MINH TRAN HUY. EL VIAJERO INVOLUNTARIO
Mientras las azafatas se pasean por el avión ofreciendo bebidas, me vuelve a la memoria la foto de mi primer documento de identidad. Tengo un flequillo, un collar de perlas de colores y un vestido rosado con volantes. Miro hacia abajo, no hacia el suelo sino a mi padre, del que se distinguen los brazos y las manos en mis caderas: me levanta para que el aparato automático pueda fijar en la película otra cosa que no sea aire por encima de mí. Mis dedos están agarrados a las mangas de su traje como si mi vida dependiera de él. Es la época en que creo que mi padre y yo formamos una sola y única entidad. “Creer” no es la palabra exacta: para mí es un hecho tan natural como la caricia del sol en mi mejilla, por las mañanas, cuando mi abuela abría las cortinas de mi habitación, o como las gotas de rocío en la hierba del jardín, en primavera y en otoño. Creo que mi padre siente siempre todo lo que yo siento, que ha vivido las mismas cosas, que ha sentido las mismas necesidades, los mismos deseos, los mismos enfados; soy una extensión de él y él de mí. Pasarán varios años antes de que se me hagan evidentes nuestras diferencias, que el instinto ceda a la reflexión y pueda considerarnos como personas distintas.
Tomé conciencia de ello un día preciso: cuando mi padre evocó por primera vez su vida anterior; antes de mí, de mi madre, antes de Francia. Me había llevado a una tienda de animales del muelle de Mégisserie, en París, para regalarme unas minúsculas tortugas de Florida que yo había pedido por mi séptimo cumpleaños, y entonces me contó que él no había crecido en una ciudad sino en una granja del norte de Vietnam, rodeado de animales muy diferentes a los que veíamos entonces Él no tuvo como compañeros de juego a hámsteres y conejillos de indias, sino grillos con sus élitro que había que afrontar con una zapatilla, gorriones que criaban en cajas de leche condensada Nestlé, libélulas que atrapaba con ayuda de trampas de pegamento que permitían conservar intacto el frágil encaje de sus alas azuladas. Y que su mejor amigo era el búfalo de la granja.
No jugaba con los Lego, ni siquiera con los sofisticados artefactos científicos que me regalaba por Navidad, fiesta todavía desconocida para él en aquella época, como los museos de arte que tanto le gustaría recorrer más adelante. Jugaba con trompos de madera tallados y cometas que le fabricaba su primo Sun, aquel por quien sentía una admiración desmesurada. No se cansaba de mirarlo confeccionar finos ensamblajes de bambú y seda a los que añadía un trozo de madera tallada como un silbato, para que cuando el viento lo elevara en el cielo, emitiera un sonido tan puro y límpido como un río de montaña. Sun había ayudado a cada niño del pueblo a construir una cometa, con una forma y un motivo singular, dibujo, banderín de color o guirnalda de follaje. Los días de fiesta, todos partían en pequeños grupos a las colinas. Cada cometa emitía su propia nota y cuando, a una señal convenida, los lanzaban hacia las nubes, se oía resonar en todo el delta un canto tejido por esas diversas tonalidades que se difundían y reverberaban de manera distinta según donde estaba, variando al sol del crepúsculo como un trozo de brocado reluce bajo la luz.
Más tarde, cuando la guerra empezó a llevarse a los hombres del pueblo, esa costumbre se transformó en un rito: para saludar a los difuntos y guiar sus almas más allá del limbo, por la noche se improvisaban conciertos a los que los niños aportaban su gesto y su voz, como si el canto de las cometas pudiera conjurar el dolor de la pérdida, calmar brevemente la pena de las familias, convencerlas de que no estaban solas para recordarlos y despedirse de ellos, que no estaban solas en esa oscuridad que caía poco a poco, que no estaban solas porque esas frágiles construcciones de bambú y seda flotaban a su alrededor, envolviéndolos en un velo de suavidad y consuelo.
Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. A lo largo de diciembre, y jugando con la promesa viajera que siempre encierran las vacaciones escolares, en este caso los dieciocho dilatados días que se nos prometen a alumnos y profesores en las próximas navidades que ya empiezan a vislumbrase en el esperanzado horizonte, quiero proponeros cuatro libros que nos trasladan a destinos lejanos -y en algunos casos hasta exóticos- de tal manera que avanzando en sus páginas no solo disfrutamos del placer literario intrínseco a la lectura de unas obras muy estimables, sobresalientes incluso, sino que, además, aprendemos sobre costumbres y culturas y paisajes y entornos muy distintos a los nuestros habituales y, de modo simultáneo, avivamos en nosotros -al menos en aquellos de nosotros especialmente poseídos por el veneno del viaje- el deseo de partir, de ampliar los límites de la casi siempre rutinaria cotidianidad, de ir más allá de nuestras fronteras -y no solo las geográficas-, de conocer gentes insólitas, de explorar territorios casi ignotos, de, en definitiva, dejar atrás nuestro pasado -como si ello fuera posible- y abrirnos a un prometedor futuro lejos de casa.
Y así, Vietnam, Australia, los dos polos y los misteriosos parajes surcados por el río Níger en el corazón del África occidental, son los escenarios de cuatro espléndidas novelas que aparecerán en los programas de cada uno de los miércoles de este mes. En el caso concreto de la emisión de esta tarde es un Vietnam romántico y emotivo, pero también trágico y hasta brutal, el que comparece, como habéis podido comprobar en el precioso texto con el que he abierto el espacio, en El viajero involuntario, la delicada y conmovedora novela, llena de sensibilidad y belleza, de Minh Tran Huy, una joven escritora francesa, aunque de raíces en el país asiático, que presentó a principios de este año Navona Editorial en traducción de una experta profesional, Susana Peralta, a la que, sin embargo, se le pueden achacar algunas inconsistencias menores, como fallos de concordancia (por ejemplo, entre otros, este de la página 157: Creía que la acumulación de cosas no dichas, ejerciendo una presión insoportable, habían roto…) o traslaciones demasiado literales -los llamados “falsos amigos”- del francés (como ejemplo significativo, en la página 159, un “destinación” -en lugar de ir en coche a mis destinaciones de provincias…- que, aunque admitido por la Academia, suena demasiado afrancesado); pequeños errores que, no obstante, no entorpecen la siempre agradable lectura.
Line es una mujer francesa, aunque con orígenes vietnamitas -en un primer rasgo autobiográfico de los muchos que uno cree entrever en la novela-, que ha recalado en Nueva York durante unos días, un desplazamiento de los muy abundantes que conlleva su profesión: es grabadora de sonidos para una agencia de creación sonora, unos sonidos que luego aparecerán, apenas apreciables, en anuncios publicitarios, telefilmes, películas, emisiones radiofónicas… En su recorrido por las salas de un extraño museo, antiguo instituto de secundaria de Queens, se topa con una instalación, de título Homenaje a Albert Dadas, que le hace interesarse por el para ella desconocido personaje. Una ficha que acompaña el montaje le proporciona una primera información y despierta en ella la fascinación por el singular individuo. Obrero gasista francés, Albert Dadas, nacido en Burdeos en 1860 y fallecido en 1907, sufría de dromomanía o “locura del fugitivo”. Incapaz de controlarse, incurría con frecuencia en comportamientos extraños consistentes en entrar en unos como estados de trance durante los cuales, casi sonámbulo, dejaba todo lo que estuviera haciendo en ese momento -así era el fenómeno en muchas ocasiones, instantáneo- para viajar frenéticamente, a pie, sin propósito definido ni objetivo premeditado ni destino preconcebido. Al poco tiempo se “reencontraba” con su conciencia en lugares extraños, sin bienes, sin dinero, perplejo ante su nuevo hábitat y sin poder dar cuenta de su presencia en esos territorios ajenos. Bastaba una mera mención incidental, en el curso de una conversación, a una ciudad o un país, para que el compulsivo mecanismo se pusiera en marcha y, con fruición e indiferente a los hábitos adquiridos, a los compromisos vitales contraídos, a las obligaciones profesionales o sentimentales en las que en ese tiempo estuviera involucrado, Albert se lanzara a los caminos en una serie de “aventuras” que acababan con sus desconcertados huesos en Argelia o Polonia, Rusia o Turquía.
Deslumbrada ante tal excéntrica personalidad, Line indaga en su sorprendente vida. La primera parte del libro corre así en paralelo a esa “investigación”, en la que conocemos la historia de Albert y sus insólitas peripecias. Pero, tras esas primeras páginas que parecen dibujar la línea principal que seguirá la novela, esta cambia poco a poco, para convertirse -sin perder el referente del inefable y sufrido Dadas- en otra cosa. Porque, la fugitiva compulsión del aparente protagonista del libro (y solo aparente, porque el francés resulta ser una suerte de McGuffin, aquel espléndido recurso de Hitchcock para “desviar” la atención del espectador hacia una trama secundaria, mientras, por otro lado, daba cuenta de su relato central) es solo la excusa para ofrecernos, en una segunda instancia, las vivencias de otros viajeros involuntarios, obligados también -por la enfermedad o las circunstancias políticas, por las guerras o los azares nunca inocentes de la vida- al extrañamiento, a abandonar sus hogares renunciando a familiares y amigos, a parejas e hijos, a las estables coordenadas, consabidas y amadas, de sus lugares de origen.
Conocemos así a Thinh, primo hermano del padre de Line, un personaje estrafalario, brusco y descoordinado, desastrado y permanentemente ausente, hundido en una especie de ensimismada y nebulosa ensoñación, perdida la memoria, silencioso y ajeno al transcurrir del mundo, encerrado en un obstinado mutismo tras el que se esconden los terribles recuerdos de su doloroso pasado y su destino de guerras y persecuciones, de violencia y brutalidad, de desamparo y final sinrazón. La narradora evoca también la hermosa y a la vez atormentada existencia de Samia, la joven etíope entusiasta del atletismo, que logra sobreponerse a un entorno hostil, hecho de precariedad y pobreza, de hambre y violaciones, también de muertes cercanas y combates en su pueblo natal, para lograr su participación -de un modo modesto y casi simbólico, como esos nadadores sudaneses o guineanos que, esforzados y rebosantes de dignidad, acaban las pruebas en los campeonatos mundiales de natación varios minutos después que el resto de sus competidores y que al día siguiente de su heroica hazaña, acaparan las portadas de los medios de comunicación por su noble y digno logro- en los Juegos Olímpicos de Pekín, un efímero atisbo de esperanza en una vida que, a su retorno al país de origen tras la competición, volverá a ser miserable y durísima (por haber nacido en el lugar erróneo, en el momento equivocado) y provocará su huida desde Libia (a donde ha logrado escapar de su ominoso entorno) hacia Italia, en un barco sobrecargado, una atestada patera que se hundirá en las trágicas aguas mediterráneas, a pocos metros de su ilusionante destino europeo, su clandestino sueño, finalmente fatal, de El Dorado. Y está también Hoai, otra pariente lejana de la chica, que elige -por amor- permanecer en Vietnam cuando a sus familiares se les presenta la oportunidad de huir de las luchas encarnizadas que asolaban su país en los años setenta, para acabar perdiendo a su amado y al hijo de ambos y perderse ella igualmente en Estados Unidos, adonde llega tras una espantosa travesía y en donde desaparece sin dejar rastro alguno, uno más de los pobres seres que se apagan, que esfuman, que se difuminan, que se diluyen tenue y silenciosamente, tan inadvertidos en su muerte como lo fueron en su anónima vida. Y leemos también la sórdida historia del juez Tâm y el joven Linh, su indecible sufrimiento en el conflicto entre revolucionarios y ocupantes franceses, primero, y entre comunistas del norte y demócratas del sur, en la ya internacionalizada guerra de Vietnam, sus crueles estancias en campos de concentración del Vietcong, su dolor, su muerte. Y tras esas existencias desdichadas vislumbramos también -de un modo más ligero y sin comparación con el dramatismo de las vidas de los demás personajes-, el propio desarraigo de la narradora que, aunque nacida en Francia, como se ha dicho, crecida en un entorno seguro y confortable, y perfectamente integrada en la sociedad gala, no deja de ser también otra expatriada.
Pero, sobre todo, a medida que Minh Tran Huy nos va poniendo en contacto con esas infortunadas gentes -viajeros involuntarios todos, exiliados, desarraigados, emigrantes, desplazados, refugiados, como tantos en estos días padecen en los caminos y los mares de Europa-, va aflorando la figura del padre de Line, el cual, a la postre, y de manera sutil pero poderosa, acaba por ser el centro inicialmente inadvertido de la novela. Porque, de manera muy leve, los recuerdos del padre -de entrada renuente a hablar de su pasado- van brotando, y progresivamente vamos conociendo (en pasajes intercalados en la narración de la hija, presentados con una grafía distinta, en cursiva) su historia, también triste, pero llena de ternura, de emoción, de sensibilidad, de amor.
El padre es un ingeniero informático asentado en Francia y con la nacionalidad francesa desde hace años, pero encierra en su silencioso transcurrir por el mundo, recuerdos de una infancia y una juventud terribles, aunque, en una prueba de ese mágico milagro que siempre es la niñez, también felices. Y de este modo van apareciendo en el libro, nebulosos, retazos de ese pasado: los paisajes del bello pueblo natal; las acogedoras calles de Thai Binh, de Hanoi y Saigón; la emotiva historia de Búfalo, el espléndido animal “compañero” de la infancia; las dulces jornadas -evocadas en el texto que abrió esta reseña- en las que los niños hacían volar cometas; el descubrimiento apasionado de las novelas de capa y espada chinas por parte del inteligente e inquieto muchacho; los cariñosos padres, los entrañables abuelos y bisabuelos, los inolvidables amigos, las guapas niñas que despiertan los primeros amores; el aprendizaje del sutil arte de andar en bicicleta y los alegres paseos por Hanoi, zigzagueando peligrosamente entre infinidad de viandantes y vehículos, y tantas otras nostálgicas sombras de un grato y lejano ayer. Pero también vamos siendo conscientes del dolor y el miedo, del hambre y la miseria, del sufrimiento y la pérdida: leemos la descripción de las amenazas, la violencia, los ataques y los saqueos constantes llevados a cabo por miembros de las distintas facciones en lucha en la guerra de su país y sufridos por el padre de la narradora siendo un niño; las brutales muertes de los queridos parientes; las mil y una amargas vicisitudes de un tiempo atroz, lleno de crueldad y aflicción; y, por fin, los desplazamientos y las huidas, el viaje permanente, una vez más el extrañamiento y el desarraigo: un ser extraño ya en todas partes, como todos los demás personajes, como los pobres migrantes de nuestros días, perdido ya, desaparecido para siempre en ellos, el menor rastro de un hogar. Y al final, la melancólica y dulcísima, la sensible y amorosa presencia del padre acabará por “llenar” el libro, constituyéndose en su centro último, la novela entera entendida como un diálogo pospuesto, siempre diferido pero por fin cumplido, aunque solo sea en la escritura, entre padre e hija.
En fin, lectura conmovedora la que proporciona este El viajero involuntario de Minh Tran Huy que hoy os recomiendo como inicio de esta serie de viajes que Todos los libros un libro transitará en este mes de diciembre. Os dejo, como complemento a mis comentarios, con, cómo no, música vietnamita. El guitarrista Nguyen Le y la cantante Huong Thanh interpretan la muy delicada Fragile Beauty.
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