CARLOS LOMAS. ÉRASE UNA VEZ LA ESCUELA
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una vez más, un curso más (esta de hoy es la primera emisión radiada de la temporada; las anteriores sólo han visto la luz en nuestro blog), a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca, aquí en el 89.0 de las ondas, desde el que semanalmente (en esta temporada en horario vespertino; a las 17.00 horas saldremos al aire cada miércoles) os traemos una propuesta, una sugerencia de lectura que esperamos pueda resultaros de vuestro agrado. Terminábamos nuestra anterior temporada regular, coincidiendo con el final del curso académico, con la referencia de un libro vinculado al ámbito escolar, La clase, de François Bégaudeau, y hoy quiero retomar nuestras emisiones, en este septiembre en el que están comenzando las actividades lectivas, con otra recomendación centrada en el mundo educativo.
Sin embargo, el libro que hoy quiero presentaros trata de cuestiones que van más allá del estricto espacio docente pues, pese a que territorio en el que se desenvuelve el texto es el mundo de la escuela, el enfoque con el que se encara abarca o afecta a temas que sobrepasan ese universo escolar y que, directa o indirectamente, a todos nos incumben, formemos parte o no de la comunidad educativa o incluso habiendo dejado mucho tiempo atrás los años de nuestra formación: la escuela como institución decisiva en la formación del carácter, en la construcción de la personalidad, en definitiva en la conformación de la vida de cualquiera de nosotros, también la escuela como espacio de nostalgia, como recuerdo, como experiencia, como retorno a la felicidad (y también a la melancolía) de los días de la infancia. La escuela, en definitiva, como forjadora de vidas humanas, como una de las fuerzas principales -y trascendentales- en la configuración de nuestros hábitos intelectuales, claro está, pero también de nuestros valores, de nuestros principios, incluso de nuestra educación sentimental, de nuestra voluntad, de -aunque pueda resultar desmesurado- nuestro modo de estar en el mundo.
Se trata, mi propuesta de hoy, de Érase una vez la escuela, un libro escrito por Carlos Lomas, publicado por la editorial Grao en 2007 y que lleva el significativo subtítulo Los ecos de la escuela en las voces de la literatura.
Érase una vez la escuela es un libro misceláneo, pues incorpora una gran cantidad de materiales variopintos sobre el mundo escolar: fotografías de aulas, colegios, alumnos y profesores, ejemplos de libros de texto antiguos y materiales escolares diversos, cartillas, enciclopedias, manuales, horarios de clases, boletines de notas, carteles, ilustraciones, cromos, postales y, sobre todo, textos, decenas de fragmentos literarios, de diversa procedencia e intención, con la escuela como motivo principal. Carlos Lomas que es, aparte de otras ocupaciones, Catedrático de Lengua y Literatura en educación secundaria, recopila una amplia muestra de textos relativos a la escuela, extraídos de la obra de cerca de ochenta escritores, sobre todo españoles e hispanoamericanos, desde Antonio Machado, García Lorca, Alberti o Borges, por citar a algunos clásicos, hasta Muñoz Molina, Juan Goytisolo, Manuel Rivas, Quim Monzó, Luis García Montero o Luis Antonio de Villena, por ofreceros una muestra de algunos de nuestros más destacados contemporáneos presentes en el libro.
Organizado en capítulos de títulos muy evocadores (el oficio de educar; amarrados al duro banco; las afinidades electivas, las amistades peligrosas y los placeres prohibidos; el amor en los tiempos del cole; el tedio de las clases en la jaula del colegio; el placer del éxito y el dolor del fracaso, aprobar y suspender), el libro repasa todas las facetas de la experiencia infantil o adolescente en aquellos ya lejanos días escolares. Y así, pasan ante nuestros ojos, en las bellas palabras de poetas y novelistas, todos los grandes temas de la vida académica en esos primeros años de nuestra educación. La monotonía y el hastío de las clases; la anticuada y absurda disciplina ejemplificada en el tópico ‘la letra con sangre entra’; los primeros atisbos de una vocación incipiente nacida en la fascinación de un laboratorio; la magia de un experimento elemental y rudimentario pero capaz de provocar un encantamiento decisivo; la euforia entusiasta derivada del hallazgo de la planta que completa un herbario, del cromo que finaliza la colección; el torpe pero trascendental descubrimiento de la literatura; las muy variadas tipologías de los maestros y profesores; el compañerismo y la amistad juveniles; los primeros y embriagadores amores de la infancia; los juegos en el patio, el olor de las tizas, las bufandas mojadas, el mapa de España, la primavera entrando por las ventanas de la escuela, y tantos otros tópicos (dicho sea sin ánimo peyorativo, muy al contrario). En definitiva, todo ese universo en el que hemos crecido y que pertenece por derecho propio -con las obligadas adaptaciones en materiales, escenarios, personajes, propias de los diferentes tiempos- a la memoria colectiva de muchas generaciones de ciudadanos.
Comprad este Érase una vez la escuela, de Carlos Lomas, paseaos por sus páginas, leed los excelentes fragmentos seleccionados, deleitaos con las imágenes tan sugestivas, creedme, será para vosotros -sobre todo si ya tenéis unos años- una experiencia inolvidable que os permitirá volver, aunque sólo sea a través de una nostálgica evocación, a aquellos días primordiales.
Os dejo ya con un fragmento extraído del libro en el que, a mi entender, se concentra su esencia, su espíritu fundamental. Como complemento musical al texto, una canción que recrea ese mundo “escolar” de hace casi cincuenta años. Días de escuela, del grupo español Asfalto. Una canción cuya escucha no puede dejar -aún ahora- de emocionarme pues me trae el recuerdo de mis últimos -y teñidos hoy con una pátina de tristeza- días universitarios en los que la letra nostálgica y combativa del clásico de Asfalto me acompañaba con frecuencia.
La escuela es un tiempo y un lugar donde no sólo se enseñan y aprenden unas cosas y se dejan de enseñar y se olvidan otras. Es también un tiempo y un lugar en el que ocurren cosas divertidas y también tristes; donde unos y otras estudian las lecciones, escriben en los cuadernos, juegan en el patio y conversan en las felices horas del recreo; donde habitan las ilusiones y también los desencantos; donde afloran las sonrisas, aunque a veces también aflora el llanto; donde se sufre con el dolor del fracaso y se goza con el placer del éxito; donde se dormita cuando sobreviene el hastío de las horas en la monotonía de las aulas; y donde se escriben mensajes en los pupitres a golpe de bolígrafo o a punta de navaja.
Es, en fin, ese escenario de la vida cotidiana en el que se hacen amigos y enemigos; donde uno se conjura junto a los camaradas y se enfrenta a los adversarios, y donde niños y niñas escriben y leen, alborotan y enmudecen, saltan y corretean, alzan la mano, hacen cola, afilan los lápices, se asoman a Internet, juegan al balón, al escondite y a la comba, se divierten y se aburren, y viven durante la mayor parte de la infancia y adolescencia, de lunes a viernes, les guste o no.
Por eso la escuela ha sido, y sigue siendo uno de los territorios por excelencia de la memoria (y de la memoria literaria). El recuerdo de aquellos años del colegio tan lejanos, entre maestros y maestras, entre colegas y camaradas, entre amores y desamores, entre sonrisas y lágrimas, oscilando entre el aburrimiento y el jolgorio, estimula en la edad adulta el ejercicio de la memoria y de la imaginación y nos invita a volver a mirar el tiempo pasado de la infancia y de la adolescencia.
El fulgor de aquella maestra tan afectuosa, el miedo a aquel profesor inolvidable por el dolor infligido, el olor ácido del internado, el color grisáceo del húmedo asfalto del patio del colegio, el sonido continuo y estrepitoso de la algarabía sin tregua en la tregua del recreo, el áspero tacto de las pizarras y el agudo silbido de las tizas, el sabor de los caramelos, los altramuces, los cacahuetes y el regaliz al salir de clase, la angustia de los exámenes y el temor a los castigos nos sitúan en un tiempo en el que se conjugaban, como en un verbo irregular, el placer con el deber, la alegría con la tristeza, la ilusión con el desencanto y el amor con el odio.
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