Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de mayo de 2019

CARYS DAVIES. OESTE

Hola, buenas tardes. Una semana más Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro, en esta ocasión recomendándoos un par de títulos con los que queremos continuar la serie, iniciada el miércoles pasado en la Venezuela de Karina Sainz Borgo y su La hija de la española y que se desarrollará durante cinco semanas, de textos que nos lleven a cada uno de los cinco continentes del mundo. La inminente llegada del verano, que ya se insinúa en las calles estos días de mayo, despierta en todos nosotros la tentación del viaje, ante la perspectiva de las largas jornadas estivales, felices en la promesa de holganza y vacación que encierran. ¿Y qué mejor que una aventura literaria, un largo e intenso periplo sentimental e intelectual por algunos apasionantes lugares exóticos, para entretener y disfrutar estos períodos de ocio y descanso que incitan, simultáneamente, a la lectura demorada que nos retiene durante horas abismados entre las páginas de un libro y, también, a esa vehemente pulsión -que a casi todos nos mueve- hacia la huida y el descubrimiento, hacia las andanzas y el vagabundeo? 

En el caso de esta tarde nuestra “expedición” nos llevará a América, esta vez a la del norte, a los Estados Unidos más concretamente, una nación cuyo origen y cuya historia están marcados por una gran aventura, la de la conquista del Oeste, que centra -bien que de un modo no demasiado convencional- lo esencial del libro del que a continuación quiero hablaros. Las legendarias caravanas hacia el interior del continente y, más allá aún, hacia las costas del Pacífico, la valiente exploración de territorios desconocidos, la arriesgada “dominación” de las nuevas tierras, la desigual lucha contra la naturaleza y las dificultades e inclemencias climatológicas varias, el brutal enfrentamiento con los sorprendidos indígenas -y su exterminio-, el sueño de California, la atracción de lo desconocido, la decidida e irrefrenable voluntad de encontrar un asentamiento, un espacio vital propio en esos vastos espacios casi infinitos por parte de miles de familias de pioneros, están en la mitología fundadora de los Estados Unidos desde que un puñado de “peregrinos” ingleses que habían partido de Plymouth desembarcaron del Mayflower en lo que hoy es Massachusetts, creando en sus costas la colonia que acabarían por denominar con el mismo nombre que el de su ciudad de origen. 

A ese “universo” de leyenda -más allá de sus constatables y bien documentadas coordenadas históricas-, tan representado en la literatura y el cine -con el western como expresión paradigmática-, no conduce Oeste, un breve librito, una joya literaria, el magnífico y reciente debut novelístico de la escritora galesa Carys Davies. Pero el tema es tan inabarcable, sus facetas tan variadas, tan amplia la panoplia de referencias a las que se abre, que ya ahora os anticipo que a lo largo de otras emisiones posteriores del espacio os ofreceré otros cinco títulos extraordinariamente interesantes, con idéntico escenario aunque con planteamientos literarios muy distintos. 

Oeste se publicó a mediados de 2018 en nuestro país presentada por la editorial Destino en traducción de Lorenzo Luengo. Premiada escritora de cuentos y de ensayos, su autora ha sorprendido al mundo con una exquisita obra de orfebrería, una maravilla luminosa e intensa, emotiva y bellísima, concentrada en menos de doscientas páginas que se leen en un arrebato de exaltación, extasiado el lector, absorbido, hipnotizado, por la fuerza, la ternura, la tristeza, la energía, el sufrimiento, la voluntad, el sentimiento, la melancolía, en definitiva la profunda humanidad que rezuma la historia que se nos narra. 

El relato nos sitúa en Lewiston, en el condado de Mifflin, Pensilvania, poco antes de 1820. John Cyrus Bellman es un hombrón alto, robusto, con pelo y barba rubicundos, de manos y pies enormes, que se gana la vida criando mulas. Con treinta y cinco años cuida de su hija Bess, de sólo diez, tras la muerte de Elsie, su esposa, fallecida repentinamente ocho años antes de comenzar la “acción”. Bellman vive una vida modesta y sencilla, entregado a sus rutinas en el campo, ocupado de sus caballos y sus mulos. Es un hombre solitario, de escasas relaciones sociales: su hermana Julie, llegada desde Inglaterra junto con Elsie y John algún tiempo atrás; su vecino Elmer Jackson; algunos, pocos, lugareños. Provisto de una mínima educación, por encima, sin embargo, de la media en la época -sabía escribir, aunque no siempre era capaz de poner las letras en su sitio. Leía despacio pero bastante bien, y había enseñado a hacer lo propio a Bess-, un día descubre en un periódico local una noticia sorprendente que lo obsesionará: la aparición en Kentucky de unos restos fósiles desconcertantes. Unos huesos monstruosos, dientes del tamaño de calabazas, unos colmillos de longitud interminable, unos omóplatos prodigiosos, unas mandíbulas gigantescas... El animal mitológico (un animal incognitum, como se refiere en el libro) al que apuntan esos misteriosos restos invadirá su imaginación despertando su curiosidad. ¿Existirán todavía esas criaturas fabulosas? ¿Habrá aún, vagando por las praderas y los bosques, en la falda de las colinas o las cimas de las montañas de su inmenso país, algunos ejemplares de tan formidables especímenes? Inquieto, obcecado, sugestionado por tan irracional preocupación, fraguando en su interior una insensata voluntad de indagación y búsqueda, perturbado por la formidable presencia en su mente de esos seres antinaturales, se entrega durante meses a la consulta de mapas -llenos de huecos, espacios vacíos y signos de interrogación, como corresponde a lo muy elemental del conocimiento de la geografía del continente en esos días-, y a la atenta lectura de los diarios de la expedición del viejo presidente (el viaje de los capitanes Lewis y Clark entre 1804 y 1806, más de doce años antes del momento en que se sitúa la novela, encargado por Thomas Jefferson para explorar y cartografiar el territorio de las inabarcables regiones del ilimitado territorio, diez mil kilómetros recorridos en dos años y medio de aventura, atravesando Estados Unidos casi en su integridad, de costa a costa), que no hacen sino acrecentar la obstinada agitación despertada por el inopinado hallazgo de la noticia sobre los enigmáticos animales.

Y un buen día, incapaz de sustraerse al compulsivo afán que lo trastorna, decide abandonar su hogar, dejando a su hijita -a la que ama profundamente- al cuidado de la tía Julie, y lanzarse a la quimérica búsqueda de esos seres fascinantes. Haciendo caso omiso de las advertencias de sus allegados, que lo tachan de loco y le auguran un destino funesto (pues no verán tus ojos mayor necio que él. A partir de hoy lo cuento en el número de los dementes y de los perdidos. No esperes volver a verlo, y no levantes la mano para despedirlo, eso sólo servirá para envalentonarlo y hacer que piense que se ha ganado tus buenos deseos. Vamos, niña, entra, cierra la puerta, y olvídalo, le dice su tía a la pobre y apenada Bess), sin arredrarse ante las evidentes dificultades de la expedición -los obstáculos del camino, lo desconocido de la ruta, las penalidades del clima, las amenazas de los indios y de cuantos buscadores acechan en los senderos una oportunidad de lucro criminal-, sin considerar lo objetivamente absurdo e inútil de perseguir una fantasía de consecución imposible, un delirio alucinado sin finalidad razonable alguna, hace acopio de algunos mínimos pertrechos -una brújula, un cuchillo, un hacha, dos pistolas, unos anzuelos, una lima, algunos abalorios y baratijas para comerciar con los indios, un dedal y una camisa de rayas que fueron de su mujer, un tintero que sujeta en la solapa de su abrigo para poder escribir desde su montura, entre otros objetos a cual más precario e insensato- y, austero y pobre, sin dinero ni apenas pertenencias, con su fantasmagórica apariencia -inmenso, hirsuto, con un deslucido abrigo de lana marrón y un estrambótico sombrero de copa negro, una especie de chistera que se compra para la ocasión-, monta en su caballo y parte, decidido y paciente, a la aventura. 

La descripción de esta pulsión obsesiva que nace meses antes de su viaje y se mantiene durante todo su trayecto hasta el final (que no desvelaré) constituye uno de los ejes de interés del libro. Lo que había leído en el periódico le había producido un furioso palpitar en el pecho, una especie de picazón en el borde de su ser (…) ahora no había nada que ansiase más que ver con sus propios ojos a aquellas enormes criaturas, reflexiona. Y aún más: Lo único que puedo decirte es que sólo hay una cosa en la vida que quiero hacer ahora mismo y es ir allí, al oeste, y encontrarlos. Cuando, en mitad de su sacrificada aventura, Bellman rememora el desencadenante de su inconcebible inquietud, dará con una de las pistas esenciales de su irracional proceder: Sentía que perdía el equilibrio, de igual manera como le ocurrió cuando, allá en su casa, leyó por primera vez acerca de aquellos enormes huesos: cuando la mera idea de todo cuanto ignoraba le había hecho tambalearse y ser consciente de que ya no podía permanecer en su hogar. Se había visto completamente incapaz de explicárselo a nadie, ni a Julie, ni a Elmer, ni siquiera al nuevo bibliotecario, que le había ayudado a encontrar los mapas y los diarios. Ahora se preguntaba si no sería porque, a través de tan gigantescos animales, posiblemente se le había abierto como una puerta a los misterios del mundo. Y es que los monstruosos fósiles representan -para John y para la autora que los crea- precisamente eso, un atisbo de lo desconocido, de lo insondable, de lo mucho que ignoramos y quizá nos explica, el posible sentido último, pues, de una vida carente de él. 

Este sentimiento, el de superar nuestros límites, la necesidad de abandonar la plácida grisura de una existencia limitada y sin alicientes en busca de “algo” que desconocemos, que ni siquiera somos capaces de intuir, permea la obra entera, que se constituye así en una muy convincente descripción de los anhelos y esperanzas, de las ilusiones y los afanes que, superando cualquier análisis racional, mueven nuestras vidas. Más allá de la idea que uno pudiera tener del mundo conocido, siempre había cosas ahí fuera con las que no había soñado, pensará el protagonista. Y también: Ya entonces tenía un poco de esa hormigueante sensación, el vértigo; echar en falta lo que nunca había visto y tampoco conocía

Pero como un Ícaro del Oeste, abducido por un sueño imposible, empieza a comprender, quizá demasiado tarde, que el sol quema y derrite nuestras fuerzas, y que el fracaso -la caída- es la condición sustancial de nuestra naturaleza. Y así, en Bellman surgirán las dudas, que dotan de dramatismo a su aventura y la hacen hondamente humana: Sentía de nuevo el mareante peso de todo el misterio de la tierra y cuanto había en ella y más allá de ella. Sentía el resurgir de su curiosidad y de su anhelo, y al mismo tiempo sentía un temor cada vez mayor a no encontrar jamás aquello que había ido a buscar, a que los monstruos, después de todo, pudieran no estar allí. Y más adelante: Comenzaba a sentir que podía haber echado a perder su vida en aquel viaje, que tendría que haberse quedado en casa con lo pequeño conocido en lugar de ir por ahí en busca de lo inmenso por conocer

Este noble -e imposible- intento de trascender nuestra limitada y mísera y triste condición humana es despreciado por el mundo, que condena el atrevimiento de quienes no se pliegan a un conformista y convencional deambular por la vida. Los hombres, dirá una vecina en un reduccionismo simplista y tranquilizador para “explicar” la “anomalía” que Cyrus representa, sienten una especie de insatisfacción infantil hacia todo cuanto tienen, que se manifiesta al acercarse a los cuarenta años. Les hace pensar que merecen mucho más de lo que la vida les ha otorgado. Por mi experiencia diría que muchos de ellos se van con otras mujeres, o se compran un nuevo caballo o un bonito sombrero

Solo la infantil Bess, la niña inocente y esperanzada, sin filtros “convenientes” en su visión ingenua de la realidad, continuará confiando en su padre, y ello tras años de espera inútil de su retorno; su padre, un héroe casi sobrenatural, acorde a la inmensa dimensión de su grandiosa tarea, de su “misión”: En su opinión, parecía grandioso, resuelto, valeroso. En su opinión parecía inteligente y romántico y audaz. Parecía un hombre embarcado en una misión personal que lo hacía diferente del resto del mundo, y Bess decidió que, mientras su ausencia se prolongase, guardaría esa imagen que de él tenía en la mente: allá en lo alto de su caballo, con sus bolsas y sus bultos y sus armas, allá enfundado en su largo abrigo y tocado con su chistera, perdiéndose rumbo hacia el oeste. No tenía la menor duda de que lo vería de nuevo

Los sueños, la aventura, la pasión por trascender la “necesidad”, lo servil de la condición humana, la fortaleza ante la vida, la intensa presencia de la naturaleza, el sentido de la existencia, el amor, la ausencia, la fraternidad, la muerte, la esperanza, las quimeras, la locura, son algunos de los temas, pues, que afloran en esta narración sorprendente y espléndida. 

Excepcional es también la recreación de la vida en la naturaleza, del entorno salvaje del Oeste americano en el siglo XIX. Cyrus sigue el curso del Misisipi desde Sant Louis (como hiciera la expedición de Lewis y Clark), alejándose de él, no obstante, y desviándose hacia el interior en su infructuosa búsqueda del monstruo. Viviremos con él el paso de las estaciones, la esperanzada primavera, el acogedor verano, el difícil otoño, el aterrador invierno. Lo seguiremos por planicies y cañadas, por bosques y desfiladeros, por paisajes nevados y montañas infranqueables, por ríos caudalosos y secarrales inhóspitos. Lo veremos sobrevivir en ese medio hostil, aplicando un denodado esfuerzo para salir adelante en una naturaleza inclemente; lo veremos pescar, cazar, recoger fruta, dormir al raso, hacer fuego para, inútilmente, calentarse en infinidad de gélidas noches. Lo acompañaremos también en sus encuentros con las diversas gentes “del camino”, compañías más o menos fugaces en su peregrinaje: un soldado, un fraile español, un administrador de fincas holandés, el práctico de una chalana, Devereux, el vendedor de pieles. A los que van en dirección opuesta les entregará las cartas que, incesantemente, escribe a su hija (unas treinta en los primeros mil ochocientos kilómetros de su viaje). De todos estos personajes episódicos hay uno, entrañable, que lo acompañará en gran parte de su itinerario: Anciana de allá lejos, un joven indio de la etnia shawnee, de solo diecisiete años, que con sus hombros estrechos, sus piernas estevadas, su físico poco agraciado, su enigmático silencio (ninguno de los dos habla la lengua del otro), representa a la vez la resignación y la rebeldía de su pueblo estafado y “comprado” con baratijas, expulsado de sus tierras, perdidas sus raíces, su cultura, sus valores, su modo de estar en el mundo, pues todo lo habían entregado a cambio de nada. 

Esta dimensión épica de la novela junto a la recreación del paisaje y de las gentes de la América de aquel tiempo, aspectos que remiten al western, a la gran epopeya americana, también a La Odisea, el héroe que “debe” abandonar un hogar en el que se le espera -la pequeña Bess oficiando de joven Penélope-, aporta un extraordinario valor al libro y se convierten en otro de sus alicientes. 

Por último, quiero subrayar también la estructura y el estilo con los que Carys Davies presenta la extraordinaria aventura del malhadado Bellman. El relato, centrado en lo sustancial en la peripecia del protagonista, se ofrece sin embargo en una suerte de “montaje” en paralelo, con capítulos -casi todos muy cortos- que alternan distintas perspectivas: la de Elmer Jackson, que aprovecha la ausencia del vecino para urdir sus siniestros propósitos con respecto a Bess; la de Anciana de allá lejos, que asiste impertérrito a las desmesuradas y para él inexplicables andanzas del extraño hombre “rojo”; la de la viuda del herrero, que en el pueblo recuerda a Bellman con añoranza; la del bibliotecario libidinoso, acechando también el crecimiento de la joven y guapa Bess; la de la tía Julia y sus marchitas esperanzas; la de Devereux y su contradictoria mezcla de honradez e interesada astucia; y, sobre todo, los pensamientos, los presagios, la ilusión y la confianza, los deseos, la añoranza y los temores de la tierna Bess. 

Y todo ello contado con un tono de fábula, lleno de ritmo, con una prosa sencilla y que transmite una sensación de falsa ligereza, porque el planteamiento final es muy serio, denso, profundo, rebosante de emoción, sensibilidad y tristeza. Recuerda, dirá el chico indio en una suerte de corolario implícito de la novela, no existen los dioses. Sólo nos tenemos a nosotros mismos y nada más. Así, con esa melancolía, nos despediremos de unos personajes cercanos, entrañables, cuya presencia optimista y a la vez desesperanzada pero siempre cálida y casi íntima, nos ha proporcionado unas horas espléndidas. 

Como complemento musical a mi reseña os dejo con Shenandoah, una canción tradicional norteamericana de principios del siglo XIX. Vinculada a los viajeros que atravesaban en canoa el río Missouri, con referencias también a la cultura de los pueblos indígenas, aquí os la ofrezco en la versión de Bruce Springsteen. 


Cuando llegó la mañana Bellman ya estaba organizando las bolsas y bultos que llevaría consigo, arrodillado en un porche que parecía algo hundido y tenía bastantes refuerzos. 

¿Por qué, preguntó Bess, llevaba una blusa de su madre? 

La blusa de Elsie, a rayas blancas y rosas, descansaba en las enormes manos de Bellman, que se estaba preguntando en qué bolsa meterla. 

—Por la misma razón, Bess, por la que me llevo su dedal y sus agujas de tejer. 

—¿Y qué razón es ésa? 

Bellman vaciló un momento. Se miró las manos: 

—Porque ella ya no las necesita y yo sí. 

Habló entonces a Bess de los indios, de lo orgullosos que según había oído se sentían, tanto los hombres como las mujeres, al poseer aquellas bonitas prendas y aquellos útiles objetos de metal. A alguno podía atraerle la blusa de su madre, a otros sus largas agujas de tejer y su dedal de cobre. A cambio le darían toda suerte de cosas que le serían necesarias durante su viaje. 

—¿Qué clase de cosas? 

Bellman se encogió de hombros. 

—Comida. Quizá un caballo nuevo, si necesito uno. Explicaciones acerca de cómo hacer algunas cosas y qué camino es mejor tomar. 

Bess le miró muy seria y asintió. 

—¿Así que podrían decirte dónde buscar? 

—Exacto. 

Le mostró entonces un cofre de latón repleto de dedales que pensaba llevarse junto con otras cosas pertenecientes a la madre de Bess. Bess se asomó al interior y vio que había un montón de botones, abalorios y campanitas, algunos anzuelos y algo de tabaco y trozos de cinta y restos de cables de acero y un montón de pañuelos, unos cuantos recortes de tela de color y pequeños fragmentos de un espejo. 

Bess dijo que esperaba que a los indios les gustase todo aquello y Bellman dijo que él también lo esperaba. 

Le escribiría, dijo Bellman, y cuando le fuera posible daría las cartas a viajeros y comerciantes que marcharan de camino al este para que las llevasen a lugares como St. Louis o St. Charles y las enviasen desde allí. 

—Mira, hasta tengo un pequeño tintero engastado en un remache por dentro de la solapa de mi abrigo. Ni siquiera tendré que detenerme cuando quiera escribirte una carta: puedo escribirte desde mi silla, mientras cabalgo.

   
Carys Davies. Oeste

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