Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de junio de 2025

CORMAC McCARTHY. TRILOGÍA DE LA FRONTERA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos al último programa de Todos los libros un libro por este curso 2024-2025. Hoy llegamos al final de nuestra decimoquinta temporada, solo una semana después de haber cumplido las seiscientas emisiones del espacio. A lo largo del mes de junio, y con la excusa de la inminencia de las vacaciones veraniegas, siempre propicias para la lectura, he venido recomendándoos diferentes libros que por su amplia extensión, por su especial carácter adictivo o por su temática -navegaciones, aventuras marinas, arriesgadas expediciones- me han parecido especialmente idóneas para su lectura en estas largas y descansadas jornadas estivales que ya se avecinan. 

Y así ocurre hoy también, en esta postrera edición del espacio, en la que voy a hablaros de tres libros excepcionales, casi mil páginas de soberbia literatura, en una nueva propuesta plural que os presento con la innecesaria excusa de un aniversario, en una coincidencia que, como pueden imaginar los más asiduos seguidores del programa, tiene poco de azaroso y todo de premeditado por mi parte. Y es que hace unos días, el pasado 13 de junio, se cumplieron los dos años de la muerte en Santa Fe, Nuevo México, del escritor estadounidense Cormac McCarthy, uno de los grandes autores de la literatura contemporánea, norteamericana y también universal, y uno de mis escritores favoritos, con una doble presencia en la vasta trayectoria de Todos los libros un libro que hoy celebramos. En 2015 os hablé aquí de La carretera y No es país para viejos, y el año pasado, por estas mismas fechas, al cumplirse entonces el primer aniversario de su muerte, de Meridiano de sangre; las tres, obras mayores de su literatura. En esa última ocasión ya adelanté que habría nuevas emisiones centradas en sus libros, y así será esta tarde, en que voy a dedicar el espacio a la denominada Trilogía de la frontera, quizá su obra más representativa, sin duda la más popular y conocida, un proyecto deslumbrante integrado por las novelas Todos los hermosos caballos, de 1992, En la frontera, de 1994, y Ciudades de la llanura, publicada en 1998. La primera de ellas fue objeto de una prescindible recreación cinematográfica, dirigida por Billy Bob Thornton en 2000 y con la presencia estelar de Matt Damon y nuestra Penélope Cruz, en un filme, como digo decepcionante y muy por debajo de la calidad del libro, del que, pese a ello, también voy a dejaros algún comentario. Los tres libros aparecieron en nuestro país en 1999 en el seno de la editorial Debate, en volúmenes de casi imposible adquisición hoy, fuera del circuito de las librerías de viejo, con sus precios exorbitantes. Hay, no obstante, infinidad de ediciones mucho más actuales y asequibles, en Penguin Random House, que compró el clásico sello barcelonés y que ha optado por mantener las excelentes y presumiblemente difíciles traducciones originarias de Luis Murillo Fort. 

Cormac McCarthy había nacido en 1933 en un Rhode Island muy alejado, paradójicamente, del territorio en que se desenvuelven sus obras más representativas, el Oeste y el Suroeste norteamericanos (aunque, al parecer, vivió durante años en El Paso, Texas, y después en Santa Fe; estos sí escenarios de sus historias). La mayor parte de las circunstancias de su biografía permanecen ocultas o envueltas en el misterio y hasta en la leyenda. Se sabe de sus estudios universitarios no terminados, de una vida de una cierta errancia, de sus tres matrimonios, de su reiterada paternidad -en algún caso a edad avanzada-, de su relativo retiro en una granja familiar, de su renuencia a conceder entrevistas (tras el éxito, en 2006, de La carretera, que ganó el Pulitzer de ese año, logró entrevistarlo, una relevante excepción en su conducta habitual, Oprah Winfrey, la muy popular periodista y prescriptora literaria norteamericana). Esa presumible austeridad vital, con sus notas de retiro y silencio públicos, de apartamiento de los fragores del mundo literario -del mundo en general-, de soledad y anonimato, de disciplina y rigor, casa muy bien con los motivos y, sobre todo, la atmósfera de sus novelas, en las que aflora un universo despojado, sobrio, austero, y unos personajes casi siempre fuertes, íntegros, insobornables… 

En la Trilogía de la frontera están ya, en mayor o menor medida, y con todos los matices que se quiera, los escenarios, la temática, los principales rasgos de estilo y los recursos técnicos de la literatura de McCarthy, unas notas distintivas muy singulares y características que hacen que quien tenga un mínimo conocimiento de su obra identifique desde las primeras páginas cualquier escrito de su autor. Las, a mi juicio, tres notas esenciales ya habían sido adelantadas por mí en mi reseña de hace un año. En primer lugar, la ambientación, que sea cual sea la época en la que se sitúan sus novelas, remite al territorio de la mitología clásica de Estados Unidos, el del western: grandes extensiones deshabitadas, naturaleza extrema y hostil, feroz y despiadada, desiertos, límites, las fronteras con el cercano México, un universo árido, baldío, inclemente, mortecino, atroz, poblado por hombres solitarios, independientes, desarraigados, a menudo asociales y de una violencia desmedida (no tan brutal, aunque sí cruel, como en Meridiano de sangre o No es país para viejos), vaqueros, cowboys, nativos paupérrimos, vagabundos errantes, prostitutas y asesinos a sueldo, seres condenados al despojamiento, la errancia, la soledad y la incomunicación. En segundo lugar, sus temas recurrentes, la brutalidad, la violencia, la crueldad (Lo constante en la historia es la codicia, la necedad y una avidez de sangre que incluso Dios (que sabe todo cuanto puede saberse) parece impotente para cambiar), la ausencia de compasión, el conflicto entre el bien y el mal, la difusa línea divisoria entre civilización y barbarie, la lucha por la supervivencia, la búsqueda de la propia identidad y del sentido de la existencia, la exploración de los rincones más oscuros de la naturaleza humana, la irrelevancia de la tenue huella de nuestro paso por el mundo -y, en abierto contraste, la necesidad de luchar por preservarlo, de recordarlo, de dejar testimonio de él- en un tiempo y un espacio de dimensiones cósmicas. 

Y por último, el tercer rasgo distintivo de la novelística de McCarthy es su propia escritura, su singular y muy identificable estilo, la prosa envolvente, austera, concisa, brillantísima, carente de ornamentos retóricos, la puntuación mínima (que convierte sus páginas, incluso desde el punto de vista tipográfico, en superficies “compactas”), los diálogos cortantes, lacónicos, las frases breves y directas, las descripciones poderosas y precisas, la manera de describir los paisajes, con una inusual atención al detalle, el ritmo ágil, rápido, el lenguaje arcaizante, el deslumbrante y vasto léxico, en apariencia paradójico, dada la economía en el uso de palabras, las construcciones sintácticas sencillas, sin digresiones ni desvíos, haciendo un uso escaso de las subordinadas, la frecuente inclusión de términos en castellano... 

En torno a este marco común, la historia que se nos narra en la Trilogía -si es que puede unificarse en un solo hilo conductor la multiplicidad de tramas que se cruzan en las cerca de mil páginas de la obra entera- reflexiona, con una gran belleza y una muy apreciable (en todos los sentidos, como perceptible y como valiosa) atmósfera de melancolía, sobre la pérdida de la inocencia, el paso del tiempo y el inevitable choque entre el pasado y la modernidad, en una sucesión de lances ambientados en el habitual paisaje agreste y desolado que enmarca la novelística más sobresaliente de McCarthy. Tres novelas que, en síntesis argumental apresurada, exploran el destino de dos muy jóvenes vaqueros en un mundo en constante cambio, entre las tierras de Estados Unidos y México a mediados del siglo XX. 

En la primera de ellas, Todos los hermosos caballos, se narra el viaje de John Grady Cole, un joven de dieciséis años que abandona su Texas natal en busca de un destino propio en México, en un esquema clásico de novela de formación o iniciación. La historia comienza en 1949 con la muerte del abuelo de John Grady, último sostén del rancho familiar en San Angelo. Su madre, separada de su marido, ausente, desligada de la vida rural (no todo el mundo cree que la vida en un rancho de ganado en el oeste de Texas es lo mejor después de morir e ir al cielo. No quiere vivir allí, eso es todo. Si fuese un asunto rentable, sería otra cosa. Pero no lo es) y trabajando ahora como actriz de teatro en la no muy lejana San Antonio, decide vender la propiedad, lo que, unido a ciertas desavenencias con el padre, un hombre frágil, atormentado, afligido por la separación de su mujer, deja al joven sin raíces ni futuro claro. Resuelve entonces, tras el rechazo materno y sin posibilidad de continuar como vaquero en Estados Unidos, cabalgar hacia el sur acompañado por su mejor amigo Lacey Rawlins, cruzar la frontera con México y buscar un lugar donde aún se conserve el mundo que anhela: el de los caballos, el honor y el trabajo duro. Durante el viaje, conocen a un tercer joven -casi un niño-, Jimmy Blevins, un personaje enigmático, impulsivo y ligeramente desequilibrado. Aunque Rawlins desconfía de él desde el inicio, John Grady siente una mezcla de compasión e identificación con su carácter errante. Este encuentro marcará el rumbo de los acontecimientos posteriores y será decisivo en el futuro de los jóvenes de un modo que no puedo revelar. 

Dejando atrás -temporalmente- a Blevins, los dos chicos empezarán a trabajar en la Hacienda de Nuestra Señora de la Purísima Concepción, un rancho de once mil hectáreas, propiedad de don Héctor Rocha y Villareal, en el estado de Coahuila. Su pericia, el dominio innato (montaba como si hubiera nacido cabalgando) y la habilidad de John Grady con los caballos pronto le gana la estima del patrón, quien lo promueve a capataz del rancho. En ese contexto, el joven conoce y se enamora de Alejandra, la hija del patrón, una joven muy bella, refinada y melancólica, a la que vislumbra, siempre al paso, en sus cabalgadas con los caballos de la hacienda. Aunque al principio ella parece inalcanzable (Casi había intentado hablarle pero aquellos ojos habían cambiado el mundo para siempre en el espacio de un latido), pues la muchacha pertenece a un mundo social y cultural muy distinto al suyo (es probable que (…) se cite con muchachos que poseen su propio avión, para no hablar de coches, le dirá Rawlins para mitigar la pasión de su amigo), terminan entablando una relación amorosa intensa pero clandestina. La historia se mueve aquí entre las descripciones la vida en la hacienda, el adiestramiento de los caballos, las faenas ganaderas, la cotidianidad en el rancho y la atracción entre los protagonistas, que introduce un contrapunto lírico, romántico, a los acontecimientos más duros que definen al resto de la novela. 

Entre ellos están, y su referencia será meramente superficial, por no desvelar demasiado de la trama, el arresto y la terrible estancia de los chicos en una cárcel mexicana, una experiencia marcada por la violencia extrema, con peleas a cuchillo, intentos de asesinato y corrupción sistemática (La prisión no era otra cosa que un poblacho amurallado y su interior era un constante hervidero de toda clase de tráfico e intercambio, desde radios y mantas hasta cerillas, botones y clavos de zapato y en medio de este comercio reinaba una pugna constante por la categoría y la posición. Apuntalando todo esto, como la norma fiscal en las sociedades comerciales, yacía una capa de depravación y violencia donde con una igualdad absoluta todos los hombres eran juzgados por un único patrón: su capacidad para matar). Tras la salida de la prisión, con el dramático bagaje de lo vivido -muertes y pérdidas-, Grady, solitario, rebelde en su valiente opción por mantener la dignidad, marcado por el daño y las ausencias, sin vínculos (Los vínculos más fuertes que conoceremos en nuestra vida son los de la desgracia. El vínculo comunitario más profundo de la pena), intenta vanamente retornar a un mundo que ya no existe: su abuelo ha muerto, la tierra ha sido vendida, y él, una figura trágica en un universo en que ya no caben los héroes románticos, ha cambiado para siempre: Pensó que en la belleza del mundo se escondía un secreto. Pensó que el corazón del mundo latía a un coste terrible y que el dolor del mundo y su belleza se movían en una relación de equidad divergente y que en este temerario déficit podría exigirse en última instancia la sangre de multitudes por la visión de una única flor. 

La adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por Billy Bob Thornton y protagonizada por Matt Damon en el papel de John Grady y Penélope Cruz como Alejandra, se estrenó en el año 2000 con una acogida crítica tibia. La película sigue de forma bastante fiel el argumento principal de la novela, respetando los hitos narrativos más relevantes: la muerte del abuelo, el viaje a México, el encuentro con Blevins, el romance con Alejandra, el paso por la cárcel y el regreso a Texas. No hay invenciones significativas en términos de hechos, lances o episodios, pero ello es un logro muy pobre cuando estamos hablando de la traslación de un libro que es, como hemos visto, mucho más que su trama (todos lo son, pero las novelas de McCarthy de un modo bastante más notorio). Aunque se mantenga una notable fidelidad estructural al argumento, la traslación cinematográfica pierde lo esencial del alma del texto, que se omite o simplifica. A ello ha debido contribuir el que, al parecer, las tres horas de duración original de la película se hubieran convertido en apenas dos en la versión final comercializada, lo que, sin duda, habrá repercutido en la pérdida de “densidad” del filme. Lo cierto es que nada queda de una novela profundamente literaria, filosófica y simbólica, muy densa estilísticamente y cargada de matices psicológicos; nada de su ambigüedad moral, de su lirismo áspero y de su visión trágica del mundo, reducido todo ello en la pantalla a una muy simple, accesible, romántica y convencional historia que edulcora y desvirtúa los muchos focos de interés, ya reseñados, del libro. 

Así, no hay ni rastro de tono contenido y ambiguo de la novela (cierto es que la difícil prosa de McCarthy no parece fácil de convertir al lenguaje audiovisual sin perder su carga simbólica y existencial). Igualmente, la falta de explicitud del texto y su capacidad de sugerencia de las motivaciones internas de los personajes, que afloran de manera indirecta a través de los diálogos elípticos y las descripciones del paisaje, desaparecen para dar paso a convenciones dramáticas más claras, lo que trivializa y empobrece la complejidad del original. Del mismo modo, la representación del amor entre Grady y Alejandra, que en el libro se insinúa como una relación marcada por los silencios, la fatalidad, el destino, la represión y los códigos sociales, se ofrece al espectador al modo de un romance cinematográfico al uso, con escenas sensuales y una idealización de los cuerpos que está en las antípodas del espíritu austero, sobrio y despojado con el que la dibuja McCarthy. Muy alejado, también, de su referente literario, es el tratamiento de la violencia y el descenso a los infiernos de Grady en su estancia en la cárcel. La brutalidad de la prisión, los dilemas morales que lo asaltan, la sensación de descomposición del orden, todo ello aparece muy suavizado para acomodarse a las exigencias del cine comercial. No hay en el filme, tampoco, más que un leve y casi imperceptible apunte del poderoso y significativo valor metafórico que en la novela tiene la frontera entre los Estados Unidos y México en una metáfora de paso. El John Grady novelesco, que, transformado, endurecido y trágico, vuelve a su país tras sus dramáticas vivencias, no muestra ni siquiera un mínimo atisbo del aura romántica, luminosa y esperanzada de la que lo dota un final cinematográfico, en cierto modo “made in Hollywood”. 

Ni siquiera la elección de los actores contribuye a la valoración de la película. Matt Damon es demasiado “limpio” -en todos los sentidos- para encarnar a su personaje, y a Penélope Cruz le falta el aire de misterio, de melancolía y sobriedad de la Alejandra literaria. Hay apariciones fugaces e irrelevantes desde el punto de vista artístico de Sam Sephard, Bruce Dern y Rubén Blades. Los muchos mexicanos que se cruzan en la cinta rozan, todos, sin excepción, la caricatura. Destacan, no obstante, el trabajo visual de Barry Markowitz con una fotografía que, sin grandes alardes, captura con belleza y sobriedad los paisajes, los cielos despejados, las llanuras infinitas, la luz del amanecer, muy alejados, no obstante, del universo mítico de McCarthy. Por último, es apreciable también la banda sonora, compuesta por Larry Paxton, Marty Stuart, Kristin Wilkinson, con algún apunte, muy reconocible, de Daniel Lanois. La música, pese a ser “bonita”, suaviza también, como ocurre con el resto de los elementos y recursos técnicos de la película, el tono sombrío del relato original. 

En la frontera sigue la historia de Billy Parham, un joven de dieciséis años que vive con su familia en Nuevo México, cerca de la frontera con México, en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. La novela comienza con una imagen casi mítica: la aparición de una loba que ha cruzado la frontera desde México hasta los Estados Unidos. Billy, con un profundo respeto por la criatura, decide capturarla viva en lugar de matarla, y emprende un viaje solitario para devolverla a su tierra natal, atravesando la frontera hacia el país azteca. En ese viaje -el primero de una trama que incluirá varias idas y vueltas de uno a otro país- el chico se encuentra con una realidad dura y violenta, en una confrontación brutal con el sinsentido de la vida, ejemplificada en el atroz destino de la loba, robada primero, torturada luego, expuesta de manera inhumana en una feria local y, por fin, muerta de manera salvaje. Esa “aventura”, en cierto modo aislada y autónoma con el resto de la novela es de una atrocidad y, a la vez, una belleza indescriptibles, y resulta ser, a mi juicio, una muestra ejemplar, muy significativa, de la literatura entera de McCarthy. 

El retorno a casa del muchacho, tras su abrupto despertar a los aspectos más pavorosos de la condición humana, lo enfrentará a una tragedia aún mayor: su familia ha sido asesinada y su hogar devastado por un grupo de cuatreros. Solo queda su hermano menor, Boyd, de apenas catorce años. La imposibilidad de salir adelante tras la muerte de los padres y la pérdida del rancho marcan el colapso del mundo que Billy conocía, por lo que ambos hermanos deciden emprender un segundo viaje a México, esta vez con la intención de recuperar los caballos robados por los asesinos de sus padres. En su transcurso se ponen de manifiesto las personalidades casi contrapuestas de los dos jóvenes, escéptico, filosófico, estoico, casi meramente contemplativo Billy, que se lanza al camino -paisajes desolados, aldeas polvorientas, sierras imponentes y territorios donde la ley y el orden son conceptos difusos- sin un especial cometido, por la mera voluntad de continuar cabalgando (la hostilidad del mundo le resultaba ahora nuevamente manifiesta y tan fría como debe de serlo para todo aquel que ya no tiene para combatirla otra cosa que sí mismo), y sediento de venganza Boyd, ansioso por castigar a los responsables de su infortunio. En México Boyd de enamorará perdidamente -y el adverbio, tan tópico cuando se aplica al amor, resulta aquí muy apropiado- de una casi niña a la que encuentran en su ruta. Boyd desaparecerá, siguiendo a la chica, y Billy, tras varios intentos frustrados de alistarse en el Ejército, en los días en que los Estados Unidos se suman a la gran contienda mundial-, se lanza a un tercer viaje, en un desesperanzado deambular en su busca, guiado por rumores fragmentarios, por leyendas orales que apuntan a que su hermano se ha convertido en una especie de figura legendaria, un joven rebelde muerto en circunstancias violentas y elevado a la condición de mito, de símbolo de lucha revolucionaria, protagonista incluso de un corrido popular que ensalza su figura -el corrido del joven güero (“rubio” en México)-, en una nueva travesía, impregnada de resignación, de melancolía, de encuentros sombríos, de violencia, de descomposición, silencio y vacío (Le dijo al chico que aunque fuera huérfano debía dejar de vagar y buscarse un lugar en el mundo, porque errar de aquella manera podía convertirse para él en una pasión y que dicha pasión lo extrañaría de los hombres y en última instancia de sí mismo, le dirá, con lucidez, uno de los muchos personajes con los que se encontrará en su errancia). El joven idealista de la primera parte de la novela, siempre feliz a lomos de alguno de sus caballos, es ahora un joven taciturno, marcado por la muerte y la pérdida (El caballo avanzaba pesadamente. El perro iba detrás. Parecían lo que eran, parias en una tierra extranjera. Sin techo, perseguidos, cansados). 

Por fin, en Ciudades de la llanura, la última novela de la trilogía, los dos protagonistas de los libros anteriores se reúnen y comparten protagonismo, situando la acción hacia 1952, años después de los episodios previos. Billy Parham y John Grady Cole son ahora dos hombres, cercanos a la treintena, que ya han accedido plenamente al mundo adulto, aunque siguen compartiendo, además de unos fuertes lazos de amistad, el carácter itinerante, la independencia, el desarraigo, un acusado individualismo y su fuerte amor por los caballos. Trabajan como vaqueros en un rancho de Nuevo México, a punto de ser expropiado por el ejército. La novela está recorrida por un poderoso hilo conductor: Grady se ve poseído por una irresistible atracción por Magdalena, una jovencísima prostituta mexicana, epiléptica, que en un burdel de Ciudad Juárez vive aterrada, sometida al control de Eduardo, un proxeneta refinado e inteligente, despiadado y cruel. 

La acción se desenvuelve en varios planos. Por un lado, la vida en el rancho, la camaradería entre los vaqueros, las largas conversaciones en las que afloran retazos de sus vidas anteriores, las partidas de ajedrez con Mac, dueño de la hacienda, las historias del viejo Johnson, ya algo demenciado, los problemas con el manejo de los caballos y las posibles ventas a otros rancheros. En paralelo y, como digo, impregnando el relato entero, la historia amorosa, tierna, inocente, romántica e idealizada por el muchacho, aunque -y quizá por ello- ominosa y terrible, dramática y, a la postre, fatídica. Y también, en una dimensión que se insinúa de continuo hasta resultar casi explícita para el lector desde que Magdalena hace su aparición, el submundo violento y envilecido, doloroso y brutal en el que emerge la figura de un Eduardo perverso, que encarna la destrucción y la inevitable tragedia cuando constata la voluntad de Grady de “rescatar” a la chica y huir con ella para fundar una familia. No quiero destripar el desenlace, pero sí diré que las últimas páginas del libro, conmovedoras, un Billy de setenta y ocho años, solo, sin hogar ni trabajo, sobreviviendo a duras penas tras una vida de dolor y sufrimiento, marcado por sus numerosas pérdidas, recapitula su vida en un mundo devastado y corrompido: Todo lo que había pensado acerca del mundo y acerca de su vida era un desatino

En las tres novelas, además de los tres grandes motivos ya señalados, pueden identificarse otros muchos elementos sustanciales de la literatura de McCarthy. El primero de ellos, ya apuntado, es el de la “desconstrucción” de la mitología fundadora de los Estados Unidos. El inmenso país norteamericano levanta su joven historia sobre la épica del pionero, el sueño de la frontera como promesa de renovación, libertad e individualismo heroico. La literatura y, sobre todo, el cine de Hollywood, han contribuido a modelar la identidad nacional con imágenes del vaquero solitario, del territorio virgen conquistado, de las carretas de colonos que avanzan con su carga de orden y civilización, del progreso inevitable que se va a extendiendo desde el Atlántico hacia el Pacífico. En ese relato, la frontera, concebida como línea divisoria entre la barbarie salvaje de los indígenas y el afán modernizador, el espíritu democrático y el imperio de la ley que acompañan a los “padres fundadores”, se convierte en el mito que estructura la historia nacional. Por el contrario, McCarthy, en esta ambiciosa, crítica y muy compleja trilogía, desarticula esa mitología desde dentro, revelando su violencia fundacional, su carga de muerte y desposesión, cuestionando en particular -en una furibunda “contranarrativa” historia, geográfica, cultural y literaria que se opone a la retórica más convencional- las violentas relaciones entre Estados Unidos y México (México. Cabalgué mucho por ese país. Cuando oyes la primera ranchera te parece que entiendes todo el país. Cuando llevas oídas un centenar ya no entiendes nada. Ni lo entenderás nunca), entre el hombre blanco y los nativos indígenas, y mostrando en todo ello la profunda melancolía de sus personajes al exponer sus fisuras, su fragilidad y su carácter ilusorio. 

Y aquí surge otro aspecto muy significativo y atractivo de la obra, el dibujo de los protagonistas de las tres novelas como antihéroes. En apariencia, John Grady y Billy Parham representan figuras arquetípicas del cowboy, diestros a caballo, forjados en el riguroso paisaje del suroeste, guiados por códigos de honor que remiten a los consabidos parámetros éticos decimonónicos. Pero a diferencia del héroe clásico del western, no conquistan el mundo: lo encuentran ya perdido, aunque lo contemplan con añoranza (echo de menos la vida de la pradera. Hice la trashumancia cuatro veces. Fue lo mejor de mi vida. Lo mejor. Viajar. Ver otra región. No hay nada igual en el mundo. Ni lo habrá. Sentarse junto al fuego con el rebaño bien acostado y sin viento. Preparar un poco de café. Escuchar las historias de los viejos vaqueros. Buenas historias. Liar un cigarrillo. Dormir. El mejor sueño es al aire libre. No hay nada igual). La frontera que cruzan hacia México no es un espacio de promesas, sino un trágico escenario de muerte, traición y absurdo. En lugar de épicas de fundación, sus viajes devienen odiseas existenciales (ya hablaré más adelante de la dimensión metafísica de los tres libros) donde toda certeza -la justicia, la identidad, incluso el lenguaje- se desmorona (Lo último que dijo su padre fue que el país nunca sería el mismo). Ninguno de los dos, ni la mayoría de quienes los acompañan en sus aventuras, tienen ya ninguna frontera que conquistar, no hay en ellos un proyecto de renacimiento espiritual, de regeneración o crecimiento, ni poseen el optimismo natural que se asocia a los modelos estadounidenses de libertad e individualismo. Son, por el contrario, hombres -niños, en realidad, con catorce, quince… diecisiete años- solitarios, que deambulan por aquellos parajes agrestes sin objetivos claros, sin otro propósito perceptible que dé sentido a sus vidas que la mera supervivencia. Seres errantes, desnortados, sufrientes en su complicado proceso de convertirse en adultos, figuras trágicas enfrentadas a fuerzas que los desbordan y superan. Reflejan así la antítesis de la masculinidad agresiva, viril, compacta y sólida a la que nos ha acostumbrado la leyenda; y esta circunstancia, la fragilidad, la vulnerabilidad última de los personajes, tan contemporánea, contribuye no solo a la vigencia actual de sus experiencias sino al reconocimiento que en ellas puede encontrar el lector. Y todo ello en unas novelas -en una literatura- en las que la presencia femenina es muy limitada y residual; aunque las figuras de algunas indígenas, algunas prostitutas, alguna muchacha desvalida, alguna anciana sabia y bondadosa, alguna severa matriarca, puedan desempeñar un papel sustancial. Hay un significativo inciso, en la primera de las novelas, relativo al papel de la mujer en aquel universo brutal, que aflora en las palabras de la estricta madrina Alfonsa, de participación relevante en Ciudades de la llanura: Las sociedades a las que me han expuesto se me antojaban en su mayor parte máquinas para la supresión de las mujeres. La sociedad es muy importante en México, donde las mujeres ni siquiera tienen el voto. En México están locos por la sociedad y por la política y son muy malos en ambas cosas. 

En ambos frentes -el cuestionamiento del mito colectivo y la relativización del personaje del héroe- la frontera que da nombre a la obra opera como metáfora. Contiene, claro, una referencia geográfica, una ubicación física (el borde entre Estados Unidos y México por el que se mueven los protagonistas), pero es también y sobre todo, un concepto filosófico: el confín entre la infancia y la madurez, entre la vida y la muerte, entre la civilización y la barbarie, entre el sentido y su pérdida, entre el significado y su ausencia, entre la pertenencia y la soledad, entre la plenitud vital y el vacío existencial, entre la identidad y su dilución, entre la herencia cultural y el destino personal. Estamos, pues, ante una literatura crepuscular. Hay un universo -unos valores, una visión de la sociedad, unas coordenadas culturales y sociales, una identidad, colectiva e individual, una concepción de la masculinidad- que se agota, que se desmorona, y McCarthy nos presenta el derrumbe de ese mundo y los vanos esfuerzos de quienes lo habitan para lograr sobrevivir en él al precio que sea: la violencia, el desarraigo, la soledad, la errancia, pagando incluso, en último término, el alto precio de la muerte. 

Por lo tanto, leer la Trilogía de la frontera no es tan solo seguir el discurrir de las vidas de sus personajes en una serie de lances que se desenvuelven en el mítico territorio del western, aunque haya muchos episodios habituales en este género en cada uno de los tres libros. Hay, además de las otras vertientes reseñadas, una dimensión que podríamos llamar metafísica que se abre a los grandes temas universales, tratados con una perspectiva filosófica que brota con abundancia de referencias bíblicas y religiosas, de profundo simbolismo y de corte casi siempre apocalíptico; también ecos literarios, el viaje iniciático de Homero, las tragedias de Shakespeare, la bajada a los infiernos de Dante, el mal de Dostoiesvki. Algunos de estos temas son el tránsito, el desplazamiento, la falta de pertenencia, la identidad movediza, incierta, a menudo desgarrada; la orfandad -literal y metafórica- y la pérdida -de la familia, del hogar, del lugar en el mundo-; la transformación; la fragilidad y la ruina, la brutalidad y el sinsentido; el fatalismo, el destino; la erosión de los códigos éticos (honor, lealtad, palabra); la insuficiencia del lenguaje para dar cuenta de la radical experiencia de la vida (lo que se manifiesta en algunos pasajes de densos y oscuros discursos abstractos y especulativos de no siempre fácil intelección, en los largos silencios de los personajes, en el protagonismo del paisaje); el viaje como rito de iniciación; el dolor y la muerte (en todas sus vertientes: como experiencia física, como obsesión filosófica, como pasaje y como límite); la honda ininteligibilidad de la existencia; la imposibilidad del amor, impotente y vencido ante la soledad, la incomunicación, el desapego, la destrucción; el tiempo cíclico; el pasado que vuelve y contamina el presente; el mal y la inviabilidad de la justicia, un mal difuso, sistémico, natural, inexplicable, carente de justificación; la violencia constitutiva de nuestra naturaleza, omnipresente e inevitable; la crítica implícita a la modernidad y al progreso, que se ven como fuerzas de desintegración, no de avance; la animalidad como espejo de lo humano, en su dura supervivencia, en su sufrimiento, también en su nobleza (los caballos, esenciales en los títulos primero y tercero de la trilogía; la loba, nuclear en el segundo); el silencio y el misterio existenciales; la elocuente ausencia de Dios, un Dios elusivo, fragmentado, un enigma sin respuesta, indiferente, ajeno al dolor de sus criaturas, que contempla con idéntica impasibilidad el trágico devenir de los humanos y el sucederse de los días, la continua rotación de las estaciones, las tormentas, los vientos huracanados, las nevadas o el sol inclemente; la imposibilidad de la redención; la resistencia como una forma inútil, estéril, de dignidad; el fracaso como condición final de nuestro paso por la vida. 

Otra vertiente reseñable reside en el peculiar realismo de la escritura de McCarthy, una particularidad que se manifiesta en la muy acentuada fidelidad a los detalles, en una prosa impregnada en todo momento, pese a ello, de un notable enfoque simbólico, lo que lo aleja del limitado y romo costumbrismo. Es de un realismo deslumbrante la casi obsesiva exactitud física y material, rozando lo táctil y sensorial, en las descripciones técnicas de los caballos, de las armas, las tareas rurales, las comidas, las herramientas, los objetos, los oficios vaqueros, el herrado, las monturas, las cabalgadas, el rastreo, el cuidado de los animales, las vestimentas. Es realista la representación del cuerpo humano, la fatiga, la enfermedad, las heridas, el agotamiento, el sudor, la extenuación, el hambre, la sed, el deterioro físico. Lo es, y con un carácter de nuevo prodigioso, el tratamiento de la naturaleza, del territorio, su belleza, su aridez, su desolación, su crudeza, la austeridad de la tierra y la intemperie, los amaneceres, los crepúsculos, la luz implacable de un sol abrasador, la lluvia, la nieve, las tormentas, el viento, el polvo, las praderas, las montañas, el desierto, las vastas e interminables extensiones de tierra, su equivalente en la cúpula celeste, que impone su desmesura en las noches estrelladas, las aguas refulgentes de las charcas, los ríos, de caudal poderoso o de lechos agostados, todo ello presentado bajo una atmósfera densa, que envuelve un entorno místico, que oculta un misterio que sobrecoge, un paisaje que trasciende el decorado y alcanza una dimensión moral, que supera la condición de mero telón de fondo para convertirse en un protagonista más de las novelas, silencioso, omnipresente, muchas veces hostil, testigo implacable de la miseria y la impotencia humanas. En este sentido, la naturaleza opera como metáfora de los estados emocionales y filosóficos de los seres que la recorren: los paisajes inhóspitos son reflejo del vacío existencial y la lucha interior de los personajes, acentúan la insignificancia de los individuos frente a un universo poderoso e inflexible. Así, no es casi nunca benéfica y sí a menudo muda, distante y atroz, no ofrece consuelo alguno, no redime, no acoge, muy al contrario, castiga, condena, mortifica. 

McCarthy es también hiperrealista, y de un modo muy significativo, en la presentación de la violencia, cuando se detalla una acción humana repugnante, un asesinato, una pelea feroz o la muerte de un hombre o un animal (y son muchos los que atraviesan el relato: lobos, perros, conejos, coyotes, ciervos, caballos, zorros, burros, reses, pumas, murciélagos, aves varias). Pero en su minuciosidad extrema no hay morbo ni melodrama, no hay posicionamiento moral ni juicios de valor, hay una respetuosa traslación de los hechos, sin que se subrayen especialmente su brutalidad o su carácter trágico, de modo que es el lector el que los deberá calificar por sí mismo. Y, paradójicamente, hay también infinidad de pasajes en los que la ternura sume a ese mismo lector en la emoción más intensa (una conversación entre hermanos, una mirada a una muchacha o una caricia a un caballo: Cuando le hubo dicho al caballo todo lo que se le ocurrió, comenzó a contarle historias. Le contó historias en español que su abuela le había contado a él, y cuando le hubo contado todas las que recordaba, se puso a cantar). Y es que la muy conspicua “personalidad” de los animales, en particular la de los caballos, es otro elemento, a mi juicio sustancial, del planteamiento literario, filosófico y moral del escritor norteamericano, reflejado en infinidad de fragmentos en los que se reflexiona sobre su naturaleza y en los que se nos muestran como casi humanos, con nombre, con identidad propia, cuidados y arropados con mimo y esmero, con amorosa dedicación, la que merecen como seres muy queridos, con frecuencia la única compañía para aquellos hombres solitarios. 

Hay también un realismo geográfico, más allá del paisaje, y que atañe al espacio en que se desarrolla la acción, Nuevo México, Arizona, el sur de Texas, el norte de México, lugares que recorremos conociendo los pueblos, los emplazamientos abandonados, las viviendas de adobe, la pobreza de sus habitantes, con sus vestimentas precarias, sus silencios, su genuina hospitalidad, sus comidas someras pero apetitosas; también, en los entornos más urbanos, los inhóspitos descampados del extrarradio de las ciudades, los bares de carretera, los siniestros burdeles, los restaurantes con su limitada oferta de gastronomía local y su irrestricta venta de ingentes cantidades de alcohol, las destartaladas camionetas. Desde este punto de vista, del reflejo del entorno local, destaca el que podríamos llamar realismo lingüístico, con la presencia continua de vocablos -e incluso frases enteras- en español -en mexicano, en realidad- que puntean las novelas en su redacción original. Esas constantes irrupciones de nuestro idioma en el texto inglés -subrayadas con acierto por el traductor con reveladoras cursivas- contribuyen a la autenticidad y verosimilitud de lo narrado, facilitan el desplazamiento mental del lector a aquellos ámbitos de límites difusos, reflejan la frontera geográfica, cultural y hasta moral en la que se mueven los personajes y subrayan la profunda sensación de extranjería que envuelve a muchos de ellos. 

Y aprovechando mi comentario sobre esta presencia del español en la Trilogía quiero comentar brevemente otro elemento excepcional vinculado al lenguaje literario de McCarthy, cuya singularidad, ya comentada en general, merece la pena recalcar ahora, esos rasgos estilísticos de su literatura, tan fácilmente reconocibles, como ya he apuntado. En este sentido llaman la atención su estilo minimalista, su “desnudez gramatical”, especialmente en su sintaxis. Su prosa evita el exceso de adjetivos o descripciones, lo que crea un ritmo seco y conciso. Las oraciones no responden a la puntuación convencional, prescindiendo de las comillas para los diálogos, sin utilizar apenas apóstrofes para indicar contracciones (en sus originales, al parecer, es común leer “dont” en lugar de “don’t”, en una opción evidentemente intraducible), evitando los guiones para marcar los diálogos y restringiendo el uso de comas y otros signos a lo absolutamente necesario. La utilización de los diálogos es espléndida, con los personajes hablando de manera cruda y directa, lacónica, sin adornos, en un prodigio de economía lingüística caracterizada por los silencios, las elipsis, las preguntas sin respuesta, las conversaciones inconclusas, lo no dicho y las expresiones crípticas truncadas y sin terminar, donde lo esencial queda fuera de “foco” (lo que ocurre también con escenas clave apenas narradas o pasadas por alto que obligan al lector a reconstruir el sentido desde lo fragmentario). El lenguaje es evocador, poético, cargado de imágenes simbólicas y con un léxico muy rico y deliberadamente arcaico o regional, con un registro que oscila entre lo cotidiano y lo elevado, lo que provoca una suerte de extrañamiento que contribuye, junto a otros recursos ya señalados, a alejar a su narrativa del realismo más usual. Y es que, con frecuencia, la realidad descrita es ella misma y también su metáfora, caso del desierto, los caballos, el fuego, la sangre, entre otros elementos de alta densidad alegórica. Además, la estructura de las novelas no se acoge estrictamente a una pauta lineal, ni sigue una línea temporal rígida, saltando a menudo entre diferentes momentos o lugares sin la señalización explícita de un cambio temporal. 

El último elemento singular y muy característico de las novelas de la trilogía reside en el hecho de que, pese a que la voz narrativa se corresponde con la de un narrador omnisciente que suele mantener una rigurosa distancia, de observador casi clínico, aséptico, con lo relatado, McCarthy con frecuencia se permite digresiones reflexivas de gran hondura conceptual, en las que introduce nociones de corte filosófico, metafísico y moral sobre el destino, el mal, la muerte, el conocimiento, la pérdida, la culpa, la memoria, la redención o Dios, aportando un enfoque subjetivo que aflora de continuo en las historias, los cuentos, las anécdotas, los relatos, las digresiones narrativas, las fábulas, las confesiones o los testimonios, también los sueños, que pone en boca de diversos personajes secundarios o de paso fugaz por las novelas. Estas historias dentro de la historia suponen un complemento del hilo argumental principal, enriqueciendo el universo temático y filosófico de la trilogía, funcionando como espejos, como cámaras de resonancia que amplían el efecto de lo narrado, como anticipaciones o contrapuntos del camino que siguen los protagonistas. Participan, además, del clima general de las novelas, son oscuras, densas, a menudo terminan sin resolución, carecen de moraleja explícita, son escuchadas en silencio, no exigen interlocución, ni comentario o glosa. Como, por otro lado, en su mayoría están narradas en tono oral, como cuentos tradicionales o fábulas existenciales, se acentúa su poder simbólico y se refuerzan los vínculos con la tradición de las zonas rurales y fronterizas de Estados Unidos que tan bien reflejan las novelas. Insertados en la narración, funcionan como actos de transmisión (en eso reside lo esencial de la tradición, la traditio, en la entrega, en la transmisión): frente a un mundo brutal e indiferente, contar y escuchar sigue siendo un acto de humanidad (Pues también este mundo que a nosotros nos parece hecho de piedras y flores y sangre no es en absoluto una cosa sino una historia. Un cuento. Y en él todo es cuento y cada cuento la suma de otros cuentos menores, y aun así estos son también el susodicho cuento y contienen asimismo todos los demás). 

La trilogía está así poblada de personajes que cuentan historias -ancianos, ciegos, filósofos, soldados, músicos, religiosos, brujos, una curandera, mendigos, campesinos, indígenas, prostitutas, vaqueros, eremitas, antiguos revolucionarios-, todos depositarios de un saber oral, antiguo, cuyo rescate amplía la dimensión telúrica, abstracta, oscura, fatalista y misteriosa de la obra. A modo de ejemplo, y sin pretensión alguna de exhaustividad, cito aquí la historia del abuelo de John Grady Cole, una suerte de mito de origen que da sentido al apego del protagonista por la tierra y los caballos; las de los presos en la cárcel sureña; la de la dueña Alfonsa, tía abuela y madrina de Alejandra; la de Francisco Madero y los cruentos episodios de Revolución mexicana; la del anciano don Arnulfo que cuenta la singular peripecia de un lobo, narrada con un aire metafísico (El lobo es una cosa incognoscible, dijo. Lo que se tiene en la trampa no es más que dientes y pellejo. Al lobo en sí no se lo puede conocer. Es como preguntar qué saben las piedras. Los árboles. El mundo); las de los trabajadores de las minas de Chihuahua; la del “mozo” Luis, un anciano cojo que había estado en la guerra y que había visto las almas de los caballos y que era algo terrible de ver; la del indio que adivina la orfandad de Billy; la del ciego al que arrancaron los ojos de manera cruel (Dijo que había perdido la vista en el año del Señor 1913, en la ciudad de Durango); la de la muchacha que perdió a sus padres y hermanos en una de las escaramuzas de la revuelta zapatista; la del ermitaño que lanza su discurso apocalíptico desde el crucero de la iglesia de Caborca, ruinosa y resquebrajada por uno de los muchos terremoto que asuelan al país azteca; la de la bella mujer del circo, bañándose desnuda en el río; la del popular “corrido” del joven “güero”; la del gitano nómada del mundo; la de los padres y la hermana de Billy, de funesto destino; la trágica, e insoportable por su violencia, de la joven prostituta Magdalena; las oníricas de Billy, cargadas de simbolismo. 

Todos estos elementos, que configuran una propuesta literaria magistral, aunque ciertamente poco complaciente, han contribuido a que, en más de una ocasión, se haya tildado a McCarthy de autor complejo o difícil. Es cierto que su literatura no encaja en las rígidas etiquetas de los géneros; es cierto que la ausencia de tramas en sentido estricto obliga al lector a seguir el vagabundeo sin propósito de los personajes; es cierto que el lenguaje inusualmente rico o, quizá, en apariencia rebuscado, que las ausencias de marcas que aclaren algunos cambios de puntos de vista o que delimiten cuándo habla el narrador y cuándo el personaje, que la presencia intercalada de secuencias en las que los sueños se confunden con la realidad, que el hecho de que haya incisos o epílogos aparentemente alejados del curso principal, que el relato aparezca punteado por monólogos discursivos a veces algo abstrusos, pueden echar para atrás a un lector no avezado. Pero, transcurrido ya un cuarto del siglo XXI, todos los lectores somos ya lectores avezados, acostumbrados, por nuestras anteriores lecturas, por el cine, por la propia estructura fragmentada, inconexa, no lineal de la realidad que nos rodea, a las narraciones que se (des)estructuran conforme a los parámetros referidos. Creedme, estamos ante una obra maestra absoluta, fuente de un enorme placer para quien se adentre en ella. Y estas vacaciones a las que con este espacio final del curso doy paso son un excelente momento para hacerlo. 

Os dejo ya con un fragmento bellísimo -y muy elocuente, muy representativo de la atmósfera general de la obra- de Todos los hermosos caballos. Antes, y elegida de entre las diversas -aunque difusas- referencias musicales de los libros, sonará una pieza de The Carter Family, Will You Miss Me When I'm Gone (¿Me echarás de menos cuando me haya ido?). Es la versión de 1935 de un tema grabado por vez primera en 1928, y suena también en la primera novela de la serie (aunque en ella no se identifica título ni autoría) y en la película homónima. La familia Carter, formada por Alvin Pleasant -A.P- Carter, su esposa Sara y la hermana de ésta, Maybelle, fueron un legendario grupo de folk/country de los años treinta del siglo pasado, iniciadores de una saga que tuvo su continuación en June, hija de Maybelle, que acabaría casándose con Johnny Cash y compartiendo trayectoria artística con él. En mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, han aparecido en algunos programas dedicados, hace ya años, a la música de raíz de los Estados Unidos.


Al atardecer ensilló su caballo y se alejó de la casa cabalgando hacia el oeste. El viento había amainado bastante y hacía mucho frío y el sol estaba rojo sangre y elíptico bajo los arrecifes de nubes rojas que tenía frente a él. Cabalgaba hacia donde siempre elegiría cabalgar, allí donde la bifurcación occidental del viejo camino comanche bajaba de la tierra kiowa en el norte y cruzaba la parte más occidental del rancho y podía verse su débil rastro hacia el sur, sobre la baja pradera que se extendía entre las confluencias norte y mediana del río Concho. En la hora que siempre elegiría cuando las sombras eran largas y el antiguo camino se perfilaba ante él a la luz rosa y oblicua como un sueño del pasado en el que los ponies pintos y los jinetes de aquella nación perdida descendían del norte con las caras enyesadas y los largos cabellos trenzados y cada uno armado para la guerra que era su vida, y las mujeres y los niños y las mujeres con niños al pecho hacían todos promesas con sangre redimibles sólo con sangre. Cuando el viento estaba en el norte se podía oír a los caballos y el aliento de los caballos y los cascos de los caballos con herradura de cuero sin curtir y el ruido de lanzas y el arrastre constante de las narrias por la arena como el paso de una enorme serpiente y los muchachos desnudos a lomos de caballos salvajes, gallardos como jinetes de circo, y caballos salvajes arreando ante ellos y los perros corriendo con la lengua fuera y esclavos a pie siguiendo medio desnudos y dolorosamente cargados y sobre todo la queda salmodia de su canción viajera que los jinetes entonaban mientras cabalgaban, nación y fantasma de nación pasando en una coral suave a través de aquel desierto mineral hacia la oscuridad perdida para toda la historia y todo el recuerdo como un grial, la suma de sus vidas seculares, transitorias y violentas. 

Cabalgaba con el sol cubriendo de cobre su cara y el viento rojo soplando del oeste. Torció hacia el sur por la vieja senda de guerra y cabalgó hasta la cresta de una pequeña elevación donde desmontó y soltó las riendas y caminó y se detuvo como un hombre llegado al final de algo. Había un viejo cráneo de caballo en los matorrales. Se agachó y lo cogió y le dio vueltas entre las manos. Frágil y quebradizo. Blanco como el papel. Se quedó en cuclillas bajo la luz alargada, con el cráneo de dientes de cómic sueltos en los alvéolos. Las junturas como una soldadura dentada de los huesos. Sintió el ahogado fluir de arena en el cráneo cuando le dio la vuelta. Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.


Videoconferencia
Cormac McCarthy. Trilogía de la frontera

miércoles, 18 de junio de 2025


JUAN GÓMEZ BÁRCENA. MAPA DE SOLEDADES

Bienvenidos a la penúltima entrega de Todos los libros un libro por este curso 2024-2025. Una emisión, la de esta tarde, ciertamente especial por un motivo muy subjetivo y personal, como lo es el hecho de que hoy lleguemos a las seiscientas emisiones del programa, una cifra desmesurada que yo no podía siquiera imaginar cuando el 27 de octubre de 2010 salíamos al aire por vez primera en Radio Universidad, tras cuatro temporadas previas en Onda Cero Salamanca. En estos quince cursos os he recomendado casi mil libros, en una modesta, esforzada y muy placentera tarea de difusión literaria, de promoción de la lectura y, sobre todo, de entusiasta voluntad de compartir el interés y el disfrute que me ha proporcionado esa ingente cantidad de obras leídas. En este punto, pues, solo me queda agradecer a los seguidores del espacio su presencia y su fidelidad, acicates ambos para perseverar en mi algo quijotesco empeño. 

Para celebrar tan inusitada efeméride, esta semana nuestro espacio gira sobre un libro también excepcional, el último publicado por un joven escritor español que me interesa mucho y que va a estar presente, de un modo central en la emisión de hoy y de manera algo más secundaria y tangencial en hasta un par de programas del curso próximo. Se trata de Mapa de soledades, como digo la más reciente creación de Juan Gómez Bárcena, santanderino -circunstancia muy relevante en sus textos- de diciembre del 84 (ha cumplido, pues, cuarenta años hace unos meses), con una triple licenciatura en Historia, Filosofía y Teoría de la Literatura y Literatura comparada, en otra condición, esta brillante cualificación humanística, de evidente peso en los libros que yo le he leído. Con una extensa trayectoria literaria a sus espaldas, pese a su relativa juventud, Gómez Bárcena es un autor muy premiado, con una excelente recepción entre los lectores y la crítica, que ha reconocido el valor de sus novelas El cielo de Lima, Premio Ojo Crítico y Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa; Kanada, Premio Ciudad de Santander, Premio Cálamo Otra Mirada y primer finalista del Premio internacional Tigre Juan; Ni siquiera los muertos, finalista del premio del Gremio de Libreros de Madrid; y la espléndida y desbordante Lo demás es aire, Premio Ciutat de Barcelona de Literatura y Premio Vanity Fair, una novela que yo leí hace casi tres años y que no pude comentar aquí en su momento, pese a que me entusiasmó y me pareció -y me sigue pareciendo- altamente recomendable, razón por la que espero poder ofreceros mi reseña sobre ella el curso próximo. 

Mapa de soledades se publicó en octubre de 2024 en el seno de la editorial Seix Barral, responsable de los dos últimos libros del santanderino y que está recuperando, además, los anteriores, aparecidos en Sexto Piso. Estamos ante un libro de difícil clasificación genérica. No es una novela, aunque se lee como tal, pues su estructura, sus recursos estilísticos, el talento narrativo de su autor sí pueden sugerir un cierto carácter novelesco. De hecho, todos esos rasgos son apreciables igualmente en Lo demás es aire, un libro -más fácilmente catalogable como novela, aunque también con reparos-, con el que guarda muchas concomitancias pese a tratarse de otro género y girar sobre una temática muy distinta. Tampoco es propiamente un ensayo, pese a los muchos aspectos de investigación y de bien documentada indagación que presenta, a la infinidad de referencias históricas, literarias, científicas y culturales que incorpora, y a la muy perceptible y relevante bibliografía manejada que se recoge en las páginas finales de la obra. Si hubiera que situar Mapa de soledades en una calificación taxonómica, siempre algo absurda, podríamos decir que nos encontramos ante una narración ensayística o un ensayo novelado, sazonado con abundantes notas de lirismo y poesía, con un ritmo y una cadencia envolventes, con frecuentes calas en lo autobiográfico, en unas ostensibles “marcas de la casa” del escritor, poseedor de un muy característico y reconocible estilo literario sea cual sea el tema tratado en cada libro. 

Tal y como revela su título, la obra es una suerte de cartografía de la soledad, una amplia y exhaustiva representación de las distintas manifestaciones de ese fenómeno complejo, heteróclito y multifacético que se ha dado en llamar la “epidemia del siglo XXI”. Con una magistral fuerza narrativa, Gómez Bárcena explora casi cualquier ángulo imaginable de ese estado, sentimiento, vivencia o situación de alcance universal y que hoy define la existencia de gran parte de los ciudadanos del mundo entero, singularmente el desarrollado. Jugando con la idea de mapa, que hila su relato, el muy completo análisis se articula en torno a trece “lugares” de la soledad, espacios, no solo geográficos sino también metafóricos, que resultan propicios para la experiencia solitaria, cada uno de los cuales da nombre a su respectivo capítulo: Selva, Ciudad, Isla, Hogar, Océano, Jardín, Desierto, Cosmos, Frontera, Casquetes polares, Cumbre, Terra incógnita y Piel. A este respecto, el autor introduce, con una voluntad -reiterada en todo el libro- de precisión terminológica, la noción de soledumbre, en principio referida a un paraje solitario o vacío de presencia humana, y que él utiliza en relación con los epígrafes que encabezan cada sección: todos los capítulos de este libro llevan por título una soledumbre, o bien un paisaje capaz de devenir soledumbre

En cada uno de ellos la voz narrativa, en apariencia digresiva pero muy bien medida y ajustada, con conexiones y engarces sutiles ajustados con precisión, se abre a reflexiones, anécdotas, observaciones, ejemplos, curiosidades, personajes, datos y referencias que se presentan entremezclándose en infinidad de hilos, haciendo avanzar un relato que se desliza de un tema a otro, saltando de historia en historia hasta conformar un todo coherente que acabará por reflejar de manera fascinante todas las dimensiones del fenómeno que estudia (o sobre el que piensa o divaga). 

En las primeras páginas de su obra, y sometido ya a este planteamiento fragmentario, que va entrelazando relatos y narraciones diversas, Gómez Bárcena da cuenta al lector del desencadenante -aunque en realidad son varios, una sucesión de carambolas: La historia de este libro es también la historia de una partida de billar, escribe- del libro que tenemos en nuestras manos. El escritor llega a Buenos Aires en agosto de 2022 -en una primera muestra, de las numerosas que surcan el ensayo, de la presencia de “lo personal” en su texto- como profesor invitado de un programa de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes, una estancia subvencionada por el Ministerio de Cultura español. El director del programa, el escritor argentino Roque Larraquy, al que se cita por su nombre pese a no salir muy favorecido en el retrato que de él se hace en el libro, le acoge, muy amable, y le invita, entusiasta, a diversos planes en los que él se brinda a oficiar de “embajador”: impartición de clases y conferencias en instituciones a las cuales él le allanaría el acceso; escritores locales -Mariana Enriquez, Martín Kohan, Tamara Tenenbaum- que el propio Larraquiy le presentaría; veladas y fiestas de gentes conocidas en las que se compromete a introducirlo; parajes turísticos, excursiones y periplos por el entorno a los que le acompañaría en su visita; todos ellos esbozados con apasionamiento por su entregado anfitrión. En una ciudad desconocida, sin amistades ni relaciones en ella, con apenas obligaciones laborales y por tanto, con sus jornadas casi enteramente disponibles, el recién llegado acoge las múltiples sugerencias del argentino con esperanza e ilusión. Entonces no se hable más, dijo al despedirse: te marco mañana y vamos concretando, afirma, categórico, Larraquy. Pero esa efervescencia inicial pronto se disiparía: Roque jamás me llamó. En los encuentros esporádicos al salir de sus clases o en la calle (vivían a escasos veinte minutos el uno del otro), Roque, muy afable y cordial, una y otra vez le estrechará la mano, le preguntará por su adaptación, le recordará que pronto recibirá su llamada para concretar el prometido y ambicioso programa de actividades, y se despedirá, impertérrito, hasta otra ocasión. Roque Larraquy jamás marcó mi número de teléfono

De este incidente decepcionante brota la primera semilla del libro. Solo en la inmensa Buenos Aires, carente de lo que el propio escritor denomina “una red de apoyo”, que, sin embargo, sí estaba acostumbrado a construir, desde muy pronto, en otras estancias suyas de índole similar en otros países del mundo, habitando el tiempo conjetural de las promesas, empantanado en un estéril compás de espera, en la expectativa de la llamada de Roque, se ve envuelto en una contundente impresión de soledad. Escribe: Tengo la sensación de haber pasado la mayor parte de mi estancia en Buenos Aires esperando cosas que no llegaban, o que al llegar lo hacían en su versión más mediocre y disminuida. Buenos Aires fue para mí una especie de vestíbulo eterno para otra cosa, una víspera de un día que nunca fue. Un viaje consagrado a la soledad, en un lugar en el que todo era nostalgia de otra cosa. Y aquí, entonces, aparecerá la primera idea para su nueva obra: Creo que fue paseando solo por Buenos Aires, a la sombra de sus cuadras gigantescas, donde comencé a pensar en este libro

Al poco tiempo, recibe un WhatsApp de su amigo el escritor Andrés Barba, que vive con su mujer, Carmen Cáceres, en la provincia argentina de Misiones, invitándolo a visitarlos. Allí, en ese territorio fronterizo con Brasil y Paraguay, que alberga las cataratas de Iguazú y las ruinas de las antiguas misiones jesuíticas (aprovecho para recomendar, al paso, La Misión, la excelente película de Roland Joffé, estrenada en 1986, ambientada en ese entorno geográfico y en el contexto histórico de la controvertida aventura de los jesuitas), conoce las circunstancias de la existencia de Horacio Quiroga, el escritor argentino que en 1910, con veintiocho años, se instala con su joven esposa -de solo dieciséis- en unas tierras que ha comprado en San Ignacio, una localidad de la provincia, deslumbrado por el entorno desde una visita anterior, siete años atrás. La fatal aventura de Quiroga -la selva, la soledad, la locura, la muerte-, de la que dará cuenta en sus libros, fascina a Bárcena, que a su vuelta a España comenzará a leerlo obsesivamente; y esa lectura constituirá el segundo hito del camino que lo llevará hasta Mapa de soledades

Y hay todavía un tercer detonante del proyecto. El 30 de agosto de 2022, el mismo día en Bárcena llegaba a la selva de Misiones, los periódicos informaban de la muerte del Hombre del Agujero, un indígena de otra selva, la del Amazonas, que había vivido durante casi treinta años en la más absoluta soledad. Avistado por primera vez en 1995, y ya entonces completamente solo, pues el resto de su tribu había sido masacrada, probablemente por alguna partida de leñadores o de cazadores furtivos, vivía en las profundidades de los bosques amazónicos alimentándose de monos, papayas y jugos de semillas, amenazando con sus flechas a cualquiera que se acercara a él y moviéndose constantemente, a través de más de ochenta mil hectáreas de selva. Estas mudanzas fueron tan constantes, tan desquiciadas, podemos leer, que a lo largo de veintisiete años construyó con madera y hojas de palma más de cincuenta chozas, todas ellas con un agujero de casi dos metros de profundidad excavado en el suelo, una extraña práctica de la que los antropólogos no han podido dar explicación. Un agente de la FUNAI, la brasileña Fundación Nacional del Indio, lo encontró en su cabaña, acostado en su hamaca, su cuerpo difunto cubierto por plumas de guacamayo. 

El impacto de la noticia, el misterio no aclarado de los insólitos agujeros y, sobre todo, el irreductible aislamiento del hombre, llevaron al escritor a pensar en la inmensa soledad de la selva; y esos pensamientos, junto a los referidos a su propio desconcertado desamparo bonaerense y a los nacidos del conocimiento posterior de la historia de Horacio Quiroga, fueron, escribe, los que meses más tarde me decidieron a recorrer este mapa de soledades que todavía hoy atravieso

Todo ello se relata en el primer gran capítulo de la obra, de título obvio -Selva- que se abre con el suicidio en 1988 de Elena Quiroga, la última hija viva de Horacio. Pese a ser habitante de Buenos Aires durante más de cincuenta años, se registrará en un hotel de la capital, en un acto lleno de significado, como residente en San Ignacio, provincia de Misiones. Allí, desde la ventana de una habitación del noveno piso, se lanzará al vacío. A partir de este comienzo impactante -en todos los sentidos-, comienza esta apasionante exploración en las diferentes vertientes de la soledad, atravesando sus variados territorios en un recorrido experiencial a través de paisajes, pero también paisajes de mi propia vida, como ha declarado el autor en alguna entrevista. 

Así, en este capítulo inicial, aparte de dar cuenta de la génesis de su libro, Bárcena nos introduce en la experiencia extrema de Horacio Quiroga, narrando su difícil y egoísta peripecia entre reflexiones sobre la soledad -la del escritor, elegida, voluntaria, expansiva, gozosa, creadora- y la solitud -la de Ana, su mujer, forzada, impuesta, sufriente, dolorosa, oculta, silenciosa- en otra distinción terminológica de las varias que reaparecerán una y otra vez a lo largo del libro; sobre el suicidio, a partir de la propia muerte de Elena Quiroga y de los comentarios de un taxista de Iguazú que le informa de la existencia de un cuerpo de guardaparques cuya misión consiste en patrullar las famosas cataratas detectando potenciales suicidas; sobre los trabajos solitarios -vigilante nocturno, barquero, farero-, aunque ninguno tanto como el oficio de perderse en la muchedumbre para reconocer los rasgos de la desesperación en miles de rostros, ocho horas cada día de los “cazadores de suicidas”; sobre el aislamiento de los indígenas en la selva amazónica, y su caso más extremo, el Hombre del Agujero; sobre los escritores que “huyen” de la civilización, Thoreau en su cabaña a orillas del lago Walden y Knut Hamsun en su cabaña en los bosques de Noruega; Robinson gobernando su isla virgen, Kipling internándose en las junglas de la India, Tolstói liberando a sus siervos en Yásnaia Poliana; sobre la ausencia y sobre la extraña soledad de las ruinas, de los lugares que estuvieron poblados por muchedumbres y que ahora están vacíos; sobre los indios kaluli de Papúa Nueva Guinea que, en su creencia de que los pájaros son los espíritus de sus muertos, no pueden sentirse nunca solos, acompañados desde la eternidad por sus antepasados, siempre presentes en las aves que cantan en las ramas. Y todas estas historias, que se despliegan como un árbol frondoso que ofrece su sombra acogedora a un lector entusiasmado, van apareciendo entre poemas de Emily Dickinson, referencias al buen salvaje de Rousseau o menciones a los románticos suicidios literarios, el de Dido, el del joven Werther, el de Romeo. 

Y jugando con un muy elegante recurso de “raccord”, un expediente que se utiliza de continuo en el libro para encadenar capítulos, escenas o cambios en el enfoque, la novena planta del edificio de Buenos Aires desde el que se precipita Elena Quiroga abre la narración al segundo espacio de la soledad, la Ciudad. Desde las ventanas de los rascacielos, las ciudades aparecen como selvas de asfalto, junglas de cristal, bosques de cemento (he ahí, en las expresivas metáforas, el imaginativo vínculo entre secciones). En relación con ellas surgen infinidad de muy sugerentes consideraciones, en una apoteosis de excursos, desviaciones, incisos y divagaciones, unidos entre sí por muy bien engarzados vínculos y todos sumamente interesantes. Así las cavilaciones sobre la actual inversión de los conceptos de ciudad y selva, dos polos irreconciliables en Roma, como símbolos de civilización y barbarie, que hoy se han desnaturalizado y trastocado: la polis como espacio privilegiado de refinamiento y cultura ha devenido brutalidad, aislamiento y hostilidad, un ámbito generador de alienación y soledad, mientras que la dura naturaleza, áspera y salvaje, se nos muestra como el lugar de la serenidad y la paz, del recogimiento y la plácida contemplación. También, el análisis del fenómeno del anonimato, una “invención” típicamente urbana que está en el origen de la actual forma de experimentar la soledad. Y reaparece el vocablo soledumbre, anticipado líneas atrás, que se recupera ahora, leído en una traducción de Petrarca, y dotado de una acepción de creación personal del autor: la soledad de la muchedumbre. Y se estudia la ambivalencia de las ciudades, fuentes de libertad, de expansión y desarrollo personales, de efervescencia y riqueza culturales, de ampliación de los límites reduccionistas en las costumbres y en los valores, pero también focos de indiferencia y vacío, de incomunicación y tristeza, de individualismo y soledad. Y, desde esta vertiente deshumanizada de la vida urbana, el libro se introduce en los hogares, en sus tabiques que aíslan, en sus muros que encierran, en sus paredes que separan, en sus alarmas y cerraduras, en sus blindajes y pestillos que enjaulan, esas angostas viviendas que nos recluyen e invisibilizan, el agujero que nos traga, que nos oculta de la vista de los otros. Y se suceden los asuntos de interés: la creciente frecuencia con que leemos en la prensa y en los noticiarios la aparición de cadáveres de gentes que viven solas y cuya muerte pasa desapercibida durante semanas; la cada vez más generalizada sensación de soledad que nos acomete entre el anonimato urbano (el 56 % de los londinenses declaraban sentirse solos: una cifra que la ha hecho valedora del título de capital mundial de la soledad); la aceleración y el vértigo “urbanitas” que se extienden también a lo rural, con el consumo incesante, el turismo desaforado, el ocio “productivo”, omnipresentes hoy por doquier; los espectrales espacios de la soledad contemporánea, incluso cuando aparecen repletos de muchedumbres: estaciones de tren, terminales de aeropuertos, grandes centros comerciales, vestíbulos de hoteles, estadios, gasolineras, burgers, desolados lugares del anonimato; la proliferación de mendigos y homeless; la soledad de los viudos, la de los separados, la de los inadaptados, la de quienes no han sido capaces de encontrar o mantener un compañero de vida, la de los ancianos (Según una estadística publicada en 2018, casi una de cada cuatro personas de la tercera edad en Reino Unido ha pasado el último mes sin sostener una conversación con otro ser humano); las consecuencias médicas y de salud del aislamiento (Según un estudio realizado por la revista Nature Human Behaviour, el aislamiento social aumenta hasta un 26 % las posibilidades de sufrir muerte prematura); la exacerbación de la soledad en sociedades como la japonesa, en la que miles de ancianos -sobre todo ancianas- cometen periódicamente pequeños hurtos para poder ingresar en la cárcel, evitando de este modo su desubicación social; la proliferación de animales de compañía, de mascotas, de maniquíes sexuales -en auge en Japón-, de fenómenos como el aparentemente inconcebible muckbang surcoreano -una práctica por la que individuos solitarios que aborrecen comer solos, comparten ese tiempo con vídeos, subidos a internet por otras personas, en los que se ve a alguien disfrutar de abundantes comidas-, del uso de robots “conversacionales”, del “anclaje” a los objetos como sustitutos “manejables” de las complejas relaciones humanas, de, incluso, la anunciada aparición de una pastilla para curar la sensación de soledad, convertida ésta, en efecto, en una epidemia universal, susceptible de tratamiento médico. 

Y todo ello cruzado, una vez más, por muy bien traídas referencias a Olivia Laing y su excelente libro La ciudad solitaria; sobre los no-lugares de Marc Augé, ya citados aquí en la emisión dedicada a Gozo, el estupendo texto de Azahara Alonso; sobre La teoría sueca del amor, el documental de Erik Gandini; sobre una significativa escena protagonizada por Leonardo DiCaprio en Revolutionary Road; sobre la soledad de Charles Foster Kane en Ciudadano Kane o de Don Draper en Mad Men; sobre los epicúreos que huían de Roma asqueados de su decadencia; sobre unas declaraciones del expresidente uruguayo José Mujica (Acá nos preocupamos solo por los pobres y tenemos que empezar a preocuparnos por los infelices. La soledad de las grandes ciudades, el estar solo en el medio, en la multitud); sobre el insólito caso de Carol Santa Fe, una norteamericana que en 2017 confesó llevar seis años enamorada de una estación de tren; sobre Mehran Karimi Nasseri, quien por un enrevesado enredo burocrático se vio obligado a vivir dieciocho años en la terminal 1 del aeropuerto Charles de Gaulle de París. 

El tercer lugar de la soledad, explícito ya desde su nombre, es la Isla. El recorrido en el que consiste el libro se detiene aquí en Isla Serrana, un modesto banco de arena en el que en la actualidad, en turnos que se renuevan cada dos meses, doce infantes de Marina colombianos se turnan en unas difusas maniobras militares en este perdido punto del Caribe. Accedemos así a la peripecia de su descubridor, el español Pedro Serrano, que en 1528 sobrevivió con otro marinero a un naufragio en los bajíos de la isla y que, doce años después, redactaría o dictaría un documento de ocho páginas publicado en su tiempo en el Archivo General de Indias, una carta en primera persona en la que da cuenta al emperador Carlos V de los sufrimientos padecidos en los ocho años de terrible aislamiento en el inhóspito paraje. La desoladora aventura de Serrano fue la inspiración principal, al parecer, para Daniel Defoe en su clásica creación del personaje de Robinson Crusoe. Gómez Bárcena glosa ambas experiencias, la real y la de ficción, observando con Virginia Woolf que, en ninguno de los dos casos, los relatos, epistolar el uno, novelesco el otro, hacen mención expresa a la soledad, ni tampoco ninguno de los narradores explicita su desolación por la falta de contacto con otros seres humanos. Siguiendo a la historiadora Fay Bound Alberti, autora de un estupendo libro sobre el tema que también protagonizará nuestro espacio en la temporada próxima, esa en apariencia extraña circunstancia tiene que ver con el hecho de que la soledad y sus padecimientos, tal y como hoy los conocemos, constituyen una experiencia relativamente moderna. Serrano y Crusoe sin duda se sintieron contrariados, hastiados, enfurecidos, abrumados, tristes: pero no fueron exactamente seres solitarios. Y ello contrasta, en ejemplo citado en el libro, con la vivencia, tan contemporánea, de Tom Hanks en Náufrago, a quien la insoportable soledad llevaba a dotar de vida a un balón de reglamento. 

Sobre la base de esta doble referencia y de la dificultad que tenemos para penetrar en la conciencia íntima de los seres anónimos de la Historia, el autor se adentra en la especulación acerca de la percepción que de la soledad habrían podido tener los 685.000 integrantes de la Grande Armée napoleónica que en 1812 atravesaron la frontera de Rusia, o de la idea que sobre el amor pudiera concebir un ciudadano cualquiera de Roma. Y entre estas reflexiones surge la constatación de la ignorancia que tenemos sobre los pensamientos de los personajes secundarios del pasado, de los deseos y la esperanzas de los individuos del común, de los anhelos de los parias y los desgraciados, de los sueños de las mujeres, de los sentimientos de quienes ocupaban un lugar secundario en los grandes acontecimientos que relatan las crónicas. Se introduce así en el análisis una nueva taxonomía, la que diferencia entre la “soledad épica”, que se vive hacia afuera, que se relata, que da noticia de alguna hazaña, de algún comportamiento esforzado y ejemplar, y la “soledad no productiva”, la que se experimenta en silencio, sin ostensible repercusión externa, la soledad de los inmigrantes, la de quienes no tienen voz, la de los invisibles. Y aparece aquí el nombre de Beatriz Flamini la deportista que pasó quinientos días en la oscuridad de una cueva de Granada entre noviembre de 2021 y abril de 2023. Sus confesadas alucinaciones durante la experiencia -que también refería Pedro Serrano- llevan a Bárcena a repasar esa dimensión médica -y religiosa- de la soledad. Y el relato salta ahora al Archipiélago Gulag, los campos siberianos de concentración, esa pavorosa multiplicación de islas de desolación fruto del terror estalinista. Y de ahí a las cárceles, la del nazi Albert Speer, que encerrado en Spandau tras el juicio de Nuremberg, decidió vivir su cautiverio viajando con la imaginación, para lo cual medía cada día los pasos que daba por el jardín de la prisión y trasladaba luego su recorrido a las coordenadas de un globo terráqueo, reproduciendo en su mente las circunstancias de su viaje ficticio. Al ser liberado, en 1966, había caminado 31.939 kilómetros y cubierto tres cuartas partes de la circunferencia terrestre por el ecuador. Y de un militar a otro, el sargento del Ejército Imperial japonés Shoichi Yokoi que en enero de 1972, regresaba a su país después de haber pasado en soledad los últimos veintiocho años oculto en la jungla de la isla de Guam, desde donde, sin noticias del fin de la guerra, había mantenido viva la llama del combate contra los enemigos de su país. La nacionalidad nipona del contumaz combatiente encadena el relato con los pasajes dedicados a los hikikomori, que han abandonado toda interacción social, hasta el punto de acabar recluidos en el sepulcro de sus dormitorios, aislados en sus voluntarias cárceles domésticas. Y leemos sobre el sentimiento de vergüenza que los acomete, y sobre la soledad de los ermitaños, y de nuevo sobre Emily Dickinson, muy presente en el libro, y sobre el poeta John Donne y su conocido verso: Ningún hombre es una isla

Y entramos ahora en el Hogar, el reducto acogedor, confortable, protector en el que nos resguardamos de las inclemencias de la vida, pero que, como hemos visto (hay abundantes conexiones entre unos y otros capítulos, con vínculos discretos entre ellos), y como tantas veces se intuye en los cuadros de Edward Hopper, puede ser también una opresiva cárcel, de solitario padecimiento. En el capítulo conocemos el origen de la expresión Home, sweet home, la canción compuesta en 1823 por John Howard Payne, pero que se popularizaría cuarenta años después, con los soldados que regresaban a casa tras la guerra de Secesión norteamericana. Y aquí Bárcena imagina -por entre la indudable soledad de los contendientes- la de sus mujeres que en todo ese tiempo esperaban en casa, y desde esa percepción se extiende en el estudio del papel de la mujer en ese ámbito doméstico, sus largas jornadas solitarias, la invisibilidad de su trabajo, el enigma que para nosotros representa esa cotidianidad hogareña en las mujeres de Cartago o Roma, las de la sociedad feudal, las del mundo victoriano, la soledad de las amas de cría, arrebatadas a su entorno precario para alimentar a los príncipes en Versalles. Rodeadas de continuo por hijos, maridos, familiares, su soledad no es física sino emocional, modernas Sísifos condenadas a repetir una y otra vez los mismos rituales en el fondo estériles, conscientes de su inutilidad. Comparecen entonces los ejemplos de la protagonista de la película de Chantal Akerman, Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, recientemente elegida por los críticos -con un evidente exceso, desde mi punto de vista- como la mejor de todos los tiempos; y la Betty Draper de Mad Men, pese a todo triste en su acomodada vida; y Sylvia Plath, metiendo la cabeza en el horno tras preparar el desayuno a sus hijos. Surgen aquí las reflexiones sobre la maternidad como causa de soledad. Y siguen los ejemplos, la novelista Rachel Cusk en Un trabajo para toda la vida, Alejandro Zambra, Alice Munro. Y ahora el libro se demora en el recorrido reposado por las dependencias domésticas, espacios de soledad (todo hogar es un mapa de soledades, y la soledad doméstica se conjuga casi siempre en femenino): las habitaciones de los hijos independizados; las cocinas, testigos de tantas lágrimas (Infinitas mujeres han encontrado entre estos azulejos su refugio; se han reunido con las vecinas para preparar canapés mientras despotricaban contra los maridos o contra los hijos; han soñado fantasías con los ojos abiertos mientras picaban verdura, sin saber nunca si derramaban lágrimas por las fantasías o por las cebollas); el salón, territorio del esposo; su despacho, intocable y tantas veces inaccesible; el dormitorio común -común, subraya, nunca propio-; las buhardillas y los sótanos en los que tantas veces fueron encerradas por sus maridos, sus secuestradores. Y surgen, claro, Virgina Woolf y Jane Austen y, otra vez, Emily Dickinson y Charlotte Brontë y Louise May Alcott, con sus diversas maneras de reivindicar un espacio personal e independiente. Y unas cosas llevan a otras, y la autora de Mujercitas, soltera hasta su muerte, es la excusa para introducir ese hilo, el de la soltería y, tras él, y en el caso de las mujeres, el de las brujas. Y así, saltando de una referencia a otra, ya estamos con Beatrice y Dante, con Elizabeth Siddal, la musa prerrafaelita, al borde de la muerte por hipotermia en una bañera helada, obligada a posar durante horas para Dante Gabriel Rossetti. Y volvemos a la casa, el cuarto de baño como santuario de la soledad femenina, el pestillo que se cierra, liberador, aislando del mundo hostil. Y hay tiempo para comentar la relación con la soledad de los espejos, de los armarios, y hay, a partir de la expresión “salir del armario”, un valioso excurso sobre la persecución de la homosexualidad. 

La siguiente sección, también muy sugerente y llena de estimulantes evocaciones, se centra en el Océano, y en el capítulo se entremezclan las obligadas menciones a las soledades de Ulises o Penélope, o la del capitán Ahab, con historias prodigiosas, como la de la ballena más solitaria del mundo. Whalien 52 o the lonely whale, como es conocida, es un ejemplar único, cuyo canto, trágicamente singular, está fuera del umbral auditivo del resto de ejemplares de su especie. Durante treinta y cinco años su señal ha sido captada en diversas partes del mundo por los ingenios tecnológicos de los científicos, sin que pueda ser percibida, sin embargo, por sus congéneres, que nunca han respondido a su llamada, presumiblemente desesperada, en la romántica interpretación de Gómez Bárcena. Y de una soledad a otra, la del último uro documentado, que, al parecer, murió en Polonia en 1627 y al que se representa en las pinturas con un aire melancólico y reflexivo, imposiblemente consciente de ser un “fin de raza”. Y otro animal irrumpe en el relato, Hachiko, un perro tokiota que, acostumbrado a hacer dos viajes al día a la estación de Shibuya acompañando a su dueño, por la mañana cuando éste debía coger el tren y por la noche tras su vuelta, pasó diez años en la estación aguardando el imposible regreso de su dueño, fallecido en uno de los trayectos. Una frase con la que describe el triste deambular de Whalien 52 -Como un adolescente que vagara por el comedor del instituto con la bandeja del almuerzo, sin encontrar un amigo con quien sentarse- sirve de engarce, en una muestra más del inteligente uso de esos “conectores” en el libro, para que el autor se adentre en su experiencia personal -otro rasgo “made in Bárcena- para hablar del bullying. La mía no es una historia de acoso escolar, sino más bien de soledad escolar, escribe, en una dimensión de su biografía -la timidez, la introversión, un cierto aislamiento de “niño” raro y sensible: Siento lástima por el niño que fui, y a veces también por el niño que soy- que ya conocíamos por Lo demás es aire. Esta soledad adolescente encontró una salida esperanzada en los videojuegos, lo cual abre el capítulo al examen de la soledad digital, el aislamiento al que inducen las pantallas y los perniciosos efectos de la constante inmersión en el proceloso océano de las redes sociales (las metáforas marinas son evidentes: “navegamos” en internet). Y en una nueva caracterización taxonómica leemos sobre la soledad sintónica, la sensación de que no podemos sintonizar con los demás, lo que lleva al texto a sumergirse en asuntos como el del individualismo contemporáneo, los populismos -Hitler fue un solitario-, la agresividad y el déficit de empatía que caracteriza a quienes se sienten excluidos o desarraigados, entre otras interesantes derivaciones del fenómeno digital. 

Y una improbable ballena de secano, la que enorme escultura que construyó en su jardín de Mojácar el impenitente viajero Nino Cortés, es la puerta de entrada a otro territorio, el del Jardín. El libro recorre su reveladora etimología -cercado-, su condición de espacio para el recogimiento y la meditación, para el encuentro de los amantes -Calixto y Melibea, de nuevo Romeo y Julieta, Teresa de Jesús y su Señor, Antonio Machado y su Guiomar-, de símbolo del retiro y el alejamiento del mundo. Y, una vez más, la anécdota personal -su poca maña para las plantas- lleva a Bárcena a reflexiones de más hondura en torno a la paradójica soledad del artista, del escritor, aislado, forzosamente solo en su creación (y hay menciones a grandes literatos alejados del mundo Proust, Juan Ramón Jiménez, Thomas Pynchon, Elena Ferrante, Salinger, Wittgenstein, Knut Hamsun) y a la vez conectado con su público y ansioso de contacto, de vínculo, de comunicación cuando ofrece el resultado de su obra. Y otra curiosidad biográfica -los nueve cuadernos donde escribí la Historia de la Humanidad (…) a los siete años- hace brotar páginas muy bellas sobre la literatura y su función, sobre la necesidad de contar, sobre las narraciones, sobre el ser humano como animal que cuenta historias, sobre la terrible soledad de la infancia. Y reaparece otra vez la dimensión médica del fenómeno, la escala de soledad de UCLA, los fármacos contra la soledad (la Universidad de Chicago está experimentando con la pregnenolona, una hormona capaz de aliviar los niveles de ansiedad del aislamiento social percibido). 

Y ahora caminamos por el paraje solitario por excelencia, el Desierto. Los ermitaños decorativos, una rareza de los jardines paisajistas de mediados del siglo XVIII, llevan al narrador a hablar de los eremitas y su radical soledad solo soportable desde la fe. Para revivir su experiencia, un concienzudo Bárcena se recluye durante unos días en una celda del monasterio cisterciense de Santa María de Huerta, en la provincia de Soria, en compañía de libros de místicos y ermitaños. Conoce así la soledad del monje y da cuenta de ella a los lectores, a los que habla de la oración, del silencio y de la entrega a Dios, del teléfono de la esperanza. Pero, en una más de las conexiones imposibles que pueblan el libro, ahora la “acción” se desplaza a Ecuador, donde hace unos años dos turistas argentinas que viajaban “solas” fueron asesinadas. Y entonces la inagotable prosa de Bárcena se extiende en el análisis de los feminicidios, de la violencia contra las mujeres, las migrantes hispanoamericanas que no logran cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, violadas y asesinadas por las mafias, cuyas muertes, cuyas desapariciones no dejan rastro en nadie, perdido para siempre el contacto con los suyos tras sus arriesgados y trágicos periplos. 

Y de las vastas extensiones del desierto saltamos a las inabarcables, las infinitas superficies del Cosmos. El expediente que permite vincular ambas inmensidades es Jesús, retirado en el desierto y, probablemente, confrontando su trágico destino con la nítida cúpula celeste, cubierta de estrellas. El viaje interestelar que nos propone Mapa de soledades nos lleva a Atacama, el desierto chileno, paraíso de astrónomos; al documental allí rodado por Patricio Guzmán; al campo de prisioneros de Chacabuco, erigido en la región por el Gobierno de Pinochet; a la nave Apolo 15 en la que, en 1971, Al Worden, el astronauta que se encargó de pilotarla mientras sus dos compañeros pisaban la superficie lunar convirtiéndose en el hombre más aislado de la Historia, durante setenta y dos horas, las que permaneció a bordo de la nave mientras a más de 3.600 kilómetros de sus compañeros y a casi 400.000 kilómetros de la Tierra; al particular y fascinante universo de Carl Sagan, al que el padre del autor admiraba; a los cálculos del radioastrónomo Frank Drake; a la historia de la sonda Huygens, el objeto de fabricación humana que más lejos se ha posado jamás. Y en todo este periplo, aparecen valiosas reflexiones sobre nuestra infinitesimal huella en el espacio, sobre las magnitudes de vértigo que dan cuenta de nuestra soledad en el cosmos, sobre nuestra metafísica pequeñez: tengo la certidumbre casi física de que en alguna parte, orbitando en torno a muchos de esos diez sextillones de estrellas, se ocultan seres orgullosos y frágiles como nosotros, que se plantean las mismas preguntas. Sus temores y sus sueños, sus gozos y miserias son también los míos. Y en esa alegría y en ese dolor compartido encuentro, no sé por qué, alguna clase de compañía y de consuelo, afirma Bárcena, pese a todo esperanzado. 

Y el libro no abandona del todo el desierto, pues en el siguiente capítulo, Frontera, volvemos a él acompañando a los migrantes que se juegan la vida vadeando el Río Bravo, desafiando a los guardias fronterizos texanos, arrostrando dificultades indecibles en busca de su sueño del libertad. De nuevo el objeto del relato se imbrica en la experiencia personal de su autor, invitado en 2018 a impartir un ciclo de conferencias en universidades de Idaho y California. Ello es la ocasión para volver a hablar de la tragedia de la divisoria entre México y Estados Unidos (Se calcula que en los últimos veinte años se han recuperado cerca de siete mil cadáveres en el desierto de Arizona. El número real es seguramente mayor); del síndrome de Ulises, que describe la profunda soledad del migrante, y con él, en una nueva tipología, de otros tres tipos de soledad: la íntima, la relacional y la colectiva; de la inutilidad de los muros; de la trágica experiencia de María Antonieta y su hijo Luis Carlos de Borbón; de nepantla, la palabra en náhuatl que define ese estado de indefinición del inmigrado, que acaba por no pertenecer a ninguno de “sus” dos mundos: ese vagar en el límite, a caballo entre un mundo que muere y un mundo que todavía no termina de nacer; del exilio de Ovidio en Tomis y con él el de otros deportados: Ósip Mandelshtam, Alexander Pushkin, Salman Rushdie. 

¿Qué lugares más aislados que los Casquetes polares, con su invierno perpetuo, con su frío inhumano, con su silencio espectral, con la lenta y constante caída de la nieve, con su blanco cegador? Escribe Bárcena en la introducción al capítulo: Si la soledad es una estación del año, esa estación es el invierno. Si es un color, es el color blanco. Si es un movimiento, es el movimiento lento, casi fantasmagórico, de los copos cayendo lentamente sobre la tierra. Si es un sonido, es el silencio (…) Si es una temperatura, esa temperatura es, claro está, el frío. E instalados en los desolados paisajes del Ártico y el Antártico, por su narración se cruzan los grandes nombres de las expediciones polares, Scott y Admunsen y Shackleton y sir John Franklin y su expedición a Groenlandia en 1847 saldada con la muerte de los ciento veintinueve hombres que la componían, tragedia recreada en El lamento de lady Franklin, que pocos años después dio voz a su viuda y de la que haría una versión Bob Dylan; la inimaginable gelidez de las glaciaciones y la desconcertada soledad de nuestros antepasados prehistóricos; las tremendas exigencias -físicas, psicológicas- de los científicos -glaciólogos, meteorólogos, geólogos, vulcanólogos- de las bases polares en sus encierros prolongados; el síndrome del ermitaño, el desánimo, la desgana paralizadora de quien se ve sometido a largos períodos de aislamiento, un efecto que se detectó también tras la pandemia de covid; los problemas de salud mental y los impulsos suicidas a los que muchas veces conduce la soledad, fenómenos especialmente apreciables en los países nórdicos, con sus congeladas noches perpetuas; las singularidades culturales de los inuits (con el relato de una experiencia muy triste y conmovedora: Quince esquimales posando traídos a Europa en 1900 en un espectáculo del famoso circo de Barnum & Bailey, posando desubicados para una foto periodística en el madrileño parque del Retiro); la boda de los últimos habitantes vikingos de Groenlandia; el abominable hombre de las nieves y, con él, la realidad terrible de los monstruos, el hombre lobo, el vampiro, el Minotauro, el de Frankenstein, el hombre elefante, todos ellos aislados en su desesperada singularidad; los otros monstruos, demasiado humanos, “normales” en su cotidianidad, introvertidos, desarraigados, carentes de empatía con su soledad patológica, los asesinos en serie, los criminales nazis, los genocidas, los violadores múltiples, los psicópatas despiadados, Josef Mengele, Jeffrey Dahmer, el monstruo de los Andes, el Carnicero de Rostov, Brenda Ann Spencer, que desde la ventana de su casa disparó sin motivo ni propósito alguno, solo por aburrimiento, a sus propios compañeros de colegio (No me gustan los lunes, declaró, en frase que dio pie a una conocida canción y que ya está en la historia); los a menudo solitarios escenarios de la Navidad, con menciones a Qué bello es vivir o Love Actually; Sylvia Plath, Robert Burton y su Anatomía de la melancolía, Charles Foster Kane y su bola de cristal llena de nieve; la psicoanalista Frieda Fromm-Reichmann, y su famosa paciente, uno de los primeros casos diagnosticados de soledad patológica -El infierno es si estás congelado en un bloque de hielo-; la eficacia de los baños calientes como paliativo de la soledad y su frío helador; la trágica historia de Leonora Carrington, violada en Madrid por un grupo de requetés tras la guerra civil. 

La soledad de las Cumbres protagoniza el antepenúltimo capítulo del libro, que se abre con el recuerdo de Ötzi, habitante del 3255 antes de Cristo, su cuerpo encontrado en 1991, semienterrado en la nieve, en un valle de los Alpes austríacos. Y, una vez más, se suceden las historias: Petrarca y su “inaugural” ascenso al Monte Ventoux, anticipador, en 1336, de las aventuras de montaña; los primeros y ya legendarios alpinistas que acometieron la locura de escalar el Himalaya; las metafísicas experiencias de los modernos escaladores solitarios, Walter Bonatti, el gran Reinhold Messner, el español Ferrán Latorre; la terrible “zona de la muerte” en las ascensiones, la altura -7.500 metros en el Everest, 6.000 en el Aconcagua- a partir de la cual la vida humana deja de ser posible, pues la escasez de oxígeno en el aire mata las células humanas (en el último tramo de ascensión al Everest existen cerca de doscientos cadáveres diseminados). La piramidal forma de las montañas conecta en la imaginativa mente del escritor con el dramático hacinamiento de cuerpos humanos en las cámaras de gas de los campos de exterminio, y ello lleva a Bárcena a adentrarse en sugerentes cavilaciones sobre la pirámide social y la profunda soledad que lleva aparejada el ejercicio del poder y, por extensión, cualquier liderazgo. Y entonces el discurso salta a las estrellas de rock, los deportistas, las actrices, experimentando el desamparo, la melancolía, el inconcebible aislamiento de las anónimas habitaciones de hotel, minutos después de disfrutar del éxtasis multitudinario de los conciertos, las competiciones, la exposición colectiva en certámenes y festivales. Janis Joplin -Cada noche hago el amor con 25.000 personas en el escenario, y luego me vuelvo sola a casa-, Miley Cyrus -Cantar frente a cientos de miles de personas no es realmente lo que más me gusta (…) Te sientes aislada, porque estás frente a cien mil personas, pero estás sola-, Lady Gaga -Estoy sola. Todas las noches. Y toda esa gente se irá. Se irán y luego estaré sola. Y pasaré de que me toquen y me hablen todo el día a un silencio total-, Michael Jackson -Incluso en casa me siento solo-, afloran en el libro, que a continuación se detiene en los “juguetes rotos” del mundo del espectáculo y de la cosmopolita high life: Drew Barrymore, Macaulay Culkin, River Phoenix, sobre todo Diana de Gales (Diana in her loneliness, tituló la prensa, en los días previos a su muerte). Desde ellos, el ensayo salta a la actual necesidad de llenar nuestras vidas de “acontecimientos”, de experiencias superficiales, de viajes, de fiestas, de citas, de personas, en un paroxismo consumista, amplificado por las redes -Bárcena se detiene en comentar un vídeo de Rosalía y Rauw Alejandro, exponiendo la intimidad de su pedida de mano ante el mundo entero (¡ciento doce millones de visualizaciones en YouTube!)- que banaliza nuestra existencia y nos impide emociones, afectos, sentimientos “reales”, incapaces de vivir un vida verdadera, sumergidos en esa vorágine frenética, que, en el fondo nos aísla y nos deja insatisfechos. 

La muerte es la Terra incognita a la que se refiere la penúltima sección de Mapa de soledades. En un nuevo apunte autobiográfico, Gómez Bárcena cuenta el terror infantil a la muerte de sus padres y, con él, trae a nuestra memoria otros miedos semejantes: Era Sarah Jane agarrada al ataúd de su madre en Imitación a la vida; era TJ viendo morir a John Voigt en Campeón —«despierta, Campeón, por favor no te duermas»—; era Tarzán en Greystoke y su madre muerta con los ojos abiertos; era Piecito en En busca del valle encantado y era Bambi en Bambi y era yo, solo en mi cama, y papá y mamá bajo tierra. Con Borges, Homero y Schopenhauer el escritor formula la ecuación “muerte y sueño”, que le lleva a hablar del insomnio y de su condición de noctámbulo, garantía de soledad, la propia existencia desajustada a la del resto del mundo. Ese noctambulismo le trae a la mente los nombres de grandes noctívagos: Kafka, Drácula, Hitler, Napoleón cuya experiencia nocturna en la cámara de los faraones junto a la Pirámide de Giza es la excusa para hablar de cuevas y espeluncas, de grutas y concavidades tenebrosas, de fosas y cementerios, de pasajes y aberturas al subsuelo, entradas todas a ese mundo desconocido y solitario que es la muerte, la Terra incognita a la que aludía la leyenda que los antiguos cartógrafos medievales anotaban en los márgenes inexplorados de las tierras conocidas y que anticipaba monstruosas amenazas: Hic sunt dracones. La muerte de los seres queridos -sus casas llenas de objetos carentes ya de sentido-; los fallecidos que “reaparecen” como fantasmas, esos entes solitarios; la niña Omayra, su agónica muerte retransmitida al mundo entero; los marineros del submarino Kursk; las cartas de despedida de los suicidas; la soledad de los supervivientes (con otra dramática experiencia personal vivida con su pareja -la igualmente escritora Marta Jiménez Serrano, con protagonismo también en Lo demás es aire- en un piso de alquiler con una caldera averiada). 

Y el libro se cierra con Piel, en el que explora la importancia del contacto físico para nuestro equilibrio emocional. Se parte del terrible experimento ideado y puesto en práctica por Federico II de tras ascender al trono del Sacro Imperio Germánico, aislando desde la cuna a treinta niños, sin palabras, sin gestos, para observar qué lengua acabarían hablando, en un delirante intento de investigar la lengua común y primigenia de la humanidad. Y las modernas investigaciones científicas con monos, para calibrar la necesidad de la interacción social en el desarrollo humano. Los beneficios de las terapias de piel con piel, basadas en las caricias, para el facilitar y potenciar el crecimiento físico y psicológico de los niños. El mito del andrógino, la ruptura de nuestra condición dual y el amor como permanente búsqueda de la piel, del tacto del otro que hemos perdido, desgajado de la unidad primitiva que nos constituía. La soltería, el amor romántico, los encuentros amorosos, también los suplicios de las celdas de aislamiento, de las cámaras anecoicas, el vacío y la insensibilización derivados de la falta de contacto, el tamaño de nuestra piel -casi dos metros cuadrados; el tamaño de una toalla de playa-, la superficie de piel humana -unos 3.500 kilómetros cuadrados, el tamaño de la isla de Mallorca- para cubrir y proteger y revivir a más de la cuarta parte de la población mundial que según una encuesta de Meta-Gallup realizada en 2023 en 142 países se siente sola. 

Coser una inmensa piel metafórica, he ahí el ilusionante -e ilusorio- proyecto que Gómez Bárcena expone casi al final de su excepcional libro, en un fragmento que yo también os dejo para poner fin a esta muy larga reseña. Hay algunas referencias musicales en el libro, y muchas más, centenares, fuera de él, con la soledad como tema. En paralelo a esta reseña os invito a visitar el blog de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com, en el que he dedicado hasta cinco programas a presentar significativos fragmentos de Mapa de soledades, envueltos en canciones que tienen a la soledad como centro principal. Ahora, he elegido una de ellas como acompañamiento musical a mis comentarios. Se trata de un clásico de la música brasileña, Triste, de António Carlos Jobim -Triste é viver na solidão (triste es vivir en soledad)-, en una versión de la que acaban de cumplirse cincuenta años, la del disco Elis & Jobim, una maravilla grabada por el compositor junto a la gran Elis Regina. 


La experiencia de soledad de tantos hombres y mujeres, unidos gracias al milagro cotidiano de la costura. Al fin y al cabo eso es lo que hacemos para luchar contra la soledad no deseada. Coser nuestra piel a la piel de los otros. Buscar el retal con el que creemos encajar; el trocito de lienzo al que anhelamos pertenecer. Nuestra aguja y nuestro hilo puede ser el lenguaje. Tejemos palabras para formar parte de la experiencia de los otros. Con ellas bordamos puentes, ideas compartidas, sueños comunes. Acaso sea esto lo que he intentado hacer en estas páginas. Emplear el hilo de las palabras para zurcir experiencias ajenas, hasta inventar un lugar que no existe. Un paisaje en el que la soledad de Ovidio o de Carrington o de Quiroga puedan trenzarse y confundirse en una sola. Me pregunto qué pensarían los personajes que pueblan este libro si pudieran cerrar los ojos en la eternidad y abrirlos de nuevo a la vida. Qué sería para ellos reconocerse juntos, en esta fotografía de grupo que jamás fue tomada. ¿Se sentirían más solos o menos solos?

Videoconferencia
Juan Gómez Bárcena. Mapa de soledades