RICARDO MORENO CASTILLO. LA CONJURA DE LOS IGNORANTES
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca. En esta ocasión os traigo un nuevo título de la serie que a lo largo del mes de septiembre, y coincidiendo con el comienzo del curso académico en sus diferentes niveles, estamos dedicando a obras que abordan el fenómeno educativo, que tanta trascendencia social, cultural, económica, filosófica y también política o ideológica tiene en la vida de las sociedades y en la de sus ciudadanos.
Y quiero enfatizar esta dimensión ideológica del asunto, pues será la que aflore de un modo más notable en las dos emisiones, la de hoy y la de dentro de siete días, que quedan para cerrar estos programas monográficos. Porque si bien en los dos miércoles precedentes los libros presentados nacían -es casi inevitable que así sea- desde una particular y subjetiva visión de la realidad, planteando los problemas de la educación en nuestro complejo, cambiante y tecnologizado siglo XXI y presentando sus posibles soluciones a partir de las personales visiones de sus autores, Ken Robinson, en el caso de Escuelas creativas, y José Antonio Marina, responsable de Despertad al diplodocus, lo cierto es que el muy abundante aparato bibliográfico y la infinidad de referencias teóricas y ejemplos prácticos que los acompañan, así como el enfoque más aparentemente “neutro” o “documental” con el que se argumentan sus respectivas propuestas permiten calificar ambos libros como “ensayos divulgativos” y los acercan -modesta pero convincentemente- a la literatura científica al uso, en la que se pretende “construir” un sistema o esquema general que explique, y en cierto modo agote, el fenómeno objeto del estudio, y que se caracteriza además por una demostrable solvencia técnica, una exposición relativamente académica de las tesis sostenidas, una argumentación contrastada, una fiabilidad de las fuentes empleadas, un rigor en los datos que se ofrecen como documentados y más o menos objetivos y una suficiente “verificabilidad” de las conclusiones obtenidas.
No ocurre así en el caso de mis dos últimas recomendaciones “educativas”, en concreto en la de hoy, en la que ya me centro, La conjura de los ignorantes, el furibundo alegato antipedagógico de un autor, Ricardo Moreno Castillo, que ya había publicado un par de ellos en el pasado. En esta ocasión el planteamiento es, en cambio, rabiosamente subjetivo, pues nos hallamos ante un mero conjunto de opiniones, no presentadas con voluntad de “edificar” algún corpus teórico u ofrecer un modelo de análisis de la realidad sobre la que se escribe que aparezca como cerrado o explicativo u omnicomprensivo, sino, al modo de la literatura panfletaria -Panfleto antipedagógico se llamó la primera obra de este profesor de matemáticas centrada en la situación de la enseñanza en España, reivindicando así también, con el beligerante término, su condición de casi clandestina oposición al “poder” supuestamente establecido-, se pretende “desmontar” abrupta y frontalmente, sin ambages ni componendas, las falacias que encierran las tesis sobre la educación dominantes -siempre a su muy personal juicio- entre políticos, responsables, “expertos” y formadores de futuros profesores, de los cuales, Robinson y Marina, mis dos “invitados” de hace unos días, son destacados representantes. Y como luego veremos, en consonancia con esta irrespetuosa dimensión de libelo escrito “a la contra”, en el libro se encadenan críticas agudas, sarcasmos hirientes, menosprecios a mansalva, denuncias que se pretenden clarividentes, atrevidos desenmascaramientos de las presuntas falsedades que se esconden tras aparentes certezas, fogosos improperios, invectivas jocosas, denuestos sin censura y ridiculizaciones al borde del insulto, todo ello emitido en un tono general de suficiencia y condescendencia despreciativa, apasionada vehemencia y exaltada indignación, prejuicios intelectuales, ironía pretendidamente divertida y elemental sentido del humor hecho de tópicos de sala de profesores “cuartelera”, aunque también, justo es reconocerlo, con una absoluta libertad. Sin embargo, y en definitiva, se trata, insisto, de simples opiniones -y basta repasar la sucinta, y en general (hay excepciones notables) algo “vaporosa” bibliografía final para comprobarlo-, interesantes en cuanto representan el sentir del autor, de una parte cada vez menos significativa del estamento docente y, fuera de él, de importantes sectores de nuestra opinión pública, pero, en la mayoría de los casos, solo fundamentadas en la percepción personal de quienes las mantienen, y de todas formas controvertidas y discutibles, tal y como espero que podáis apreciar tras mis comentarios en esta reseña. El libro, publicado por la Editorial Pasos Perdidos a principios de este mismo año, se presenta con un revelador subtítulo -De cómo los pedagogos han destruido la enseñanza- y con un entregado prólogo del inteligente y siempre polémico Arcadi Espada.
El núcleo central de las tesis de Moreno Castillo es simple: las constantes reformas educativas que desde hace más de treinta años se suceden en el mundo (y especialmente en España: la LOGSE, fuente de todo mal para el autor, se aprobó en 1990) se nutren de un sustrato intelectual, académico y pseudocientífico disparatado, el de la pedagogía, que sostenido por psicólogos, sociólogos, asesores, profesores, consejeros, orientadores, políticos y, claro está, pedagogos, y basado en una jerga abstrusa, autorreferencial y vacía de contenido, está condenando a la escuela pública -y de nuevo el marco al que nos referimos es, esencialmente, el español- al descrédito, el desastre y, en último término, la aniquilación. La pedagogía es un mero lenguaje que no alude a ninguna realidad constatable -afirma, categórico- y, en consecuencia, no es una ciencia y no puede imponer sus conclusiones aprovechándose de un estatuto del que carece. Y ello por cuatro razones, tres de las cuales se resumen -sin desarrollo ulterior- en el prólogo (los argumentos ad hominen que emiten sus “practicantes” contra quienes discrepan de las tesis -de la “religión”- oficiales, la resistencia de los pedagogos a cotejar con la realidad las hipótesis que defienden, y la afición de los “sectarios” -la expresión “secta pedagógica”, acuñada por Mercedes Ruiz Paz, ha prosperado en el entorno “contrarreformista”- a crear neologismos). La cuarta de las razones explica la existencia del resto del libro y tiene que ver con las patochadas y estupideces que dicen los pedagogos (Arcadi Espada ya había hablado en el prólogo de bullshit, chorradas y caca de la vaca para calificar las “mentiras” de la “nueva pedagogía”). A develar la falsedad de esas tonterías se dedican los veinte capítulos del libro, que se plantea como una antología de despropósitos, pues el método utilizado consiste en presentar una selección de textos -de desvaríos- suscritos por muy eminentes pedagogos (utilizándose el término no en sentido estricto, “profesionales de la pedagogía”, sino incluyendo en él a todos los que se han dejado abducir [sic] por la jerga pedagógica), con el objetivo explícito de que afloren, sin necesidad de glosas (aunque, como es esperable, el autor comenta larga, profusa y despectivamente cada uno de ellos), los disparates y las extravagancias, la estupidez y la ignorancia que a su juicio encierran. Y así, en las páginas del libro comparecen temas como el derecho de los alumnos al éxito, la responsabilidad del niño, el valor -reaccionario (o progresista)- del esfuerzo, la diversidad del alumnado, la importancia de la creatividad, lo que en realidad esconde el repetidísimo lema “aprender a aprender”, las contradicciones de la escuela, la autoridad del profesor, la necesidad -o no- de la jerarquización y el orden en las aulas, la relevancia de los contenidos en la enseñanza, la pertinencia de la evaluación cuantitativa, las calificaciones y las reválidas, cuestiones todas sobre las que el pensamiento de Moreno Castillo discrepa combativa y airadamente de las premisas sostenidas por los muy cortos de luces partidarios de la innovación y la renovación de la enseñanza.
Estamos, como puede suponerse, ante una casi cruenta -exagerando un poco- manifestación del combate descarnado -fuertemente ideologizado, además- entre quienes se presentan como reformistas o incluso revolucionarios (el vocablo “revolución” aparecía reiteradamente en las dos obras que os presenté en semanas anteriores), que postulan la necesidad de transformar radicalmente la enseñanza ante el nuevo escenario que vive el mundo como consecuencia -aunque no solo- de la incorporación masiva de la tecnología a nuestras vidas, un colectivo -al decir de sus oponentes- que se presenta con la coartada de su superioridad moral como encarnación del progresismo, el izquierdismo y la innovación, y que, además, detenta el poder capaz de decidir sobre cuestiones educativas; y, por otro lado, los profesores de a pie -y quienes les dan voz; valientemente, sostienen sus adalides, pues deben enfrentarse al status quo imperante- que abominarían de los “engendros pedagógicos” y que reivindicarían una enseñanza de calidad basada en lo que siempre ha resultado eficaz: esfuerzo, disciplina, autoridad, respeto, en otras palabras lo que se corresponde realmente con el significado de “pedagogía” (y no en su moderna y desvirtuada interpretación que ha hecho suya la Secta Pedagógica -las enfáticas mayúsculas las pone Moreno): El arte de enseñar, (…) que depende de la capacidad de hablar claramente y de saber escuchar, de la capacidad de entusiasmarse y entusiasmar a los demás, de la capacidad de combinar cierta dosis de autoridad y severidad (que inevitablemente son necesarias cuando se trata de educar a alguien) con la cortesía, la serenidad y las buenas maneras. Todas esas cosas que uno puede aprender observando a los buenos profesores, pero que propiamente no se pueden enseñar (el subrayado, dictado por la perplejidad, es mío).
Sin duda son verdad -y lo afirmo desde la relativa autoridad que me confieren mis treinta y seis años de docencia en la enseñanza pública- muchas de las reflexiones que se presentan en el libro, y realista resulta también la denuncia de un deplorable papanatismo, una notable mediocridad profesional y una vergonzosa indigencia intelectual en más de uno de los defensores de los postulados renovadores, y ciertas igualmente algunas de las situaciones sobre las que Moreno Castillo deposita su mirada crítica -aunque llena de prejuicios-, no resultando por ello sorprendente, antes al contrario, que en este La conjura de los ignorantes haya puntos coincidentes con las opiniones sobre educación -que yo, en general, también comparto- de escritores, intelectuales y pensadores valiosos cuya obra admiro y cuyo criterio considero en la mayor parte de las ocasiones pertinente, como Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Félix de Azúa, Luis Landero, Eduardo Mendoza, Rafael Argullol, Arturo Pérez-Reverte, Adela Cortina, Fernando Savater, Emilio Lledó, Francisco Rodríguez Adrados o Victoria Camps, por citar solo algunos de los que recoge el autor. Por todo ello ya merece la pena la lectura de esta controvertida obra.
Otra cosa es, sin embargo -y aquí afloran las principales carencias del esquemático enfoque de los contrarreformistas (limitaciones inocentes en el caso de los autores antes citados que, educados en una sociedad y en un tiempo sin especial conflictividad en la enseñanza y en los que los principios educativos clásicos, persistentes desde siglos atrás, podían mantener su vigencia, no conocen "desde dentro" la realidad última, compleja y ambigua, poliédrica y confusa, heterogénea y problemática, de escuelas e institutos, pero de enorme responsabilidad -o ceguera- en quienes conviven día a día con estudiantes)-, desconocer que ese mundo idílico de la enseñanza tradicional pudo, en efecto, servir para formar y educar de un modo relativamente satisfactorio a quienes ahora tenemos más de cuarenta años, pero ello con tres matices muy significativos que obligan a relativizar su automática extrapolación a nuestros días: primero, que la cifra de quienes cursaban estudios secundarios era injustamente reducida (la universalización -la democratización- de la enseñanza hasta los 16 años es fruto de la LOGSE); segundo, que un número importante de los hijos de familias de economía precaria, de la clases más desfavorecidas, quedaba fuera del proceso; y tercero, que la realidad externa -y con ella los hábitos de estudio, las costumbres sociales, las vías de acceso a la información, las formas del ocio, la implicación de las familias, los modos de aprender, la capacidad de atención, los estímulos al esfuerzo, la valoración de la disciplina- ha cambiado considerablemente en las últimas tres décadas).
Las reflexiones del autor, en muchos casos, simples ocurrencias o impresiones espontáneas, vagas e imprecisas, con unos niveles de profundidad y solvencia científica cercanos a los de las conversaciones de barra de bar -justo uno de los extremos que se denuncia-, pretenden recoger un supuesto “sentido común” hecho de aparentes obviedades, verdades que no necesitan demostración, tautologías, certezas intemporales que, nacidas en contextos y ámbitos muy disímiles a los actuales debieran seguir siendo válidas en estos, afirmaciones supuestamente indiscutibles, simplismos que denotan inexplicable pereza intelectual, argumentaciones que retuercen de modo caricaturesco las tesis combatidas hasta el punto de hacer decir lo que no quieren a los textos criticados, y reiteración de “mantras” -cultura del esfuerzo, disciplina y respeto, principio de autoridad- que si en esencia no están vacíos de contenido, sí que, en la práctica, significan poco -o no tienen el sentido inequívoco que sus defensores le dan- en un mundo que -fuera de las aulas- cuestiona o hace caso omiso de los valores que tales nociones -en sí estimables- encarnan.
Pretender además -en una inacabable y absurda serie de reduccionistas e inconcebibles simplificaciones- que existe un concepto uniforme y clausurado de “los pedagogos” (como si no hubiera diferencias notables entre todos ellos); que el trabajo de años de investigación y estudio de muchos de estos especialistas es tan solo un esfuerzo estéril y sin valor; que las sobresalientes carreras profesionales -reconocidas por instituciones y universidades de prestigio- “construidas” por un sinnúmero de esos denostados expertos y la cuantiosa cifra de sus libros, artículos, informes y publicaciones académicas de influencia teórica -y eficacia práctica- probadas son pura filfa intelectual y un fraude universalmente aceptado; que el mundo educativo se divide en dos grandes bloques: los estúpidos que incapaces de pensar por sí mismos han sido “abducidos” por una Secta que marca sus pautas desde el poder, y el “poblado galo” irreductible que, lúcido y corajudo, moralmente íntegro e intelectualmente insobornable, no se deja engañar por los fútiles cantos de sirena de una pandilla de falsificadores engañabobos; que todo este movimiento que se manifiesta por doquier en los cinco continentes y que aboga por la adecuación de la enseñanza a los retos que le imponen las aceleradas transformaciones que viven nuestras cambiantes sociedades, responde a un propósito premeditado -una conjura- que un grupo de profesionales irresponsables e ignorantes urde, trama y lleva a cabo de común acuerdo para preservar su incierto futuro profesional conduciendo a la ruina a los pueblos y a sus ciudadanos; que no se puede enseñar a ser profesor (ninguneando, por cierto, y condenando al limbo, a los miles de másteres y profesores que en el mundo entero forman a futuros docentes) pues nada hay que aprender más que la intuición, la voluntad, la responsabilidad y el compromiso -las habilidades docentes surgidas, pues, en los cientos de miles de profesores españoles, por generación espontánea, por talento innato, por los azares de los genes, por inspiración divina-; que todo en la práctica diaria del profesor -la desbordante complejidad de la labor docente en la actualidad- se resuelve atendiendo a las cuatro reglas que el propio Moreno nos brinda graciosamente (antes de comenzar un tema, explicar muy bien los conocimientos necesarios para entenderlo; la explicación ha de ser lenta y pausada, y la pizarra, clara y ordenada [sic]; nunca avergonzar al alumno porque no sepa algo [de nuevo sic]; en la medida de lo posible procurar relacionar la propia materia con las restantes [no puedo evitarlo, otra vez sic]); que el buen aprovechamiento de la vida académica exige por parte de los alumnos el cumplimiento de otros tres “preceptos” que también sintetiza el autor (el alumno ha de llegar a la escuela bien despierto y bien desayunado [¿cabe duda de mi desconcertado sic?]; ha de esforzarse por seguir la explicación y si no la entiende pedir la palabra y que el maestro se la aclare; tiene que dedicar un tiempo en casa a estudiar y hacer los deberes que le manda el profesor… et voilà!, fin de los problemas educativos); que la mejora del alumnado llegará con un razonable ejercicio de la autoridad combinándola sabiamente con una cierta dosis de mano izquierda pero también sin complejos… sostener tal cúmulo de trivialidades delirantes absolutamente inanes, tal cantidad de endebles e inconsistentes simplezas carentes de unos mínimos rigor y solidez y totalmente desconocedoras del perfil de los jóvenes actuales y del de sus familias y entornos, no es admisible intelectualmente y sitúa el pretendido debate entre dos “tendencias” opuestas en una posición tal de desequilibrio que lo convierte en imposible (piénsese, tan solo y a modo de ejemplo, en las quinientas referencias bibliográficas que maneja el catedrático Mariano Fernández Enguita en otro libro reciente y muy estimulante que también os recomiendo -pese a ser su contenido más técnico y específicamente profesional- y que, por desgracia, no puedo glosar aquí, La educación en la encrucijada, que presentó la Fundación Santillana hace unos meses; en particular, sus capítulos 5 y 6, en los que analiza, con datos muy solventes, la situación actual del alumnado y del profesorado de secundaria, respectivamente, aportando propuestas para una reforma de la enseñanza acorde a esa nueva situación, son de lectura ineludible. Es de prever que si la acomete nuestro apocalíptico Ricardo Moreno Castillo los efectos serán devastadores para su injustificada autocomplacencia profesoral).
En fin, publicación admisible (pese a algunos disculpables errores ortográficos), pues, y hasta necesaria y valiosa para mitigar cierto entusiasmo idealista que puede apreciarse en los planteamientos más entregados a la causa “revolucionaria” en educación, y también para poner un imprescindible punto de realismo en un asunto en el que las utopías soñadoras pueden, en ocasiones, desconocer o ignorar la tozudez de los hechos. Interesante también en tanto apunta algunos valores tradicionales o líneas de fuerza “clásicas” en la práctica educativa que, sin duda, no se deberían dejar de lado del todo en el estudio de las indispensables reformas que necesita la enseñanza. Desde la perspectiva de la investigación, el análisis y la confrontación intelectuales, este La conjura de los ignorantes repleto de contradicciones y obviedades resulta, en cambio, a mi juicio, totalmente inútil, pues ambos enfoques -el tradicional y el renovador- “juegan en ligas” muy diferentes, por decirlo con una metáfora futbolística de las que tanto gustan al autor.
Starfish and coffee, un tema de Prince parcialmente “ambientado” en una clase, sirve de ilustración musical a esta mi ya muy larga reseña de hoy. Resulta tentador imaginar que haría “nuestro convencional” Moreno Castillo con una alumna como Cynthia Rose, la protagonista de la canción.
Estamos, como puede suponerse, ante una casi cruenta -exagerando un poco- manifestación del combate descarnado -fuertemente ideologizado, además- entre quienes se presentan como reformistas o incluso revolucionarios (el vocablo “revolución” aparecía reiteradamente en las dos obras que os presenté en semanas anteriores), que postulan la necesidad de transformar radicalmente la enseñanza ante el nuevo escenario que vive el mundo como consecuencia -aunque no solo- de la incorporación masiva de la tecnología a nuestras vidas, un colectivo -al decir de sus oponentes- que se presenta con la coartada de su superioridad moral como encarnación del progresismo, el izquierdismo y la innovación, y que, además, detenta el poder capaz de decidir sobre cuestiones educativas; y, por otro lado, los profesores de a pie -y quienes les dan voz; valientemente, sostienen sus adalides, pues deben enfrentarse al status quo imperante- que abominarían de los “engendros pedagógicos” y que reivindicarían una enseñanza de calidad basada en lo que siempre ha resultado eficaz: esfuerzo, disciplina, autoridad, respeto, en otras palabras lo que se corresponde realmente con el significado de “pedagogía” (y no en su moderna y desvirtuada interpretación que ha hecho suya la Secta Pedagógica -las enfáticas mayúsculas las pone Moreno): El arte de enseñar, (…) que depende de la capacidad de hablar claramente y de saber escuchar, de la capacidad de entusiasmarse y entusiasmar a los demás, de la capacidad de combinar cierta dosis de autoridad y severidad (que inevitablemente son necesarias cuando se trata de educar a alguien) con la cortesía, la serenidad y las buenas maneras. Todas esas cosas que uno puede aprender observando a los buenos profesores, pero que propiamente no se pueden enseñar (el subrayado, dictado por la perplejidad, es mío).
Sin duda son verdad -y lo afirmo desde la relativa autoridad que me confieren mis treinta y seis años de docencia en la enseñanza pública- muchas de las reflexiones que se presentan en el libro, y realista resulta también la denuncia de un deplorable papanatismo, una notable mediocridad profesional y una vergonzosa indigencia intelectual en más de uno de los defensores de los postulados renovadores, y ciertas igualmente algunas de las situaciones sobre las que Moreno Castillo deposita su mirada crítica -aunque llena de prejuicios-, no resultando por ello sorprendente, antes al contrario, que en este La conjura de los ignorantes haya puntos coincidentes con las opiniones sobre educación -que yo, en general, también comparto- de escritores, intelectuales y pensadores valiosos cuya obra admiro y cuyo criterio considero en la mayor parte de las ocasiones pertinente, como Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Félix de Azúa, Luis Landero, Eduardo Mendoza, Rafael Argullol, Arturo Pérez-Reverte, Adela Cortina, Fernando Savater, Emilio Lledó, Francisco Rodríguez Adrados o Victoria Camps, por citar solo algunos de los que recoge el autor. Por todo ello ya merece la pena la lectura de esta controvertida obra.
Otra cosa es, sin embargo -y aquí afloran las principales carencias del esquemático enfoque de los contrarreformistas (limitaciones inocentes en el caso de los autores antes citados que, educados en una sociedad y en un tiempo sin especial conflictividad en la enseñanza y en los que los principios educativos clásicos, persistentes desde siglos atrás, podían mantener su vigencia, no conocen "desde dentro" la realidad última, compleja y ambigua, poliédrica y confusa, heterogénea y problemática, de escuelas e institutos, pero de enorme responsabilidad -o ceguera- en quienes conviven día a día con estudiantes)-, desconocer que ese mundo idílico de la enseñanza tradicional pudo, en efecto, servir para formar y educar de un modo relativamente satisfactorio a quienes ahora tenemos más de cuarenta años, pero ello con tres matices muy significativos que obligan a relativizar su automática extrapolación a nuestros días: primero, que la cifra de quienes cursaban estudios secundarios era injustamente reducida (la universalización -la democratización- de la enseñanza hasta los 16 años es fruto de la LOGSE); segundo, que un número importante de los hijos de familias de economía precaria, de la clases más desfavorecidas, quedaba fuera del proceso; y tercero, que la realidad externa -y con ella los hábitos de estudio, las costumbres sociales, las vías de acceso a la información, las formas del ocio, la implicación de las familias, los modos de aprender, la capacidad de atención, los estímulos al esfuerzo, la valoración de la disciplina- ha cambiado considerablemente en las últimas tres décadas).
Las reflexiones del autor, en muchos casos, simples ocurrencias o impresiones espontáneas, vagas e imprecisas, con unos niveles de profundidad y solvencia científica cercanos a los de las conversaciones de barra de bar -justo uno de los extremos que se denuncia-, pretenden recoger un supuesto “sentido común” hecho de aparentes obviedades, verdades que no necesitan demostración, tautologías, certezas intemporales que, nacidas en contextos y ámbitos muy disímiles a los actuales debieran seguir siendo válidas en estos, afirmaciones supuestamente indiscutibles, simplismos que denotan inexplicable pereza intelectual, argumentaciones que retuercen de modo caricaturesco las tesis combatidas hasta el punto de hacer decir lo que no quieren a los textos criticados, y reiteración de “mantras” -cultura del esfuerzo, disciplina y respeto, principio de autoridad- que si en esencia no están vacíos de contenido, sí que, en la práctica, significan poco -o no tienen el sentido inequívoco que sus defensores le dan- en un mundo que -fuera de las aulas- cuestiona o hace caso omiso de los valores que tales nociones -en sí estimables- encarnan.
Pretender además -en una inacabable y absurda serie de reduccionistas e inconcebibles simplificaciones- que existe un concepto uniforme y clausurado de “los pedagogos” (como si no hubiera diferencias notables entre todos ellos); que el trabajo de años de investigación y estudio de muchos de estos especialistas es tan solo un esfuerzo estéril y sin valor; que las sobresalientes carreras profesionales -reconocidas por instituciones y universidades de prestigio- “construidas” por un sinnúmero de esos denostados expertos y la cuantiosa cifra de sus libros, artículos, informes y publicaciones académicas de influencia teórica -y eficacia práctica- probadas son pura filfa intelectual y un fraude universalmente aceptado; que el mundo educativo se divide en dos grandes bloques: los estúpidos que incapaces de pensar por sí mismos han sido “abducidos” por una Secta que marca sus pautas desde el poder, y el “poblado galo” irreductible que, lúcido y corajudo, moralmente íntegro e intelectualmente insobornable, no se deja engañar por los fútiles cantos de sirena de una pandilla de falsificadores engañabobos; que todo este movimiento que se manifiesta por doquier en los cinco continentes y que aboga por la adecuación de la enseñanza a los retos que le imponen las aceleradas transformaciones que viven nuestras cambiantes sociedades, responde a un propósito premeditado -una conjura- que un grupo de profesionales irresponsables e ignorantes urde, trama y lleva a cabo de común acuerdo para preservar su incierto futuro profesional conduciendo a la ruina a los pueblos y a sus ciudadanos; que no se puede enseñar a ser profesor (ninguneando, por cierto, y condenando al limbo, a los miles de másteres y profesores que en el mundo entero forman a futuros docentes) pues nada hay que aprender más que la intuición, la voluntad, la responsabilidad y el compromiso -las habilidades docentes surgidas, pues, en los cientos de miles de profesores españoles, por generación espontánea, por talento innato, por los azares de los genes, por inspiración divina-; que todo en la práctica diaria del profesor -la desbordante complejidad de la labor docente en la actualidad- se resuelve atendiendo a las cuatro reglas que el propio Moreno nos brinda graciosamente (antes de comenzar un tema, explicar muy bien los conocimientos necesarios para entenderlo; la explicación ha de ser lenta y pausada, y la pizarra, clara y ordenada [sic]; nunca avergonzar al alumno porque no sepa algo [de nuevo sic]; en la medida de lo posible procurar relacionar la propia materia con las restantes [no puedo evitarlo, otra vez sic]); que el buen aprovechamiento de la vida académica exige por parte de los alumnos el cumplimiento de otros tres “preceptos” que también sintetiza el autor (el alumno ha de llegar a la escuela bien despierto y bien desayunado [¿cabe duda de mi desconcertado sic?]; ha de esforzarse por seguir la explicación y si no la entiende pedir la palabra y que el maestro se la aclare; tiene que dedicar un tiempo en casa a estudiar y hacer los deberes que le manda el profesor… et voilà!, fin de los problemas educativos); que la mejora del alumnado llegará con un razonable ejercicio de la autoridad combinándola sabiamente con una cierta dosis de mano izquierda pero también sin complejos… sostener tal cúmulo de trivialidades delirantes absolutamente inanes, tal cantidad de endebles e inconsistentes simplezas carentes de unos mínimos rigor y solidez y totalmente desconocedoras del perfil de los jóvenes actuales y del de sus familias y entornos, no es admisible intelectualmente y sitúa el pretendido debate entre dos “tendencias” opuestas en una posición tal de desequilibrio que lo convierte en imposible (piénsese, tan solo y a modo de ejemplo, en las quinientas referencias bibliográficas que maneja el catedrático Mariano Fernández Enguita en otro libro reciente y muy estimulante que también os recomiendo -pese a ser su contenido más técnico y específicamente profesional- y que, por desgracia, no puedo glosar aquí, La educación en la encrucijada, que presentó la Fundación Santillana hace unos meses; en particular, sus capítulos 5 y 6, en los que analiza, con datos muy solventes, la situación actual del alumnado y del profesorado de secundaria, respectivamente, aportando propuestas para una reforma de la enseñanza acorde a esa nueva situación, son de lectura ineludible. Es de prever que si la acomete nuestro apocalíptico Ricardo Moreno Castillo los efectos serán devastadores para su injustificada autocomplacencia profesoral).
En fin, publicación admisible (pese a algunos disculpables errores ortográficos), pues, y hasta necesaria y valiosa para mitigar cierto entusiasmo idealista que puede apreciarse en los planteamientos más entregados a la causa “revolucionaria” en educación, y también para poner un imprescindible punto de realismo en un asunto en el que las utopías soñadoras pueden, en ocasiones, desconocer o ignorar la tozudez de los hechos. Interesante también en tanto apunta algunos valores tradicionales o líneas de fuerza “clásicas” en la práctica educativa que, sin duda, no se deberían dejar de lado del todo en el estudio de las indispensables reformas que necesita la enseñanza. Desde la perspectiva de la investigación, el análisis y la confrontación intelectuales, este La conjura de los ignorantes repleto de contradicciones y obviedades resulta, en cambio, a mi juicio, totalmente inútil, pues ambos enfoques -el tradicional y el renovador- “juegan en ligas” muy diferentes, por decirlo con una metáfora futbolística de las que tanto gustan al autor.
Starfish and coffee, un tema de Prince parcialmente “ambientado” en una clase, sirve de ilustración musical a esta mi ya muy larga reseña de hoy. Resulta tentador imaginar que haría “nuestro convencional” Moreno Castillo con una alumna como Cynthia Rose, la protagonista de la canción.
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