ético, por más que los principios en que se fundamentasen fueran inicuos, ignominiosos y objetivamente inmorales. Resultan muy significativas, a este respecto, las palabras de Magda Goebbels, la esposa del ministro de Hitler y patológico líder del nazismo, en una carta dirigida a un hijo fruto de su primer matrimonio y que dejó escrita antes de que, el día después de la muerte del Führer, los Goebbels mataran a sus seis hijos con cianuro y luego se envenenaran ellos mismos: Nuestra maravillosa idea está pereciendo y, con ella, todo lo bello, admirable, noble y bueno que he conocido en mi vida. No vale la pena vivir en el mundo que viene después del Führer y el nacionalsocialismo, y por eso me he llevado a los niños conmigo. Son demasiado buenos para la vida que viene después de nosotros, y un Dios bondadoso me comprenderá si soy yo quien les da la salvación.
Y se considera también la circunstancia del honor, de la vivencia de la honorabilidad, de la dignidad y la nobleza, que inspiró a algunas autoridades nazis a la hora de suicidarse, queriendo transmitir con su acto extremo un mensaje a las generaciones venideras, el de la generosa voluntad de sacrificarse por una causa de cuya justicia y pervivencia futuras estaban, en su extravío moral, firmemente convencidos. En el sistema de valores de los nacionalsocialistas, el concepto de honor ocupaba un lugar destacado, tanto en la ideología racial como en la estrategia de guerra y en el concepto social del honor personal, de las familias y especialmente de las mujeres. En consecuencia, cualquier pérdida del honor ponía en duda el fundamento de la vida misma. Si se os deshonra, no os queda otra salida más que la muerte, le dice una profesora a sus alumnas cuando el derrumbe es inminente. Y esta noción, primordial entre la jerarquía del Reich, impregnó también el sentir de las gentes comunes, que, por encima de su propia vida, antepusieron estos valores de supuestas rectitud, integridad y orgullo. Así puede colegirse de este fragmento, muy revelador, que explica además el título del libro: En muchas familias alemanas, el honor primaba sobre la vida de los propios parientes. El 20 de abril, cumpleaños del Führer, Friederike Grensemann, de veintiún años, se despidió en Berlín-Wilmersdorf de su padre, que había sido llamado a filas en la Volkssturm [la milicia popular reclutada en los últimos días del Reich] para la defensa de la ciudad. Solo intercambiaron unas pocas palabras. El padre ya llevaba el uniforme y el brazalete, y solo le faltaba ponerse el abrigo de cuero. Luego le entregó la pistola a Friederike. «Se acabó, hija mía. Prométeme que te pegarás un tiro cuando vengan los rusos, o si no, no volveré a tener un momento de paz". También me indicó que mantuviera el cañón en la boca. Luego otro abrazo, un beso. ¡Todo en silencio! Se fue.
Y hay otras causas, la familiaridad con la violencia, de presencia cotidiana, aunque soslayada, en las vidas de los alemanes durante el nazismo, una violencia que ahora se volvía contra ellos mismos y sus familias; la proximidad de la muerte, verla a diario entre conciudadanos, conocidos y familiares; la insoportable amenaza de acabar enterrados bajo los escombros, escaldados o quemados vivos en sus sótanos; la dimensión religiosa, con la presencia, en los últimos días de la guerra, de profetas del apocalipsis, fanáticos, predicadores, charlatanes mesiánicos, y también con la relativización de los valores religiosos y la consiguiente desaparición del tabú del suicidio; e igualmente una cierta atmósfera contagiosa, que multiplicó los efectos de este fenómeno muy poco conocido y estremecedor.
En un marco de referencia similar, marcado por la violencia, se desenvuelve también mi segunda recomendación de esta semana, un monumental estudio de investigación académica, un formidable tour de force historiográfico, una desbordante muestra -más que eso, una exhibición- de datos, documentación e información, que ocupó a su autor -en confesión que incluye en el prólogo de su libro- veinte años de trabajo; una circunstancia que, leída la obra, no extraña en absoluto. Hablo La mecánica del exterminio, publicado por Xabier Irujo en la editorial Crítica, un sello hoy perteneciente al grupo Planeta, en los primeros días de este 2025.
Xabier Irujo es el director del Centro de Estudios Vascos de la Universidad de Nevada, Reno, donde es catedrático de estudios de genocidio. (Hay una novela de Bernardo Atxaga, Días de Nevada, publicada por Alfaguara en 2014 y también altamente interesante, muy ilustrativa sobre la fuerte presencia de trabajadores vascos, en particular pastores, en aquel estado norteamericano. La incorporo con gusto a mis sugerencias de hoy). Licenciado en Filología, Historia y Filosofía, con sendos doctorados en estas últimas carreras, con una amplia trayectoria académica en diversas universidades, investigador sobre temas relativos a su cátedra, autor de numerosas publicaciones sobre el genocidio y sobre el bombardeo de Guernica, Irujo analiza, en las casi quinientas páginas de La mecánica del exterminio (de las que cien se extienden en centenares de notas, una amplia bibliografía y un útil índice onomástico), y bajo el elocuente subtítulo de La industrialización de la muerte en los campos de concentración nazis, el muy premeditado y escrupulosamente medido y detallado proceso -llevado a cabo siguiendo las pautas de método, rigor y ordenancismo que habitualmente asociamos a la mentalidad germánica- previsto por el nazismo para expandir su siniestro y delirante proyecto de “arianización” de Europa (a propósito del delirio, Adolf Eichmann, alto funcionario nazi y uno de los principales responsables del Holocausto, publicó el 15 de agosto de 1940 un memorándum, conocido como “Proyecto Madagascar”, que presentaba un plan para la reubicación anual de un millón de judíos en la isla del Índico, proyecto que acabó por descartarse por su obvia inviabilidad), haciendo desaparecer, para ello, a diecisiete millones de personas, de las que seis millones fueron judíos, ambas cifras citadas por el autor a partir de fuentes solventes.
Antes de comentar brevemente el planteamiento y la estructura del libro quiero hacer tres avisos para navegantes. El primero, muy fácilmente imaginable, tiene que ver con la dificultad emocional -llamémosla así- que entraña su lectura. El grado de precisión y fidelidad documental a los hechos del que hace gala Irujo y que defiende con pertinencia y convicción en el último capítulo de su obra, su afán por describir cuanto detalle resulte relevante para transmitir con la mayor fidelidad posible la cruel brutalidad, la inhumana y salvaje violencia de los hechos referidos, lo llevan a mostrar, con pormenores espeluznantes, aterradores, las muchas manifestaciones del horror con el que los dirigentes, oficiales y soldados nazis -y sus colaboradores “autóctonos” de los diferentes países ocupados- llevaron a cabo su labor de limpieza étnica. En más de una ocasión el lector, estremecido, horrorizado, sobrecogido, debe abandonar por un momento la lectura, incapacitado para digerir tanta atrocidad. El propio Irujo señala que en el largo transcurso de décadas que le llevó la redacción del libro nunca pudo aguantar más de tres meses seguidos inmerso en su escritura. He aquí, pues, la primera dificultad a la que debe enfrentarse quien, siguiendo mi entusiasta recomendación, se adentre en las páginas de La mecánica del exterminio.
Mi segunda consideración previa, también relativa a los posibles escollos que podemos encontrarnos en la lectura, tiene que ver con la reseñada -y ejemplar- voluntad del autor de detallar, fundamentar y justificar con cifras y datos las criminales actuaciones del Reich, incluyendo los episodios más siniestros de su enloquecida barbarie, en una, como digo, muy remarcable y valiosa opción historiográfica y también ética. La narración está trufada así de estadísticas, cómputos, porcentajes, guarismos, cantidades, raciones, dosis, cuotas, sumas, tiempos, distancias, mediciones, censos, registros, cálculos, números, que, una vez digeridas por el lector sus descomunales magnitudes, y habiendo contribuido al propósito del autor de documentar con exhaustividad todas las afirmaciones sostenidas, pueden, sin embargo, entorpecer algo la lectura no académica del libro. Como lo hace también la profusión -sin duda debida a idéntico afán de ofrecer un relato fidedigno; logro cumplido con creces- de referencias a organismos, dependencias, cuerpos policiales, secretarías, departamentos, divisiones, unidades, secciones, oficinas, delegaciones y negociados -presentados con sus siglas y sus denominaciones en alemán- con los que la burocratizada y jerárquica organización nazi, su híper regulado modus operandi, llevaba a la práctica sus muy planificadas líneas de actuación. En este mismo sentido, el libro recoge referencias directas de infinidad de fuentes: directrices, memorándums, folletos, instrucciones, documentos, recibos, justificantes, órdenes, copias estenográficas, declaraciones, expedientes, dictámenes, informes, normas, directrices, disposiciones, testimonios, registros, memorias de auditoría y hasta facturas, prueba reveladora del riguroso -y previsiblemente agotador- trabajo de consulta y cotejo de información. Valga un único pero muy significativo ejemplo del tenor del libro en esta su pretensión de fidedigna documentación: Las facturas de Zyklon B [el gas con el que se asesinaba a las víctimas en las cámaras] de febrero a mayo de 1944 para Oranienburg y Auschwitz indican que se enviaron 832 kilos de veneno mensualmente a cada uno de los campos. Esto resultó en un peso neto de 555 kilos por mes para cada instalación. Se calcula que solo en Auschwitz se utilizaron 8,2 toneladas de Zyklon B en 1942 y 13,4 más en 1943.
Mi tercer aviso preliminar, referido a una circunstancia tampoco disuasoria en sí misma pero esta sí muy molesta, alude al enojoso desmaño de la edición, plagada de fallos ortográficos, de redacción, de tipografía y, lo que es más grave, hasta de coherencia en el discurso. No me resisto a ofrecer alguna muestra espigada a vuelapluma. Entre los errores formales, aparecen, ya en el “Proemio” del libro, una frase sin sentido: El ministro de Educación del Tercer Reich, Bernhard Rust, parecía un hombre imponente cuando se desbordaba en su silla forrada en tapiz rojo veneciano se recostaba sobre su pulido escritorio; un "nacismo" inconcebible en la pág. 22 y que vuelve a repetirse en, al menos, la 367; innumerables deslices en las concordancias: Cualquier objeto de utilidad, como botas, cuero, tela, oro y otros objetos de valor, ha sido robada (pág. 92), los escasos bienes que las víctimas podían llevar consigo eran a menudo saqueadas durante el viaje o a su llegada a los centros de concentración (pág. 144), lo mejor sería liquidar a la gente con furgones de gas, que habían sido construidas en Alemania siguiendo sus órdenes (pág. 104); erratas varias: esa corriente de humanidad fluye en nosostros (pág. 355); anacolutos disparatados: el único daño significativo había ocurrió en Varsovia (pág. 138); repeticiones descuidadas: Kiev había caído en manos alemanas sin resistencia el 19 de septiembre de 1941, a manos del 6.º Ejército (pág. 94); o, abiertamente, estrepitosas faltas de ortografía: Ciertos materiales reaccionan con el gas de cianuro o lo adsorben con mayor facilidad que otros (pág. 264); entre otros muchos dislates.
Las inconsecuencias en el discurso no son menos trascendentales y comparecen desde las primeras páginas. Así, en la “Presentación” inicial del libro, Irujo menciona que la obra se estructura en seis capítulos, pasando a continuación a ofrecer un breve adelanto, una sucinta sinopsis del propósito y enfoque de cada uno de ellos: el primero… el segundo capítulo… el tercero… etc. Sin embargo, inexplicablemente, su repaso se agota en el cuarto (o más bien en el quinto, cuya presentación es también confusa, pues a continuación de haber anticipado el contenido del cuarto capítulo indica: su último apartado, con ese posesivo que parece aludir a ese cuarto capítulo al que está refiriéndose, mientras que en realidad alude a la quinta sección del libro, que, en cualquier caso, no es la última: un disparate), dejando al lector sin la posibilidad de entender la lógica entera que estructura su ensayo, que debe deducir por sí mismo a medida que avanza en la lectura. Otro tanto ocurre cuando en las páginas 143 y 144 describe los cuatro pasos del sistema nazi para implementar la “Solución final”, cuyas siglas alemanas dan el acrónimo ABAC, una secuencia que acaba convirtiéndose, líneas después, en ABAB, para retomar más adelante el inicial ABAC, causando el desconcierto y la perplejidad del lector. Veinte años de elaboración de un libro por lo demás extraordinario, bien hubieran merecido una semanas adicionales dedicadas a pulir tanta inconsecuencia.
Cualquier persona mínimamente informada -y aún sin llegar a ese nivel elemental de conocimiento- sabe del horror nazi en sus manifestaciones más difundidas: el exterminio masivo de millones de personas en los infames campos de Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Mauthausen o Dachau, entre otros muchos. Pero el horror de la deportación de los judíos -y otros “colectivos”- en los siniestros trenes que surcaban Europa central en aquellos años, su inhumana esclavización en los campos, la salvaje brutalidad de las cámaras de gas, no eran fenómenos circunstanciales, azarosos, surgidos al albur de necesidades coyunturales a las que se enfrentaban de manera sobrevenida las autoridades del Reich, sino que, por el contrario, respondían a un razonamiento genocida y se regían en virtud de un método guiado por un patrón implacable, una lógica asesina, unos protocolos y una metodología perfectamente definidos y cuidadosamente calculados, una organización de eficiencia industrial -bien germana- para optimizar los resultados pretendidos, planificados y predeterminados desde muchos años antes de su expresión más despiadada y cruel.
El libro explora así, siguiendo un hilo relativamente cronológico, las diversas fases, desde sus raíces y antecedentes hasta su manifestación final más trágicamente notoria -la aniquilación masiva de individuos en los campos de exterminio- de ese sinestro e implacable mecanismo que marcó el siglo XX y, en realidad, la historia de la humanidad. El hilo conductor de la obra se desencadena a partir de la experiencia, recogida en el “Proemio” del libro, de Gregor Ziemer, director entre 1928 y 1939 de la American Colony School en Berlín, fundada bajo el patrocinio del embajador de Estados Unidos en Alemania y la Cámara de Comercio Americana. En esa condición, Ziemer solicitó y obtuvo del ministro de Educación del Tercer Reich, Bernhard Rust, la autorización para visitar, años antes del inicio de la guerra, las escuelas alemanas. En su recorrido, acudió durante meses a instituciones de todo tipo: clínicas prenatales, hospitales de esterilización, guarderías, escuelas e instituciones para niños de todas las edades. Habló con padres, maestros, estudiantes y administradores. A partir de sus observaciones escribió el libro Education for Death (Enseñanza para la muerte) tras huir de Alemania en vísperas de la segunda guerra mundial. El libro estaría en la base de un corto de propaganda de Walt Disney estrenado en 1943, Education for Death: The Making of the Nazi (Educación para la muerte: la formación de un nazi). Lo que Ziemer pudo comprobar en sus visitas era que el exterminio de los judíos había germinado ya, mucho antes de la conferencia de Wanssee de 1942, en la que oficialmente se plasmó la “Solución final”. Los planes de estudio del Reich, impregnados de doctrinas sobre pureza racial y propaganda antisemita, llevaban años instilando en la infancia y la juventud alemanas el pensamiento nazi, las bases ideológicas y el marco teórico, xenófobo, racista y antisemita, del programa nacionalsocialista.
Irujo desvela las claves de este ideario en sus manifestaciones muy anteriores a la infausta eclosión de los campos. Así, en el primer capítulo, Obertura salvaje, estudia las tres raíces de la doctrina nazi: Ostsiedlung (“colonización del Este”, inspirada en la tesis según la cual los territorios situados al Este de Alemania habían estado previamente bajo el dominio del pueblo germánico o ario, el cual, por lo tanto, poseía derechos “naturales” sobre estas tierras); Volksdeutsche (que afirmaba la existencia en esas regiones de alemanes “étnicamente puros”, racialmente superiores y que formarían parte de una comunidad racial y cultural alemana más amplia, que habría sido “robada”, pues, a sus legítimos dueños) y Lebensraum (la consiguiente necesidad, la obligación moral, de adquirir “espacio vital” para el desarrollo de ese pueblo alemán revestido de pureza racial en los territorios de Europa central y oriental al que la nación por origen tenía derecho). Irujo expone, con su habitual despliegue de referencias, estas delirantes teorías que fraguarían en el Plan General del Este, un plan pangermánico, expansionista, militarista, jingoísta, impregnado de xenofobia y, en última instancia, genocida, que suponía la ocupación de esas vastas regiones, la exacción de sus recursos y la limpieza racial de quienes no encajaban en los parámetros del “ario puro”. La primera fase de este programa exigía la previa determinación de la limpieza de sangre de la ciudadanía, el desplazamiento y la “germanización” de aquellos con ciertos antecedentes arios, la deportación de quienes no superaran los estándares raciales exigidos, y el “Repoblamiento” de los territorios progresivamente despoblados tras la implementación de este proyecto.
La desmesura del plan (el Plan General preveía la gestión del futuro para alrededor de 45 millones de personas en un territorio tan extenso como el Oeste americano), pronto se topó con obstáculos de toda índole, en particular la reticencia de muchos desplazados a establecerse en la zona oriental. Y aquí el libro, tras sus primeras páginas de acercamiento teórico a los postulados del nazismo -inicuos, pero hasta este momento formulados solo como ideaciones más o menos factibles-, se abre a los primeros pasajes espeluznantes, como la exposición del proceso de secuestro de niños considerados “racialmente valiosos” como estrategia alternativa para fortalecer la repoblación. Conocemos así cómo en 1936, Himmler crearía la Sociedad Registrada Lebensborn con el objetivo de aumentar la “producción” de niños de ascendencia alemana como si fueran un recurso industrial indispensable.
Pero la dificultad esencial del proyecto consistía en la proyectada eliminación de 31 a 51 millones de personas en un período de treinta años, objetivo previsto del plan. En el capítulo segundo, Preludio sangriento, se nos cuentan, en páginas que dejan en el lector un espanto y un pavor monstruosos, los sucesivos intentos de llevar a cabo este descomunal y aterrador proyecto. En su apartado inicial, El verano de 1941, se refieren las primeras órdenes para la eliminación de elementos indeseables por razones políticas, criminales, saboteadores, propagandistas, francotiradores, asesinos, incitadores y “personas similares”, funcionarios y políticos comunistas, personalidades destacadas de la economía, intelectuales y a “todos los judíos” (la orden era que «todos los judíos sospechosos debían ser ejecutados por arma de fuego. Solo se debían considerar excepciones cuando eran indispensables como trabajadores. Las mujeres y los niños también debían ser ejecutados por arma de fuego para que no quedara nadie vivo para vengarse). A continuación, se detallan los primeros pogromos, en Lituania, Letonia, Ucrania, Bielorrusia, Polonia, la violencia generalizada, las ejecuciones sumarias, el caos que rodeaba las operaciones -corrupción, robos y saqueos a las víctimas y sus domicilios por parte de particulares-, la imposibilidad de controlar la furia desatada. Ante tal situación, las autoridades asumen la necesidad de “perfeccionar” el sistema. Los pogromos locales van a ser sustituidos por una política sistemática de aniquilación. En otra sección dramática, Las fosas gimientes, asistimos a la evolución de la maquinaria criminal mediante la generalización del recurso a los fusilamientos masivos delante de fosas, en muchos casos excavadas previamente por las víctimas, para así, evitando los abusos y los excesos de la violencia indiscriminada de los pogromos, llevar a cabo las ejecuciones de manera militar y humana. La escrupulosa maquinaria presenta, sin embargo, deficiencias. El uso de rifles para los fusilamientos exige cercanía, por lo que pronto se sustituyen por ametralladoras. Estas, más eficaces, obligan, no obstante, a revisar a posteriori las pilas de cadáveres, pues siempre hay sobrevivientes, malheridos, a los que hay que rematar entre gemidos espantosos. La masacre de Babi Yar, de la que hablamos aquí hace poco más de un mes, supuso un paso más, con sus 33.771 asesinados en solo dos jornadas, en la industrialización del proceso. Protocolos rigurosos regían el traslado de las víctimas, el momento y las condiciones en las que debían abandonar sus ropas y pertenencias, la reproducción de música a gran volumen para apagar los disparos y los gritos, la ritualizada intervención de comandos de apoyo para las excavaciones, para conducir violentamente a los que iban a ser fusilados, para dispararles, para “empaquetar” los cadáveres en las fosas. El proceso se generalizó con matanzas similares en Polonia, en los países bálticos, en toda Ucrania, multitudinarias e implacables.
No obstante, el impacto emocional de las ejecuciones sobre los verdugos era, en muchos casos, difícilmente soportable, ni siquiera con el consumo generalizado de alcohol (con despiadadas excepciones: En la puerta principal, un oficial de la Gestapo claramente ebrio pasó, con un posavasos con el número 1.000 escrito en rojo prendido de su blusa. Dirigiéndose a Grüner, el policía presumió ebriamente: “¡Hombre, hoy estoy celebrando mi milésima ejecución!”). En la sección postrera del capítulo, Perspectivas sobre una lógica de la muerte, el catedrático vasco analiza cómo los refinados métodos de las autoridades nazis fueron depurando el proceso para superar sus carencias y maximizar su eficacia. Se suceden las pruebas de nuevos métodos: operaciones experimentales con monóxido de carbono para eliminar a presos en las cárceles; ejecuciones mediante el uso de explosivos; furgones de gas (diseñados ad hoc), con el tubo de escape dirigido al interior para acabar con más víctimas a la vez, una solución “limpia”, “humana” (En este contexto, «matar de manera humana» implica naturalmente la implementación de un sistema de exterminio que no afectase de manera adversa al bienestar mental de los verdugos) y eficaz si se lograba incrementar exponencialmente el número de personas eliminadas en cada operación. Ya están puestas las bases que conducirían al asesinato generalizado en las cámaras de gas, el procedimiento que acabaría por convertirse en la razón de ser de los campos de exterminio.
Los capítulos tercero, cuarto y quinto del libro, que ocupan doscientas cincuenta páginas de su extensión, describen, con un grado de precisión que yo nunca había visto en un texto de esta índole, el antes, el durante y el después del paso por los campos de los millones de seres humanos que encontraron en ellos su aciago destino final. En ellos comparecen estos dos ejes principales ya comentados que atraviesan todo el libro: la muy circunstanciada documentación de las informaciones que se aportan y el casi insoportable horror que acomete a quien avanza por esas sin embargo interesantes y necesarias páginas. El capítulo tercero, Una danza de la muerte en cuatro pasos, se ocupa de los prolegómenos a la creación generalizada de los campos. En él se estudia la realidad de los campos (el Museo del Holocausto de Estados Unidos identificó y documentó la existencia de al menos 42.500 lugares de detención existentes entre 1933 y 1945. Estos penales incluían aproximadamente 30.000 campos de trabajo forzoso, alrededor de 980 campos de concentración, más de 1.150 guetos, aproximadamente 500 burdeles para esclavas sexuales y más de 1.000 recintos de prisioneros de guerra) y los detalles de la estrategia ABAC, siglas en alemán de Desplazamiento (que suponía el transporte y la reubicación de la población judía desde lugares de origen hacia las áreas designadas); Concentración (que llevaba consigo su reclusión en guetos); Selección (para un nuevo transporte a los campos de las personas consideradas no aptas para el trabajo forzado); y Ejecución (en dichos campos cuya finalidad última, el exterminio acababa por revelar lo eufemístico de su denominación como campos de trabajo o de concentración). No hay información relevante en relación con esas cuatro fases que escape al estudio de Irujo: la horrenda realidad de los guetos, el robo de los bienes y propiedades de los perseguidos, las circunstancias de los letales traslados en vagones cerrados (un sistema de transporte efectivo, rápido y económico), los arrestos extrajudiciales, los pormenores de la explotación laboral de los prisioneros, el maltrato, los abusos y la tortura, los experimentos médicos, el hambre inducida, la privación de medios de subsistencia como ropa, refugio y sistemas de calefacción, la atención sanitaria insuficiente, los asesinatos arbitrarios o por capricho, todo ello con la finalidad última, deliberada y consciente, de hacer desaparecer de la faz de la tierra a millones de personas, minorías étnicas y adversarios políticos.
El capítulo cuarto, de título inequívoco, Exterminio, que anticipa lo funesto y amargo de su contenido, estudia la estructura de las instalaciones, la jerarquía organizativa y la estricta cadena de mando por las que se regía el funcionamiento de los recintos y, en consecuencia, los destinos de las víctimas; el ritual de las llegadas de los trenes a los campos; el triste desfilar de las indefensas y engañadas víctimas hacia las cámaras de gas; las distintas e infinitas variedades de la muerte en aquellos lugares siniestros (muerte por trabajo forzado, hambre, ahorcamientos, estrangulamiento, enfermedad, brutalidad, azotes y palizas fatales, torturas, cámaras de gas, patíbulos y pobres condiciones higiénicas e insalubres, enfermedad y epidemias, inyecciones de fenol en el corazón, tiroteos, granadas de fósforo, exterminio con lanzallamas y, por supuesto, las cámaras de gas: la gente moría de hambre, de enfermedades y a golpes. Te acostabas, y aún estabas vivo; por la mañana estabas muerto. Muerte, muerte, muerte. Muerte por la noche, muerte por la mañana, muerte por la tarde. Muerte. Vivíamos con la muerte. ¿Cómo podía sentirse uno humano?, en declaración de un superviviente); las cada vez más refinadas técnicas de eliminación de los cadáveres, con los hornos crematorios como versión más “depurada” del horror. El quinto capítulo, Coda post mortem, también terrorífico, describe los procedimientos que tenían lugar tras la muerte de los ejecutados, la compleja intendencia del transporte a los hornos de los cadáveres de los gaseados, la catalogación y “reciclaje” de las pertenencias de los fallecidos, de cuya minuciosidad por parte de los jerarcas nazis da cuenta el fragmento con el que cerraré la reseña, los escalofriantes pasajes en los que se relata la extracción de las piezas de oro de las dentaduras de los muertos, la reutilización de sus cabellos, previamente rapados, el rastreo de dinero o joyas en sus cuerpos aún calientes, el aprovechamiento de sus cenizas, entre otras muy fúnebres operaciones.
El capítulo final, Números, desprovisto ya de las expresas connotaciones de horror de los anteriores, es altamente interesante, por, al menos, dos motivos: la inclusión de una muy argumentada justificación del propósito y la necesidad del libro, y la inobjetable evidencia que aportan las cifras para preservar la verdad histórica, contrarrestar el negacionismo, el reduccionismo y la distorsión de la memoria histórica, humanizar a las víctimas, cumplir con las obligaciones educativas y éticas, buscar justicia y asegurar que las lecciones de aquel exterminio no sean olvidadas.
Desde el primero de los puntos de vista, Irujo hace una defensa apasionada de las virtudes de la historiografía -ciencia que documenta y analiza sistemática y metodológicamente el pasado, de la que su libro constituye una muestra sobresaliente- para proporcionar informaciones precisas y bien documentadas, pruebas sólidas, registros históricos solventes. Hay aquí un alegato a favor de la exactitud, la objetividad y la completitud en el análisis histórico y, consiguientemente, una muy necesaria puesta en valor de la “ciencia histórica” que, más allá de las opiniones, se sustenta sobre evidencias. El estudio minucioso de las fuentes (menciona el autor algunas de las por él manejadas: documentos, testimonios, procedimientos judiciales, material gráfico -el libro recoge algunas decenas de fotografías, de ineludible aunque dolorosa inclusión-, evidencias arqueológicas, material de archivo, testimonios orales y escritos de agentes y supervivientes del Holocausto, afidávits, memorias, declaraciones escritas y grabadas, visitas a los lugares donde se produjeron los hechos, entre otras), su examen crítico, el enfoque disciplinado, el rigor metodológico, la investigación meticulosa, el examen imparcial de las evidencias, la precisión y la integridad en la reconstrucción de eventos históricos, son premisas indispensables en el análisis científico de la historia y rasgos destacados de una obra, por todo ello, fundamental.
El libro se cierra, en esta capítulo postrero, con un resumen de las más escalofriantes y reveladoras cifras de las muchas que han aparecido en el texto a lo largo de la obra, en una prueba palpable de la magnitud de la barbarie perpetrada en el centro y este de Europa de cuyo feliz término se cumplen en estos meses ochenta años.
Muy fuera de tiempo debo justificar la muy remota excusa cinematográfica de mi propuesta de esta tarde con algunas breves notas sobre The brutalist, la película de Brady Corbet que, en un nexo algo forzado, he querido conectar con las pavorosas imágenes del horror que nos traen las obras reseñadas, completando así la cuarta entrega de esta serie literario-cinematográfica. El filme narra la historia de un arquitecto húngaro sobreviviente del Holocausto, László Tóth (interpretado de manera magnífica por un Adrien Brody excelso), que llega en la más absoluta pobreza a los Estados Unidos. Tóth ha dejado atrás, atrapadas en la burocracia de la posguerra en una Europa devastada, a su esposa, Erzsébet -solvente Felicity Jones- y su sobrina huérfana Zsófia, e intenta, mientras sobrevive en trabajos precarios, su traslado a Norteamérica, en donde él, tras unos inicios difíciles, acaba por desarrollar una notable carrera profesional bajo el patrocinio de un mecenas millonario, al que da vida Guy Pearce. Más allá de por el propio relato de las muchas peripecias de su existencia, narradas en casi tres horas y media -con un breve descanso entremedias- de intensa y apasionante aventura cinematográfica, la película interesa, y lamento no poder profundizar en alguno de estos extremos, por algunos de los temas de los que trata: el progreso y el desarrollo posteriores a la segunda guerra mundial de unos Estados Unidos que aspiraban entonces a convertirse en el país más poderoso del mundo; la arquitectura -son numerosísimas las referencias a nombres y producciones destacados de la historia de esa disciplina- y la construcción como metáforas de ese proceso de apoteosis capitalista; las complejas relaciones entre el arte y el dinero; las esperanzas y los sueños; el éxito y el fracaso; la experiencia de la inmigración; el antisemitismo y los prejuicios; la brutalidad y la violencia, el sufrimiento y el dolor, el amor y el matrimonio, la desesperación y la angustia; el sexo y la adicción; la dificultad de superar un pasado lacerante; el Holocausto, muy presente, de modo elíptico, en todas la película y que se apunta ya -de modo equívoco y genial- en las escenas iniciales, varios minutos con la pantalla en blanco y negro y unos inquietantes efectos de sonido que evocan la angustia de los trenes camino a los campos de extermino pero que, en una vuelta de tuerca genial, son el preámbulo de la ascensión tambaleante de Tóth desde la bodega del barco de inmigrantes hasta la luz cegadora del puerto neoyorquino “tutelado” por una Estatua de la Libertad de un simbolismo más que evidente.
Y todo ello rodado en VistaVisión, un deslumbrante formato de pantalla ancha y alta resolución que dejó de utilizarse en Hollywood a principios de los años 60, y filmado con una espléndida calidad técnica, soberbia en el caso de la fotografía, la dirección artística, la banda sonora y en el tratamiento de los grandes escenarios monumentales, arquitectónicos o naturales (impresionantes las secuencias en las canteras de mármol de Carrara). Una película que nadie debería perderse… en las salas, por supuesto.
Termino ya con esta, para variar, desmesurada reseña. Dos libros altamente recomendables, La mecánica del exterminio, de Xabier Irujo, y Prométeme que te pegarás un tiro, de Florian Huber. Os dejo con un texto de La mecánica del exterminio, la transcripción de la declaración, el 5 de abril de 1946, de Rudolf Höss, el comandante a cargo de Auschwitz, ante el tribunal que lo juzgó y condenó a muerte en Núremberg. Tras él, un fragmento de El Danubio azul, el popular vals de Johann Strauss, en la interpretación de la Orquesta Sinfónica de Viena dirigida por Daniel Barenboim y cuya conexión con el Holocausto viene reflejada en este texto revelador de la crueldad insoportable que rigió las prácticas nazis: Ocasionalmente, se quemaba a los niños en grandes montones de madera. Como presenció Jerzy Bielski, los pequeños lloraban con impotencia, lo que llevó a la administración del campo a formar una orquesta compuesta por aproximadamente cien prisioneros para tocar de manera continua. Estos músicos tocaban a gran volumen, interpretando piezas como El Danubio azul o Rosamunda, asegurándose de ahogar los gritos. El propósito era evitar que las personas en la ciudad de Auschwitz escucharan los horribles ecos de aquellos alaridos que habrían resonado sin el concurso de la música.
Rudolf Höss declaró en Núremberg el 5 de abril de 1946 lo siguiente:
Yo, Rudolf Franz Ferdinand Hoess, habiendo jurado debidamente, declaro y digo lo siguiente [...]: He estado constantemente asociado con la administración de campos de concentración desde 1934, sirviendo en Dachau hasta 1938; luego como ayudante en Sachsenhausen desde 1938 hasta el 1 de mayo de 1940, cuando fui nombrado comandante de Auschwitz. Fui comandante de Auschwitz hasta el 1 de diciembre de 1943, y estimo que al menos 2,5 millones de personas fueron ejecutadas y exterminadas allí mediante el uso de gas y fuego, y al menos otro medio millón sucumbió a la inanición y la enfermedad, lo que hace un total de aproximadamente tres millones de muertos. Esta cifra representa alrededor del 70 u 80 % de todas las personas enviadas a Auschwitz como prisioneros, siendo el resto seleccionado y utilizado para trabajos forzados en las industrias del campo de concentración. Entre los ejecutados y quemados se encontraban aproximadamente veinte mil prisioneros de guerra rusos (previamente seleccionados fuera de las celdas para prisioneros de guerra por la Gestapo) que fueron entregados en Auschwitz en transportes de la Wehrmacht operados por oficiales y soldados regulares de la Wehrmacht. El resto del número total de víctimas incluía aproximadamente cien mil judíos alemanes y gran cantidad de ciudadanos (principalmente judíos) de Holanda, Francia, Bélgica, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Grecia u otros países. Únicamente en el verano de 1944 ejecutamos alrededor de cuatrocientos mil judíos húngaros en Auschwitz.
Videoconferencia
Florian Huber. Prométeme que te pegarás un tiro. Xabier Irujo. La mecánica del exterminio
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