CEES NOOTEBOOM. TUMBAS DE POETAS Y PENSADORES
Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que hoy llega a su emisión centésima en esta su segunda etapa, tras los cinco años iniciales en Onda Cero, en nuestra emisora universitaria. Cien programas, cien libros, cien propuestas de lectura en dos intensos y apretados cursos académicos, cien ediciones por las que han pasado sobre todo novelas, pero también algún ensayo, antologías de poesía, recopilaciones de cuentos o volúmenes misceláneos, un centenar de sugestivas invitaciones a disfrutar de unos libros que, en todos los casos -y siempre según mi muy subjetivo y particular juicio-, han sido elegidos -a partir de mi propia experiencia lectora- con criterios en los que prima la calidad y el interés intrínsecos de las obras escogidas, pero también -sin rebajar ese nivel de exigencia inicial- su potencial cercanía a unos gustos no demasiados exquisitos o elitistas, su heterogeneidad, la variedad de géneros, de procedencias, de temáticas, de planteamientos literarios, así como la capacidad de los libros propuestos para entretener, para hacer pensar, para conmover, para emocionar, para ilusionar, para entusiasmar, para, en definitiva, encantarnos y hacernos olvidar la tan a menudo mísera existencia cotidiana.
Para conmemorar este primer centenario del programa os traigo hoy un libro magnífico de un grande de la literatura universal, eterno candidato al Premio Nobel, el holandés de nombre impronunciable Cees Nooteboom. De su extensísima y muy variada obra literaria he seleccionado un volumen de difícil adscripción a un género en concreto, un libro que recoge delicada poesía, profundas reflexiones personales y magníficas fotografías, unido todo ello con un lazo común, la presencia de la muerte, una presencia no ominosa, ni sombría, ni dramática, muy al contrario, una muerte que se contempla desde una perspectiva que, al menos desde mi punto de vista, aparece como esperanza, como creación, como belleza, como -valga el oxímoron- profundamente vital. Se trata de Tumbas de poetas y pensadores y lo publicó, el año 2007, la Editorial Siruela en traducción del alemán de María Cóndor. El libro se presenta en una edición muy cuidada, de formato grande, tapas duras, excelente papel satinado, bellísimas fotografías -como ya he señalado- y desmesurado precio acorde con la extraordinaria calidad formal que ofrece.
Viajero empedernido, durante décadas Nooteboom ha visitado, allá donde le llevaban sus aventuras, las tumbas de escritores -fundamentalmente poetas pero también narradores o filósofos- cuyas obras le habían acompañado a lo largo de su vida. En total, ochenta y dos autores, todos sin excepción indiscutibles en cualquier historia de la literatura que se pretenda rigurosa, cuyas personalidades, cuyos versos, cuyos pensamientos llenaron su propia existencia de lector apasionado. En sus visitas le acompaña siempre su mujer, Simone Sassen, notable fotógrafa, y las imágenes que esta recoge de las lápidas, los cementerios y, en general, los espacios funerarios, ciento treinta y cinco evocadoras y hermosísimas fotografías en blanco y negro, aparecen en el libro contribuyendo a trasladarnos al entorno -a menudo apacible y recogido, siempre ilustrativo y sugerente- de las últimas moradas de los literatos admirados.
El autor confiesa que su cuanto menos extraño proyecto surge de su “afición” a asistir a entierros de colegas escritores. ¿Cuándo empezó?, se pregunta, Yo ya había asistido con frecuencia, cuando en mi país algún colega más viejo o más joven emprendía su último, incierto y gran viaje por las antologías y manuales, a extrañas fiestas al revés en el aula magna de un cementerio, en las que nos volvíamos a ver unos a otros. Allí se suspendían por un instante las enemistades literarias, se daba el pésame a los inimaginables parientes -los escritores no tienen familia- y se hacían conjeturas en silencio acerca de cuánto tiempo resistiría la obra del difunto antes de pasar al segundo plano de la inimaginable eternidad. Pero acudir a entierros no es lo mismo que visitar tumbas. Para expresarlo de la manera más sencilla posible: una tumba tiene que estar cerrada, y mejor si lo está ya desde hace tiempo. La mirada en la sima abierta en la tierra, donde se ve el ataúd, y todos los pensamientos relacionados con ella tienen todavía demasiado que ver con la vida. El que visita la tumba de un poeta emprende una peregrinación a sus obras completas.
He ahí, pues, escondida en este significativo párrafo, la razón última del libro y de la voluntad que llevó a la experiencia que lo motiva: la intensidad con la que el autor vive su condición de lector. Visita las tumbas porque quienes están en ellas enterrados forman parte de su vida, porque sus obras han estado presentes en su existencia de las maneras más diversas y en los momentos más variados. Y por ello, no hay nada morboso o mortecino en su peregrinar de túmulo en túmulo. Son las voces, las voces vivas de los muertos, valga de nuevo la paradoja, vivas en sus versos inmortales, en sus páginas imperecederas, en sus ideas que han resistido el paso del tiempo, las que impulsan o acompañan al viajero.
Este, a veces, emprende sus recorridos -que le han llevado, en una pasión irrefrenable, a todos los continentes- expresamente en búsqueda del lugar en el que yace enterrado el escritor querido; otras, es el azar, la estancia casual en las cercanías del enterramiento, el que motiva la visita a sus “muertos amados”. Simone Sassen y yo -escribe Nooteboom- denominamos para nosotros mismos el relato de nuestra búsqueda, “Encuentros”. En algunos casos son sus encuentros y no hay más que la imagen; en otros yo quise escribir sobre alguien cuya sepultura no pudimos visitar. Pero casi siempre el texto y las reflexiones del escritor se asocian a las fotografías de su mujer, en un diálogo muy fecundo, en el que palabras e imágenes se imbrican, se complementan, sirven de ilustración mutua, permiten enriquecer nuestra visión de los escritores “visitados”.
Por el libro pasan así, en una muy completa y heterogénea enumeración, que no respeta siglos ni geografías y que denota lo universal de los gustos literarios del visitante, Celan, Descartes y Wittgenstein; Mann y Calvino, Canetti y Joseph Brodsky; Virgilio, Hölderlin y Leopardi; René Char, Thomas Bernhard y Paul Valéry; Marcel Duchamp, Montale, Keats y D.H Lawrence; Yeats y Ionesco. El autor peregrinó también, y el término no resulta excesivo pues de una auténtica aventura espiritual se trata, a las tumbas de Neruda en Chile, las de César Vallejo y Julio Cortázar en el parisino cementerio de Montmartre, a la de nuestro Machado en Collioure, a la de Robert Louis Stevenson en su remota isla de los mares del sur, a las de Keats y Shelley en Roma, a las innumerables del Pére Lachaise de París, Balzac o Proust o Wilde entre ellas. Y también visita en su último lecho a Susan Sontag, Virginia Woolf, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a Nabokov y Kafka, a Dante, Flaubert y Borges, a Bioy Casares y Samuel Beckett y James Joyce y Goethe y tantos otros.
Y en cada caso nos encontramos con las atinadas reflexiones del autor: aquí un leve apunte biográfico sobre el escritor enterrado, allá -muy a menudo- una cita de su obra, un poco después unos versos, más adelante una somera y poética descripción de la tumba o de la lápida -sobria o alambicada, discreta u ostentosa, austera o sofisticada-; ahora un comentario sobre el espacio circundante -salvaje o “civilizado”, inaccesible o notoriamente señalizado, repleto de recuerdos y ofrendas y arreglos florales o desmañado, olvidado como a menudo lo es el muerto-, más tarde un retrato melancólico de los anónimos y privilegiados “vecinos” que duermen su sueño eterno a la vera del literato visitado, aún después, tres pinceladas sobre los fugaces visitantes del cementerio. Y siempre la profundidad del pensamiento de Cees Nooteboom, sus penetrantes anotaciones sobre la poesía, sus filosóficas disquisiciones sobre la vida y la muerte, sobre la memoria y el olvido, sobre los recuerdos, sobre la amistad y el amor, sobre -claro está- la literatura.
Un libro magnífico, este Tumbas de poetas y pensadores, del holandés Cees Nooteboom, que publica Siruela. Un libro interminable, además, gozosamente interminable, pues se abre a las obras de los escritores mencionados, avivando el interés por su lectura, y, sobre todo, a poco espíritu viajero que se posea, porque nos despierta el deseo de repetir la experiencia del autor, visitando también, con la misma pasión, con idéntico entusiasmo, con similar emoción, esos lugares en cierto modo sagrados.
He elegido, como complemento musical a mi reseña de esta mañana, una canción que habla de la muerte, Flirted with you all my life, del desgraciadamente desaparecido Vic Chesnutt.
¿Quién yace en la tumba de un poeta? El poeta, desde luego, no, eso es bien sabido. El poeta está muerto, de lo contrario no tendría una tumba. Pero el que está muerto ya no es nadie, por lo tanto tampoco está en su tumba. Las tumbas son ambiguas. Conservan algo, y sin embargo, no conservan nada. Naturalmente, esto se puede decir de todas las tumbas, pero cuando se trata de las tumbas de los poetas con eso no está todo dicho. En su caso hay algo diferente. La mayoría de los muertos callan. Ya no dicen nada. Literalmente, ya lo han dicho todo. Pero no sucede así con los poetas. Los poetas siguen hablando. A veces se repiten. Esto ocurre cada vez que alguien lee o recita un poema por segunda o centésima vez. Pero hablan también para quienes todavía no han nacido, para unas personas que aún no han vivido cuando ellos escriben lo que escriben.
¿Por qué visitamos la tumba de alguien a quien no hemos conocido en absoluto? Porque nos dice algo, algo que sigue resonando en nuestros oídos, que hemos retenido e incluso no hemos olvidado, que nos sabemos de memoria y de vea en cuando repetimos, en voz bajo o en voz alta. Con alguien cuyas palabras siguen estando presentes para nosotros mantenemos una relación, del tipo que sea. Por esa razón, no es imprescindible visitar su tumba.
Cuando se trata de tumbas, todo es irracional. Llevamos flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella. Pues eso es lo que queremos, queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos leyéndoles, porque ellos siguen hablándonos. Cuando nos hallamos al lado de sus tumbas, sus palabras nos envuelven. La persona ya no existe, pero las palabras y los pensamientos permanecen. Podemos al menos rememorar. Cada visita a la tumba de un poeta es una conversación en la cual la respuesta ya está ahí mucho antes que todo lo que nosotros mismos pudiéramos decir. Es una paradoja. Algo se ha dicho ya, pero sin que se haya formulado una pregunta. Hemos venido a dar nuestra aquiescencia, a estar cerca de las palabras que ya se han dicho. El que escribió esas palabras murió, pero las palabras mismas siguen viviendo. Podríamos pronunciarlas en voz alta, como si se las dijéramos a otros. Por eso vamos allí: para oír esas palabras en el silencio de la muerte y a pesar de la muerte.
En estos últimos años he visitado innumerables tumbas de poetas y las sensaciones que he experimentado junto a ellas han sido siempre las mismas. Visitamos a unos muertos a los que conocemos mejor que a la mayoría de los vivos. Yacen en muros, en lo alto de montículos, bajo modestas piedras u ostentosos monumentos, en metrópolis o remotas islas, junto a desconocidos o junto a otras celebridades; descansan allí desde hace tanto tiempo que hasta las inscripciones funerarias han envejecido, o en tumbas recién cavadas; las losas están de pie o yacen en el suelo; no han elegido a sus vecinos, duermen en mármol o granito junto a catedráticos u oficiales, con su esposa o su padre o sin ellos, sin palabras o con las suyas propias, palabras cinceladas en la piedra, palabras que ya conocíamos, que un día fueron escritas con tinta sobre papel y ahora están petrificadas.
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