Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de mayo de 2015

FLORENCE AUBENAS. EL MUELLE DE OUISTREHAM
 
De pronto irrumpió la crisis, ¿os acordáis? Era entonces, hace una eternidad, el año pasado.
La crisis. No hablábamos de otra cosa, aunque no sabíamos muy bien qué decir de ella ni cómo medirla Ni siquiera sabíamos hacia dónde dirigir la mirada. Todo apuntaba a un mundo que se derrumbaba, y sin embargo, a nuestro alrededor, todo parecía permanecer en su sitio, aparentemente intacto.
Soy periodista y tuve la sensación de encontrarme ante una realidad que, por no comprenderla, no podía explicar. No encontraba las palabras. De repente, precisamente eso, la crisis, me pareció algo tan devaluado como los valores de la bolsa.
Decidí marcharme a una ciudad francesa con la que no tuviera ningún vínculo para buscar trabajo desde el anonimato. La idea era muy simple, muchos otros periodistas la han puesto en práctica antes que yo, y con sobrado talento: un norteamericano blanco se convirtió en negro, un alemán rubio se volvió turco, un joven francés se transformó en sin techo, una mujer de clase media en pobre, y seguro que me dejo otros en el tintero. En mi caso, decidí dejarme llevar por la situación. No sabía en qué me convertiría, que era precisamente lo que me interesaba.
Caen me pareció la ciudad ideal: ni demasiado al norte, ni demasiado al sur, ni demasiado pequeña, ni demasiado grande. Tampoco está muy lejos de París, lo que seguramente podía resultarme útil. No volví a mi casa más que en un par de ocasiones, y siempre fugazmente: tenía demasiado que hacer en Caen. Alquilé una habitación amueblada.
Conservé mi identidad, mi nombre y mis documentos, pero me inscribí en el paro con un título de bachillerato por todo bagaje. Aseguré que me acababa de separar de un hombre con el que había convivido durante veinte años que satisfacía todas mis necesidades, lo que explicaba que no pudiera acreditar ninguna actividad profesional durante todo ese tiempo.
Me teñí de rubio. Ya no me quité las gafas. No cobré ningún subsidio.
Con mayor o menor certeza e insistencia, algunas personas, muy pocas, se fijaron en mi nombre: una orientadora profesional, una seleccionadora de personal de un centro de atención telefónica, el jefe de una empresa de limpieza. Negué ser periodista y argüí homonimia. La cosa no pasó de ahí. Una sola vez, una chica de una empresa de trabajo temporal me desenmascaró sin paliativos; le pedí que me guardara el secreto y lo hizo. La inmensa mayoría de las personas con las que me crucé no me hicieron ninguna pregunta.
Decidí que pondría fin a mi investigación el día en que ésta diera su fruto, es decir, cuando consiguiera un contrato indefinido. Este libro relata esa búsqueda, que duró casi seis meses, de febrero a julio de 2009. Los nombres de personas y empresas han sido voluntariamente modificados.
Conservé la habitación amueblada en Caen, y a ella volví el pasado invierno para escribir este libro.
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Así, de este interesante y esclarecedor modo, empezamos esta semana nuestra emisión que nace al amparo de la reciente la celebración, el pasado 1 de mayo, del Día del Trabajo. Se trata del fragmento inicial de El muelle de Ouistreham, una muy sugestiva publicación de la periodista francesa Florence Aubenas que ha visto la luz en la Editorial Anagrama en traducción de Francesc Rovira. El texto que antecede es suficientemente explícito como para que, sólo a partir de estas palabras introductorias, podáis conocer lo esencial del planteamiento del libro que ahora os presento.
 
En efecto, la reportera -con una sólida carrera profesional a sus espaldas y que había conocido una cierta repercusión mundial cuando en la guerra de Irak, en 2005, fue capturada como rehén durante algunos meses- se plantea una experiencia que, como ella misma reconoce en el fragmento leído, resulta en la actualidad bastante común en el mundo de los medios de comunicación: la inmersión del reportero en una determinada situación que se quiere investigar (pienso por ejemplo en la multiplicidad de programas de televisión que, con 21 días como muestra paradigmática, llevan a los periodistas a convertirse durante un tiempo en narcotraficantes, prostitutas, vagabundos o escoltas de seguridad) para conocer de primera mano, sin la distancia que sobre los hechos y sus protagonistas siempre impone la presencia de un micrófono o una cámara, determinadas realidades sociales, muy a menudo conflictivas o problemáticas.
 
Durante medio año, Florence Aubenas vivirá en sus carnes -reconvertida en trabajadora de la limpieza- las penosas experiencias a las que habitualmente se ven sometidos quienes se mueven en los márgenes de un sistema económico que cada nuevo día -en esta crisis inclemente- deja nuevos desamparados a su paso. Cuando quienes tenemos la fortuna de tener trabajo, quienes además disfrutamos de nuestra labor profesional, que nos proporciona sustento y seguridad, satisfacción y posibilidades de crecimiento personal, leemos en los medios de comunicación, un mes tras otro, las terribles y siempre crecientes cifras del desempleo, tendemos a “digerirlas” sin demasiado dramatismo, las integramos de manera rutinaria en nuestra normalidad, y raras veces vemos más allá de la frialdad de los datos, raras veces pensamos en que las estadísticas despiadadas, los dígitos desmesurados, los números rotundos y brutales no son más que la gélida exteriorización de los padecimientos de innumerables vidas humanas, de infinidad de personas que sufren, día a día, las calamitosas condiciones en las que desenvuelve su existencia un porcentaje muy alto de nuestros conciudadanos.
 
Y por ello resulta interesante -más que interesante, imprescindible- este El muelle de Ouistreham, porque nos muestra, de un modo descarnado y sin paños calientes, aunque también de manera neutra y objetiva, sin formular juicios de valor, la fidedigna fotografía de quienes viven enredados en una permanente búsqueda de trabajo; de quienes deambulan interminablemente y sin esperanza por las salas de espera de los servicios públicos de empleo; de quienes transitan como zombies por los escasamente acogedores despachos de las empresas de trabajo temporal; de quienes, por efecto de un expediente de regulación de empleo, han visto reducida a una nada sin valor su experiencia de décadas de trabajo; de quienes se someten a diario a innumerables pruebas y genuflexiones de todo tipo, sobre todo morales, para conseguir una contratación por breves y mal pagadas horas; de quienes soportan mordiéndose la lengua, sumisos, las respuestas inclementes de los empleadores: es demasiado mayor, no tiene experiencia, lleva mucho tiempo sin trabajar, ¿se cree que puede escoger?; de quienes aceptan ofertas muy precarias, condiciones laborales pésimas, sueldos ínfimos -me pagan dos horas, hago tres-, horarios mínimos -ya no hay trabajo, sólo horas- por poder llevarse algunos euros a casa; de quienes reinciden, con apatía y desinterés, sin motivación ni estímulo algunos, en los absurdos y burocratizados e insulsos e irrelevantes cursos de supuesta formación ocupacional; de quienes acuden con ya sólo un ligero atisbo de ilusión a una nueva entrevista de trabajo para ser rechazados una vez más incluso antes de entrar -si viene por el puesto, ya está ocupado.
 
Y todo ello, la experiencia personal de quienes buscan empleo, aparece complementado con atinadas observaciones acerca del funcionamiento del sistema: la crudeza de los directivos de los servicios de empleo cuando aconsejan a los orientadores: Ya no tenéis que hacer de asistente social, esa época ha terminado. Hay que conseguir cifras. Acostumbraos a llamar “cliente” al solicitante de empleo; las exigencias políticas para incrementar los objetivos y aumentar los anuncios de puesto, aunque eso sí, sólo en Internet; con ello se evita la necesidad de que los empleadores acudan a las oficinas de empleo y se limita la saturación de las líneas telefónicas; las triquiñuelas para maquillar los datos del paro, convocando a los demandantes a cursos ficticios a sabiendas de que su ausencia o su baja de los cursos, incide en las estadísticas, pues los infractores son borrados transitoriamente de ellas; la proscripción de ciertos términos que revelan de modo demasiado evidente la crudeza de la crisis y su sustitución por eufemismos neutros: hay que olvidar la palabra “inserción” que para todo el mundo es sinónimo de “inútil”. Ahora hay que utilizar la palabra “solidario”; la vacuidad de los bienintencionados lemas de los asesores: un empleo es un intercambio, hay que arremangarse e ir a por todas; la progresiva disminución de las ofertas de empleo pues los empleadores agobiados por la falta de crédito temen arriesgarse a nuevas contrataciones; el pánico generalizado provocado por la crisis; el aumento de los suicidios entre la población trabajadora  y, sobre todo, desempleada; el radical y desolador escepticismo de los parados de larga duración (estoy harta de trabajos de mierda); la tristeza que acompaña a los mayores de cuarenta y cinco años, que han interiorizado su permanente convivencia con el paro.
 
Y en paralelo a todo ello, la propia Florence resulta relativamente afortunada, encadenando diferentes contrataciones -algunas simultáneas, la principal como limpiadora de los transbordadores en el muelle de Ouistreham que da título a la obra. Pero entonces aflora la otra gran verdad del libro: junto a las miserias del desempleo, las sevicias que han de sufrir las víctimas del trabajo precario: contratos fugacísimos, jornadas interminables, salarios rácanos, intemperancia y mala educación de los jefes, abusos y explotaciones sin cuento, competencia insolidaria entre compañeros, exigencias desmesuradas de los capataces y encargados y mandos intermedios, exprimidos a su vez por sus superiores, incertidumbre, inestabilidad, tensión, angustia… todos los peajes que obliga a pagar un sistema de relaciones laborales que está provocando, como bien señaló Richard Sennett en su obra ya clásica, la corrosión del carácter de la clase trabajadora en el llamado nuevo capitalismo.
 
Libro interesante, pues, muy duro también, pero altamente recomendable -sobre todo en estas fechas cercanas al Día Internacional del Trabajador, este El muelle de Ouistreham de Florence Aubenas que publica Anagrama. Os dejo, para complementar esta visión del trabajo que el texto nos muestra, con una aproximación musical al mismo tema: El mismo hombre, una gran canción de Revólver.
 
 
1. El fondo de la cazuela
En Cabourg, la casa del señor y la señora Museau está situada en uno de los barrios nuevos alejados de las playas y del gran dique, apartados de las calles populosas y los hoteles de lujo, al abrigo de toda agitación y todo pintoresquismo. Aquí, en esta periferia neutra y confortable, viven apaciblemente los que residen todo el año en Cabourg.
Es un día del mes de febrero con el cielo encapotado y envolvente. El señor y la señora Museau esperan a una gobernanta que tiene que llegar a las dos y dos minutos de la tarde en el autobús procedente de Caen. La decisión de contratar a alguien no ha sido fácil, y han meditado largamente en qué lugar se celebraría la entrevista con la candidata. El salón les parecía demasiado ceremonioso, el despacho demasiado pequeño, el comedor demasiado íntimo, la cocina demasiado irrespetuosa. Al fin se han decidido por la veranda, una estancia azotada por las corrientes de aire que normalmente no abren hasta que llega el buen tiempo.
Hoy, la veranda del señor y la señora Museau es la única ventana que tiene luz a lo largo de toda la apacible calle, de modo que se los distingue desde lejos a través de los grandes ventanales, como si estuvieran sobre el escenario iluminado de un teatro. Él está de pie, en americana; incapaz de estarse quieto, da vueltas alrededor de la mesa. De vez en cuando se detiene y anota algo en una libreta que tiene delante, encima de la mesa. Su mujer se levanta y vuelve con un jersey puesto. Se ha maquillado y peinado con esmero. Colocan una silla enfrente de ellos. Él consulta el reloj. Ella también. El señor Museau lanza una mirada al exterior justo en el instante en que enfilo el camino de gravilla blanca, entre el garaje y el seto. El hombre se vuelve hacia su mujer, sin duda para advertirle, pero ella ya se ha incorporado. La puerta se abre antes de que me dé tiempo a tocar el timbre.
–¿Es usted la gobernanta?
Es mi primera entrevista desde que busco trabajo en Caen, en Baja Normandía.
En la veranda, la señora Museau me indica la silla vacía.
Durante nuestra conversación telefónica, el señor Museau me ha advertido: «Los dos estamos jubilados. Bueno, es una forma de hablar: la señora Museau siempre ha sido ama de casa.» Será él quien lleve la entrevista, anuncia, ya que sencillamente no está acostumbrado a otra cosa.
–Sé lo que es contratar a alguien, he dirigido hasta quinientas personas. Tenía varias empresas. ¿Conoce usted a Bernard Tapie, el hombre de negocios? Pues yo lo mismo.
Me juzga con el rostro devastado e imperioso. Habla gustosamente y con todo lujo de detalles de su salud y sus dos operaciones de corazón. La conclusión llega con una brutalidad que le gusta saborear:
–Con todo lo que he vivido, y pronto ya no estaré.
Considero de buena educación protestar, pero la señora Museau me interrumpe al punto:
–Sí, sí, es cierto, con todo lo que ha vivido, y pronto ya no estará.
–De momento nos arreglamos bastante bien. La señora Museau se ocupa de planchar. Lleva la casa. Cocina. Lo hace todo. Pero ¡ojo!, he dicho de momento. Cada vez iremos a menos. Y cuando yo ya no esté, quedará la señora Museau.
–A lo mejor me voy yo primero... –suelta la señora Museau en tono de amenaza.
–Sea como sea, sepa que la señora Museau no la habría contratado jamás. Sencillamente, no se le habría ocurrido. Yo preveo. Yo me organizo. Yo decido.
–Tú hablas demasiado.
Los bellos rasgos de la señora Museau apenas se inmutan. Debe de haberlas pasado canutas junto a este hombre, sin poderse tomar nunca la revancha.
El señor Museau prosigue como si no hubiera oído nada:
–Hemos decidido contratar a alguien mientras todavía estamos bien. He preparado una hoja con los aspectos positivos del puesto que ofrecemos. Uno, tendrá alojamiento. La instalaremos en la habitación de uno de nuestros nietos. Hay una cama individual.
Me escruta de arriba abajo.
–Está bien, tiene usted el formato adecuado, seguro que cabe. Y más adelante ya veremos, a lo mejor la cambiamos de lugar.
Se ríe solo mientras me examina una vez más. Luego, continúa:
–Vaciaremos la habitación de todo lo que moleste. ¿Tiene muchas cosas? Supongo que no. Pondremos muebles, en esta casa hay todo lo que pueda hacer falta. Incluso demasiado. Segundo aspecto positivo: le daremos de comer. La señora Museau hace la compra en el supermercado, aquí al lado. Usted la acompañará. Mientras ella compre, usted le dirá: «Eso, eso de ahí me gusta.» Y ella lo añadirá a la cesta. ¿Entiende lo que le quiero decir? Se trata de algo informal. A veces, incluso, la señora Museau le dirá: «Estoy cansada», y entonces irá usted sola a comprar. También le gusta mucho ir al Carrefour. Está más lejos, pero es más grande. Eso le permite ver un poco de mundo. La señora Museau cocina, pero usted la puede ayudar. Puede poner la mesa. Usted recogerá, usted se llevará los platos, pero comerá con nosotros. ¿Cómo se lo explico? No quiero a alguien metido en la cocina mientras nosotros estamos en el comedor. Ni hablar, eso no me gusta nada.
Se interrumpe por un instante.
–Menudo carácter tengo, ¿verdad? Mi mujer siempre me lo dice: «Hablas brusco, seco.» Sea como sea, a veces me ocurre. Es normal. He tenido hasta quinientas personas bajo mis órdenes, ¿se lo había dicho? ¿Sí? ¿Y lo de Bernard Tapie también? Lo mío era la construcción.
–Hablas de ti, como siempre –concluye la señora Museau.
–Bien, pasemos a su currículum de la vida, como lo llamo yo –dice el señor Museau, como si no hubiera oído nada. Coge la hoja que tiene delante y me pregunta la fecha de nacimiento. Anota: «48 años, signo del zodíaco: Acuario.»
Después prosigue:
–Cursó usted un bachillerato de letras, ¿verdad? Veamos, ¿a qué se dedicaba su padre? ¿Funcionario? De acuerdo, pero ¿de qué? Hay funcionarios de todo tipo. Luego, según dice, se dedicó a las tareas de la casa. No tenía necesidad de trabajar. Ahora se acaba de separar y por eso se ve obligada a buscar trabajo. No tiene hijos. Pero ¿y él, los tenía? Desde luego no se casó con usted, ¿verdad? ¿Cuándo se separaron exactamente?
En la hoja, el señor Museau escribe: «Separación hace cinco meses.» Vuelve a la carga:
–¿Lo sigue viendo? ¿Terminaron civilizadamente? Anota: «Civilizadamente.» Relee todas las anotaciones y reflexiona:
–En resumen, la utilizó para que se ocupara de todo y luego, cuando ya no la necesitó, adiós muy buenas. Es un poco así, ¿no? Además, seguro que a estas alturas ya ha encontrado a otra.
Su análisis lo satisface. Continúa, como para sí mismo:
–Debe de ser una mujer más joven, me figuro, puede que mucho más joven, quizá. Bueno, ahora la dejo con la señora Museau para que le muestre la casa y su habitación. Tenemos cuatro hijos, dos de ellos, una chica y un chico, en París. Tienen una buena posición. ¿Qué era lo que hacía Christophe? Está en algo de telefonía, me parece. Mi hija es muy activa. Es una Museau. Christophe es un Resthout, como mi mujer (ya ve cómo es, ¿verdad?), pero es un buen chico. Todos lo son. La menor vive con nosotros. Se llama Nicole, como la mujer que viene a planchar, aunque a nuestra hija la llamamos Nicky. Es agente inmobiliaria en Lisieux y tiene treinta y siete años. Cuando estoy enfermo, me echa una mano. No se atreve a irse de casa. Nosotros la queremos echar. Dentro de diez años ya será demasiado tarde, ¿comprende? Le voy a contar una historia para que lo entienda: hace tiempo, la señora Museau tenía una amiga... ¿Cómo se llamaba, que ya no me acuerdo?
A la señora Museau no le gusta que cuente la historia. Se muestra contrariada y revuelve su bella figura.
El señor Museau parece particularmente contento de avergonzarla.
–La llamabais Fifi, ¿verdad? ¿No quieres responder? Como quieras. En fin, Fifi vivía con su madre. Se ocupaba de ella, lo hacía todo. Sus hermanos y hermanas se habían ido de casa. Cuando visitaban a la madre, ésta se los llevaba aparte y les decía: «Escuchad, Fifi trata de envenenarme. Pone cosas en lo que me prepara. Lo heredará todo y no conseguiréis echarla.»
–Cuando uno se hace viejo, no sabe lo que dice –corta la señora Museau–. Además, no cuentas bien la historia, no se entiende nada. Todo lo mezclas como te conviene.
El señor Museau agita la mano para hacerla callar.
–No queremos hacer diferencias entre nuestros hijos. Quiero que Nicky tenga su propio piso en Lisieux. Se irá cuando tengamos una gobernanta. Y ya está. Eso es todo.
La señora Museau me escolta a través de la casa. Siempre ha frotado ella personalmente las grandes baldosas rojas de la entrada, que están relucientes, y ha velado por mantener el orden estricto de todo.
–Ahora ya no me apetece. Me digo: ¿para qué?
Sin su marido, se ha vuelto jovial y no para de sonreír. Abre la puerta del «despacho del señor Museau», situado en la planta baja. El hombre vive ahí, todo lo indica: las sábanas arrugadas en la cama, el desorden de carpetas, el ordenador que parpadea sin parar.
En el piso de arriba, atravesamos a toda prisa el dormitorio de Nicky, en el que, envueltos en un violento olor a tabaco, se apilan tabletas de chocolate, montones tambaleantes de revistas y prendas de ropa hechas una bola. La señora Museau está impaciente por mostrarme su territorio, situado tras una puerta blanca al final de un pasillo.
–¿Cuánto le gustaría ganar? –El señor Museau ha surgido a nuestra espalda calculadora en ristre.
La señora Museau suelta un grito de sorpresa. Él está exultante:
–¡Se ha asustado! ¡Se ha asustado! ¿Ha visto cómo se ha asustado? Pongamos... ¿mil euros? Piénselo. No olvide las ventajas de las que le he hablado: tendrá alojamiento y comida. Usted decide. Incluso puedo subir un poco la cantidad.
Acaba de sacar el coche del garaje.
–Bueno, se acabó, ya ha visto suficiente. La señora Museau le enseñará su dormitorio la próxima vez. Venga conmigo, he decidido que la llevaré a Caen. El motor ya está encendido.
El paisaje rural, tranquilo y llano, pasa de largo. Ahora casi hace buen día.
–He conducido tanto en mi vida que a veces ni siquiera sabía por qué me encontraba en tal o cual carretera. Avanzaba en línea recta y me preguntaba: ¿adónde voy? Quería triunfar. –De pronto adopta un tono de confidencia–. Mire, en cierto modo he pasado por lo mismo que usted. Durante un tiempo me marché con otra persona. Abandoné a la señora Museau y a mis hijos. Volví cuando me puse enfermo, pero continúo viendo a la otra mujer. La recibimos en nuestra casa, en Cabourg. Cena con nosotros y a veces se queda unos días. Ya la conocerá. La señora Museau habla mal de mí cuando hay gente, pero nunca cuando estamos los dos. Delante de mí, no dice nada. Es reservada. Y ya está acostumbrada a este estado de cosas.
Reflexiona.
–En este momento, la señora Museau debe de estar sentada en la cama, preguntándose si no estaré siendo desconsiderado con usted. Sonríe con los ojos entornados, imaginándose a su mujer.
–Sea como sea, acompañará a la señora Museau a pasear. Uno de nuestros hijos murió joven, pueden ir a visitar la tumba. La excursión lleva todo un día, será una distracción. Ella no ha salido nunca de casa, ¿sabe? Cuando tuvimos a las gemelas (una es muy Museau, la otra Resthout de pies a cabeza), tuvo derecho a una criada, una polaca. La llamábamos Piroshka. También pueden ir a visitarla, vive en Louviers. Es otra idea de paseo que pueden hacer juntas.
Este programa ha puesto de lo más contento al señor Museau. Enciende la radio. La apaga. La vuelve a encender. Canta, luego habla:
–Yo soy un sin techo: todos mis bienes están a nombre de mis hijos. Todo lo he acumulado para ellos, y los quiero a todos, sean Museau o Resthout. Eso sí, continúo siendo el jefe. Les anuncio lo que hago, y en general no discuten nada. Me dicen: «Tú ya sabes lo que haces, y de todos modos nunca haces caso de lo que te decimos. Vas a lo tuyo.»
Se ríe solo.
–Es cierto. Soy el jefe. Hago lo que quiero.
Se ha equivocado de salida en la rotonda de entrada a Caen y ahora está furioso.
–Uno va hablando, y claro... ¡Uno se olvida de todo cuando es viejo! Baje aquí, andará el resto del camino. De todos modos ha tenido usted suerte, es mucho mejor que tomar el autobús.
Nunca he tenido la más mínima intención de trabajar en casa del señor y la señora Museau. No quiero ponerme al servicio de particulares y vivir en su intimidad, quizá sea la única restricción que me he impuesto a la hora de buscar empleo. Por lo demás, estoy dispuesta a aceptar cualquier cosa. Lo que ocurrió fue simplemente que el señor y la señora Museau fueron los primeros en responder a mi perfil.
Hacía quince días que buscaba trabajo y me parecía una eternidad. Los días se alargaban, fofos e irritantes a fuerza de esperar, y no parecía que fuera a pasar nada. Por eso, no resistí la tentación. Quería saber qué era una entrevista de trabajo y tener la impresión de tomar por fin las riendas de algo. Ya me he recorrido todas las empresas de trabajo temporal de Caen. Están repartidas en unas pocas calles alrededor de la estación y casi todas están diseñadas con el mismo patrón: una sala vacía con un mostrador. En una –creo que la primera, aunque llega un momento en que las confundo– anuncio triunfalmente:
–¡Aceptaré cualquier cosa!
–Aquí todo el mundo acepta cualquier cosa –dice el chico desde detrás del ordenador.
Le pregunto qué tienen en ese momento.
–Nada.
En cambio, ve desfilar a todo tipo de personas, incluso a sus colegas de la ETT de al lado, donde ya han empezado a despedir a gente. Dice que a lo mejor a él también le llega el turno. Mira hacia la calle a través del cristal con el rostro redondo impertérrito, sin reflejar esperanza ni miedo. Al fin concluye, con cierto aire solemne:
–Es la crisis.
Desde el campanario de la iglesia de Saint-Michel, que domina con su envergadura la manzana de casas, irrumpen campanadas en la calma de la tarde.
Una tras otra, las empresas de trabajo temporal se niegan a tomar mis datos. Me tratan con una dulzura propia de enfermera del servicio de cuidados paliativos, pero con firmeza. Las preguntas se suceden, siempre las mismas. ¿Tengo alguna experiencia en trabajos temporales? No. ¿Tengo al menos alguna experiencia y reciente en Caen? No y no.
–Entonces, no la podemos clasificar entre las personas muy, muy seguras, las Riesgo Cero –precisa un chico de otra ETT.
 

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