Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de noviembre de 2010

GUSTAVO MARTÍN GARZO. TODAS LAS MADRES DEL MUNDO

Hola, buenas días o buenas tardes, según el día de la semana en que me escuchéis. Bienvenidos. Os saludo una semana más desde aquí, desde Todos los libros un libro, desde donde todos los miércoles a las diez de la mañana o los viernes a las cinco y media de la tarde os ofrezco mi peculiar recomendación literaria.

Hoy quiero presentaros un librito encantador, muy tierno y lleno de dulzura. Se trata de Todas las madres del mundo, lo publica la editorial Lumen y su autor es el vallisoletano Gustavo Martín Garzo. El libro es una reedición del que vio la luz en el año 2003 en la editorial RqueR, entonces con el título de Pequeño manual de las madres del mundo, y que como os digo ahora reaparece en una nueva edición más cuidada y con ligeras modificaciones.

No voy a contaros nada de Gustavo Martín Garzo, aparte de por nuestras habituales premuras de tiempo, porque es, además, un escritor y un personaje suficientemente conocido, en especial en Salamanca, en donde ha estado infinidad de veces dando conferencias, presentando sus ya muchos libros y firmándolos en distintas Ferias.

Si quiero hablaros, en cambio, brevemente de este libro; si querría ofreceros, al menos, unas ligeras pinceladas que ayuden a esbozar una idea general sobre esta especialísima propuesta literaria de Martín Garzo. El libro consiste en la descripción, llena de ironía y humor, de poesía y sensibilidad, de alegría y felicidad, de cincuenta tipos de madres (cincuenta y nueve en la primitiva edición). Son relatos brevísimos, de una o dos páginas de extensión como máximo, escritos a partir del encargo de un cuento que una ONG le hizo al escritor y que éste fue haciendo crecer hasta que aquel pequeño esbozo original se convirtiera en el volumen que hoy comentamos.

Martín Garzo confiesa haber escrito el libro para que las madres sean felices leyéndolo. O, mejor dicho, para que prolonguen con su lectura la felicidad que sienten junto a sus niños y disipen, con un poco de humor e ironía, el miedo de verlos crecer. Y ciertamente la lectura del texto es siempre gozosa, pasamos sus páginas con una sonrisa en la boca, asistiendo con agrado a la tierna imaginación que despliega el escritor vallisoletano en sus retratos maternales.

Las descripciones de estas distintas tipologías de madres (las madres vampiro, las imprudentes, las que se infantilizan, las madres dadivosas, las desconfiadas, las madres canguro, las madres pájaro, entre otras) se mueven entre la fantasía, ese terreno de los cuentos y las leyendas que tanto gusta a Martín Garzo, y la más prosaica cotidianidad, a la que siempre se observa con un sentido realista que, de tan pegado al mundo práctico, a veces acaba pareciendo también, imaginativo y ficticio, como podréis observar en el cuento que he seleccionado para leeros hoy.

Pero en general, los brevísimos retratos ofrecen una muestra variada de los distintos aspectos, tantas veces ambiguos o abiertamente contradictorios, de las personalidades maternas: las vacilaciones, la ternura, la tristeza, las dudas, el amor, la dulzura, las aprensiones y los miedos, los afanes y las esperanzas, las preocupaciones, los sufrimientos, el encantamiento, la entrega, y tantas otras manifestaciones habituales de las relaciones entre las madres y sus hijos. Y así, por ejemplo, las madres pez, al carecer de brazos o tentáculos, no pueden agarrar a sus hijos, no son capaces de experimentar la deliciosa intimidad de un abrazo, sufren el desapego de sus vástagos y envidian a las madres humanas por la posibilidad que estas tienen de acceder a un mundo de estremecimientos y dulzuras que a ellas les están vedadas; o las madres maestras, que ya inmediatamente después del parto no se permiten el pensar en los deleites que el contacto con sus hijos les reportaría a ambos y empiezan a urdir una espesa trama de exigencias y obligaciones creadas con el afán de educar convenientemente a sus pequeños, o las madres extraterrestres, obsesionadas porque sus hijitos no muestren a otros niños sus extraordinarias facultades, a las que se entregan en secreto en los sótanos de sus casas: volar sobre las ramas más altas de los árboles, andar sobre el agua, tocar el fuego sin quemarse.

He elegido para mi lectura final de hoy el primero de los tipos de madres que Martín Garzo nos ofrece, el de las madres trapecistas. Espero que a través de su escucha podáis haceros una idea certera de cuál es el amable tono del libro, de su inocencia, de su encanto, de su extraordinaria belleza.

Para ilustrar musicalmente la emisión os dejo un clásico de Paul Simon, muy apropiado al tema tratado, Mother and child reunion, publicado en 1972.

Lo primero que pensaban las madres trapecistas cuando por fin tenían a su bebé en los brazos era que había llegado el momento de abandonar su profesión. Una profesión ciertamente envidiable y hermosa, pero también bastante insensata, que las forzaba a asumir riesgos poco compatibles con aquella nueva responsabilidad, ya que atender a un recién nacido durante las primeras semanas de vida era una de las cosas más absorbentes y llenas de incertidumbre que existían. De modo que, a su regreso del hospital, anunciaban a bombo y platillo en el circo su propósito de retirarse. Sus compañeros, especialmente los más experimentados, asentían con la cabeza, aun sabiendo, por otros casos como ése, que no deberían tomarse demasiado en serio esa decisión. Es difícil haber probado el aire del trapecio y olvidarse de él. Era como una droga, porque allí arriba, en el trapecio, parecías tener algo de lo que los demás no sabían nada. Y en efecto, pasados esos primeros meses de atenciones y dulces sobresaltos en que los cuidados de aquel bebé ocupaban todo su tiempo, las trapecistas volvían una tarde a dejarse caer por el circo, y unos días después, como el que no quiere la cosa, estaban de nuevo colgadas en el trapecio. Y, aunque durante las primeras semanas se mostraran demasiado cautas, rehuyendo los números más arriesgados, muy pronto sólo vivían para descubrir esas nuevas formas de hacer posible lo que no lo parece, que es la eterna búsqueda del trapecio. Y poco a poco sus ojos y su piel volvían a adquirir ese brillo incomparable, en todo semejante al que se produce al hacer el amor, que era la causa de su indiscutible poder sobre los hombres. Como si allí arriba, junto a la carpa, llegaran a vivir una vida distinta, una vida que nada tenía que ver con aquella que llevaban en el suelo, ni estaba sujeta a las mismas obligaciones o leyes, y en la que incluso llegaban a olvidarse de sus propios nombres y sus propias familias. Tal vez por eso, cuando regresaban a sus casas y volvían a encontrarse con sus bebés, las embargaba un sentimiento de culpabilidad que las llevaba a hacer todo lo posible para mantenerlos apartados de aquel mundo lleno de riesgos y de estricta amoralidad que era el mundo vertiginoso del trapecio. Se volvían entonces extremadamente protectoras y les llevaban a colegios de frailes y monjas, tratando de que el día de mañana se inclinaran por alguna de esas profesiones -médicos, maestros, ingenieros de caminos o técnicos de telecomunicaciones- que quieren para sus hijos e hijas los padres y madres normales. Nada que tuviera que ver con aquel mundo de locos maravillosos, de criaturas extrañas y de dulces perversidades, que era el mundo del circo. Pero también esto duraba sólo un tiempo y, sin duda, el día más feliz de la vida de las madres trapecistas era aquel en que, al entrar en la habitación de su hijita para darle las buenas noches, se la encontraban dormida con toda naturalidad en lo alto del armario.



No hay comentarios: