OLIVIER BOURDEAUT. ESPERANDO A MÍSTER BOJANGLES
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada semana os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda ser de vuestro interés. En esta ocasión os traigo una estupenda novela que aunque no parece destinada a marcar un antes y un después en la historia de la literatura -¡son tan pocas las que alcanzan un logro tan ambicioso!- es sin embargo muy estimable y, sobre todo, resulta entrañable y conmovedora y os proporcionará, estoy seguro, unas horas de muy emotiva e interesante lectura. Se trata de Esperando a Míster Bojangles, su autor es el francés, aunque residente en Altea, Olivier Bourdeaut, y vio la luz hace un par de años en la editorial Salamandra en traducción de José Antonio Soriano Marco. El libro, aclamado en Francia por público -siendo el más vendido del año 2016- y crítica -con entusiastas reseñas de prestigiosos nombres de la cultura gala como Bernard Pivot, Pierre Assouline o la notable, por otras razones extraliterarias, Valérie Trierweiler-, ha obtenido también numerosos premios y nominaciones entre los que destacan el Grand Prix RTL-Lire, el Roman des etudiants France Culture-Telerama, el Prix Roman France Televisions, el Prix Emmanuel-Robles y el Prix de l’Academie de Bretagne. Asimismo, ha sido seleccionada para el premio Goncourt a una primera novela.
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada semana os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda ser de vuestro interés. En esta ocasión os traigo una estupenda novela que aunque no parece destinada a marcar un antes y un después en la historia de la literatura -¡son tan pocas las que alcanzan un logro tan ambicioso!- es sin embargo muy estimable y, sobre todo, resulta entrañable y conmovedora y os proporcionará, estoy seguro, unas horas de muy emotiva e interesante lectura. Se trata de Esperando a Míster Bojangles, su autor es el francés, aunque residente en Altea, Olivier Bourdeaut, y vio la luz hace un par de años en la editorial Salamandra en traducción de José Antonio Soriano Marco. El libro, aclamado en Francia por público -siendo el más vendido del año 2016- y crítica -con entusiastas reseñas de prestigiosos nombres de la cultura gala como Bernard Pivot, Pierre Assouline o la notable, por otras razones extraliterarias, Valérie Trierweiler-, ha obtenido también numerosos premios y nominaciones entre los que destacan el Grand Prix RTL-Lire, el Roman des etudiants France Culture-Telerama, el Prix Roman France Televisions, el Prix Emmanuel-Robles y el Prix de l’Academie de Bretagne. Asimismo, ha sido seleccionada para el premio Goncourt a una primera novela.
Esperando a Míster Bojangles se cuenta desde dos puntos de vista, de desequilibrada presencia en el libro. El narrador principal, un niño, relata, en la mayor parte de la obra, las inusitadas peripecias de su excéntrica familia, compuesta por él mismo y sus dos progenitores, a cual más singular. Intercalados en este relato principal, afloran de vez en cuando y en mucha menor extensión que la que ocupa la perspectiva del chaval las palabras de su padre, que escribe una especie de novela, autobiográfica, en la que se presentan algunos de los episodios ya conocidos a través de la visión del niño pero expuestos ahora desde el complementario enfoque del adulto. Este juego de novela dentro de la novela, que no se resolverá hasta el final del libro que leemos, no acaba por ser, sin embargo, un elemento demasiado relevante en su estructura, ni la razón por la que el texto nos resulta deslumbrante, siendo, por el contrario, la descripción de la insólita familia, del entrañable padre y de la extravagante y arrebatadora madre, los grandes logros de un libro que, como digo, no podréis dejar de leer sin, simultáneamente, sonreír y emocionaros.
Hay gente que nunca pierde la cabeza. Qué horrible debe de ser su vida. Esta cita de Charles Bukowski, seguida de la anotación: Ésta es mi verdadera historia, con mentiras a diestra y siniestra, porque así suele ser la vida, abre la obra y marca desde el principio su tono. La familia protagonista vive una existencia disparatada, en una perpetua ruptura de las normas y las convenciones que impone la más roma y aburrida normalidad. Los excepcionales padres crean entre ellos, con su hijo y a su alrededor, un mundo mágico, lleno de “mentiras”, de fantasías, de alegría, juegos y fiestas, de situaciones delirantes y caóticas que casi siempre se resuelven, sin embargo, de manera feliz. Marido y mujer, enamorados y entusiastas, aborrecen el sentido común, desprecian la previsible y ridícula cordura del resto de los mortales -nosotros, seres anodinos y miedosos, siempre envueltos en ese estúpido halo de seriedad que tantos toman por buen juicio y madurez- y viven según sus propias reglas, insensatas (¡No se olvide de su insensatez, podríamos necesitarla!) y jubilosas, convirtiendo su existencia entera en un folletín alegre, lleno de sorpresas y rebosante de amor. En este sentido, hay algo en ellos que recuerda a los muy absurdos pero tiernísimos personajes de Vive como quieras, la excepcional y muy divertida película -ya un clásico- dirigida en 1938 por Frank Capra y que aprovecho para recomendaros igualmente.
Algunas muestras del simpático desatino de los protagonistas se vislumbran ya desde las primeras páginas. La familia vive en un piso muy grande con una entrada de baldosas blancas y negras, sobre las que padre e hijo juegan partidas de damas usando como piezas cuarenta cojines comprados al efecto por el progenitor. En la sala hay una pila inmensa de cartas sin abrir, una pequeña colina en la que acumulan toda la correspondencia y que funciona como un mullido colchón que forma parte del mobiliario; unos muebles entre los que destaca un enorme sofá acolchado sobre el que se recomienda saltar a niños y adultos. Completan el panorama un televisor mohoso al que el padre le ha puesto unas orejas de burro por su mala programación: Si no te portas bien -le dice al hijo-, enciendo la tele, un pasillo muy largo en el que se baten records de velocidad y una cocina con miles de macetas que todos olvidan regar y que cuando lo hacen flotan en un espacio anegado convertido en una pista de patinaje. Hay, además, un cuadro de un jinete prusiano, inventado antepasado de la familia, a cuya adusta mirada se someten cuantos entran en la casa.
Por ese pintoresco escenario campa a sus anchas Doña Superflua, una grulla damisela, un ave elegante y altiva que vive con ellos, se pasea de un lado a otro entre chillidos, dejando sus pirámides redonditas, que lo ensucian todo, sobre el parquet, y que despierta al niño llamando bien de mañana a la puerta de su habitación con su pico naranja y verde oliva. Y comparecen también, a cualquier hora del día o de la noche, infinidad de estrafalarios amigos, entre los que destaca uno especial, el senador, también llamado “El Crápula”, un político poco usual, que está siempre de fiesta, permanentemente alegre, bebiendo y flirteando de continuo al grito de ¡Caipiroska, Caipiroska! En vacaciones, la troupe se desplaza a España, en donde la familia es propietaria de un precioso castillo, en donde reanudan su vida despreocupada y feliz. Y en todo momento, la música, el baile: Mis padres bailaban a todas horas, en todas partes. Por la noche, con sus amigos; por la mañana y por la tarde, los dos solos. A veces yo bailaba con ellos. Bailaban de una forma realmente increíble, arrollándolo todo a su paso. Mi padre lanzaba a mi madre al aire y volvía a cogerla por la punta de los dedos después de una pirueta, cuando no eran dos o tres. La hacía pasar entre sus piernas y girar a su alrededor como una veleta, y cuando la soltaba, sin querer, mamá acababa con el trasero en el suelo y el vestido desplegado a su alrededor, como una taza sobre un platillo. Siempre que bailaban se preparaban cócteles delirantes, con sombrillas, aceitunas, cucharillas y un ejército de botellas.
En este contexto delirante, el niño se educa -de un modo poco acostumbrado, como puede imaginarse-, habituándose a la ficción, o mejor a esta visión de la existencia que cuestiona los rituales establecidos. Cuando cuenta en el colegio la realidad de su vida, compañeros y docentes piensan que su imaginación desbordada inventa tales peripecias descabelladas, por lo que acaba por mentir al revés, simulando una existencia más común, pues nadie cree sus disparates. Los profesores, que piensan -con razón- que están ante una familia de chiflados, riñen una y otra vez al alumno, entre otras razones por sus muy frecuentes faltas a clase. La madre acaba por sacarlo de la escuela, pues no entiende que la institución privilegie la desganada rutina de las clases frente a la rica efervescencia de la vida: No querrá que mi hijo se pierda los almendros en flor. ¡Pondrá usted en peligro su equilibrio estético! -le espeta a la maestra- ¿Pretende que se convierta en funcionario? De esta manera, el pequeño tren de la otra vida, la normalidad, se alejará para siempre del horizonte vital del muchacho. ¡¡Seguro que eres el jubilado más joven del mundo!!, le dicen sus desprejuiciados padres, con los que aprende en casa con surrealistas juegos inventados por ellos (hilarante el estriptís numérico). Parece comprensible que una infancia tan llena de dicha provoque en el niño una primera gran “duda existencial”: ¿Cómo se las arreglan los demás niños para vivir sin mis padres?
Y es que esos padres tan atípicos son, en verdad, geniales. El progenitor, un hombre bondadoso y apacible -soy un idiota feliz-, multiplica sus ocupaciones, todas indescriptibles cuando no ficticias, abridor de talleres, cazador de moscas con arpón, escritor… y, siempre, vividor entregado de modo concienzudo al disfrute de la existencia (hace gimnasia mientras bebe combinados, inventando el gim-tonic). Imaginativo y romántico, idealista y creativo, ingenioso y enamorado, nunca llama a su mujer por el mismo nombre más de dos días seguidos, de modo que el texto ve pasar una sucesión ilimitada de apelativos, todos escogidos con cariño y surgidos según el impulso del momento, para designar a su amada; aunque el 15 de febrero, un día después del vulgar San Valentín, la pareja festeja su amor celebrando una anticonvencional Santa Georgette, santa del día; y por Georgette responderá su mujer durante esa jornada entera, año tras año, en una inusual excepción a esa regla del “bautizo” sucesivo.
Pero, sobre todo, el padre es alguien que sabe contar historias (Yo, como solía hacer desde niño, había matado el tiempo inventándome vidas falsas, escribe). Y el chico, y su madre, y los numerosos amigos reciben entusiasmados todas esas invenciones que sostienen uno de los postulados fundamentales del libro: la importancia de la ficción como transformadora del mundo: Cuando la realidad sea aburrida y triste, invéntese usted una buena historia y cuéntemela. Y, como corolario, otro precepto básico: el amor como espacio narrativo por excelencia: Sabía contar hermosas mentiras por amor.
El amor, claro. Esperando a Míster Bojangles es, en esencia y por encima de otras lecturas, una formidable historia de amor. Y es que resulta de todo punto imposible no enamorarse de esta familia, y en particular de la madre, una construcción literaria memorable, un personaje fascinante, excesivo, seductor, mágico, de un magnético atractivo. Mi padre decía de ella que tuteaba a las estrellas.
La madre vive en una existencia paralela, ajena al normal devenir del mundo. Construye una vida intensa, pletórica, feliz, una vida hecha de juegos, esplendor, belleza, risas, ilusiones, fantasías, amistad y, ya se ha dicho, amor. Una vida en la que no caben ni el aburrimiento ni la tristeza, la rutina ni la insatisfacción, la mediocridad ni la sensatez. Una vida en la que todo es desmesura, abundancia, exceso, prodigalidad. Para ella, lo real no existía, se dice en el libro, que nos la describe como una perpetua niña, que se tapa los ojos con la mano para esconderse de la horrible realidad. En consecuencia, sus días son un caos permanente y se desenvuelven en mil direcciones, en millones de horizontes. La casa se desborda de invitados, que se quedan a comer y a dormir, en un desorden total en las habitaciones, en los dormitorios.
Naturalmente reñida con los relojes, puede cocinar una pierna de cordero para que el niño meriende a la vuelta de la escuela o preparar la cena a altas horas de la noche, por lo que, en su siempre frenético entorno, no hay ni un solo día sin su ración de ideas disparatadas, ni una sola noche sin su cena improvisada, sin su fiesta imprevista. En todo momento dispuesta a pegarle una patada en culo a la sensatez, su marido la describe como un don Quijote con falda y botas que todas las mañanas, con los ojos apenas abiertos y todavía hinchados, saltaba sobre su jamelgo y le golpeaba frenéticamente los flancos para salir al galope e ir al asalto de sus lejanos molinos cotidianos. Y también como una chiflada con un tocado de plumas me hizo perder la cabeza por ella, invitándome a compartir su locura.
Son decenas los rasgos de irresistible encanto con los que Bourdeaut presenta a esta mujer resplandeciente. Ella llama de usted a todo el mundo, incluidos marido e hijo, pues el usted, dice, es la primera barrera de seguridad en la vida, además de una muestra de respeto que se debe a la humanidad entera. La vemos riéndose siempre a carcajadas (No quería saber nada de preocupaciones ni de penas), feliz (Se entusiasmaba con todo, encontraba enormemente divertida la marcha del mundo y la acompañaba dando saltos de alegría). Cubre de besos a su hijo, le “picotea” de continuo, desbordada de amor, apasionada aunque inconstante. Se resiste a trabajar (lo hace una sola vez, por unas horas, en una floristería, y la despiden porque no cobra los ramos; Robin de las flores, la califica su esposo), y tampoco deja que lo haga su marido -¡Usted no volverá a trabajar mientras yo viva!-, deseosa de exprimir al máximo, sin concesiones, su tiempo, su amor. Igualmente, indiferente a cualquier convención y al sometimiento a la menor regla, se niega a pagar impuestos, amenazando al inspector de Hacienda, que huye escandalizado. Inventa un delirante árbol genealógico, que se remonta a Josephine Baker y al severo jinete prusiano del cuadro antes reseñado. Cocina, pero incapaz de someterse al dictado de lo previsible, envía los platos a la tienda de precocinados para poder entonces comprarlos como comida preparada y dotar así de aliciente a ese acto banal.
El padre asiste complacido a su dulce desvarío, recibe su locura con los brazos abiertos, y adora embriagado y rebosante de amor a esa mujer irrefrenable, ese ciclón vitalista y desorbitado, por el que se deja arrastrar (como podéis comprobar en el fragmento que os ofrezco al término de esta reseña), entregado y dichoso: Sus extravagancias llenaron mi vida, anidaron en cada uno de sus rincones y ocuparon toda la esfera del reloj, devorando todos sus instantes.
Y la unión de estas dos personas excepcionales hace una pareja inolvidable, que se unen en un juramento lleno de emoción y romanticismo, de belleza y amor: Juro ante Dios Todopoderoso que todas las mujeres que soy lo amarán eternamente, dice ella. Y él: Prometo ante el Espíritu Santo amar y proteger día y noche a todas las mujeres que será y acompañarla toda su vida allá donde vaya.
Esa plácida y a la vez alocada existencia, en la que se prodigan el amor y las fiestas interminables, los disfraces, la comida y la bebida, los fuegos artificiales, los besos y las risas; también, en ocasiones, las lágrimas, tiene en Mr. Bojangles, la bella canción que interpretó magistralmente Nina Simone, su emblema paradigmático. En la casa suena de continuo la pieza, un tema realmente loco, triste y alegre a la vez, que los padres escuchan y bailan sin parar. No me resisto a transcribir aquí un fragmento en los que se pone de manifiesto el significativo valor de la canción como, en cierto modo, resumen del libro:
Mi madre solía contarme la historia del señor Bojangles. Era como la canción: bonita, bailable y melancólica. Por eso a mis padres les gustaba bailar agarrados con Mr. Bojangles, porque era una música para los sentimientos. El señor Bojangles vivía en Nueva Orleans, aunque eso había sido hacía mucho, en los viejos tiempos, que se llamaban así porque no había nada nuevo. Al principio viajaba por el sur de otro continente con su perro y su traje viejo. Pero un día su perro se murió y ya nada volvió a ser igual. Entonces se iba a bailar a los bares, con el mismo traje viejo de siempre. Bailaba Mr. Bojangles, la bailaba a todas horas, como mis padres. Para incitarlo, la gente lo invitaba a cerveza, y entonces él bailaba con aquel pantalón que le iba grande, saltaba muy alto y volvía a posarse en el suelo con suavidad. Mamá me decía que bailaba para que volviera su perro, que ella lo sabía de buena tinta. Y ella bailaba para que volviera el señor Bojangles. Por eso bailaba a todas horas. Simplemente para que volviera.
El tono agridulce de la canción va adueñándose progresivamente de la historia. El simpático descontrol de la madre comienza a resquebrajarse cuando, al principio de modo casi imperceptible, se abre paso la Locura -así, con muy graves mayúsculas-. El nuevo estado de mamá altera la bulliciosa placidez familiar. Su cerebro dañado va borrando todo rastro de alegría y provoca reacciones inusitadas incluso para la habitual excentricidad de la ahora pobre mujer. Sale desnuda a la calle, se embarca en empresas disparatadas, provoca desastres cotidianos. Una época esplendorosa llega así a su fin y, aunque no quiero desvelaros el final, comparecen la tristeza, el dolor, la amargura, el sufrimiento, el desconsuelo, la aflicción. A veces en sus ojos había más melancolía que felicidad, leemos, y entonces la sonrisa que nos había acompañado desde el comienzo de la lectura se congela, nuestro ánimo se embarga y nos invade la nostalgia, como en las tristes notas que entona Nina Simone.
Precisamente con su memorable interpretación cierro este comentario, invitándoos una vez más a leer esta inolvidable Esperando a Míster Bojangles, la entrañable novela de Olivier Bourdeaut.
Así pues, yo había alcanzado uno de esos momentos críticos en los que todavía se puede elegir, en los que aún está en nuestra mano decidir nuestro futuro sentimental. En aquel instante me encontraba en lo alto del tobogán, a tiempo de volverme, bajar la escalerilla y marcharme, huir de ella poniendo como excusa una obligación tan ineludible como falsa. O bien podía dejarme llevar, tomar impulso y deslizarme por la rampa con la dulce sensación de que ya no podía decidir nada, de que ya no podría detener nada; dejar que mi destino siguiera un curso que yo no había trazado y, para terminar, aterrizar en un montón de arena dorada, mullida y movediza. Era consciente de que aquella chica no estaba del todo en sus cabales, de que sus delirantes ojos verdes ocultaban taras secretas, de que sus mejillas infantiles, ligeramente redondeadas, disimulaban las heridas de la adolescencia, de que a aquella hermosa joven, en apariencia despreocupada y risueña, la vida debía de haberla zarandeado y golpeado con dureza. Me dije que por eso bailaba como una loca, sencillamente para olvidar su tormentoso pasado. Me dije, como un idiota, que mi vida profesional se había visto coronada por el éxito, que era casi rico, bastante atractivo y podía encontrar una esposa normal con facilidad, llevar una vida ordenada, tomar una copa todas las tardes antes de cenar y acostarme a medianoche. Me dije que yo también estaba un poco tocado de ala y que no tenía derecho a encapricharme de una chica que lo estaba del todo, que nuestra relación sería como la de un hombre al que le falta una pierna con una mujer sin extremidades, que una unión así por fuerza tenía que cojear, avanzar a tientas en direcciones inverosímiles. Estaba a punto de rendirme, me había asustado el caos futuro, el perpetuo torbellino que aquella joven se proponía venderme rebajado, como en un anuncio publicitario, contoneándose con entusiasmo. Y de pronto, al sonar las primeras notas de un tema de jazz, me pasó el chal de gasa alrededor del cuello, me atrajo hacia ella bruscamente, con fuerza, y nos encontramos mejilla con mejilla. Y comprendí que seguía haciéndome preguntas sobre un asunto ya zanjado, que me deslizaba hacia aquella preciosa morena, que ya estaba en mitad de la rampa, que me había lanzado hacia la niebla sin siquiera darme cuenta, sin señal ni aviso.
Olivier Bourdeaut. Esperando a Míster Bojangles
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