Hola, buenas tardes. Hoy, en Todos los libros un libro, os traigo una breve novela de un autor de no demasiada fama pero, sin embargo, formidable. Al menos así me lo ha parecido el libro que he leído, el único que conozco de este escritor rumano, Mihail Sebastian, nacido en 1907 en Braila, a orillas del Danubio, y muerto en 1945, en Bucarest, en un lamentable accidente ocurrido pocos días antes de que las tropas rusas liberaran (no sé si éste es el término adecuado) su país. Escritor controvertido, judío, y por tanto perseguido por los nazis, fue muy independiente y polémico, lo que le granjeó las antipatías de los judíos rumanos, hasta el punto de que se aventura que de haber llegado con vida a la ocupación rusa de Rumanía, probablemente hubiera sido represaliado también por el bando vencedor. En cualquier caso, lo que nos interesa ahora de Mihail Sebastian es su delicada, preciosa y muy sutil novela, titulada escueta y significativamente Mujeres, y que publicó en España hace ya ocho años, en 2008, la editorial Impedimenta en traducción de Marian Ochoa de Eribe.
El protagonista de Mujeres es Stefan Valeriu, un joven médico, aunque ambos rasgos, la juventud y el ejercicio de la medicina los irá perdiendo en el transcurso de la narración, que relata en cuatro capítulos distanciados en el tiempo, que se corresponden con distintas etapas de su vida, sus relaciones con algunas mujeres que, de un modo u otro, por diversos motivos, han cobrado un destacado protagonismo en su existencia. De un modo muy tenue, muy discreto y ligero, sin apenas énfasis, levemente, como manteniéndose al margen, el personaje principal relata sus encuentros con una serie de mujeres que encarnan, de maneras muy variadas, diferentes versiones de la feminidad. Valeriu es un extraordinario amante de las mujeres, y por su vida pasan infinidad de ellas, con distintos grados de implicación en su propio acontecer vital. De entre todas ellas, nos muestra la personalidad de seis especialmente significativas que han dejado huella en su pensamiento, ya que no todas tocaron su corazón.
El libro está dividido en cuatro partes, y salvo en la primera, en la que nos habla de Renée, Marthe y Odette, tres mujeres a las que conoce en una breve estancia en una pensión alpina, en el resto una sola protagonista centra cada uno de los relatos. Así, el segundo capítulo se dedica a Émilie, el tercero a María y el cuarto y último a Arabella.
La idílica estancia en la residencia alpina, con el lago de aguas tranquilas, las simpáticas y despreocupadas excursiones campestres, las sosegadas escenas en el comedor o los salones del hotelito, las damas de blanco, los juegos de mesa, las miradas soñadoras, los guiños atrevidos de las mujeres, los inocentes maridos, los rituales y ceremonias de la vida social burguesa, recuerdan a Chejov y son, a mi juicio, lo más logrado del libro. En el agradable reposo veraniego, Stefan entabla relación con un empresario tunecino y coquetea con su muy inquieta esposa, una algo insulsa Renée, que burla reiteradamente a su marido para multiplicar los apasionados encuentros, cada vez más peligrosos y arriesgados, con el joven Stefan. También en esos días, el joven médico rumano tiene un único contacto sexual con Odette, una muy inteligente chica, algo alocada también, que pierde su virginidad con el atractivo y mujeriego protagonista la noche previa a su partida del refugio alpino. Por último, en la pensión aparece la madura Marthe, con su jovencísimo hijo, y su irrupción parece dejar un poso más intenso, una marca más importante en la aparentemente frívola personalidad de Stefan, aunque la relación se resuelve sin fructificar y todo queda en tenues insinuaciones, en meros atisbos de algo que quizá pudo llegar a calar más hondo en la historia sentimental del joven.
En la segunda parte de la novela, la protagonista principal es Émilie, una mujer poco agraciada, que vive una existencia oscura y mediocre al lado de Mado, y con la que Valeriu mantiene una relación. La mansedumbre, la apatía, la falta de alicientes, el sinsentido aparente de la vida de Émilie, llaman la atención al médico rumano, que nos describe la peculiar y dramática historia de la desafortunada joven. El tercer capítulo está atravesado por la presencia de Maria, una mujer espléndida, inteligente y capaz que, sin embargo, ha entregado su vida a un hombre que la engaña constantemente, la desaira y la abandona una y otra vez. Pese a ello, Maria sigue a su lado y no corresponde a la declaración de amor de Stefan.
Por último, asistimos a la historia de Arabella, una singular artista de circo, bohemia y a la vez acomodaticia, reposada y a la vez inquieta, entregada y a la vez dominadora, con la que Stefan mantiene la que parece ser su relación más fecunda, y más duradera también.
Pero más allá de las tramas argumentales, lo que interesa en las descripciones de estas mujeres es la personalidad de cada una de ellas, que aflora a través de la prosa de Mihail Sebastian. Una prosa, como os digo, ligera, desapasionada, de modo que el protagonista parece contemplar el acontecer de las cosas desde fuera, sin implicarse, aunque esté hablando de su propia vida.
Y claro, Mujeres es una novela de amor, de pasiones, de destino, de amistad, y, sobre todo, de -haciendo honor a su título- mujeres inolvidables. Leedla y pasaréis unas horas deliciosas, además de que aprenderéis bastante -yo creo haberlo hecho- sobre el temperamento femenino.
Con ese mismo título, Mujeres, un tema clásico de Silvio Rodríguez completa esta reseña.
No son todavía las ocho. Ştefan Valeriu lo sabe por la marca del sol, que no ha llegado más que al borde inferior de la chaise-longue. Nota cómo sube por la barra de madera, cómo envuelve sus dedos, la mano, el brazo desnudo, caliente como un chal… Pasará un rato —cinco minutos, una hora, una eternidad— y en torno a sus párpados cerrados habrá un centelleo azulado con vagas líneas plateadas. Entonces serán las ocho y se dirá, sin convicción, que tiene que levantarse. Como ayer, como anteayer. Pero se quedará así, sonriendo al pensar en este reloj solar que ha construido desde el primer día con una chaise-longue y un rincón de la terraza. Siente su pelo arder al sol, áspero como el cáñamo y piensa que, al fin y al cabo, no es una gran pérdida haber olvidado en París, en su habitación de la rue Lhomond, la botella de brillantina Hahn, su única pero suprema coquetería. Le gusta pasarse los dedos por ese cabello enredado, del cual, por la mañana, no ha conseguido el peine soltar más que unos tres remolinos, ese pelo que siente tan rubio por lo áspero que resulta entre sus dedos.
Debe de ser muy tarde. Se han oído hace poco unas voces por la alameda. Desde el lago ha gritado alguien, una voz de mujer, quizá la inglesa de ayer, la que lo contemplaba mientras nadaba a estilo libre y se maravillaba de esa lucha con el agua, ella, que no conocía más que la braza.
Ştefan columpia la pierna por encima de la barra de la silla y busca por la hierba, sin calcetines como está, restos de humedad. Conoce él, hacia la izquierda, no lejos, junto a los arbustos, un sitio donde el rocío permanece largo rato, hasta el mediodía. Así. El cuerpo que arde somnoliento al sol y esta sensación de frío vegetal.
El lunes por la noche, cuando bajó al comedor de la pensión después de —apenas llegado de la estación tras un largo viaje— cambiarse rápidamente de camisa, la serbia parlanchina de la mesa del fondo dijo en voz alta, para todo el mundo:
—Tiens, un nouveau jeune homme!* Ştefan le estuvo doblemente agradecido. Por nouveau y por jeune homme. Había sido viejo una semana antes, al salir de su último examen de médico residente. Viejo, no envejecido. El cansancio de las noches sin dormir, las mañanas de hospital, las largas tardes en la biblioteca, las dos horas de examen en una sala oscura ante un profesor sordo, la gruesa ropa de invierno, el cuello que le parecía sucio… Después, el nombre de este lago alpino que encontró por casualidad en una librería, en un mapa, el billete de tren comprado en la primera agencia de viajes, el recorrido por los grandes almacenes, un pulóver blanco, un pantalón gris de algodón, una camisa de verano, la partida como evasión.
Un nouveau jeune homme.
No conoce a nadie. Algunas veces le han dirigido la palabra de pasada, pero él ha respondido de forma evasiva. Ştefan recela de su acento inseguro y le resultaría desagradable traicionarse como extranjero desde el primer día. Después de comer se escurre rápido por entre las mesas, ausente, casi enfurruñado. Los demás lo podrían considerar huraño. Él es solo perezoso. Arriba, en la parte trasera de la terraza, empieza el bosque. Allí hay un trozo de tierra con hierba alta, densa y elástica. La aplasta toda la tarde con el peso de su cuerpo dormido y al día siguiente la vuelve a encontrar entera brizna a brizna. Está tumbado en el suelo, con los brazos estirados a ambos lados, con las piernas extendidas, con la cabeza hundida entre las hierbas, vencido por una fuerza contra la que le gustaría luchar.
Ha saltado una ardilla de un avellano a otro. ¿Cómo se dirá ardilla en francés? Hay un inmenso silencio… No. No hay un inmenso silencio. Eso es de algún libro. Hay un inmenso barullo, un inmenso vocerío zoológico, grillos que cantan, saltamontes que se agitan, escarabajos que chocan en el aire, golpeando ruidosamente sus alas y cayendo a continuación con un sonido denso, como de plomo. En medio de todo esto, su respiración, la de Ştefan Valeriu, es un detalle menor, un signo irrisorio de vida, irrisorio y capital como el de la ardilla que ha saltado, como el del saltamontes que se ha detenido en la punta de su bota creyendo que es una piedra. Qué bien está saberse aquí, un animal, un ser vivo, un bicho insignificante que duerme y respira bajo un sol que es de todos, sobre un trozo de tierra de dos metros cuadrados.
Si le apeteciera pensar, ¿qué pensaría un grillo sobre la eternidad? Y si, por casualidad, la eternidad tuviera el sabor de esta sobremesa… Se ven abajo, en la terraza de la pensión, sillas, chales, vestidos blancos. Y, más lejos, el lago azul, transparente, idílico. Una postal.
*. ¡Mira, un chico nuevo! (Todas las notas son de la traductora.)
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