Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de octubre de 2025

BYUNG-CHUL HAN. LA CRISIS DE LA NARRACIÓN; LA AGONÍA DEL EROS

Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca del que este blog es reflejo, acomoda su emisión de esta semana, siguiendo una pauta muy frecuente en el programa, que a menudo aprovecha determinadas razones de oportunidad como criterio para seleccionar los libros reseñados -junto al objetivo de la calidad e interés intrínsecos de la obra y al subjetivo de mi entusiasmo personal por ella-, a la inminente entrega de los Premios Princesa de Asturias correspondientes al año 2025, cuya ceremonia oficial de reconocimiento a los galardonados tendrá lugar pasado mañana, viernes 24 de octubre, en el Teatro Campoamor de Oviedo. En la categoría de Comunicación y Humanidades, la distinción ha recaído este año en el pensador alemán de origen surcoreano Byung-Chul Han. Un jurado compuesto por Irene Cano Piquero, Victoria Cirlot Valenzuela, Estrella de Diego Otero, Taciana Fisac Badell, Santiago González Suárez, Álex Grijelmo García, Alma Guillermoprieto, Miguel Ángel Liso Tejada, Catalina Luca de Tena y García-Conde, marquesa del Valle de Tena, Cristina de Middel Puch, Miguel Ángel Oliver Fernández, Carmen Riera i Guilera y Diana Sorensen, presidido por Miguel Falomir Faus, y actuando como secretario Óscar Loureda Lamas, nombres reconocidos y de prestigio en los ámbitos de la academia, la literatura, la crítica, el arte, la fotografía, la investigación, el periodismo o la empresa, decidió conceder el premio a Han por, según reza el acta, su brillantez para interpretar los retos de la sociedad tecnológica. Su obra revela una capacidad extraordinaria para comunicar de forma precisa y directa nuevas ideas en las que se recogen tradiciones filosóficas de Oriente y Occidente. El análisis de Han resulta sumamente fértil y proporciona explicaciones sobre cuestiones como la deshumanización, la digitalización y el aislamiento de las personas. Su mirada intercultural arroja luz sobre fenómenos complejos del mundo contemporáneo y ha encontrado un amplio eco entre público de diversas generaciones

Byung-Chul Han, nacido en Seúl en 1959, estudió Literatura Alemana y Teología en la Universidad de Múnich, y Filosofía en la Universidad de Friburgo, donde se doctoró en 1994 con una tesis sobre Martin Heidegger. Ha sido docente en la Universidad de Basilea y profesor de Filosofía y Estudios Culturales en la Universidad de Bellas Artes de Berlín, después de haber ejercido en la Escuela Superior de Diseño de Karlsruhe. Dentro de lo minoritario de su dominio académico, se trata de un filósofo que podríamos denominar popular, un “pensador de moda”, presente con frecuencia en los medios de comunicación, en las revistas y espacios culturales, y cuyos libros, traducidos a numerosas lenguas, muy premiados e, igualmente, muy citados, obtienen una extraordinaria repercusión de crítica y, con matices, también de público. Es, además -y quizá esta circunstancia contribuya también a su relativo “estrellato mediático”- un autor inusualmente prolífico, con más de una treintena de obras publicadas (un cálculo que hago en el momento en que encaro esta reseña; dada su productividad no sería de extrañar que pronto la cifra crezca). 

La anterior mención a los “matices” tiene que ver con el hecho de que estamos ante obras que, pese a la acostumbrada brevedad del autor y a un cierto didactismo en su escritura sencilla y diáfana compatible con la profundidad y la abundancia en ella de referencias literarias y filosóficas, no siempre resultan de fácil lectura. En cualquier caso, y como aviso a navegantes, quiero dejar claro desde el principio que adentrarse en su obra exige un cierto nivel básico de cultura filosófica y, sobre todo, supone la voluntad de llevar a cabo un esfuerzo de lectura reflexiva, intensa, profunda y demorada para poder familiarizarse con las categorías intelectuales, la terminología y las ideas del pensador alemán, y, por tanto, poder comprender en detalle las sugerentes y a veces intrincadas tesis que expone. Si es así, si encaramos sus libros pertrechados del ánimo y la resolución necesarios para afrontar párrafos que hay que leer más de una vez, de una extrema atención para poder captar el sentido de la a veces abstrusa jerga utilizada, y de la suficiente paciencia como para no desanimarse ante la densidad conceptual y las remisiones a ensayos de otros pensadores habitualmente herméticos, aseguro horas de lectura fructífera, muy interesante y -pese a lo aparentemente paradójico de la afirmación- altamente placentera. 

En junio de 2023 yo presenté en Todos los libros un libro un espacio monográfico dedicado a Han, en el que os recomendaba la lectura de tres de sus títulos más interesantes, quizá los más conocidos: Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, que vio la luz en nuestro país en 2022 y en el que analiza cómo el frenesí comunicativo e informativo en que se han convertido nuestras vidas, se ha apoderado también de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático. La democracia está degenerando en infocracia, como tesis de fondo; No-cosas, de 2021, una locución que hace referencia a objetos que carecen de presencia física, pero que tienen, sin embargo, una gran importancia en nuestra vida cotidiana, siendo los datos su ejemplo paradigmático en la era digital en la que vivimos, convertidos en una especie de moneda de cambio, pues entregando información personal, como nuestro nombre, dirección de correo electrónico, gustos y preferencias, podemos acceder a servicios gratuitos en línea, como el correo electrónico, las redes sociales y las plataformas de vídeo, sin ser conscientes de que, al proporcionar esa información, estamos creando una “no-cosa” que puede ser utilizada para fines que no siempre son transparentes o éticos; y La sociedad del cansancio, cuya primera edición en español es de 2012 y en la que se estudia cómo la constante demanda de rendimiento, la falta de tiempo para la reflexión y la contemplación, la permanente obligación de estar ocupados y disponibles de continuo que nos imponemos a nosotros mismos, la autoexplotación y la consunción emocional, la actividad incesante y el inclemente grado de exigencia al que nos sometemos, la búsqueda desaforada de positividad y superación personal, propias de los tiempos actuales, están provocando el agotamiento del ser humano, produciendo en nosotros altos niveles de estrés, ansiedad y depresión, e impidiéndonos encontrar un sentido de satisfacción duradera y de bienestar. Os remito a mi canal de YouTube y al blog del espacio por si queréis recuperar mis comentarios sobre esos tres muy sugestivos libros. 

Para celebrar ahora la concesión del Premio Princesa de Asturias os traigo otras dos obras del surcoreano, también muy apreciables y que, de un modo general, comparten los rasgos más destacados -y también, por ello, los más “identificativos”- del universo Byung-Chul Han, La crisis de la narración y La agonía del Eros, ambos editados por Herder (que alberga en su catálogo una veintena de títulos del autor) en 2023 y 2017 respectivamente. Antes de su análisis pormenorizado quiero presentar algunas de esas claves generales sobre las que giran -con distintas modulaciones, pero con un indudable eje común- las preocupaciones intelectuales del premiado y que, como es obvio, aparecen recogidas en sus publicaciones. 

El mundo de Byung-Chul Han, muy reconocible en cuanto el lector se adentra en cualquiera de sus obras, es un territorio en el que se cruzan la filosofía, la crítica cultural y el análisis de la realidad contemporánea; un ámbito que, en el discurso del pensador, se recorre con un muy perceptible tono elegíaco, de lamento por lo que las transformaciones radicales que nuestros acelerados, vertiginosos, superficiales, narcisistas, ansiosos, uniformizados, consumistas, “datificados”, hiperconectados, tecnológicos y digitalizados tiempos están provocando en el trabajo y el ocio, la educación y la medicina, el comercio y los transportes, el consumo y la cultura, las relaciones personales y las costumbres cotidianas, haciéndonos perder, o debilitando gravemente, nuestra tradicional vivencia de la racionalidad, la mesura, el sosiego, el misterio, la palabra, la conversación, el debate, la atención, el deseo y el amor, la idea de belleza, los rituales, el pensamiento profundo, la conciencia, el sentido, la democracia misma. 

Y es verdad que, en cierto modo, Byung-Chul Han escribe siempre el mismo libro, o más exactamente, variaciones, desde enfoques diversos y con sutiles diferencias, de un mismo núcleo de preocupaciones, casi podríamos decir de obsesiones. Pero esos asuntos que examina y disecciona con pulcritud y rigor extremos son tan interesantes que no nos importa volver sobre ellos -al menos eso me ocurre a mí- en sus diferentes libros. Es el caso, por ejemplo, de la idea de la servidumbre voluntaria, del paso de la disciplina represiva a la autoexplotación aceptada, de la evolución de un mundo del “deber” a otro del “poder”, del salto de una sociedad disciplinaria a la actual sociedad del rendimiento, en la que, azuzados por la promesa de la realización personal, nos sometemos de continuo a tareas, exigencias, obligaciones, metas e imposiciones, supuestamente de libre elección pero que, ante la objetiva imposibilidad de su consecución, generan ansiedad, agotamiento, frustración y culpa al asumir el fracaso como déficit individual (cada individuo concebido como empresario de sí mismo y gestor de su marca personal) y no como conflicto social (“no he logrado el éxito, ergo soy culpable de falta de esfuerzo, de disciplina, de dedicación, de entrega, de trabajo”). 

Es reiterada también en Han la idea según la cual, la obligación -el mandato- de ser positivos, permanentemente disponibles y “transparentes”, provoca nuestra exposición continua, nuestra indiscriminada visibilidad, la desaparición del secreto y la distancia. La sociedad contemporánea, nos dice, no tolera la negatividad -el silencio, la ausencia, el misterio- obsesionada con la visibilidad total. Todo debe mostrarse, comunicarse, compartirse. Vivimos -y no resulta difícil estar de acuerdo con el lúcido vislumbre del pensador- una dictadura de la transparencia en la que la opacidad o el secreto resultan sospechosos. Ahogados en un exceso de información, perdemos no solo privacidad sino también profundidad. Desaparece la palabra valiosa, significativa -como luego veremos a propósito de La crisis de la narración- y por tanto la posibilidad de auténtica comunicación y de la hondura y el sosiego en el pensamiento. 

Igualmente, el nuevo Premio Princesa de Asturias explora en sus textos -en un eje ya muy transitado por otros pensadores- el fenómeno de la captura de la atención y el deseo a través de plataformas que perfilan, predicen, orientan y, por tanto, prefiguran nuestras conductas, en una dramática paradoja según la cual nos sentimos libres mientras seguimos el rígido y predeterminado guion de los algoritmos. El poder ya no necesita disciplinar cuerpos ni vigilar conductas, sino que “dirige” desde dentro las emociones, deseos y decisiones de los individuos. La economía de los datos funciona como una captura programada de la interioridad. El control ya no necesita imponerse, se nos ofrece como servicio, como optimización de la experiencia. En consecuencia -y aquí encontramos otro tema habitual en su obra-, asistimos a una igualadora y reduccionista homogenización -o expulsión de la alteridad- (piénsese, entre infinidad de otros posibles ejemplos, en la generalización de los tatuajes, signo, en origen, de singularidad diferenciadora y elemento, actualmente, de la uniformización más banal y gregaria, por repetida) en la que no hay cabida para lo distinto, para las ideas, comportamientos, discursos, planteamientos que supongan crítica, resistencia, discrepancia, empobreciendo así la experiencia, que se hace uniforme, neutralizadas las fricciones, las voces discordantes, los enfoques “divergentes”. Lo diferente, lo extraño, lo que no encaja con la lógica de lo igual y lo intercambiable, tiende a ser mitigado o anulado. Las redes sociales representan la manifestación más cruda de esta dinámica: algoritmos que nos devuelven sólo lo que refuerza nuestra identidad, comunidades cerradas donde todo confirma lo que ya pensamos. 

Denuncia también Han -aunque no sé si es el término correcto: no hay en sus textos proclamas revolucionarias, ni enardecidos llamamientos a la rebelión, sino sobria exposición de los hechos- la fragmentación como rasgo dominante de nuestros días, la “atomización” del tiempo, la ausencia de orientación vital, de un relato explicativo global, limitadas nuestras existencias a una sucesión de “puntos”, experiencias y sucesos inconexos con las consiguientes pérdida de sentido y sensación de vacío existencial, al privar a la vida de continuidad narrativa, convertida en una sucesión de eventos instantáneos sin hilo conductor. 

Otro tanto ocurre con la desaparición de los rituales como forma de habitar la sociedad. Lejos de la versión moderna y desacralizada de los rituales como supersticiones arcaicas, Han los interpreta como recursos capaces de crear lazos sociales y de dotar de significación a nuestra vida. Sin ellos, solo quedan procedimientos, actos sin sentido, por lo que su abandono contemporáneo está provocando el pago de un alto precio en términos de individualismo, desarraigo, soledad y pérdida del sentimiento de comunidad. 

En sus libros aparece también con frecuencia un aspecto del diagnóstico de la sociedad contemporánea que detecta en ella la búsqueda ciega del placer y la constante evitación del dolor, de la frustración, de los obstáculos; finalidad loable en sí, pero que llevada a la desmesura, como hoy ocurre, rebaja nuestra resistencia al fracaso, debilita nuestra resiliencia, reduce nuestro umbral de resistencia ante los reveses, los sinsabores, las dificultades. Y, de un modo conceptualmente cercano, hay una constatación de la necesidad compulsiva que hoy se percibe por la perfección, por una belleza idealizada y aséptica, pura, lisa, retocada, en la que no cabe el error, la fealdad, el defecto, la deficiencia, la tara o el lunar, la sombra. 

Como puede deducirse de este repaso apresurado de los grandes ejes de la obra de Byung-Chul Han, la fotografía de la sociedad actual que ofrecen sus libros nos muestra un panorama algo desolador, caracterizado por el cansancio permanente; el desasosiego existencial; la desaparición de la intimidad; la aceptación muchas veces inconsciente del dominio y el sometimiento, del sojuzgamiento y la sumisión; la renuncia al saber, la experiencia y el conocimiento; la pérdida de la alteridad en un mar de indiscriminada uniformización; la entrega acrítica y ciega a la diversión efímera y trivial; la superficialidad banal; la volatilización de los rituales; el rechazo, y por lo tanto, la imposibilidad de una ordenación coherente y regulada de hechos e ideas. 

Precisamente este enfoque melancólico, esta visión pesimista y nostálgica, que dibuja un presente caracterizado de manera marcadamente negativa y parece añorar un pasado que de modo implícito se idealiza, ha provocado algunas de las críticas que suscita su obra en determinados círculos académicos (y que uno mismo, lector normal alejado de esos ámbitos más o menos expertos, puede compartir al leer sus libros). Al adentrarse en sus páginas, al lector le acomete una cierta sensación de pesimismo, de catástrofe apocalíptica, que se aviene de modo idóneo con esa condición de “profeta del desastre” con la que ha sido calificado el surcoreano por sus detractores. En este mismo sentido, y en relación con las objeciones que se han planteado a su obra, se le achaca falta de rigor, pues desde ciertos sectores universitarios se considera que Han no desarrolla sus argumentos con suficiente profundidad teórica ni respaldo empírico, recurriendo a menudo a generalizaciones sin datos sólidos. En mi particular recorrido por sus libros, no siendo especialista, obviamente, en este dominio del saber, ni estando acostumbrado tampoco a la lectura de textos filosóficos más o menos canónicos, el posible reparo es justo el contrario: como ya he adelantado, y tendré ocasión más delante de volver a comentar a propósito de los dos libros de esta tarde, el hecho de que, en más de una ocasión, Han construya su discurso como una glosa a la obra de distintos filósofos clásicos (Walter Benjamin, Lacan, Foucault, Hannah Arendt, Kant, Péter Nádas, Jean Baudrillard, Martin Heidegger, Paul Virilio o Roland Barthes, entre otros muchos), entorpece en parte la lectura por parte del profano (que desconoce esas fuentes), lo que es compatible -al menos en mi experiencia- con la claridad expositiva y la comprensión -en su núcleo esencial- de las tesis sostenidas por el autor, más allá de las “oscuridades” que provocan las siempre enrevesadas citas académicas y doctrinales y lo arduo y abstruso, a veces, de su peculiar vocabulario. 

Hay otros elementos, muy notorios en la obra del surcoreano, que han provocado también un cierto rechazo crítico: el supuesto simplismo de sus propuestas, que a menudo formula contraponiendo pares de ideas (“positividad frente a negatividad”, “transparencia frente a secreto”, “rendimiento versus disciplina”, entre decenas de ejemplos), de forma demasiado esquemática y simplificadora de fenómenos sociales complejos, al decir de los analistas más juiciosos, pero que contribuye a su mejor comprensión por un lector “normal”; la muy frecuente repetición de ideas, que, como una lluvia fina, se presentan y reaparecen una y otra vez de un libro a otro, con reiteración y sin una significativa evolución conceptual; su argumentación aforística, hecha a base de metáforas, de conceptos clave -que se subrayan con el uso de la cursiva, en un recurso abusivamente utilizado por sus seguidores, confesos o no (últimamente, no paro de leer, en prensa y revistas culturales, artículos “byungchulhanianos”)-, hasta el punto de provocar que se le califique como escritor de aforismos, alejado de la figura del filósofo sistemático; y, en el mismo sentido, se critica su estilo excesivamente literario, que prioriza la forma sobre el contenido, ofreciendo una prosa efectivamente elegante, pero a veces vacía de sustancia argumentativa rigurosa. 

Sin embargo, estos elementos más o menos denostados de su obra (en síntesis, la nitidez de su escritura, su fácil accesibilidad y la relativa falta de empaque de sus tesis) son, por el contrario, los que permiten su comprensión y su disfrute, también la invitación que contiene a explorar las posibilidades de ulterior reflexión por parte de este lector convencional al que vengo refiriéndome y del que yo mismo creo poder resultar representativo. La escritura de Byung-Chul Han me parece sumamente sugestiva, riquísima de ideas, muy estimulante en su apertura a infinidad de hilos, pese, insisto una vez más, a una relativa complejidad que obliga -¡bienvenidos sean!- al sosiego y la tranquilidad de la lectura. 

Todas estas generalizaciones en torno a la obra del filósofo germano-coreano, están presentes, en distinta medida, en los dos libros de los que quiero hablaros esta tarde con un cierto detalle. Empiezo, en primer lugar, por el más reciente de ambos, La crisis de la narración, publicado, como ya he señalado, por Herder en 2023 con traducción de Alberto Ciria. El libro parte de una idea en apariencia paradójica: nuestra época ha perdido la capacidad de contar historias, de hilar la experiencia en una secuencia dotada de sentido. En un mundo en el que, en muy diversos ámbitos (la cultura, la política, la educación, el arte), prospera la moda del storytelling, que es el arte de narrar historias como estrategia para transmitir mensajes emocionalmente, en una realidad social plagada de narrativas, vivimos un vacío narrativo. El análisis -el lamento- de Han por la crisis a la que de manera categórica alude abiertamente en el título, no se refiere a un mero y superficial cambio en el estilo narrativo o a una mutación estética externa, sino a algo mucho más profundo, a una fractura en el modo en que los seres humanos construyen su identidad y su memoria. La narración no es un adorno literario, es el tejido básico de la experiencia. Sin relato, no hay continuidad del yo, ni memoria compartida, ni cultura transmitida y sí, por el contrario, desorientación y carencia de sentido. La crisis de la narración equivale, entonces, a una crisis de la experiencia humana misma. El libro la estudia recorriendo, con ayuda de numerosos textos de algunos de los filósofos ya mencionados, asuntos tan sugestivos como las diferencias entre narración e información, el papel de la memoria, las transformaciones inducidas por la digitalización, y las consecuencias existenciales y sociales de vivir sin relatos. 

El núcleo central del análisis de Byung-Chul Han reside en la oposición entre narración e información, en otro de sus habituales juegos dualistas. En apariencia, y a ojos de un ciudadano “normal”, se trataría simplemente de dos distintas formas de comunicación. Sin embargo, bajo la lupa minuciosa del filósofo, que disecciona con meticulosidad y precisión extremas cada idea, cada concepto, cada manifestación de la realidad, en el fondo son dos maneras radicalmente diferentes de percibir y organizar la existencia. La narración implica duración, requiere un inicio, un desarrollo y un desenlace, y, por tanto, da por hecho que lo vivido no se agota en el mero instante, sino que se reelabora y se transmite, se cuenta. La narración construye así un 'hilo' que une los momentos dispersos en una secuencia comprensible. Ese hilo, invisible pero resistente, da continuidad a la vida, proporciona sentido. La narración implica que lo vivido puede integrarse en la memoria y convertirse en experiencia compartida. Cuando contamos lo vivido, lo organizamos, lo entendemos y le damos un sentido. De ese modo la vida no se reduce a un cúmulo de sucesos inconexos, sino que adquiere forma y continuidad. 

La información, por el contrario, no construye duración alguna sino que, efímera, se disuelve en el presente absoluto. Es un dato puntual, un impacto que aparece y desaparece. No se organiza en un relato, no se acumula en memoria, no se integra en la experiencia. La información es siempre nueva y, por eso mismo, obsoleta al instante siguiente. La información es aditiva y acumulativa. No transmite sentido, mientras que la narración está cargada de él. Sentido significa originalmente dirección. Así pues, hoy estamos más informados que nunca, pero andamos totalmente desorientados. Además, la información trocea el tiempo y lo reduce a una mera sucesión de instantes presentes. La narración, por el contrario, genera un continuo temporal, es decir, una historia

Hasta hace poco tiempo, las narraciones nos asignaban un lugar y hacían que estar en el mundo fuera para nosotros como estar en casa, porque daban sentido a la vida y le brindaban sostén y orientación, tenían peso, suponían “verdades”. En cambio, en nuestra moderna contemporaneidad, las narrativas aligeradas, intercambiables y devenidas contingentes, es decir, (…) las micronarrativas del presente (…), carecen de toda gravitación y de toda pretensión de verdad

Desde esta perspectiva, en la singular dicotomía de Han, la narración se muestra como una forma conclusiva, un orden cerrado, que, como he indicado, da sentido y proporciona identidad. En lo que él llama la Modernidad tardía, en la era posnarrativa en la que estamos instalados, fugaz, superficial, ligera, líquida y fluctuante, sin peso, en el arrasador tsunami informativo que nos lleva por delante, seguimos necesitando narraciones conclusivas, que expliquen y doten de significación a nuestras existencias; de ahí el auge de las pseudonarrativas de los populismos, los nacionalismos, las extremas derechas y los tribalismos, incluidas las narrativas conspiranoicas, que aparecen como ofertas de sentido e identidad, carentes, sin embargo, de verdadera fuerza de cohesión. 

Las narraciones son -¿eran?- generadoras de comunidad, son siempre colectivas, transmiten valores, tradiciones, recuerdos. En la narración oral de los pueblos, en la literatura o en el cine, encontramos vehículos de memoria cultural que permiten a las comunidades sobrevivir en el tiempo. Sin narración, las culturas se desmoronan, porque ya no tienen un mecanismo de transmisión de sentido. El storytelling, por el contrario, solo crea communities. La community es la comunidad en forma de mercancía. Consta de consumidores. Ningún storytelling podrá volver a encender un fuego de campamento, en torno del cual se congreguen personas para contarse historias. Hace tiempo que se apagó el fuego de campamento. Lo reemplaza la pantalla digital, que aísla a las personas, convirtiéndolas en consumidores. Los consumidores son solitarios. No conforman ninguna comunidad. Ni siquiera las stories o historias que se publican en las plataformas sociales pueden subsanar el vacío narrativo. No son más que autorretratos pornográficos o autoexhibiciones, una manera de hacer publicidad de sí mismos. Postear, darle al botón de «me gusta» y compartir son prácticas consumistas que agravan la crisis narrativa

El capitalismo recurre al storytelling para adueñarse de la narración. La somete al consumo. El storytelling produce narraciones listas para consumir. Se recurre a él para que los productos vengan asociados con emociones. Prometen experiencias especiales. Así es como compramos, vendemos y consumimos narrativas y emociones. Stories sell, las historias venden. Storytelling es storyselling, contar historias es venderlas. Espero que se disculpe la larga cita por su extraordinaria significatividad. 

En una realidad en la que la información nos inunda y sobrepasa, en la que el individuo acumula datos sin cesar, tal exceso se convierte en ruido, carecemos de mecanismos para integrar en un relato unas tan altas dosis de saturación informativa. Una batallita personal traída a colación de este asunto: cada cierto tiempo me escribe Filmin (más exactamente su algoritmo), comprensivo: ¿Te pierdes entre tanto contenido? He ahí un signo de nuestro tiempo y una magnífica síntesis del estado del mundo que describe, en relación con la información, Byung-Chul Han. 

No hay tiempo para profundizar más en el libro, pues quiero dejar también algún apunte sobre mi otra propuesta de esta tarde. Baste decir que, partiendo de este núcleo esencial, La crisis de la narración, reflexiona sobre muchas otras cuestiones adyacentes a la principal. Es el caso de ideas como la instantaneidad y la distancia, la escucha y la atención, la hiperactividad y el aburrimiento; la pobreza de la experiencia; el presentismo desaforado; la imposible felicidad en el paroxismo de la actualidad, la renuncia a la herencia de la humanidad y el descrédito de la tradición; la desintegración del tiempo convertido en un eterno presente; la pobre realidad del phono sapiens con su necesidad constante de likes; la importancia de la memoria humana, selectiva y narrativa, frente a la digital, que procede por acumulación de fragmentos; la cuantificación de la vida; el sentido narrativo -el sentido, a secas- de fiestas, rituales y celebraciones; la histeria por la salud y la optimización; el aterrador vacío vital que intentamos disimular con nuestra hiperconexión; la desaparición de la mirada, ahogada en un solipsismo narcisista; el desaforado consumo de series -el espectador cebado cual ganado-; el desencantamiento del mundo; la desaparición de la magia infantil (Hoy se ha profanado a los niños y se los ha convertido en seres digitales. Mengua la experiencia mágica del mundo. Los niños van buscando informaciones como si estas fueran huevos de Pascua digitales); la dictadura de los datos y la correspondiente volatilización de la teoría, del relato, de la explicación (La teoría como narración esboza un orden de cosas que las pone en relación y, de este modo, explica por qué se comportan así. Desarrolla asociaciones conceptuales, que nos permiten comprender las cosas. A diferencia de los macrodatos, nos ofrece la forma suprema de conocimiento, que es la comprensión); la poesía y las certezas; la espera, la paciencia, la secuencia, el silencio y la atención, requerimientos de lo narrativo, frente a la interrupción y la dispersión constantes consustanciales a la aceleración digital; la biografía como relato frente al yo discontinuo; la narración como curación, como catarsis, como reconciliación (El sufrimiento, narrado, se convierte en experiencia compartida y se hace más soportable), a partir de un texto de Walter Benjamin (El niño está enfermo. La madre lo lleva a la cama y se sienta a su lado. Y entonces comienza a contarle historias». Narrar cura, porque relaja profundamente y crea un clima de confianza primordial. La amorosa voz maternal sosiega al niño, le mima el alma, fortalece su cariño, le da sostén); la pequeña Momo, de Michael Ende, capaz de curar a las personas solo con escucharlas; entre otros muchos asuntos de interés que aparecen entre menciones, muy bien traídas, a Black Mirror, La náusea de Sartre, el Ensayo sobre el jukebox de Peter Handke, el icónico artista contemporáneo Jeff Koons (Lo único que Koons le pide a quien contempla sus obras es un simple «Wow!»), la magdalena de Proust, la muy completa glosa de un espléndido cuento de Paul Maar, autor de libros infantiles. En fin, una obra muy sugestiva y altamente recomendable que finaliza con un dictamen esperanzador: Vivir es narrar. El hombre como animal narrans se distingue del animal en que, al narrar, realiza nuevas formas de vida. En la narración anida la fuerza de los nuevos comienzos. Toda acción transformadora del mundo se basa en una narración. Un mensaje que suscribo íntegramente. Narrar se convierte en un acto de resistencia frente a la totalitaria lógica digital. Escribir diarios; leer novelas extensas; escuchar historias; “perder el tiempo” haciendo reseñas interminables que pretenden profundizar -con más o menos éxito- en un libro; dar clases estructuradas, bien argumentadas, persuasivas, que induzcan a la reflexión; intentar desentrañar, con precisión, los matices de cada idea e intentar transmitirlos de un modo ajustado, ordenado, coherente, dotado de sentido, son prácticas a contracorriente que constituyen, sin embargo, a mi juicio, un muy recomendable gesto contracultural en esta vertiginosa época de dispersión continua. Narrar es, quizá, la condición para sobrevivir en una época saturada de información pero vacía de sentido. 

Muy estimable es, también, mi segunda y última propuesta de esta tarde. La agonía del Eros, un libro publicado por Herder, ya se ha dicho, en 2017, con traducción de Raúl Gabás y Antoni Martínez Riu y un entregado, iluminador y algo egocéntrico prólogo de Alain Badiou, el muy longevo filósofo francés. La tesis central del breve ensayo (escasas sesenta páginas si descontamos el mencionado preámbulo, trufadas de las consabidas referencias culturales “marca de la casa” del filósofo: la película Melancolía, de Lars von Trier, el Tristán e Isolda wagneriano, el cuadro Los cazadores en la nieve de Pieter Brueghel, la bellísima Ofelia de Millais, 50 sombras de Grey, entre otras muchas más “académicas”), es que vivimos en una sociedad donde el Eros, entendido como apertura al otro, como tensión erótica hacia lo distinto, se encuentra en agonía, debilitado por un régimen de positividad, de narcisismo y de autoexplotación. El amor, considerado no en el sentido del romanticismo convencional, “barato”, que prolifera en nuestras sociedades, ni siquiera concebido como un noble pacto de coexistencia agradable entre dos personas, sino desde la perspectiva más intensa de entre todas las posibles, como entrega radical al otro, está amenazado, quizá muerto, en cualquier caso seriamente enfermo -agónico, si nos guiamos por el título del libro- a causa de una realidad -la del capitalismo globalizado que enmarca nuestros días- caracterizada por el individualismo, el sometimiento al mercado y la lógica del interés. 

Esta mención al “otro” y su posición de privilegio en la relación amorosa constituye el elemento decisivo para caracterizar al amor y para diferenciarlo -en el ya reiterado juego de dualismos de Han- de sus sucedáneos domesticados actuales. El otro, la alteridad, la distancia, el repliegue de propio yo (hay que tener el coraje del anonadamiento de sí mismo para poder descubrir al otro). El Eros requiere distancia, misterio y negación; necesita del otro en tanto otro. Pero la cultura de la positividad, del consumo inmediato de imágenes y cuerpos, disuelve esa alteridad y convierte el deseo en mero consumo. En lugar de relaciones eróticas, tenemos vínculos narcisistas, espejos que nos devuelven lo mismo que queremos mostrar, sin profundidad ni riesgo. El resultado es un deseo domesticado, que nunca se abre realmente a la transformación que trae consigo el encuentro con lo “irreductiblemente otro”. 

Porque, en sentido contrario a los valores que respiramos a diario, el Eros no es posesión inmediata, sino búsqueda, movimiento, escalera hacia lo absoluto (como en el brillante aforismo cuya autoría desconozco y no logro localizar -sin duda un hombre-: “lo mejor de hacer el amor a una mujer es el momento en que subes las escaleras de su casa”). Eros es, en ese sentido, carencia, falta, tensión hacia lo que no se tiene, indefinición. No es satisfacción, es deseo de algo que permanece inaccesible. No es por tanto, y así lo corrobora la tradición filosófica, sólo el amor carnal o sexual, sino la fuerza que impulsa al ser humano a salir de sí mismo, a buscar lo otro, a trascender la clausura del yo. Eros es el impulso hacia la belleza y la verdad, es el atrevimiento y el exceso, es la transgresión que rompe los límites de lo útil, de lo sensato, de lo razonable, de lo elegido. El pesimista diagnóstico de Han se vincula estrechamente con la idea de la sociedad del narcisismo, la transparencia, el consumo y la pornografía. El yo contemporáneo no se orienta hacia lo otro, sino hacia sí mismo. Las redes sociales son un laboratorio privilegiado al ser plataformas donde el sujeto produce y consume su propia imagen, buscando validación constante (de nuevo los likes). El Eros, que debería ser apertura hacia el otro, queda degradado a autoerotismo narcisista. 

Hay aquí, en este enfoque, un elemento significativo que lo diferencia de otras análisis actuales sobre la muerte del amor. Cita Han a Eva Illouz, en su libro ¿Por qué duele el amor?, en el que sostiene que el amor perece hoy por el exceso de racionalidad, por la casi ilimitada posibilidad de elección, por las numerosas opciones que ofrece el “mercado” digital, por la compulsiva aspiración a lo óptimo, lo perfecto. No es, dice el surcoreano refutando en parte a la filósofa israelí, el exceso de oferta, la abundancia de “otros” lo que mata el amor, sino -también- la erosión del otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un excesivo narcisismo de la propia mismidad. Conecta el pensador su análisis con la presente epidemia de depresión que caracteriza las sociedades desarrolladas. Y es que la depresión es una enfermedad narcisista y, por tanto, opuesta al Eros. Éste arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera, hacia el otro, mientras que la depresión hace que se derrumbe en sí mismo. En el mundo digital que hoy nos rodea -y constituye- el otro es reducido a mero objeto de consumo, a público, a espectador, a simple espejo que devuelve al yo su propia imagen. El amor deja de ser el encuentro con alguien distinto para convertirse en un circuito cerrado de autoafirmación. Las aplicaciones de citas, por ejemplo, convierten al otro en mercancía disponible en un catálogo infinito. La relación ya no se funda en el misterio, sino en la lógica de la elección y el descarte. Como consecuencia, vivimos parejas fugaces, vínculos utilitarios, relaciones gestionadas como contratos. Este narcisismo no genera placer estable, sino vacío; el yo, encerrado en sí mismo, termina experimentando cansancio, depresión y soledad, tres grandes males de nuestro tiempo. En argumento ya presentado en otros libros, Han vuelve a describir nuestra sociedad como una 'sociedad de la positividad', del rendimiento, también del poder. Todo debe ser transparente, productivo, consumible, todo está a nuestro alcance, todo puede adquirirse. Lo negativo -el misterio, el secreto, el silencio, el “otro” radical- resulta intolerable. Y eso es, precisamente, lo que necesita el Eros, en cambio, negatividad; el amor requiere distancia, tensión, espera, incluso sufrimiento. La positividad absoluta lo destruye, porque elimina la alteridad y convierte toda relación en intercambio inmediato. La sociedad del rendimiento, dominada por el poder, en la que todo es posible, todo es iniciativa y proyecto, no tiene ningún acceso al amor como herida y pasión

Concebimos -con todos los matices que se quiera- el amor como posesión, y siempre aparece unido al conocer, al aprehender, al poseer (según los distintos grados en que manifestamos la voluntad de “hacer nuestro” al otro). Pero el Eros, nos dice el surcoreano, es desposesión, no poder; es distancia, no cercanía; es libertad, no apropiación. Eros/poder, otro de los dualismos favoritos del filósofo ahora premiado: En la relación de poder y dominación me afirmo y opongo al otro en la medida en que lo someto. En cambio, el poder de Eros implica una impotencia en la que yo, en lugar de afirmarme, me pierdo en el otro o para el otro, que me alienta de nuevo.

El amor no es disfrute, emoción controlada, buscada, consumida; el amor es herida, asalto, abismo, caída (to fall in love, como se dice enamorarse en inglés). El amor no se elige con criterios en el fondo economicistas, el amor no es una posibilidad, no se debe a nuestra iniciativa, es sin razón, nos invade y nos hiere, en cita de Emmanuel Lévinas, filósofo lituano muy querido y citado por Byung-Chul Han. Una reflexión que me trae a la memoria el conocido fragmento de Rayuela de Julio Cortázar, coincidente en esencia con dicha idea: Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al vesre. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto. El amor es exposición, desequilibrio y zozobra, impotencia, desaparición del yo, vaciamiento de uno mismo, es atrevimiento y exceso, también pasión, también dolor, también riesgo. 

El principio del rendimiento, que hoy domina todos los ámbitos de la vida, se apodera también de la sexualidad. Y el filósofo se adentra en el estudio del superventas Cincuenta sombras de Grey, en el que, bajo la apariencia de transgresión máxima, se ofrece un relación amorosa y erótica formulada como “una oferta de empleo, con sus horarios, la descripción del trabajo y un procedimiento de resolución de conflictos bastante riguroso”. En esta línea, el libro dedica una de sus secciones al porno, el cual, en aseveración categórica, es la antípoda del Eros. Aniquila la sexualidad misma. Han Introduce en su reflexión sobre el asunto otro de sus singulares y algo abstrusos planteamientos duales: secularización frente a sacralización. El porno seculariza el erotismo, lo profana, al modo en que el turismo lo hace con la peregrinación o el museo con el templo. El museo, con su énfasis en la exposición, aniquila el valor cultural implícito y es opuesto, por tanto al templo y su valor de culto; el turismo engendra “no lugares”, contrariamente a la peregrinación, que sacraliza esos lugares. La exhibición pornográfica carece de expresividad, elimina el secreto, el misterio, el carácter sagrado (del latín sacrare, y de ahí consagrar, el modo en que las cosas quedan reservadas a los dioses y, con ello, se sustraen al uso general). El capitalismo, nos dice, contribuye al progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone todo como mercancía y lo exhibe. Mientras el erotismo juega con el velo, con lo oculto, con el diferimiento, la pornografía, al mostrarlo todo, anula toda tensión. El otro se reduce a un simple objeto de consumo visual, no a un sujeto de encuentro y comunicación. De ahí que la pornografía no excite el eros, sino que lo aniquile. 

Conecta también Han el Eros con la muerte -en un “topos” muy habitual en el pensamiento contemporáneo: Freud, Bataille-. Nuestro mundo venera la salud, la seguridad, la estabilidad, en lo laboral, en lo sentimental, la “mera vida” (en categoría que centra uno de los capítulos del libro), sin sobresaltos ni excesos. Pero sin riesgo, sin transgresión, nos dice, no hay amor. El capitalismo, al absolutizar” esa “mera vida”, domestica el amor, el sexo, el deseo, para convertirlos en una fórmula de consumo, en productos sin riesgo ni atrevimiento, sin exceso ni locura. Sin muerte. El amor (…) presupone la muerte, la renuncia a sí mismo. La «verdadera esencia del amor» consiste en «renunciar a la conciencia de sí mismo, en olvidarse de sí en otra mismidad», en cita de Hegel. 

En otro breve y revelador capítulo defiende Byung-Chul Han la fantasía, indispensable en el amor y prácticamente imposible en la sobresaturación informativa contemporánea. La alta definición (High Definition) de la información no deja nada indefinido. La fantasía, en cambio, habita en un espacio indefinido. El componente, esencial, de añoranza en el deseo queda suprimido por la excesiva nitidez de la información. La “hipervisibilidad” que caracteriza nuestra sociedad, elimina la posibilidad de la imaginación (aquí, de nuevo, surge el ejemplo del porno, que al llevar al máximo la información visual, destruye la fantasía erótica. En una, como de costumbre, muy bien hilada digresión, el pensador se detiene en la noción de “cerrar los ojos”, partiendo de un relato de J.G. Ballard. Cerrar los ojos es, metafórica y paradójicamente, abrirse a los ensueños y el deseo, al espíritu y la verdad, a la belleza, y decir adiós a la realidad superficial, cambiante y falsa, propia de una sociedad de la transparencia que uniformiza y aplana, que alisa, allana y homogeniza, eliminando misterios y enigmas, aniquilando la fantasía, conduciendo a la agonía al Eros. 

Interesante es también la provocadora conexión que, ya en las páginas finales del libro, se establece entre Eros y política, y al vínculo secreto que los une en un nivel profundo. Y esa profundidad tiene que ver con una política, eso sí, que estuviera guiada, comprometida, con la intensidad que es propia del amor. La acción política como un deseo común de otra forma de vida, de otro mundo más justo, está en correlación con el Eros en un nivel profundo. Este constituye una fuente de energía para la protesta política. El impulso incontrolable, fecundo, irreductible del amor como elemento coincidente con la fuerza inspiradora que debiera nutrir, en una concepción genuina y ciertamente idealizada de la actuación política. Nada que ver, por lo tanto, con el mezquino juego de intereses, dinero, cálculo y poder de la política “real”, de todo punto antagónica al amor

Hay unas líneas también para mencionar al surrealismo, que reinventa el amor y atribuye al Eros una fuerza universal, citando Han a André Breton: El único arte digno del hombre y del espacio, el único capaz de conducirlo más allá de las estrellas […] es el erotismo. Y nos encontramos con un apartado postrero, El final de la teoría, en el que apunta algunas de las ideas que, años después, aparecerán en La crisis de la narración. Recojo, por parecerme altamente interesante, su cita de Chris Anderson, jefe de redacción de la revista Wired: Hoy en día empresas como Google, que se han desarrollado en una época de datos masivamente abundantes, no tienen que asentarse en modelos sometidos a comprobación. En efecto, no tienen que asentarse en ningún modelo. Esa cantidad inconcebiblemente grande de datos ahora disponibles hacen por completo superfluos los modelos de teoría. Con sus letales consecuencias, como apostilla el filósofo: No hay un pensamiento llevado por los datos. Sólo el cálculo es llevado por los datos. Y de nuevo, junto al lamento, la advertencia: Ante la proliferante masa de información y datos, hoy las teorías son más necesarias que nunca. Impiden que las cosas se mezclen y proliferen

El libro se cierra con una esperanzadora glosa a un pasaje de los Diálogos de Platón, que relaciona Logos y Eros, vinculando el discurso, la palabra, el pensamiento, con la seducción erótica. Os lo dejo como texto final de esta reseña. Como acompañamiento musical a mis palabras os ofrezco el precioso e intenso preludio del drama musical de Wagner, Tristán e Isolda, que suena en varios momentos significativos de Melancolía, la película de Lars von Trier. Filme y composición son utilizados por Byung-Chul Han en La agonía del Eros para ilustrar sus ideas sobre los vínculos entre amor, deseo y muerte: la música de Tristán e Isolda de Wagner [muestra] que la irrupción catastrófica de lo puramente externo, de lo totalmente otro, constituye, evidentemente, un desastre para el equilibrio habitual del individuo, pero un desastre que es también el goce del vaciamiento de sí mismo, ausencia de yo y al final también vía de salvación. La versión elegida es la de la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan en una grabación de 1984. 


En los Diálogos de Platón nos encontramos con un Sócrates que es seductor, amado y amante, que en virtud de su singularidad es llamado atopos. Su discurso (logos) se realiza como una seducción erótica. Por eso es comparado con el sátiro Marsias. Es conocido que sátiros y silenos son acompañantes de Dioniso. Según el texto platónico, Sócrates es más digno de admiración que el flautista Marsias, pues él seduce y embriaga tan solo con las palabras. Todo el que las percibe queda por completo fuera de sí. Alcibíades cuenta cómo, cuando lo oye, le palpita el corazón con mucha más fuerza que los impactados por la danza de los coribantes. Dice, además, que estos «discursos de la sabiduría» (philosophia logon) lo hieren como una mordedura de serpiente, que le arrancan lágrimas. Hasta ahora apenas se ha prestado atención al hecho sorprendente de que, precisamente, en los comienzos de la filosofía y la teoría estuvieran el Logos y el Eros enlazados en una unión tan íntima. El Logos carece de vigor sin el poder del Eros. Alcibíades confiesa que Pericles u otros buenos oradores, en contraposición a Sócrates, no logran conmoverlo ni llenarlo de inquietud. A sus palabras les falta la fuerza erótica de la seducción. 

(…) Platón da a Eros el calificativo de philosophos, amigo de la sabiduría. El filósofo es un amigo, un amante. Pero este amante no es ninguna persona externa, ninguna circunstancia empírica; es, más bien, una «presencia intrínseca al pensamiento, una condición de posibilidad del pensamiento mismo, una categoría viva, una vivencia trascendente». El pensamiento en sentido enfático comienza por primera vez bajo el impulso de Eros. Es necesario haber sido un amigo, un amante, para poder pensar. Sin Eros el pensamiento pierde toda vitalidad, toda inquietud, y se hace represivo y reactivo.

Videoconferencia
Byung-Chul Han. La crisis de la narración; La agonía del Eros 

miércoles, 15 de octubre de 2025

NEIL POSTMAN. DIVERTIRSE HASTA MORIR
 
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sale a vuestro encuentro una semana más con una recomendación de lectura que, elegida con criterios de interés y calidad objetivos; también siguiendo pautas, mucho más subjetivas, de entusiasmo personal de quien os habla, Alberto San Segundo; e igualmente, en ocasiones, acomodándonos a razones de oportunidad (normalmente las tres circunstancias dándose de manera simultánea), pretende despertar en nuestra escasa pero fiel audiencia el afán por acercarse a algún título más o menos literario (dejamos para otro día la peliaguda y probablemente irresoluble cuestión de qué se entiende por “literario”. ¿Solo la ficción? ¿La novela y la poesía? ¿También el teatro? ¿No el ensayo, el estudio histórico o la reflexión filosófica?). En el caso de esta tarde, la obra que os propongo comparece aquí porque encierra un extraordinario valor en sí misma; porque en este 2025 que se encamina a su último tercio se cumplen cuarenta años de su publicación originaria sin que desde entonces las tesis que en ella se sostienen hayan perdido, como podréis comprobar en un momento, un ápice de su vigencia; y, por último, porque sin estar su temática relacionada de manera directa y expresa con la educación, sus planteamientos sí afectan y aluden de un modo notorio a esa importante dimensión de nuestras sociedades, por lo que su elección me parece especialmente pertinente en estos días en que comienza el curso en sus diferentes niveles educativos. De este modo, además, seguimos una norma no escrita pero ostensible y muy recurrente en nuestro espacio que me lleva a traer aquí, en septiembre y octubre, al inicio de cada nueva temporada académica, libros relativos a la docencia y la educación en general; pese a que el vínculo entre mi propuesta de hoy y ese universo educativo no sea demasiado rotundo (solo uno de sus once capítulos encara de un modo frontal la temática educativa; aunque en el resto de ellos la conexión está implícita).

En 1985, Neil Postman, un ya no tan joven -había superado ya entonces los cincuenta años- sociólogo, educador, crítico cultural y teórico de los medios de comunicación estadounidense, dio a la luz Divertirse hasta morir, un libro iluminador, que no solo revela con clarividencia y agudeza extremas las claves de su época sino que, leído ahora, cuatro décadas después, se muestra como anticipador, adelantado a su tiempo, dotado su autor de una sorprendente cualidad de visionario, hasta tal punto su argumentación, clara, sencilla y accesible, aunque muy rigurosa, describe también con extraordinarias precisión y exactitud -más allá de los lógicos cambios que supone el paso del tiempo- el funcionamiento de nuestra sociedad actual. Recibido con entusiasmo en los ámbitos académicos y educativos (y con algún escepticismo por parte de la industria mediática, que le achacaba un cierto tono nostálgico y “tecnofóbico”, incluso apocalíptico -pese a sus explícitas aclaraciones en sentido contrario incorporadas al propio libro-, llegando a ser tachado de “ludita” por algunos detractores, calificación que, previendo quizá las objeciones en ese sentido, también niega de modo expreso en las últimas páginas de su obra), pronto se convirtió en un texto fundamental en los estudios de medios, la teoría de la comunicación y la pedagogía crítica. Las repercusiones del libro han sido numerosas y su influjo puede percibirse en infinidad de ensayos académicos y teóricos, obras de divulgación cultural, estudios de crítica mediática y hasta producciones audiovisuales actuales. Por citar, tan solo, los ejemplos de dos autores que han aparecido en el programa, Superficiales, el ilustrativo ensayo de Nicholas Carr, o Infocracia, de Byung-Chul Han, muestran en sus tesis el poso implícito, la huella palpable de Divertirse hasta morir

Neil Postman, nacido en 1931 en Nueva York, en el seno de una familia judía, vivió la mayor parte de su vida -falleció en 2003- en la efervescente urbe norteamericana. Licenciado en una de las universidades de la ciudad, doctorado en educación en la Universidad de Columbia, fue igualmente profesor de la Universidad de Nueva York. Discípulo de Marshall McLuhan, a quien menciona de continuo -incluso para discrepar abiertamente de él- en Divertirse hasta morir, fue autor de numerosos libros (os recomiendo también Tecnópolis, una suerte de continuación de su obra más representativa) siempre centrados en los medios de comunicación, la tecnología, la televisión y su impacto en la cultura, la política, la educación y, en general, el funcionamiento de la sociedad. 

La primera edición española del libro es de 1991, presentado por Ediciones de la Tempestad en traducción de Enrique Odell bajo el subtítulo de El discurso público en la era del “show business”. Yo lo leí, en su tercera edición de 2012, con otra portada distinta a la original. Ya entonces me entusiasmó y, releído ahora con ocasión de su cuadragésimo aniversario, esa impresión se ha visto intensificada, acrecentada por el asombro que me ha provocado su extraordinaria actualidad y lo lúcido de un discurso cuya validez resulta aún más reveladora en la era de las redes sociales, de Twitter (o como se llame), TikTok, Instagram y los memes virales. 

En el prefacio que abre el libro, que por su relevancia -y también su relativa brevedad- quiero dejaros íntegro aquí (el texto final, acostumbrado en Todos los libros un libro, se convierte hoy, así, en prologal), se establecen las claves a partir de las que Postman construye su discurso: 

Estábamos pendientes del año 1984. Cuando el mismo llegó [sic por la locución, del todo innecesaria: ¿por qué no dejarlo en “Cuando llegó”, fácilmente comprensible para el lector medio, capaz de inferir que el que llegó es 1984?; aprovecho para mencionar las carencias tipográficas y de traducción de una edición muy mejorable] sin que se cumpliera la profecía, los estadounidenses reflexivos entonaron su propia alabanza en voz baja. Se habían mantenido firmes las raíces de la democracia liberal. Dondequiera el terror hubiera cundido [sic, de nuevo por la ausencia de “que”], nosotros, al menos, no habíamos sido visitados por pesadillas orwellianas. 

Pero habíamos olvidado que al lado de la pesimista visión de Orwell había otra, un poco anterior y menos conocida, pero igualmente escalofriante: Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Contrariamente a la creencia prevaleciente entre la gente culta, Huxley y Orwell no profetizaron la misma cosa. Orwell advierte que seremos vencidos por la opresión impuesta exteriormente. Pero en la visión de Huxley no se requiere un Gran Hermano para privar a la gente de su autonomía, de su madurez y de su historia. Según él lo percibió, la gente llegará a amar su opresión y a adorar las tecnologías que anulen su capacidad de pensar [la negrita es mía, ASS]

Lo que Orwell temía eran aquellos que pudieran prohibir libros, mientras que Huxley temía que no hubiera razón alguna para prohibirlos, debido a que nadie tuviera interés en leerlos. Orwell temía a los que pudieran privarnos de información. Huxley, en cambio, temía a los que llegaran a brindarnos tanta que pudiéramos ser reducidos a la pasividad y el egoísmo. Orwell temía que nos fuera ocultada la verdad, mientras que Huxley temía que la verdad fuera anegada por un mar de irrelevancia. Orwell temía que nos convirtiéramos en una cultura cautiva. Huxley temía que nuestra cultura se transformara en algo trivial, preocupada únicamente por algunos equivalentes de sensaciones varias. Como Huxley destacó en su libro Nueva visita a un mundo feliz, los libertarios civiles y racionalistas, siempre alertas para combatir la tiranía, «fracasaron en cuanto a tomar en cuenta el inmensurable apetito por distracciones experimentado por los humanos». En 1984, agregó Huxley, la gente es controlada infligiéndole dolor, mientras que en Un mundo feliz es controlada infligiéndole placer. Resumiendo, Orwell temía que lo que odiamos terminara arruinándonos, y en cambio, Huxley temía que aquello que amamos llegara a ser lo que nos arruinara. 

Este libro trata la posibilidad de que sea Huxley, y no Orwell, quien tenga razón. 

Estoy convencido de que unas palabras como éstas, claras, sencillas, contundentes, expresadas de un modo altamente didáctico, con ese magnético recurso a la anáfora (Orwell temía…, Huxley temía) serán suficientes como para despertar en cualquiera que me lea o me escuche el interés por adentrarse, disfrutar y, sobre todo, aprender, de este libro memorable. Con una inteligentísima clarividencia, Postman supo ver, ¡¡ya en 1985!!, a partir de esa dicotomía Orwell/Huxley que impregna el libro entero, que, superadas, en términos generales, las amenazas totalitarias que habían representado el nazismo y el comunismo (de las cuales el 1984 orwelliano operaba como sagaz metáfora futurista), las sociedades occidentales se encaminaban hacia unas mucho más sutiles -y por tanto más peligrosas- formas de dominación y sometimiento a través de la omnipresencia de una tecnología -representada entonces, a esas alturas del siglo XX, por la televisión- responsable de un discurso superficial, fragmentario, efímero, insustancial e irrelevante, basado en el entretenimiento permanente y capaz por tanto de convertir en espectáculo la política, la religión, las noticias, los deportes, la educación y el comercio, reduciéndonos a un narcotizante estado de pasividad, individualismo, indiferencia y alienación. Y todo ello de un modo aparentemente “natural”, sin que haya habido protestas o la gente haya sido consciente de ello. Fascinados por el irresistible poder de la imagen, encandilados por la dosis continua de entretenimiento que nos inocula la televisión (hablo con la lógica del tiempo en que se escribió el libro; su actualización es obvia e inmediata: sustitúyase “televisión” por “internet”, “móvil” o “redes sociales”), ciegos, drogados por el moderno soma (de nuevo Huxley) tecnológico, anestesiados por la diversión continua, felices por cuanto la ausencia en nuestras sociedades formalmente democráticas de un totalitarismo intimidatorio y autoritario nos hace creer en nuestra libertad personal, los ciudadanos hemos aceptado la esclavitud eufórica y supuestamente elegida que ya había adelantado -casi cinco siglos antes- Étienne de La Boétie en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria. El resultado de todo este proceso -cuya explicación constituye la base del libro- es que somos un pueblo al borde de divertirnos hasta la muerte

Éste es, pues, el germen del que parte el libro: la televisión, tras consolidarse como medio dominante en las décadas de 1960 y 1970 (el ensayo toma como punto de partida el contexto estadounidense de los años de la presidencia de Reagan), comenzaba a transformar radicalmente la cultura política, educativa y periodística norteamericana, alterando el discurso público, banalizando la política y redefiniendo los modos de conocer y educar. El desarrollo de esta idea central se lleva a cabo en once breves capítulos -de una decena de páginas cada uno, más o menos-, y con una argumentación sólida, muy bien estructurada, de un excepcional didactismo. Postman se detiene a cada poco para resumir lo explicado hasta el momento, adelantar las líneas que desarrollará a continuación (en los dos capítulos siguientes quiero demostrar…; en capítulos subsiguientes, quiero explicar…; trataré de demostrar que…), e incorporar marcadores y organizadores del discurso del tipo: quiero terminar enfatizando tres puntos…; hay tres mandamientos…; lo que me propongo en el resto de este libro…; que permiten al lector recapitular, sintetizar lo leído, digerirlo, estructurar la información y, en consecuencia, comprender mejor -y aprovechar- los argumentos del autor. 

La tesis de fondo que vertebra el libro se sustenta en una afirmación esencial: la tecnología, los medios de comunicación, no son simples canales neutros de transmisión de información, sino formas culturales que moldean el pensamiento y determinan qué tipo de discurso es posible (como ejemplo significativo de cómo la introducción de una técnica va más allá de su utilización práctica, indica Postman: el invento de las gafas en el siglo XII no sólo posibilitó la mejora de una visión defectuosa, sino que sugirió la idea de que los seres humanos no tenían por qué aceptar como finales la herencia de la naturaleza ni los estragos del tiempo. Las gafas también refutaron la creencia de que la anatomía es definitiva, proponiendo la idea de que, tanto nuestros cuerpos como nuestras mentes, son mejorables. No creo que sea ir demasiado lejos afirmar que hay un vínculo entre la invención de las gafas en el siglo XII y la investigación sobre la división de los genes en el nuestro). En este sentido, el paso de la cultura tipográfica -la instaurada por la imprenta y basada en la palabra escrita- a la cultura audiovisual supone una auténtica mutación epistemológica (la epistemología -explica, didáctico una vez más- es una materia compleja y normalmente opaca que se preocupa por los orígenes y la naturaleza del conocimiento. La parte de su contenido que es relevante aquí es el interés que pone en las definiciones de la verdad y en la fuente de donde surgen dichas definiciones). Los medios tecnológicos no son inocuos, no suponen, tan solo, un determinado progreso técnico que permite resolver con más o menos éxito problemas preexistentes y mejorar, por tanto, la vida humana. La tecnología es una ideología, porque impone un estilo de vida, un tipo de relaciones humanas y de ideas, sobre las cuales no hay consenso, ni discusión, ni oposición, sino sólo conformidad. Cada nueva tecnología, sea cual sea -la escritura, la imprenta, el telégrafo, la televisión, internet en la actualidad, las gafas del siglo XII- conforma un nuevo modo de descubrir, construir y acercarse a la verdad (Introduciendo el alfabeto en una cultura se cambian los hábitos cognitivos, sus relaciones sociales, sus nociones de comunidad, historia y religión. Si se introduce la imprenta con los tipos movibles ocurre lo mismo. Si se introduce la transmisión de imágenes a la velocidad de la luz, se produce una revolución cultural: sin un voto, sin polémicas, sin resistencia guerrillera), convertida en una forma que nos dirige para organizar nuestras mentes e integrar nuestra experiencia del mundo [y que] se impone sobre nuestras conciencias y nuestras instituciones sociales de mil maneras. 

En la era de la imprenta, la palabra escrita favorecía la argumentación lógica, el pensamiento abstracto y la reflexión crítica. La lectura era una práctica social y política central en la formación del ciudadano ilustrado. Los debates públicos, los panfletos y los periódicos constituían vehículos esenciales del pensamiento colectivo. El ideal de la Ilustración -la emancipación a través de la razón- estaba íntimamente vinculado con la alfabetización. Por el contrario, la televisión -y el lector actual entenderá aún mejor el argumento si lo contempla a la luz de la omnipresencia de los medios digitales contemporáneos- privilegia la imagen, la inmediatez, la fragmentación y la emocionalidad. El resultado es una ciudadanía menos capaz de sostener discursos racionales y más vulnerable a los formatos del espectáculo. Este cambio no solo afecta al contenido (el debate no reside en la preterición de El Quijote, como emblema de la cultura basada en la palabra escrita y la razón, y su reemplazo por Sálvame, como símbolo de la superficialidad estupefaciente) sino a las estructuras cognitivas que lo sostienen: la atención se acorta, la memoria se fragmenta, el pensamiento crítico se debilita. La aceptación irreflexiva e incondicional de este estado de cosas por la mayoría de los ciudadanos (¿Quién, hoy en día, es capaz de prescindir del móvil en su cotidianidad? ¿Cómo haremos, en dos o tres años, para vivir sin la Inteligencia Artificial?), constituye una doble amenaza: porque hace inapreciable, en la mayor parte de los casos, el daño causado en unas mentes adormecidas, aletargadas por la sobrecarga de información irrelevante, la trivialización de la verdad y la sustitución del pensamiento por la distracción permanente; y porque imposibilita la rebeldía, pues frente al totalitarismo opresivo que de modo flagrante y obsceno, mediante la censura, la violencia y la represión, rechaza, suprime y elimina las ideas “peligrosas” y a las personas que las defienden, lo que causa dolor, sufrimiento, insatisfacción y, en ocasiones, muerte, provocando, en consecuencia, la reacción combativa -al menos entre los más valientes y comprometidos- de los manifiestamente oprimidos, esta moderna forma de sojuzgamiento, basada en sumir a sus “víctimas” en una superficial apariencia de diversión, en un estado de hedonismo permanente, las “anestesia” y las hace incapaces, por tanto, de oponerse a su propia aniquilación. Hay dos maneras de marchitar el espíritu de una cultura. Con la primera, la orwelliana, la cultura deviene en prisión; con la segunda, la huxleyana, la cultura deviene en parodia, escribe Postman en el ilustrativo capítulo final de su libro. De la injusta prisión queremos salir (y es muy poca la diferencia entre que sean ideologías de derecha o de izquierda las que inspiran a nuestros tiránicos guardianes; también en esto Postman se muestra lúcido) y lucharemos por conseguirlo al precio, incluso, de la muerte (como han demostrado tantas revoluciones que en la historia han sido); por el contrario, en la parodia, en la “broma” constante, en la diversión continua, retozamos a nuestro gusto, convencidos de nuestra irreal felicidad. ¿Pero a quién le importa lo real? ¿Quién está preparado para luchar contra un mar de diversiones? ¿A quién y cuándo nos quejamos, y en qué tono de voz, cuando un discurso serio se disuelve en risas estúpidas? ¿Cuál es el antídoto para una cultura que se consume en risas? 

Insiste Postman: Lo que Huxley enseña es que en la época de la tecnología avanzada es más fácil que la ruina espiritual provenga de un enemigo con una cara sonriente que de uno cuyo rostro exuda sospecha y odio. El corolario de su tesis, ya inquietante hace cuatro décadas, se vuelve aterrador en nuestros días: Cuando una población se vuelve distraída por trivialidades, cuando la vida cultural se redefine como una perpetua ronda de entretenimientos, cuando la conversación pública seria se transforma en un habla infantil, es decir, cuando un pueblo se convierte en un auditorio y sus intereses públicos en un vodevil, entonces una nación se encuentra en peligro; y la muerte de la cultura es una posibilidad real

En los capítulos iniciales de Divertirse hasta morir su autor, además de sentar las tesis que anteceden, hace un recorrido cronológico por los distintos medios que han conformado la cultura y el modo de pensar humanos, con tres hitos sustanciales, de los cuales los dos últimos se examinan en profundidad: el cambio de una cultura oral a una escrita mediante la creación del alfabeto en la Atenas del siglo V antes de Cristo; la invención de la imprenta en la Europa del siglo XVI; y la revolución electrónica y, en particular, el invento de la televisión en los Estados Unidos de las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado. A ello habría que añadir, ya forzosamente fuera del libro, dada la fecha de su publicación (aunque hay en él más de una mención, como siempre perspicaz, acertada y anticipadora, a los ordenadores, de uso entonces incipiente), la irrupción generalizada en los años 2000 de internet, los teléfonos móviles -me resisto a llamarlos inteligentes- y las redes sociales. 

La aparición de la escritura trajo una revolución perceptiva: un desplazamiento del oído al ojo como órgano principal del procesamiento del lenguaje. El hecho de poder ver nuestras propias palabras, en lugar de solo escucharlas, creó una nueva concepción del conocimiento y dio un nuevo sentido a la inteligencia y el pensamiento. Al congelar, plasmado en el texto escrito, cualquier discurso, permitió que las ideas se sometieran a un escrutinio continuo, a un análisis constante, lo que facilitó el examen de su significado, sus errores, sus propósitos, sus consecuencias, dando lugar al desarrollo de la filosofía, de la historia, por supuesto de la gramática, de la ciencia. 

Cuando surge la imprenta, el cambio es aún más revolucionario, si cabe. La aparición de la tipografía, a finales del siglo XVI, supuso un gran desplazamiento epistemológico, como consecuencia del cual todo el conocimiento fue transferido y se manifestó por medio de la palabra impresa. La imprenta causó entonces un impacto quizá mayor que el que provocan los acontecimientos que hoy vivimos. Existir era existir de forma impresa. La política, la comunicación, la enseñanza, los negocios públicos, las relaciones sociales, se desarrollaban y se expresaban por medio de la imprenta, que se convirtió así en el modelo, la metáfora y la medida de todo discurso. Postman describe con precisión, en los capítulos relativos a esta época, el modo en que las consecuencias de la reproducción masiva de la palabra impresa impregnaron todos los ámbitos de la existencia (situando siempre su análisis en el contexto estadounidense y ejemplificando sus tesis con referencias, personajes, autores y episodios de la historia de aquel país). Así, en su texto comparecen los Padres Fundadores, los líderes políticos y militares Washington, Franklin, Jefferson, Adams, Madison, que dirigieron la emancipación del vasto país norteamericano, tutelaron las ansias de independencia de los herederos de los peregrinos del Mayflower y redactaron las proclamas de libertad, dignidad, democracia y autogobierno contenidas en la Declaración de Independencia, la Constitución de los Estados Unidos. E hicieron todo ello llevados por un afán de ilustración, argumentación racional, sólido debate de ideas y discusión pública centrada en el contenido significativo, herencia indudable de la invención tipográfica (una cultura cuyas nociones de la verdad están organizadas en torno a la palabra impresa (…) en los siglos XVIII y XIX, nuestro país era un lugar así; es decir que quizá sea el más orientado hacia una cultura de imprenta que jamás haya existido). 

En Divertirse hasta morir conocemos, con datos -aunque, como es obvio, dada la distancia temporal, aproximados-, los altos índices de alfabetización en esa sociedad, la solvencia y el rigor en los debates políticos (espléndidos, y muy ilustrativos, los pasajes que examinan los siete famosos debates entre Abraham Lincoln y Stephen A. Douglas, celebrados en 1858, para la elección de Presidente de los Estados Unidos; un ejemplo muy revelador, si los contrastamos con los de índole similar que tienen lugar en nuestro país en cada nueva cita electoral, de ese radical cambio entre una cultura basada en la palabra y otra deudora de la imagen, entre la Edad de la Disertación y la Era del Mundo del Espectáculo, en la nomenclatura acuñada por el autor) y la generalizada inclinación por la lectura y, en consecuencia su prestigio; entre otros asuntos. Es esta mención a la lectura la que sirve de síntesis espléndida de lo que significa una inteligencia de imprenta. La lectura de un libro, señala Postman exige la permanencia más o menos inmóvil ante él por un tiempo relativamente largo; obliga a no prestar atención a la forma de las letras, sino a ver a través de ellas, a fin de ir directamente al significado de las palabras; demanda asumir una actitud imparcial y objetiva ante el texto, esto es, no sucumbir al placer sensual, al encanto o el tono insinuante (si lo hubiere) de las palabras centrándose por el contrario en la lógica de su argumento; requiere la capacidad para descubrir cuál es la actitud del autor hacia el tema y el lector; reclama la aptitud para juzgar la calidad de un argumento, lo que supone demorar un veredicto sobre él hasta que el argumento esté terminado, reteniendo en la cabeza preguntas hasta que haya determinado si el texto las responde para luego aportar al texto toda la experiencia relevante disponible como argumento contrario a lo que se propone; y necesita la competencia del lector para retener el conocimiento en el texto encerrado. Implicando todo ello que quien se enfrente a un texto escrito pueda vivir cómodamente en un campo de conceptos y generalizaciones, sin recurrir a imágenes. En consecuencia, el dominio de la imprenta nos impone, como se ve, demandas más bien severas, necesarias para conformar un discurso -individual y colectivo-, un orden social generalmente coherente, serio y racional

La invasiva aparición de la televisión (hay páginas previas, en el mismo sentido, sobre el telégrafo, como etapa intermedia del proceso estudiado), su omnipresente tiranía -“blanda”, aunque igualmente despótica-, modificó radicalmente ese panorama preexistente que, ahora, bajo el dominio de la televisión, se ha marchitado y vuelto absurdo. El libro se abre así a unos capítulos apasionantes en los que se explica, con abundantes y muy iluminadores ejemplos, cómo han cambiado, en el siglo XX, nuestras nociones de la verdad y nuestras ideas sobre la inteligencia como resultado del desplazamiento de los viejos medios por los nuevos, en una suerte de detallada “anatomía” de la cultura como espectáculo que analiza en diversos ámbitos de la vida pública, singularmente la política, el periodismo, el comercio, la religión y la educación. 

En la política, los líderes son seleccionados por su carisma escénico más que por su capacidad argumentativa. El discurso político se adapta a los formatos televisivos, a los tiempos de un anuncio o un debate superficial. La política se convierte en mercadotecnia, y el votante en consumidor de imágenes. Y surgen los ejemplos de Reagan, un exactor de cine convertido en el presidente de Estados Unidos; un excandidato a la Presidencia, George McGovern, presentador del Saturday Night Live; el reverendo Jesse Jackson, igualmente candidato y acostumbrado a su presencia mediática; el expresidente Richard Nixon, que en una ocasión dijo haber perdido unas elecciones porque lo sabotearon los maquilladores; el senador Edward Kennedy que recibió como consejo esencial para llevar a cabo una campaña seria para la presidencia el de rebajar diez kilos. Con acerado sarcasmo -hay mucho humor, inteligente e irónico, en el libro, apostilla el autor: Aunque la Constitución no hace mención de ello, parecería que las personas obesas en la actualidad son decididamente excluidas para el desempeño de cargos políticos de importancia. Probablemente ocurra lo mismo con los calvos. Casi seguro que también se verán afectados aquéllos cuya apariencia no se vea significativamente realzada por el arte de la cosmética. Ciertamente parece que hemos alcanzado el punto en el que la cosmética ha reemplazado a la ideología como el campo sobre el cual el político debe manifestar su pericia y competencia. Como puede colegirse, se trata de un dictamen que sigue siendo apropiado para los días que vivimos. 

Como lo es el caso del periodismo, con la información, fragmentada, descontextualizada, convertida también en espectáculo. La duración de los segmentos noticiosos disminuye; las informaciones se interrumpen a cada poco para dar paso a la publicidad o a otra crónica u otro reportaje igualmente breves, fugaces y olvidables; las imágenes impactantes reemplazan al análisis y la lógica comercial dicta los contenidos. Los presentadores, los responsables de los informativos, son también esclavos de la imagen (La mayoría de ellos dedican más tiempo a estar con sus peluqueros que a repasar su guion, con el resultado de que constituyen el grupo de personas más atractivo de Las Vegas hasta aquí). Los acontecimientos que ocupan las primeras planas de los periódicos y abren los telediarios gozan de una existencia cada vez más efímera, una guerra es reemplazada por unas inundaciones, y éstas por un crimen execrable, que será olvidado a las pocas horas ante un caso de corrupción, y un titular truculento da paso a otro asombroso, al que sigue la noticia sobre un hecho remarcable o un suceso histórico; todo ello borrado de una memoria -la colectiva y la personal- cada vez menos consistente. El resultado es un ciudadano “informado”, sobresaturado, más exactamente, de datos banales, irrelevantes en muchos casos; y cuando no lo son, carente el espectador o el lector de herramientas solventes para interpretar o actuar sobre la realidad que describen o hacia la que apuntan esas informaciones. 

Y el libro estudia también el mundo del comercio y los negocios, con una especial atención a la publicidad, todo un símbolo explícito del fenómeno que se analiza (la historia de la propaganda en la prensa diaria de Estados Unidos se puede considerar como una metáfora del declive de la mente tipográfica, comenzando por la razón, y terminando por el entretenimiento). Y conocemos el caso de la psicóloga que presenta un programa de radio y que actúa en un club nocturno en el que informa a su audiencia sobre el sexo en toda su infinita variedad y en un lenguaje antes reservado al dormitorio o a la calle. Y otro tanto ocurre con los predicadores religiosos. En la religión, el mensaje se diluye en el televangelismo emocional. Las ceremonias se transforman en espectáculos audiovisuales, centrados en la estética y la experiencia sensorial antes que en la reflexión teológica o espiritual. El culto se convierte en entretenimiento. Postman nos deja una suculenta muestra, aderezada con infinidad de comentarios “al paso” de una agudeza y un humor hilarantes, del quehacer de estos charlatanes profesionales retratados sin piedad en un capítulo titulado Camino de Belén: sus espectáculos, dice de uno de ellos, parecen servir a un doble propósito: a la vez que enseña cómo acercarse a Jesús, ofrece consejos de cómo incrementar la cuenta bancaria. Esto hace muy felices a sus seguidores, y confirma su predisposición a creer que la prosperidad es la verdadera finalidad de la religión. Tal vez Dios no esté de acuerdo, apostilla, en coda magistral. 

La enseñanza como actividad divertida es otro capítulo formidable, en el que, partiendo de su análisis de Barrio Sésamo (este programa socava la idea tradicional de lo que la educación representa, afirma, categórico) desvela los riesgos de una enseñanza basada en la imagen: este estilo de aprendizaje es, por su naturaleza, hostil a lo que se ha llamado aprendizaje a través del libro y de la escuela). Se trata de una sección altamente sugestiva, rebosante de ideas estimulantes y actualísimas, capaces de ser extrapoladas al debate sobre la educación en nuestros días. Por ejemplo, la que sostiene que la televisión (y, hoy, por extensión, hablaríamos de las pantallas) es epistemológicamente incompatible con la educación seria, pues impone una forma de saber ligada al espectáculo, a la fragmentación, a la inmediatez, a lo superficial y la ligereza. La educación, en cambio, se ha fundamentado históricamente en la palabra escrita, que exige concentración, continuidad, análisis y profundidad. De esta manera, la televisión transforma el acto educativo en un producto de consumo rápido, donde el contenido debe ser atractivo, dinámico y superficial para competir con otros formatos de entretenimiento. El conocimiento perece así víctima de la obsesión de lo lúdico, alimentada por la nueva ideología tecnológica. 

Postman acuña el término “eduentretenimiento” (edutainment), para referirse a esa fusión entre educación y entretenimiento que promueve la televisión. Su crítica, como es obvio, no se dirige a cuestionar que el aprender pueda ser placentero, no se opone, por tanto, al instruir deleitando, sino a que el placer, la satisfacción del estudiante, acabe por ser el criterio dominante del proceso educativo; una circunstancia, tan común en nuestros centros de enseñanza actuales, con muy graves consecuencias, como la identificación de enseñar con divertir, la consideración del esfuerzo, la complejidad o el aburrimiento como fracasos pedagógicos, la relegación del profesor a un papel pasivo, de mero facilitador de estímulos motivadores, y el aula convertida en un espacio para juegos constantes, canciones, efectos especiales. Por el contrario, en la visión de Postman, la escuela no debe imitar los medios, sino ofrecer una cultura alternativa -ya en su tiempo, pero sin duda hoy- donde el lenguaje estructurado, el análisis y la lectura tengan protagonismo. El aula comienza a parecer ahora un entorno aburrido y antiguo para el aprendizaje, afirma, no sin un cierto desánimo. 

Los postulados, en ocasiones drásticos de Divertirse hasta morir, han provocado que la obra de Postman haya suscitado críticas, que ahora, cuarenta años después, pueden reformularse como objeciones pertinentes que invitan a la reflexión. La primera de ellas tiene que ver con el hecho de que su análisis parezca estar influido por una excesiva nostalgia. Se le ha reprochado -y el lector actual puede tener una sensación similar al leerlo- que su visión esté teñida por un tono idealizador de nuestro pasado tipográfico que, desde su punto de vista, algo maniqueo, aparecería como un tiempo paradisiaco, dominado por la inteligencia, la razón, la confrontación argumentada de las ideas, la reflexión fecunda, la política sensata regida por la voluntad de conformación racional de consensos sociales, la educación profunda y emancipadora, y la vida social encauzada mediante pautas razonables fruto del debate sosegado, un universo edénico -que nunca existió, en realidad- que la súbita y depredadora llegada de la televisión (anticipada por el telégrafo y otras tecnologías y acrecentada hoy por la informática) habría devastado. Se le achaca -y la crítica en este punto es, en mi opinión, descabellada, pues supondría que el ensayista y profesor desconoce la historia de la humanidad- que su estudio olvida que la imprenta es responsable también de la propagación de mentiras, de propaganda, racismo o pseudociencia. No es así, indudablemente, con declaraciones expresas en el libro desmintiendo estos infundados reparos: La tipografía fomentó la idea moderna de la individualidad, pero destruyó el sentido medieval de la comunidad y la integración. La tipografía creó la prosa, pero convirtió la poesía en una forma de expresión exótica y elitista. La tipografía hizo posible la ciencia moderna, pero transformó la sensibilidad religiosa en una mera superstición. La tipografía favoreció el crecimiento de la nación-estado, pero por otra parte convirtió el patriotismo en una emoción sórdida y hasta letal. Nada, pues, de mitificación de un pasado sin mancha, y sí mucho de defensa del pensamiento argumentativo (valga la redundancia), pese a sus limitaciones: Evidentemente, mi punto de vista es que los cuatro siglos de dominación imperial de la tipografía han producido muchos más beneficios que perjuicios. La mayoría de nuestras ideas modernas sobre la utilización de la inteligencia fueron formadas por la palabra impresa, como lo fueron también nuestras ideas sobre la educación, el conocimiento, la verdad y la información. Trataré de demostrar que a medida que la tipografía se desplaza hacia la periferia de nuestra cultura y la televisión toma su lugar en el centro, la seriedad, la claridad, y sobre todo el valor del discurso público, declinan peligrosamente. Y añade, para dejar claro que su crítica a la tecnología no es, tampoco, unidireccional y sesgada: Uno debe mantener la mente alerta para poder percibir los beneficios que puedan venir de otras direcciones [esto es, de las modernas tecnologías]. 

Se le acusa también de determinismo tecnológico, de exagerar en su reflexión la influencia de los medios de comunicación como únicos responsables del “deterioro civilizatorio” descrito, en detrimento de otros factores sociales también relevantes en el proceso. Pero la crítica tampoco se sostiene, desde mi perspectiva, pues el planteamiento de Postman parte de que, en efecto, el cambio en los medios de comunicación está propiciando un nuevo y muy dañino “orden epistemológico”, pero son las instituciones, los gobiernos, los políticos, la prensa, los docentes, los agentes culturales, la ciudadanía, cada uno de nosotros los que, en último término, aceptando sumisamente esa lógica perversa del fácil entretenimiento, contribuimos a esa degradación de lo mejor de nuestra condición humana. 

Parte del rechazo que puede suscitar el libro entre ciertos sectores llamémosles “progresistas” tiene que ver con la condición claramente conservadora de Postman (no en el sentido de su adscripción ideológica o política, que desconozco, sino en el cultural). Su furibundo -aunque, como hemos visto, bien razonado- rechazo a la omnipresente imposición tecnológica; su crítica a la superficialidad a la que nos condena, y, consiguientemente su lamento por la pérdida del significado, del sentido, de los valores; su defensa de la tradición, entendida como la necesidad de conservar y transmitir (eso, transmitir, es lo que significa en su origen traditio) todo aquello que se ha revelado valioso; su pesar por la erosión de la cultura a causa del aniquilador dominio de la técnica, pueden hacerlo aparecer, bajo cierta mirada, reduccionista y roma, como un nostálgico reaccionario, añorante de un pasado sin tacha. Pero no es así en absoluto; por el contrario, nos hallamos ante un agudo analista, lúcido y desprejuiciado, intelectualmente independiente, capaz de sustraerse a las lógicas instauradas de modo acrítico en la sociedad y de reconocer, con agudeza y capacidad de penetración notables, las fuerzas ocultas que dominaban el espacio público hace cuarenta años anticipando las que ahora lo hacen. Alguien, en definitiva, que al margen de anacrónicas taxonomías (¿Qué significan exactamente hoy en día los términos “progresista” y “reaccionario” más allá de unos difusos, apriorísticos, infundados, limitantes y, sin duda, poco reveladores prejuicios?) busca preservar las condiciones que permitan la reflexión, la alfabetización y la democracia deliberativa. 

Otra de las críticas al libro más consistentes, y más sostenidas en el tiempo, tiene que ver con su -por otro lado evidente- falta de empirismo. El ensayo carece del aparato documental acostumbrado en la investigación académica, no contiene estudios de caso ni recoge datos cuantitativos, lo que lo acerca más al ensayo cultural que a la investigación académica, relativizando por tanto, ante la imposibilidad de constatación “científica”, la validez de sus tesis. Sin embargo, a mi juicio, ello, siendo cierto, realza, la figura de su autor, porque pone de manifiesto su visión, su sagacidad, su “olfato”, su penetrante intuición, su capacidad para observar y conectar fenómenos, detectando en ellos lo que casi nadie hasta ese momento había observado, todo lo que convierte a Divertirse hasta morir en una obra crítica perdurable en el tiempo y de un valor que podríamos llamar profético. 

En efecto profético, porque, pese a las críticas, el completo y muy clarificador estudio de Postman sigue interesando, como es obvio, en sí mismo, pero cautiva sobre todo por su extraordinaria intuición para adelantarse a unos tiempos, como los actuales, en los que las vertiginosas innovaciones tecnológicas han exacerbado los fenómenos que, en germen, se anticipaban en Divertirse hasta morir. Lo que el norteamericano “vislumbró” es aplicable casi con mayor precisión a las redes sociales, los smartphones, el barrizal de TikTok y la economía de la atención que definen nuestra época. Las redes no solo han intensificado los procesos que Postman describía, sino que los han llevado a su paroxismo. 

La idea de la política como un espectáculo en el que lo emocional vence a lo racional; la presencia escénica de los líderes sobrepasando en relevancia a sus ideas; los políticos como showmans que conquistan por su imagen y su capacidad de seducción; las campañas electorales que ya no se basan en el contenido programático, sino en la capacidad de generar atención con gritos, lemas, insultos, chistes, memes, eslóganes vacíos; la trivialidad del discurso político generando adhesiones incondicionales; los medios de comunicación enredados en falsos debates, polarizados y superficiales, bailando al son de unos partidos integrados por profesionales de la vacuidad, son fenómenos de presencia diaria en nuestra vida y tienen en Donald Trump (tuitero compulsivo, estrella televisiva, personaje polarizador, flagrante despreciador de la verdad) o, entre nosotros, Pedro Sánchez (fiado a su atractivo físico, levantando muros maniqueos, generando división y mal avenido, igualmente, con la verdad y la coherencia), dos ejemplos emblemáticos. 

Del mismo modo, la fragmentación del discurso, la marginalidad del pensamiento sostenido y argumentado, la trivialización de la conversación pública, la tesis, en suma, de la “espectacularización” de la existencia, se aprecian hoy en el incesante flujo de estímulos breves (tuits, posts, reels, fotos “instagrameables” al instante), emocionalmente cargados y de existencia efímera, que confirman la tesis de la banalización del mundo. 

Y qué decir de la relativización de la verdad, un ámbito en el que el análisis de Postman se revela más poderosa y desgraciadamente válido, con la maraña de fake news, bulos, desinformación, teorías conspirativas, descrédito de las fuentes fiables, “posverdades” o, abiertamente, mentiras que prosperan en un entorno mediático donde lo importante no es la verdad, sino la viralidad (los algoritmos privilegian lo polémico, lo emocional, lo escandaloso, lo que se comparte con furia o entusiasmo, sea o no cierto, demostrable y ajustado a la razón), de modo que la manipulación no procede -no siempre, al menos- de la ocultación de información, sino de su superabundancia, de un exuberante, inagotable e inconmensurable tsunami de trivialidades. 

En el terreno que más directamente me afecta, la educación, las predicciones que hace cuarenta años recogía Divertirse hasta morir, suenan hoy aún más reales y todavía mucho más preocupantes. En un entorno saturado de estímulos fragmentarios, de sobreexposición a pantallas y dispositivos electrónicos varios, en el que los jóvenes -y no solo ellos- son incapaces de mantener la concentración, víctimas de una fatiga cognitiva estructural, el “edutainment” (esa mixtura, ya mencionada, de education y entertainment) que Postman criticaba se ha exacerbado, pues en consonancia con los tiempos las aulas se llenan de juegos, de actividades lúdicas, de recursos audiovisuales cada vez menos exigentes, de simplezas que postergan los contenidos, debilitan la reflexión sostenida, fragmentan el aprendizaje e impiden el conocimiento sólido y duradero. 

En definitiva, si ya en 1985 la televisión había convertido el discurso público en entretenimiento, las redes sociales han hecho de cada individuo un productor constante de espectáculos privados, bajo el imperativo de la atención constante y de la búsqueda de vínculo afectivo. La lógica de la diversión se ha amplificado y descentralizado. Ya no es sólo que los políticos hagan televisión -y la utilicen en su propio beneficio-; ahora son youtubers, influencers o streamers. La política se mezcla con el marketing emocional, la religión con los algoritmos de recomendación, el saber con la viralidad. El conocimiento se diluye en una avalancha constante de trivialidades de nula relevancia. La forma se impone al fondo. El zapping televisivo de antaño se ha convertido en un despiadado e infinito scroll. Además, las redes introducen una dimensión adicional que Postman no pudo anticipar pero que abundan en los efectos que columbró en su análisis: la retroalimentación algorítmica. La selección de contenidos ya no responde a decisiones editoriales humanas, sino a circuitos opacos de datos, predicciones y segmentación. Esto provoca cámaras de eco, burbujas ideológicas y una erosión aún mayor del debate racional. La situación se agrava con la estetización de la vida cotidiana: todo se convierte en contenido. La propia identidad se diseña para ser mostrada, narrada y consumida. En este entorno, el ciudadano ya no busca comprender el mundo, sino confirmarse a sí mismo. La información no es un medio de esclarecimiento, sino un instrumento de autovalidación. A esto se suma una dramática crisis de atención. Los ciudadanos no sólo están mal informados, sino saturados, paralizados por una avalancha de datos que hace que la verdad compita con el espectáculo en condiciones desiguales. Una situación para la que Byung-Chul Han ha acuñado la locución “la sociedad del cansancio”: una cultura agotada por el exceso de estímulo, incapaz de detenerse a pensar, a leer, a deliberar. 

No obstante, si para quien me siga puede estar pareciéndole en exceso apocalíptica la “fotografía” del mundo que se deduce del texto de Postman, debo indicar, ya para terminar, que la realidad que muestra, siendo, en efecto, aterradora (aunque, una vez más, en gran medida profética, pese a sus importantes errores de apreciación: Aunque creo que el ordenador representa una tecnología sobrevalorada, la menciono aquí porque los estadounidenses le han otorgado, claramente, su acostumbrada inconsciente falta de atención; lo que quiere decir que la usarán según se les indique, sin queja alguna. Por tanto, la tesis central de la tecnología del ordenador —es decir, que la dificultad principal para resolver los problemas radica en la insuficiencia de datos— no se examinará. Y así, dentro de muchos años, recién se percibirá que la recolección masiva de datos y el acceso a los mismos a la velocidad de la luz ha sido de gran valor para las grandes organizaciones, pero ha resuelto cosas de muy poca importancia para la mayoría de la gente, creándoles, como mínimo, tantos problemas como los que les ha solucionado), no es fruto de un planteamiento derrotista ni de un nihilismo o una negatividad catastrofistas. El ya mencionado último capítulo del libro encierra algunas claves optimistas y recoge una suerte de posibles soluciones ante los enormes desafíos que supone (deseo, dice de su texto, finalizarlo con algunos remedios para la dolencia). De entrada, niega que la opción “ludita” de acabar con el medio sea posible o, de serlo, eficaz (Los estadounidenses no eliminarán ninguna parte de su aparato tecnológico, y sugerirlo sería completamente inútil. Es igualmente poco realista el pretender que alguna vez se lleguen a producir modificaciones serias en la disponibilidad del medio). Además, postula la necesidad de llevar a cabo un debate constructivo que permita una comprensión amplia por parte del público sobre qué es, en realidad, la información y cómo impone directrices a la cultura, una circunstancia que, por fortuna, cuarenta años después del libro, está cambiando, siendo hoy muy frecuente el cuestionamiento crítico del ciego progreso tecnológico. Sostiene también que sólo mediante una profunda e inquebrantable conciencia de la estructura y los efectos de la información a través de una desmitificación de los medios, hay alguna esperanza de ganar una cierta medida de control sobre la televisión, el ordenador o cualquier otro sistema electrónico. Por último, su apuesta más decidida -aunque también altamente escéptica, él mismo la califica de desesperada- tiene que ver con la educación: La respuesta es (…) apoyarse en el único medio masivo de comunicación que, en teoría, es capaz de enfrentarse con el problema: nuestras escuelas. Ésta es la solución convencional para todos los problemas sociales peligrosos y, por supuesto, se basa en una fe ingenua y mística en la eficacia de la educación. El proceso raras veces funciona. Y, en el mismo sentido, y ya como cierre al libro, afirma: Lo que sugiero aquí como solución es lo que también sugirió Aldous Huxley, y yo no puedo mejorarlo. Él creía, al igual que H. G. Wells, que estamos inmersos en una carrera entre la educación y el desastre. Por eso escribía continuamente sobre la necesidad de comprender la política y la epistemología de los medios de comunicación. Finalmente, intentaba decirnos que lo que afligía a la gente de Un mundo feliz no era que estaban riendo en lugar de pensar, sino que no sabían de qué se reían y por qué habían dejado de pensar

La vehemente advertencia que el libro contiene sobre los peligros de una cultura del espectáculo se ha materializado en el presente en formas aún más sofisticadas y omnipresentes. La televisión fue solo el inicio de un proceso que en la actualidad domina incluso nuestras relaciones personales. En este escenario contemporáneo, Divertirse hasta morir se nos aparece como una suerte de brújula crítica que nos alerta de los riesgos de una tecnología que amenaza con colonizar -lo está haciendo ya- todos los ámbitos de nuestras vidas. Es por ello por lo que cuarenta años después de su aparición sigue siendo un libro de lectura indispensable. 

Como ya señalé al comienzo de mi reseña, el texto final con el que acostumbro a poner punto final a mis comentarios ha sido anticipado hoy, por razones de oportunidad al comienzo de mi crítica. Os presento, pues, la música elegida para completar mis palabras y me despido hasta la semana próxima. Amused to death, el título en inglés del libro, da nombre también a un tema de 1992 de Roger Waters, uno de los cofundadores de Pink Floyd. Su letra evoca, muy claramente, el universo del ensayo de Postman.

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Neil Postman. Divertirse hasta morir