Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de enero de 2017


NICKOLAS BUTLER. CANCIONES DE AMOR A QUEMARROPA

Hola, buenas tardes. Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo una novela, la primera de su autor, el norteamericano Nickolas Butler, que ha sido objeto de una entusiasta acogida en Estados Unidos gozando también en nuestro país de una aceptación crítica más que estimable. Su título es Canciones de amor a quemarropa y la publicó el pasado 2014 la siempre interesante editorial Libros del Asteroide en traducción de Marta Alcaraz. El éxito del libro en su país de origen, sus indudables cualidades literarias y, sobre todo, la aparentemente fácil traslación al género cinematográfico de sus paisajes, sus personajes y, en definitiva, de su universo, han propiciado el que una productora, la Fox, se haya hecho con los derechos para llevar al cine la obra de Butler, de manera que en un futuro no muy lejano quizá podamos ver en la pantalla las peripecias de los cinco protagonistas principales de la novela.

Y es que, en efecto, Canciones de amor a quemarropa parte de una trama argumental muy sencilla que es casi una excusa para que sus cinco personajes, jóvenes que acaban de dejar atrás la frontera de los treinta años, narren, sus relatos anudándose y completándose en capítulos alternos, la historia de su amistad desde la infancia, de su apego -y en ocasiones su hastío- hacia su pequeño pueblo de origen, de su crecimiento personal, de su a veces tortuoso camino hacia la edad adulta, del paso del tiempo y de sus recuerdos, de sus preocupaciones, sus anhelos y sus esperanzas, de sus sueños, sus lealtades y sus traiciones, de sus amores y sus renuncias, de su soledad y sus afectos y sus rupturas, de sus secretos y sus celos y sus odios.

Cuatro amigos, Lee, Kip, Ronny y Henry, y la mujer de éste, Beth, crecen juntos en Little Wing, un pueblecito de Wisconsin, una aldea remota y de plácido discurrir que constituye el único punto en común entre los cinco jóvenes, cuyas vidas se van separando a partir de esa primera juventud. Lee es un músico de éxito, que desde su rincón natal ha llegado a viajar por todo el mundo, de concierto en concierto, llevado por la fama procurada por sus millones de discos vendidos de su primera obra, cuyo título, Canciones de amor a quemarropa, da nombre al libro. Kip, decidido y ambicioso, es agente de bolsa y vive en Chicago, enredado en asuntos inmobiliarios y negocios varios. Ronny, un moderno vaquero prototípico, se gana la vida en rodeos hasta que las muchas lesiones provocadas por su duro oficio limitan sus horizontes a un algo despistado deambular por el pueblo. En él, en este Little Wing de alto valor simbólico -encarnación, como se verá más adelante, de la Norteamérica profunda, de la vida rural, de la sencillez y la verdad que encierra una existencia con “raíces”-, siguen viviendo también Henry -Hank- un hombre bondadoso, modélico padre de familia, granjero trabajador y responsable, y Beth, su guapa mujer, un personaje muy atractivo, muy poderoso, que ha elegido el recogimiento y la simplicidad, la roma normalidad de la vida conyugal y familiar -la pareja tiene dos hijos pequeños- frente a las oportunidades y los cantos de sirena de un “mundo” más amplio hacia el que su belleza y su capacidad la predisponían y en el que hubiera podido destacar más allá de los apagados límites de la oscura cotidianidad en la aldea. Con ocasión de la boda de Lee -que ha vuelto al pueblo para celebrar su matrimonio con una famosísima actriz de cine- los cinco amigos se reencuentran en el pueblo, y de sus conversaciones surgen los recuerdos, las heridas del pasado, las frustraciones escondidas, lo hace años no dicho y ahora revelado, las envidias ocultas, las afrentas olvidadas.

El relato de esos días vividos en común con ocasión del enlace del músico, que aparecen, como he dicho, en las aproximaciones sucesivas y alternas de los diferentes protagonistas, se entrevera con la rememoración que cada uno hace de su infancia y juventud, de su amistad, de sus relaciones en el pasado y también en el presente, de su melancólico contemplar el paso del tiempo, de la evolución de sus respectivas visiones del mundo y de sus colegas. Qué curioso, me dije entonces, lo mucho en común que tenían nuestras vidas y lo poco que se parecían, aunque (…) veníamos del mismo rinconcito del planeta, dice uno de los personajes.

Con un innegable enfoque autobiográfico, que el autor resalta en cuanta entrevista con él he podido leer, el libro está impregnado de un aire de nostálgica tristeza, sin embargo muy emotivo y entrañable. Después, la vida fue pasando sin que me diera cuenta. Yo pensaba que teníamos tiempo, más tiempo, dice Kip en un momento del libro. O estas bellísimas reflexiones de Beth a propósito de su marido al que, pese a algún sorprendente acontecimiento que se narra en la novela y que no quiero desvelar aquí, ama con ternura indecible: Todo ha merecido la pena: cada pelea, todos estos años de experimentación y de inmadurez, el desengaño aislado, la mísera cuenta corriente, las camionetas viejas de segunda mano. Haber vivido con otro ser humano, otra persona, con este hombre, todo este tiempo, y haberlo visto cambiar y crecer. Haber visto cómo se volvía más respetable, más paciente, más fuerte y más capaz; cómo quiere a nuestros hijos, cómo se pelea con ellos en el suelo y los besa en público sin ningún rubor. Oír su voz por la noche leyéndoles libros o contándoles cómo era su padre cuando vivía o cómo era yo de niña, de adolescente o de joven. Oírlo cuando les explica por qué este rincón del mundo es tan especial. Oírlo rezar por los árboles, por la tierra, por la lluvia y por las personas que son menos afortunadas que nosotros en el mundo. Oír su voz en la iglesia, cantando. Oírlo animar a nuestros hijos a que defiendan a los niños de los que otros abusan en la escuela. Verlo detener la camioneta en medio de la carretera para recoger del asfalto a una tortuga mordedora y dejarla caer en un estanque cercano. Verlo en nuestros tractores bajo los últimos rayos anaranjados del día. Disculpad la extensión de la cita, de sobra justificada por su belleza.

Quiero, ya para terminar, resaltar tres aspectos que a mí juicio son esenciales en este espléndido Canciones de amor a quemarropa. El ya mencionado -y entusiasta y apasionado- elogio de la vida rural, la significativa y fidedigna “fotografía” de un Estados Unidos muy auténtico y genuino, muy alejado -quizá- de aquel al que nos han acostumbrado los relatos más convencionales del cine y los medios de comunicación, y, cómo no, el destacado papel que desempeña la música en el libro.

El Little Wing que vertebra la acción de la novela aparece como el paradigma de la vida auténtica y primordial, sin las mixtificaciones y las mentiras de la gran urbe; una vida hecha de tradiciones y lealtades, de solidaridad y apoyo mutuo, de valores fundamentales, de principios básicos; una vida cuyo fundamento se refleja en la naturaleza y sus ciclos, en el lento transcurrir de las estaciones, en los ritmos de las cosechas, en la profundidad de los bosques y el silencio de los campos, en el tenue gorjear de los pájaros, en la rotunda animalidad de osos y ciervos, de alces y coyotes, en la blanca amenaza de la nieve que aísla durante largas temporadas los remotos parajes de Wisconsin, Iowa y Minessota. Hay en el libro infinidad de líricos fragmentos en los que se refleja esta rusticidad primigenia, metáfora de la vida simple y noble y verdadera, y no me resisto a transcribiros alguno de ellos: Mi mundo está lleno de cosas que he acabado convirtiendo en mis monumentos particulares: un antiguo roble en mitad de nuestro campo de alfalfa, un bloque errático que está delante del instituto, hasta el área de servicio a las afueras del pueblo, con su inmenso poste y esa bandera americana demasiado grande. Me basta con echarle un vistazo a la bandera para saber si ha muerto alguien; supe al instante, por ejemplo, que el chico de los Swenson no iba a volver de Afganistán. O también: Componía canciones sobre nuestro rincón de mundo: los ubicuos maizales, los bosques de repoblación, las colinas jorobadas y las hondonadas llenas de surcos. El frío que cortaba como un cuchillo, los días demasiado cortos, la nieve, la nieve y la nieve. E igualmente: El aire súbitamente perfumado con el dulce aroma a la cerveza americana barata. Era el olor de nuestra infancia, el olor de los silos y los graneros y los campos en los días de siega. O esta muy gráfica y evocadora estampa, que parece salida de alguna fotografía de Walker Evans convenientemente actualizada: Esos hombres, esos hombres que se conocían de toda la vida. Esos hombres que habían nacido en el mismo hospital y a quienes había traído al mundo el mismo ginecólogo. Esos hombres que habían crecido juntos, que comían la misma comida, que cantaban en los mismos coros, que habían salido con las mismas chicas y que respiraban el mismo aire. Se relacionan con un idioma propio y exhiben sus propias señales invisibles, como los animales salvajes. Y a veces les basta con estar juntos andando por el bosque o viendo la tele o asando unos filetes a la parrilla. Esto yo lo he visto: días enteros partiendo troncos sin cruzar más que una docena de palabras. De no ser por esa sonrisa que tenían grabada en la cara, cualquiera diría que ya estaban hartos los unos de los otros o que se guardaban un odio atroz.

Y es que, en general y con todas sus diferencias, los jóvenes -y el propio Nickolas Butler que habla por su boca- están “atados” a sus orígenes (A la sensación de que éramos distintos de todo lo que habíamos conocido y tal vez también mejores que el lugar que nos había hecho. Y de que, con todo, estábamos enamorados de ese lugar. Enamorados de ser los reyes del pueblo, de levantarnos sobre esas torres en la ruina y otear el futuro en busca de algo: tal vez la felicidad, tal vez el amor o tal vez la fama) y defienden esa elemental forma de felicidad que es la existencia sencilla en el lugar “al que se pertenece”: Mudaos a Wisconsin. Compraos una estufa de leña y pasad una semana entera partiendo troncos. A mí me funcionó, afirma, rotundo, Lee.

Y este Little Wing casi edénico que encarna lo más auténtico y positivo de la vida rural es también -y quizá por ello mismo- una acertada metáfora de una sociedad -la estadounidense- que ofrece más perfiles que el consabido y muy publicitado del american way of life. Es la América -Butler, como tantos otros de sus compatriotas incurre en el petulante tópico de, tomando la parte por el todo, designar a su país con un genérico “América”, tan excluyente, tan “imperialista”, tan soberbio...- de Walt Witman y de Thoreau, de la libertad representada en las inmensas praderas y la tierra por conquistar, del espíritu pionero, del esfuerzo colectivo, del compromiso civil, de las familias y la bandera, de los universales sueños de justicia y felicidad, una América simultáneamente tradicional y aventurera, conservadora y liberal (aunque miedo me da escribir estas palabras con la acechante sombra del energuménico Trump empezando a campar a sus anchas). Los violinistas se dispusieron a frotar la pez en el arco -escribe Butler-, el pianista tocó las teclas con suavidad, el bajista arrancó a sus gruesas cuerdas una voz profunda y grave, y entonces estallaron. La música que esa gente tocaba era como un gran salto de agua que se precipitara sobre un árbol imponente y frondosísimo; las notas se iban dividiendo y dispersando hacia abajo cada vez más pequeñas, fluyendo con júbilo, rebotando y deslizándose hacia abajo, más abajo, de hoja en hoja, como si se persiguieran. Familias de un solo hijo que se multiplicaban por mil, por un millón y más; cada riachuelo, cada gotita y cada lágrima eran una chispa de luz y alegría. Todos se pusieron a bailar, y en el ayuntamiento no tardó en reinar un acre olor corporal; las risas eran atronadoras, el ambiente estaba cargado de sudor de lana y pies... Todo el pueblo me abrazó - literalmente-; me arrastraron a sus bailes tradicionales y me enseñaron sus giros, sus pasos, sus palmas y sus órdenes. Y debo decir que esa fue la primera vez que entendí lo que era América, o lo que podría ser. Una idea que aparece de un modo aún más tajante -y más hermoso- en este fragmento: América, diría yo, consiste en gente pobre tocando música y en gente pobre compartiendo comida y en gente pobre bailando aun cuando llevan una vida tan desesperante y tan deprimente que ya ni debería haber sitio para la música o para algo de comida extra, cuando no deberían quedarles energías ni para bailar. Y ya me pueden venir con que no tengo razón, con que somos un pueblo puritano, un pueblo evangélico o un pueblo egoísta, pero yo no lo creo. No quiero creerlo.

Y está la música, claro, porque este mundo rural y esta “América” de raíces tiene su correlato en la formidable banda sonora que acompaña la novela. Con la “excusa” de la condición de músico de Lee, y entre abundantes reflexiones sobre el valor y el sentido de la música como modo de expresión individual y colectiva, por el libro desfilan algunos de los grandes nombres de la historia musical de Estados Unidos en sus diferentes estilos, el country, el blues, el jazz, el rock, también otros géneros minoritarios, el zydeco, el bluegrass, el gospel. Nirvana, Soundgarden, Metalica, Miles Davis, Perry Como, Bob Seger, Van Morrison, Grateful Dead, Bob Dylan, Neil Young, Guns N’ Roses, John Coltrane, Patsy Cline, Garth Brooks, Whitney Houston, Dolly Parton, Bruce Springsteen, Waylon Jennings, Credence Clearwater Revival, Crosby, Stills, Nash & Young, Lynird Skynyrd y The Mamas & The Papas suenan en este Canciones de amor a quemarropa en una heterogénea pero significativa muestra de lo más destacado del panorama musical estadounidense de los últimos cincuenta años, del cual el gran clásico American Pie, de Don McLean, aparece tanto como el emblema último de la música popular de los Estados Unidos, un auténtico himno generacional de unos años en los que la sociedad norteamericana cambió radicalmente, como –precisamente por ello- una de las claves que resume el espíritu de la novela: Yo era un caballo salvaje, adolescente y solitario, con un clavel rosa y una camioneta, pero sabía que estaba de mala racha el día que la música murió. Con un muy pedagógico vídeo esta extraordinaria y conmovedora canción, que me trae, con nostalgia indecible, recuerdos de mi adolescencia, os dejo por hoy hasta dentro de siete días.



Pero a mí nunca me enamoró Nueva York, o ninguna otra ciudad, dicho sea de paso. Ninguna de las ciudades en las que he estado de gira. Aquí la vida avanza con las estaciones. Aquí el tiempo se despliega lentamente, los momentos son las porciones de un deliciosísimo postre que saboreamos bien: bodas, nacimientos, graduaciones, inauguraciones y funerales. Aquí casi nunca cambia nada. Está Henry en el campo, saludándome desde el tractor con su gorra. Está Ronny, en Main Street, dándole patadas a una piedra con sus botas de vaquero y las manos en los bolsillos. Está Beth, sentada con los niños en el Dayri Queen, limpiándoles el helado de la cara con una servilleta de papel mojada. Está Kip, parado delante de la fábrica hablando por el móvil y moviendo las manos como un excéntrico director de orquesta que hubiera perdido a sus músicos. Está Eddy, parado delante de la oficina de correos, con esa camisa blanca de manga corta que lleva remetida en los pantalones y le tira de la enorme barriga como si en la panza tuviera un spinnaker que una fortísima ráfaga de viento hubiera hinchado, comprándole una amapola de plástico a un veterano de Vietnam.

Y en los campos y los bosques: los incendios de primavera en las praderas y los depósitos de neumáticos que echan a arder y los esparcemierda que rocían lentamente los campos con fertilísimo estiércol. Las grullas canadienses y las grullas trompeteras, inmensas en el cielo como B-52s, y la infinidad de pájaros que vuelven a casa como cartas devueltas a su remitente y que en el cielo meten más ruido que una fiesta de bienvenida de las buenas. Y después llega el verano, llega el verde en tales profusiones que pensarías que tal vez el invierno nunca llegó a existir y que nunca más volverá. Días largos, días lánguidos, y el local del puesto ochenta y ocho de la asociación de veteranos de guerra es todo letreros de neón, todo ventanas abiertas, mosquiteras y una oscuridad cargada de humo y sudor. Y la fábrica de Kip proyectando sombras alargadas sobre todo el pueblo. Las palomas y las tórtolas que arrullan en la fábrica al amanecer cargado de frío y de rocío y que más tarde, con los primeros coches de la mañana, salen disparadas hacia los cielos azules mientras los granjeros llegan a beber café de gasolinera recalentado y donuts pasados, y a despotricar, desde la política hasta los impuestos, pasando por el precio de las materias primas y un largo etcétera. Los partidos nocturnos de softball en alguna cancha rural detrás de un bar de carretera donde las lámparas de nitrato de sodio atraen a millones de bichos y polillas, y las mujeres y las madres y las tías se sientan en las gradas mirando el móvil y limándose las uñas, fingiendo que miran al frente sin sentir gran interés por el desarrollo del juego. Y en los jardines traseros, la colada en los tendederos, restallando con esa brisca fresca que anuncia la llegada del otoño, la estación elegante, la estación de bufanda y chaqueta, la estación de la cosecha y de las ventanas abiertas en plena noche, la estación en la que mejor se duerme. Cuando en los campos todo espera a la siembra, el maíz amarillo blancuzco, seco como el papel, y la tierra, que primero habrá que arar para después dejar en barbecho hasta el año próximo. El aire de octubre lleno de polvo de maíz, tanto que cada puesta de sol se convierte en una postal, con colores como una explosión nuclear inofensiva. Y luego, la nieve. Nieve para cubrir el mundo entero, para cubrirnos a todos nosotros. Nuestro mundo, que se queda durmiendo y descansando y reponiéndose bajo esas mantas blancas del invierno. Los bosques, que en octubre arrojan confeti alucinógeno sobre un mundo que ahora aparece retraído, necesitado, sereno y, de repente, mucho más delgado, como los ancianos que saben que está a punto de llegarles la hora. El invierno: tú haz como los osos y quédate en casa hibernando, cada vez más pálido, leyendo novelas rusas y jugando al ajedrez por correo con parientes lejanos y amigos del instituto exiliados. El invierno: átate a los zapatos un par de patines como dos cuchillas y esculpe a tu paso un estanque helado, golpea un disco helado con un larguísimo palo de hockey y luego quédate quieto aguantando la respiración, sudando en esas temperaturas bajo cero. El invierno.

Aquí dejas una puerta abierta y se te mete en casa un coyote. Pero podría haber sido un oso. Una vez Henry y yo fuimos a colocarnos al arroyo. Mientras nos pasábamos el porro, un águila se posó en las ramas de un álamo de Virginia que teníamos delante. Y la vimos y nos alegramos de que nos hiciera compañía. Después un cuervo se posó en una roca inmensa en mitad del arroyo, cualquiera habría dicho que ese era su púlpito. Y también nos alegramos de verlo. Y finalmente, una gaviota cuyo rumbo no podría haberse alejado más del agua salada del mar se posó en la cima de un altísimo pino blanco. Tres pájaros muy distintos entre sí que formaban una especie de quórum, dispuestos en intervalos regulares a lo largo del agua que teníamos ante nuestros ojos. Mientras esperábamos y observábamos, se pusieron a hablar entre ellos. Primero se oyó el silbido agudo del águila, después el áspero graznido del cuervo y, por fin, el graznido estridente de la gaviota. Ahora uno, ahora el otro, sin cambiar nunca de lugar, sin interrumpirse, en turnos. ¿Qué iba a ser aquello, sino una conversación? Observamos, escuchamos, y no sabría decir cuánto tiempo pasó antes de que, por fin, la gaviota levantara el vuelo del pino blanco, dibujara tres piruetas desganadas en el aire y luego rozara la superficie del río con la punta del ala antes de perderse más allá de los árboles. Igual que una gimnasta rítmica con su cinta, pavoneándose.

Los lobos, los osos, los fantasmagóricos alces, los linces rojos y los pumas. Los gansos que vuelan en escuadrillas uniforme y los patos y los colimbos. Pero mis favoritos siguen siendo los ciervos. Los prados que contemplo, las familias que los recorren como nómadas o refugiados o, mejor aún, como nativos; nunca lo sabré. Me he quedado dormido en sus camas, esos lugares de la paradera en los que han aplanado la hierba, la han calentado con su cuerpo y se han dormido soñando... ¿soñando qué? En Wisconsin hay gente, lo sé, a quienes los ciervos les parecen alimañas, una plaga, prácticamente, una especie que no da más que problemas, una especie que cada día se suicida en masa abalanzándose sobre el tráfico, criaturas que se cargan los cultivos y estropean los jardines y cuya población ha crecido hasta convertirse en una epidemia. Pero a mí nunca me lo han parecido. Si hay tantos ciervos es por nosotros. Ellos no tienen la culpa. Puede que tal vez lo que sobe sean humanos: demasiada gente conduciendo coches, comiendo demasiado maíz, construyendo demasiadas casas y acorralando a los lobos y los coyotes. Adoro los ciervos.

Deja la puerta de casa abierta en la gran ciudad, y te despertarás sin muebles ni ropa. Deja la puerta abierta aquí, y aparecerá un coyote esperando a que le des algo.

Esta es mi casa. Este es el lugar en el que primero creyeron en mí. En el que todavía creen en mí. Este es el lugar que dio a luz las canciones de ese primer disco.

miércoles, 18 de enero de 2017

COLM TÓIBÍN. BROOKLYN. NORA WEBSTER

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro que como cada semana sale al aire en Radio Universidad de Salamanca con una propuesta de lectura que pueda resultar de vuestro agrado. Esta tarde quiero hablaros de un escritor que, aunque lleva años apareciendo en las páginas de cultura y en los suplementos literarios de los periódicos, y siendo objeto de estudio en revistas y medios especializados en el mundo entero, con sus libros publicados y aplaudidos por doquier, yo había ignorado hasta hace unos meses; una ignorancia consciente, una opción de lectura -de no lectura, más exactamente- que respondía, claro está, a un criterio regido por la lógica: la imposibilidad de leer todo lo que llega a nuestras librerías y, por tanto, la necesidad de seleccionar; pero también a un pálpito irracional: “algo” en mí, un extraño impulso no necesitado de justificación me decía que esos libros no iban a interesarme.

Y sin embargo, este verano pasado cayeron por fin en mis manos dos novelas de Colm Tóibín -pues de él, del autor irlandés, os estoy hablando- y su lectura no sólo me sorprendió, al permitirme “descubrir” a un escritor excepcional, sino que tanto Brooklyn como Nora Webster, los dos libros a los que me refiero, me apasionaron e hicieron que me lanzara a las librerías a completar la obra publicada en España de mi tardío aunque afortunado hallazgo. De estos dos títulos quiero hablaros ahora, recomendándoos con entusiasmo su lectura.

Brooklyn vio la luz en España en el año 2010. No obstante, yo no he llegado a ella hasta su reedición en 2016, con ocasión del estreno un año antes de la película homónima basada en su texto y dirigida por John Crowley y con Saoirse Ronan como actriz principal (por cierto, protagonista también de On Chesil Beach, un film previsto para 2017 basado igualmente en una obra literaria, la novela del mismo título escrita por Ian McEwan que ya os recomendé años atrás en este espacio; la actriz se dio a conocer en el mundo del cine cuando era casi una niña, en otra película realizada también a partir de una novela de McEwan, Expiación; ambas, película y novela, magníficas). El libro, en traducción de Ana Andrés Lleó, está editado por Lumen, responsable también de Nora Webster, que se presentó asimismo en 2016 en traducción esta vez de Antonia Martín Martín. Igualmente en la prestigiosa editorial catalana, no deberíais perderos El testamento de María, una joya, una maravilla, una novela breve magistral, una recreación humanísima y conmovedora de la vida de la Virgen María, desprovista de sus connotaciones religiosas, una doliente y atribulada mujer judía que sufre por el trágico -y para ella inexplicable- destino su hijo.

Brooklyn nos traslada a Enniscorthy, el pequeño pueblo del condado de Wesford -lugar en el que nació el propio Tóibín, su obra impregnada de elementos autobiográficos-, en el sudeste de la República de Irlanda, en los primeros años 50. Eilis Lacey es una chica más o menos anodina, de vida austera, que, finalizados sus básicos estudios de contabilidad, pasa a trabajar en una tienda de alimentación para contribuir así a paliar la precariedad económica de una familia -su madre May y su hermana mayor Rose- que tras la muerte del padre se desenvuelve con grisura y austeridad. La aparición de un sacerdote católico, el padre Flood -de lejana y remota amistad con el fallecido-, que vuelve al pueblo desde Nueva York para pasar unas vacaciones, abre a la chica la posibilidad -alentada sobre todo por la generosidad de la madre y de la hermana- de una optimista perspectiva de mejora vital, dejando atrás los estrechos horizontes del acostumbrado y previsible Enniscorthy y abriéndose a las posibilidades de crecimiento que ofrece un trabajo en unos grandes almacenes de Brooklyn, que el cura garantiza, encargándose además de facilitar a la chica los trámites para el viaje y de proveer las condiciones mínimas de su alojamiento y estancia en alguna casa de huéspedes en su propia parroquia en Norteamérica. El libro nos narra en su primera parte la modesta existencia de Eilis en su pueblo natal, las vicisitudes de su trabajo con la odiosa señorita Kelly, los entresijos de su insustancial vida familiar y, especialmente -pero eso será un rasgo esencial de la novela entera y me detendré en su análisis más adelante-, las interioridades de su alma. (De ese primer eje de la novela quedan apenas unos minutos en la versión cinematográfica). En las segunda y tercera partes asistimos a los días de la chica en Brooklyn, su perplejidad y su temor ante lo desconocido, su triste estancia en la pensión de la señora Kehoe, otra dama desagradable y fría, sus inicios en la vida laboral, sus actividades caritativas en la parroquia del padre Flood y el conocimiento de un buen chico, Tony, con quien se relacionará y que aportará algo de luz a su, de nuevo y pese al cambio de continente, apagada vida. En el capítulo postrero, Eilis se ve obligada a volver a Irlanda, por razones que no quiero adelantaros, como tampoco quiero desvelar qué sucede a su retorno al hogar familiar.

Pero más allá de la discreta trama, el libro interesa por su enorme capacidad de penetración en la personalidad de Eilis. Su desconcierto frente a la vida, su aprensión ante el futuro incierto, su soledad y su desamparo, su tenacidad en el estudio, su bondad, su timidez y sus miedos, su búsqueda de su identidad y del propio lugar en el mundo son mostrados con sutileza y sensibilidad, con belleza y emoción. Conocemos, sobre todo, sus dudas, pues la chica se debate entre ambos “escenarios”, valorando los atractivos de cada uno de ellos y añorando con nostalgia el universo que deja atrás (pensando una y otra vez en las mismas cosas, en todo lo que había perdido). En Brooklyn recuerda apenada y con pesadumbre su existencia pueblerina y limitada pero acogedora y familiar, cuestionando, desconsolada y tristísima, su inútil presencia en el país ajeno, pero la aparición de Tony en su vida cambiará esta percepción y entonces, y de vuelta a Enniscorthy, será el recuerdo de la muy tímida felicidad de los últimos días en Norteamérica el que la aflija, alimentando el deseo de su vuelta, hasta que el renacido contacto con la madre, con los amigos, con las personas y los lugares acostumbrados de su pueblo natal vuelva a sembrar de incertidumbre su titubeante personalidad: Se sentía extraña, era como si fuera dos personas, una que había luchado contra dos fríos inviernos y muchos días duros en Brooklyn y se había enamorado allí, y otra que era la hija de su madre, la Eilis que todo el mundo conocía, o creía conocer, afirma, siendo consciente, además, de que ella, siempre, en cualquier situación, pertenecía a otro lugar. Y es esta honda “prospección” en la conciencia y el espíritu, en el sentimiento y la voluntad de la chica lo más relevante del libro, ya que, a fin de cuentas, y tal y como señala el autor, una novela no trata de grandes conceptos, de cosas abstractas, sino del frío, los colores, los sabores… y Brooklyn trata del encuentro de una joven irlandesa con el nuevo mundo, especialmente con el amor… Y de lo que pasa cuando un inmigrante es extranjero en los dos países, e incluso de sí mismo.

Con Nora Webster se produce un fenómeno parecido: un hilo argumental leve, trivial, de escasa trascendencia, pero con una densidad emocional y una profundidad en el análisis de los sentimientos y las emociones, de los deseos y los impulsos de los personajes que su lectura se hace inolvidable. La base de la historia narrada es, hecho confesado abiertamente por el autor, autobiográfica, aunque el enfoque no lo es. Colm Tóibín tiene doce años cuando su padre muere, en 1967, y su madre, que ronda los cuarenta y cinco, queda viuda a cargo de dos hijos pequeños y con dos hijas algo mayores estudiando ya fuera de casa. La novela parte de esa misma situación, siendo Nora Webster el nombre literario elegido para la principal protagonista femenina, desde cuyo punto de vista se cuenta la historia en la que se modifican también los nombres reales del padre, Maurice en la novela, Michael en la realidad, y de las hijas y los dos hijos, siendo Donal, el mayor, el trasunto del propio escritor. Por cierto, no quiero dejar de mencionar un curioso juego circular y autorreferencial de las dos novelas que comento, un detalle menor, anecdótico, aunque pueda quizá tener mayor significación. En las últimas páginas de Brooklyn, la madre de Eilis menciona una visita de Nora Webster (también había ido Nora Webster, dijo, con Michael), un Michael del que no se especifica otro dato sobre su identidad. ¿Quiso Toíbín llamar en Brooklyn al marido de esa Nora fugaz con el nombre “real” de su padre, Michael, recurriendo años después en la segunda novela al “inventado” Maurice? Por otro lado, y por cerrar este paréntesis de curiosidades, como digo quizá no tan fútiles, mencionaré que el final un tanto abierto de Brooklyn, en el que no sabemos del todo qué futuro espera a Eilis, se desvela en parte en las primeras páginas de Nora Webster, cuando la madre de la chica, en una visita -ahora a la inversa- que hace a la propia Nora, le informa de la situación “actual” de su hija, cuando han trascurrido algunos años del desenlace del primero de los dos libros, unidos así -además de por los grandes temas tratados y por el estilo elíptico y sutil de Tóibín, de los que hablaré al final de esta reseña- por un doble vínculo ingenioso y delicado y claramente premeditado por su autor.

La nueva vida de Nora tras la muerte de su esposo se desenvuelve -en sus elementos externos- sin acontecimientos sobresalientes. En su situación de precariedad económica, la mujer vive el duelo e intenta sobreponerse a él con la vuelta al trabajo -que Toíbín nos cuenta con detalles de su vida laboral, la dificultad de “reacomodarse” tras tantos años de inactividad, lo aburrido de sus tareas administrativas y contables, la intransigencia de su jefa, la simpleza de su joven compañera de oficina, una insólita reunión sindical-, relacionándose con algunas otras mujeres del pueblo, revitalizando su vieja afición por la música, asistiendo a clases de canto, reuniéndose con familiares, singularmente con los hermanos de su marido, Jim y Margaret, y, sobre todo, ocupándose de sus hijos, en particular los dos pequeños, el mencionado Donal y Conor. Todo se centraba en los cuatro hijos, en su futuro, piensa, y así, la tartamudez de Donal, las quejas de Conor sobre su raqueta de tenis, los peligros de que Fiona, la hija mayor, viaje a Dublín en autostop, el temor a las consecuencias de implicación política de su otra hija, Aine, son los asuntos que centran su atención, todavía muy afectada por la ausencia de su marido.

Poco a poco el tiempo va pasando y en la vida de Nora empiezan a tener más peso los hechos de la realidad "exterior", va renaciendo una suerte de ilusión: se implica en las reivindicaciones laborales en la empresa, hay un interés -siquiera latente, apenas palpable- por los conflictos políticos que vive Irlanda, y en su existencia se abren algunos proyectos en relación a la música: audiciones, grabaciones, conciertos. Y eso es todo, en esencia: la vida sigue, nada excepcional, nada demasiado relevante, nada extraordinario.

Y sin embargo, como en Brooklyn, es la vida interior del personaje lo que Colm Toíbín nos muestra con maestría. Aparecen así las dos caras de una personalidad compleja, una mujer que puede ser terrible (durísima la “escena” en que abandona a Donal en el internado), intransigente, rígida, severa, antipática, controladora, quisquillosa, incapaz de cuidar intensamente -¿de amar?- a sus hijos, pero también perdida y llena de dolor por su viudedad (era el mundo lleno de ausencias), sufriendo su soledad cuando desaparece el principal pilar en que se sostenía su vida (Conque eso era estar sola, pensó. No era la soledad que venía experimentando, ni los momentos en que sentía la muerte de Maurice como un mazazo a todo a su ser, como si hubiera sufrido un accidente de tráfico; era ese deambular en un mar de gente con el ancla levada, en que todo era extrañamente vago y confuso). Y con el paso del tiempo aparece también la mujer que ansía su liberación, que lucha por su crecimiento personal, por encontrar el propio espacio que la presencia de Maurice le quitaba, la mujer que redescubre en la música clásica sus mejores posibilidades, la mujer sensible, la que sueña con cantar (No se lo había contado a nadie, porque era demasiado extraño, lo mucho que esa música representaba para ella. Era su vida soñada, la vida que podría haber tenido si hubiera nacido en otro lugar) y obtener logros en esa vertiente artística y cambiar de vida dejando atrás su insípido presente (Pensó en lo fácil que habría sido ser otra persona; que tener a los chicos en casa esperándola, y la cama y la lámpara junto a la cama, y su trabajo por la mañana, era todo una especie de accidente. De alguna manera todo eso era menos sólido que las nítidas notas del violonchelo que salían de los altavoces), la que se preguntaba si era la única persona que no tenía nada entre la grisura de sus días y el absoluto esplendor de esa vida imaginada.

Y en las dos novelas están muy presentes los mismos ejes temáticos, que parecen representar -he leído numerosas e interesantísimas entrevistas con Colm Toíbín, para “empaparme” de su pensamiento y su sensibilidad- las principales preocupaciones del autor: el exilio, la inmigración, los problemas políticos de Irlanda, el paso de la tradición a la modernidad, el mundo rural y las ciudades, la identidad, la importancia de la familia, el abandono y la pérdida, la muerte (A veces, nos cruzamos con ellos, con los que nos han dejado, los que ya no están. Llevan consigo algo que nosotros aun no conocemos... Es un misterio, dice Nora Webster), la dificultad de elegir, la duda. Y, sobre todo, en los dos libros sobresale el poético y delicado y muy sensible modo de contar las historias, el indudable magisterio literario del escritor, capaz como pocos de mostrar (sin énfasis, sin subrayados, de un modo tenue, difuminado, como impreciso, levísimo: Quería crear una poesía amarga del silencio, dice Toíbín en una entrevista, a propósito de Nora Webster. Cuando, a veces, se habla en la novela hay una poesía que va más allá de la entonación. La idea era que eso se convirtiera en un poder subterráneo, que el lector no lo detectara, pero lo sintiera. No se habla de tristeza, pero está ahí; no se habla del dolor, pero está ahí; en los actos, en los gestos, en el tono de la voz, en las sensaciones, en los pensamientos. Es la fuerza de lo que no se dice pero sabes que está. El poder de sugerir o describir antes que adjetivar. Con esa sutileza el lector termina de construir esas imágenes o ideas que quiero transmitir) lo íntimo, el silencio, la pena, el peso de la ausencia, lo insignificante en apariencia pero auténticamente revelador del núcleo central de una vida, las emociones, los secretos; capaz de profundizar en la psicología de los personajes; capaz de revelar cosas de uno mismo (siendo ese “uno mismo” tanto el personaje como el propio autor como, sin duda, el lector). Y a través de todo ello, apuntado también con pinceladas, con sutileza, con pequeños detalles, no con líneas fuertes ni grandes brochazos (si fuera pintor, dejaría algo en blanco para que el espectador imagine lo que habría ahí, afirma Toíbín en la entrevista antes citada), aparece el marco social, la espléndida recreación de la Irlanda de hace cincuenta años, tan pobre, tan triste.

Sí, porque son libros tristes estos dos que hoy os recomiendo con auténtico entusiasmo. No os perdáis Brooklyn y Nora Webster, dos novelas magníficas, inolvidables, del genial Colm Toíbín; tampoco dejéis de leer El testamento de María, también triste, pero una auténtica obra maestra. Como cierre musical de mi reseña os dejo con Casadh An Tsugain (Frankie’s Song), una pieza de la banda sonora de la versión cinematográfica de Brooklyn, compuesta por Michael Brook e interpretada por Iarla O Lionaird.


Hasta entonces, Eilis había supuesto que viviría en la ciudad toda la vida, como su madre, que conocería a todo el mundo, tendría los mismos amigos y vecinos, la misma rutina diaria en las mismas calles. Esperaba encontrar trabajo en la ciudad y después casarse, dejar el trabajo y tener hijos. Y ahora se sentía como si hubiera sido elegida para algo y no estaba en absoluto preparada, y eso, a pesar del miedo que la invadía, le provocaba un sentimiento, o más bien una serie de sentimientos, que creía debían de ser los que experimentaría cuando se acercara el día de la boda, días en los que todo el mundo la miraría con un brillo en los ojos mientras ella se afanaba con los preparativos, días en los que ella misma estaría en plena ebullición pero procuraría no pensar con demasiada precisión en cómo serían las semanas siguientes, por si perdía el valor.

No hubo un día en el que no ocurriera algo. Los formularios que llegaron de la embajada fueron rellenados y enviados. Eilis fue en tren a la ciudad de Wexford para hacerse lo que le pareció una revisión superficial, ya que el médico quedó aparentemente satisfecho cuando ella le dijo que nadie de su familia había padecido tuberculosis. El padre Flood escribió dando más detalles de dónde viviría cuando llegara y lo cerca que estaría de su lugar de trabajo; llegó su pasaje para Nueva York, en un barco que salía de Liverpool. Rose le dio dinero para ropa y le prometió que le compraría zapatos y un conjunto de ropa interior. La casa, pensó Eilis, estaba alegre de un modo desacostumbrado, casi anormal, y en las comidas que compartían había demasiadas charlas y risas. Le recordó las semanas anteriores a la partida de Jack a Birmingham, cuando hacían lo que fuera para apartar de su mente que iban a perderlo.

Un día, cuando un vecino fue a visitarlas y se sentó con ellas en la cocina a tomar el té, Eilis se dio cuenta de que su madre y Rose hacían lo imposible por ocultar sus sentimientos. El vecino, de forma no premeditada, casi para dar conversación, dijo:

—La echará de menos cuando se vaya, imagino.

—Oh, será terrible cuando se vaya —dijo la madre.

Su rostro tenía una expresión ensombrecida y tensa que Filis no había visto desde los meses posteriores a la muerte de su padre. Entonces, en los momentos que siguieron, el vecino se quedó visiblemente desconcertado por el tono de voz de la madre, la expresión de la cual se ensombreció aún más, hasta el punto de que la mujer tuvo que levantarse y salir en silencio de la habitación. Eilis sabía que su madre iba a llorar. Se sorprendió al ver que ella, su hija, en lugar de seguirla al vestíbulo o al comedor, se quedaba a charlar tranquilamente con el vecino, con la esperanza de que la madre volviera pronto y pudieran continuar lo que parecía una conversación corriente.

Ni cuando se despertaba por la noche y pensaba en ello, se permitía a sí misma llegar a la conclusión de que no quería ir. Llevó a cabo todos los preparativos y le preocupaba tener que llevar dos maletas de ropa sin ayuda, se aseguró de no perder el bolso de mano que Rose le había regalado y en el que llevaría el pasaporte, las direcciones de Brooklyn en las que viviría y trabajaría y la dirección del padre Flood, por si no iba a recogerla, tal como había prometido hacer. Y dinero. Y su bolsita de maquillaje. Y quizá un abrigo que podía llevar en el brazo, aunque quizá se lo pusiera, pensó, si no hacía demasiado calor. Era posible que a finales de septiembre aún hiciera calor, le habían advertido.

Ya había hecho una maleta y repasaba mentalmente su contenido, esperando no tener que volver a abrirla. Una de aquellas noches, tumbada despierta en la cama, cayó en la cuenta de que la próxima vez que abriera aquella maleta lo haría en una habitación diferente, en un país diferente, y entonces por su mente cruzó involuntariamente el pensamiento de que sería mucho más feliz si la abriera otra persona y que esa persona se quedara la ropa y los zapatos y los usara a diario. Ella preferiría quedarse en su hogar, dormir en aquella habitación, vivir en aquella casa, arreglárselas sin la ropa y los zapatos. Los preparativos que se estaban haciendo, todo el ajetreo y las charlas, estarían mucho mejor si fueran para otra persona, pensó, alguien como ella, alguien de su edad y estatura, que incluso tuviera su aspecto, siempre y cuando ella, la persona que ahora estaba pensando, pudiera despertarse en aquella misma cama cada mañana y hacer su vida durante el día en aquellas calles familiares y volver a la cocina de su casa, con su madre y Rose.

Aunque dejaba que tales pensamientos fluyeran sin cesar, se detenía cuando su mente se acercaba al miedo o al terror real, lo peor, al pensamiento de que iba a perder aquel mundo para siempre, que nunca volvería a vivir un día corriente en aquel lugar corriente, que el resto de su vida sería una lucha con lo desconocido. En el piso de abajo, cuando estaban Rose y su madre, hablaba de cuestiones prácticas y seguía resplandeciente.

miércoles, 11 de enero de 2017

ANNABEL PITCHER. MI HERMANA VIVE SOBRE LA REPISA DE LA CHIMENEA

Hola, buenas tardes, bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que os saluda en esta primera emisión de 2017, deseando a todos nuestros muy escasos oyentes un estupendo comienzo de año.

Hoy quiero hablaros de un libro cuya presencia en el programa es deudora de estas fechas festivas que apenas dejamos atrás. Rodeado de sobrinos, y empecinado en que mis cartas a los Reyes Magos insistieran, tozudamente y contra el cada vez mayor desinterés de los chicos, en pedir para ellos libros, he recalado, en mi pesquisa de “material” para facilitar el trabajo de Sus Majestades, en una obra estimable que me atrevo ahora a recomendaros a todos vosotros, estudiantes universitarios bastante alejados ya, por edad e ilusiones, por escepticismo y madurez, por descreimiento y realista pragmatismo vital, de la formidable imaginación y la sensible capacidad para la construcción de quimeras, de los juveniles y en muchos casos inocentes hijos de mis hermanos.

Voy, así, a recomendaros una novela sobre cuya valoración, no obstante -seré sincero-, no logro ponerme de acuerdo conmigo mismo. Me ha gustado, moderadamente, sin suscitar un entusiasmo desbordante, pero tengo algunas reticencias intelectuales ante ella; ha llegado incluso a emocionarme en algunos pasajes pero me asaltan serias dudas acerca de su enfoque que en ocasiones roza la fácil sensiblería; me parece curiosa en su planteamiento y bien escrita, pero a la vez puede que resulte demasiado trivial y en exceso sencilla; he pasado algunas horas placenteras leyéndola, pero el disfrute se ve algo disminuido por la sospecha de haber caído en las redes de un mero producto editorial, primorosamente presentado, con todos los ingredientes para llegar de modo simple a la gente, pero alejado, en el fondo, no ya de la alta literatura, sino de la literatura a secas. ¿Y qué puede importar?, os preguntaréis... ¿para qué se necesitan las etiquetas, y encima con ampulosas mayúsculas: la Literatura? De lo que se trata, podréis pensar algunos de quienes ahora nos seguís, es de leer algo que nos toque, que nos haga sentir y pensar y alegrarnos y llorar y conmovernos... Y si todo eso ocurre, si se produce el milagro de que un libro remueva nuestra conciencia o nuestra sensibilidad, ¿qué importa entonces su mayor o menor calidad según no se sabe qué supuestamente objetivos cánones, qué importa su carencia de virtudes literarias a tenor de difusos parámetros críticos, qué importan su rigor literario, su hondura artística, el nivel de su escritura, siempre discutibles? Y sin embargo importa, importa la Literatura, también pueden conmover los culebrones y también provocan el llanto aquellos seriales radiofónicos del pasado y también tocan la fibra sensible algunos programas televisivos de baja estofa y son eso, basura, visceralidad elemental, primitiva y despreciable. ¿Dónde poner, pues, la frontera? ¿Qué permite distinguir con nitidez el grano de la paja, una obra literaria con un mínimo de dignidad de un mero producto comercial sólidamente manufacturado?

En fin, espero que podáis entender mis dudas, aunque el caso es que, más allá de su fácil acomodación a la simplicidad que pide su destinatario natural adolescente este Mi hermana vive sobre la repisa de la chimenea, escrito por Annabel Pitcher y publicado en 2011 por la editorial Siruela en traducción de Lola Diez, sí tiene algunas, bastantes, virtudes y por ello me atrevo a recomendaros su lectura. Desde esa fecha han visto la luz en la misma editorial otros dos libros de la autora, El silencio es un pez de colores y Nubes de kétchup que se mueven, al parecer, en coordenadas muy parecidas a este que ahora os presento.

Debo deciros de entrada que, en consonancia con este segmento de lectores al que aparentemente -y solo así, como luego veremos- va dirigido, Mi hermana vive sobre la repisa de la chimenea es una novela con un niño, un niño de diez años, como personaje principal. Entronca así con otros libros relativamente recientes que comparten idéntico protagonismo infantil, pienso ahora en El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon, o el conocidísimo El niño con el pijama de rayas, de John Boyne. Además, por mi mente ha revoloteado, durante su lectura, y en distintos pasajes del texto, una película también exitosa y con un menor, una niña en este caso, como protagonista, la notable y doblemente oscarizada, Little Miss Sunshine, quizá la recordéis.

Podría pensarse, pues, como acabo de sugerir, que se trata de un libro dirigido a los adolescentes; además, la juventud y una cierta frescura o espontaneidad en las manifestaciones de su autora también podrían indicarnos ese carácter juvenil de la obra. Sin embargo, sin descartar, antes al contrario, lo interesante, educativa, ejemplar y aleccionadora que puede resultar su lectura para un muchacho en formación, pues el libro rezuma enseñanzas, valores, nobles principios (y creo que por ello acabará siendo un éxito de ventas e incluso imponiéndose como lectura escolar), estamos no obstante ante una obra para adultos.

Jamie Matthews es un avispado y sensible niño de diez años. Cuando sólo tenía cinco -por lo que apenas guarda recuerdos de su vida en aquella época- su hermana Rose, que entonces contaba igualmente diez años de edad, murió mientras jugaba con sus padres, su gemela Jasmine y su pequeño hermano, en la plaza de Trafalgar Square en Londres, infortunada y accidental víctima de unas bombas diseminadas por terroristas islámicos en diversas papeleras de la capital inglesa. La brutal y dolorosa desaparición de Rose, altera, destruye irremisiblemente la vida de la familia. Los padres, incapaces de superar el trauma causado por la pérdida de su hijita, acaban separándose cinco años después. La madre deja el hogar familiar para irse a vivir con Nigel, al que conoce en las reuniones de los grupos de ayuda y apoyo psicológico tras el atentado, pues su esposa falleció también en ellos. El padre, destrozado, abandona su trabajo, deja Londres con la ahora quinceañera Jasmine, a la que llaman Jas, con el pequeño Jamie, con Roger, el querido gato del niño, y con la urna que contiene los restos de Rose, que así pasará a vivir sobre la repisa de la chimenea, lo que aclara el en primera instancia extraño título del libro. Todos ellos se instalan en Ambleside, un pueblo perdido en el Distrito de los Lagos, en el noroeste de Inglaterra. Jamie y Jas empiezan el colegio mientras su padre, que no puede olvidar la vida truncada de su pequeña, se hunde progresivamente en una espiral de sufrimiento y autoconmiseración, se emborracha de continuo y descuida totalmente sus obligaciones como cabeza de familia. Los niños, pues, deben salir adelante sin el apoyo de sus progenitores, pues la madre, aunque Jamie cree ciegamente en su pronto retorno, ha decidido dejar atrás a su familia para así remontar el terrible dolor causado por la muerte de su hija, y permanece en Londres con su nueva pareja.

Jamie narra la historia desde ese momento en que, instalados en Ambleside, empiezan no sólo un nuevo curso escolar sino una nueva vida. El niño debe crecer, y lo hará y madurará, todo lo que es posible a los diez años, y la novela es el relato de esa evolución, de ese cambio, de ese curso académico crucial, de ese año decisivo en la vida de todos los protagonistas. Presenciamos, pues, emocionados, la tierna y triste soledad de Jamie, sensible y por ello acosado por sus compañeros de colegio, enamorado de su compañera Sunya -un retrato magnífico el de la niña-, debatiéndose consigo mismo entre el encantamiento que le suscita su joven amiga, paquistaní de origen y musulmana de religión, y el odio irracional que su padre profesa y exterioriza hacia quienes -en una generalización racista- han asesinado a su hija; lo vemos cariñosamente aferrado a su gato Roger, a quien adora, protegido del mundo por su camiseta de Spiderman, presunto regalo y principal rastro vivo en su existencia de su añorada madre, urdiendo planes para el imposible reencuentro, la reconciliación y la normalidad familiar, que tendrá lugar, en su deseado sueño, gracias a su participación, junto con su hermana, en un concurso de la televisión, lo que recuerda la peripecia de la protagonista de Little Miss Sunshine a la que antes me he referido. Y también, de manera tangencial pero igualmente destacada, asistimos al despertar de la estupenda Jasmine a la juventud, sus pelos de colores, sus uñas pintadas, su estética vagamente punki, su primer novio, el recuerdo, también en ella, sobre todo en ella, de su gemela muerta. Y observamos la crisis vital del padre, procurando vagamente rehabilitar su existencia, hundido en el alcohol, la apatía y la desesperación e intentando construir, desde la ruina devastada de su vida, algo parecido a un razonable nido familiar para sus hijos. Y nos entristece, sin comprenderlo del todo, el desapego de la madre, que ahuyenta su pasado en la distancia de sus hijos.

Y todo ello contado desde la perspectiva y con el lenguaje de un niño de diez años, en uno de los formidables logros de la novela, la verosimilitud de la voz narrativa, su ternura, su sensibilidad, la emoción que rezuma cada párrafo. Algunas amigas -así, en femenino- que han leído el libro me han confesado haber llorado con su lectura, yo mismo me he sentido acongojado, al borde de las lágrimas, en muchos pasajes.

En fin, por todo ello, y al margen de las dudas "intelectualoides" del comienzo de esta reseña, os recomiendo vivamente el libro, Mi hermana vive sobre la repisa de la chimenea, escrito por una muy joven Annabel Pitcher y que publica Siruela. Como complemento musical a mi reseña, os dejo ahora con Thriller, el clásico de Michael Jackson, que suena en un momento de la novela.


Mañana es mi cumpleaños, y una semana después empiezan las clases en mi nuevo colegio, la Escuela Primaria de la Iglesia de Inglaterra en Ambleside. Está a unas dos millas de nuestra casa, así que papá me va a tener que llevar en coche. Aquí no es como en Londres. No hay autobuses ni trenes por si está demasiado borracho para salir. Jas dice que ella irá conmigo andando si no conseguimos que nos lleven, porque su escuela está como una milla más allá. Dijo Por lo menos nos vamos a quedar en los huesos y yo me miré los brazos y dije Para los chicos estar en los huesos no es bueno. A Jas no le sobra un gramo, pero come como un ratón y se pasa horas leyendo lo que pone por detrás de los envases para ver las calorías. Hoy ha hecho una tarta para mi cumpleaños. Ha dicho que era una tarta sana, con margarina en lugar de mantequilla y casi sin azúcar, así que lo más probable es que sepa raro. Nos la vamos a comer mañana, y me dejan cortarla a mí porque es mi día.

He mirado antes en el buzón y no había nada más que un menú de la Casa del Kebab, que he escondido para ahorrarle a papá el disgusto. Ningún regalo de cumpleaños de mamá. Ni una tarjeta de felicitación. Pero todavía queda mañana. No se va a olvidar. Antes de que nos fuéramos de Londres, yo compré una tarjeta de Nos mudamos de casa y se la mandé a ella. Lo único que escribí dentro fue la dirección de la casa y mi nombre. No sabía qué más poner. Ella está viviendo en Hampstead con el tipo aquel del grupo de apoyo. Se llama Nigel, y yo lo conocí en uno de esos actos conmemorativos en el centro de Londres. Con la barba larga y en plan greñas. La nariz torcida. Fumando en pipa. Escribe libros sobre otros que han escrito libros, cosa a la que no lo veo mucho sentido. Su mujer murió también el 9 de septiembre. Puede que mamá se case con él. Puede que tengan una niña y la llamen Rose y entonces se olviden del todo de mí y de Jas y de la primera mujer de Nigel. Me pregunto si de ella encontrarían algún pedazo. Igual él tiene una urna sobre la repisa de la chimenea y lo mismo le compra flores en su aniversario de boda. Eso a mamá no le haría ni pizca de gracia.