NELL LEYSHON. DEL COLOR DE LA LECHE; LA ESCUELA DE CANTO; EL BOSQUE
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Mi propuesta de esta tarde, plural como tantas otras veces, tiene como protagonista a una espléndida escritora inglesa, Nell Leyshon, de la cual ya presenté aquí en marzo de 2016 una de sus novelas, la preciosa Del color de la leche y que hoy comparece de nuevo en nuestro espacio con otras dos ficciones, El bosque y La escuela de canto, las tres publicadas por la editorial Sexto Piso, en 2013, 2019 y 2022, respectivamente. Antes de entrar en el análisis de estos dos últimos títulos quiero recuperar mis palabras sobre Del color de la leche, la novela que dio a conocer a su autora en nuestro país en hace más de una década, y cuya reseña de hace ocho años fue emitida en un formato de Todos los libros un libro muy distinto al actual, de menor extensión y sin la versión que desde hace ya tres temporadas os ofrezco en mi canal de Youtube. Pienso que a la exigua pero interesada audiencia del espacio en esta nueva etapa va a interesarle el recordatorio de mi entusiasta sugerencia de entonces.
Nell Leyshon es una novelista y autora teatral británica. En su trayectoria literaria, además de sus novelas, cuenta con numerosas obras para la escena y también con dramatizaciones para la radio, en particular la BBC, siendo muy reconocida y obteniendo importantes premios en los dos ámbitos. En lo que se refiere a su producción novelística, su biografía es un tanto enigmática y ni la consulta en su propia página web, ni mucho menos en la wikipedia o en otros sitios de información sobre literatura han logrado sacarme de dudas. Y es que en la lista de novelas cuya autoría se le atribuye en todos estos portales en los que he buscado solo nos encontramos con cuatro: Black Dirt, de 2004, Devotion, de 2008, The Colour of Milk, de 2012 y Memoirs of a Dipper, de 2015. De ellas, solo han aparecido en España la ya mencionada Del color de la leche y la última de la serie, publicada también por Sexto Piso con el título de El show de Gary. Pero es que en ninguna de las fuentes a las que he accedido no figura ninguna otra novela suya posterior a 2015, ni El bosque, ni La escuela de canto. Y lo que es más sorprendente, tampoco he podido localizar ni una crítica, reseña o artículo periodístico en medios británicos sobre ninguno de los dos libros. Y sin embargo, en las ediciones españolas constan, sin duda alguna, The forest y The singing school, en sus títulos originales, con sus copyrights respectivos de 2019 y 2022. ¿Se trata de publicaciones creadas al efecto para el público español tras el inusitado y desbordante éxito de ventas en nuestro país de Del color de la leche? (en la página de la agencia literaria de la escritora puede leerse: Her two novels, THE FOREST and THE SINGING SCHOOL, were published by Julia Eisele Verlag in Germany, and in Spain, pero no se aporta ningún comentario, referencia o dato sobre ellas, a diferencia del resto de sus obras). En fin, como digo, un misterio.
Del color de la leche es, a mi juicio, una auténtica joya literaria cuya lectura será para vosotros apasionante y conmovedora, como lo ha sido para mí, que la he devorado en un rapto de emoción en una tarde feliz (estamos ante una novela de muy escasa extensión). Una maravilla deslumbrante, de una intensidad, una sensibilidad y una belleza ciertamente extraordinarias, que estoy seguro de que os va a entusiasmar si hacéis caso a mi recomendación y os decidís a adentraros en sus páginas duras y violentas y hasta terribles pero llenas de encanto y dulzura y verdad. El libro cuenta con un interesante prólogo de Valeria Luiselli, cuyas palabras -como las mías ahora- rezuman admiración y fervorosa entrega a la particular y estremecedora propuesta de la autora, y se presenta con una traducción de Mariano Peyrou a la que solo se le puede achacar (aunque quizá el fallo no sea del traductor sino más probablemente de la autora, desconozco el texto original) un a mi juicio poco ajustado uso, en la página 120, de la expresión “nuevas tecnologías” que emplea uno de los personajes para referirse a una trilladora, una opción léxica que chirría en un relato ambientado en 1830, por más que la entonces moderna herramienta fuera novedosa en los días de aquella incipiente Revolución Industrial.
La historia que nos cuenta la novela transcurre entre la primavera de ese año y la de 1831. Mary, una chica de quince años, analfabeta, con el pelo color de la leche -albina, pues, aunque el vocablo no aparece nunca en el texto- y una pierna torcida de nacimiento -rasgos ambos que la dotan de una cierta condición de extrañeza o singularidad en su mundo-, malvive en la granja familiar en la que comparte afanes y sufrimientos con su abuelo, sus ásperos progenitores y sus tres poco afables hermanas, mayores que ella: Beatrice, muy irracionalmente religiosa (valga la redundancia), que necesita tener la Biblia en la mano, pese a que, como ella misma, no sabe leer; Violet, ajena a cuanto no afecte a sus furtivos escarceos amorosos con un misterioso chico del lugar; y Hope, dotada de un insoportable carácter podrido, como señala la propia Mary. La niña -como sus hermanas; o en mayor medida al ser la pequeña- se ve obligada a trabajar de sol a sol por la disciplina férrea que impone su brutal padre, que rumia permanentemente la decepción -que vuelca con más intensidad sobre su hija menor- que le supone no haber concebido un varón que pudiera ayudarle en las múltiples faenas de la granja. Su vida, que se desarrolla en un ambiente de extrema pobreza y muchas carencias, es tosca, rudimentaria, muy sufrida, sin alicientes ni expectativas, y debe soportarla rodeada de sus desabridos familiares de los que solo el abuelo, que comparte con ella la limitación física, pues está postrado en una silla con las piernas muertas tras una caída desde un almiar, le ofrece risas, alegría, complicidad, cariño y algo parecido a la ternura. Necesitado de dinero e incapaz de alimentar tantas bocas, el padre, primitivo y cruel, “cede” a la joven -a cambio de algún dinero- al señor Graham, vicario de un pueblo cercano, que necesita a la chica para cuidar de su mujer enferma, languideciente sin energía ni ánimo en su lecho a la postre mortal. En su nuevo hogar, Mary encontrará un mayor confort material, unas mejores condiciones de vida y en la figura de la señora, afable y cariñosa, una compañía acogedora y grata. Tras el fallecimiento de esta, despedida Edna, la otra sirvienta de la casa, y ausente Ralph, el único hijo, desplazado a Oxford para completar sus estudios en la Universidad, Mary queda en la casa en la sola compañía del señor Graham (está también Harry, el callado jardinero, pero su presencia es fantasmal, merodeando enfrascado en sus tareas en los alrededores de la vivienda), aprendiendo con él a leer y escribir -algo inusual en esa época para alguien de su clase social-, aunque el precio que deba pagar por ello, por su elemental aunque valioso aprendizaje, un precio de violencia y sujeción, de sometimiento y dominación, de sufrimiento y dolor, a partir de unos hechos que no quiero desvelaros, acabe siendo tan terrible como el precario universo que deja a sus espaldas. Su recién adquirida capacidad para la lectura y la escritura la lleva a confiar a una especie de diario (aunque la chica parece dirigir sus palabras a un destinatario: quiero contarte lo que ha pasado, escribe ya en su primera “entrada”) los acontecimientos que vivirá entre las dos primaveras que enmarcan la narración. Son las páginas de ese diario lo que leemos en Del color de la leche.
El libro interesa -y el verbo quizá no sea el más conveniente, pues apela, de entrada, a una apreciación racional, cuando Del color de la leche toca, sobre todo, nuestra emoción- por cuatro razones fundamentales. Intentaré proporcionar aquí algunas pinceladas acerca de cada una de ellas. En primer lugar, y con una importancia en la valoración de la obra que aunque no sea desechable es, a mi juicio, menor, la autora dosifica con maestría los elementos de intriga que contiene su historia, de manera que la lectura avanza mientras en el lector crece la inquietud por conocer los principales extremos de la trama: ¿a quién escribe la chica? (pues no parece plausible que su recién adquirida alfabetización le permita conocer el artificio literario que sostiene muchos textos diarísticos y que lleva a sus autores a considerar al depositario de sus confidencias como interlocutor), ¿cuál es el porqué de la urgencia a la que alude una y otra vez, tengo que escribir rápido porque no tengo mucho tiempo?, ¿qué experiencias dramáticas ha podido vivir para que su traslado al papel resulte doloroso, no me gusta contarte todo esto, hay cosas que no quiero decir? La sutil graduación (hay una razón para que te cuente todo esto. ya lo entenderás, escribe con su desmañada ortografía) de estos elementos levemente enigmáticos -llamémoslos así- proporciona una inquietud y una tensión a la novela que potencian la intensidad y el placer de su lectura.
Pero si Del color de la leche es un libro especial, distinto, inolvidable, es sobre todo por otros dos elementos fundamentales, vinculados entre sí, como son la poderosa personalidad de Mary, que resulta una creación literaria de primera magnitud, y la voz que la sustenta, una voz que el buen hacer -el buen gusto- y la excepcional sabiduría estilística de la autora, nos hacen oír de un modo singularísimo, delicado y sensible, muy creíble, profundo y brillante. Mary es una chica ingenua y sin desbastar pero, a la vez, inteligente; inocente (la blancura de su cabello opera como metáfora de la pureza y la bondad naturales) y carente de formación pero con un buen juicio innato. Es lúcida y descarada, sensata e irreverente, sencilla y sincera, respondona y deslenguada. Pese al mucho sufrimiento y las incontables desgracias que padece es alegre y transmite felicidad. Su sentido común, su ausencia de filtros racionales, le permiten sorprender a sus interlocutores al mostrar la verdad oculta de las cosas que los prejuicios o las convenciones sociales disfrazan o edulcoran. Se muestra, así, como un ser primitivo y algo salvaje, simple, siempre activo y muy elemental, que se manifiesta de modo directo y nada complaciente aunque entrañable, pues no tiene conciencia de la abrupta ironía o la rebeldía iconoclasta que evidencian sus palabras.
Un pobre animalito sufriente, que no ha vivido más que dolor en su vida, eso es también Mary, que añora los pocos instantes de felicidad -incluso la palabra puede ser desmesurada en este caso- que ha experimentado en sus pesarosos quince años, como el fugacísimo cariño que recibió de la esposa del vicario o los momentos compartidos con el abuelo, riendo ambos hasta que se les humedecen los ojos, diciendo palabrotas, quejándose de la insensibilidad del resto de la familia y conspirando impotentes aunque gozosos, cómplices alegres, contra el mundo inclemente y hostil que los maltrata.
Y encadenada a ese destino de padecimiento y amargor, aparece la escritura como liberación (que alcanza su máximo valor simbólico en el entonces ya seré libre que cierra el libro), un ilusionado descubrimiento que aflora desde las primeras palabras de la novela y que no me resisto a transcribir:
éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano.
en este año del señor de mil ochocientos treinta y uno he llegado a la edad de quince años y estoy sentada al lado de mi ventana y veo muchas cosas. veo pájaros y los pájaros llenan el cielo con sus gritos. veo los árboles y veo las hojas.
y cada hoja tiene venas que la recorren.
y la corteza de cada árbol tiene grietas.
no soy muy alta y mi pelo es del color de la leche.
me llamo mary y he aprendido a deletrear mi nombre. eme. a. erre. i griega. así es como se escribe.
quiero contarte lo que ha pasado pero tengo que tener cuidado de no apresurarme como hacen las vaquillas en la entrada, porque entonces iré por delante de mí misma y puedo tropezarme y caerme y de todas maneras tú querrás que empiece por donde se debe empezar.
y eso es por el principio.
Y en su texto, en el que la niña recuerda y da cuenta de ese año de vida lleno de espanto y pesar, es notorio, como ya puede apreciarse en el fragmento que acabo de ofreceros, lo peculiar del estilo que impregna y define la novela. Porque siendo sugestiva la historia y formidable el “dibujo” de su personaje principal, la clave de Del color de la leche es el modo en el que se hace oír la voz de Mary, hasta el punto de que no importa tanto lo que se cuenta como la poesía que encierra esa voz, la belleza, la delicadeza, la ternura, la emoción que logra transmitir gracias no sólo a lo convincente de su relato y a la verdad con que refleja la realidad que presenta, sino también a la llamémosla “rareza” formal del libro. Y es que Nell Leyshon ha acertado al establecer un convincente paralelismo entre el tratamiento gramatical, léxico, sintáctico y ortográfico del texto y la condición de su protagonista, analfabeta de origen, recién iniciada en la escritura y sin más lecturas que algún versículo bíblico deletreado de modo torpe y balbuceante. Y así, por tanto, su puntuación es imprecisa, sin apenas comas y con puntos muchas veces extemporáneos; el léxico sencillo, carente de rebuscadas sofisticaciones; las mayúsculas inexistentes; la sintaxis básica, con oraciones que describen los hechos desnudos sin necesidad de florituras, sin apenas adjetivación, en frases descriptivas y concisas que aparecen casi siempre a través de diálogos -de los que la autora hace un uso magistral- y que no profundizan expresamente en la interpretación de lo narrado sino que se limitan a dar cuenta de las acciones, de los acontecimientos y los sucesos, dejando, pues, que el lector “intervenga”, que complete lo meramente sugerido, que desarrolle lo que sólo se esboza o alude, en consonancia con el propósito explícito de la autora, manifestado en alguna entrevista que he leído tras la publicación de su libro: Deseo que el lector pueda agregar algo a la historia. Como cuando estamos en el teatro y observamos cómo se desarrolla el drama, las acciones de los personajes dan la posibilidad de interpretar sus intenciones profundas. Así escribo novelas, dejando ese espacio al lector para la interpretación. Y resulta curioso, y hasta paradójico, que esta apuesta por la modestia, por recrear la voz inocente y simple de una niña iletrada, haya sido vista por cierta crítica como una muestra de experimentalismo posmoderno, tan complejo y autorreferencial y tan lleno de capas y niveles de lectura, tan abigarrado y presuntuoso e intelectual (en el peor sentido del término), tan, en definitiva, alejado de la sencilla naturalidad de esta joven Mary, pequeña escritora incipiente.
Por último, como cuarto elemento destacado del libro, quiero subrayar la vigencia de su “mensaje” en nuestros días, la cercanía que sus temas y su realidad tienen -por desgracia- con algunos de los problemas o conflictos que vivimos en las sociedades desarrolladas contemporáneas, la extraordinaria potencia metafórica que encierra la historia que describe, un significativo valor simbólico que hace de Del color de la leche un texto absolutamente actual. Y así, el libro nos habla de la violencia que se ejerce -y sigue ejerciéndose- sobre los seres más indefensos, los marginados, los humildes, los desfavorecidos de la fortuna; los insoportables abusos y la cruel explotación -también sexual, aunque no solo- que acompañan tan a menudo al poder; el tantas veces inicuo papel de la Iglesia como apuntaladora de un injusto orden social; la dominación y el sojuzgamiento que sufren millones de mujeres en el mundo (los personajes femeninos son esenciales en el libro, más allá del papel protagonista de Mary, y representan diversas formas de esa opresión milenaria: las tres hermanas, la melancólica señora Graham, la triste Edna, la arisca madre); el valor emancipador de la cultura, de la formación, de la lectura, como casi única vía para escapar de la miseria, de todas las miserias.
La mayor parte de estos elementos que hacen de Del color de la leche una obra inolvidable está también en mi segunda recomendación de esta tarde, La escuela de canto, que, escrita en 2022, fue publicada ese mismo año por Sexto Piso en traducción, igualmente, de Mariano Peyrou. Ese inequívoco paralelismo entre ambas novelas hace que quiera comentarlas con continuidad, dejando para el final a El bosque, que es de 2019, y por tanto situada cronológicamente entre ambas.
La historia que cuenta la novela nace, paradójicamente, del texto con el que se cierra el libro. Creo que anticipándolo ahora no desvelo nada sustancial que destripe la trama e imposibilite el disfrute de su lectura, pero, en cualquier caso, aviso para navegantes: hay un cierto “spoiler”. El breve fragmento reza así: John Pitcher, en otro tiempo corista de vuestra iglesia de Wells, fue traído desde allí hasta aquí para que nos sirviera en calidad de niño de nuestra capilla. Estas palabras aparecen firmadas por Isabel I, hija de Enrique VIII y de una de sus seis esposas, Ana Bolena, y reina de Inglaterra e Irlanda, la última de la dinastía Tudor, en la segunda mitad del siglo XVI. Nell Leyshon relata en una entrevista de 2022 el papel que esta nota, que se le “apareció” casi por azar, desempeñó en la génesis y el planteamiento de su novela: Tras publicar Del color de la leche fui a una pequeña ciudad, muy bonita, en Inglaterra. Allí hay una catedral increíble con una biblioteca. La bibliotecaria me mostró un papel escrito por Isabel I diciendo las palabras que aparecen al final del libro. La bibliotecaria pensó que me gustaría, aunque nunca averiguamos quién fue John Pitcher. Comencé a pensar en qué hubiera pasado si John Pitcher hubiera sido una mujer.
Y en efecto, la escritora construye su relato sobre ese supuesto. Estamos en 1573, en un lugar innominado de la Inglaterra rural. En una granja miserable, sobreviviendo en condiciones precarias, cercanas a la indigencia, vive Ellyn, una niña sensible e inteligente, con su familia, su irascible madre, su padre impedido, postrado en una cama con las piernas paralizadas desde que se cayó del tejado de la casa, su agresivo hermano Tomas (sin tilde), pendenciero y violento (su temperamento es el sol ardiendo), mayor que ella, y la pequeña Agnes, recién nacida al comienzo de la novela y objeto de la adoración de su hermana (y entonces pongo las dos manos debajo de ti y estás toda envuelta en lana que aparto y tú vienes y abres los ojos pequeños unas rajas azules y miras me y estás en mis brazos y es como si sostuviera todo en mis brazos porque el resto del mundo desaparece y estás tú y estoy yo). El nacimiento de la niña, una boca más a alimentar, agrava la miseria y acentúa las privaciones del hogar. Ellyn, mi mandil de arpillera y mis pies descalzos y mis nudos en el pelo y mi piel llena de mugre, se ve obligada a trabajar sin cesar desde el alba hasta el ocaso (tenemos que abrir la tierra con el arado y tenemos que dar de comer mierda a la tierra y tenemos que plantar las semillas y tenemos que espantar a los pájaros y tenemos que cosechar y trillar y moler y amasar y levar y hornear el pan). Sus días están hechos de escasez, precariedad, hambre, suciedad, golpes, cansancio, grosería, desapego, mugre, discusiones, gritos, brutalidad, en una vida sin horizontes ni expectativas. La falta de recursos que provoca la incapacidad del padre obliga a la familia a vender alguna de sus ovejas para procurarse sustento. Ellyn acudirá al mercado atravesando, desde su inhóspita y aislada granja, los campos embarrados, recorriendo los caminos poblados de excrementos de animales, exponiéndose al frío y al viento. Una vez en su destino, el mágico sonido de un órgano, de un cántico masculino, la atrae hacia una iglesia vacía en donde permanece extasiada, estremecida, embelesada por la oscuridad, los cristales de colores de las vidrieras, los bancos de madera, el techo tan alto como las ramas de los robles, por el olor a manzanas podridas, por el frío del suelo y del aire y, sobre todo, por la delicadeza del canto, por su belleza: tengo una sensación tengo una sensación como si el verano el otoño el invierno llegaran a la vez tengo una sensación como si nada nunca fuera a ser igual (más adelante hablaré de la peculiar grafía y la singular sintaxis del texto, en uno más de los elementos concomitantes con Del color de la leche). Días después, en su personal “refugio” en una colina cercana, acostada bajo un roble, desde donde contempla la puesta de sol lejos de la hosca presencia familiar, Ellyn revive la experiencia: cierro los ojos echo la cabeza hacia atrás y abro la boca y hago un sonido y es un sonido largo donde todo enlaza se con todo y no hay espacio ni hay silencio y es un sonido igual al que escuché en su casa de piedra y soy yo sobre la colina al borde de la tierra plana y es mi boca abierta y viene de mí un canto igual que el del hombre. Un vecino la oye y, deslumbrado por su voz, se pone en contacto con el responsable de la Royal Singing School, el hombre que cantaba en la iglesia pocos días antes, que visitará a sus padres proponiéndoles que el chico -Ellyn es pequeña aún, sin formas femeninas, y el visitante ha confundido su sexo- se incorpore a la escuela para estudiar en ella y formarse musicalmente, a cambio de un pago a la familia. La institución está reservada a los chicos, por lo que, decepcionado al conocer que la dueña de la inigualable voz es, en efecto, una niña (qué pena que sea una chica), el religioso abandona la casa. El entusiasmo arrebatado de Ellyn por la cualidad -el don- recién descubierta (hay dentro de mí una semilla y cuando tienes una semilla dentro no hay nada que puedas hacer para impedir que crezca), la lleva a cortarse el pelo rojizo, a ceñir con las tiras rotas de una camisa vieja los muy incipientes pechos, a ponerse encima el blancosucio, la burda ropa interior de algodón, unos pantalones grandes de Tomas y a escapar de casa de buena mañana para, haciéndose pasar por su hermano (está cada vez más claro porque el sol está saliendo y está naciendo y cada día el sol nace hoy yo he nacido pero no como ellyn hoy he nacido como john), ingresar en el centro en contra de la voluntad de sus padres que, pese a estar necesitados de dinero, recelan de la Iglesia (nosotros no vamos a la iglesia porque los hombres de la iglesia dicen te lo que tienes que pensar y dicen te lo que tienes que hacer). Aceptada -aceptado- en la escuela, Ellyn/John comenzará su educación -es analfabeta y cualquier nimiedad obvia del mundo al que accede es para ella desconocida- intentando ocultar su secreto. La especial belleza de su voz la llevará a cantar, como John Pitcher (ha improvisado su apellido al ver una jarra sobre la mesa), ante la misma reina Isabel I. La novela cuenta las vicisitudes de esa estancia de Ellyn en la escuela en los detalles de su cotidianidad y, sobre todo, en el flujo de sus pensamientos y emociones, desubicada, a caballo de dos universos (Pero yo no sé quién soy ahora, porque tengo un pie en la mierda y el otro en la capilla. Ahora sé cosas, sé leer, sé escribir. Quiero eso para ti. Y quiero música para ti. Quiero llevarte a oírla, piensa, teniendo presente a Agnes).
La mera presentación de esta ligera trama argumental permitirá a cualquier lector medianamente avezado constatar los muchos elementos comunes entre las dos novelas, tanto en su contenido como en su forma, tanto en detalles más o menos anecdóticos como en los aspectos más relevantes y definitorios. Es tal el paralelismo entre Del color de la leche y La escuela de canto que uno puede llegar a preguntarse -alentado, además, por la antedicha falta de información sobre el segundo título, carente de referencias incluso en la propia página web de la autora- si se trata de la misma obra en dos estadios diferentes de su creación -esbozo y obra terminada- o reconvertida de un medio a otro -drama radiofónico o teatral y novela-, o incluso -en la apoteosis de la paranoia- si se trata de un texto pensado y “cocinado” expresamente para el público español, pues, como ya he anticipado, Del color de la leche, de recepción excepcional en el mundo entero, tuvo una muy especial acogida en nuestro país, siendo Libro del Año en 2014. En fin, especulaciones rozando el delirio por mi parte, pero si bien resulta obvio que el contexto histórico, los personajes, los detalles concretos de la ambientación son clara y radicalmente distintos en una y otra novela, también es evidente la muy inusual abundancia de similitudes entre ambas.
Así por ejemplo, los hechos narrados se sitúan en los dos libros en períodos pretéritos que, aunque distantes en el tiempo -1830 y 1573-, permiten a la autora recrear el pasado de modo convincente, transmitiendo al lector con idéntica verosimilitud la cotidianidad, el marco histórico -siquiera sea tangencialmente, como telón de fondo- y la atmósfera de cada época. Coinciden también en el protagonismo de unas niñas, Mary y Ellyn; en la profunda indagación psicológica, el acertado “retrato” de la personalidad de las chicas, de sus perfiles similares: inocentes, analfabetas, ignorantes, criaturas salvajes que han crecido al margen del mundo, pero, a la vez, inteligentes, decididas, sensibles, valientes, inconformistas con su destino; en la destacada singularidad del color de sus cabellos -albino y rojizo, en cada uno de los casos-; en una existencia rudimentaria condicionada por la pobreza y las carencias, por el hambre, la precariedad y la escasez; en el muy limitado entorno que enmarca la acción: unas granjas familiares miserables y aisladas, en las que no hay más aliciente que la difícil supervivencia; en la ausencia total de expectativas, ilusiones o futuro en unas vidas tristes hechas de sufrimiento y dolor; en la crudeza de los relaciones familiares, con unos progenitores severos, con hermanos hostiles, con peleas, insultos, agresiones; en el trabajo embrutecedor como única actividad que marca el paso de las horas; en la figura de un pariente incapacitado, con las piernas destrozadas a causa de un accidente, de una caída -de un tejado, de un almiar-; en la presencia salvífica de un miembro de la familia -el abuelo, la pequeña Agnes-, que representa la esperanza, la ternura, la alegría, la sensibilidad en un escenario áspero, desolador, amargo; en la “venta” de las protagonistas a la Iglesia para poder subvenir a las necesidades económicas y de subsistencia familiares; en las mejores condiciones de vida, tanto materiales -comida, alojamiento, higiene-, como espirituales -educación, aprendizaje, cultura, afecto, consideración- a las que las niñas acceden en su nuevo entorno; en la leve dosis de intriga -¿qué lleva a Mary a trasladar sus reflexiones a un diario?, ¿se descubrirá la auténtica identidad de Ellyn?-; en la cultura -la escritura en el primer caso, la música en el segundo- como elemento liberador, como ventana que muestra otros mundos (porque en el mundo hay más cosas además de los árboles y los pájaros y la vaca, dirá Ellyn), otras realidades, que permite vislumbrar un horizonte propicio, emancipado (está solo madre y la tierra y los árboles y los pájaros y yo pienso en el frente de piedra de la catedral y en el techo que hay dentro y en el sonido y en el canto por la noche y pienso en la escuela y en el abecedario y en las letras y en las palabras y en quién es enrique y en quiénes son sus esposas y en las historias de la biblia y en todas esas palabras en latín y entiendo que aquí no existe nada de eso y yo pensaba que era todo el mundo); en la toma de conciencia de ambos personajes sobre las desigualdades y la injusticia del mundo (pienso en que allí las mesas son más grandes que esta habitación y pienso en toda la comida y las paredes de madera y los libros y en que no está bien que nosotros no tengamos nada y ellos tengan todo, siempre en palabras de Ellyn); en su lucidez, que les permite vislumbrar y entender la naturaleza abusiva y violenta de las relaciones sociales, condicionada por las diferencias de nacimiento, de clase, de sexo (Algunos tenemos los pies metidos en la mierda y otros los tienen metidos en pantuflas de cuero. Y voy a terminar gritando lo injusto que es todo; de nuevo Ellyn); en el papel de la Iglesia como coadyuvante del mantenimiento de ese orden social arbitrario e injusto; de la violencia que se ejerce sobre los débiles, sobre los desposeídos, sobre los desheredados.
Igualmente, y aquí quiero hacer un aparte para resaltar un aspecto que ya estaba -larvado aunque nítido- en Del color de la leche- pero que en La escuela de canto se manifiesta de modo rotundo, categórico, explícito, con un subrayado que, a mi juicio, resulta innecesario en una obra literaria y la hace desmerecer, ambos libros tienen en común también la que podríamos llamar “cuestión femenina”, la “denuncia” del sometimiento, la opresión, la esclavización y los abusos que durante tanto tiempo han sufrido -y en mucha menor medida aún sufren- las mujeres. En esta última novela, Ellyn no solo se da cuenta de su dominación y se rebela contra ella, por sí misma y por Agnes, por su futuro, por su liberación, para que la pequeña no tenga que sufrir lo que ella ha padecido (tienes que saber que yo tengo que hacer esto porque lo estoy haciendo por ti además de por mí porque tú eres una chica igual que yo), sino que asume una voz plural, que parece representar a todas las mujeres, multiplicándose así, en el libro, las manifestaciones de esa progresiva autoconciencia de la chica que, en su peculiar torrente de pensamiento, formula, de manera algo improbable -no resulta plausible en una niña de sus características- y anacrónica -sus palabras suenan a discurso “protofeminista”, impensable en 1573-, en términos de comprometida militante feminista del siglo XXI (solo le faltaría hablar de “sororidad” para situarse en el terreno del panfleto); como en estos dos ejemplos:
Es el cuerpo de una mujer. Soy un paisaje, un mundo. Y sé que dentro de mi tajo hay todavía más: hay otro mundo, un mundo escondido. Y sin ese mundo no hay ningún mundo.
Tengo una voz. Es mi voz. He empezado a usarla y no voy a parar. Cuando empiezas ya no puedes parar. Tú también tienes una voz, Agnes, y yo quiero que tú uses tu voz.
Sin embargo, hay belleza y emoción en el proceso que vive la chica, en el reconocimiento de su condición, en su clarividencia; hay sensibilidad y delicadeza y sentimiento en su amor y su entrega a la pequeña Agnes. Es el paso ulterior, la identificación de su vivencia personal, íntima, con una “causa” colectiva, el que Leyshon hace que su protagonista dé y el que, desde mi punto de vista debería haberse obviado. Cualquier lector puede, sin necesidad de que la mano de la autora se lo señale, intuir el valor metafórico de la voz de la niña, que rompe el silencio secular de la mujer. ¿Por qué enfatizarlo, por qué resaltarlo de manera expresa? Es sabido -ya lo he referido aquí en otras ocasiones- que no me gustan los subrayados, los énfasis, los mensajes demasiado explícitos, que se ofrecen “predigeridos”. Prefiero la sutileza, el confiar en que la inteligencia del lector saque sus propias conclusiones, sin dirigir su mirada -ni mucho menos su pensamiento-, sin insistir, sin llamarle la atención, sin recalcar, trazar o señalar, sin poner el foco de modo evidente en un “mensaje”. Pese a esta objeción, que nadie se confunda: estamos ante una novela bellísima, acabo de hablar de sensibilidad, delicadeza y sentimiento, y añado ahora gracia, emoción y ternura como sus rasgos dominantes.
No quiero dejar pasar mi comentario sobre el último de los elementos en el que concuerdan los dos títulos, las particularidades estilísticas, ya adelantadas a propósito de Del color de la leche, que se repiten en La escuela de canto y que ya han podido apreciarse en los fragmentos que he intercalado entre mis comentarios: juegos tipográficos, incorrecciones sintácticas, gramaticales y ortográficas, ruptura de la disposición habitual de los párrafos, puntuación poco convencional, inexistente en la mayor parte del libro, ausencia de mayúsculas, palabras escindidas, otras inventadas, pronombres cambiados de lugar (Ellyn parece asturiana, así la “escucha” el lector, al alterar la posición del pronombre, siempre tras el verbo: levanto me la manga del blancosucio para enseñar el moratón que tengo en la piel y bajo me el cuello del blancosucio para enseñar las marcas donde hizo me daño pero madre ni siquiera mira me y levanta la mano y mueve la rápido y da me una bofetada), entre otros notables recursos.
Sin tiempo apenas para algo más que un breve comentario, os hablo de El bosque, la tercera obra de Nell Leyshon que he querido traer esta tarde a Todos los libros un libro. Es, una vez más, un libro espléndido, conmovedor, lleno de emoción y sensibilidad, muy bello, cuya lectura provoca un impacto perdurable en quien se adentra en sus páginas, de un modo tanto o más intenso que en las dos otras novelas. Publicado en nuestro país, como ya he señalado, en 2019, en traducción de Inga Pellisa, el libro se aparta, en cuanto a su temática y al planteamiento argumental, de los anteriormente reseñados, aunque mantiene los muy singulares rasgos de estilo, el relativo “experimento” formal y la voz, tierna, sentimental, melancólica y cercana con la que se nos narran los hechos, la magia, el lirismo y la sensibilidad de su prosa, habituales de la literatura de Leyshon. Con dos protagonistas principales, el pequeño Paweł -seis, ocho años- y su joven madre Zofia, la obra, con una estructura muy cercana al teatro -y dada la condición de dramaturga de su autora, no resulta extraño que haya sido concebida o vaya a ser objeto de alguna adaptación a la escena-, se articula en tres partes o actos (aparte de unos muy relevantes y necesarios preámbulo y coda final, que no se presentan como tales sino, en ambos casos, bajo la rúbrica de “dos cartas”, como luego precisaré). En la primera, ambientada en Varsovia, en los días de la ocupación de Polonia por las fuerzas del Reich, el niño y su madre sobreviven, en una ciudad desmantelada, con una historia y un pueblo diezmado, en un clima opresivo de desasosiego, amenaza e inquietud, de incertidumbre y miedo, recluidos en la casa familiar, a la que llegan de continuo los ecos de explosiones y disparos, de las detonaciones y las bombas que hacen que todo en la vivienda vibre y se resquebraje (El sonido comienza, un fragor profundo, al final de la calle. Una explosión. Resuena y reverbera en los muros de los edificios, se hace más intenso a medida que se acerca, y entonces los marcos de la ventana empiezan a vibrar uno contra el otro, el cristal vibra contra el marco, y da la impresión de que el suelo se mueva bajo sus pies). Junto a ellos, en el inmueble conviven la abuela y la tía Joanna, madre y hermana de Zofia, respectivamente. El padre, Karol, que colabora con la resistencia contra el invasor nazi, aparece de manera esporádica, entre una y otra acción de las que no se nos da cuenta en el texto. La condición de médica de la abuela y el compromiso paterno enfrentándose a las fuerzas ocupantes, convierten la casa, su sótano, en un refugio al que, clandestinamente y arriesgando las vidas de todos, se acerca a heridos y a combatientes necesitados de atención médica. En uno de estos traslados nocturnos, Paweł, desvelado, vislumbra a un hombre maltrecho al que su padre y dos desconocidos conducen envuelto en una alfombra que pretende ocultar su presencia. Es Michael, un soldado inglés, aterrizado en paracaídas, que con una pierna destrozada se debate entre la vida y la muerte. Leyshon sintetiza así este primer escenario: Están todos aquí atrapados, en este piso, en esta ciudad ocupada llena de gente en peligro. Con un inglés escondido. Un aviador inglés.
En la segunda parte, y como consecuencia de ciertos sucesos que no quiero desvelar, Zofia y Paweł han debido abandonar su hogar y los encontramos cobijados en un bosque, precariamente instalados en un establo en el que se esconden en condiciones muy limitadas, sobrellevando con estoicismo el hambre, el frío, la inseguridad, la falta de información sobre el destino del resto de los familiares, el doloroso lastre de los recuerdos. Su elemental subsistencia se sostiene gracias a la ayuda de una anciana, Baba, misteriosa, con algo de bruja, que les provee de alimentos, pagados, al parecer, por un Karol que ha desaparecido de escena, entregado a sus batallas furtivas. La tercera pieza de la obra lleva a los personajes a otro tiempo y otro espacio bien distintos. Han pasado los años, y Zofia (que ya tiene cincuenta y ocho) y Paweł, que ahora se llaman Sofia y Paul, viven en Inglaterra. Ella en Londres, solitaria viuda de Peter, al que había conocido tras su llegada como refugiada; él en Glastonbury, en un tranquilo ámbito rural compartiendo su vida con Alexander, su pareja homosexual, un personaje espléndido. Los secretos del pasado, la memoria, los vínculos, las preguntas sin responder, el dolor y las pérdidas, el amor y los afectos maternofiliales, también las turbulencias de la relación entre la mujer y su hijo, afloran en un frente del libro especialmente emocionante y enternecedor que deja al lector con una dulce congoja en el alma y al borde de las lágrimas.
En estos tres contextos diferentes, en las interacciones de los personajes y, sobre todo, en el irrefrenable flujo de conciencia, la incesante corriente de pensamiento (Mírala, otra vez pensando: no sabe parar su mente, no ha sabido nunca. Una cháchara mental interminable) de Zofia/Sofia (aunque no solo, porque también “oímos” el discurrir de Paweł/Paul, intercalados ambos con la descripción de los hechos, en una magistral trabazón del monólogo interior y el estilo indirecto libre), la hipnótica, seductora, intimista y exquisita prosa de Leyshon propone a quien se adentra en la novela la reflexión sobre un gran número de ideas de extraordinario interés universal: la maternidad (Qué cosa esta de ser madre) y las relaciones maternofiliales (ese leitmotiv recurrente en sus libros; al menos en los tres que he leído: siempre una madre y un hijo, o una hija), la ambivalencia de los sentimientos que suscita, el conflicto que supone entre la sujeción y la independencia, entre la entrega y la libertad; la imposibilidad de alcanzar los sueños, incluso los más asequibles, y la angustia de la renuncia a ellos; los misterios, los oscuros secretos, los temores y los miedos de la infancia; el absurdo de la guerra, la desolación que conlleva, el afloramiento del mal; la importancia de la naturaleza; el ansia de pertenencia, el valor la familia; la fuerza de la vida, la voluntad de perseverar y la simultánea tentación del abandono; la necesidad de recomposición tras la adversidad, el cansancio de la lucha; la ausencia, la nostalgia y la tristeza, el dolor; la búsqueda de sentido a la existencia; el compromiso, la entrega, los afectos; el instinto de supervivencia, la vida como transformación, la adaptación a los cambios; la imprevisibilidad, la incertidumbre, la futilidad última de todo plan, de todo proyecto; la vertiginosa vorágine del pensamiento (Ésta es la locura de ser humano. El pasado y el presente coexisten); la reflexión, la autoconciencia, la identidad; la memoria, los recuerdos, el olvido, la soledad; la serena aceptación de las pérdidas y el sentimiento de permanencia, de continuidad; la desesperación, el miedo; el destino, la causalidad, los azares; la comprensión, la tolerancia, el respeto; el misterio (en una clave del libro: No todo es conocido: siempre hay misterio. Siempre hay un bosque); el paso del tiempo, el deseo de perpetuarse, la vejez, el deterioro, la enfermedad, la inminencia del fin, el círculo -un elemento simbólico esencial en la novela, como luego comentaré) que se completa (los tres estadios de la vida de una mujer. Primero, el albor anterior a la sangre, el pecho todavía plano. Luego los años de la posibilidad, cuando las entrañas ocultas del cuerpo de una mujer son capaces de crear otro cuerpo. Por último, el paisaje después de la sangre, que puede recordarle a una mujer su yo del comienzo, libre, dispensada del deber de salvar a la raza humana de la extinción. Es ahí cuando la vida avanza hacia la compleción, cuando el tiempo se transforma y la línea se convierte en círculo); las luces y sombras de la vida, sus contradicciones; el amor, su poderosa energía y la vulnerabilidad en que nos sume (El amor nos hace vulnerables. Es como desprenderse de una capa de piel, una exposición del sistema nervioso); la lúcida reivindicación de la condición femenina, de su singularidad tantas veces condicionada por la exigencia externa (un elemento que se presenta de modo muy sutil, como, por ejemplo, en la descripción de las “visitas” de Karol en el encierro de la familia: el hombre que llega y parte, no sin antes “reclamar” su tributo, en comida, en sexo, ante el silencio conformista y sumiso de Zofia: Él sube la mano por su costado. La toca donde la pierna se junta con el trasero, donde se hunde su cintura, donde se eleva el pecho. —No hagas ruido —susurra ella—. Paweł duerme. Cierra los ojos. Ella quería noticias, no esto); la revisión de los valores sobre la diversidad sexual (Ella sabe que el mundo está cambiando muy rápido, no es tonta, pero tiene casi sesenta años y es hija del mundo en el que nació. Ahora se espera de ella que haga un giro enorme. Lo que era ilegal ahora es legal. Lo que no se decía ahora se dice. Hay reglas nuevas y ella creció en el viejo mundo. No es fácil); la trascedencia de la cultura, del arte, de la música -Zofia toca el violonchelo, Paweł el violín-, de los libros (en otro elemento reiterado en Leyshon); la importancia de las historias, de la ficción, de la literatura para sostener nuestra vida (Las historias son importantes. Es la manera que tiene la gente de intentar entender por qué está aquí el mundo y qué hacemos nosotros en él).
Y todo ello en un relato de extraordinario magnetismo, que atrapa y arrebata (las trescientas páginas del libro se devoran en unas horas). Nell Leyshon es una excelente narradora, con su estilo poético, que evoca sentimientos y emociones, que transmite tristeza, sufrimiento y melancolía, pero también alegría y calidez, humor incluso, hondura e inteligencia. Una prosa demorada y brillante, que se recrea en los detalles (El fregadero, la ventana, la cocina, la mesa y las sillas, el gran aparador, los estantes. Los candeleros de plata, las fuentes de plata, las tapas de plata. La porcelana azul y dorada).
Hay, de nuevo -y con este apunte termino-, una muy ostensible presencia del recurso al juego formal, que empieza en la tipografía del texto, se prolonga en la estructura de la novela y finaliza en el “mensaje” final de la obra. Las tres partes del libro aparecen divididas en capítulos que obedecen a una disposición en cierto modo palindrómica. Así, en la primera sección -ciudad-, cada apartado se titula con el nombre de un objeto que centrará el relato de los hechos tratados (una cuchara, un trapo, un cristal, un paño rojo, una funda de almohada, una taza de porcelana, un cordón, un vestido rojo, una camisa azul, un libro, una sábana fría, una esquirla de cristal, una aguja e hilo, una mancha de sangre, una puerta, polvo). En la tercera parte -pueblo-, los capítulos llevan el mismo título aunque en orden inverso (polvo, una puerta, una mancha de sangre, una aguja e hilo, una esquirla de cristal, una sábana fría, un libro, una camisa azul, un vestido rojo, un cordón, una taza de porcelana, una funda de almohada, un paño rojo, un cristal, un trapo, una cuchara). En el “acto” central de la obra -bosque-, el eje sobre el que gira y gravita la historia (hay un antes y un después a la estancia en el bosque), los capítulos aparecen bajo unas rúbricas que son los nombres científicos, en latín, de los vegetales (abedul, patata, col, seta calabaza, trigo) que tendrán un papel relevante en el apartado correspondiente, también dispuestas como un palíndromo (betula pendula, solanum tuberosum, brassica oleracea, boletus edulis, triticum aestivum, triticum aestivum, boletus edulis, brassica oleracea, solanum tuberosum, betula pendula). Este esquema circular, perceptible ya desde el índice de la novela, que os transcribo a continuación, refleja de modo gráfico una de las ideas principales del libro: el constante vínculo entre pasado y presente, el tiempo circular, la vida que se repite (El recuerdo de aquel momento, bebiendo tila en el bosque, está dentro del momento en que bebió tila con Peter en el piso de los árboles, que está dentro de este momento, ahora mismo, sentada ahí con la taza y el platillo al lado en este cuarto. Un recuerdo dentro de otro recuerdo dentro del presente).
En fin, cierro aquí esta reseña cuya extensión, como tantas otras veces, se me ha ido de las manos. Y lo hago con mi entusiasta invitación a leer estas tres novelas memorables: Del color de la leche, La escuela de canto y El bosque. No las olvidaréis. Os dejo ahora con un tema musical mencionado en el último libro: el Preludio de la Suite para violonchelo n.º 1, de Bach, en la versión de Ophélie Gaillard.
dos cartas
ciudad |
pueblo |
|
polvo |
||
un trapo |
bosque |
una puerta |
un cristal |
una mancha de sangre |
|
betula pendula |
una aguja e hilo |
|
una funda de almohada |
solanum tuberosum |
una esquirla de cristal |
una taza de porcelana |
brassica oleracea |
una sábana fría |
un cordón |
boletus edulis |
un libro |
un vestido rojo |
triticum aestivum |
una camisa azul |
una camisa azul |
triticum aestivum |
un vestido rojo |
un libro |
boletus edulis |
un cordón |
una sábana fría |
brassica oleracea |
una taza de porcelana |
una esquirla de cristal |
solanum tuberosum |
|
una aguja e hilo |
betula pendula |
un paño rojo |
una mancha de sangre |
un cristal |
|
una puerta |
un trapo |
|
polvo |
una cuchara |
dos cartas
Videoconferencia
Nell Leyshon. Del color de la leche; La escuela de canto; El bosque
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