JOAQUÍN BERGES. LOS DESERTORES
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy os trae una recomendación de lectura que, en cierto modo, “arrastramos” aún del año pasado, de ese 2018 recién terminado. Y es que, con el frenesí editorial que inunda de publicaciones nuestras librerías y la consiguiente imposibilidad de leerlas todas -además en el momento supuestamente “oportuno”-, siempre quedan libros condenados a aparecer aquí con retraso. Aunque, como tantas veces he dicho en este mismo espacio, ¿desde cuándo un libro que se precie debería tener fecha de caducidad? El valor de la buena literatura se muestra, entre otros rasgos, en su permanente vigencia, en su capacidad para ser leída y para tocar nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad años, décadas, hasta siglos después de su escritura.
Sin embargo, la novela -si es que, como tantas otras veces, puede llamarse novela a una obra híbrida, a caballo entre la ficción y la realidad- que esta tarde quiero proponernos está anclada, al margen de esa indudable calidad intemporal a la que me he referido, a una efeméride acontecida en los últimos días de 2018. Como seguro sabréis, pues el hecho fue objeto de atención por los medios hace un par de meses, el 11 de noviembre pasado se cumplieron cien años de la firma del armisticio que ponía fin a la Gran Guerra, la devastadora Primera Guerra Mundial. La brutal contienda, sus absurdas causas, sus terribles efectos, su desgraciada repercusión en las gentes de una Europa destrozada por los combates, sus millones de muertos, ya habían sido el centro de atención en 2014, cuando se celebró el centenario de su inicio, de hasta ocho emisiones de nuestro espacio, en las que os presenté una decena de libros de distintos géneros, sobre todo novelas pero también textos ensayísticos, poesía y hasta obras de fotografía, cómics o alguna muestra de escritura epistolar con la “primera guerra moderna” como eje principal. Con títulos nacidos desde “bandos” diferentes del conflicto -Francia, Alemania, Gran Bretaña o Estados Unidos-, escritos por Louis Barthas, Florian Illies, Jean Echenoz, John Dos Passos, Edlef Köppen, Pierre Lemaitre, Joe Sacco, Adam Hochschild, Chloe Dewe Mathews o Brian Gardner, la larga serie constituye, a mi juicio, una muy significativa representación de la abundante literatura que el acontecimiento lleva suscitando desde los mismos días en los que el mundo entero se jugaba su futuro en las innumerables e inmundas trincheras que cruzaban el viejo continente. Podéis encontrar las correspondientes reseñas aquí, en este mismo blog. Algunas de ellas son, además, como luego podréis comprobar, un casi forzoso complemento para adentrarse en el libro del que esta tarde quiero hablaros.
Mi sugerencia de lectura de hoy enlaza, pues, con esa trágica vivencia, y aparece ahora en Todos los libros un libro a escasos meses de su primera edición; una publicación que la editorial, Tusquets, ha querido simultanear -o eso parece- con ese mes de noviembre coincidente con el redondo aniversario. Se trata de Los desertores, un formidable libro de un escritor espléndido, Joaquín Berges, del que, por desgracia -de nuevo la vorágine de publicaciones impide hacer frente a todas las ofertas interesantes que van surgiendo-, solo he podido leer otra novela de las seis o siete con las que ya cuenta en su haber. A principios de 2012 presenté también aquí Vive como puedas, una divertidísima novela de planteamiento y estilo radicalmente diferentes a los que inspiran el libro que constituye mi invitación de hoy. No deberíais dejar de leer ninguna de las dos.
Pero vayamos ya con Los desertores, un libro ambicioso que además de su propuesta narrativa compleja, que se desarrolla en diversos niveles que se imbrican entre sí, invita -por “debajo” de la trama argumental- a una reflexión sobre las siempre difusas relaciones entre realidad y ficción, entre invención y documento, entre la verdad novelesca -fruto de la imaginación- y la, por así llamarla, verdad “factual” -que recogería hechos auténticos, que “han tenido lugar”-, o, lo que es lo mismo, entre Literatura e Historia. El motivo último del libro es la batalla del Somme, que tuvo lugar en el frente francés de esa primera gran guerra entre el 1 de julio y el 8 de noviembre de 1916 y en la que murieron o resultaron heridos más de un millón de soldados de ambos bandos, pero el planteamiento literario con el que presenta Berges ese dramático suceso se articula en dos ejes complementarios que a su vez se abren a planos distintos en un enfoque muy original, interesante y atractivo. Tenemos, por un lado, la historia de Jota -Jacinto- un sesentón recién jubilado, casado con Magda, a la que nunca quiso y con quien convive en una fría y aséptica distancia, y enamorado en cambio de Rosa, su cuñada, un amor en el fondo inalcanzable (y cuando leáis el libro veréis que en esa frase la expresión clave es “en el fondo”). Tiene también una hija y un nieto, ambos de presencia episódica en el libro, y una hermana, Carol, y un amigo, Hache, con un mayor protagonismo, como ocurre también con Julen, el marido de “su” Rosa. El ámbito familiar lo completa Juana, una madre ausente, aislada del mundo durante años a causa de una extraña enfermedad mental que la “obliga” a confinarse en su lecho. Tras la muerte de su padre, del que llevaba años separado y al que no llegó a ver antes de morir, Jota se interesa hasta la obsesión por la batalla del Somme, y en concreto por dos de sus protagonistas, Albert Ingham y Alfred Longshaw, dos jovencísimos desertores de las trincheras, fusilados por ello y enterrados en un pequeño cementerio en el norte de Francia; siendo ambas experiencias, la colectiva de la guerra y la individual de los dos muchachos, objeto de sus pesquisas e investigaciones en archivos y bibliotecas. Intrigado por la inscripción que figura en la lápida de Albert (Fusilado al amanecer. Uno de los primeros en alistarse. Un digno hijo de su padre) que ha leído en alguno de los textos consultados, abandonará sus rutinas cotidianas y, sin anunciar a nadie su propósito, se encaminará hacia los escenarios de la guerra en un viaje improvisado (No era un acto premeditado ni producto de ninguna fe. Tal vez solo fuera un modo de sobrevivir) en busca de las desconocidas tumbas. La segunda gran vertiente del libro será, precisamente, la que, partiendo de la existencia real de los dos soldados, nos pondrá en contacto con las circunstancias, tantas veces glosadas en la literatura pero aun así capaces de suscitar emoción, de las aciagas jornadas vividas por ellos y por cientos de miles de desgraciados más en aquellos dantescos barrizales -los lugares de la muerte- en medio de la campiña francesa.
La primera de las dimensiones del libro, que pertenece claramente al territorio de la ficción y es por ello más reconocible en tanto “novela”, es la que gira en torno a Jota, a su vida, sus sentimientos, sus preocupaciones, su derrota, sus frustraciones, su debilidad, su “deserción” existencial (de su mujer, de su hija, de su amor, de, sobre todo, su padre) y, claro está, a su sorprendente búsqueda, una suerte de peregrinaje, en realidad. Jota, que en su vida profesional -licenciado en Derecho- había pasado sus jornadas laborales en la gestión de Mercamadrid, con su constante tráfico de camiones de carga y descarga de frutas, se dirigirá a primera hora de la mañana hacia su antiguo lugar de trabajo, escogerá un camión casi al azar y pondrá rumbo a su destino. Berges da cuenta de las vicisitudes de su viaje, de sus escuetas conversaciones con Geike, la comprensiva camionera belga, mientras en el relato afloran las muchas facetas de la historia familiar, en un constante ir y venir en un tiempo que se retrotrae hasta el matrimonio de sus padres. Y así conocemos a Jacinto, el padre delineante; a Juana, su mujer, que poco a poco va hundiéndose en su enfermedad obsesiva que la llevará a rehuir definitivamente el mundo, encerrada en vida en el cada vez más corto espacio de una casa, un cuarto, una cama; a Lorena, la chica contratada como asistenta para suplir la “ausencia” de la enferma en las tareas domésticas y de la que se enamorará y con la que acabará por “escapar” el padre -otra deserción, de las numerosas que encierra el libro; más allá de las bélicas-. Y está Coral, que cuidará a Juana mientras alimenta su odio al padre, su silencio con su hermano, su rechazo a todo y a todos; y Magda, recluida en una insensata convivencia con Jota en la que solo hay hastío e indiferencia, desapego y soledad; y Rosa, profundamente infeliz en su vida de ama de casa “mantenida”, rodeada de comodidades y bienestar material, que le proporciona un Julen brillante, decidido, triunfador, aparentemente seguro de sí mismo pero que acabará por mostrar su fragilidad, algún atisbo de sensibilidad, ciertas aristas en su impecable fachada. Todos ellos son, merced al talento literario de Berges, personajes con profundidad, con hondura, alejados -incluso en las “apariciones” de menor entidad- del esquematismo de cartón piedra que convierte en monigotes, en caricaturas, a tantas otras creaciones novelísticas. Y en todos ellos hay emoción, hay dolor, hay ilusiones perdidas, hay anhelos y miedos y deseos y renuncias y brega y esperanza y soledad, sentimientos narrados con verosimilitud por la convincente pluma del autor, en una trama muy bien hilada cuyos detalles -alguno quizá un tanto forzado- evito por no descubrir sucesos relevantes de la novela.
Pero siendo conmovedora y sugestiva la historia familiar de Jota, es en el relato “objetivo” de la batalla del Somme y sus derivaciones, en la vertiente “documental” del libro, en donde Los desertores consigue, a mi juicio, sus mayores logros literarios. En paralelo al hilo argumental que nuclea el libro -el periplo de su protagonista en busca de la tumba de Albert- la novela intercala distintos capítulos en los que se describe la realidad de la muy cruenta batalla junto con otros en los que se “transcriben” las cartas que el joven soldado remite desde el frente a su padre y su familia, cada una de las cuales -hasta completar veintitrés- incorpora un fragmento de un poema escrito por alguno de los War Poets, el infortunado grupo de jóvenes -algunos con una prometedora carrera literaria ya iniciada y otros absolutamente ajenos al universo de las letras- que sobrecogidos por la atroz experiencia en los campos de batalla nos legaron sus versos para dejar en nosotros, los lectores, su poético, lírico y bellísimo testimonio del horror que llevaría a la muerte a la mayor parte de ellos. Los tres planos fundamentales de esta dimensión histórica del libro -hechos documentados, cartas desde las trincheras y emocionantes poemas- constituyen, como digo, el elemento distintivo de una novela que, gracias a esa triple aportación, alcanza la categoría de excepcional. Hay que decir también que la conexión última entre la vertiente personal y la histórica (¿por qué Jota se obsesiona con el Somme?) se revelará al término del libro y, obviamente, no voy a adelantarla aquí.
El Somme fue una barbaridad sin sentido, una absurda carnicería (Las guerras no son fortuitas. No son una enfermedad o un accidente. Son una forma deliberada y gratuita de matar a los hombres). Durante cuatro interminables meses, centenares de miles de soldados aliados -en su mayor parte franceses y británicos- plantaron sus trincheras ante las defensas alemanas intentando el ataque definitivo que debía quebrar las líneas del ejército enemigo y provocar el final de la guerra. Los combatientes eran tanto veteranos que habían participado en otras batallas como oficiales profesionales, soldados regulares o batallones de camaradas. De esta manera se denominó a una fórmula de reclutamiento que las autoridades inglesas se inventaron y que consistía en prometer a las familias, a los grupos de amigos, a los compañeros de trabajo que si se alistaban conjuntamente se entrenarían y combatirían juntos. Doscientos mil ingenuos jóvenes aceptaron una invitación que les proponía una experiencia trivial y “deportiva”, muy sencilla, casi anodina, una suerte de vacaciones pagadas en el continente, en la que se limitarían a certificar una aplastante victoria propiciada por la poderosa artillería del ejército británico, capaz por si sola de destrozar la resistencia “boche”. La realidad que los inocentes chicos se encontraban al cruzar el canal y llegar a las tierras europeas era, sin embargo, muy distinta. Hacinados en sus puestos, hundidos en el barro, comidos por las ratas y las pulgas, atenazados por el frío, hambrientos, agotados por el cansancio y la falta de sueño, consumidos por las enfermedades, sufriendo atrozmente el dolor de sus heridas, aterrados -en ocasiones hasta la locura- por la siempre inminente posibilidad de la mutilación o la muerte, esperaban las órdenes que, una y otra vez, los lanzaban prácticamente inermes hacia un enemigo que, a pocos metros, sufría idénticas privaciones y una similar indefensión en la firme salvaguarda de sus posiciones. Las tropas de ambos bandos permanecieron meses frente a frente en una casi total inmovilidad, pues tras ganar unos metros en una jornada, se veían obligados a retroceder otros tantos en las posteriores, dejando entre las filas de ambos ejércitos a un millón doscientos mil jóvenes de varias nacionalidades que allí quedaron, muertos o heridos, tras ser ametrallados, bombardeados, gaseados, o pasados a cuchillo en esa pavorosa Tierra de Nadie, una monumental fosa común en la región francesa de Picardía, en el norte de Francia colindante con Bélgica. Fue como construir una nueva civilización en medio de la campiña francesa con el único objetivo de destruir al enemigo, que a su vez se había dedicado durante ese mismo tiempo a construir su propia civilización al otro lado de la Tierra de Nadie con idéntico propósito, leemos en el libro.
El Somme acabó con una generación entera, perdida para siempre en los campos de batalla. Muchachos franceses, británicos, alemanes, pero también de Nueva Zelanda, Sudáfrica o Canadá, que, sometidos a los irracionales dictados de sus superiores, se citaron en la campiña francesa para morir. El soldado más joven, leemos en Los desertores, tenía catorce años, el más viejo, sesenta y siete. Todos fueron tratados como piezas de un ajedrez viviente; algunos, los afortunados supervivientes, pudieron regresar a sus casas convertidos en muertos en vida, autómatas enajenados, víctimas de la neurosis de guerra, brutalmente mutilados.
Ese horror de una guerra inútil (No mereció la pena. Ninguna guerra merece la pena. Ninguna guerra vale un par de vidas, no digamos miles. No merece la pena… La Primera Guerra Mundial, si lo simplificas, ¿qué fue aquello? Solo una bronca familiar. Eso la provocó. No merece la pena, como afirmaba Harry Patch, el último superviviente de las trincheras de la gran guerra, muerto en 2009 a los ciento once años y cuyas declaraciones se incorporan a un capítulo de la novela), las vicisitudes de la estrategia militar, las distintas acciones de campaña, los ataques prácticamente suicidas y los repliegues inmediatos, las bandas de desertores campando entre cadáveres (como puede leerse en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña) y, sobre todo, la sangre, las amputaciones, el hedor, los gritos, la desesperación, las lamentaciones, la insoportable espera, el miedo atroz, todo ello aflora en los diecinueve capítulos que Berges presenta imbricados en la ficción novelesca y unidos por un hilo conductor cronológico que nos lleva desde la planificación de la batalla a finales de 1915 hasta agosto de 2006, cuando el secretario de Defensa inglés, Des Browne, concede el indulto a título póstumo a los trescientos seis soldados SAD (shot at dawn, fusilados al amanecer, como se les conoció en la jerga burocrática de la época), en un tardío intento de reconocer su, pese a la huida, valor.
Y eso, fusilados al amanecer, serán Albert y Alfred, cuya dramática experiencia conocemos a través de las cartas que el primero envía a su padre y su familia y que el autor también incluye, oportunamente salpicadas, a lo largo de la novela: su llegada al frente junto con sus compañeros del Regimiento 18 de Manchester, su optimismo e ilusión iniciales, su entrenamiento militar, sus ardorosas expectativas de entrar en combate, sus primeros desesperanzados atisbos de la cruda e inhumana y, sobre todo, insensata matanza que allí se estaba perpetrando, sus padecimientos en distintos episodios bélicos, su convencimiento de la inminencia de la muerte (Es evidente que vamos a morir con el cuerpo lleno de metralla. Lo que no sabemos es si será al avanzar o al retroceder), su decisión de huir hacia el canal de la Mancha e intentar cruzar de vuelta a Inglaterra, las angustiosas jornadas de fuga, agazapados en los bosques, aprovechando las noches sin luna, su, por fin, exitosa escapada a Suecia (en un giro novelesco inesperado que más adelante comentaré).
Y como colofón a cada una de las cartas, ya se ha dicho, Albert transcribe unos pocos versos de algunos de los malhadados combatientes, poemas que Berges presenta en su doble versión, la original inglesa y la española. Los poetas de la guerra escriben a partir del horror vivido en la batalla, y sus versos, recogidos de cartas o publicados en periódicos o, muy frecuentemente, encontrados en los bolsillos de los propios cuerpos destrozados, rezuman todo el dolor, la amargura, la rebeldía, la tristeza, la nostalgia, la desesperación de quienes han contemplado cara a cara el sufrimiento, la locura y la salvaje barbarie de la experiencia bélica. Todos están recogidos de Up the Line to Death. The War Poets 1914-1918, una antología publicada en 1964 en el Reino Unido, a cargo de Brian Gardner, que cita Berges en una sucinta pero apreciable bibliografía final. Hay, en español, una selección más somera, un texto imprescindible que os presenté en 2014 en este espacio: Tengo una cita con la muerte, publicada en 2011 en nuestro país, con el subtítulo de Antología de poetas muertos en la Gran Guerra, en una edición de Linteo a cargo de Borja Aguiló y Ben Clark. Por estos capítulos epistolares del libro desfilan autores reconocidos como Siegfried Sasoon, Wilfred Owen (ambos combatientes), J.R. Tolkien (en El Señor de los Anillos muchas descripciones -algunas incorporadas a la novela- son muy vívidas recreaciones de los horrores de las trincheras, pues su autor también estuvo en el Somme), Alec Waugh, hermano del novelista Evelyn Waugh, o Rudyard Kipling.
Por “debajo” de los poemas que se incluyen en el texto y de la recreación “objetiva” de las atroces condiciones del frente, también por entre las vivencias de sus personajes “ficticios”, palpita una reflexión esencial, que es, a mi juicio, otra de las claves del libro: todos somos desertores, todos, en algún momento de nuestra vida, rehuimos la realidad, escapamos de ella, abandonamos nuestros sueños, nuestras ilusiones, incluso, a veces, nuestras obligaciones. ¿Somos por ello censurables? ¿Los desertores del Somme fueron valientes o cobardes? No era innoble, concluirá Jota al término de su viaje, desertar de una batalla tan cruenta y absurda como la del Somme, en la que murieron inútilmente cientos de miles de jóvenes. A. Ingham no era un cobarde ni un desertor sino todo lo contrario: era uno de los pocos soldados con el valor suficiente para retar a las autoridades militares en su último intento de salvar la vida por la libertad y el futuro, y también por ese país al que estaban defendiendo en un juego de estrategia tan primario e inútil como cavar dos líneas de trincheras y matarse en el espacio que quedaba entre ellas. Una interesante aproximación al fenómeno de los desertores de la Gran Guerra lo podéis encontrar en Shot at Dawn, una publicación primorosa, salida de los talleres de Ivorypress, la prestigiosa y elitista editorial promovida por Elena Ochoa y Norman Foster, que recoge una serie de impresionantes fotografías de Chloe Dewe Mathews en las que la artista nos muestra los mismos espacios -y en la mayor parte de los casos a las mismas horas- en los que tuvieron lugar los fusilamientos y las ejecuciones de esos pobres desgraciados que, por diversas circunstancias, se negaron a combatir.
Tras el breve y triste paso por el mundo de estos desertores, una vez rehabilitada oficialmente su memoria, nos quedan sus tumbas, las que busca y encuentra Jota, lápidas austeras con un apellido y la inicial de su nombre de pila para recordar que una vez fueron hombres de carne y hueso con sus virtudes y sus defectos, sus proyectos de futuro, sus sueños incumplidos y sus ganas de vivir.
Fuera ya de tiempo, esbozo un breve apunte sobre otra de las cuestiones relevantes que plantea la lectura de Los desertores, la de las relaciones entre la literatura y la verdad histórica, el juego -tan practicado en las últimas décadas por numerosos escritores- de la ficción y la realidad. Subraya Berges en cuanta entrevista he podido leerle que sus libros anteriores podían acogerse al lema “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”, pues su opción literaria se decantaba claramente hacia el territorio de la ficción, ya que la imaginación, la invención, la creación de historias constituía el paradigma último de la verdad literaria, también de la cinematográfica: las novelas o las películas como “fábricas de sueños”. Sin embargo, como ya hemos reseñado aquí en muchas ocasiones, hoy se impone la realidad, el “basado en hechos reales”, lo documental, lo biográfico -o autobiográfico-, los relatos en los que, supuestamente, todo lo narrado es “verdadero”. Berges confiesa haber tomado parte en ese debate actual con una propuesta que participa de ambas opciones, al presentar esas dos dimensiones imbricadas en su historia: Jota y su vida personal y familiar, por un lado, y la tragedia del Somme por otro.
Esta reflexión teórica desde la que parte el autor no solo se percibe en este premeditado y ostensible carácter “dual” del texto, hay también un par de elementos “inscritos” en la narración que permiten ejemplificar esta preocupación “conceptual”. En un momento del relato, Jota reconoce en un paisaje francés, cercano ya al cementerio que busca, un escenario “idéntico” al de un cuadro de Van Gogh. Se pregunta entonces si habría el pintor anticipado, con un muy lúcido presentimiento, que en un lugar así se extinguiría una generación entera de jóvenes, o, por el contrario, si fue al revés, si quienes diseñaron la estrategia de guerra y levantaron la línea del frente occidental en la batalla, quisieron imitar el preexistente cuadro del holandés. ¿Puede el arte determinar los límites de un campo de batalla?, piensa. ¿Dónde está la realidad y dónde la ficción?
Con idéntico propósito -establecer un sutil nexo entre verdad novelesca y verdad histórica-, haciendo reflexionar al lector sobre el rico juego de interrelaciones entre ambas ideas, Berges incluye, entre las cartas que Albert dirige a su padre, cuatro finales en las que el muchacho da cuenta del éxito de su huida, de su efectivo paso a Suecia, de su feliz integración en la pacífica rutina en Gotemburgo, y hasta del nacimiento de su primer hijo que, según Alfred, se parece al propio Albert. “Sabemos”, sin embargo, que ambos han sido detenidos y fusilados (¿o no es así?), que sus huesos permanecen para siempre en el pequeño cementerio de Bailleulmont. ¿La correspondencia entera, ha sido, pues, como sospechábamos desde el inicio y parece obvio (es imposible que Albert incluya en sus cartas unos poemas que no se conocieron hasta algún tiempo después) una invención del autor? Dónde están, insisto, los límites entre realidad y ficción. He aquí la respuesta del autor en una entrevista promocional: Yo, lo que necesito, ya no es ni la realidad ni la ficción, sino la verdad. Entendiendo por verdad algo que sea coherente. Lo digo porque a veces la realidad, con todo lo real que es, no es coherente y, sin embargo, la ficción tendría que serlo siempre. Por eso busco una ficción de verdad, verosímil, que sería la novela. La realidad a veces tiene una falta de coherencia tremenda, por eso hay que refugiarse en la ficción verosímil. Yo me pongo en la piel de los personajes, me disfrazo de cada uno de ellos, guardo mucho silencio interior para escuchar qué diría cada uno de ellos.
Albert y Alfred, pero también Jota, y su padre, y la amada Rosa, y tantos otros “personajes”, viven ya, para siempre, en nuestro espíritu, en nuestras almas, en nuestras mentes, esto es, en el infinito y eterno espacio de la literatura.
All your friends, una preciosa canción de Coldplay sobre la Primera Guerra Mundial, acompaña musicalmente esta reseña.
Después de varias semanas de batalla, la Tierra de Nadie se había llenado de cráteres producidos por la artillería, restos de metralla y cadáveres pudriéndose lentamente. Por las noches, todo quedaba en calma y solo debería haberse oído el lamento de los heridos, pero no era así. Hasta las trincheras llegaba un rumor de voces susurrando palabras en distintos idiomas. Si se prestaba atención podían oírse pasos, ruidos metálicos, siseos de ropa y algún disparo aislado.
No tardó en correr el rumor de que la Tierra de Nadie estaba habitada por bandas de desertores fugitivos que aprovechaban la noche para robar armas, municiones y raciones de comida de los cadáveres. Eran grupos integrados por soldados de varias nacionalidades, aliados y alemanes colaborando para salvar la vida. Por el día se escondían en trincheras y túneles abandonados. Por las noches salían al exterior, armados y hambrientos.
La Historia apenas se ha ocupado de estas bandas organizadas. Es un tema tabú. Aun así, pueden encontrarse testimonios aislados de algunos supervivientes, como el del teniente coronel Ardern Beaman en su libro de memorias The Squadroon [El escuadrón], publicado en 1920. “Nos advirtieron de que si insistíamos en ir tras ellos no dejásemos que ningún hombre fuera solo, sino en grupos numerosos, porque el Golgotha estaba habitado por salvajes, desertores británicos, franceses, australianos, alemanes, que vivían debajo de la tierra, como fantasmas entre los muertos enmohecidos, y que solo salían de noche para saquear y matar.”
Osbert Sitwell, que combatió en las trincheras de Ypres, también los menciona en su autobiografía Laughter in the Next Room [Risas en la habitación de al lado], de 1949. “Durante cuatro largos años… el único internacionalismo, si es que existió, fue el de los desertores de todas las naciones beligerantes: franceses, italianos, alemanes, austriacos, australianos, ingleses, canadienses. Proscritos, estos hombres vivían -al menos lo hacían- en cuevas y grutas bajo la línea del frente. Cobardes y desesperados… que no reconocían ningún derecho y no tenían más reglas que las propias, saldrían de sus escondites después de cada interminable batalla para robar a los moribundos sus pocas posesiones -tesoros como botas o raciones de comida-, y dejarlos morir.”
Joaquín Berges. Los desertores
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