JULIAN BARNES. ARTHUR & GEORGE
Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más os ofrecemos desde Radio Universidad, aquí en el 89.0 de las ondas salmantinas, nuestra habitual sugerencia de lectura confiando en estimular vuestro interés por una obra literaria escogida siempre con criterios de calidad. Hoy quiero presentaros una novela, que sin ser ni mucho menos la última obra publicada en España por su autor, el prolífico escritor Julian Barnes, pues hay tres libros que han visto la luz con posterioridad, sí mantiene una cierta vigencia editorial, pues uno de sus personajes principales es Arthur Conan Doyle, cuya más destacada creación literaria, el ya mítico Sherlock Holmes, acaba de cumplir ciento veinticinco años en este 2012 recientemente finalizado. El título de la novela es Arthur & George y la edición corresponde, como en casi toda la obra de Julian Barnes, a la Editorial Anagrama.
Me vais a permitir que esta mañana los comentarios de presentación de la obra elegida sean más breves de lo habitual, pues el texto que he entresacado de la novela y que quiero leeros al final es un poco más extenso de lo que suele ser frecuente en nuestra emisión. Dejadme deciros pues, en primer lugar, que Arthur & George es una novela formidable, de las que se leen con fruición, de esas que no queremos abandonar, no queremos que terminen mientras, paradójicamente, avanzamos impulsivos y entusiasmados a través de sus páginas, que nos atrapan sin remisión y casi, permitidme una pequeña exageración, nos llevan a descuidar nuestras obligaciones cotidianas, familiares, profesionales pues sabemos, mientras desganadamente las llevamos a cabo, que, al alcance la mano, en la mesita cercana a nuestro sillón favorito, nos espera atrayente y seductora la fascinante historia, el libro tentador que nos llama, sugestivo, con sus encantadores cantos de sirena.
Arthur & George cuenta en capítulos intercalados, con algunas escasas excepciones en las que el protagonismo recae sobre otros personajes, las vidas paralelas, narradas desde sus infancias, y que irremisiblemente acaban cruzándose, de Arthur, que no es otro, como ya he anticipado, que Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, el escritor de éxito en la Inglaterra de fines del siglo XIX y principios del XX, el hombre de prestigio, el referente moral, el elegante y distinguido icono de una época, el notable jugador de cricket, el político ocasional… y, por otro lado, de George Edalji, un gris abogado, hijo mestizo de piel oscura de un vicario de origen parsi, un ser anodino, torpe y retraído, un solterón solitario que deambula sin notoriedad alguna por una existencia anónima y sin alicientes.
En febrero de 1903 -y los hechos que narra Julian Barnes parten de una base real, aunque recreada y convertida en ficción por su magistral talento- se producen, en el pequeño pueblo de Great Wriley, una serie de extraños crímenes: numerosos animales, caballos, ponies, ovejas, vacas, son apuñalados y mutilados salvajemente, en una orgía de sangre sin aparente explicación que perturba la tranquilidad no sólo de la región, sino del país entero. La limitada e imperfecta maquinaria policial y judicial de la Inglaterra eduardiana se pone en marcha y en su afán de dar con un culpable de modo rápido y transmitir a la población una imagen de eficiencia encuentra en George al sospechoso perfecto. El joven abogado es encausado, juzgado y condenado, sin apenas pruebas y en un proceso extraordinariamente irregular, a siete años de cárcel, de los que acabará cumpliendo tres. Liberado, su inhabilitación para ejercer la abogacía persistirá, por lo que su vida queda destrozada para siempre. Años después, Arthur Conan Doyle conoce el caso y movido por un espíritu generoso y por un afán rebelde que le lleva a enfrentarse a los poderes de su tiempo y hacer prevalecer la justicia acomete, como si de una nueva investigación de su Sherlock Holmes se tratara, la tarea de demostrar la inocencia de George y de devolverle su buen nombre.
Ésta es la historia. Durante más de quinientas páginas, Julian Barnes, fundándose en una documentación exhaustiva obtenida de archivos y hemerotecas, pero haciéndola crecer, dándole altura narrativa por su excelente pulso literario, nos sumerge en las peripecias de ambos personajes de un modo muy convincente y deslumbrante.
Y no hay tiempo para más; os dejo ya, pues, con un fragmento de la novela en el que se narra un episodio de la infancia de Arthur en el que, seguramente, se halla el germen de su futura obra detectivesca, de su, en definitiva, principal logro literario. Como correlato musical a la obra reseñada suena It's so overt it's covert, un fragmento de la banda sonora que compuso Hans Zimmer para Sherlock Holmes. Un juego de sombras, la recreación del mito que dirigió hace algunos años Guy Ritchie.
Un niño quiere ver. Siempre empieza así, y así empezó entonces. Un niño quería ver.
Sabía andar y llegaba al picaporte de la puerta. No lo hacía con lo que podríamos denominar un propósito, sino con el mero turismo instintivo de la infancia. Había allí una puerta que empujar; entró, se detuvo, miró. Nadie le observaba; se volvió y se fue, cerrando la puerta tras él con cuidado.
Lo que vio allí pasó a ser su primer recuerdo. Un niño, una habitación, una cama, cortinas corridas que filtraban la luz de la tarde. Para cuando llegó a describir esto en público habían transcurrido sesenta años. ¿Cuántas versiones internas habían suavizado y adaptado las palabras sencillas que al final empleó? Sin duda todo seguía pareciendo tan claro como el día. La puerta, la habitación, la luz, la cama y lo que había en la cama: ‘una cosa blanca, cerosa’.
Un niño y un cadáver: tales encuentros no debieron ser tan raros en el Edimburgo de la época. Altas tasas de mortalidad y circunstancias precarias contribuían a un aprendizaje temprano. La familia era católica y el cuerpo era el de la abuela de Arthur, una tal Catherine Pack. Quizá dejar la puerta entornada había sido intencionado. Puede que quisieran inculcar el niño el horror de la muerte; o, más optimistas, mostrarle que la muerte no era nada temible. Era evidente que el alma de la abuela había volado al cielo y que sólo había dejado la cáscara en putrefacción del cuerpo. ¿Qué el niño quiere ver? Pues dejadle que vea.
Un encuentro en una habitación con cortinas. Un niño y un cadáver. Un nieto que, al adquirir memoria, ya había cesado de ser una cosa, y una abuela que, al perder los atributos que el niño estaba desarrollando, había vuelto a cosificarse. El niño miró; y más de medio siglo después el adulto seguía mirando. Qué significaba en verdad ‘una cosa’ -o, para decirlo con más exactitud, qué había ocurrido cuando se produjo el cambio tremendo que transformó algo en ‘cosa’- habría de ser de capital importancia para Arthur.
Me vais a permitir que esta mañana los comentarios de presentación de la obra elegida sean más breves de lo habitual, pues el texto que he entresacado de la novela y que quiero leeros al final es un poco más extenso de lo que suele ser frecuente en nuestra emisión. Dejadme deciros pues, en primer lugar, que Arthur & George es una novela formidable, de las que se leen con fruición, de esas que no queremos abandonar, no queremos que terminen mientras, paradójicamente, avanzamos impulsivos y entusiasmados a través de sus páginas, que nos atrapan sin remisión y casi, permitidme una pequeña exageración, nos llevan a descuidar nuestras obligaciones cotidianas, familiares, profesionales pues sabemos, mientras desganadamente las llevamos a cabo, que, al alcance la mano, en la mesita cercana a nuestro sillón favorito, nos espera atrayente y seductora la fascinante historia, el libro tentador que nos llama, sugestivo, con sus encantadores cantos de sirena.
Arthur & George cuenta en capítulos intercalados, con algunas escasas excepciones en las que el protagonismo recae sobre otros personajes, las vidas paralelas, narradas desde sus infancias, y que irremisiblemente acaban cruzándose, de Arthur, que no es otro, como ya he anticipado, que Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, el escritor de éxito en la Inglaterra de fines del siglo XIX y principios del XX, el hombre de prestigio, el referente moral, el elegante y distinguido icono de una época, el notable jugador de cricket, el político ocasional… y, por otro lado, de George Edalji, un gris abogado, hijo mestizo de piel oscura de un vicario de origen parsi, un ser anodino, torpe y retraído, un solterón solitario que deambula sin notoriedad alguna por una existencia anónima y sin alicientes.
En febrero de 1903 -y los hechos que narra Julian Barnes parten de una base real, aunque recreada y convertida en ficción por su magistral talento- se producen, en el pequeño pueblo de Great Wriley, una serie de extraños crímenes: numerosos animales, caballos, ponies, ovejas, vacas, son apuñalados y mutilados salvajemente, en una orgía de sangre sin aparente explicación que perturba la tranquilidad no sólo de la región, sino del país entero. La limitada e imperfecta maquinaria policial y judicial de la Inglaterra eduardiana se pone en marcha y en su afán de dar con un culpable de modo rápido y transmitir a la población una imagen de eficiencia encuentra en George al sospechoso perfecto. El joven abogado es encausado, juzgado y condenado, sin apenas pruebas y en un proceso extraordinariamente irregular, a siete años de cárcel, de los que acabará cumpliendo tres. Liberado, su inhabilitación para ejercer la abogacía persistirá, por lo que su vida queda destrozada para siempre. Años después, Arthur Conan Doyle conoce el caso y movido por un espíritu generoso y por un afán rebelde que le lleva a enfrentarse a los poderes de su tiempo y hacer prevalecer la justicia acomete, como si de una nueva investigación de su Sherlock Holmes se tratara, la tarea de demostrar la inocencia de George y de devolverle su buen nombre.
Ésta es la historia. Durante más de quinientas páginas, Julian Barnes, fundándose en una documentación exhaustiva obtenida de archivos y hemerotecas, pero haciéndola crecer, dándole altura narrativa por su excelente pulso literario, nos sumerge en las peripecias de ambos personajes de un modo muy convincente y deslumbrante.
Y no hay tiempo para más; os dejo ya, pues, con un fragmento de la novela en el que se narra un episodio de la infancia de Arthur en el que, seguramente, se halla el germen de su futura obra detectivesca, de su, en definitiva, principal logro literario. Como correlato musical a la obra reseñada suena It's so overt it's covert, un fragmento de la banda sonora que compuso Hans Zimmer para Sherlock Holmes. Un juego de sombras, la recreación del mito que dirigió hace algunos años Guy Ritchie.
Un niño quiere ver. Siempre empieza así, y así empezó entonces. Un niño quería ver.
Sabía andar y llegaba al picaporte de la puerta. No lo hacía con lo que podríamos denominar un propósito, sino con el mero turismo instintivo de la infancia. Había allí una puerta que empujar; entró, se detuvo, miró. Nadie le observaba; se volvió y se fue, cerrando la puerta tras él con cuidado.
Lo que vio allí pasó a ser su primer recuerdo. Un niño, una habitación, una cama, cortinas corridas que filtraban la luz de la tarde. Para cuando llegó a describir esto en público habían transcurrido sesenta años. ¿Cuántas versiones internas habían suavizado y adaptado las palabras sencillas que al final empleó? Sin duda todo seguía pareciendo tan claro como el día. La puerta, la habitación, la luz, la cama y lo que había en la cama: ‘una cosa blanca, cerosa’.
Un niño y un cadáver: tales encuentros no debieron ser tan raros en el Edimburgo de la época. Altas tasas de mortalidad y circunstancias precarias contribuían a un aprendizaje temprano. La familia era católica y el cuerpo era el de la abuela de Arthur, una tal Catherine Pack. Quizá dejar la puerta entornada había sido intencionado. Puede que quisieran inculcar el niño el horror de la muerte; o, más optimistas, mostrarle que la muerte no era nada temible. Era evidente que el alma de la abuela había volado al cielo y que sólo había dejado la cáscara en putrefacción del cuerpo. ¿Qué el niño quiere ver? Pues dejadle que vea.
Un encuentro en una habitación con cortinas. Un niño y un cadáver. Un nieto que, al adquirir memoria, ya había cesado de ser una cosa, y una abuela que, al perder los atributos que el niño estaba desarrollando, había vuelto a cosificarse. El niño miró; y más de medio siglo después el adulto seguía mirando. Qué significaba en verdad ‘una cosa’ -o, para decirlo con más exactitud, qué había ocurrido cuando se produjo el cambio tremendo que transformó algo en ‘cosa’- habría de ser de capital importancia para Arthur.
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