CARLOS AGUILAR. CINE Y JAZZ
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que os hoy ofrece la tercera entrega de la serie que estamos dedicando al cine, con la excusa, por otro lado innecesaria, de la concesión, en estos meses de febrero y marzo, de algunos de sus grandes premios; en particular nuestros Goya, cuya ceremonia de entrega tuvo lugar hace unos días, y los universales Oscar, galardones que conoceremos dentro de unas semanas.
En esta sucesión de programas he procurado -y así continuaré haciéndolo en las dos emisiones postreras que completan las cinco finales del ciclo- que los acercamientos al fenómeno del cine, a su casi inabarcable universo, se produjeran desde ámbitos y con perspectivas muy diferentes, no solo por una razón práctica, relacionada con el medio radiofónico en el que nos desenvolvemos, y que tiene que ver con el entretenimiento, la distracción y el interés del oyente, al que, probablemente, le resultara poco estimulante la incidencia reiterada, miércoles tras miércoles, en los mismos temas; sino también por una cuestión de principio, porque, aparte de parcial y reduccionista, y por tanto inexacto, resultaría injusto un planteamiento que no mostrara la multiplicidad de facetas que el cine encierra, la infinidad de dimensiones a las que se abre, pues son conocidos, y han sido estudiados con profusión, los vínculos del arte cinematográfico con otras expresiones del espíritu, de la labor creativa del hombre, como la arquitectura, la pintura, la literatura o la música.
Y es precisamente la música quien protagoniza nuestro apasionante periplo de esta tarde, a través de un muy completo recorrido por la presencia de las canciones en las películas. Un recorrido que se hará siguiendo un libro ambicioso, una exhaustiva enciclopedia que prácticamente agota su muy sugestivo tema (aunque haya críticos especializados que han subrayado algunos olvidos, para mí menores, y el propio autor niegue tal exhaustividad apelando en cambio al carácter meramente representativo y didáctico de su creación). Cine y jazz, que publicó la Editorial Cátedra en 2013, es un espléndido diccionario, escrito por Carlos Aguilar, en el que, en decenas de entradas ordenadas alfabéticamente, se exploran las conexiones entre ambos mundos, con un minucioso repaso a directores, actores, músicos, compositores, discos, canciones y bandas sonoras que certifican los fecundos lazos que, casi desde su nacimiento, ha mantenido el cine con el siempre innovador género musical. El libro, cerca de cuatrocientas apretadas páginas de desbordante información, se presenta en la Colección Signo e Imagen, la misma a la que ya me referí hace quince días a propósito de Ciudades de cine.
El núcleo central del extenso volumen lo constituyen los capítulos que recorren con detalle el alfabeto, en la doble vertiente mencionada, cinematográfica y jazzística, pero hay otras secciones interesantes que hacen de este Cine y jazz una obra sobresaliente y de lectura indispensable. Por un lado, destaca un esclarecedor prólogo en el que se estudia, siquiera de modo somero, la interrelación entre estas dos notables manifestaciones artísticas. Hay, además, un utilísimo índice onomástico de imprescindible consulta, dada la cantidad de información manejada y los centenares de referencias que trufan el texto; y también se presenta una somera pero atractiva bibliografía. Y, sobre todo, pueblan el libro numerosas y muy evocadoras ilustraciones, en color y blanco y negro, con fotos y carteles de películas, carátulas de discos, retratos de artistas, músicos y cineastas, imágenes de salas de cine y clubs de jazz, diversas tomas de conciertos y actuaciones, y tantas otras. Y todo ello en una edición excelente, muy “acogedora”, con tapas duras en cartoné, páginas a doble espacio y de amplio formato, que propicia una lectura agradable y placentera.
La singular estructura de la obra, con las muchas y normalmente muy breves reseñas de piezas musicales, películas, intérpretes o directores, la hacen muy adecuada para su traslado al medio radiofónico, razón por la cual en las tres primeras semanas de marzo dedicaré al libro sendos espacios de Buscando leones en las nubes, mi otro programa en la emisora universitaria salmantina, con una selección de comentarios entresacados del texto complementados con sus correspondientes canciones, casi todas muy conocidos standards del jazz aparecidos en películas.
Carlos Aguilar, un prolífico historiador del cine (cuyo musical cinefilia nace de su abuelo materno Obdulio, un músico que tocaba el piano en las salas durante los años del cine mudo), con más de setenta obras en su haber, comienza por indagar, en el preámbulo -que se presenta bajo la significativa rúbrica de Cine & jazz: reunión-, el origen del término jazz, ofreciendo una amplia variedad de especulaciones semánticas y etimológicas, la mayor parte de ellas vinculadas, como es conocido, al argot americano -de raíz francesa, en ocasiones- de uso común en el mundo de la prostitución, la droga, el hampa y la noche, repleto de alusiones al movimiento, la excitación, la pulsión sexual y -en definitiva- el sexo. A continuación, y con idéntico enfoque “tentativo” ante la imposibilidad de “cerrar” una versión definitiva del asunto, Aguilar tantea una imprecisa definición del género. Partiendo de la ya legendaria respuesta de Louis Armstrong a la cuestión ¿Qué es el jazz?: Hombre, si tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás, opta por los acercamientos líricos, apasionados, literarios, frente a los académico-científicos, para establecer el germen del estilo en el período de la esclavitud del Estados Unidos previo a la Guerra de Secesión, en el profundo sur del país americano, y en la forzada convivencia de dos “etnias”: la blanca y la negra. En ese desigual contacto de dos mundos, se produciría la fructífera fusión de las raíces africanas con los instrumentos y las estructuras musicales europeas, en una ecléctica amalgama y una promiscuidad cultural que permiten al autor hacer suyo el criterio del experto alemán Joachim E. Berendt: En la reunión de las razas, tan importante para el surgimiento y el desarrollo del jazz, se halla el símbolo de la “reunión” a secas, que caracteriza al jazz en su naturaleza musical nacional e internacional, social y sociológica, política, expresiva y estética, ética y etnológica. Podéis profundizar en este apasionante asunto en el breve fragmento que os dejo como complemento a esta reseña, suficiente por sí solo, a mi juicio, para despertar el interés por el libro.
El autor se adentra después en los antecedentes iniciales del cine -un terreno mejor conocido- para encontrar los primeros vínculos entre jazz y el séptimo arte, pues parece comprobado que el cinematógrafo llegó a Estados Unidos en la misma época en la que el jazz afloraba en ese vasto continente. En concreto, en 1896, un colaborador y compatriota de los hermanos Lumière, el operador Felix Mesguich, llevó la novedosa maquinaria a Nueva York, propiciando el nacimiento del cine en un país que lo desarrollaría hasta sus cotas más brillantes y, simultáneamente, el inicio de una muy sustanciosa interconexión entre ambos universos artísticos. Una relación en la que la sabiduría de Aguilar encuentra numerosas concomitancias: la lucha, tanto del cine como del jazz, por ganarse la respetabilidad cultural a partir de sus orígenes oscuros o al menos de poco prestigio intelectual (los bajos fondos y la raza negra en un caso, y el entretenimiento y el espectáculo de feria, en el otro); los elementos comunes -laborales, psicológicos- entre sus respectivos artífices, intérpretes y cineastas; el trasvase entre músicos y directores, con infinidad de ejemplos de destacados nombres de un ámbito que se desenvuelven también con solvencia en el otro -Clint Eastwood o Woody Allen como referentes notorios-; los compartidos mitos fundacionales, siendo la armónica o el violín del pionero en el cinematográfico western y la trompeta o el saxo del errabundo músico de jazz dos de los emblemas más poderosos de la aportación norteamericana a la cultura desde finales del siglo XIX hasta nuestros días.
Por otro lado, las apreciables afinidades técnicas que alientan la simbiosis entre la música de jazz y el entramado narrativo propio del cine no ocultan las dificultades -y así se señala en el prólogo que comento- que entraña superponer la rabiosa subjetividad de las piezas jazzísticas a una paralela y autónoma evolución del discurso fílmico que transcurre en pantalla. No obstante, ese juego, a menudo forzado, abrupto, acaba por enriquecer la visión de las películas, abriéndolas a posibilidades que un tratamiento musical más convencional no permitiría.
Tras estas cuestiones iniciales, en el resto de la presentación preliminar se repasa la constante imbricación entre ambas artes, ya desde el primer contacto en el cine mudo, cuando la música -tantas veces de jazz- acompañaba las alegres y ruidosas sesiones de cine en las salas. El autor imagina las reacciones que probablemente acometerían al orondo Fats Waller ante las peripecias en pantalla del imperturbable Buster Keaton, o a Count Basie “dialogando” al piano con las desorbitadas aventuras de Chaplin. También se resalta -y no por ser obvio resulta menos revelador- el hecho de que el nacimiento del cine sonoro tuviera lugar con una película -El cantor de jazz, estrenada el 6 de octubre de 1927, hace ahora noventa años, con Al Jonson, blanco caracterizado de negro-, pese al título poco cercana al jazz, que abrirá una interminable lista de cintas de Hollywood (y de otras cinematografías europeas) con presencia jazzística y que se analizan con detalle en el texto a través de muy diversos décadas y estilos (el desprejuiciado Dixieland previo a la Gran Guerra, el más tenso estilo de Chicago en los “alegres años veinte”, el swing de poco antes de la Segunda Guerra Mundial, el be bop de los cuarenta, el cool jazz, el hard bop y el free jazz de los más libres decenios posteriores, los estilos consolidados en el bienestar de los setenta, el período áureo de los ochenta y los noventa, con clásicos como Cotton Club, Alrededor de la medianoche, Bird, Los fabulosos Baker Boys, Acordes y desacuerdos y, en general, la cinematografía completa del director de esta última, Woody Allen), géneros (la comedia musical, el drama psicológico o el thriller) y países (con, además del cauce principal norteamericano, algunos ejemplos de Italia, España, Japón y singularmente la Francia de los 50, con un París aún centro del mundo cultural).
En este sentido, y dentro del citado recorrido histórico, tiene interés también, y quiero por ello comentarla brevemente, la distinción que se hace en este capítulo introductorio entre música diegética y extradiegética, es decir entre un tratamiento musical en las películas que desempeña un cometido expresivo de tipo interno, consustancial a la dramaturgia, y otro que sólo supone un aditivo epidérmico, aun siendo considerable e incluso preponderante dentro de los ingredientes del film. Sostiene Carlos Aguilar que en los primeros decenios del cine sonoro, el jazz en general consistía en actuaciones, por lo común de orquestas swing, dentro de, casi siempre, comedias musicales; mientras que, por el contrario, desde los inicios de los años 50, sin abandonarse por entero la opción anterior, el jazz se integra en la propia banda sonora, gracias al trabajo innovador de compositores tan soberbios como Alfred Newman, Alex North, Leith Stevens y Elmer Bernstein. Ese doble enfoque prevalece claramente en nuestros días, con películas que en su seno incluyen actuaciones o conciertos o interpretaciones en salas o “garitos”, integradas en la trama del film, y otras que, no siendo estrictamente musicales, incluyen una banda sonora significativamente jazzística.
Lo sustancial del libro reside, no obstante, en el amplio catálogo de largometrajes -de ficción y documentales-, cineastas, discos, músicos de jazz y creadores de partituras para cine que integran el extenso índice alfabético de la obra. Un listado del que el propio autor excluye -y justifica su criterio en el cierre al capítulo preliminar- a prestigiosos compositores de bandas sonoras, esenciales en la historia del cine -como Ennio Morricone, Bernard Herrmann, Max Steiner o Nino Rota, entre otros muchos-, y actores/cantantes destacados -Judy Garland, Bing Crosby o Doris Day, por citar tres ejemplos- pero cuyo enfoque musical ni siquiera roza -a juicio de Aguilar- lo jazzístico. Del mismo modo, no encontraremos a vocalistas, intérpretes y, en general, reputados jazzmen -Charlie Parker, Coleman Hawkins o Bill Evans, sólo entre los clásicos- que no han tenido más que una relación episódica o menor con el cine. Pero dar cuenta de los centenares de entradas que convierten este Cine y Jazz en una publicación magistral es tarea condenada de antemano a la imposibilidad. Os remito, pues, a Buscando leones en las nubes, el espacio de música y literatura que también dirijo en Radio Universidad de Salamanca, para, a partir del próximo 5 de marzo, y en tres emisiones de una hora cada una, escuchar una treintena de estas breves reseñas que incorpora el libro, acompañadas de sus correspondientes ilustraciones musicales.
Ahora os dejo, entre infinidad de posibilidades de elección, con una pieza emblemática de la música del cine: uno de los temas de la banda sonora de Ascensor para el cadalso en la interpretación de Miles Davis, su inspirado creador. La película, un hito de las relaciones entre el cine y el jazz, fue dirigida en 1957 por el francés Louis Malle, que debutó en la gran pantalla con este título.
Cine & jazz: reunión
Sigue sin determinarse con la deseable precisión el origen del término «jazz», pese a que la música que define cuenta ya con un siglo de existencia, redondeando fechas, y disfruta de una copiosa bibliografía internacional, a menudo magnífica. No obstante, existe un cierto consenso en el rudimento más o menos escabroso del vocablo, partiendo del irrefutable hecho histórico de la incubación del jazz hacia finales del siglo xix en Storyville, un barrio de Nueva Orleans a la sazón degradado y festivo por igual, en particular pródigo en burdeles de baja estofa («el paraíso más seguro de Estados Unidos para la gente más viciosa del mundo», en brutal resumen del guitarrista Danny Barker), dentro del cual confluían, entre heteróclitos marginados sociales e incluso delincuentes, los músicos negros y los criollos (Black and Tan, según la terminología que popularizaría el propio jazz, a partir del tema compuesto por Duke Ellington) y cuya populosa calle Basin Street no tardaría en titular un tema cardinal de la modalidad, que pronto devino standard. Así, «hay quien dice que deriva de un juego de palabras de carácter onomatopéyico, gism-jasm, que tiene que ver con la fuerza pero también con el esperma. Para otros procede de chasse beau, o buena caza en francés, voz asociada al baile del cake walk que se desarrolló durante las últimas décadas del siglo xix en Nueva Orleans y que terminaba con el premio de un pastel. Chasse beau terminó por deformarse en jasbo, palabra que llegó a ser una especie de apodo de los músicos. Asimismo se ha señalado la posible relación con otra voz del argot criollo de Nueva Orleans de origen francés, el verbo jasser, que significa acostarse. También las prostitutas de la ciudad recibían el nombre de jazz-belles, que sin duda procede de la deformación del nombre bíblico Jezabel. Otra posibilidad la apuntó hace años el jazzman Dizzy Gillespie, para quien «jazz» procede de la voz jasi, de origen africano y que significa «vivir intensamente». Las especulaciones semántico-etimológicas no perecen aquí, considerando todo lo que posibilitan la doble z del término y el hecho de que, al principio, se escribiera jass (el primer disco que graba tal música, en 1917, está firmado por la Original Dixieland Jass Band) e incluso, durante una corta etapa, jaz. Por ejemplo: «Es una onomatopeya que implica un sonido más o menos continuo, como por ejemplo buzz, en francés bourdonner = zumbar, rumor sonoro y continuo, murmurar, entre otros derivados y posibilidades; o whizz = zumbido, o, todavía rizando el rizo, el adjetivo razz matazz = actividad o atmósfera abigarrada, pintoresca, alucinante. Así, como vemos, la doble z se relaciona con un conjunto de significados que aluden velada o claramente a la confusión, el desorden, el sexo (a través de la rima jass-ass, del adjetivo jazzy y del nombre jazzle, que denota sexappeal en el argot americano de los años 40 y 50), la velocidad, etc. Ahora bien, si tomamos el término por su inicial j, la cosa se enriquece más al acercarnos a vocablos como jig-jag o zigzag (en inglés), zig-zag (en francés), etc. O bien jazzed, en francés déchiqueté = cortado, picado; jabber = parloteo, charloteo; jam = atasco, embotellamiento». Sin agotar las hipótesis, consten también, al menos, las que consideran que el término jass era, sin más, una forma de decir «excitación» por parte de los criollos de Nueva Orleans; una mera variante fonética del conjunto Razz Band, de inicios de siglo; una derivación del término africano jassm, que significa «orgasmo»; o la aclimatación imprevisible de la provocadora, e intraducible, imprecación Jass it up, boys! que un entusiasta cliente beodo bramó en un local de Nueva Orleans a una de las primeras orquestas. Aunque sin desoír que existen algunas hipótesis disonantes, tan autorizadas como la del jazzman Lionel Hampton, quien sostenía que jass derivaba de la palabra jackass, que significa «asno» o «borrico», y era usada despectivamente por la población blanca de comienzos de siglo para el jazz; esta sería, así, la inculta música de una etnia indigna de ser considerada humana.
Por añadidura, tampoco se ha revelado tarea fácil la propia definición del jazz. «Al igual que el blues, es imposible de definir», resumía de forma tajante uno de sus mayores genios, el citado Dizzy Gillespie. Otro de ellos, Louis Armstrong, que fue quien configuró y encarriló decididamente el jazz en cuanto que estilo musical vero e propio, afirmó, con tanta guasa como insolencia: «¿Qué es el jazz? Hombre, si tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás». Puede entenderse, pues, que las glosas más relevantes y recordadas no sean académicas y/o científicas, sino de índole lírica y/o apasionada, al proceder del campo de la literatura, la poética o la narrativa, preferiblemente que de la musicología o del propio sector profesional. Parece irrefutable, con todo, que el jazz germina del horrendo período de la esclavitud en la América previa a la Guerra de Secesión y brota a finales del siglo XIX de un peculiar ensamblaje de rasgos-elementos musicales blancos y negros, en proporción ardua de delimitar, surgido en la parte de los Estados Unidos donde la convivencia entre ambas etnias era más especial e intensa, en todos los sentidos; es decir, el sur. Otro divo del sector, Dave Brubeck, blanco y no negro como Gillespie y Armstrong, resumió tal embolismo con gran espíritu de síntesis: «En Nueva Orleans estaba la influencia africana. De la Europa occidental llegó el sentido armónico, la estructura tonal y los instrumentos usados». Por tanto, resulta de lo más oportuno, y compartible, el siguiente parecer del experto alemán Joachim E. Berendt: «En la reunión de las razas, tan importante para el surgimiento y el desarrollo del jazz, se halla el símbolo de la “reunión” a secas, que caracteriza al jazz en su naturaleza musical nacional e internacional, social y sociológica, política, expresiva y estética, ética y etnológica». Enésima confirmación de las ubérrimas virtudes del mestizaje cuando se manifiestan felizmente en el arte, la cual, además y en este caso particular, ejemplifica de forma idónea el eclecticismo cultural y la promiscuidad étnica que caracterizan la nación donde surge tal música; es decir, los Estados Unidos de América.
Carlos Aguilar. Cine y jazz
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