Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Desde aquí, desde Radio Universidad de Salamanca, os ofrecemos cada semana una nueva propuesta de lectura con la intención de despertar vuestro interés y vuestra curiosidad. Hoy os traigo una atractiva novela, se titula Ronda nocturna, su autora es Sarah Waters y ha sido publicada por la editorial Anagrama en traducción de Jaime Zulaika, que es un excelente traductor, aunque esta vez, y pese a que no soy un experto, su versión española presenta algunos pequeños errores que, sin embargo, no impiden, ni dificultan siquiera, la lectura de la novela, una lectura que debo confesar me ha resultado apasionante. Y ello es así, sobre todo, porque Ronda nocturna cuenta, de una manera arrebatadora y muy atractiva, historias que nos conciernen, que tienen que ver con sentimientos y emociones comunes, por las que todos hemos pasado, que cualquier ser humano ha vivido, de modo que algunos pequeños fallos en la traducción no entorpecen el fluir de la lectura, que es, como os digo, muy fácil, casi torrencial. Puedo confesaros que en tan sólo dos días yo he devorado la novela, las quinientas setenta páginas de la novela, lo que es prueba de que su trama engancha, su escritura es ágil y los temas de los que habla interesan e, incluso, como digo, apasionan.
Ronda nocturna cuenta las vidas de cuatro protagonistas principales, cuatro jóvenes londinenses, a lo largo de la década de los cuarenta del siglo pasado. Dos secretarias, compañeras de trabajo, Helen y Viv, el hermano de ésta, Duncan, y una antigua enfermera, Kay. La acción se desarrolla en Londres en tres fechas distintas, 1947, con la guerra mundial recientemente terminada, 1944 y 1941, con la ciudad sometida a los bombardeos nocturnos de la aviación nazi. La narración se desenvuelve, y ésta es una de las peculiaridades -y de los logros, a mi juicio- de la novela, en orden cronológico inverso. Es decir, en el primer capítulo se nos presenta a los personajes en 1947, viviendo los días de la posguerra. Asistimos a los dramas internos de los protagonistas, los celos obsesivos de Helen que dañan su vida sentimental; la insatisfactoria relación de Viv con un hombre casado; el oscuro trabajo de Duncan en una fábrica de velas y la enigmática presencia de Mundy en su vida; la búsqueda, algo patética, por parte de Kay de un amor que la libere de su soledad. Y todo ello en un Londres que se recupera de los desastres de la guerra, en el que son visibles aún los estragos físicos, pero también morales, de los bombardeos. Los cuatro personajes están dejando atrás su juventud, una juventud marcada para siempre, condenada, por la terrible experiencia bélica.
El segundo capítulo se desarrolla en 1944, y en él encontramos los antecedentes de la situación que vivirán los protagonistas tres años después. Sus existencias se imbrican, se entrelazan. Conocemos su personalidad, sus emociones más íntimas, los acontecimientos dramáticos que conformarán sus vidas, sus amores, sus secretos, sus dramas ocultos, sus pasiones, sus sueños rotos, sus decepciones.
En el tercer capítulo retrocedemos hasta 1941, y Sarah Waters nos muestra en él el origen, la causa última de todo lo que hemos ido leyendo hasta el momento, la explicación de los enigmas, la naturaleza auténtica de sus comportamientos futuros.
Los personajes son muy interesantes, presentados con pericia, con intensidad. Sentimos con ellos, reflexionamos a través de ellos sobre las grandes verdades de la existencia: el amor, la identidad, la búsqueda de sentido, las traiciones, los prejuicios, las coerciones sociales, la entrada en una madurez que deja atrás, imperceptiblemente casi, la frustrada juventud. El joven Duncan, con pulsiones homosexuales tenuemente esbozadas, elegantemente sugeridas, arrastra el impacto del suicidio de un amigo de juventud. Viv se consume en una relación adúltera sin futuro y, lo que es peor, sin presente. Helen vive con Julia y asiste al deterioro de su sentimiento. Kay, antigua amante de Helen, amiga de Julia, ve pasar el tiempo y alejarse la posibilidad del amor.
Y entre todos estos personajes aparece el Londres asediado por la aviación alemana, un Londres que, en cierto modo es, también, y de manera principal, protagonista de la novela. Resultan formidables las descripciones de los bombardeos nocturnos, de las calles devastadas, de la vida de guerra, con sus cupones de racionamiento, sus casas destrozadas, los refugios, los focos antiaéreos, el terror de las sirenas, de las alarmas, los muertos y heridos, los cuerpos destrozados, las viviendas a la luz de las velas, los cristales permanentemente oscurecidos, los vidrios protegidos, las barricadas, los sacos terreros, la triste normalidad de la guerra.
Os dejo ya con un fragmento de Ronda nocturna en el que la presencia de ese Londres bombardeado es especialmente intensa. El acompañamiento musical a mi reseña de hoy ha de ser, necesariamente, London calling, el clásico de The Clash. La frase This is London calling abría los noticieros de la BBC destinados a los países ocupados, durante la segunda guerra mundial, con lo que mi elección resultaba casi inevitable para ilustrar las escenas de esa capital londinense permanentemente bombardeada en la terrible contienda.
El incendio había alcanzado su apogeo antes de que Kay llegase. Ya no saltaban llamas hacia el cielo. El rugido había disminuido; el calor, en cualquier caso, era más grande que antes, pero las paredes del almacén ardían consumidas en mitad de las llamas y enseguida se estremecieron y se desplomaron, con una ráfaga final de chispas. Los bomberos iban de un lado para otro. El agua sucia corría por los adoquines o se elevaba como un denso vapor ácido. Hubo un momento en que el suelo emitió una serie de retumbos e impactos sordos que debían provenir de la caída de bombas en las cercanías, pero la onda expansiva, en todo caso, actuó en aquel escenario como una criba efectuada con un atizador gigantesco: el fuego se elevó en llamaradas fulgurantes durante diez o quince minutos y luego empezó a extinguirse. Apagaron uno de los motores y enrollaron una de las bombas. La luna había desaparecido o se ocultaba tras una nube. Los objetos perdían sus contornos nítidos, su aire de irrealidad; los pequeños detalles volvían a sumirse en las sombras, como otras tantas polillas que plegasen sus alas.
Nadie abordó a Kay en todo este tiempo. Era como si la oscuridad también la hubiese reabsorbido poco a poco. Sentada con las manos en los muslos, se limitaba a contemplar el núcleo caliente e inerte del edificio en llamas; vio los cambios de color del fuego, desde un blanco insondable al anaranjado y al rojo. Apagaron el segundo motor y se lo llevaron. Alguien gritó que había sonado la sirena y que las calles ya estaban transitables.
Ella pensó en calles, en movimientos, y no le encontró sentido. Notó algo raro en el pelo: lo tenía apelmazado, chamuscado por chispas. Se tocó la piel de la cara y estaba blanda; recordó vagamente que alguien le había dicho que se había quemado.
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