Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de marzo de 2015

DONNA TARTT. EL JILGUERO
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Debo confesaros de entrada que inicio esta reseña con una algo desmovilizadora sensación de impotencia. Pues, ¿cómo encarar el comentario de una novela (escrita por una mujer, con lo que mantengo mi decisión de dedicar el mes de marzo a la literatura femenina, sea cual sea tal difuso concepto) de casi mil doscientas páginas, que es, además, un best-seller mundial, con millones de copias vendidas, y de la que, por otra parte, me resisto a revelar ni el menor detalle de su trama? ¿Qué puedo contar aquí para recomendaros su lectura, cuando todo se ha dicho sobre el libro, todo sabemos ya de su largo proceso de escritura, de su exitosa peripecia editorial, cuando cada personaje ya ha sido analizado, cada giro argumental desmenuzado, cada pasaje escrutado con exhaustividad, divulgadas cada una de las fuentes, de las influencias que han inspirado a su autora, desentrañadas sus claves ocultas y explicadas todas sus referencias incluso las menos explícitas? ¿Para qué escribir, además, esta nota si siendo el libro interesante y muy placentera su lectura -tanto como para haber “exprimido” sus muy numerosas páginas en los huecos ociosos de sólo cinco días laborables-, no ha suscitado en mí un verdadero entusiasmo, no me dejará, pues, esa huella casi indeleble que es uno de los rasgos distintivos de las obras maestras?
 
Mi voluntad de partida a la hora de encarar este comentario es -confieso abiertamente mi propósito, aunque no sé si lograré ajustarme a las exigencias que me impone- moverme en dos planos. En el primero, general y externo al libro en sí, quiero ofreceros una reflexión -que espero os resulte estimulante y os haga pensar- sobre algunas cuestiones relativas a la condición de superventas de una obra: ¿qué hace que un libro se venda de manera multitudinaria?, ¿literatura popular es un oxímoron (al modo de la célebre y controvertida frase de Baroja -tan repetida por Andrés Trapiello- sobre el periódico El pensamiento navarro: si es pensamiento no puede ser navarro y viceversa)?, ¿la verdadera cultura sólo puede ser “alta cultura”?, o lo que es igual, ¿la calidad está reñida con la cantidad?, ¿el criterio de la “masa” es siempre errado?, ¿sólo “valen” aquellas manifestaciones culturales reconocidas, “degustadas” y apreciadas por una élite crítica y profesoral, académica, científica e intelectualmente “superior”?; derivaciones todas de otras preguntas esenciales: ¿qué es literatura y qué no lo es?, ¿cuándo y cómo puede determinarse -y quién lo hace- que un libro es “bueno”?, ¿por qué leemos?, ¿qué nos lleva (a tantas personas en tan diversas partes del mundo) a destinar parte de nuestra vida -horas, días, semanas- a la sospechosa tarea de embeberse en un texto que nos aleja -¿en verdad nos aleja?- de la realidad? El segundo frente de mi reseña me obligará -resulta inevitable- a hablaros de la novela en sí, pero de un modo elusivo y algo etéreo, sobrevolando los aspectos esenciales de su trama e intentado ser extremadamente prudente para no mostrar -ni siquiera esbozados- ninguno de sus detalles relevantes y para no privaros así del inmenso placer -al que ya me he referido con frecuencia en este espacio- que supone ir descubriendo página a página las vicisitudes de las existencias de unos personajes que -como las nuestras reales- no desvelan sus secretos, ni aun los más nimios, sino cuando -sin avisar, sin “sinopsis argumental” ni información previa, inopinadamente- el Tiempo, los Dioses o el Destino les obligan a vivirlos.
 
Empecemos, no obstante, por el principio, que es -obviamente- la presentación del libro objeto de mi comentario. Se trata -quizá algunos de vosotros ya lo habéis adivinado- de El jilguero, la inmensa obra de Donna Tartt, ganadora del prestigioso Premio Pulitzer correspondiente a 2014, y que ha publicado Lumen en español este mismo año en traducción de Aurora Echevarría.
 
(Permitidme, entre paréntesis, dos comentarios breves sobre el Pulitzer y la traducción, respectivamente. Mi iniciación a la literatura “seria” -más allá de los títulos clásicos para niños que leí, como casi todos, con diez, doce, catorce años- tuvo lugar (ya con quince o dieciséis) a través de los numerosos tomos encuadernados en piel y con papel biblia que recogían los Premios Pulitzer, los Goncourt y los Nobel (también estaban, en ediciones más modestas, las primitivas de Áncora y Delfín, los Premios Nadal: Entre visillos, Nada, La muerte le sienta bien a Villalobos) y que, comprados por mi padre con una finalidad que me atrevo a calificar como fundamentalmente decorativa, reposaban aburridos -y también vírgenes y apetecibles; y que ni el feminismo ni el psicoanálisis saquen conclusiones precipitadas y de todo punto inexactas por la presentación conjunta de ambos vocablos- en las estanterías del salón principal de la casa familiar. Vienen a mi memoria ahora -no cabe verificación, estoy a cientos de kilómetros de aquella biblioteca germinal- Los Buddenbrook, Viento del Este, viento del Oeste, El motín del Caine, Lo que el viento se llevó, Calle Mayor, Un puente sobre el Drina, La perla... y tantas otras novelas que, tras la censura previa (y necesariamente intuitiva, pues ellos no las habían leído) de mis padres, devoré en aquellos años de inocente frenesí lector.
 
Con respecto a la traducción, vuelven a repetirse -y el fenómeno se reitera en numerosos libros que aquí he comentado, siendo su causa probable el que un alto porcentaje de las editoriales españolas está radicado en Cataluña- los molestos catalanismos que afloran por doquier en el texto. “Se ha engordado”, “Miraremos de arreglarlo”, “Ya me estaba bien”, son construcciones -no sé si técnicamente incorrectas, pero sí inusuales y a mi juicio algo “chirriantes” en castellano- que se utilizan con frecuencia a lo largo del libro. Por otro lado, cuando se nos presenta a un determinado personaje con un “medía seis pies y cuatro pulgadas”, y cuando de modo constante se mantienen en el texto esas referencias métricas ajenas a nuestro habitual sistema de medidas -y otro tanto ocurre con el peso en libras, también repetido en más de una ocasión-, el lector se ve obligado de continuo -y no se puede entender la razón para ello- a recurrir a la lectura del contexto para deducir si el individuo en cuestión era muy alto o un diminuto enclenque; en cualquier caso, una mera aproximación alejada del muy preciso dato del texto original. Además -pero aquí la “responsabilidad”, pienso, ya no es de la traductora sino de la edición-, hay infinidad de “despistes” ortográficos, anacolutos y fallos tipográficos: “menoscavar”, “paracemios”, “yo soy más tolerancia que tú”, “interrogaciones, visitas y nuevas investigatorios”. De todos modos, nada que resulte demasiado censurable -¿o sí lo es?- dada la extensión del libro. Fin del paréntesis).
 
Donna Tart es una autora poco prolífica, que en veinte años de carrera literaria sólo nos había ofrecido un par de títulos anteriores a este que ahora os comento, El secreto y Un juego de niños, ambos objeto de actualísimas reediciones por parte de Lumen, que quiere aprovechar así la favorable inercia derivada de la enorme repercusión de El jilguero. Ambos fueron también un éxito de ventas y disfrutados con fruición por millones de personas en todo el mundo, razón por la cual yo mismo -lleno entonces de prejuicios que ahora he querido superar- siempre me resistí a su lectura.
 
Y la mención a los prejuicios me lleva a dejar aquí -tal y como os había avanzado- algunas consideraciones sobre la “tortuosa” relación entre la calidad literaria de un libro y su difusión masiva. Quizá El jilguero no sea una buena muestra de esta confrontación -tan común en las páginas de los suplementos literarios y revistas especializadas; y quizá presente sólo en ellas- entre la formidable acogida que en ocasiones el público, los lectores, dan a una novela, y la no siempre correlativa aceptación crítica por parte de los “expertos”. Y ello es así porque esta vez parece haberse producido una coincidencia general entre la “mayoría lectora” y “la selecta minoría crítica”, ya que una gran parte de los medios especializados -con algunas significativas excepciones: The New Yorker The New York Review of Books, dos “prescriptores” intelectual y culturalmente refinados- han valorado el libro (en ocasiones con elogios desmesurados: “El primer clásico del siglo XXI”, se ha llegado a escribir), hasta el punto de que su autora se haya hecho merecedora -ya se ha dicho- del prestigioso Premio Pulitzer, un galardón académicamente respetado. Pero, ¿qué nos importaría si no hubiera sido así y la obra hubiera sido denostada, rechazada, “despreciada” por la crítica? ¿Perdería valor el placer que hemos sentido leyéndola, las horas entregadas, en silencio, a transitar por sus páginas inmersos en las peripecias narradas, emocionándonos con las vivencias de sus personajes, transportados a la realidad -ciertamente virtual- creada en el papel? ¿Existe una frontera -muy tenue, en cualquier caso- entre una llamada literatura de “evasión”, la cual no exigiría del lector -supuestamente- más que una muy cómoda actitud de mero consumidor pasivo y, consecuentemente, no dejaría en su espíritu huella profunda alguna, y, por otro lado, una más enriquecedora literatura “de calidad” que -de nuevo hipotéticamente- ampliaría nuestros horizontes vitales, nos permitiría conocer otras existencias, reflexionar sobre la nuestra propia, analizar críticamente el mundo, crecer intelectual, emocional, humanamente? Y si la respuesta es afirmativa, y si sólo escritores como Proust o Joyce -o por citar a nuestros contemporáneos, Marías o Banville, Coetzee o Magris, Roth, Foster Wallace, Franzen o Muñoz Molina-, fueran los que marcaran las referencias de la “ortodoxia” literaria, si sólo ellos fueran los que establecieran los parámetros de calidad, en tanto sólo ellos nos obligan a un mayor esfuerzo lector, sólo ellos nos hacen “trabajar” el libro, “forzar” (¡qué verbos, Dios mío, para hablar de lectura!) nuestra natural tendencia a la ligereza y la levedad, si sólo ellos representan el compromiso, el valor, la verdad de la “auténtica literatura”, si es así, ¿cómo habríamos de calificar entonces a autores como Dickens o Stevenson, Defoe o Flaubert, Chéjov o Galdós, Chandler o esta Donna Tartt que nos ocupa hoy, por citar sólo a unos cuantos escritores cuyas obras -sin perder un ápice de calidad- han alcanzado un masivo éxito popular siendo disfrutadas de manera compulsiva y feliz -con naturalidad, sin complicaciones, sin prejuicios, con sencillez, llanamente- por millones de personas en épocas y lugares muy distintos? En fin, disquisiciones teóricas, probablemente, ridículamente “profesorales”, que no tienen demasiado sentido para quien se planta ante un libro de un modo inocente y desprejuiciado -y por desgracia ese no siempre es mi caso- dispuesto a dejarse “penetrar” por toda la magia que potencialmente encierra. Y sin duda El jilguero pertenece a esta categoría de libros que nos seducen, que nos atrapan, que -en metáfora muy tópica y recurrente- nos “enganchan” y no dejan que los abandonemos hasta haber llegado -con pesar y con el corazón exaltado- hasta su última página (sin estar por ello desprovisto de otros niveles más complejos y más fecundos de lectura).
 
Y adentrándonos ya en el libro -y reduciendo a lo más básico y esencial, como prometí, la información sobre su argumento-, diré El jilguero cuenta la historia de un niño norteamericano, Theo Decker, que a partir de un acontecimiento dramático y decisivo vivido a sus trece años (y que no os comentaré pese a que la contraportada del volumen y todas las críticas que he leído lo revelan sin recato) se ve “lanzado” a la vida en compañía de un famoso cuadro -que existe en realidad y que, desde la aparición del libro, es objeto de multitudinarias visitas en el discreto Museo que lo ha albergado, silenciosamente y lejos del frenesí del deplorable turismo cultural, durante décadas-, Jilguero atado, pintado en 1654 por Carel Fabritius, un discípulo de Rembrandt, maestro a su vez de Vermeer. Donna Tartt confiesa que escribió el libro en “tiempo real”, de tal manera que los once años de elaboración de su obra (ya se ha dicho que la autora es poco prolífica y entrega un libro por década, más o menos) se corresponden con los que vive su protagonista, que experimentará el paso a la edad adulta (El jilguero es, entre otras muchas cosas, una novela de iniciación) envuelto en experiencias intensas, dolorosas, extremas, desconcertantes, también felices -y todas de recuerdo indeleble- que lo llevarán de su Nueva York de origen a Las Vegas o Ámsterdam, en contacto siempre con un dickensiano elenco de personajes inolvidables, descritos con profundidad y agudeza y una extraordinaria capacidad de penetración. Y a propósito de Dickens, la “presencia” del autor inglés sobrevuela el libro de manera notoria desde sus primeras páginas, aunque no sea hasta la 829 cuando se reconozca abiertamente tal influencia, en un episodio en que uno de los personajes menciona expresamente Oliver Twist, una obra que cualquier lector medianamente culto ha tenido en mente mientras iba conociendo la sorprendente peripecia de Theo (Habían transcurrido muchos años desde que yo mismo había salido del estupor del dolor y el ensimismamiento; entre la anomia y el trance, la inercia, los paréntesis y los tormentos de mi propio corazón, había muchas pequeñas y fáciles amabilidades cotidianas que me había perdido. Así define Theo, en un párrafo que remite claramente al mundo dickensiano, su tantas veces torturada existencia). Y hay que resaltar también, en el mismo sentido, que la obra está plagada de referencias “cultas”: el arte y la literatura, en particular la novela decimonónica o la pintura flamenca, el fascinante universo de las antigüedades, o tantas otras.
 
Las numerosas y significativas y vicisitudes de la vida del niño se narran -con la pintura como mera excusa accesoria sin un peso relevante en el libro hasta bien avanzadas sus primeras ochocientas páginas- en un torrente irrefrenable de apasionante prosa. Combinando indagación psicológica con romanticismo juvenil, mezclando suspense e intriga con, a veces, frenética acción, describiendo de modo magnífico los diversos ambientes sociales que el chico frecuenta, retratando con sutileza, como se ha dicho, a una decena de personajes principales extraordinarios, introduciendo sugerentes motivos para la reflexión en torno al sentido de la vida, la formación de la personalidad, el amor, la muerte, la familia, la paternidad y la infancia, la identidad, los sueños, el dolor y la soledad, la culpa, el recuerdo y la memoria, el compromiso y la amistad, la vocación y el destino, Donna Tartt nos “obliga” a avanzar compulsivamente en su relato, disfrutando con fruición de cada una de sus páginas (algunas, como las trescientas iniciales de la primera parte del libro, arrebatadoras y memorables) y deseando que -pese al apresurado avanzar por ellas- no terminen nunca.
 
Y, en efecto -y con este último comentario cierro mi reseña-, el cuadro famoso es, durante las tres cuartas partes del libro, sólo -como ha resaltado Rodrigo Fresán en su acertada crítica- un McGuffin (aquel elemento de distracción inventado por Hitchcock en sus películas como un recurso para llevar de la mano al espectador a lo largo de su narración mientras éste, con la mente parcialmente ocupada en la pista falsa -el McGuffin- sembrada por el director, se deja hacer, cayendo subyugado, inocente y dócil, ante el imparable discurrir de la poderosa maquinaria de fabulación construida por el hábil realizador). El espléndido Jilguero atado que acompaña a Theo a lo largo de toda la novela funciona, pues, como un elemento lateral, casi anecdótico, cuya presencia casual en la vida del niño no aporta demasiado, en principio, al acontecer existencial del adolescente; que cobra luego, en el último cuarto de la obra, un protagonismo muy relevante en su trama y en su acelerado y vertiginoso desenlace; y que, por último, parece dar unicidad al relato y convertirse en metáfora y símbolo, en justificación teórica y resumen explicativo en las cincuenta páginas finales repletas de ideas y razonamientos y disquisiciones de una mayor hondura reflexiva y penetradas de una intención y profundidad que podríamos calificar de filosóficas (El cuadro [...] era el punto de quietud del que dependía todo: los sueños y las señales, el pasado y el futuro, la suerte y el destino. No había un solo significado sino muchos. Era un acertijo que se hacia cada vez más grande).
 
Os aconsejo, pues, la lectura de este más que estimable El jilguero, el excelente best-seller de Donna Tartt; más allá de sus muchos otros logros, disfrutaréis de unas intensas horas de lectura apasionante. Os dejo ahora, para complementar mi reseña, con Dear Prudence, la breve y preciosa canción de los Beatles, una de las muchas que los protagonistas escuchan en un libro lleno también de referencias musicales.
 
 
1622-1654. Hijo de maestro de escuela. Menos de una docena de cuadros se le atribuían con certeza a él. Según Van Bleyswijck, el historiador de la ciudad de Delft, Fabritius se hallaba en su estudio pintando al sacristán de Delft, Oude Kerk, cuando a las diez y media de la mañana se produjo la explosión del almacén de pólvora. Sus vecinos sacaron el cuerpo del pintor Fabritius de entre los escombros del estudio, «con gran dolor», decía el libro de la biblioteca, «y no poco esfuerzo». Lo que más me chocó de esos breves testimonios era el elemento del azar: dos desastres fortuitos, el mío y el suyo, convergiendo en el mismo punto invisible, «el big bang» como lo llamaba mi padre, no con sarcasmo o desdén sino con un respetuoso reconocimiento de los poderes del azar que regían su propia vida. Podías estudiar las conexiones durante años y no desentrañarlas nunca; todo se reducía a cosas que se juntaban, y cosas que se desintegraban, «vueltas del «vueltas del tiempo», mi madre de pie frente al museo cuando el tiempo osciló y la luz cambió de un modo extraño, incertidumbres cerniéndose en el límite de una vasta luminosidad. El azar errante que podía, o no, transformarlo todo.”
 

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