RICHARD RUSSO. NI UN PELO DE TONTO; TONTO DE REMATE
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Como sabéis, a lo largo de este mes de julio las emisiones radiofónicas se suspenden en tanto no se reanude el curso académico, pero yo sigo hablándoos aquí, en el blog del programa, de libros que creo interesantes para vosotros, nuestros seguidores más habituales.
Recordad también que en este paréntesis veraniego mis propuestas pretenden brindaros experiencias lectoras intensas y también “extensas”, que se acomodan muy bien a los vastos períodos de tiempo de ocio de los que casi todos podemos disponer en vacaciones. Así, en las cuatro reseñas de estas semanas de julio comparecerán -lo están haciendo ya- obras de gran extensión, con un elevado número de páginas, que aseguran interminables horas de disfrute; sugerencias que agrupan varios títulos -como es el caso de las que os haré hoy-; e incluso -y ello ocurre también esta tarde- referencias que se abren a otros territorios no estrictamente literarios, singularmente el cinematográfico, con libros que han sido objeto de traslación a la gran pantalla y que permiten por tanto completar -multiplicándola- la siempre fecunda y placentera inmersión en la lectura.
Partiendo de estas premisas, ahora os traigo dos libros y una película que os van a permitir adentraros en el entrañable y divertido, en el melancólico y arrebatador, en el profundamente adictivo universo de Richard Russo, el estupendo escritor norteamericano. La editorial Navona publicó en octubre de 2016 Ni un pelo de tonto, que ya había visto la luz hace años (el original es de 1993) en la editorial Anagrama, en una reedición que mantiene la traducción primera de Maribel de Juan. Dos meses después, la misma editorial presentó la “continuación” de ese libro, Tonto de remate, que en versión de Enrique de Hériz aparece por primera vez en nuestro mercado casi al tiempo de su publicación en Estados Unidos. Los mayores de entre vosotros quizá recordéis la película que con el mismo título de la primera novela, dirigió Robert Benton en 1994, con el protagonismo de un Paul Newman casi crepuscular pero espléndido bordando el papel del tierno Sully sobre el que gravitan las novelas, y con la aparición en roles secundarios de Jessica Tandy, Melanie Griffith, Bruce Willis y Philip Seymour Hoffman, algunos de ellos ya desaparecidos. De las tres obras quiero hablaros a continuación para recomendároslas con apasionado entusiasmo.
Ni un pelo de tonto nos sitúa a mediados de los ochenta en North Bath, un pueblo sin especial atractivo en el nordeste de Estados Unidos. Con un pasado reciente de relativo esplendor, a causa de un turismo que llega atraído por la existencia de unos manantiales de aguas minerales en su demarcación, el agotamiento de esas fuentes acabó también con las posibilidades de expansión del lugar, que ahora languidece, dejándose ir en su insignificancia, ajeno al paso del tiempo, al margen del progreso que pasa a escasos kilómetros por la autopista interestatal que une, desde el sur, a Nueva York con la cercana, por el norte, Canadá, una ruta que hace prosperar, por el contrario, a la vecina -y encarnizada rival- Schuyler Springs, beneficiada por los caprichosos designios de una naturaleza que hace emerger ahora en su circunscripción las benéficas aguas.
En este escenario vulgar, la trama transcurre en una semana larga cercana a la nevada Navidad y gira en torno a Donald Sullivan, Sully, un cascarrabias pero simpático sesentón que, divorciado, con un hijo al que apenas ha visto desde que lo abandonó, hace casi treinta años, junto a su madre, amante clandestino -en la medida que el secreto es posible en una comunidad tan pequeña y cerrada en sí misma- de una mujer casada, sin empleo y sin ingresos regulares, medio lisiado a causa de una caída que le destrozó la rodilla, rabiosamente independiente pero en el fondo solitario y perdido, deambula de una chapuza a otra, de una barra de bar a otra, de una timba a otra, de un lío a otro, en una serie de incidentes triviales y anodinos -como lo es la vida en la reducida ciudad-, casi todos muy divertidos, en los que aflora la ironía burlona, la nobleza, la integridad, el alto sentido de la amistad, pero también el desconcierto, la irresponsabilidad, la íntima tristeza de un personaje formidable al que resulta imposible no coger cariño.
Tres son los aspectos por los que, a mi juicio, la lectura del libro es indispensable, aparte de por la extraordinaria maestría del autor, por la potencia de su narración, por su magnífico talento para los diálogos, por su ingenio y su acerado sentido del humor, por su sobresaliente capacidad para retratar la vida “verdadera”: la inmensa creación de Sully, una figura inolvidable, perfilada con hondura y verdad, con autenticidad, con verosimilitud, un pícaro ingenioso y burlón pero atractivo y humanísimo, con sus conflictos internos, con su pasado tortuoso y su futuro improbable (pese a que en la segunda novela, como luego veremos, pierde parte de su protagonismo y su presencia es más “lateral” aunque siempre primordial); la soberbia galería de secundarios, hombres y mujeres del común, con sus frustraciones y sus esperanzas, con sus existencias mediocres, con sus ilusorios sueños que ellos mismos saben imposibles desde su encierro en aquel oscuro rincón del mundo; y, por último, la genial descripción -casi podría decir la fotografía- del villorrio, un microcosmos, representativo de tantos pueblos de Estados Unidos -y por extensión de esa enorme parte del país, la que no se concentra en las grandes urbes (la que hace unos meses mayoritariamente votó a Trump)-, que tanto hemos visto en el cine y que, en su “fauna” variopinta, y al margen de opciones políticas, tan bien reflejan las vidas humanas sin relieve (en realidad, la gran mayoría de nuestras vidas de gentes anónimas y sin importancia).
Sully es, sin duda, en esa tipología tan común en la sociedad norteamericana, un perdedor. Marcado por una infancia difícil, con una relación conflictiva con un padre autoritario y bebedor que sometía a la familia -empezando por la esposa y siguiendo por los hijos- a abusos físicos y verbales (significativo, en este sentido, el largo fragmento que os dejo al término de esta reseña), pronto abandona los estudios y una incipiente carrera deportiva y huye de su opresivo hogar para alistarse en las tropas americanas que combatirán a Hitler en la segunda guerra mundial. A su vuelta, los padres fallecidos mientras él luchaba en Europa, su vida va dando tumbos, sin propósito ni aparente destino. Pero su pasado no aflora en la novela más que de un modo indirecto, en las escasas rememoraciones a las que se entrega muy de vez en cuando. Su presente, ya con sesenta años, nos lo muestra viviendo modestamente en el alquilado piso superior de la casa de su antigua maestra, la señorita Beryl Peoples, que le acoge por el afecto que le profesa desde niño. Sully sobrevive trampeando con su desvencijada camioneta en pequeños trabajos que van surgiendo aquí y allá, casi siempre bajo la despótica autoridad de su jefe, el cínico pero afectuoso Carl Roebuck, arreglando una barandilla, cargando unos bloques de hormigón, levantando la tarima de una casa derruida, limpiando la nieve que se acumula en las puertas de los vecinos, sumido en un mar de deudas, acumulando multas impagadas, apostando, sin demasiada confianza, a la triple gemela semanal de las carreras de caballos, engañando -sin malicia- a unos y otros, encontrándose, furtivo, con su amante Ruth -veinte años de apagada y desesperanzada relación adúltera- en moteles escondidos, metiéndose en líos, pasando breves temporadas en la acogedora cárcel del pueblo por diversos incidentes en que -borracho o no- aflora su condición de antiguo camorrista, eligiendo siempre las alternativas menos recomendables (De hecho, Sully estaba en la mitad de una de esas emocionantes rachas de estupidez que tanto habían caracterizado su vida adulta), equivocándose -en el amor, en la paternidad, en el trabajo, en las opciones de vida-, fracasando en su existencia mediocre, envejeciendo sin darse cuenta, indiferente al correr del tiempo en sus rituales cotidianos, limitados, insignificantes, grises. Su vida era como el rodaje de una película de bajo presupuesto, se dice en un momento del libro que, sin embargo, nos lo presenta también como un tipo aún atractivo a su edad, consciente de su encanto, simpático, cariñoso y despegado, cachazudo y paciente, escéptico y cáustico, tozudo, olvidadizo e irresponsable. Sully, el hombre menos digno de confianza de Bath, leemos en un momento de la novela. Y también: Un dinosaurio que consumía su tiempo pacientemente hacia la extinción. Y aun con más énfasis: Un hombre condenado al olvido en vida, un hombre que había llegado a la cumbre a los dieciocho años y desde entonces había estado hundiéndose en un merecido olvido.
Sully, simplemente, ha desperdiciado su vida, tal y como le augurara su maestra: ¿No lamentas no haber hecho más con la vida que Dios te dio? -se pregunta- Ni siquiera en ese momento podía estar seguro. ¿Tenía que lamentarlo? ¿Disfrutar tanto de la manera más dura de hacer las cosas había sido un error? ¿Y rechazar las dudas y los lamentos antes de que llegaran a arraigar? ¿Había sido egoísta por su parte asegurarse de que, al final del día, su destino estuviera en un taburete de barra de bar, entre hombres que, igual que él, hubieran escogido jurar fidelidad a sus instintos, y no a sus familias, o a la convención, o siquiera a algo que ellos mismos hubieran prometido con anterioridad? Su único consuelo -si llega a serlo-, su único atisbo de felicidad, se produce cuando cierra sus caóticas jornadas dando muestras de su humor mordaz en el Hattie’s, en The White Horse o en Jennie’s Pizza, los deplorables y grasientos lugares de encuentro de Bath, mientras bebe cervezas con su cohorte de amigos, a cual más patético. Así lo reconoce, con desalentada lucidez: Y al dejarte caer en un taburete del Horse, al cabo de una hora… la perfección. Los esfuerzos del día, resguardados ya a salvo en el pasado, contribuían a que la cerveza estuviera más fría. Y si la cerveza estaba bien fría no te importaba tanto que fuera barata o, más exactamente, que te hubiera tocado una vida de cervezas baratas. Y al llegar el viernes, perseguir a Carl Roebuck y obligarlo a hundir la mano en el bolsillo del pantalón para sacar su rulo de billetes de veinte y cincuenta y mirarlo mientras el muy hijoputa iba pelando un billete tras otro a regañadientes hasta quedar en paz, hasta que pagaba el último maldito dólar que te habías ganado, bueno, ¿podía haber algo más satisfactorio? Esa había sido la vida de Sully hasta hacía bien poco y no, no se había hartado de ella; lo que pasa es que la edad y la enfermedad lo habían echado a la cuneta, como le ocurre, admitámoslo, a todo el mundo. Simplemente le había llegado la hora.
Y en su sombrío y conmovedor periplo por la vida, encerrado en las reducidas dimensiones del poblacho, acompañan a Sully una serie de personajes tan tristes y carentes de expectativas como él mismo, y como él adorables. El elenco es admirable, una enternecedora sucesión de fracasados, conmovedores en su incapacidad para encontrar la más mínima posibilidad de realización vital, todos retratados por la maestría de Richard Russo con hondura y verosimilitud. Y así, nos familiarizaremos -y llegaremos, en mayor o menor medida, a quererlos- con la jubilada señorita Peoples, la antigua maestra y actual casera de nuestro protagonista, que habla con su marido muerto y recibe consejos de una máscara africana, mientras mantiene con Sully una entrañable relación de afecto; el vividor Carl Roebuck, que pese a estar casado con la chica más guapa del condado, se acuesta con cuanta mujer se pone a tiro mientras arruina el negocio familiar para el que trabaja esporádicamente el bueno de Sully, con el que mantiene una ambigua pero cordial relación de rechazo y amistad; la citada Toby, la esposa de Carl, sufriente y soñadora, una joven inocente y atractiva de la que Sully está enamorado sin esperanza; Rub Squeers, de limitado intelecto, afable y bonachón, que depende emocionalmente -hasta la obsesión- de su amigo y compañero de tareas Sully; Wirf, el afable abogado de nuestro héroe, enfermo y cojo, un letrado que no gana un pleito desde hace años, capaz de apostar su pierna ortopédica en las inefables timbas de strip poker con su cliente y sus inefables amigotes; el irónico y punzante juez Barton Flatt; Ruth, la amante ocasional de Sullivan, desengañada en su existencia sin horizontes; Zack, su comprensivo y bondadoso marido; la exmujer de Sully, Vera, que ha olvidado -no del todo- a su caótico primer cónyuge con su nuevo esposo, Ralph, que ejerce de “padre” de Peter, el hijo biológico de nuestro protagonista, un profesor universitario que reaparecerá en la vida de su verdadero progenitor inopinadamente tras décadas de alejamiento; Cass, otra mujer frustrada, agostándose tras la barra del Hattie’s, saliendo en pos de su madre -la Hattie que da nombre al bar- cada vez que esta -perdida la razón- huye de casa adentrándose en la nieve en zapatillas y camisón; el agente Douglas Raymer, un deplorable policía, acomplejado e inseguro, cuyo estricto sentido del orden choca con la disparatada espontaneidad del inconsciente y testarudo Sully; el hijo de Beryl Peoples, Clive, al que Sully denomina con sarcasmo Banco (Finanzas en la versión cinematográfica), un banquero de mediana edad, desdichado e inseguro, que ha depositado todas sus esperanzas vitales en la puesta marcha de un proyecto inversor -La última escapada- que revitalizará la pequeña ciudad; y tantos otros, todos caracteres muy logrados, muy creíbles, hasta reales podríamos decir, fácilmente reconocibles en su corriente vulgaridad.
Todos ellos pululan -sin parar de hablar, soltando ocurrencias divertidísimas, en diálogos chispeantes, agudísimos, rezumando sorna y sentido del humor- arrastrando su ausencia de perspectivas vitales, su melancólico desencanto, hecho a medias de ironía y aceptación, de desengaño y frustración, por los reducidos escenarios del pueblo, un North Bath emblema, como he dicho, de todos los pueblos de Estados Unidos (y hasta diría de todos los pueblos del mundo), comunidades opresivas, cerradas, endogámicas, cortas de miras, llenas de secretos, de prejuicios, hervidero de rumores, de ambiente irrespirable aunque en el fondo acogedor y confortable, pues favorecen una existencia acomodaticia y sin demasiados problemas. Las gentes de Bath necesitaban creer -se dice en el libro- que la suerte regía el mundo y que a ellos les había tocado la mala y así seguiría por los siglos de los siglos, amén, un credo que los liberaba y les brindaba la excusa para no comprometerse de verdad con el presente, y mucho menos con el futuro. Gentes -y pueblos- conformistas, conservadores en el peor sentido de la palabra, mediocres, vulgares, simples pero complejos -valga el oxímoron- y a la vez -quizá por ello- muy humanos, muy normales, muy auténticos, de ahí el extraordinario valor de la novela como notable y fiel reflejo de la realidad, esa realidad que aflora en su máxima expresión y podemos constatar en los momentos -innumerables en ambos libros- en que los vecinos se encuentran, se entristecen y bromean sentados en los taburetes de una barra de bar.
El mismo escenario e idénticos personajes, con alguna salvedad -la señorita Peoples ha muerto, Toby ha huido de su matrimonio infortunado, Vera ha perdido la cabeza y permanece recluida en una residencia, el juez Flatt acaba de fallecer y su entierro abre la novela- comparecen en Tonto de remate, cuya trama se desarrolla diez años después de la del primer libro. El protagonismo recae esta vez en Douglas Raymer, que ha llegado a ocupar el cargo de jefe de la policía local y que, más allá de su lamentable presencia en la historia inicial, es ahora un personaje más hecho, con más facetas, más poliédrico e interesante. Sully, con sus mal llevados y achacosos setenta años, permanece fiel a sus rasgos característicos y, solventados sus problemas económicos por una herencia y el inesperado acierto en las apuestas hípicas, mantiene sin embargo su indefinición vital, su capacidad para meterse en líos, su falta de compromiso (aunque quizá se trate solo de una pose), su mirada irónica y su personalidad cariñosa y triste. La trama argumental es disparatada, llena de peripecias regocijantes, pero con ese poso melancólico que hace muy emotiva e irresistible la lectura. Una lectura que, con entusiasmo, también os recomiendo.
Como lo hago también con la película de 1994 en la que un impecable Paul Newman -en quien Richard Russo pareciera que hubiese pensado mientras escribía la novela, hasta tal punto “es” Sully- vive bastantes de los episodios del libro que, no obstante, ha sido “depurado”, por obvias razones de concentración temporal, de algunos de sus elementos (ni rastro del conflictivo pasado familiar de Sully, ni de la figura del padre; desaparecida también Ruth y la relación adúltera con el protagonista, entre otras “omisiones” no tan llamativas; sí lo es, sorprendente, una especie de atisbo final feliz alternativo, en nada semejante al del libro). El filme, al que se le nota -sobre todo en aspectos estéticos y formales- el paso del tiempo -veintitrés años son una eternidad cuando se está reflejando la vida cotidiana, tan cambiante a estas alturas del siglo- es más que digno, provoca nuestra emoción y nos mantiene atados a la pantalla con una sonrisa agridulce. Contribuyen a ello, claro está, no solo la base literaria de la que procede, cuyo espíritu, en general, se conserva, sino también el muy bien elegido elenco, empezando por el espléndido Paul Newman, siguiendo por la añorada Jessica Tandy, y finalizando por el resto de secundarios -todos tan jóvenes, dos décadas y media atrás: Melanie Griffith en el papel de Toby Roebuck; Bruce Willis como Carl, su marido; el malogrado Philip Seymour Hoffman, en su episódica aparición como el policía Raymer; y otros actores menos conocidos -sus nombres, no sus caras, que seguro os sonarán si revisáis la película-, como Pruitt Taylor Vince, inmenso en el rol de Rub, o Philip Bosco encarnando al socarrón juez Flatt.
En fin, entrad en el “tonto” universo de Richard Russo, os aseguro horas de inmenso placer, aparte de la oportunidad de vivir una profunda inmersión en los entresijos más íntimos del alma humana. If I could, la recreación que hicieron Simon & Garfunkel de la pieza del folclore tradicional andino El cóndor pasa, y que suena en un momento de la segunda novela, cierra esta muy larga aunque espero que estimulante reseña.
De niño, en la mesa de su padre, con frecuencia, aunque involuntariamente, Sully había enfurecido a su padre, hombre de prodigioso apetito que había conocido e hambre y consideraba los remilgos de Sully como una afrenta a la comida y a su proveedor. En tales ocasiones la mesa se convertía en un campo de batalla. El Gran Jim no podía comprender que ciertos alimentos que Sully encontraba ofensivos pudiesen provocarle el reflejo de la náusea, que el niño había aprendido a controlar tomando bocados muy pequeños y masticándolos hasta que prácticamente no quedaba nada, momento en el que le era posible, con gran esfuerzo de voluntad, tragarlos. Pero el proceso llevaba mucho tiempo, y mientras masticaba y masticaba el bocado, la ira de su padre ardía en rescoldo. Sully siempre lo notaba sin tener que levantar la vista del plato, y saber que su padre estaba a punto de estallar en llamas no facilitaba la tarea de masticar. Intentaba apresurar el renuente pedazo de cartílago, tragarlo antes de que fuera posible, y entonces el pedazo de carne se le quedaba atascado en el fondo de la garganta hasta que le daban arcadas y lo escupía en la servilleta. Entonces su padre cogía la servilleta, la abría y obligaba a Sully a examinar lo que no había querido bajar por su garganta. Visto a la dura luz amarilla de la cocina, a Sully siempre le sorprendía lo pequeño que era el bocado que había en la servilleta en un charco de mucosidad. En su garganta le había parecido diez veces más grande.
-¿Es esto lo que me dices que no puedes tragar? -decía su padre con las manos temblándole por la ira.
Luego se lo enseñaba a la madre de Sully, y a veces su negativa a mirarlo hacía que parte de su cólera se transfiriera a ella, por lo cual Sully siempre estaba agradecido.
Había algo en su padre -y Sully lo había intuido incluso cuando era niño- que siempre le impulsaba a hacer las cosas mal.
-Déjale en paz -le aconsejaba la madre de Sully sabiamente-. Al asustarle, lo único que haces es empeorar las cosas.
-¡Asustarle! -aullaba siempre el Gran Jim-. ¡Dios Santo, todo le asusta! Un pedazo de zanahoria le asusta. ¿Qué pasará cuando tropiece con algo realmente temible? ¿Qué pasará entonces?
-Lo único que digo -decía su madre en voz baja, sabiendo bien que era mejor no levantar la voz cuando su marido estaba en aquel estado- es que come mejor cuando le dejas en paz. Si le gritas seguro que no comerá- Lo sabes.
-Te diré lo que sé -decía su padre, volviéndose a Sully-. Se va a comer este estofado. Hasta el último bocado. Aunque tengamos que estar sentados aquí hasta el martes. Si vomita, le pondremos otro plato, y en ese habrá más cantidad de estofado. Cada vez que vomite, le pondremos más estofado, hasta que se le quede dentro.
Así que permanecían sentados en la diminuta cocina, siempre la habitación más caliente de la casa, después que habían retirado todos los platos de la mesa excepto el pequeño plato sopero de Sully, lleno de estofado de cordero; Sully se atragantaba con las lágrimas y con el estofado durante lo que parecían horas, mientras su madre y su hermano permanecían exiliados en el porche por orden de su padre. Estaban únicamente ellos dos, solos con sus pensamientos y la comida, que desaparecía grano a grano al tiempo que Sully tragaba sollozos de miedo con cada bocado. Hacía una pausa cuando sentía que se le revolvía el estómago hasta que estaba seguro de que aceptaría el próximo bocado, todo bajo la firme mirada de su padre. Creía la amenaza de su padre de que continuaría dándole más estofado, razón por la que no se atrevía a vomitar lo que ya se había forzado a tragar. Hubiese preferido morirse antes de volver a empezar.
-Ya está -decía su padre cuando Sully había tragado la última porción y dejaba caer la cabeza, que le latía a causa del esfuerzo.
Cuando terminaba, se sentía exhausto, capaz de ponerse a dormir allí mismo, sentado muy erguido en la silla de la cocina, durante días. Después de depositar el plato en el fregadero, el Gran Jim se volvía a Sully.
-Te lo has comido, ¿ves? -decía, y Sully se daba cuenta de que su padre seguía furioso, que su ira no había disminuido por el logro de Sully.
Incluso sospechaba que su padre estaba secretamente decepcionado de que la prueba hubiese terminado. Había esperado que su hijo devolviese la comida y había deseado tener la oportunidad de cumplir su amenaza de obligarle a comerse otro plato. Comprender eso era más difícil de tragar que el cordero y casi le hacía vomitar, pero Sully se las arreglaba para conseguir mediante un acto de voluntad que la comida se quedase donde estaba.
-¿Has aprendido algo esta noche? -preguntaba su padre.
Sully adivinaba que lo que quería su padre que aprendiera era quién era el amo en el número 12 de Bowdon Street, así que asentía.
-Porque podemos hacer esto todas las noches hasta que aprendas quién es el amo aquí. -Su padre permanecía de pie fulminando a Sully con la mirada-. Puedes pelear conmigo todo lo que quieras, pero no vas a ganar.
Pero resultó que su padre se equivocaba. La noche siguiente, Sully, en un estado de excitación nerviosa y miedo aún mayor, tuvo que ser llevado a la mesa por su madre cuando su padre se negó a aceptar la afirmación del niño de que estaba enfermo. Le habría convenido aceptarla. Sully tomó un bocado de los humeantes macarrones de su madre, que los había hecho precisamente porque eran blandos y no necesitaban mucha masticación, y devolvió el almuerzo de la escuela sobre la mesa. Por alguna razón esto no había enojado a su padre tanto como la masticación de la noche anterior, la incapacidad del niño para tragar. Y Sully se dio cuenta, con sorpresa y alivio, de que su padre había estado faroleando la noche anterior. No tenía ninguna intención de entablar un largo combate todas las noches. Aquella noche, por ejemplo, su padre sentía una urgencia particularmente fuerte de marcharse de casa para ir a la taberna de la esquina, así que cuando vio el desastre que Sully había producido en la mesa, se levantó tranquilamente, le lanzó a su esposa una mirada de desprecio y salió por la puerta. No volvió hasta muy tarde, después de que cerraran la taberna, y entonces la tomó con la madre de Sully, no con él. Sully, que no había podido dormir, lo oyó todo, primero a su padre vociferando, luego la bofetada que resonó por toda la casa, el grito de sorpresa de su madre y luego el silencio. Sully recordaba haber sonreído para sí en la oscuridad. Había ganado, después de todo.
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