Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de enero de 2017


NICKOLAS BUTLER. CANCIONES DE AMOR A QUEMARROPA

Hola, buenas tardes. Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo una novela, la primera de su autor, el norteamericano Nickolas Butler, que ha sido objeto de una entusiasta acogida en Estados Unidos gozando también en nuestro país de una aceptación crítica más que estimable. Su título es Canciones de amor a quemarropa y la publicó el pasado 2014 la siempre interesante editorial Libros del Asteroide en traducción de Marta Alcaraz. El éxito del libro en su país de origen, sus indudables cualidades literarias y, sobre todo, la aparentemente fácil traslación al género cinematográfico de sus paisajes, sus personajes y, en definitiva, de su universo, han propiciado el que una productora, la Fox, se haya hecho con los derechos para llevar al cine la obra de Butler, de manera que en un futuro no muy lejano quizá podamos ver en la pantalla las peripecias de los cinco protagonistas principales de la novela.

Y es que, en efecto, Canciones de amor a quemarropa parte de una trama argumental muy sencilla que es casi una excusa para que sus cinco personajes, jóvenes que acaban de dejar atrás la frontera de los treinta años, narren, sus relatos anudándose y completándose en capítulos alternos, la historia de su amistad desde la infancia, de su apego -y en ocasiones su hastío- hacia su pequeño pueblo de origen, de su crecimiento personal, de su a veces tortuoso camino hacia la edad adulta, del paso del tiempo y de sus recuerdos, de sus preocupaciones, sus anhelos y sus esperanzas, de sus sueños, sus lealtades y sus traiciones, de sus amores y sus renuncias, de su soledad y sus afectos y sus rupturas, de sus secretos y sus celos y sus odios.

Cuatro amigos, Lee, Kip, Ronny y Henry, y la mujer de éste, Beth, crecen juntos en Little Wing, un pueblecito de Wisconsin, una aldea remota y de plácido discurrir que constituye el único punto en común entre los cinco jóvenes, cuyas vidas se van separando a partir de esa primera juventud. Lee es un músico de éxito, que desde su rincón natal ha llegado a viajar por todo el mundo, de concierto en concierto, llevado por la fama procurada por sus millones de discos vendidos de su primera obra, cuyo título, Canciones de amor a quemarropa, da nombre al libro. Kip, decidido y ambicioso, es agente de bolsa y vive en Chicago, enredado en asuntos inmobiliarios y negocios varios. Ronny, un moderno vaquero prototípico, se gana la vida en rodeos hasta que las muchas lesiones provocadas por su duro oficio limitan sus horizontes a un algo despistado deambular por el pueblo. En él, en este Little Wing de alto valor simbólico -encarnación, como se verá más adelante, de la Norteamérica profunda, de la vida rural, de la sencillez y la verdad que encierra una existencia con “raíces”-, siguen viviendo también Henry -Hank- un hombre bondadoso, modélico padre de familia, granjero trabajador y responsable, y Beth, su guapa mujer, un personaje muy atractivo, muy poderoso, que ha elegido el recogimiento y la simplicidad, la roma normalidad de la vida conyugal y familiar -la pareja tiene dos hijos pequeños- frente a las oportunidades y los cantos de sirena de un “mundo” más amplio hacia el que su belleza y su capacidad la predisponían y en el que hubiera podido destacar más allá de los apagados límites de la oscura cotidianidad en la aldea. Con ocasión de la boda de Lee -que ha vuelto al pueblo para celebrar su matrimonio con una famosísima actriz de cine- los cinco amigos se reencuentran en el pueblo, y de sus conversaciones surgen los recuerdos, las heridas del pasado, las frustraciones escondidas, lo hace años no dicho y ahora revelado, las envidias ocultas, las afrentas olvidadas.

El relato de esos días vividos en común con ocasión del enlace del músico, que aparecen, como he dicho, en las aproximaciones sucesivas y alternas de los diferentes protagonistas, se entrevera con la rememoración que cada uno hace de su infancia y juventud, de su amistad, de sus relaciones en el pasado y también en el presente, de su melancólico contemplar el paso del tiempo, de la evolución de sus respectivas visiones del mundo y de sus colegas. Qué curioso, me dije entonces, lo mucho en común que tenían nuestras vidas y lo poco que se parecían, aunque (…) veníamos del mismo rinconcito del planeta, dice uno de los personajes.

Con un innegable enfoque autobiográfico, que el autor resalta en cuanta entrevista con él he podido leer, el libro está impregnado de un aire de nostálgica tristeza, sin embargo muy emotivo y entrañable. Después, la vida fue pasando sin que me diera cuenta. Yo pensaba que teníamos tiempo, más tiempo, dice Kip en un momento del libro. O estas bellísimas reflexiones de Beth a propósito de su marido al que, pese a algún sorprendente acontecimiento que se narra en la novela y que no quiero desvelar aquí, ama con ternura indecible: Todo ha merecido la pena: cada pelea, todos estos años de experimentación y de inmadurez, el desengaño aislado, la mísera cuenta corriente, las camionetas viejas de segunda mano. Haber vivido con otro ser humano, otra persona, con este hombre, todo este tiempo, y haberlo visto cambiar y crecer. Haber visto cómo se volvía más respetable, más paciente, más fuerte y más capaz; cómo quiere a nuestros hijos, cómo se pelea con ellos en el suelo y los besa en público sin ningún rubor. Oír su voz por la noche leyéndoles libros o contándoles cómo era su padre cuando vivía o cómo era yo de niña, de adolescente o de joven. Oírlo cuando les explica por qué este rincón del mundo es tan especial. Oírlo rezar por los árboles, por la tierra, por la lluvia y por las personas que son menos afortunadas que nosotros en el mundo. Oír su voz en la iglesia, cantando. Oírlo animar a nuestros hijos a que defiendan a los niños de los que otros abusan en la escuela. Verlo detener la camioneta en medio de la carretera para recoger del asfalto a una tortuga mordedora y dejarla caer en un estanque cercano. Verlo en nuestros tractores bajo los últimos rayos anaranjados del día. Disculpad la extensión de la cita, de sobra justificada por su belleza.

Quiero, ya para terminar, resaltar tres aspectos que a mí juicio son esenciales en este espléndido Canciones de amor a quemarropa. El ya mencionado -y entusiasta y apasionado- elogio de la vida rural, la significativa y fidedigna “fotografía” de un Estados Unidos muy auténtico y genuino, muy alejado -quizá- de aquel al que nos han acostumbrado los relatos más convencionales del cine y los medios de comunicación, y, cómo no, el destacado papel que desempeña la música en el libro.

El Little Wing que vertebra la acción de la novela aparece como el paradigma de la vida auténtica y primordial, sin las mixtificaciones y las mentiras de la gran urbe; una vida hecha de tradiciones y lealtades, de solidaridad y apoyo mutuo, de valores fundamentales, de principios básicos; una vida cuyo fundamento se refleja en la naturaleza y sus ciclos, en el lento transcurrir de las estaciones, en los ritmos de las cosechas, en la profundidad de los bosques y el silencio de los campos, en el tenue gorjear de los pájaros, en la rotunda animalidad de osos y ciervos, de alces y coyotes, en la blanca amenaza de la nieve que aísla durante largas temporadas los remotos parajes de Wisconsin, Iowa y Minessota. Hay en el libro infinidad de líricos fragmentos en los que se refleja esta rusticidad primigenia, metáfora de la vida simple y noble y verdadera, y no me resisto a transcribiros alguno de ellos: Mi mundo está lleno de cosas que he acabado convirtiendo en mis monumentos particulares: un antiguo roble en mitad de nuestro campo de alfalfa, un bloque errático que está delante del instituto, hasta el área de servicio a las afueras del pueblo, con su inmenso poste y esa bandera americana demasiado grande. Me basta con echarle un vistazo a la bandera para saber si ha muerto alguien; supe al instante, por ejemplo, que el chico de los Swenson no iba a volver de Afganistán. O también: Componía canciones sobre nuestro rincón de mundo: los ubicuos maizales, los bosques de repoblación, las colinas jorobadas y las hondonadas llenas de surcos. El frío que cortaba como un cuchillo, los días demasiado cortos, la nieve, la nieve y la nieve. E igualmente: El aire súbitamente perfumado con el dulce aroma a la cerveza americana barata. Era el olor de nuestra infancia, el olor de los silos y los graneros y los campos en los días de siega. O esta muy gráfica y evocadora estampa, que parece salida de alguna fotografía de Walker Evans convenientemente actualizada: Esos hombres, esos hombres que se conocían de toda la vida. Esos hombres que habían nacido en el mismo hospital y a quienes había traído al mundo el mismo ginecólogo. Esos hombres que habían crecido juntos, que comían la misma comida, que cantaban en los mismos coros, que habían salido con las mismas chicas y que respiraban el mismo aire. Se relacionan con un idioma propio y exhiben sus propias señales invisibles, como los animales salvajes. Y a veces les basta con estar juntos andando por el bosque o viendo la tele o asando unos filetes a la parrilla. Esto yo lo he visto: días enteros partiendo troncos sin cruzar más que una docena de palabras. De no ser por esa sonrisa que tenían grabada en la cara, cualquiera diría que ya estaban hartos los unos de los otros o que se guardaban un odio atroz.

Y es que, en general y con todas sus diferencias, los jóvenes -y el propio Nickolas Butler que habla por su boca- están “atados” a sus orígenes (A la sensación de que éramos distintos de todo lo que habíamos conocido y tal vez también mejores que el lugar que nos había hecho. Y de que, con todo, estábamos enamorados de ese lugar. Enamorados de ser los reyes del pueblo, de levantarnos sobre esas torres en la ruina y otear el futuro en busca de algo: tal vez la felicidad, tal vez el amor o tal vez la fama) y defienden esa elemental forma de felicidad que es la existencia sencilla en el lugar “al que se pertenece”: Mudaos a Wisconsin. Compraos una estufa de leña y pasad una semana entera partiendo troncos. A mí me funcionó, afirma, rotundo, Lee.

Y este Little Wing casi edénico que encarna lo más auténtico y positivo de la vida rural es también -y quizá por ello mismo- una acertada metáfora de una sociedad -la estadounidense- que ofrece más perfiles que el consabido y muy publicitado del american way of life. Es la América -Butler, como tantos otros de sus compatriotas incurre en el petulante tópico de, tomando la parte por el todo, designar a su país con un genérico “América”, tan excluyente, tan “imperialista”, tan soberbio...- de Walt Witman y de Thoreau, de la libertad representada en las inmensas praderas y la tierra por conquistar, del espíritu pionero, del esfuerzo colectivo, del compromiso civil, de las familias y la bandera, de los universales sueños de justicia y felicidad, una América simultáneamente tradicional y aventurera, conservadora y liberal (aunque miedo me da escribir estas palabras con la acechante sombra del energuménico Trump empezando a campar a sus anchas). Los violinistas se dispusieron a frotar la pez en el arco -escribe Butler-, el pianista tocó las teclas con suavidad, el bajista arrancó a sus gruesas cuerdas una voz profunda y grave, y entonces estallaron. La música que esa gente tocaba era como un gran salto de agua que se precipitara sobre un árbol imponente y frondosísimo; las notas se iban dividiendo y dispersando hacia abajo cada vez más pequeñas, fluyendo con júbilo, rebotando y deslizándose hacia abajo, más abajo, de hoja en hoja, como si se persiguieran. Familias de un solo hijo que se multiplicaban por mil, por un millón y más; cada riachuelo, cada gotita y cada lágrima eran una chispa de luz y alegría. Todos se pusieron a bailar, y en el ayuntamiento no tardó en reinar un acre olor corporal; las risas eran atronadoras, el ambiente estaba cargado de sudor de lana y pies... Todo el pueblo me abrazó - literalmente-; me arrastraron a sus bailes tradicionales y me enseñaron sus giros, sus pasos, sus palmas y sus órdenes. Y debo decir que esa fue la primera vez que entendí lo que era América, o lo que podría ser. Una idea que aparece de un modo aún más tajante -y más hermoso- en este fragmento: América, diría yo, consiste en gente pobre tocando música y en gente pobre compartiendo comida y en gente pobre bailando aun cuando llevan una vida tan desesperante y tan deprimente que ya ni debería haber sitio para la música o para algo de comida extra, cuando no deberían quedarles energías ni para bailar. Y ya me pueden venir con que no tengo razón, con que somos un pueblo puritano, un pueblo evangélico o un pueblo egoísta, pero yo no lo creo. No quiero creerlo.

Y está la música, claro, porque este mundo rural y esta “América” de raíces tiene su correlato en la formidable banda sonora que acompaña la novela. Con la “excusa” de la condición de músico de Lee, y entre abundantes reflexiones sobre el valor y el sentido de la música como modo de expresión individual y colectiva, por el libro desfilan algunos de los grandes nombres de la historia musical de Estados Unidos en sus diferentes estilos, el country, el blues, el jazz, el rock, también otros géneros minoritarios, el zydeco, el bluegrass, el gospel. Nirvana, Soundgarden, Metalica, Miles Davis, Perry Como, Bob Seger, Van Morrison, Grateful Dead, Bob Dylan, Neil Young, Guns N’ Roses, John Coltrane, Patsy Cline, Garth Brooks, Whitney Houston, Dolly Parton, Bruce Springsteen, Waylon Jennings, Credence Clearwater Revival, Crosby, Stills, Nash & Young, Lynird Skynyrd y The Mamas & The Papas suenan en este Canciones de amor a quemarropa en una heterogénea pero significativa muestra de lo más destacado del panorama musical estadounidense de los últimos cincuenta años, del cual el gran clásico American Pie, de Don McLean, aparece tanto como el emblema último de la música popular de los Estados Unidos, un auténtico himno generacional de unos años en los que la sociedad norteamericana cambió radicalmente, como –precisamente por ello- una de las claves que resume el espíritu de la novela: Yo era un caballo salvaje, adolescente y solitario, con un clavel rosa y una camioneta, pero sabía que estaba de mala racha el día que la música murió. Con un muy pedagógico vídeo esta extraordinaria y conmovedora canción, que me trae, con nostalgia indecible, recuerdos de mi adolescencia, os dejo por hoy hasta dentro de siete días.



Pero a mí nunca me enamoró Nueva York, o ninguna otra ciudad, dicho sea de paso. Ninguna de las ciudades en las que he estado de gira. Aquí la vida avanza con las estaciones. Aquí el tiempo se despliega lentamente, los momentos son las porciones de un deliciosísimo postre que saboreamos bien: bodas, nacimientos, graduaciones, inauguraciones y funerales. Aquí casi nunca cambia nada. Está Henry en el campo, saludándome desde el tractor con su gorra. Está Ronny, en Main Street, dándole patadas a una piedra con sus botas de vaquero y las manos en los bolsillos. Está Beth, sentada con los niños en el Dayri Queen, limpiándoles el helado de la cara con una servilleta de papel mojada. Está Kip, parado delante de la fábrica hablando por el móvil y moviendo las manos como un excéntrico director de orquesta que hubiera perdido a sus músicos. Está Eddy, parado delante de la oficina de correos, con esa camisa blanca de manga corta que lleva remetida en los pantalones y le tira de la enorme barriga como si en la panza tuviera un spinnaker que una fortísima ráfaga de viento hubiera hinchado, comprándole una amapola de plástico a un veterano de Vietnam.

Y en los campos y los bosques: los incendios de primavera en las praderas y los depósitos de neumáticos que echan a arder y los esparcemierda que rocían lentamente los campos con fertilísimo estiércol. Las grullas canadienses y las grullas trompeteras, inmensas en el cielo como B-52s, y la infinidad de pájaros que vuelven a casa como cartas devueltas a su remitente y que en el cielo meten más ruido que una fiesta de bienvenida de las buenas. Y después llega el verano, llega el verde en tales profusiones que pensarías que tal vez el invierno nunca llegó a existir y que nunca más volverá. Días largos, días lánguidos, y el local del puesto ochenta y ocho de la asociación de veteranos de guerra es todo letreros de neón, todo ventanas abiertas, mosquiteras y una oscuridad cargada de humo y sudor. Y la fábrica de Kip proyectando sombras alargadas sobre todo el pueblo. Las palomas y las tórtolas que arrullan en la fábrica al amanecer cargado de frío y de rocío y que más tarde, con los primeros coches de la mañana, salen disparadas hacia los cielos azules mientras los granjeros llegan a beber café de gasolinera recalentado y donuts pasados, y a despotricar, desde la política hasta los impuestos, pasando por el precio de las materias primas y un largo etcétera. Los partidos nocturnos de softball en alguna cancha rural detrás de un bar de carretera donde las lámparas de nitrato de sodio atraen a millones de bichos y polillas, y las mujeres y las madres y las tías se sientan en las gradas mirando el móvil y limándose las uñas, fingiendo que miran al frente sin sentir gran interés por el desarrollo del juego. Y en los jardines traseros, la colada en los tendederos, restallando con esa brisca fresca que anuncia la llegada del otoño, la estación elegante, la estación de bufanda y chaqueta, la estación de la cosecha y de las ventanas abiertas en plena noche, la estación en la que mejor se duerme. Cuando en los campos todo espera a la siembra, el maíz amarillo blancuzco, seco como el papel, y la tierra, que primero habrá que arar para después dejar en barbecho hasta el año próximo. El aire de octubre lleno de polvo de maíz, tanto que cada puesta de sol se convierte en una postal, con colores como una explosión nuclear inofensiva. Y luego, la nieve. Nieve para cubrir el mundo entero, para cubrirnos a todos nosotros. Nuestro mundo, que se queda durmiendo y descansando y reponiéndose bajo esas mantas blancas del invierno. Los bosques, que en octubre arrojan confeti alucinógeno sobre un mundo que ahora aparece retraído, necesitado, sereno y, de repente, mucho más delgado, como los ancianos que saben que está a punto de llegarles la hora. El invierno: tú haz como los osos y quédate en casa hibernando, cada vez más pálido, leyendo novelas rusas y jugando al ajedrez por correo con parientes lejanos y amigos del instituto exiliados. El invierno: átate a los zapatos un par de patines como dos cuchillas y esculpe a tu paso un estanque helado, golpea un disco helado con un larguísimo palo de hockey y luego quédate quieto aguantando la respiración, sudando en esas temperaturas bajo cero. El invierno.

Aquí dejas una puerta abierta y se te mete en casa un coyote. Pero podría haber sido un oso. Una vez Henry y yo fuimos a colocarnos al arroyo. Mientras nos pasábamos el porro, un águila se posó en las ramas de un álamo de Virginia que teníamos delante. Y la vimos y nos alegramos de que nos hiciera compañía. Después un cuervo se posó en una roca inmensa en mitad del arroyo, cualquiera habría dicho que ese era su púlpito. Y también nos alegramos de verlo. Y finalmente, una gaviota cuyo rumbo no podría haberse alejado más del agua salada del mar se posó en la cima de un altísimo pino blanco. Tres pájaros muy distintos entre sí que formaban una especie de quórum, dispuestos en intervalos regulares a lo largo del agua que teníamos ante nuestros ojos. Mientras esperábamos y observábamos, se pusieron a hablar entre ellos. Primero se oyó el silbido agudo del águila, después el áspero graznido del cuervo y, por fin, el graznido estridente de la gaviota. Ahora uno, ahora el otro, sin cambiar nunca de lugar, sin interrumpirse, en turnos. ¿Qué iba a ser aquello, sino una conversación? Observamos, escuchamos, y no sabría decir cuánto tiempo pasó antes de que, por fin, la gaviota levantara el vuelo del pino blanco, dibujara tres piruetas desganadas en el aire y luego rozara la superficie del río con la punta del ala antes de perderse más allá de los árboles. Igual que una gimnasta rítmica con su cinta, pavoneándose.

Los lobos, los osos, los fantasmagóricos alces, los linces rojos y los pumas. Los gansos que vuelan en escuadrillas uniforme y los patos y los colimbos. Pero mis favoritos siguen siendo los ciervos. Los prados que contemplo, las familias que los recorren como nómadas o refugiados o, mejor aún, como nativos; nunca lo sabré. Me he quedado dormido en sus camas, esos lugares de la paradera en los que han aplanado la hierba, la han calentado con su cuerpo y se han dormido soñando... ¿soñando qué? En Wisconsin hay gente, lo sé, a quienes los ciervos les parecen alimañas, una plaga, prácticamente, una especie que no da más que problemas, una especie que cada día se suicida en masa abalanzándose sobre el tráfico, criaturas que se cargan los cultivos y estropean los jardines y cuya población ha crecido hasta convertirse en una epidemia. Pero a mí nunca me lo han parecido. Si hay tantos ciervos es por nosotros. Ellos no tienen la culpa. Puede que tal vez lo que sobe sean humanos: demasiada gente conduciendo coches, comiendo demasiado maíz, construyendo demasiadas casas y acorralando a los lobos y los coyotes. Adoro los ciervos.

Deja la puerta de casa abierta en la gran ciudad, y te despertarás sin muebles ni ropa. Deja la puerta abierta aquí, y aparecerá un coyote esperando a que le des algo.

Esta es mi casa. Este es el lugar en el que primero creyeron en mí. En el que todavía creen en mí. Este es el lugar que dio a luz las canciones de ese primer disco.

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