Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de julio de 2018

RICHARD CROMPTON. LA HORA DEL DIOS ROJO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana continuamos con nuestra propuesta estival, centrada en libros del género negro, de lectura quizá más propicia para estos días de ligera holganza vacacional. La propuesta de hoy es, sin embargo, algo singular dentro del ámbito policiaco pues se trata de un libro, La hora del Dios Rojo, que se desarrolla en un espacio de escasa tradición literaria detectivesca como es Kenia, más exactamente Nairobi, su capital, y cuyo autor es un británico, Richard Crompton, que conoce bien el mundo que describe, pues vive en el África oriental desde 2005, primero en Tanzania y desde entonces, a partir de 2007, en la propia Nairobi, escenario de esta su muy interesante primera novela. La hora del Dios Rojo ha sido publicada en España en 2015 en una edición a cargo de la Editorial Siruela, que presentó posteriormente otra novela de la misma serie, Las puertas del infierno, que aún no he podido leer. La traducción desde el inglés originario es obra de Dora Sales, en una labor en general solvente pese a un par de errores de bulto”: un chirriante “atronan” en vez “atruenan” y un no por frecuente menos injustificable “iros a la mierda”, en el que el horrísono tiempo verbal nos asalta en lugar del preceptivo -aunque ciertamente inusual- “idos” (recientemente la Academia se ha plegado al uso vulgarizado, admitiendo ambas opciones). 

El libro del que hoy os hablo es, como digo, una novela policíaca cuya trama se desenvuelve dentro de los habituales parámetros del género, más allá de la relativa extrañeza que puede suscitar su ubicación en África. A partir de la aparición del cadáver de una mujer en un parque de Nairobi, el detective Mollel, que con algunas importantes singularidades que luego comentaré se acomoda también a los más reconocibles estereotipos que definen a estos personajes de la ficción detectivesca, se encarga de la investigación del crimen -pues todo, la violencia de la muerte, lo escondido del lugar, la ausencia de pistas, apunta a un asesinato- a partir de la presumible condición de prostituta de la víctima. 

Este Mollel, que protagoniza también Las puertas del infierno y otras nuevas aventuras en novelas ya publicadas en inglés aunque no en nuestra país, en una serie de la que La hora del Dios Rojo constituye la primera entrega, es una creación literaria muy atractiva, un personaje complejo, que además de la sagacidad, la perspicacia, el “olfato”, el instinto, el arrojo o la independencia que se presuponen a quienes se dedican a la investigación criminal -al menos en la ficción-, presenta una personalidad ciertamente especial que lo distingue de otras figuras de la novela negra. Por de pronto, Mollel es un masái, la muy conocida etnia local, tan universalmente identificable -incluso, para quienes no hayan visitado Kenia ni Tanzania, en películas y reportajes- por el colorido de su vestimenta -la shuka-, la belleza de sus individuos, su extraordinaria altura, sus vistosas dilataciones en las orejas, sus ceremonias tribales, en particular sus célebres y sorprendentes saltos, y su generalizada condición de pastores, mezclada ya -en una visión acepto que algo drástica y muy escéptica de quien sí los ha podido ver in situ- con una muy mercantilista propensión a aprovecharse de los beneficios -es dudoso que, en último término, lo sean- del turismo. Cierto es que Mollel es un masái en cierto modo desarraigado (una vez, fuiste masái -le dice una de las protagonistas de la novela-. Pero la forma en que vistes, la forma en que hablas... Ahora eres un hombre de ciudad. Lo has dejado atrás), pero que conserva, pese a llevar casi cuarenta años en Nairobi -había abandonado su poblado de muy niño- numerosos recuerdos de las vivencias de su infancia, de su padre y de su abuelo, de las historias que su madre le contaba, de su actividad infantil como pastor, de los rebaños de ovejas y cabras, acarreando el ganado de las secas llanuras a los pastos exuberantes, de los ritos y las leyendas del pueblo al que íntimamente sigue perteneciendo. 

La vida de Mollel cambia cuando el 7 de agosto de 1998, en el atentado terrorista contra la embajada estadounidense en Nairobi, que provocó más de doscientos muertos y miles de heridos, pierde a su mujer, Chiku. En su desesperado e infructuoso intento por encontrar su cuerpo entre los escombros, acaba -ignorante entonces de que no volverá a verlo hasta su reconocimiento, días más tarde, en el depósito de cadáveres- salvando a un centenar de personas de entre los restos derruidos de la embajada, hecho que lo convierte en un héroe en su país, reconocido y valorado; pero acabará dilapidando los positivos efectos de su efímera fama cuando aprovecha su repentina “visibilidad” para denunciar injusticias y corrupciones en el departamento de policía. Ello le hace ser degradado y perder su puesto, aunque, temerosas las autoridades de que condenar al ostracismo a un héroe popular pudiera ser una decisión repudiada por los ciudadanos, se le mantiene en un destino inane, bien lejos de cualquier parte en que pueda causar problemas. El asesinato de Lucy, la prostituta de cuya muerte se nos da cuenta al comienzo del libro, resulta ser la ocasión para su reaparición -bien que polémica y controvertida- como responsable de un caso relevante. 

Su singular origen étnico no es la única particularidad de nuestro detective. Destaca en él, también, una personalidad torturada, todavía bajo la influencia -casi diez años después del suceso; la acción se desarrolla en diciembre de 2007- del horrible trauma sufrido. Permanentemente medicado, consumiendo opiáceos y antipsicóticos y padeciendo algunos efectos -pérdida de memoria y alucinaciones, entre otros- de una suerte de locura, Mollel parece condenado a una visión oscura de la existencia (He estado rodeado de muerte -le oímos en un momento del libro- desde que era un bebé. Encontré el cuerpo de mi abuelo en lo alto de una montaña cuando estaba arreando a las ovejas. Treinta años después saqué el cuerpo de mi esposa de la embajada americana). Es, además, responsable de un hijo, Adam, un pequeño, fruto de su matrimonio, al que por su trabajo no puede dedicar mucho tiempo, viéndose obligado a “delegar” su educación en Faith, su suegra, con la que no congenia especialmente. 

A los “conflictos” derivados de sus raíces culturales, de los padecimientos de su salud mental y de los problemas de su difícil situación familiar, se unen las complicaciones que su rectitud e integridad le ocasionan en el trato con sus superiores. Mollel es un policía honesto, insobornable, que defiende la justicia (eres el primer compañero que he tenido que de verdad cree en el auténtico trabajo de investigación, le dice un colega) frente a las presiones del poder, y estas valentía y dignidad se mostrarán en el caso en que se ve envuelto, que pronto deja de limitarse a un mero asesinato, más o menos “habitual”, de una prostituta para mostrar infinidad de conexiones con lo más corrompido de la vida política de Kenia, lo que abrirá innumerables ocasiones de enfrentamientos y contrariedades al decente investigador.

Y aquí aparece el segundo de los elementos -el interesante perfil del detective es el primero- especialmente destacados del libro: el hecho de que su lectura nos pone en contacto con algunos aspectos muy significativos de la auténtica realidad de Kenia, la que permanece oculta a la mirada -siempre superficial- del turista ávido de naturaleza y fauna salvaje, aquel que no tiene ojos para nada que no sea el inexcusable -y por otro lado deslumbrante- safari. Y es que el fondo de la acción se imbrica, como digo, en la vida de la efervescente y compleja capital africana. Ambientada la novela entre los días 22 al 29 de diciembre de 2007, las cruciales elecciones de ese día 27 impregnan absolutamente la peripecia narrada. Las acusaciones de fraude electoral por las dos partes contendientes, la flagrante manipulación de los votos por el partido en el poder, las tensiones étnicas que afloraron con la tenue excusa de los problemas políticos, las protestas, los disturbios y la violencia que provocaron entre 800 y 1.500 muertos en los días postelectorales, no sólo constituyen el importante telón de fondo de la pesquisa policiaca sino que terminan por ser uno de los ejes esenciales del libro, junto a otros destacados rasgos de la sociedad keniana que el profundo conocimiento que demuestra Crompton de la vida del país hace surgir con pericia: la mutilación genital femenina, las ya mencionadas luchas tribales, con más de cuarenta grupos étnicos conviviendo no siempre de modo pacífico, las ventas de niños recién nacidos, las adopciones ilegales, las omnipresentes corrupciones políticas y policiales -la justicia es un lujo, el orden una necesidad-, la modernización ultrarrápida de la sociedad, los conflictos inherentes al abandono de las tradiciones, la devastadora presencia del sida, la convulsa historia del país, su muy costosa, en muchos sentidos, independencia del Imperio Británico en los años 50, son “subtemas” que permean -con inteligencia y sutileza, sin “despistar” al lector en el seguimiento de la intriga detectivesca- toda la obra. 

Igualmente, la pertenencia de Mollel a la etnia masái permite al autor recrear algunas de sus principales leyendas y tradiciones: la divertida, aunque trágica, historia de la pequeña honeyguide, el pajarillo que guía a la niña perdida; los relatos de la madre, repletos de leones y búfalos y gusanos y animales varios, rezumando ternura y sabiduría; el cuento de Ntemelua, recreación masái del nacimiento de Cristo en un pesebre, aunque eso sí, mucho más excesiva e hilarante; y, sobre todo, el relato del Dios Rojo, Enkai Nanyokie -clave del título y clave, en definitiva, del “mensaje” de la novela-, el ser caprichoso y vengativo, lleno de celos e ira, que según la mitología masái en ocasiones impone un tiempo de locura que lo invade todo y en el que la violencia resulta ser el único instinto humano. 

Si la presencia de África en el libro no fuera ya sustancial por todos los aspectos que hasta aquí he comentado hay aún una última razón que justifica con creces la lectura de la novela. Se trata de las múltiples muestras de “color local” que acompañan -sin forzar el desenvolvimiento de la historia, con absoluta naturalidad- la pesquisa del policía y sus colegas (especialmente destacado el personaje de Kiunga, que conforma el habitual contrapunto del protagonista principal, una figura casi “obligada” en la novela negra). Algunos ejemplos de este convincente “decorado” keniata son la abundancia de términos de los dialectos locales (sobre todo maa -la lengua masái-, kikuyu y swahili) que se recogen en un glosario final; la descripción de los mercados -llegando al detalle de consignar la presencia en un puestecito de los Al-Qaeda’s Greatest Hits, un DVD musical muy cotizado-; la extraordinariamente precisa “fotografía” de los alrededores de la morgue, con una abigarrada multitud de familiares de los muertos, comerciantes de ataúdes, mendigos, vendedores de amuletos y baratijas; los matices en acentos y tatuajes, escoriaciones y peinados que diferencian cada etnia; los atestados matatus, inenarrables autobuses colectivos; la presencia ominosa de los marabús, con su metro y medio largo de altura, sus picos afilados, caminando entre las gentes, por las calles, en busca de alimento entre los desechos de la urbe; la caótica locura del tráfico en la ciudad, sin más norma para salir indemne de él que las propias pericia e intuición y la concurrencia indispensable de la suerte; las precarias casuchas de tapa de cinc que albergan vetustas pantallas de televisión en las que los niños se embelesan en añosos videojuegos; las terminales de autobuses, un furor de revendedores, puestos de comida, hombres que anuncian destinos a voz en grito, furgonetas atestadas, mercancías imposibles, niños y animales arrastrados por sus “dueños” (cualquier cosa que viaje sobre tu regazo lo hace gratis); la terrible pobreza, la suciedad, la degradación, lo harapiento de Kibera, un distrito marginal cuya existencia y condiciones de vida son una ofensa a la humanidad; la, en hiriente contraposición, escrupulosa pulcritud de los barrios residenciales para wazungu, los blancos, espacios en los que prevalece el sosiego, con mansiones aisladas por bien podados setos, ornamentadas verjas de hierro forjado, relucientes anuncios de colegios privados y clubes de campo; las casuchas precarias, hechas con tablas de madera y tejados confeccionados con planchas de cualquier material y los rascacielos -algo opulentos- del nuevo Nairobi, todo el paisaje urbano de esta ciudad inmensa e inabarcable se recoge en La hora del Dios Rojo, una muy estimable novela de Richard Crompton que publica Siruela. 

Os dejo ya con un cierre de música, obviamente keniana. En este caso se trata de Ayub Ogada, un intérprete que escapa del omnipresente soukous o rumba africana que suena por doquier en todo el país. Conocido en Europa sobre todo tras su presentación en las filas de Real World, el ejemplar sello de Peter Gabriel, su música, más delicada e intimista, como podréis comprobar en Kothbiro, es un excelente contrapunto al libro comentado. 


El sol se está poniendo. Los rascacielos del centro de la ciudad solo se ven en el horizonte como siluetas púrpura oscuro contra el cielo carmesí. El primer plano es un panorama de casas y depósitos de agua, un paisaje de chapas de cinc, cemento y tejados de juncos makuti. Cada centímetro cuadrado parece habitado. Las antenas de televisión brotan como plantas de semillero, las parabólicas como hongos. Los repetidores para los móviles y los minaretes de las mezquitas rompen la monotonía, alzándose como si tratasen de escapar de la humanidad que hay por debajo. Y donde el cielo oscurece, lejos de la ciudad, las obras se elevan iluminadas con halógenos y fósforos, echando humo y supurando polvo: una ciudad de luna blanca, polvorienta, en contraste con el Nairobi bañado por el sol, empapado en sangre, hacia el noroeste. 

El ruido es constante: golpes mecánicos de las obras, el ruido sordo del tráfico en la carretera, música, rezos, gritos, chillidos, risas, vida. Mollel puede oír cientos de voces humanas, pero aparte de la mujer que está a su lado, no ve a ningún ser humano hasta que baja la vista. Y entonces la calle se abre ante él con todo su latido vital. La gente recorre su extensión moviéndose como un reguero de hormigas, cada cual siguiendo su propio camino pero sin dejar de formar parte del flujo de doble sentido. Mollel alcanza a ver a Kiunga apoyado sobre el mostrador de un puesto de nyama choma al otro lado de la calle; está comiendo un muslo de pollo y charlando con la chica que le ha servido. Más lejos en la calle está su coche, los dos chicos de la casucha de vídeo holgazanean como si fuesen los amos y señores, apoyados contra un guardabarros. Familias acicaladas con sus mejores ropas de los domingos, las niñas pequeñas con voluminosos vestidos de satén y los niños con réplicas de trajes; un vendedor de salchichas empuja su brasero; vendedores ambulantes ofrecen fruta y matamoscas y revistas; los revendedores de billetes de matatu pregonan sus ofertas; cabras y pollos pastan con toda tranquilidad en la basura donde quiera que haya un pedazo de suelo libre. 

-¿Sabe? -dice Honey-, esta ciudad ni siquiera existía hace cien años. Entonces era nuestra tierra. N’garan’airobi. El lugar de los manantiales frescos. Toda esta gente, estos kikuyu, luo, meru, embu, kalenjin, luhya, y cualquier otro, están aquí porque el hombre blanco vino un día y dijo: “Esta zona del país es agradable, fresca, fértil. Construiré mi ciudad aquí”. Mira la calle ahí abajo. ¿Cuánta gente calculas que hay? 

-¿Quinientos, seiscientos? -tantea Mollel. 

-Y es una pequeña calle lateral. Hay veinte, treinta calles así en Kitengela, y Kitengela es solo un distrito. Están Mlolongo, Athi, South B, South C, Embakasi, Donholm, Pipeline, Industrial Area. Todos tienen calles como esta, llenas de gente. Y solo estamos hablando de los distritos de esta parte de la ciudad. ¿Qué es eso, una cuarta, una octava parte de la ciudad? 

Mollel se encoge de hombros. La escala del lugar parece incognoscible. Mareante. 

-Están todas las zonas ricas, Karen, Hardy, Lavington, Westlands. Los distritos indios. Luego la zona somalí: Eastleigh. Y ni siquiera he mencionado Mathare, Kibera, Kawangware, Dagoretti; si piensas que esto está abarrotado, aquellas zonas hacen que este sitio parezca el Masai Mara. 

Mollel siente una pequeña opresión en el pecho, una respiración superficial. Es un recuerdo físico de su llegada a esta ciudad: un muchacho que había crecido en un pueblo de dos docenas de habitantes, cuya única experiencia en cuanto a las multitudes había sido un rebaño de cabras o un día de mercado con doscientas o trescientas personas dando vueltas. Nairobi le pareció abrumador, aterrador, excitante, estimulante: lo había odiado y amado, y se había dado cuenta, con alegría y miedo de que esta era la jungla en la que esperaba perderse. 

-Ya no es nuestro lugar -dice. 

  

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