Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de noviembre de 2023

TRUMAN CAPOTE. DESAYUNO EN TIFFANY'S  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, bienvenidos al espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy os ofrece el primer programa de una breve serie, que iré desarrollando a lo largo de lo que resta de la presente temporada del espacio, en las que el cine será el protagonista. Y es que en este año que ahora acaba se han producido varias efemérides cinematográficas que quiero resaltar con una propuesta plural. En primer lugar, y por centrarme en la emisión de esta tarde, en 1963, exactamente el 12 de noviembre, hace ahora sesenta años, se proyectó por primera vez en España Desayuno con diamantes, un título esencial en el universo del séptimo arte, una película que se había estrenado en Estados Unidos dos años antes. 

Aprovechando el aniversario os propongo hoy la lectura de dos libros muy interesantes. Quiero hablaros del libro de Truman Capote en el que se basó la película, Desayuno en Tiffany’s, y de un número monográfico, Desayuno con diamantes. El libro del 60 aniversario, de la editorial Notorious, un sello de presencia recurrente en nuestro espacio, publicado cuando se cumplieron los sesenta años de su estreno en Estados Unidos, cuyos responsables son Quim Casas, Teresa Llácer, Ricardo López y Lucía Tello Díaz. A lo largo de los próximos meses, como digo, irán saliendo al aire mis sugerencias de libros relacionados con otras películas que han alcanzado un redondo cumpleaños en este 2023 ya declinante. 

Vayamos, pues, con Desayuno en Tiffany’s. La edición española “canónica” del libro es de 1987 (no sé si hay alguna previa; la publicación estadounidense originaria es de 1958) y la editó Anagrama en su ya legendaria colección “Panorama de narrativas”, con sus cubiertas amarillas y sus ya más de mil cien títulos publicados. Mi sugerencia de hoy os lo trae en la más reciente versión de Libros del Zorro Rojo, de 2016, que conserva la traducción para Anagrama (los editores agradecen en el colofón de la obra la cortesía del sello catalán) de Enrique Murillo, escritor él mismo y uno de los más importantes traductores de nuestro país (pese a lo cual, desde mi punto de vista, hay dos traslaciones, al menos, con sendas opciones léxicas de difícil justificación. La primera, la presencia del término “malea”, cuya existencia en castellano no he logrado localizar, y que por el contexto en que aparece podríamos asociar a tristeza, morriña o angustia (la expresión inglesa en el texto original es “you know those days when you've got the mean reds?”, de la que ignoro cuál debiera ser una traducción más adecuada; la de Murillo es “¿sabes esos días en los que te viene la malea?”; en el doblaje al español de la película se habla de “días rojos”). La segunda, un falso amigo, “implausible”, vocablo existente en inglés pero no en nuestro idioma, al que debería ser vertido como “inverosímil” o “increíble”). Además, los responsables de la edición más actual (no sé si el propio traductor o los editores; sospecho que estos últimos) han “pulido” algunos detalles de la inicial versión, actualizándola desde el punto de vista gramatical (las tildes en “solo”, por ejemplo) y cambiando términos hoy menos usuales (como muestra representativa, donde la edición original decía “llevar diamantes sin haber cumplido los cuarenta es una horterada”, hoy se ha sustituido el último vocablo por “ordinariez”; en la película se dice “vulgaridad”). El libro del que os hablo, que a diferencia del de Anagrama, que recoge otros tres cuentos, solo incluye la corta novela a la que alude su título, se presenta en un formato muy amable y con unas muy sugerentes ilustraciones de Karen Klassen, reconocida pintora e ilustradora canadiense, que se mueve en los mundos de la moda, la publicidad y el ámbito editorial. 

Debo confesar, de entrada, que yo no había leído hasta hace unos meses la novella (novellanouvelle, novela corta, todas ellas denominaciones convenientes, pues con sus escasas cien páginas estamos ante un texto de longitud mayor que la de un cuento y menor que la de una novela convencional) de Capote. He repasado mi biblioteca y en ella están -leídos hace décadas y olvidados en su mayor parte- Otras voces, otros ámbitos, Plegarias atendidas, Música para camaleones, el genial A sangre fría, que sí recuerdo bien, todos ellos en las ediciones de Anagrama de principios de los ochenta y en algunas, anteriores y deplorables, de Bruguera. Pero, concluido el exhaustivo arqueo, no aparece Desayuno con diamantes, y lo que resulta más revelador, tampoco guardo en mi memoria rastro alguno de su lectura. Y ello es, a la vez, una ventaja y un inconveniente. La principal limitación deriva del hecho de que, teniendo, en cambio, muy vivo el recuerdo de la película, que también he vuelto a ver estos días, mi actual y muy retrasada lectura se ha visto totalmente condicionada por la “presencia” irradiadora de Audrey Hepburn, que encarnó en el cine de un modo inolvidable a la subyugante Holly Golightly del libro, de tal manera que el enamoramiento instantáneo y arrebatado que provoca el personaje -también en la ficción literaria, con todos los hombres que la rodean entregados, de una u otra forma, a los encantos de la por muchos motivos deslumbrante heroína- se debe, en mi caso, en gran parte, a la fascinación que desprende la actriz (¿cómo no enamorarse de la bellísima chica, en apariencia frágil, que susurra Moon river -obvia opción musical para el cierre de esta reseña- rasgueando la guitarra en la escalera de incendios del destartalado edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este?). Sin embargo, alejando en lo posible de mi mente la poderosa imagen de la delicada belleza de Audrey Hepburn, mi lectura -tan tardía- de Desayuno con diamantes me ha permitido descubrir una obra muy interesante y, también, conmovedora. La experiencia completa, lectura del libro y revisión, por enésima vez, de la película, ha sido memorable y por eso quiero compartirla y recomendarla. 

Con el habitual aviso para navegantes con el que subrayo la imposibilidad de hablar con un mínimo de profundidad del libro sin desvelar algunas de sus claves, anticipo someramente la trama argumental de la breve obra. El narrador, innominado en el texto literario -no así en la película-, es un joven aspirante a escritor que en los primeros años de la Segunda Guerra mundial (Aquel lunes de octubre de 1943, recuerda en un momento del libro), llega a la que va a ser su primera vivienda en Nueva York, con todas las ilusiones todavía intactas pese a que nunca ha publicado y ninguna editorial compra lo que escribe. Ya en los primeros días de su estancia en el nuevo domicilio ve interrumpido de continuo su sueño nocturno porque, a las dos, a las tres, a las cuatro de la madrugada, la excéntrica y ruidosa vecina del apartamento inferior al suyo llama insistentemente a su telefonillo para que, olvidadas una y otra vez la llaves de la puerta, le franquee el paso al edificio. Pese a tan constantes “incidencias”, tendrán que pasar aún algunos meses para que llegue a conocerla, puesto que en sus recurrentes servicios como portero forzoso solo la ha podido vislumbrar. Ello ocurrirá cuando la chica se presente en la ventana de su casa, en albornoz y desde la escalera de incendios, solicitando su ayuda para escapar así de un admirador “horripilante” que la acosa en su propio apartamento. La descarada muchacha es Holly Golightly, una chica muy joven (le faltaban dos tímidos meses para cumplir los diecinueve) y de vida algo alocada, cuyas peripecias constituyen desde ese momento el objeto de la curiosidad, del interés, también de la desesperación del pretendido escritor. Holly se convierte así, en consecuencia, en el centro absoluto sobre el que gira la novela y su personaje pasará a ser, merced a su omnipresencia en el libro y a la deslumbrante caracterización con la que la dibuja Truman Capote, una de las más sobresalientes e inolvidables figuras femeninas de la literatura -y sin duda también del cine- del siglo XX. 

Holly es, aunque la novela no lo afirma abiertamente, una prostituta (No es que me haya liado con auténticas multitudes, como dicen algunos: y no culpo a esos bastardos por decirlo, siempre he vivido en plan loco. Aunque, la verdad, la otra noche eché cuentas y sólo he tenido once amantes, sin contar lo que pudiera haber ocurrido antes de cumplir los trece años porque, al fin y al cabo, eso no cuenta. Once. ¿Basta eso para convertirme en una puta?), que se codea con hombres de vida dudosa y miembros de la alta sociedad neoyorkina, millonarios, artistas, productores cinematográficos, algún mafioso, tipos sospechosos, de los que extrae sus únicas fuentes de ingresos, hombres que sacaban con dos dedos un billete de cincuenta dólares para el tocador. Muchas de las manifestaciones de su desordenada vida -presencia constante de amantes y hombres enamorados, fiestas ruidosas, hábitos extravagantes, horarios descabalados- repercuten en la anodina vida del escritor que, poco a poco, se ve arrastrado a la turbulenta vorágine en que consiste la existencia de la desconcertante joven. Tanto lo caótico y despreocupado de sus costumbres cotidianas como, sobre todo, los rasgos que caracterizan una personalidad de un magnetismo arrollador, enamoran a los hombres que la rodean, entre ellos, singularmente, al narrador y, de manera evidente en mi caso, también al lector. 

El personaje atrae ya antes de conocerla, merced a los indicios que el escritor va teniendo de ella: descubrí, dirá, observando la papelera que dejaba junto a su puerta, que sus lecturas normales eran la prensa popular, los folletos de viajes y las cartas astrales; que fumaba unos pitillos esotéricos de la marca Picayune; que sobrevivía a base de requesón y tostaditas; que su cabello multicolor no era obra de la naturaleza. La misma fuente de información me permitió saber que recibía montones de cartas del frente. Siempre estaban rotas a tiras alargadas, como registros. A veces me llevaba uno de esos registros para utilizarlo en mis lecturas. Recuerdo y te echo de menos y llueve y escribe, por favor, y maldita y condenada eran las palabras que más a menudo se repetían en esas tiras de papel; estas, y soledad y te quiero. Un retrato fragmentario, incompleto y parcial, pero muy revelador del modo en que se desenvuelve la vida de la chica. 

Idéntica predisposición positiva se produce cuando, por fin, Holly aparece ante el narrador y, consiguientemente, ante el lector, con aspecto de persona mimada por la vida, serenamente inmaculado, como si la hubiesen estado cuidando las doncellas de Cleopatra, como puede apreciarse en estos dos reveladores fragmentos que no me resisto a transcribir en su integridad: 

Holly llevaba un fresco vestido negro, sandalias negras, collar de perlas. Pese a su distinguida delgadez, tenía un aspecto casi tan saludable como un anuncio de cereales para el desayuno, una pulcritud de jabón al limón, una pueblerina intensificación del rosa en las mejillas. Tenía la boca grande, la nariz respingona. Unas gafas oscuras le ocultaban los ojos. Era una cara que ya había dejado atrás la infancia, pero que aún no era de mujer. 

Nunca se quitaba las gafas de sol, iba siempre muy bien vestida, con un buen gusto casi pomposo pese a la sencillez de su ropa, de los azules y los grises escasamente llamativos que hacían que fuese ella, su persona, la que brillaba. Hubiera podido deducirse que era modelo de fotógrafo, o una actriz principiante, aunque, por sus horarios, era obvio que no tenía tiempo para dedicarse a ninguna de las dos cosas. 

Pero si su apariencia externa resulta subyugante, no lo es menos la contradictoria amalgama que constituye su personalidad. Holly es una chica inocente, imprevisible, deliciosa, tierna, sofisticada, dulce, frívola, caprichosa, libre, elegante, despistada, liberada, moderna, disponible, cariñosa, seductora, ilusionada, ingenua, calculadora, extravagante, misteriosa, fantasiosa, desdichada, a veces desesperante, una farsante, una vulgar exhibicionista. Con un pasado oscuro de muchacha pueblerina en Texas, el cual quiere dejar atrás -y que yo tampoco desvelaré, aunque creo que ya he anticipado demasiado-, vive en Nueva York persiguiendo sus sueños, de los que el brillo deslumbrante de las joyas de Tiffany opera como metáfora, y a los que pretende acceder, infeliz, “cazando” a un hombre rico que la mantenga; una pobre y desamparada niña que solo busca, sin hallarlo, un lugar en el mundo. Su vida está hecha de excesos, de fiestas, de encuentros superficiales, de impulsos primarios de animalito salvaje, de excesos, champagne y promiscuidad, incapaz de establecer vínculos con ningún hombre, profundamente solitaria, protegida de la insatisfactoria realidad tras sus gafas oscuras, en una sucesión de días intensos y acelerados, aunque vacíos, que no mitigan su cicatriz emocional y que dejan un poso de tristeza e impregnan el libro de una atmósfera, entrañable pero dolorosa, de melancolía. Ricardo López, uno de los autores del libro de Notorious, describe con acierto al personaje, que se mueve, en sus palabras, entre la más absoluta superficialidad y la ternura más intensa. Eres la persona más desconcertante del mundo, le dirá su vecino, ya perdidamente enamorado de esa fascinante combinación de desvalimiento y fortaleza, de vulnerabilidad e independencia (Él es independiente, y yo también. No quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi lugar y las cosas estén en el suyo. Todavía no estoy segura de dónde está ese lugar. Pero sé qué aspecto tiene, afirmará, a propósito de su gato, un álter ego evidente), de frivolidad y rebeldía (Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto), de inocencia salvaje (No se enamore nunca de ninguna criatura salvaje (…) Pero no hay que entregarles el corazón a los seres salvajes: cuanto más se lo entregas, más fuertes se hacen. Hasta que se sienten lo suficientemente fuertes como para huir al bosque. O subirse volando a un árbol. Y luego a otro árbol más alto. Y luego al cielo. Así terminará usted, Mr. Bell, si se entrega a alguna criatura salvaje. Terminará con la mirada fija en el cielo) y elegante sofisticación, de libertad indomeñable e inconsciente reclusión en la jaula de su frenética y trivial y ligera e intrascendente cotidianidad. Una creación literaria inolvidable. 

¡Y aún falta la película para provocar la rendición incondicional y fascinada del lector, ahora espectador, ante unos encantos que encuentran, en la dulce, bellísima y exquisita Audrey Hepburn, la perfecta encarnación del sensible retrato de Capote! Y no solo eso, porque Breakfast at Tiffany’s, en España Desayuno con diamantes, es una película excelente, aunque no llega, a mi juicio, al nivel de la novela, entre otras razones por algunas manifestaciones muy burdas de lo peor del estilo de su director, Blake Edwards, que no lastran, sin embargo, el formidable magnetismo del personaje principal y de la fascinante actriz que le da vida. Estrenada en Estados Unidos el 5 de octubre de 1961, aunque en nuestro país no pudo verse hasta el 12 de noviembre de 1963 (dos fechas que justifican, como se ha dicho, por un lado la aparición en 2021 del libro de la editorial Notorious, de título elocuente: Desayuno con diamantes. El libro del 60 aniversario, y por otro su presencia aquí en estos últimos días de 2023), la película tiene infinidad de motivos de interés y todos ellos, sin excepción, son explorados y analizados, con rigor, amenidad, conocimiento y brillantez en la obra de Quim Casas, Teresa Llácer, Ricardo López y Lucía Tello Díaz, cada uno de los cuales firma tres capítulos -salvo Casas y Llácer, responsables de cuatro- en los que se amplían para el lector los ecos de una cinta en sí misma muy interesante pero que, enriquecida con la profundidad de la sagaz mirada de los críticos, adquiere una magnitud aún mayor. Un libro capaz de provocar la lectura alborozada de quien se adentre en sus páginas, cautivado tanto por los muy sugestivos e iluminadores textos, pequeños ensayos monográficos, formidables pese a ciertas inevitables reiteraciones, como por la calidad de la edición, con los habituales elementos distintivos del sello Notorious: el papel satinado, el gran tamaño y el excepcional “aparato” gráfico, que incluye infinidad de magníficas fotografías de la película, del rodaje y promocionales, y sesenta y cuatro carteles publicitarios correspondientes a países y en idiomas diferentes. 

El libro se abre con una suerte de capítulo-marco, Un film tan triste como chic, en el que Quim Casas sitúa la película aportando comentarios generales sobre ella. Así, conocemos la peripecia editorial de la novela, no demasiado afortunada en sus inicios; el absurdo empecinamiento de Truman Capote con Marilyn Monroe, que era su amiga y a la que prefería inexplicablemente para el papel, una insensatez, no solo juzgando con la ventaja de saber, con la partida ya jugada, que Audrey Hepburn “es” Holly Golightly, sino por la ostensible inadecuación de la exuberante rubia en un rol en el que, sin embargo, sí podría encajar por la fragilidad emocional, la convulsa existencia personal y la difícil relación con los hombres de la infortunada Marilyn; la supuesta existencia de un personaje real, cuyo nombre Capote nunca reveló, como referente de Holly, aunque parece que la sombra de la madre del escritor planea sobre la creación literaria; las cinco nominaciones de la película a los Oscars, actriz, guion, dirección artística y los dos finalmente obtenidos, banda sonora y canción; la presencia en el reparto de “nuestro” José Luis de Vilallonga; la desafortunada participación de Mickey Rooney, interpretando al exageradamente caricaturesco japonés Mr. Yunioshi, en una opción hoy impensable por su cuestionable incorrección política; la decepción del autor ante la traslación cinematográfica (dudo que vaya a verla, llegó a decir); los muchos cambios habidos en el paso del libro a la pantalla; la aparente inconsistencia de hacer pasar por una chica de diecinueve años a una actriz que ya tenía treinta y uno; el durante mucho tiempo anunciado remake, a la larga imposible, con Jodie Foster de protagonista; el salto de la obra a los escenarios teatrales de Broadway y el West End londinense, entre otras muchas informaciones, anécdotas, curiosidades y detalles varios que marcan, desde el inicio del libro, el “espíritu” que lo guiará. 

Organizando el caos repasa la trayectoria de Blake Edwards como director, deteniéndose en algunas de sus películas más significativas -El guateque, con un impasible e hilarante Peter Sellers; Días de vino y rosas, interpretada por Jack Lemon y Lee Remick, con el alcoholismo como tema y compartiendo responsable musical con Desayuno con diamantes, como luego veremos; Victor o Victoria, con su mujer, Julie Andrews; la serie de La pantera rosa-, que se mueven en un arco que va de las notables comedias románticas con un punto de melancolía hasta las más desaforadas manifestaciones del slapstick, esa vertiente de las películas de humor basadas en la exageración, las caídas y los golpes, los efectos cómicos primarios, una dimensión que en Desayuno con diamantes aflora en la multitudinaria y a mi juicio prescindible -o al menos “recortable” en su duración- escena de la fiesta en el apartamento de Holly, también en la embarullada secuencia de la llegada de la policía y la posterior escena en la comisaría, así como en la presencia desmedida y grotesca -más allá de una lectura “pacata” desde la hoy insoportable corrección política- del personaje que encarna Mickey Rooney. 

La chica del escaparate se centra en la carrera de Audrey Hepburn y en su papel en la película como emblema del brillo, la elegancia y la sofisticación. Se nos da cuenta de la ya comentada preferencia de Capote por Marilyn Monroe y de la primera elección para el papel de Shirley McLaine, finalmente descartada, pues el personaje de Holly, en su fragilidad y tristeza, se parecía demasiado al que la actriz había encarnado en El apartamento, estrenada solo un año antes. Sabemos también de las inseguridades y el esfuerzo interpretativo que supuso la película para Audrey -aquel papel requería un carácter extrovertido y yo no lo tengo, declararía-, de, en sentido contrario, ciertos elementos biográficos coincidentes entre ella y su personaje, singularmente el abandono de su padre en la infancia, pese a la diferencia de ambientes sociales entre ambas, pues Hepburn era hija de una baronesa holandesa y un banquero británico, nacida en Bruselas, en el elegante barrio de Ixelles. Teresa Llácer se encarga, más adelante, en Feliz de estar triste, de comentar la recurrente presencia de los papeles tristes, lánguidos y levemente apesadumbrados en la trayectoria fílmica de la actriz, con esa manifestación significativa del fenómeno que es Desayuno con diamantes y, en ella y en particular, con esa explosión de ensoñación, ilusiones, necesidad de amor, fragilidad, desvalimiento, nostalgia y sentimiento melancólico que se concentra en la escena en la que Holly, sentada en la ventana de su apartamento, al borde de la escalera de incendios y bajo la arrobada mirada de su enamorado vecino, canta Moon River, una secuencia que “explica” a los dos personajes. Romántico incurable se centra en George Peppard, el actor que interpretó al anónimo escritor -Paul Varjak en la película-, en su carrera y en los rasgos de un personaje que en principio iba a adjudicarse a Steve McQueen. El rol de Peppard, que sería muy conocido en los setenta y ochenta por su participación en series televisivas, Banacek, El Equipo A, cambia sustancialmente en relación con la novela pues aquí es un gigoló, un “mantenido” de una mujer mayor casada, un personaje que se “inventó” para la película, lo que provocó el enfado de Capote al eliminarse la homosexualidad latente en el libro e introducir esta otra vertiente no prevista por él. El capítulo analiza la relación con la mujer, Emily Eustace Failenson, que interpreta Patricia Neal, y los juegos de poder y sometimiento, de dependencia y libertad, que equilibran el personaje del escritor -que nunca escribe y vive de los cheques de su “mecenas”- con el de Holly, que también sobrevive a costa de los hombres que la “compran”. 

Más allá de los actores protagonistas, el análisis del reparto alcanza, en una sección muy completa, Los terceros, a los principales personajes secundarios: el ya mencionado Mr. Yunioshi, que lleva a la bufonada el tantas veces cargante Mickey Rooney; la también citada Emily Eustace Failenson, que encarna con solvencia Patricia Neal, que fue mujer del escritor Roald Dahl; Doc Golightly, el aldeano palurdo pero sensible e íntegro que resulta ser -¡atención, nuevo spoiler!- el marido de Holly, y que toma cuerpo en la película bajo el rudo perfil tejano del actor Buddy Ebsen (al que en la España de los sesenta conocimos en una serie televisiva, Rústicos en Dinerolandia, que tuvo un remake en el cine en 1993), encajando a la perfección en el papel; José da Silva Pereira, el millonario brasileño que supuso la más conocida aparición en la gran pantalla de “nuestro” José Luis de Vilallonga; y, en papeles menores, O.J. Berman, el frívolo productor cinematográfico que interpreta Martin Balsam, con amplio recorrido en el cine, recordado por, entre otras, su presencia en Psicosis, Doce hombres sin piedad, El cabo del terror, Pequeño gran hombre o Todos los hombres del presidente. Hay menciones también a Rusty Trawler, Mag Wilwood, Mr. Shaughnessy o Sally Potato, personajes con una participación menor. 

Humor del desencanto es un capítulo muy interesante, en el que se explora la trayectoria de George Axelrod, reputado autor del guion de la película, así como de, entre otras, La tentación vive arriba y Bus stop ambas con Marilyn Monroe. Lucía Tello, que escribe este artículo, se detiene en el análisis del atrevimiento del guionista -presente en toda su carrera- para sortear la censura y los límites del represor Código Hays, que imponía estrictas reglas de conducta en la representación de la violencia, el sexo, el alcohol, los bailes, el cuerpo, los decorados, los temas o, incluso, la “vulgaridad” en las películas, y que estaba todavía vigente en ese momento. Hay un libro espléndido, también en Notorious, de título Hollywood antes de la censura. Las películas pre-code, escrito por Guillermo Ballmori, en el que se resalta el contraste entre la muy libre etapa del cine entre 1929 y 1934 y las exigencias pacatas y moralizadoras del Código, de las que Hollywood no se liberaría hasta los años sesenta (algunos de los grandes logros técnicos de Hitchcock tienen que ver con su inteligente y sofisticado talento para sortear esas absurdas exigencias). 

Un estudio iluminador, también a cargo de Lucía Tello, es el que se recoge en Croisanes recalentados, en el que se cuenta la peripecia de la compra de la novela por la Paramount, que pagó a Capote 65.000 dólares por los derechos y se examinan las diferencias, algunas ya mencionadas, entre el libro y película. Hay críticos que hablan de que en la traslación cinematográfica se “desnaturaliza” la novela, y yo no puedo estar más de acuerdo, y en ello cifro mi mayor valoración del texto literario frente a la, pese a ello, excelente adaptación para la pantalla. El desplazamiento de la acción a década y media después del 1943 de la novela. El cambio en el tono de sordidez del texto de Capote, frente al glamour y el colorido de la película. La eliminación o, al menos la presencia muy secundaria y escondida de los temas “problemáticos” de la novela, la droga, la prostitución, el sexo muy libre, las referencias, siquiera veladas, a la homosexualidad del narrador y la bisexualidad de Holly, su condición de prostituta, un embarazo no deseado, su evidente promiscuidad, que se edulcoran en la película. La desaparición del personaje de Joe Bell, que en el libro permite la narración en un largo flashback, perspectiva que desaparece en la película. La variación del punto de vista narrativo, en el libro la primera persona del vecino escritor. El -aviso, spoiler- final feliz que no está, ni mucho menos, en la obra literaria, en la que Capote soslaya cualquier atisbo de romanticismo simplista. Y, claro está, las ya mencionadas aportaciones “made in Blake Ewards” que, presentes en el libro, no tienen en él ese tratamiento desorbitado de exagerada comedia de la película: la fiesta, el incidente con la policía, la larga secuencia del robo de las máscaras, el excesivo y caricaturesco japonés que, insisto una vez más, encarna un Mickey Rooney casi siempre sobreactuado y aquí patético. El rastreo de la obra de Capote en el cine continúa en Truman Capote en pantalla en el que se revisan los guiones, las adaptaciones y las obras del escritor de Luisiana a los dominios del séptimo arte, sus cameos en distintas películas, así como los biopics y los documentales sobre su figura. 

Otro capítulo sugerente, sobre todo para cinéfilos, es Romcom, antes y después de Tiffany’s, en el que se analizan las llamadas “romcom”, comedias románticas, con las que la película tiene indudables concomitancias, deteniéndose, sobre todo, en las tres cintas, Confidencias a medianoche, Pijama para dos y No me mandes flores, rodadas por Doris Day y Rock Hudson, o, más adelante, las películas de Robert Redford y Jane Fonda, en particular Descalzos por el parque, que sirven al responsable del ensayo, una vez más Quim Casas, para examinar la repercusión de los cambios en los hábitos sexuales y las consecuencias de la liberación femenina de los años sesenta, en paralelo a la representación cinematográfica de las relaciones de pareja. 

No podía faltar una sección dedicada a la música de la película, obra de Henry Mancini, y, en particular, a su tema estrella, esa canción inolvidable, Moon River, con música del propio Mancini y letra de Johnny Mercer, del que hablamos aquí hace unas semanas a cuenta de su “presencia” en Alguien camina sobre tu tumba, de Mariana Enriquez. En el capítulo, firmado por Quim Casas, el autor se detiene en la trayectoria del compositor, nominado trece veces a los Oscar, y ganador de tres galardones por Desayuno con diamantes, Días de vino y rosas y Víctor o Victoria; analiza algunas fecundas asociaciones director/compositor, como es el caso de Blake Edwards y el propio Mancini; comenta la letra de la canción, con especial mención a las referencias a “dos vagabundos”, y a “a lot of world to see”, explicativas del carácter del personaje; y menciona la excepcionalidad del tratamiento diegético de la canción en la película, con la voz y la guitarra de Audrey Hepburn en la legendaria escena de la ventana y con el silbido de George Peppard mientras sube las escaleras de su casa en un fugaz momento del film. El estudio se cierra con una larga lista, comentada en detalle, de versiones del ya clásico tema. 

Hay, para finalizar, interesantes indagaciones en aspectos no directamente vinculados a la trama de la película. Así, en La vida en la ciudad comparece Nueva York y se detallan algunos de sus lugares característicos reflejados en la cinta. Central Park, la Biblioteca Pública de la calle 42, el Upper East Side, donde está el edificio en el que viven Holly y Paul, la Grand Central Station, el edificio Seagram, el Club 21, muy frecuentado por el star system norteamericano, y, sobre todo, el edificio Tiffany, en la Quinta Avenida, en la ya mítica escena inicial con Hepburn descendiendo del taxi y observando extasiada los escaparates de la joyería con un café en la mano y comiendo un croissant -que no lo era, sino unas pastas danesas que se le atragantaban a la actriz, condenada a repetir la toma una y otra vez-, en una imagen emblemática de la película y muy representativa de su espíritu, como puede apreciarse en el texto que os dejo como cierre a esta reseña. 

Y hay también un repaso exhaustivo a la ropa y los complementos que luce Audrey Hepburn en el apartado de título El vestuario. Los distintos vestidos, los de Givenchy para las escenas de exteriores (memorable el de satén negro con escote recortado en la espalda que luce ante la joyería, y que, propiedad del escritor Dominique Lapierre, acabaría subastándose en 2006 y adjudicándose por 700.000 euros, que el francés entregaría a su ONG La Ciudad de la Alegría) y los de Edith Head para las escenas caseras; los guantes hasta el codo también de satén negro, las icónicas gafas de sol modelo Manhattan de Oliver Goldsmith, los sombreros, las tiaras, los peinados, la boquilla interminable. El capítulo alude también a las desavenencias entre el modisto francés y Edith Head, la jefa de vestuario de la Paramount, la mujer con mayor número de Oscar de la historia, ocho premios en total, entre ellos títulos de leyenda como La heredera, Eva al desnudo, Vacaciones en Roma, El golpe o Sabrina

No falta tampoco un capítulo centrado en las joyas. Con el título de Nuevas colecciones de Tiffany, Ricardo López relata la singularidad del rodaje de la única escena que transcurre en el interior de la joyería, que tuvo que llevarse a cabo un domingo a primera hora de la mañana, pues el local debió cerrarse al público por razones obvias; nos da cuenta de una breve historia de la prestigiosa joyería; describe los detalles de su diamante más representativo, The Tiffany Diamond; comenta las piezas -collares, pendientes, pendientes, tiaras- que luce Audrey Hepburn en la película -todas de bisutería pues las joyas muy valiosas no desentonarían con el nivel de vida del personaje- y en las fotos promocionales -éstas sí auténticas-; repasa las otras ocasiones en que un personaje famoso pudo lucir el monumental diamante (Lady Gaga, cantando Shallow con Bradley Cooper en la ceremonia de los Oscar de 2019, Gal Gadot en Muerte en el Nilo, recientemente Beyoncé en el inicio de su gira Renaissance World Tour, en este mismo 2023,); explica la singularidad del blue Tiffany, el color azul marca de la casa, presente en cajas y papelería; nos informa de la posibilidad de que turistas y visitantes disfruten de un opíparo desayuno en el lujoso restaurante de la cuarta planta del edificio por el módico precio de 29 dólares; examina la recreación de la iconografía derivada de la película, presente ya en la memoria colectiva, en la obra de pintores y diseñadores (Antonio de Felipe, Andy Warhol, Jordi Labanda), en la cultura popular -en diversos modelos de la muñeca Barbie-, en las “imitaciones” y citas de la imagen del personaje por parte de otras actrices, como Penélope Cruz, Anne Hathaway o Natalie Portman. 

En fin, una magnífica ocasión, ahora que se acaban de cumplir los sesenta años de su estreno en España, de volver a ver Desayuno con diamantes, acompañando la experiencia con la lectura de la breve novela original de Truman Capote y del desbordante volumen de la editorial Notorious que desmenuza la película desde todos los puntos de vista imaginables. 

Os dejo ahora con un fragmento del libro, en el que Holly explica sus terribles días de “malea” y los motivos por los que visitar Tiffany’s le resultaba la única solución a su malestar emocional. Tras él, y como resulta inevitable, la interpretación que hace en la película Audrey Hepburn de Moon river


Oye, ¿sabes esos días en los que te viene la malea? 
—¿Algo así como cuando sientes morriña? 
—No —dijo lentamente—. No, la morriña te viene porque has engordado o porque llueve muchos días seguidos. Te quedas triste, pero nada más. Pero la malea es horrible. Te entra miedo y te pones a sudar horrores, pero no sabes de qué tienes miedo. Sólo que va a pasar alguna cosa mala, pero no sabes cuál. ¿Has tenido esa sensación? 
—Muy a menudo. Hay quienes lo llaman angst. 
—De acuerdo. Angst. Pero ¿cómo le pones remedio? 
—No sé, a veces ayuda una copa. 
—Ya lo he probado. También he probado con aspirinas. Rusty opina que tendría que fumar marihuana, y lo hice, una temporada, pero sólo me entra la risa tonta. He comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a Tiffany’s. Me calma de golpe, ese silencio, esa atmósfera tan arrogante; en un sitio así no podría ocurrirte nada malo, sería imposible, en medio de todos esos hombres con los trajes tan elegantes, y ese encantador aroma a plata y a billetero de cocodrilo. Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato.

Videonconferencia
Truman Capote. Desayuno en Tiffany's

miércoles, 22 de noviembre de 2023

STEPHEN KING. 22/11/63

Hola, buenas tardes. Estamos -cuando sale al aire la emisión de Todos los libros un libro en Radio Universidad de Salamanca- a 22 de noviembre de 2023. Tal día como hoy hace exactamente sesenta años tenía lugar en Dallas, Texas, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, un acontecimiento que marcó a más de una generación en Estados Unidos y en el mundo entero y uno de los magnicidios con mayores repercusiones -sentimentales, políticas, sociales, culturales, periodísticas, policiales y hasta geoestratégicas- de nuestra Historia moderna. En estas seis décadas no se han agotado las hipótesis sobre el modo en que se desarrollaron los hechos, sobre sus responsables intelectuales y sus autores materiales. La versión oficial, al margen de teorías conspiratorias más o menos fundadas -en su mayor parte, delirios disparatados-, el famoso informe Warren, publicado menos de un año después del crimen y que recogía las evidencias forenses, balísticas, testificales, y los informes del FBI, el Servicio Secreto y el Departamento de Policía de Dallas sobre el asunto, dio por probada la existencia de un único asesino, Lee Harvey Oswald, un muy joven -veinticuatro años recién cumplidos- exmilitar, que a los veinte había desertado a la Unión Soviética para volver a los Estados Unidos tres años después. Apostado en una de las ventanas del sexto piso del Depósito de Libros Escolares de Texas, Oswald esperaría el paso de la comitiva presidencial por delante del edificio, a apenas veinte metros de su posición. Kennedy, que junto a su esposa, el gobernador del Estado, John Connally, y la mujer de éste, viajaba en la limusina -el ya legendario Lincoln X-100- con la que recorría las calles de la capital texana, atestadas de jubilosos ciudadanos que celebraban la visita, recibió dos disparos, de los tres que realizaría su asesino -el tercero hirió de rebote a un espectador-, que le causarían la muerte. Oswald, que en su huida mató también a un agente policial, fue detenido en un cine pocas horas después. El día 24, cuando era conducido desde la sede de la policía de Dallas a los tribunales para su declaración, fue asesinado, a su vez, a la vista de todo el país que veía el traslado por televisión, por un empresario nocturno y hampón de poca monta, Jack Ruby, en un incidente que, como puede presumirse, añadió nuevos motivos para la especulación a un acontecimiento ya de por sí envuelto en enigmas. Desde entonces, centenares de artículos, libros, investigaciones varias, películas, documentales y hasta series televisivas han intentado aproximarse a aquel momento sobrecogedor (las imágenes que se conservan, mil veces repetidas, de Kennedy con el cráneo destrozado por los impactos, y del gesto instintivo de la primera dama subida sobre el maletero del vehículo y tratando de desplazarse a gatas hacia la parte trasera para recuperar una parte de la cabeza de su marido que había saltado por los aires tras los disparos, son de un dramatismo imposible de olvidar), ofreciendo explicaciones varias para sus no siempre aclarados, nebulosos y, en consecuencia, controvertidos puntos oscuros. 

Cuando, ya hace unos meses, una alusión al paso en un artículo periodístico me recordó la inminencia del aniversario de aquel trágico e histórico acontecimiento, recuperé en mi memoria la existencia de un libro que un antiguo alumno me había regalado en el año 2011 con generosa amabilidad (nada sospechosa, aclaro, de, siquiera, ligera corruptela) y que, desde entonces, había pasado a integrar la amplia lista de centenares -la sola mención de la cifra me genera ansiedad- de volúmenes pendientes de lectura que atesoro -y el tópico verbo no puede ser más exacto-, en la ingenua creencia de que algún día encontraré tiempo para disfrutar de sus páginas. 22/11/63 era el inequívoco título, su autor, el muy popular Stephen King y, en su edición española de Plaza y Janés con traducción de Gabriel Dols Gallardo y José Óscar Hernández Sendín, ocupaba, polvoriento y ya amarilleando, un considerable espacio -son casi novecientas sus páginas- en un recóndito estante de una de mis atestadas librerías. Había llegado la ocasión propicia, pensé, para rescatarlo de su languideciente ocaso leyéndolo por fin con la excusa de esta efeméride. 

Quiero explicar, antes de adentrarme en mi comentario y mi exultante recomendación, el porqué de tan dilatada preterición del libro durante esta docena larga de años. Porque, si bien es cierto que, bulímico libresco -si puede decirse así-, compro más libros que los que puedo -y podré- leer a lo largo de mi vida y que, por lo tanto, muchos de ellos están condenados a sobrevivirme metafóricamente intonsos, no es este hecho -la muerte natural, llamémosle, por simplificar- el que explica mi olvido de 22/11/63, sino un lamentable prejuicio que, superado racionalmente, sigue operando en un nivel más elemental, irreflexivo e involuntario. Nunca he leído nada de Stephen King, y el detalle es tanto más llamativo cuanto -como me informa la Wikipedia- el prolífico escritor de Maine es autor de “64 novelas, once colecciones de relatos y novelas cortas, y siete libros de no ficción, además de un guion cinematográfico, entre otras obras”, libros de los que se han vendido más de 500 millones de ejemplares (otras fuentes hablan de “solo” 350 millones) y que, en un gran número, han sido adaptados al cine y a la televisión; habiendo además una alta cifra de películas en las que el escritor ha intervenido como esporádico y circunstancial actor, lo que ha acrecentado su universal popularidad. Stand by me, Misery, La milla verde, Carrie, Cadena perpetua o El resplandor, entre otras muchas, son películas espléndidas basadas en sus relatos y que yo he disfrutado, pese a lo cual no me había decidido a conocer las obras literarias de las que partían. Hay, por un lado, una explicación más o menos plausible y que no me deja en demasiado mal lugar. El universo literario favorito de King es, por resumir, el gótico, las novelas de misterio, de terror, la “ficción sobrenatural”, la literatura fantástica, también la ciencia ficción, géneros y territorios bastante alejados -pese a mi curiosidad casi sin límites- de mis intereses personales. Y ya se sabe, demasiados libros, infinidad de ellos altamente sugestivos, obligan a elegir y, por tanto, a desechar opciones de lectura; y en ese proceso -casi siempre doloroso- de renuncia, primero “caen” aquellos libros que, a priori, me seducen menos. 

Y he escrito “a priori”, anticipando la segunda y fundamental razón de mi rechazo a King: los prejuicios, tan comunes en relación con la obra del norteamericano. Y es que Stephen King es un escritor “comercial”, desdeñado -repudiado- por ello por la estirada élite intelectual que escribe en los suplementos culturales y literarios de los que yo me nutro -mea culpa; no cabe sino confesar- y para la cual, lo popular, el éxito de ventas, el best-seller, el respaldo del público, se equiparan con frecuencia a baja calidad, entretenimiento sin pretensiones, novelas para adolescentes (dados los temas recurrentes en los que se centran), textos de consumo fácil que apelan a las emociones más simples -el miedo, el terror, el misterio- de sus lectores, “libritos” de aeropuerto, literatura barata, de usar y tirar, “basura” (hay quien se refiere al escritor como Burger King, en una muy básica asociación de su apellido con la cadena de comida rápida), géneros menores, la aventura, la novela rosa, la negra, incluso cierta narrativa histórica devaluada. Y esa atmósfera negativa en torno a King -opresiva en los “refinados” y puristas entornos de la esnobista “intelectualidá” y que sus millones de lectores no respiran, obviamente- contaminó también mis planteamientos sobre sus libros, cuya publicación yo ni procesaba, llegando incluso a arrumbar en el rincón más oscuro de mi biblioteca el único libro que, sin yo preverlo, me había llegado bajo la forma de un muy cariñoso regalo. 

Debo subrayar, no obstante, que en los últimos años, y como señalaba el crítico Rodrigo Fresán en un artículo de hace una década, King empieza a ser reconocido en los habituales templos de la “intelligentsia”, como The New Yorker o The Paris Review, habiendo recibido igualmente la medalla a toda una carrera que otorga la prestigiosa National Book Foundation, un galardón que lo equipara a grandes nombres -estos sí consagrados sin paliativos- de las letras norteamericanas, como William Faulkner, Saul Bellow, John Cheever, Philip Roth, Susan Sontag, Don DeLillo, Thomas Pynchon y John Updike, la plana mayor de la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. 

En cualquier caso, y más allá de mi circunstancia personal, la relativa exclusión del muy leído escritor de los altos círculos del olimpo literario pone sobre la mesa la interesante cuestión de los límites -y el conflicto- entre la alta y la baja cultura, entre -en lo que se refiere a la literatura- los libros que experimentan con el lenguaje, que exploran territorios no hollados, que descubren nuevas formas expresivas, que se adentran en realidades y visiones del mundo no consabidas, que rompen los límites de lo convencional, que no son complacientes, ni conformistas, ni cómodos para los lectores, que no halagan sus instintos, sus emociones primarias, sus procesos intelectuales básicos, sino que provocan, inquietan, perturban, exigen, incomodan, agitan, trastornan, revolucionan, desordenan (Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros, escribió Kafka), y, por otro lado, lo que podríamos simplificar bajo la rúbrica de “cultura de masas”, que ¿solo? busca el entretenimiento, la diversión, la fácil aceptación de los consumidores. 

Debate polémico, muy transitado desde hace siglos, en el fondo irresoluble y que yo hoy quiero simplificar -antes de entrar en mi comentario de mi propuesta de esta tarde, que ya se está haciendo esperar- centrándome en una pregunta esencial al respecto: ¿para qué leemos? (que contiene en su seno, otra previa, ¿para qué escriben los que escriben?). Y es indudable que leemos para aprender, para conocer otros mundos, para ampliar nuestros horizontes, para ponernos en el lugar de otras personas, para estimular nuestra natural curiosidad, para activar el cerebro, para excitar la imaginación, para informarnos, para indagar en nuestro interior, para descifrar nuestros sentimientos, nuestras emociones, de repente visibles en las vidas de los personajes, también para pasar el tiempo, para evadirnos, para ahuyentar el tedio vital, para escapar de la horrible certeza de la muerte. Pero, sin desechar -al contrario- todas esas nobles finalidades, leemos, sobre todo, porque necesitamos -nos apasiona- que nos cuenten historias, porque, como subraya Will Storr en un libro magnífico, La ciencia de contar historias. Por qué las historias nos hacen humanos y cómo contarlas mejor, que espero poder presentaros en programas futuros, es imposible comprender la condición humana sin la narración de historias. Hay narraciones de historias en todas partes: en las páginas de nuestros periódicos, en nuestros tribunales de justicia, en nuestros espacios deportivos, en los órganos de debate de nuestros gobernantes, en los patios de nuestros colegios, en nuestros juegos de ordenador, en las letras de nuestras canciones, en nuestros pensamientos más íntimos y en nuestras conversaciones con los demás; en aquello que soñamos dormidos o despiertos. Están por todas partes. Somos esas narraciones. La capacidad de narrar historias es lo que nos hace humanos

Y a esa necesidad primitiva -contar, escuchar, leer historias-, poderosísima al margen de cualquier coartada cultural, pedagógica, intelectual, filosófica o moral, aunque sin despreciar ni uno solo de esos planos, es a la que responde de modo formidable la literatura de Stephen King o, para ser más exacto, al menos el único libro de Stephen King que yo he leído, este desbordante, arrebatador, vibrante, adictivo y muy original (pese a partir de un desencadenante ya muy manido) 22/11/63 que ahora paso a comentar y cuya lectura quiero recomendaros vivamente. 

Debo, sin embargo, adelantar dos cuestiones preliminares bastante recurrentes en Todos los libros un libro, ambas muy obvias, a mi juicio. La primera tiene que ver con el reiterado riesgo de “destripe” que siempre conlleva una reseña literaria. Hablar de un libro con la finalidad principal de estimular su adquisición y lectura por parte de los oyentes sin desvelar, siquiera mínimamente, parte de su contenido es, diríamos, metafísicamente imposible. Pero ello, el adelantar algunas de las claves de su desarrollo argumental, siendo casi inevitable, es, a la vez, extraordinariamente enojoso y hasta superfluo y, por ello, censurable por muchos lectores. Yo mismo rechazo cualquier información previa sobre los libros -me refiero a los de ficción- que voy a leer, a los que siempre abordo prácticamente “a ciegas”. Dejo de lado, totalmente, sin ni siquiera una ojeada fugaz, las notas con las que, en las contraportadas, las editoriales resumen el argumento y ponderan las virtudes de las novelas que presentan. No permito que quienes me sugieren un título vayan más allá de la mera propuesta, impidiéndoles de inmediato que entren en detalles. Incluso cuando, en los suplementos literarios que frecuento, me adentro en una crítica sobre un libro, valoro exclusivamente la autoría del análisis -si se trata o no de un reseñista que me merece confianza-, la leo “en diagonal” por ver si la temática general de la obra comentada me interesa, y prescindiendo de cualquier otra apreciación sobre el libro decido o no comprarlo, para, una vez leído, volver entonces al repaso detallado del artículo. Otro tanto ocurre con los prólogos que, a veces, anteceden a las novelas, que abandono en cuanto en ellos se muestra el más mínimo indicio de lo que voy a encontrarme en las páginas que vienen a continuación, para retomarlos terminada ya mi lectura del libro entero. 

Como resulta evidente, si siguiera este modo de proceder en Todos los libros un libro los programas se resumirían en escasos dos minutos -lo cual, por otro lado, seguro que agradecerían sus pocos y sufridos seguidores-, en los que con diferentes grados de énfasis me limitaría a defender la conveniencia de la lectura de un determinado libro. Siendo ello cierto y queriendo, sin embargo, resaltar los aspectos remarcables de las obras que comento, me veo obligado a traicionar unos principios con respecto a los cuales, en mi propia experiencia personal, actúo de manera inflexible. 

Todas estas reflexiones, por lo demás, como he dicho, evidentes, son especialmente ciertas en el caso de 22/11/63, una novela de la que yo solo sabía, al comenzar su lectura, que hablaba del asesinato de John Fitzgerald Kennedy, pues su título y su portada (esta última es, ya en sí misma, un spoiler) resultan inequívocos en este sentido. Y ese absoluto desconocimiento inicial forma parte esencial, sin asomo de duda, del disfrute que me ha procurado, pues sin ninguna información previa que no fuera la mencionada, cada episodio, cada pasaje, cada giro en la trama, cada lance, cada circunstancia, cada suceso o incidente vivido por sus protagonistas se constituía de inmediato en un motivo de asombro que no hubiera sido el mismo si yo hubiera estado al corriente de lo que la historia me iba a deparar. De manera que, aviso para navegantes, quien quiera vivir la formidable experiencia de la lectura virgen de la novela, abandone aquí esta reseña, láncese a la librería más cercana, compre el libro y embébase en él durante decenas de horas, en lo que sin duda van a constituir unas muy gozosas jornadas lectoras. Los que quieran seguir leyéndome, que se atengan a las consecuencias. 

La segunda precisión previa en relación con 22/11/63, también señalada en otras ocasiones en el espacio, alguna muy reciente -mi crítica a 1Q84, de Haruki Murakami, de hace poco más de un mes-, tiene que ver con la imprescindible operación de suspensión de la incredulidad que la literatura exige. Lo que se nos cuenta en una novela “es” verdad, al margen de que los hechos descritos contraríen la lógica, resulten irreales, disparatados, absurdos o imposibles. Sin esa aceptación de la singular racionalidad de la obra de ficción, a menudo totalmente ajena a las reglas que rigen el mundo en el que nos desenvolvemos, carecerían de sentido la mayor parte de las “producciones” literarias, cinematográficas, teatrales, televisivas y artísticas. Esta consideración se hace especialmente notoria y ostensible en el caso de la novela que ahora comento, que se construye sobre un hecho inverosímil del que parte la “acción” y el cual, a partir de su inclusión en el relato, obliga al autor a esquivar incoherencias, soslayar paradojas, evitar incongruencias y sortear contradicciones aparentemente irresolubles, y al lector a dejar de lado sus cautelas racionales y dar por bueno todo ello -así ocurre, puede creérseme, desde las primeras páginas- en aras del disfrute que le proporciona la historia en la que se ha adentrado y en la que se ve envuelto, arrebatado, de modo irremisible. 

Y aclaradas estas dos cuestiones previas, vayamos con un esbozo ligero (aceptar la inevitabilidad del “destripe” es una cosa y abrir en canal la novela al lector, otra) de su argumento. Jake Epping es un joven profesor -treinta y cinco años- del departamento de lengua del Instituto de Lisbon. Separado de su mujer, Christy, a la que había apoyado durante su estancia durante un largo período en un centro de desintoxicación, y que lo abandonó por otro hombre, al que conoció tras su paso -de ella- por Alcohólicos Anónimos, Jake da clase a adultos que estudian para sacarse el Diploma de Equivalencia de Secundaria en el Instituto de la pequeña localidad de Maine. Leyendo las anodinas y desalentadoras redacciones de fin de curso de sus alumnos, plagadas de inenarrables faltas de ortografía, se encontrará con un relato que le sorprende. Harry Dunning, el conserje del centro, alumno del curso, había contestado a la propuesta de trabajo del profesor -El día que me cambió la vida- con un relato defectuoso formalmente, incorrecto en lo ortográfico y lo gramatical, pero, para su sorpresa, lleno de vida y emoción, en el que narraba una trágica experiencia infantil que, en efecto, condicionó su existencia entera, privándole de su familia y condenándolo a una minusvalía: No fue un día sino una noche -escribía al comienzo de su redacción-. La noche que cambió mi vida fue la noche cuando mi padre asesinó a mi madre y dos hermanos y me irió grave. También irió a mi hermana, tan grave que ella cayó en coma. En tres años murió sin despertar. Se llamaba Ellen y la quería mucho. Le gustaba recoger flores y ponerlas en boteyas. Conmovido por el texto, Jake derramaría las lágrimas que no había sido capaz de verter cuando su mujer lo dejó, y con esa insólita e inesperada efusión empieza la novela, en una suerte de desencadenante iniciático, porque todo cuanto siguió —todas y cada una de las cosas terribles que siguieron— derivó de aquellas lágrimas. Cuando, semanas después, Harry se gradúa, Jake lo invita a celebrar el acontecimiento en la hamburguesería de Al Templeton. Dos años después, estamos en 2011, y coincidiendo con la jubilación del conserje, Jake recibirá una extraña e inquietante llamada telefónica de Templeton -tanto más extraña cuanto que el profesor había hablado con Al pocas horas antes, cuando cenaba en su local- rogándole que lo visite urgentemente en el establecimiento. Jake llega al Al’s Diner y se lo encuentra cerrado al público, con un cartelón explicativo en la puerta: “CERRADO POR ENFERMEDAD. NO REABRIREMOS. GRACIAS POR ELEGIRNOS TODOS ESTOS AÑOS & QUE DIOS OS BENDIGA”. Cuando su dueño le franquea la entrada, dos son las sorpresas que lo aguardan, la primera, el que Al Templeton parecía haber perdido por lo menos quince kilos. Quizá veinte, lo cual representaría un cuarto de su anterior peso corporal. Nadie pierde quince o veinte kilos en menos de un día, nadie. Sin embargo, mis ojos no me engañaban. Y aquí, creo, fue donde la niebla de irrealidad me engulló de un bocado. Superado a duras penas el impacto, lo asaltará un nuevo motivo de estupefacción cuando Al le revela la causa de su inconcebible cambio: atravesada la cocina del local, en el fondo de su despensa, unas escaleras “normales” revelan un extraño “punto de fuga” (la madriguera del conejo, como la llama, en clara alusión a la Alicia de Lewis Carroll), pues transportan a quien desciende por ellas a las 11.58 de la mañana del jueves, 9 de septiembre de 1958, momento en el que el “pasajero” aparece, repentinamente, situado en el mismo lugar en el que abandonó su mundo “de hoy”, aunque con la disposición -descampados en lugar de construcciones, otras edificaciones, distintos establecimientos, diferentes modas, gentes diversas- que tenía más de cincuenta años atrás. El tiempo, que corre en el pasado para quien se interna en él, permanece casi estático en el presente de 2011, en el que, cada vez que se repite la experiencia, solo transcurren dos minutos entre la ida y la vuelta del inquietante tránsito. Al, que encontró el pasaje por azar y que lo ha frecuentado de continuo para, entre otros fines, sacar adelante su negocio actual -compra la carne de sus hamburguesas en un pasado mucho más barato-, ha contraído un cáncer en esa su otra vida y su final está cerca en ambos mundos (todo sigue igual “en el exterior”, con solo dos minutos de desajuste en 2011, pero el viajero envejece al ritmo de su incursión en un pasado que, a cada nuevo “transporte”, permanece inalterado en todo lo que no sea el propio “pasajero” (cada viaje a la madriguera de conejo es un reinicio). Es por ello por lo que intenta convencer a Jake del propósito último que guía sus transportes en el tiempo, ya de imposible cumplimiento a causa de la enfermedad. Templeton quiere salvar a JFK, y con él a su hermano Bobby y a Martin Luther King, detener los disturbios raciales, evitar la guerra de Vietnam, modificar las consecuencias negativas que supuso el asesinato, alterar “para bien” el curso de la historia, persuadido de la virtualidad del “efecto mariposa” (Significa que sucesos de poca importancia pueden tener, cómo se dice, ramificaciones. La idea es que si un tipo mata a una mariposa en China, quizá dentro de cuarenta años, o de cuatrocientos, se produzca un terremoto en Perú). Adentrarse en el pasado por la “ventana” del 9 de septiembre de 1958, esperar en él hasta noviembre de 1963, acabar con Lee Harvey Oswald antes de que consume su crimen, puede, por la concatenación de efectos subsiguientes, provocar un efecto benéfico en las generaciones posteriores y mejorar -en cierto modo- la vida de la humanidad entera. 

En sus sucesivos desplazamientos al pasado, Al perfecciona su idea, tantea las posibilidades, ajusta los aspectos de intendencia -dinero, documentos, identidad- que le permitan vivir sin llamar la atención -como criatura del futuro- en los cinco años de espera hasta la fecha señalada (alterar con demasiada antelación el “natural” transcurso de los hechos puede ocasionar derivaciones imprevisibles) y comprueba la eficacia de sus planteamientos. Para ello, por ejemplo, graba, en 1958, sus iniciales en un árbol -AL T. 2007- y “verifica” su pervivencia una vez de vuelta al presente. Y con la intención de ver si los cambios en el pasado pueden, en efecto, modificar algún acontecimiento relativamente similar a las circunstancias que rodearon la muerte de Kennedy, busca en la prensa de entonces algún accidente ocurrido en otoño o en los primeros días de invierno de 1958 (cercano, por tanto, a su llegada al pasado) por ver si puede interferir en él y constatar sus efectos en la actualidad de 2011. Encontrará el caso de Carolyn Poulin, una niña de doce años que, en una jornada de caza con su padre, el 15 de noviembre de 1958, recibió el disparo de Andy Cullum, otro cazador, que erró el tiro sobre un ciervo y alcanzó desgraciadamente a la chiquilla, que quedó paralítica de por vida. Al logrará evitar el accidente distrayendo a Cullum e impidiendo su presencia en el lugar de los hechos en el momento señalado por el destino, modificado así por la acción de Templeton, lo que cambiará por completo la vida de Carolyn, en 2011 una feliz mujer de sesenta y cinco años, sin rastro alguno de la discapacidad que la incapacitó en su “otra vida”. 

Por desgracia para sus propósitos, y cuando aún le faltaba un año para la llegada de la fecha del magnicidio, a Al se le diagnosticará el cáncer, de irrupción y alcance fulminantes, por lo que, ante la imposibilidad de llevar a cabo su “misión”, intentará convencer a Jake de que realice él partiendo desde cero, pues recuérdese que cada vuelta al pasado reinicia la Historia, que empieza en la situación en la que estaba originariamente: Tú puedes cambiar la historia, Jake. ¿Lo entiendes? John Kennedy puede salvarse, afirmará, persuasivo, entre convulsiones provocadas por la enfermedad que destroza sus pulmones, añadiendo: Deshazte de un miserable descarriado, socio, y podrías salvar millones de vidas

El fascinante abismo que se abriría ante cualquiera que tuviera ocasión de enfrentarse a una circunstancia como ésta ha sido desarrollado en la literatura y el cine de manera exhaustiva y, en ocasiones, altamente imaginativa. Pienso, por poner solo dos ejemplos significativos y relativamente recientes, en Regreso al futuro y El día de la marmota, que exploran, con humor y sin los componentes trágicos que envuelven el libro de King, las consecuencias -cuya sola ideación provoca vértigo intelectual- que conlleva el poder cambiar el pasado o saber con certeza qué es lo que va a ocurrir en un determinado momento y en el futuro, los dos elementos sustanciales en la propuesta de Stephen King. 

No quiero detallar las numerosas y apasionantes peripecias que, a lo largo de, como he señalado, casi novecientas páginas, vivirá -y sufrirá: el pasado se resiste a ser cambiado- el bueno de Jake Epping en sus cinco años largos de vida pretérita. Mencionaré, tan solo, que antes de enfrentarse al motivo central de su misión, y mientras llegan la fecha del histórico atentado, intentará “recomponer” la vida de la pequeña Carolyn Poulin, a quien la nueva aventura de Jake ha condenado de nuevo a la incapacidad, la silla de ruedas y la existencia truncada (cada viaje a 1958 [ponía] el cuentakilómetros a cero), evitar el sangriento suceso padecido por el pequeño Harry Dunning y su familia, y, por fin, liquidar a Oswald antes de que llegara a perpetrar el asesinato de Kennedy, no sin antes realizar indagaciones, siguiendo las exhaustivas instrucciones de Al, recabadas en sus anteriores viajes, sobre las circunstancias de la muerte del muy popular presidente. Por el camino, en una narración formidable, trepidante, intensa y adictiva, excitante, el lector disfrutará de infinidad de episodios, lances, peripecias, sucesos, con elementos de thriller, intriga, suspense, violencia, sangre, pero también historias de amor, reflexiones sobre el sentido de la vida, la identidad, la nostalgia del tiempo perdido, el destino, las consecuencias de nuestras decisiones, la búsqueda de la felicidad, la (im)posibilidad de rehacer los errores y hasta algunos muy inteligentes juegos de humor (sobre todo en los muy chuscos contrastes entre los cambios de hábitos sociales del pasado y el futuro). Todo ello entreverado de los que son los elementos típicos del universo de King, reconocibles incluso por quien, como yo, no lo ha leído (aunque sí visto bastantes películas basadas en sus obras): el terror, lo gótico, el Mal, las apariciones fantasmagóricas, los individuos violentos, los infanticidios, las desapariciones, Halloween, los mundos de ultratumba, lo sobrenatural, las presencias malignas, las criaturas fantasmales, los poderes psíquicos, las fuerzas ocultas, los temores cotidianos, los crímenes, la oscuridad -real y metafórica-; y también algunos de sus temas favoritos, la infancia y la familia, el alcoholismo, las agresiones a niños y mujeres...

Entre los elementos sobresalientes de la novela -al margen de la irresistible historia que se nos narra y de las digresiones “secundarias” que la acompañan- destacan la formidable ambientación de la época, esos años a caballo de las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado, que se nos muestran con una abundancia en los detalles materiales -vestimentas, programas televisivos, tecnología, registros lingüísticos, coletillas léxicas, música (la “banda sonora” del libro es excepcional), modelos de automóviles, objetos de consumo, cartas de los restaurantes, arquitectura urbana, etc.-, pero también en el marco histórico -personajes, sucesos, acontecimientos de la vida política, el racismo de la sociedad, con, como es obvio, la posición central en el libro de las interioridades y las circunstancias del plan para el asesinato de Kennedy, que se recrea, en lo que tiene que ver con su preparación, su desarrollo y su puesta en práctica, con una extraordinaria minuciosidad-, todo lo cual contribuye a transportar al lector en un viaje con el protagonista hasta un pasado absolutamente verosímil y fidedigno. 

También interesan los recursos literarios del autor para conseguir un texto que fluye con ligereza apoderándose de ese lector/viajero hechizado por el relato desde la primera página hasta la última: los diálogos abundantes, los intrincados detalles de la trama, la narración en primera persona (en algunos pasajes se cambia a la tercera), mediante el recurso, que se desvela al final pero se va anticipando a lo largo de la novela, del diario o manuscrito en el que Jake deja constancia de su experiencia, y, sobre todo, la estructura compleja pero muy bien construida, en la que todo acaba por encajar, salvo lo inexplicable: las irresolubles paradojas que conlleva el viaje en el tiempo, incompatibles con la racionalidad cotidiana y que pueden resumirse en otro tópico del cine y la literatura de este “subgénero”: ¿qué ocurriría con el personaje de 2011, si los cambios que provoca en 1958 llevasen consigo la imposibilidad -las alteraciones producidas impiden que sus padres lleguen a conocerse, por ejemplo- de su propia existencia. En este sentido, hay aquí otro vertiginoso motivo de fascinación del libro: la enrevesada concatenación de causas y efectos que provoca el adentramiento en ese turbulento vórtice que es la escalera que lleva al pasado; las inconcebibles derivaciones del efecto mariposa; las teorías de las cuerdas temporales, desafiando la lógica; los sutiles paralelismos, las coincidencias, los elementos del futuro que afloran, reconocibles aunque con pequeñas diferencias, en el pasado. King solventa con maestría los contrasentidos y absurdos a los que nos llevarían estos inexplicables callejones sin salida de su relato, contribuyendo a que el lector se olvide de ellos, los obvie, suspenda -como se ha dicho- el juicio de verosimilitud, despachando de un plumazo, cuando lo incomprensible amenaza con atascar el desarrollo de la trama, la contradicción “científica”, podríamos decir, a la que le ha llevado la historia. Veamos solo un par de ejemplos de cómo el autor se sacude de encima, sin miramientos, estos enojosos obstáculos: 

 —Sí, pero ¿y si vuelves atrás y matas a tu propio abuelo? Me miró de hito en hito, perplejo. —¿Por qué coño ibas a hacer eso? Ésa era una buena pregunta, así que le indiqué que continuara. 

—El dinero vuelve. Permanece, independientemente del número de veces que utilices la madriguera de conejo. —Ya habíamos pasado por ese punto, pero seguía intentando asimilarlo. —Sí, aunque también sigue en el pasado; un reinicio completo, ¿recuerdas? —¿Eso no es una paradoja? Me miró, demacrado, con la paciencia casi agotada. —No lo sé. Hacer preguntas que no tienen respuesta es una pérdida de tiempo, y a mí no me queda mucho. 

Punto final, asunto resuelto… y volvemos a la acción trepidante. 

La lectura de 22/11/63 me ha llevado a ver también una miniserie televisiva que se hizo en 2016 sobre el libro. Teniendo para mí mucho menos interés que la novela (la sensación de decepción me ha asaltado en muchos momentos mientras la veía), quiero, no obstante, aprovechar este espacio para recomendárosla. Bajo la realización de distintos directores -Bridget Carpenter, Kevin Macdonald, James Strong, Fred Toye, John David Coles y James Kent-, e interpretada por un elenco en el que destacan James Franco, Chris Cooper y Sarah Gadon, la serie tiene ocho episodios en los que se recrea la novela de King con numerosos cambios, algunos sustanciales, que alteran aspectos esenciales de la novela (por citar solo uno y menor, Jake no se incorpora al pasado en 1958 sino un par de años después). Además, se acentúan los detalles truculentos de la trama, no tan explícitos -o al menos más discretos- en el texto literario. Floja, en definitiva, pero “visible”. 

En fin, desde Todos los libros un libro os invitamos una vez más a pasar muchos días de placer en compañía de nuestras propuestas, en este caso las muchas horas de entusiasta lectura que exige 22/11/63, el libro de Stephen King y las ocho interesantes sesiones que supone el visionado de la serie del mismo nombre. Os dejo ahora con una canción, elegida, de entre las muchas que surcan el texto, por su valor significativo. Entre los problemas a los que se enfrenta Jake en su transporte a 1958, más allá de esa irracional obstinación del pasado en no dejarse alterar, de las dificultades intrínsecas que lleva consigo el evitar las muertes de Carolyn Poulin, los asesinatos de la familia Dunnit y el magnicidio de Kennedy, de las convulsas peripecias en las que se ve envuelto en su discurrir por el “túnel del tiempo”, uno de ellos, y no siempre menor, es evitar ser reconocido como un visitante del futuro, una situación que, en más de una vez, lo pone al borde del peligro: su móvil anacrónico hace sesenta años, una ropa totalmente extravagante en aquellos días, ciertas expresiones espontáneas normales en 2011 pero desconocidas y por tanto insólitas en 1958. En un determinado pasaje del libro, Jake es sorprendido cantando Honky Tonk Women, la famosa canción de los Rolling Stones que no se publicaría hasta 1969 y cuya explícita letra, inconcebible una década antes (Conocí a una reina en Memphis empapada en ginebra, quiso subirme a su cuarto y montar una juerga, y también, Me sopló la nariz y me dejó la mente flipando), despierta el recelo y las sospechas acerca de la verdadera identidad del joven. La estupenda canción pondrá el cierre musical a nuestro espacio de hoy. 

Mantendría vigilado a Oswald cuando este regresara de Rusia, pero no interferiría. A causa del efecto mariposa, no podía permitirme ese lujo. Si existe una metáfora más estúpida que «cadena de acontecimientos», no la conozco. Las cadenas son fuertes (aparte de las que todos aprendemos a fabricar con tiras de papel coloreado en la guardería, supongo). Las utilizamos para extraer los bloques del motor de los camiones y para atar de brazos y piernas a los prisioneros peligrosos. Ya no simbolizaba la realidad tal como yo la entendía. Los sucesos son frágiles, os lo digo, son un castillo de naipes, y con solo aproximarme a Oswald (por no hablar ya de intentar advertirle de que no cometiera un crimen que ni siquiera había concebido aún) bastaría para regalar mi única ventaja. La mariposa desplegaría sus alas, y el curso de la vida de Oswald se alteraría. 

Quizá al principio fueran cambios pequeños, pero como nos cuenta la canción de Bruce Springsteen, de cosas pequeñas, nena, un día las grandes llegan.
 Videoconferencia
Stephen King. 22/11/63

miércoles, 15 de noviembre de 2023

EDGAR LEE MASTERS. ANTOLOGÍA DE SPOON RIVER; CEES NOOTEBOOM. TUMBAS DE POETAS Y PENSADORES; WERNER FULD. DICCIONARIO DE ÚLTIMAS PALABRAS

Hola, buenas tardes. Un miércoles más, como todas las semanas, sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad. Esta semana llega a su fin la breve serie que con tres “episodios” estamos dedicando a los cementerios con ocasión de la celebración, el pasado 2 de noviembre, del Día de Difuntos. En la emisión de la víspera de la popular festividad os hablé aquí de Una tumba con vistas. Historias y glorias de cementerios, un muy sugestivo libro del periodista británico Peter Ross, publicado entre nosotros en junio de este mismo año en el sello Capitán Swing. Hace siete días el espacio se ocupó de Alguien camina sobre tu tumba, el libro de Mariana Enriquez, que apareció en la Editorial Anagrama en 2021, y en el que autora argentina sigue un planteamiento muy parecido al del escocés, aunque ampliando a necrópolis y camposantos del mundo entero el recorrido por unos cementerios que, en el caso de Ross, se centraba, casi exclusivamente, en los del Reino Unido. Esta tarde quiero, como digo, cerrar la serie con tres nuevas propuestas de lectura cada una de las cuales constituye un original y muy estimulante acercamiento a ese singular universo repleto de enterramientos, tumbas, sepulturas, mausoleos y sepulcros. Dos de esos libros ya habían sido reseñados aquí hace algunos años, aunque ninguno en el formato actual del programa, que incluye, complementando la emisión radiada, la versión audiovisual a través de YouTube. El tercero de ellos fue el núcleo central, también, hace casi dos lustros, de un par de programas en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes. Recupero ahora mis comentarios sobre los tres con la voluntad, esperanzada aunque impregnada de escepticismo, de multiplicar la difusión de unas obras que me merecen calificativos como magistral, interesante y estimable, aplicados, de manera respectiva y siguiendo el orden de su aparición en el espacio, a cada una de las tres. 

Empecemos, pues, con la obra mayor de mis propuestas de hoy. Escrita en 1915 (mi reseña originaria es de 2015, cuando se cumplió el centenario del libro), la Antología de Spoon River, es la obra maestra, el clásico indiscutible de Edgar Lee Masters. De entre las distintas ediciones que han visto la luz en España, yo he manejado dos: una, más clásica y “ortodoxa”, que publicó en 1993, primero, y en sucesivas ediciones revisadas después, en 2004 y 2007, la editorial Cátedra, en una muy documentada presentación, con cincuenta páginas de análisis introductorio, una completa bibliografía y numerosas, ilustrativas e imprescindibles notas del profesor, novelista, poeta y ensayista Jesús López Pacheco, que fue responsable también de la traducción, conjuntamente con su hijo Fabio L. Lázaro; y una segunda, más reciente -en todos los sentidos también más “actual”- que presentó en 2012 la editorial Bartleby con traducción, prólogo y notas de Jaime Priede. Cualquiera de ellas es altamente recomendable, aunque “mi” Spoon River será siempre, inevitablemente, el primero de los libros citados, por ser el que leí inicialmente, aun admitiendo que algunas de las opciones elegidas en la traducción de Jaime Priede “suenan” más frescas, más fluidas, más “naturales” a nuestros oídos. Os aconsejo también, y encarecidamente, la lectura de los mencionados estudios preliminares de López Pacheco y Priede, respectivamente; proporcionan infinidad de claves que contribuyen a la mejor inteligibilidad y por consiguiente al mayor disfrute del texto, sitúan en su tiempo al autor y su obra de una manera muy conveniente y oportuna para el lector y aportan mucha otra información valiosa para conocer los antecedentes y las repercusiones del ya entonces exitoso y hoy universalmente conocido libro. Una versión abreviada del prólogo de Jaime Priede para la edición de Bartleby, presentada con el título de Murmullos de Spoon River en un artículo en la asturiana revista El Cuaderno, incluida en un número de la segunda quincena de noviembre de 2012, aparece al término de esta reseña como complemento a mis palabras. Igualmente, y cerrando esta introducción, aunque en otro plano mucho más modesto, me permito sugeriros la escucha de un par de emisiones de mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes. Emitidas en 2015, redifundidas ahora, en sendos programas del lunes pasado y el próximo, y accesibles en el blog del espacio, buscandoleonesenlasnubes.blogspot. com, recogen una veintena de los dos centenares y medio de poemas que integran esta Antología de Spoon River de la que ahora quiero hablaros con fervor. 

Y es que, en efecto, el libro que os presento es un poemario, un tanto singular, muy cercano a la prosa -el verso libre, el léxico, que oscila desde el coloquial al forense, desde el romántico al científico- pero, en definitiva, un conjunto de poemas (y no una antología en sentido estricto, como luego veremos, pese a la aparente obviedad de su título). Edgar Lee Masters da voz, en su recopilación, a cerca de doscientos cincuenta personajes, todos ellos, menos uno, originarios de Spoon River, un pueblo ficticio, fruto de la libre creación de su autor, aun cuando sus coordenadas imaginarias lo vinculen a la realidad del poeta, que vivió su adolescencia en Illinois, en un pueblo llamado Lewiston, bañado por el río Spoon. Quienes hablan son hombres y mujeres que ya han fallecido y permanecen enterrados en el cementerio local, en La colina, The hill, que da título al primer poema de la serie. En realidad, lo que leemos en el libro son los epitafios de estos ciudadanos, el texto -el breve texto- que figura en sus lápidas mortuorias y en el que los hablantes se presentan, muestran aspectos significativos de su existencia, desvelan secretos que habían permanecido ocultos, se rebelan contra la visión convencional o consabida de sus personalidades, confiesan sus miserias o las de sus conciudadanos, acusan o se vengan de manera póstuma de quienes les han dañado o perjudicado en vida, gritan, suspiran, protestan, ironizan, se indignan, dialogan entre sí, insultan, denuncian, profieren alegatos o refutan lo que consideran enfoques subjetivos y parciales de sus vecinos. Escuchamos, pues, las voces de los muertos dirigidas a nosotros, los aún vivos, y al resto de los pobladores de Spoon River, y en ellas, en la libertad que deriva de lo inexorable de su acabada condición, detectamos los diversos registros de la inteligencia, la sentimentalidad y la emoción humanas, lo que convierte a Antología de Spoon River en un microcosmos -y ese, el llamémosle metafísico, es uno de sus más fecundos niveles de lectura, y quizá el mayor de sus destacados logros- que refleja la esencia de la naturaleza humana: la rabia, el sarcasmo, la ternura, la pesadumbre, el lamento, la amargura, el amor, la desesperación, la nostalgia, el dolor, la esperanza, la impotencia, la melancolía, la denuncia, el odio, los celos, la tristeza... 

Edgar Lee Masters fue un abogado laboralista en Chicago -los principales detalles de su vida y su obra pueden ser leídos, como he dicho, en los prólogos de las dos ediciones españolas referidas- que en su experiencia profesional había conocido muchos casos conflictivos que llegaron a los tribunales y que le pusieron en contacto con todo tipo de gentes, tanto individuos sencillos, del común, como prebostes y potentados cuyos privilegios se sustentaban sobre el sufrimiento de la mayor parte de sus conciudadanos. Muchos de ellos aparecerán luego en sus poemas, publicados por entregas en la prensa antes de acabar “antologizados” en un libro. Además, las frecuentes remembranzas que de su pasado en Lewiston hacía con su anciana madre le proporcionaban también “material” para su obra, con historias e individuos que, convenientemente modificados, pasaban a poblar su lírico camposanto. Masters era también frecuentador del cementerio de su pueblo y de los de los alrededores y allí -y en los documentos oficiales del estado de Illinois, que también manejaba- encontraba extraños nombres y datos singulares de las biografías en las lápidas de los muertos, que también eran alterados o combinados para dotar luego de “realismo” a las vidas de sus protagonistas. Con todos estos referentes, Lee Masters conforma un fresco de ese pueblo inventado que está ya entre las grandes creaciones de territorios ficticios de la historia de la literatura: el Macondo de García Márquez, el Comala de Juan Rulfo, el Yoknapatawpha de Faulkner, la Santa María de Onetti o, por qué no, la Mágina de nuestro Muñoz Molina, entre otros. 

Los poemas, que se leen como una novela, con sus interrelaciones, las historias que se imbrican y se completan, sus personajes reiterados, que se citan en distintos epitafios precisando y enriqueciendo el perfil de los difuntos, encuentran su inspiración en la Antología griega, más exactamente la Antología Palatina, pues Masters, como hace notar el profesor López Pacheco en su estudio, contaba con una sólida formación en lenguas clásicas y conocía bien los epigramas que la conformaban. Rebosantes de humanidad -en sus vertientes más positivas y también en las más acerbas-, como se ha dicho, los poemas son excelentes y, en consonancia con esa tradición clásica, la mayor parte de ellos giran en torno al tópico literario del Ubi sunt, junto a algunos otros motivos en los que quiero detenerme antes de pasar a mi comentario de la segunda propuesta de la tarde. 

Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere, ¿dónde están los que en el mundo, antes de nosotros, han sido?, ¿dónde ha quedado la vida que rebosaban, su alegría y sus placeres, sus afanes y sus deseos, sus preocupaciones y su ilusión? ¿De qué ha servido tanto esfuerzo, tanta dedicación, tanto ahínco, tanta voluntad, borrados todos, irremediablemente, por la guadaña igualatoria de la muerte? Este tema medieval, con honda raigambre en el mundo latino, que aparecerá también en nuestro ámbito en las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, es una de las claves de la Antología de Spoon River, pues detrás de la mayor parte de los parlamentos de las almas difuntas subyace la reflexión -a veces no formulada como tal sino tan sólo presente como emoción entre líneas, escondida en el tono triste de las palabras del muerto- acerca de la inutilidad de la vida, de la fugacidad de nuestro paso por el mundo, del inexorable transcurso del tiempo, de lo superfluo de nuestros anhelos y pretensiones, de la inevitable soberanía de la muerte que a todos nos iguala, ricos y pobres, desdichados y favorecidos por la fortuna, seres anónimos o individuos que dejan un fulgurante rastro en su existencia terrenal. Este “lugar común” aparece con diversos matices, en formulaciones variadas, con acentos distintos según las diferentes disertaciones de los hablantes: la irrisoria ridiculez de la hueca retórica, de las falsas crónicas de las lápidas, la imposibilidad de vencer al ogro monstruoso de la vida, el profundo desconocimiento de lo que hacen los vientos y las fuerzas invisibles que rigen la vida, el amargo reproche a Dios por haber creado un sol para al día siguiente tener gusanos deslizándose por entre sus dedos, la despreocupada ligereza con la que vivimos nuestro tiempo y de la que sólo cabe lamentarse cuando la muerte nos alcanza (Ahora lo sé), y tantos otros ejemplos. 

Pero junto a este motivo clásico, que conforma lo que he llamado hace unas líneas la vertiente metafísica del libro, aparecen otros destacados que se desenvuelven en planos más “realistas”. Antología de Spoon River es también una furibunda denuncia de la corrupción del poder, de la venalidad de los políticos, del clasismo y la injusticia de quienes mandan, personificados en la figura de Thomas Rhodes, el máximo emblema de las fuerzas vivas locales en el poemario -aludido en sus palabras por muchos de sus conciudadanos y responsable él mismo de un cínico parlamento-, pero también la huella de la injusticia, los abusos, los privilegios y los atropellos, puede verse en abogados inmorales, presidentes de bancos ávidos de dinero, pastores de la Iglesia, reverendos y predicadores, a cual más fariseo, miembros de asociaciones reaccionarias (El Club de la Pureza Social), directores de periódicos, propietarios de fábricas y millonarios, alcaldes y jueces federales, funcionarios comprados, receptores de sobornos, evasores de impuestos, perpetradores de injusticias, capitostes de toda condición, los que ganamos y atesoramos el oro. Contra todos ellos escribe también su libro Edgar Lee Masters, que opta por el bando de los desfavorecidos, de los desheredados, de los fracasados, de los simples, de los perdedores, de los humildes, en otra de sus dimensiones notables, la política y social, que emparenta su obra a la de Walt Whitman o a la del Steinbeck de Las uvas de la ira, con las que mantiene muy claras concomitancias. 

Y está también el enfoque histórico, pues en muchos de los versos se nos da cuenta de episodios emblemáticos de la corta vida de Estados Unidos: la guerra de la Independencia, la de Secesión, sus distintos presidentes, singularmente Abraham Lincoln, los ideales románticos de libertad, la defensa de la igualdad y los valores democráticos, la aspiración algo ilusoria de la felicidad, todos esos referentes de lo mejor de la cultura y la tradición liberal estadounidense. Y no debe olvidarse, y ya el tiempo me impide desarrollar más mis criterios, la faceta sociológica, pues el Spoon River de Masters es fotografía fiel de un pueblo cualquiera -y de ahí su añadido valor universal- de la Norteamérica rural de principios del siglo XX.  

La segunda propuesta “funeral” de esta tarde es un libro magnífico de un grande de la literatura universal, eterno candidato al Premio Nobel, el holandés de nombre impronunciable Cees Nooteboom. De su extensísima y muy variada obra literaria he seleccionado un volumen de difícil adscripción a un género en concreto, un libro que recoge delicada poesía, profundas reflexiones personales y magníficas fotografías, unido todo ello con un lazo común, la presencia de la muerte, una presencia no ominosa, ni sombría, ni dramática, muy al contrario, una muerte que se contempla desde una perspectiva que, al menos desde mi punto de vista, aparece como esperanza, como creación, como belleza, como -valga el oxímoron- profundamente vital. Se trata de Tumbas de poetas y pensadores y lo publicó, el año 2007, la Editorial Siruela en traducción del alemán de María Cóndor. El libro se presenta en una edición muy cuidada, de formato grande, tapas duras, excelente papel satinado, bellísimas fotografías -como ya he señalado- y desmesurado precio acorde con la extraordinaria calidad formal que ofrece. 

Viajero empedernido, durante décadas Nooteboom ha visitado, allá donde le llevaban sus aventuras, las tumbas de escritores -fundamentalmente poetas pero también narradores o filósofos- cuyas obras le habían acompañado a lo largo de su vida. En total, ochenta y dos autores, todos sin excepción indiscutibles en cualquier historia de la literatura que se pretenda rigurosa, cuyas personalidades, cuyos versos, cuyos pensamientos llenaron su propia existencia de lector apasionado. En sus visitas le acompaña siempre su mujer, Simone Sassen, notable fotógrafa, y las imágenes que ésta recoge de las lápidas, los cementerios y, en general, los espacios funerarios, ciento treinta y cinco evocadoras y hermosísimas fotografías en blanco y negro, aparecen en el libro contribuyendo a trasladarnos al entorno -a menudo apacible y recogido, siempre ilustrativo y sugerente- de las últimas moradas de los literatos admirados. 

El autor confiesa que su cuanto menos extraño proyecto surge de su “afición” a asistir a entierros de colegas escritores. ¿Cuándo empezó?, se pregunta. Yo ya había asistido con frecuencia, cuando en mi país algún colega más viejo o más joven emprendía su último, incierto y gran viaje por las antologías y manuales, a extrañas fiestas al revés en el aula magna de un cementerio, en las que nos volvíamos a ver unos a otros. Allí se suspendían por un instante las enemistades literarias, se daba el pésame a los inimaginables parientes -los escritores no tienen familia- y se hacían conjeturas en silencio acerca de cuánto tiempo resistiría la obra del difunto antes de pasar al segundo plano de la inimaginable eternidad. Pero acudir a entierros no es lo mismo que visitar tumbas. Para expresarlo de la manera más sencilla posible: una tumba tiene que estar cerrada, y mejor si lo está ya desde hace tiempo. La mirada en la sima abierta en la tierra, donde se ve el ataúd, y todos los pensamientos relacionados con ella tienen todavía demasiado que ver con la vida. El que visita la tumba de un poeta emprende una peregrinación a sus obras completas

He ahí, pues, escondida en este significativo párrafo, la razón última del libro y de la voluntad que llevó a la experiencia que lo motiva: la intensidad con la que el autor vive su condición de lector. Visita las tumbas porque quienes están en ellas enterrados forman parte de su vida, porque sus obras han estado presentes en su existencia de las maneras más diversas y en los momentos más variados. Y por ello, no hay nada morboso o mortecino en su peregrinar de túmulo en túmulo. Son las voces, las voces vivas de los muertos, valga de nuevo la paradoja, vivas en sus versos inmortales, en sus páginas imperecederas, en sus ideas que han resistido el paso del tiempo, las que impulsan o acompañan al viajero. 

Éste, a veces, emprende sus recorridos -que le han llevado, en una pasión irrefrenable, a todos los continentes- expresamente en búsqueda del lugar en el que yace enterrado el escritor querido; otras, es el azar, la estancia casual en las cercanías del enterramiento, el que motiva la visita a sus “muertos amados”. Simone Sassen y yo -escribe Nooteboom- denominamos para nosotros mismos el relato de nuestra búsqueda, “Encuentros”. En algunos casos son sus encuentros y no hay más que la imagen; en otros yo quise escribir sobre alguien cuya sepultura no pudimos visitar; pero casi siempre el texto y las reflexiones del escritor se asocian a las fotografías de su mujer, en un diálogo muy fecundo, en el que palabras e imágenes se imbrican, se complementan, sirven de ilustración mutua, permiten enriquecer nuestra visión de los escritores “visitados”. 

Por el libro pasan así, en una muy completa y heterogénea enumeración, que no respeta siglos ni geografías y que denota lo universal de los gustos literarios del visitante, Celan, Descartes y Wittgenstein; Mann y Calvino, Canetti y Joseph Brodsky; Virgilio, Hölderlin y Leopardi; René Char, Thomas Bernhard y Paul Valéry; Marcel Duchamp, Montale, Keats y D.H Lawrence; Yeats y Ionesco. El autor peregrinó también, y el término no resulta excesivo pues de una auténtica aventura espiritual se trata, a las tumbas de Neruda en Chile, las de César Vallejo y Julio Cortázar en el parisino cementerio de Montmartre, a la de nuestro Machado en Collioure, a la de Robert Louis Stevenson en su remota isla de los mares del sur, a las de Keats y Shelley en Roma, a las innumerables del Pére Lachaise de París, Balzac o Proust o Wilde entre ellas. Y también visita en su último lecho a Susan Sontag, Virginia Woolf, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a Nabokov y Kafka, a Dante, Flaubert y Borges, a Bioy Casares y Samuel Beckett y James Joyce y Goethe y tantos otros. 

Y en cada caso nos encontramos con las atinadas reflexiones del autor: aquí un leve apunte biográfico sobre el escritor enterrado, allá -muy a menudo- una cita de su obra, un poco después unos versos, más adelante una somera y poética descripción de la tumba o de la lápida -sobria o alambicada, discreta u ostentosa, austera o sofisticada-; ahora un comentario sobre el espacio circundante -salvaje o “civilizado”, inaccesible o notoriamente señalizado, repleto de recuerdos y ofrendas y arreglos florales o desmañado, olvidado como a menudo lo es el muerto-, más tarde un retrato melancólico de los anónimos y privilegiados “vecinos” que duermen su sueño eterno a la vera del literato visitado, aún después, tres pinceladas sobre los fugaces visitantes del cementerio. Y siempre la profundidad del pensamiento de Cees Nooteboom, sus penetrantes anotaciones sobre la poesía, sus filosóficas disquisiciones sobre la vida y la muerte, sobre la memoria y el olvido, sobre los recuerdos, sobre la amistad y el amor, sobre -claro está- la literatura. 

Un libro magnífico, este Tumbas de poetas y pensadores, del holandés Cees Nooteboom, que publica Siruela. Un libro interminable, además, gozosamente interminable, pues se abre a las obras de los escritores mencionados, avivando el interés por su lectura, y, sobre todo, a poco espíritu viajero que se posea, porque nos despierta el deseo de repetir la experiencia del autor, visitando también, con la misma pasión, con idéntico entusiasmo, con similar emoción, esos lugares en cierto modo sagrados.  

Mi última recomendación de esta tarde es un libro curioso, original, divertido, jocoso e incluso hilarante, adjetivos estos últimos que son, quizá, los que más le convienen, y ello pese a que su texto gira, como el resto de las propuestas de esta serie algo necrófila que llevamos ofreciéndoos en estas últimas semanas, en torno a la muerte y el inevitable espíritu fúnebre y melancólico que de ella siempre se desprende. Se trata de Diccionario de últimas palabras, escrito por Werner Fuld en 2001 y publicado por Seix Barral en un ya muy lejano 2004, en traducción del alemán de Pedro Madrigal. El subtítulo bajo el que se presenta el libro es muy elocuente y suficientemente revelador, por sí mismo, del contenido que se va a encontrar quien se decida a adentrarse en sus páginas: Últimos mensajes de hombres y mujeres famosos. De Konrad Adenauer a Emiliano Zapata. En él, y como se desprende de esta explícita rúbrica, se recogen varios cientos de frases pronunciadas en el lecho de muerte por personajes tan dispares como Aristóteles, Roosevelt, Rilke, Kant, Bernard Shaw, Jane Austen, Proust, Dickens y muchos otros representantes de la cultura, con decenas de otros desconocidos protagonistas -activistas de los derechos de las mujeres, políticos, actrices, condenados a la pena de muerte, nobles en el cadalso, gurús y delincuentes indios- de ese momento singular e irrepetible que es el tránsito al otro mundo. Tocadas en la mayor parte de los casos por una acusada comicidad, las últimas palabras que Werner Fuld selecciona resultan altamente estimulantes, haciendo de la lectura del libro una experiencia fascinante, instructiva, aleccionadora y, como digo, casi siempre divertidísima. En un gran número de los textos recopilados por Fuld, que se presentan organizados por orden alfabético de sus responsables y que aparecen arropados por unas muy breves explicaciones del autor, que sitúan al “casi” difunto en su contexto, se entremezclan la comprensible aspiración de los protagonistas a dejar a la posteridad un legado excelso, ejemplificado en alguna sentencia rotunda y brillante, con el muchas veces patético resultado, entendible también, dadas las circunstancias, de un balbuceo o un exabrupto, de una simpleza o una trivialidad banal. Una loable pretensión, la de muchos de los personajes escogidos, de pasar a la historia por la agudeza, la ingeniosidad y el sarcasmo postreros, que, en tantos casos, fruto de la natural imprevisibilidad que el tránsito al otro mundo conlleva, acaba por resolverse en memeces e inanidades insustanciales y absurdas. Cuenta Fuld en el prólogo al libro que Walt Whitman, el poeta norteamericano, que creía que las últimas palabras debían ser la culminación de la vida, buscó durante años algunas que resultaran apropiadas para tan importante trance. Pese a ello, en el momento decisivo, no se le ocurrió nada, y de su boca solo puedo salir un exabrupto desesperanzado: ¡Mierda! Del mismo modo, el escritor, también estadounidense Theodore Dreiser, había preparado su terminal salida de escena con un algo infatuado saludo de “colegas” a William Shakespeare, “¡Shakespeare, I come!”, aunque llegada la aciaga ocasión solo alcanzó a balbucir “¡Una clara!” 

No obstante, esos comentarios finales rezuman, en general, inteligencia, humor negro y una insólita lucidez, por más que muchos de ellos sean apócrifos y pertenezcan más al terreno de la leyenda inventada que al de los hechos constatables documentalmente (algunos, hay pruebas indiscutibles, son abiertamente falsos; por ejemplo, Humphrey Bogart, bebedor contumaz, no dijo, como afirma Fuld, “No hubiera debido cambiar del scotch a los martinis”, sino, al parecer, un menos memorable pero más humano “buenas noches, querida”, dirigido a Lauren Bacall, que le acompañó en ese momento y que dio fe de sus palabras). 

El libro interesa, aparte de por su indudable comicidad, porque resulta muy ilustrativo sobre la condición humana. Por un lado, aflora lo mejor de nuestra especie, puesto de manifiesto en esa coyuntura excepcional: la conciencia de la propia fragilidad; el pesar por tener que decir “adiós a todo esto”, parafraseando a Robert Graves; el miedo ante el inmenso espacio desconocido que nos espera; la melancolía que nos acomete ante el triste recuerdo de lo vivido y ya perdido para siempre (y aquí viene a mi mente el famoso Rosebud de Ciudadano Kane, cuyo significado no destriparé por si hay alguien en el universo que aún no ha visto la obra maestra de Orson Welles, pero que resume el sentido último de la vida entera del excesivo personaje: Maybe he told us all about himself on his deathbed); la tristeza por el forzoso alejamiento, la definitiva pérdida de los seres queridos; también la rabia y la rebeldía ante lo inexorable de un destino ante el que nada podemos. Pero, además -e igualmente consustancial a nuestra compleja naturaleza-, comparecen el aburrimiento y el tedio finales de una vida ya sin horizonte; el agotamiento y el cansancio físicos; la debilidad y la falta de fuerza, la fatiga infinita tras la titánica lucha contra la parca; la algo desvaída curiosidad por los misterios que se abren tras la defunción; el desacato blasfemo y la contrición piadosa, esas dos formas de afirmar la presencia de Dios; la ligereza despreocupada y la solemnidad reverente. Están también los aires de grandeza, las poses mayestáticas, la severidad impostada, los ataques de dignidad sobreactuada, el narcisismo tanto menos comprensible cuanto que el egocéntrico está a punto de pasar a formar parte del reino de las tinieblas. Y, ya se ha dicho, está la ironía, la provocación, el ingenio, el desenfado, la provocación, el sorprendente e inesperado, dadas las circunstancias, humor. Dime cómo mueres y te diré quién eres, escribió Octavio Paz. 

Para que se pueda apreciar la variedad de “registros” de los textos seleccionados por Fuld os ofrezco ahora, y ya como cierre a mi reseña, una breve muestra de algunas de esas despedidas 

La idea entusiasta de Lord Byron de apoyar a los griegos en su lucha de liberación contra los turcos quedó hundida en la persistente lluvia de Missolonghi. Esta aldea de pescadores estaba en un terreno pantanoso, y Byron enfermó, a poco de llegar allí, de una malaria que no admitía ya tratamiento alguno. El 19 de abril de 1824, sus amigos estaban congregados en torno al lecho del moribundo; el médico, impotente, no podía contener las lágrimas. Byron abrió, por última vez, sus ojos, sonrió y, suspirando, dijo en italiano: ¡Qué hermosa escena! 

La percha ceceante, como llamaban los críticos al actor Humphrey Bogart, muerto en 1957, era tristemente célebre por la cantidad de alcohol que consumía. Nos han sido transmitidas sus últimas palabras: No hubiera debido cambiar del scotch a los martinis

La hermana mayor del emperador francés, Elisa Bonaparte, murió en 1820 como gran duquesa de Toscana a la edad de cuarenta y tres años. Resultaba, a todas luces, manifiesto que era una mujer muy realista, pues al decirle el médico que nada en la vida es tan inevitable como la muerte, respondió: Salvo los impuestos

Arthur Cook, muerto en 1952, filólogo de lenguas antiguas, fue, sin lugar a dudas, todo un perfeccionista. Cuando en su lecho de muerte le eran leídos los primeros versos del salmo 121 no tardó nada en interrumpir la lectura: ¡Eso está mal traducido! 

Las últimas palabras del gurú indio Meher Baba, muerto en 1969, no son únicamente notables por ser conocidas en todo el mundo -si bien es verdad que son muy pocos quienes conocen a su autor-, sino que son inolvidables sobre todo por haber sido pronunciadas cuarenta y cuatro años antes de que ocurriera, de hecho, la muerte del gurú. Ya en 1925 había revelado a sus discípulos el secreto de la vida, y, en adelante, guardó silencio. Dice así: Don´t worry be happy

La actriz Marlene Dietrich pasó los últimos años de su vida en su vivienda de París y muy raras veces recibía a algún que otro conocido, pues quería mantenerse en el recuerdo de la gente como la hermosura que había sido en sus primeras películas. Unos días antes de su fallecimiento en 1992, su antiguo secretario consiguió introducir subrepticiamente en la vivienda a un sacerdote. La Dietrich, famosa por su lengua mordaz, lo echó de allí inmediatamente: ¿De qué voy a hablar con usted? ¡Tengo un encuentro inminente con su jefe! 

El saxofonista estadounidense Stan Getz, fallecido en 1991, quiso echar, desde su habitación, una última mirada al Pacífico. Pero precisamente, ese día dominaba en Malibú una espesa niebla. Decepcionado, se arrastró de nuevo hacia la cama y opinó molesto: ¡Vaya incineración! 

A Conrad Hilton, fundador de la cadena homónima de hoteles y fallecido en 1979, se le preguntó, en sus últimos momentos, si deseaba aún transmitir a sus empleados algún legado. Él contestó: ¡La cortina de la ducha hay que ponerla por el lado de dentro de la bañera! 

El legendario héroe del revólver Tom Horn, del tiempo de los pioneros estadounidenses, sabía que tenía bien merecida la muerte. Cuando, en el año 1878, era conducido a la horca se percató de que las manos del joven sheriff temblaban. ¿Ahora te vas a poner tú nervioso?, preguntó Horn tratando de darle ánimos, a lo que el sheriff se disculpó: Ésta es mi primera ejecución. Horn se pasó él mismo la soga por la cabeza y contestó riendo: ¡También la mía! 

El patriota español Ramón Narváez, que murió en 1868, era aleccionado por el sacerdote en el sentido de que, para llegar al reino de los cielos tendría que perdonar también a sus enemigos. El general contestó, sin faltar a la verdad: No es necesario, he hecho matar a todos

La razón de la ejecución de Waltheof, conde de Northumberland, en 1076, sigue oculta entre la niebla de la historia. Más nítidamente se oyó cómo, con la cabeza en el tajo, empezó a recitar el pater noster, hasta llegar al Y no nos dejes caer en la tentación... Su voz quedó aquí ahogada por las lágrimas, pero el verdugo no quiso esperar a que el conde se recompusiera y le decapitó de un golpe. Los asistentes a la ejecución aseguraban luego que la cabeza seccionada habría recitado aún, con toda claridad, las últimas palabras de la oración: Mas líbranos del mal. Amén

En fin, leed y disfrutad de los tres libros que esta semana os presento, tres aproximaciones diversas a los cementerios y el tránsito a la otra vida. Os dejo con el prometido fragmento del artículo de Jaime Priede sobre la Antología de Spoon River. Tras él, he elegido, como complemento musical a mi reseña, una canción que habla de la muerte, Flirted with you all my life, del norteamericano Vic Chesnutt, de corta y desgraciada vida a la que puso fin por su propia mano hace ya casi quince años.


Murmullos de Spoon River. Jaime Priede 

En la primavera del año 1914 aparece el embrión de este libro en una revista literaria de San Luis, Misuri. El nuevo Congreso empezaba a lanzar las leyes de la New Freedom. Eran tiempos propicios para la ciencia avanzada y una renacida libertad moral se expandía por las principales ciudades. Edgar Lee Masters, un conocido abogado laboralista local, se implicaba activamente en la lucha por esas nuevas libertades. Por encargo de su sindicato, defendía diariamente ante el tribunal a las camareras en huelga, procesadas por reclamar en sus hoteles y restaurantes el derecho a un día libre semanal. Un fin de semana de esa misma primavera había recibido la visita de su madre. Dieron largos paseos alzando la vista al endeble andamiaje que se perdía en las alturas mientras evocaban las pequeñas cosas de un pueblo con olor a establo llamado Lewistown. "Era domingo y tras dejarla en el tren de la Calle 53, volví andando a casa intensa, extrañamente pensativo. La campana de la iglesia estaba tocando, pero la primavera flotaba en el aire. Fui a mi cuarto e inmediatamente escribí La colina y dos o tres de los poemas de Spoon River Anthology

La primera edición en libro de Spoon River Anthology tiene lugar en Nueva York, un año después, en 1915. En 1940 iba ya por las setenta ediciones. Ha sido traducido a una veintena de lenguas y se han hecho versiones en teatro y ópera. Spoon River Antologhy ha sido, hasta el momento, el único libro de poesía que ha alcanzado la categoría de bestseller en Estados Unidos. Su autor logró situarse en la pole del ranking literario, pasando a la historia como una de las figuras centrales del movimiento llamado renacimiento de Chicago. Poco después se lo reconocería también como pionero de la revolt from the village, que pronto se extendería a la narrativa. 

De todos modos, Edgar Lee Masters confiesa en su autobiografía no saber muy bien lo que estaba haciendo cuando escribió este libro. Lo que hacía, probablemente, era divertirse, sin mayores ambiciones. Inventaba personajes a partir de los nombres que leía en las lápidas de los cementerios; elaboraba luego monólogos de esos personajes desde el más allá que ajustaban cuentas y decían lo que no resultaba políticamente correcto decir en vida; jugaba entonces con diferentes registros de voces… Sin proponérselo, animado por el resultado, poco a poco va dando forma al retrato de una sociedad rural, la suya, en el que no escatima detalles y resonancias que adviertan de su corrupción y su doble código moral. Masters disfrutó inventándose un microcosmos que se ajustaba como un guante a la realidad de las cerradas comunidades campesinas de su entorno. Sin embargo, la utilización del verso libre, las acusaciones de prosaísmo, de vulgaridad, de obsesión por los temas sexuales y de inmoralidad general no se lo pusieron fácil a un libro que, a pesar de ello, supo beneficiarse del escándalo como factor publicitario entre la sociedad puritana de su tiempo. Masters se las sabía todas por entonces. Pasaba ya de los cuarenta y tenía una amplia experiencia laboral como abogado a pie de calle. 

Para lograr una mayor libertad de acción y con ella una mayor eficacia de su realismo, Masters se inventa una población con unas coordinadas verificables. Traza la cartografía de una comunidad inspirada en la mezcla de dos poblaciones situadas al sureste de Chicago, ya en la zona de las grandes praderas. Pasó su infancia en Petersburg, a orillas del río Sangamon, y su adolescencia en Lewistown, cuarenta millas más al norte, cerca del río Spoon. En ellas, todo el mundo conoce a todo el mundo. Todos saben de las ramificaciones ocultas de las familias, de las oscuras relaciones sentimentales, de los éxitos y fracasos que la fortuna reparte sin miramientos por cada granja. Ambas aparecen fusionadas en una sola comunidad, y tal fusión provoca una especie de estrabismo que resulta caricaturesco, divertido y a la vez profundamente crítico. No obstante, su ficticia selección de voces admite una lectura de mayor alcance. Su particular microcosmos acaba por reflejar la realidad social de un país entero. 

Spoon River Anthology comienza con un plano general de «La Colina» y continúa con un travelling de primeros planos resueltos en forma de flashback. Este primer poema recrea el tópico ubi sunt, pregunta retórica a la que Masters da respuesta a través de una segunda voz que le hace perder al tópico su vocación ascética para situarse en un contexto más terrenal, alejado de la perspectiva clásica. Extrae los nombres de distintos cementerios de la zona, combinando nombres de pila de unos con apellidos de otros, sirviéndose también de los archivos del estado de Illinois, utilizando en algún caso nombres reales y nombres de personajes históricos con ligeras variaciones en el apellido. Este sistema combinatorio no obedece a ningún plan previo, lo que hace el abogado es improvisar, dar rienda suelta a la imaginación con las cosas que se va encontrando en las lápidas. 

Edgar Lee Masters, como deja de manifiesto en Spoon River Anthology, siempre sintió simpatía por los hombres y las mujeres que se complican la vida, que suben tan pronto como bajan, que mantienen entre sí relaciones destructivas, víctimas de sus propias ambiciones, deseos e impulsos. Incluyéndose a sí mismo en el último epitafio, ellos son los protagonistas del libro de poesía más leído de todos los tiempos en Estados Unidos. 

Spoon River Anthology: cada uno ve la vida a su manera. Y a eso es a lo que llamamos vida.
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 Edgar Lee Masters. Antología de Spoon River