Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de marzo de 2018

PALOMA DÍAZ-MAS. LO QUE OLVIDAMOS 

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro un miércoles más con una propuesta espléndida, un libro intenso, emotivo, intimista, sincero, conmovedor, escrito por una autora no demasiado popular aunque sí muy reconocida por la crítica y que tiene tras de sí una amplísima trayectoria desde hace casi cuarenta años. Se trata de Paloma Díaz-Mas, a la que yo leí con entusiasmo en los años ochenta y noventa del siglo pasado en novelas y cuentos magníficos -El rapto del Santo Grial, Nuestro milenio, El sueño de Venecia, Una ciudad llamada Eugenio, La tierra fértil-, que os recomiendo con fervor, y que ha presentado, a finales de 2016 y en su sello habitual, Anagrama, Lo que olvidamos, una novela de corte claramente autobiográfico que relata la terrible experiencia de la enfermedad de alzheimer sufrida por su madre y la repercusión que en la hija, en su memoria y sus recuerdos, tiene el hundimiento de aquella en el desconcierto y el olvido, en la oscuridad y el sinsentido. La sensibilidad, la belleza, la ternura que rezuma el libro son difícilmente transmisibles en una reseña como ésta, forzosamente neutra y hasta distante, objetiva y por ello siempre algo fría, razón por la que os invito a mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes, en el que en próximas semanas, inmediatamente después de las vacaciones de Pascua, dedicaré dos programas al libro, con una amplia muestra de significativos fragmentos de la obra que os permitirán apreciar -si os decidís a escucharlos- la vibrante y tristísima, la doliente y amorosa, la compasiva y cálida, la íntima y enternecedora historia que se cuenta en Lo que olvidamos.

En setenta y cinco no muy largos capítulos que se presentan al modo de breves viñetas, fragmentos significativos de una vida, distintos episodios del pasado, acontecimientos relevantes y otros triviales, citas literarias, reflexiones, pensamientos y hasta digresiones, la narradora describe la dramática evolución de la enfermedad de su madre. Primero aparecen algunos ligeros atisbos del mal, casi inapreciables y de difícil valoración: olvidos menores, contradicciones, despistes, más tarde despropósitos, frases sin sentido, repeticiones, incoherencias. Entre todo ello, no obstante, la normalidad, su inteligencia y sentido del humor habituales, su amabilidad, su encanto, su fluida conversación, sus prácticas cotidianas desenvueltas como de costumbre, hasta el punto de hacer dudar a los hijos, a los amigos, a los conocidos: ‘serán sólo rarezas del carácter, manías de la edad, salidas intempestivas de una anciana’. Pero, progresivamente, comparecen, ante la tristeza y el desgarro de los seres queridos, el deterioro, el ensimismamiento, el descuido en el vestir, la relajación en los hábitos, el desorden, los objetos perdidos, la irreparable ampliación de la frontera entre la madre conocida -lúcida, alegre, locuaz- y ya casi inexistente, y el abismo al que se abre una personalidad del todo ajena, ya un fantasma, una mente perdida, irreconocible, sumida en una confusión dramática, impotente.

Muy pronto -muy pronto en la novela- llega el internamiento en la residencia, las visitas de la hija, la deprimente atmósfera de las salas pobladas de enfermos apagados y solitarios, de cuasi cadáveres ambulantes, el hundimiento acelerado de la madre en su extrañeza, en su inaccesible cerrazón. Y entonces, cuando la certeza de la enfermedad es ya completa, cuando la familia debe renunciar a cualquier posibilidad de recuperar una vida ya “esfumada”, y en paralelo a los encuentros cotidianos en las dependencias del establecimiento hospitalario, llega el desmantelamiento de la casa materna y con él la reaparición de decenas de objetos arrumbados en cajones, en trasteros, en carpetas, en armarios, que despertarán los recuerdos de la narradora al tiempo que los de su madre se desvanecen en una densa tiniebla impenetrable. El contacto con esos recuerdos “materiales” casi olvidados avivará los verdaderos, los que guardábamos en la memoria y ahora se nos hacen presentes por intercesión de un trasto viejo e inútil. Lo que olvidamos:
Viene ahora la inacabable tarea de deshacer esta casa que fue sucesivamente tantas casas: la casa de nuestros abuelos, la casa de nuestros padres, la de nuestra familia, la de una viuda (nuestra madre) con hijos, la de una viuda con la que vivían cada vez menos hijos, la de una anciana sola viviendo en un caserón inmenso.
Cada una de esas etapas ha ido dejando en este piso antiguo y enorme un estrato de cosas que un día adquirimos con ilusión, que luego cayeron en desuso y fueron quedándose ahí, como pecios de nuestra vida, de nuestras respectivas y sucesivas vidas. Una casa grande invita a no tirar nada; todo, hasta lo más inservible, acaba encontrando un acomodo en sus lugares visibles y luego en los rincones invisibles: el fondo de los cajones, el altillo de los armarios, los anaqueles más altos de las librerías, las habitaciones que poco a poco van dejando de utilizarse y acaban convirtiéndose en trasteros. En realidad, ésa ha sido la evolución de esta vivienda: de una casa viva a una colección de cuartos de los trastos, con uno o dos espacios apenas habitados (el dormitorio, el cuarto de estar que pasó a ser el centro de la vida doméstica, abandonado el salón por demasiado grande y demasiado frío, la cocina decrépita y el cuarto de baño insuficiente).
Muchos de los objetos que hay aquí, en estas habitaciones progresivamente deshabitadas, fueron guardados porque los considerábamos recuerdos, vestigios tangibles de momentos memorables. Quisimos guardarlos para no olvidarnos de que vivimos aquello. Inútiles recuerdos los que han caídos en el olvido, los que están sepultados en el anonimato de un cajón, de un armario o de una caja cerrada en un trastero, los que durante muchos años fueron invisibles y que en todo ese tiempo no sirvieron para recordarle nada a nadie. Ahora toca descubrir que estaban ahí, sacarlos a la luz, decidir cuáles merecen ser salvados y guardados -muy pocos tendrán que ser: vendida esta casa enorme, la mayoría ya no cabrán en ninguna parte- y cuáles se verán abocados a un olvido sistemáticamente organizado en diversos contenedores de reciclaje.
Y ahora sí, según vayamos descubriéndolos, examinándolos y decidiendo cuál será su destino, estos recuerdos cumplirán su función de hacernos recordar y nos irán llenando poco a poco de una melancolía que hará aún más lento y oneroso el proceso de desmontar una casa con tanta historia. Los recuerdos materiales, a medida que desaparezcan tragados por la basura o los contenedores de papel, de vidrio o de ropa vieja, nos obligarán a evocar detalles de nuestra vida que habíamos olvidado y serán así sustituidos por los verdaderos recuerdos: los que guardábamos en la memoria y ahora se nos hacen presentes por intercesión de un trasto viejo e inútil. Lo que olvidamos.

La novela nace ahí, pues, en ese elenco de cachivaches, de muebles, de cartas y postales, de cuadernos y libretas, de joyas, de cajas -de costura, de botones, de dulces-, de ajados periódicos amarillentos, de herramientas de trabajo, de juguetes, de cámaras y de fotografías, de tallas religiosas, de cosas inservibles, de objetos inútiles que reaparecen inesperados en el melancólico arqueo de la hija y que la llevan a evocar su infancia y juventud, la alegre -y a veces conflictiva- relación con la madre; pequeños acontecimientos, sucesos disipados en la traicionera memoria: un amigo casi olvidado, un perrillo que acompañaba los juegos infantiles, las baldosas hidráulicas del comedor familiar (en un fragmento memorable que os dejo como cierre a esta reseña y que “conecta” con el cuadro que se recoge en la portada del libro). Y tras cada pieza, tras cada utensilio, una nueva historia, que la autora hilvana con delicadeza y emoción, con dolor y con tristeza, con melancolía y sensibilidad, permitiendo al lector conocer los pormenores de unas vidas -la suya propia, la de una narradora que parece ser Paloma Díaz-Mas, y la de su madre- que se entremezclan en un doble plano, el personal y subjetivo y el colectivo y social, la peripecia biográfica y los acontecimientos políticos, el relato íntimo y el marco histórico, con la guerra civil y el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 como referentes principales, en un continuo trasvase entre el pasado y el presente imbricados con maestría en la musical y envolvente escritura de la autora.

Y esa remembranza heteróclita (Mis recuerdos no son una cadena ni un hilo en el cual se ensartan los sucesos, sino un puzle desordenado, hecho de pequeñas piezas que cuesta mucho trabajo colocar), construida a partir de retazos deslavazados del pasado (Todos mis recuerdos están desordenados y mi memoria es confusa, como la de quien mira a través de la niebla), conlleva un punto de descubrimiento, de aparición imprevista de algún suceso tan olvidado que parece no haber existido nunca (Lo que nunca supimos se va extendiendo como una mancha que cubre y oculta lo que hemos sabido y estamos empezando a olvidar, contagiando de no-saber nuestros propios recuerdos), incluso de reinvención, de imprevisto e inusitado desvelamiento de recodos ocultos de una personalidad que se ha elaborado -fragmentaria e imprecisa- desde hechos o episodios o situaciones o circunstancias que nunca llegaron a existir (Cuántas veces vivimos sin entender lo que pasa y reinventamos nuestra experiencia basándonos en una equivocación). De modo que en cierto modo nada es en realidad cierto e indubitable, todo es leyenda y creación, todo es invento y ficción, el pasado y la memoria y el olvido obran a su antojo, somos la suma de recuerdos falsos, lo acaecido se nos escapa y difumina un segundo después de vivido, todo queda atrás, todo se desvanece, todo pierde sustancia y se apaga y desaparece, somos la sombra de un recuerdo, tal y como se pone de manifiesto en este fragmento de La Celestina que la autora intercala en su texto: Pues los casos de admiración y venidos con gran deseo, tan presto como pasados, olvidados. Cada día vemos novedades y las oímos, y las pasamos y dejamos atrás. Disminúyelas el tiempo, hácelas contingibles. ¿Qué tanto te maravillarías si dijesen «la tierra tembló» u otra semejante cosa que no olvidases luego, así como «helado está el río», «el ciego ve ya», «muerto es tu padre», «un rayo cayó», «ganada es Granada», «el Rey entra hoy», «el Turco es vencido», «eclipse hay mañana», «la puente es llevada», «aquél es ya obispo», «a Pedro robaron», «Inés se ahorcó»...? ¿Qué me dirás, sino que, a tres días pasados o a la segunda vista, no hay quien de ello se maraville? Todo es así, todo pasa de esta manera, todo se olvida, todo queda atrás.

Y en esta operación de perderse y encontrarse en los huidizos territorios del recuerdo y el olvido, en la triste caducidad de nuestra pobre memoria, madre e hija acaban por encontrarse (De repente caigo en la cuenta de que al fin y al cabo mi madre y yo no somos tan distintas: ella ha sido incapaz de identificar las fotografías, a mí los textos escritos en el dorso me abren el abismo de todo lo que viví y ya no recuerdo) y el relato alcanza su máxima emoción, su bellísima y conmovedora última clave.

No dejéis de leer esta espléndida novela, Lo que olvidamos, de Paloma Díaz-Mas. Os dejo ahora con una canción de la banda de Arizona Calexico (con acento en la "e" y no como incorrectamente lo pronuncié en antena), The Vanishing mind, inspirada en la experiencia real de dos de sus miembros principales, cuyas madre y abuela, respectivamente, sufrieron la terrible enfermedad degenerativa que ocupa el núcleo central del libro.


A veces -sólo a veces; en realidad, sólo excepcionalmente- las cosas que perdimos par siempre y que creíamos destruidas salen a nuestro encuentro. Así que esa pérdida no era, en realidad, para siempre, sino sólo por un tiempo. Las cosas amadas regresan a nosotros, como un animal que vuelve a su querencia; pero de alguna forma ya no son las mismas. Las reconocemos, sin embargo: algún día fueron nuestras. Y cuando dejamos de poseerlas creímos que esas cosas, sin nosotros, no podrían sobrevivir. Desaparecían, puesto que ya no las teníamos.
Las cosas, sin embargo, siguieron existiendo. Lejos de nosotros, apartadas de nuestra vista, iniciaron una vida nueva de la que nada sabemos. Fueron poseídas y usadas por otros. Cuando, inesperadamente, volvemos a encontrarlas por azar, nos sorprende que aún estén ahí, que no se extinguieran cuando nos desprendimos de ellas.
Las cosas, sin embargo, son tozudas, insisten en sobrevivir y, quizás, en sobrevivirnos. Pueden apañárselas muy bien sin nosotros, sus antiguos poseedores. Y, liberadas de nuestra posesión, se reencarnan en numerosos avatares.
Por ejemplo, ese suelo de baldosas hidráulicas que fue parte de nuestras vidas, elemento fundamental de los juegos de la infancia, y que vimos por última vez hace ya más de dos años. Las que mandó colocar en toda la casa nuestra abuela en los años treinta (entonces eran el pavimento decorativo de moda), cuando a nosotros nos faltaban muchos años para empezar a existir.

No sé bien por qué se nos ocurrió acudir a esta exposición antológica de pintura hiperrealista española. Era, nada más, una manera de pasar esta tarde lluviosa y fría de un otoño que parece ya invierno. Deambulábamos, un tanto desganados, por las salas en las que se exhibían lienzos bastante previsibles: el bodegón en el que el jarro o la fruta destacan sobre un mantel blanco heredado directamente de Zurbarán; los fragmentos de cuerpos desnudos cuyos miembros se enredan en las sábanas de una cama revuelta; una botella medio llena o medio vacía en cuyo vidrio se refleja el cuadrado de sol de una ventana ausente; frutas en un lebrillo de barro vidriado; la vieja máquina de escribir mecánica, sobre un pupitre de madera en el que se amontonan, en cuidadoso desorden, libros y cuadernos en lo que casi podemos leer. Hasta que, en una de las salas, lo vi: un lienzo grande que ocupaba casi toda la pared Un óleo en blanco y negro de calidad casi fotográfica en el que puedo identificar sin vacilación, sin ningún atisbo de duda, las coloridas baldosas, de dibujos complicados, del comedor de la casa de mi madre, de la casa de mi infancia y de mi juventud, de la casa que fue también de mis abuelos. Alguien dijo que era el mejor cuadro de la exposición; para mí fue como entrar en una foto antigua de esa casa que hace tanto tiempo que no habito.
La casa, con su comedor embaldosado, había dejado de ser mía y ahora era de otro. Alguien, el pintor, había entrado en ella, había pisado aquel mismo suelo y se había apropiado de él para llevarlo a otro lugar: el lienzo en el que cuidadosamente lo había pintado, reproduciendo con mimo cada detalle, invirtiendo días, semanas, meses en repetir una realidad que yo conocía bien, pero que ya no existía o existía de otra manera. La vida de las cosas se nos escapa.
No podía ser simplemente un suelo parecido, sino el mismo suelo de la casa de mi infancia, no cabía ninguna duda. Las mínimas variaciones creativas del pintor no habían podido disfrazarlo.
El tema pictórico tenía un punto de nostalgia: dos habitaciones vacías, comunicadas entre sí por el hueco de una puerta con jambas pero sin puerta. En la habitación del fondo, una niña de ocho o nueve años mira, melancólica, por la ventana; en el suelo, un par de cajas de cartón, como las que se usan en las mudanzas, medio abiertas, por las que asoman algunos juguetes. El resto de la casa parece vacío, como si se hubiese hecho ya la mudanza. Así que el cuadro es también un relato, una narración sobre el marcharse y el perder cosas que se han tenido, sobre cómo la niña, sola en las habitaciones ya despojadas, se despide de la casa que ha sido suya, se asoma por última vez a la ventana para ver la calle desde una perspectiva desde la cual ya no la verá jamás. No volverá a esa casa que ahora abandona y que será, para siempre en su recuerdo, la casa de su primera infancia.
La niña está al fondo del cuadro, sugiriéndonos apenas su historia, pero el verdadero protagonista de la imagen es el suelo brillante de baldosas que se adivinan llenas de color (aunque el cuadro, en realidad imita una fotografía en blanco y negro), unas baldosas sobre las que riela el cuadrado de luz de la ventana: el suelo que tantas veces habíamos pisado.



Paloma Díaz-Mas. Lo que olvidamos

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