Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de abril de 2015

THOMAS HARDING. HANNS Y RUDOLF

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura que os proponemos con la intención de que podáis orientaros entre la inmensidad de publicaciones que pueblan nuestras librerías cada año. Hoy, nuestra sugerencia se centra en un ensayo histórico que, sin embargo, carece de la adusta severidad que suele caracterizar a este tipo de textos leyéndose, por el contrario, con la fluidez, la soltura, la avidez y la pasión con las que abordamos las mejores novelas. Se trata de Hanns y Rudolf, escrito por el británico Thomas Harding y que ha visto la luz a finales de 2014 en la editorial Círculo de Lectores/Galaxia Gutemberg en traducción de Alejandro Pradera. Esta reseña aparece ahora, con un ligero retraso, a las pocas semanas de que se hubieran conmemorado, el pasado 27 de enero, los setenta años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, un entorno y unos sucesos -los que tienen que ver con el exterminio de centenares de miles de personas, la mayoría de ellas judías- que constituyen el trasfondo último de la obra que a continuación paso a comentar.

Os avanzo antes, muy brevemente, algunos de los aspectos más destacados del libro, cuyos origen, planteamiento, propósito, estructura y finalidad se recogen con claridad y precisión en su interesante prólogo que os transcribo íntegro al término de esta reseña.

Hanns y Rudolf se presenta con un subtítulo, que ya está en el original inglés, muy significativo y anticipatorio de lo que nos vamos a encontrar al adentrarnos en el texto: El judío alemán y la caza del Kommandant de Auschwitz. Y es que, en efecto, el Rudolf al que se alude es Rudolf Höss, la máxima autoridad del campo de exterminio, encargado de su construcción a principios de 1940, y Comandante del campo, y por tanto responsable último de las atrocidades en él cometidas, hasta los primeros meses de 1945, cuando el terrorífico recinto fue liberado y el alto militar logró escapar, haciéndose con una identidad falsa, en el caos de aquellos días. Y el Hanns que aparece también en el encabezamiento del libro no es otro que Hanns Hermann Alexander, un judío alemán que, víctima del nazismo, huye con su familia a Inglaterra, se suma al Ejército británico y lucha en la guerra contra sus connacionales para acabar siendo reclutado, tras el fin de la contienda, por el Equipo Británico de Investigación de Crímenes de Guerra para capturar a criminales nazis huidos. Tras infinidad de peripecias Hanns localiza a Rudolf, escondido en un granero de un pequeño pueblo en el norte de Alemania, en la frontera con Dinamarca. Detenido y juzgado, Höss fue colgado en el propio campo de Auschwitz, escenario de su crueldad, el 17 de abril de 1947.

Thomas Harding, que es sobrino nieto del cazador de nazis -su abuela, hermana de Hanns-, da cuenta, en el libro que hoy os presento, de su investigación sobre las vidas de los dos antagonistas a partir de una ingente documentación -cartas, grabaciones, archivos, entrevistas, recursos varios presentes en internet- y el resultado, riguroso como corresponde a un texto de investigación histórica, presenta también -como ya he señalado- las notas de apasionamiento e interés, de intriga y sugestión propias de la mejor literatura de ficción.

En capítulos alternos -que sólo confluyen, de manera obligada, al final, cuando ambas existencias acaban por encontrarse- Harding, un prestigioso periodista y autor de documentales, nos relata la biografía de los dos hombres: Rudolf nacido en 1901 en un pequeño pueblito en las afueras de Baden-Baden, en el seno de una familia convencional, patriota y católica, en la respetable clase media germana (aunque con un padre fanático, intolerante y cerril, que espera de su hijo la entrega al sacerdocio y al que el chico despreciaba), y Hanns, más joven, de 1917, retoño de un reputado médico judío, crecido en un hogar adinerado y perteneciente a la aristocracia cultural, económica e intelectual del efervescente Berlín del primer cuarto del siglo pasado.

Con un pulso narrativo vigoroso y con notable eficacia literaria -pese a que el autor salpique su texto de datos contrastables y trufe la obra de numerosas citas que se recogen en treinta y cinco exhaustivas páginas finales-, vamos avanzando por la vida de los dos protagonistas -tanto la más íntima, privada y personal, como la de repercusión más pública y divulgada- conociendo sus infancias respectivas, tan distintas; sus diferentes modos de iniciación y apertura a la vida, el de Rudolf, comenzando desde muy pronto su contacto con grupos radicales ultraderechistas, combatiente en la primera guerra mundial, asesino ya, muy joven, de enemigos políticos; el de Hanns, amenazada tempranamente su juventud por el fanatismo nazi y obligado, sin haber cumplido aún los diecinueve años, a abandonar a su familia -que se reagruparía, casi íntegra, años más tarde- y viajar a Londres; su madurez, con la entrega de Höss a la causa nacionalsocialista, su ascenso en la jerarquía del poder hitleriano, su destino como máximo mandatario y responsable de la gestión del campo de Auschwitz, de cuya asesina organización no se nos ahorran detalles en el libro, y, desde el punto de vista de Hanns, con su decidida voluntad de participar junto a las fuerzas del Reino Unido en el combate frente al Ejército alemán y su progresiva implicación en la persecución y captura de los asesinos de guerra.

El retrato de ambos personajes -y con este último apunte cierro mi comentario antes de dejaros con el muy interesante prólogo del libro- es complejo y lleno de aristas, alejado de enfoques simplistas y maniqueos. Rudolf Höss es, sin duda, y así aparece en la visión de Harding, un cruel criminal, carente de empatía, indiferente al mal causado y de una insensibilidad esquizoide, un psicópata sádico, amoral y bárbaramente práctico, capaz de justificar sus crímenes -algunas cifras hablan de dos millones de muertos en el campo- con un “personalmente yo no asesiné a nadie”, aunque de él, como director del campo de exterminio de Auschwitz, salieran las órdenes que conducían a los hornos crematorios, a las cámaras de gas, a las ejecuciones sumarias, a los salvajes y mortales experimentos médicos, a las violaciones, a la muerte por inanición o frío o exceso de trabajo, de tantos seres humanos. Pero era, a la vez, y el autor enfatiza también, a mi juicio con buen criterio, estos rasgos, un sensible padre de familia, que disfruta de su apacible vida familiar, con su mujer y sus cinco hijos, en unas dependencias anejas al campo, un acogedor chalet en donde la esposa cocina con la normalidad de cualquier ama de casa y los niños juegan en los columpios y se bañan en la piscina y se ríen con los sirvientes -todos prisioneros del campo- mientras el padre ultima el cotidiano escrutinio de la espantosa actividad en el territorio sobre el que ejerce su asesina jurisdicción.

Y otro tanto ocurre con Hanns que, ligero y de vida algo frívola, sólo cambia y adquiere más “peso” cuando empieza a tomar conciencia del horror que le rodea y que amenaza las haciendas y las vidas de sus correligionarios, y aún entonces, lejos del ser el héroe de una pieza en el que quizá otros analistas menos exigentes lo hubieran convertido, aparece a los ojos de Harding como alguien ambivalente, con claroscuros. Entregado con pasión, tras la guerra, a la tarea de perseguir jerarcas nazis, su comportamiento no es siempre impecable ni mucho menos ejemplar, llegando a permitir, por ejemplo, con su omisión culpable, que sus hombres -una veintena de soldados, muchos de ellos judíos- apalearan a Höss con mangos de hacha en el momento de su detención, obligándole él mismo, el propio Hanns, a caminar desnudo hasta la cárcel, en un entorno dominado por la nieve, lo que provocó la congelación de sus pies descalzos; igualmente el interrogatorio distó mucho de ser modélico, con azotes, ingesta obligada de alcohol y otras torturas infligidas al asesino, pero entonces indefenso.

Por muchos motivos, pues, es un libro magnífico este Hanns y Rudolf de Thomas Harding que os recomiendo muy vivamente y del que os ofrezco a continuación su esclarecedor prefacio. La balada de Mackie el Navaja, una pieza de La ópera de los tres peniques, con música de Kurt Weill y libreto de Bertold Brecht, estrenada en 1928 y citada en el libro (la familia de Hanns acude a una de sus representaciones), complementa esta reseña en una excelente versión de la genial Ute Lemper.


ALEXANDER. Howard Harvey, cariñosamente conocido como Hanns, falleció rápida y apaciblemente el viernes 23 de diciembre. La cremación tendrá lugar el jueves 28 de diciembre, a las 2.30 p.m. en Hoop Lane, Crematorio de Golders Green, Capilla Oeste. Sin flores, por favor. Las donaciones, para quien desee hacerlas, al North London Hospice.                                                       
Daily Telegraph, 28 de diciembre de 2006


El funeral por Hanns Alexander se celebró una tarde fría y lluviosa, tres días después de Navidad. Teniendo en cuenta la climatología y las fechas, la asistencia de público fue impresionante. En la capilla se agolpaban más de trescientas personas. La congregación llegó muy pronto, casi al completo, ocupando todos los asientos. Asistieron quince personas del antiguo banco de Hanns, el Warburg’s, entre ellas el anterior director general y el actual. Allí estaban sus amigos íntimos, así como todos sus familiares. Ann, la esposa de Hanns durante sesenta años, estaba sentada en primera fila, junto a las dos hijas de la pareja, Jackie y Annette.

El celebrante de la sinagoga recitó el Kadish, la oración tradicional judía por los muertos. A continuación hizo una pausa. Mirando a Ann y a sus dos hijas, pronunció un breve sermón, diciendo lo apenado que estaba por su pérdida, y que toda la comunidad iba a echar de menos a Hanns. Cuando concluyó, dos sobrinos de Hanns se pusieron en pie para pronunciar un panegírico conjunto.

Gran parte de lo que dijeron era sobradamente conocido: que Hanns se crió en Berlín. Que la familia Alexander salió huyendo de los nazis y se instaló en Inglaterra. Que Hanns combatió en el Ejército británico. Su carrera como banquero del escalafón inferior. Su compromiso con la familia y su medio siglo de esfuerzos bregando para la sinagoga.

Pero había un detalle que pilló desprevenido a casi todo el mundo: que al final de la guerra, Hanns había localizado al Kommandant de Auschwitz, Rudolf Höss.

Aquello me llamó la atención. Porque Hanns Alexander era hermano de mi abuela, era mi tío abuelo. Cuando éramos pequeños nos habían advertido de que no hiciéramos preguntas sobre la guerra. Y en aquel momento me enteré de que tal vez Hanns había sido un cazador de nazis.

La idea de que aquel hombre bueno pero que no llamaba la atención hubiera sido un héroe de la Segunda Guerra Mundial parecía inverosímil. A lo mejor aquello no era más que otro de los cuentos chinos de Hanns. Porque era un poco pícaro y un bromista, sin duda muy respetado, pero también era aficionado a gastar bromas a sus mayores y contarnos chistes verdes a los jóvenes, y, a decir verdad, también era propenso a exagerar. Al fin y al cabo, si realmente había sido un cazador de nazis, ¿no se habría mencionado en su nota necrológica?

Decidí averiguar si aquello era cierto.

****

Vivimos en una época en que se están cerrando las aguas sobre la historia de la Segunda Guerra Mundial, en que estamos a punto de perder los últimos testigos que quedan, en que lo único que permanece son relatos que ya se han contado y vuelto a contar tantísimas veces que han perdido su veracidad original. Y lo que nos quedan son las caricaturas: de Hitler y Himmler como unos monstruos, de Churchill y Roosevelt como guerreros victoriosos, y de millones de judíos como las víctimas.

Sin embargo, Hanns Alexander y Rudolf Höss fueron hombres con caracteres muy polifacéticos. Por consiguiente, esta historia pone en duda el retrato tradicional del bueno y el malo. Ambos hombres eran adorados por sus familias y respetados por sus colegas. Ambos se criaron en Alemania durante las primeras décadas del siglo XX y, cada uno a su manera, ambos amaban a su país. En ocasiones Rudolf Höss, el brutal Kommandant, mostraba cierta capacidad de compasión. Y la conducta de su perseguidor, Hanns Alexander, no siempre estuvo libre de sospecha. Por consiguiente, este libro es un recordatorio de un mundo más complejo, contado a través de la vida de dos hombres que se educaron en dos culturas alemanas paralelas pero antagónicas.

También es un intento de seguir el rastro de las vidas de ambos hombres, y de comprender cómo llegaron a encontrarse. Y el intento suscita preguntas difíciles. ¿Cómo se convierte un hombre en un asesino de masas? ¿Por qué una persona elige enfrentarse a sus perseguidores? ¿Qué le ocurre a las familias de ese tipo de hombres? ¿Alguna vez está justificada la venganza? Más aún, esta historia pretende argumentar que cuando los mundos de aquellos dos hombres colisionaron, la historia moderna se vio transformada. El testimonio que surgió de ello resultó particularmente significativo durante los juicios por crímenes de guerra al final de la Segunda Guerra Mundial: Höss fue el primer alto mando nazi que admitió haber ejecutado la Solución Final de Himmler y Hitler. Y lo hizo con todo tipo de detalles estremecedores. Aquel testimonio, sin precedentes en su descripción de la maldad humana, llevó al mundo a jurarse que jamás volverían a repetirse aquellas inefables atrocidades. Desde entonces, quienes padecieran injusticias extremas podían atreverse a abrigar la esperanza de una intervención.

También es la historia de una sorpresa. En mi cómoda educación en el norte de Londres, los judíos –y yo lo soy– figuraban como las víctimas del Holocausto, no como sus vengadores. Yo nunca había cuestionado realmente ese estereotipo hasta que me topé con esta historia. O, para ser más exacto, hasta que ella se topó conmigo.

Es la historia de unos judíos que contraatacan. Y aunque existen algunos ejemplos sobradamente conocidos de resistencia –de motines en los guetos, de insurrecciones en los campos, de ataques desde la espesura– ese tipo de ejemplos escasean. Hay que rendir homenaje a todos y cada uno de ellos, como inspiración para los demás. Incluso cuando nos enfrentamos a la brutalidad más radical, la esperanza de supervivencia –y tal vez de desquite– todavía es posible.

Éste es un relato reconstruido a base de historias, de biografías, de archivos, de cartas familiares, de antiguas grabaciones magnetofónicas y de entrevistas con los supervivientes. Y es una historia que, por una serie de razones que espero que queden claras, nunca contaron del todo sus dos protagonistas: Hanns y Rudolf.

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