Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de noviembre de 2023

TRUMAN CAPOTE. DESAYUNO EN TIFFANY'S  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, bienvenidos al espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que hoy os ofrece el primer programa de una breve serie, que iré desarrollando a lo largo de lo que resta de la presente temporada del espacio, en las que el cine será el protagonista. Y es que en este año que ahora acaba se han producido varias efemérides cinematográficas que quiero resaltar con una propuesta plural. En primer lugar, y por centrarme en la emisión de esta tarde, en 1963, exactamente el 12 de noviembre, hace ahora sesenta años, se proyectó por primera vez en España Desayuno con diamantes, un título esencial en el universo del séptimo arte, una película que se había estrenado en Estados Unidos dos años antes. 

Aprovechando el aniversario os propongo hoy la lectura de dos libros muy interesantes. Quiero hablaros del libro de Truman Capote en el que se basó la película, Desayuno en Tiffany’s, y de un número monográfico, Desayuno con diamantes. El libro del 60 aniversario, de la editorial Notorious, un sello de presencia recurrente en nuestro espacio, publicado cuando se cumplieron los sesenta años de su estreno en Estados Unidos, cuyos responsables son Quim Casas, Teresa Llácer, Ricardo López y Lucía Tello Díaz. A lo largo de los próximos meses, como digo, irán saliendo al aire mis sugerencias de libros relacionados con otras películas que han alcanzado un redondo cumpleaños en este 2023 ya declinante. 

Vayamos, pues, con Desayuno en Tiffany’s. La edición española “canónica” del libro es de 1987 (no sé si hay alguna previa; la publicación estadounidense originaria es de 1958) y la editó Anagrama en su ya legendaria colección “Panorama de narrativas”, con sus cubiertas amarillas y sus ya más de mil cien títulos publicados. Mi sugerencia de hoy os lo trae en la más reciente versión de Libros del Zorro Rojo, de 2016, que conserva la traducción para Anagrama (los editores agradecen en el colofón de la obra la cortesía del sello catalán) de Enrique Murillo, escritor él mismo y uno de los más importantes traductores de nuestro país (pese a lo cual, desde mi punto de vista, hay dos traslaciones, al menos, con sendas opciones léxicas de difícil justificación. La primera, la presencia del término “malea”, cuya existencia en castellano no he logrado localizar, y que por el contexto en que aparece podríamos asociar a tristeza, morriña o angustia (la expresión inglesa en el texto original es “you know those days when you've got the mean reds?”, de la que ignoro cuál debiera ser una traducción más adecuada; la de Murillo es “¿sabes esos días en los que te viene la malea?”; en el doblaje al español de la película se habla de “días rojos”). La segunda, un falso amigo, “implausible”, vocablo existente en inglés pero no en nuestro idioma, al que debería ser vertido como “inverosímil” o “increíble”). Además, los responsables de la edición más actual (no sé si el propio traductor o los editores; sospecho que estos últimos) han “pulido” algunos detalles de la inicial versión, actualizándola desde el punto de vista gramatical (las tildes en “solo”, por ejemplo) y cambiando términos hoy menos usuales (como muestra representativa, donde la edición original decía “llevar diamantes sin haber cumplido los cuarenta es una horterada”, hoy se ha sustituido el último vocablo por “ordinariez”; en la película se dice “vulgaridad”). El libro del que os hablo, que a diferencia del de Anagrama, que recoge otros tres cuentos, solo incluye la corta novela a la que alude su título, se presenta en un formato muy amable y con unas muy sugerentes ilustraciones de Karen Klassen, reconocida pintora e ilustradora canadiense, que se mueve en los mundos de la moda, la publicidad y el ámbito editorial. 

Debo confesar, de entrada, que yo no había leído hasta hace unos meses la novella (novellanouvelle, novela corta, todas ellas denominaciones convenientes, pues con sus escasas cien páginas estamos ante un texto de longitud mayor que la de un cuento y menor que la de una novela convencional) de Capote. He repasado mi biblioteca y en ella están -leídos hace décadas y olvidados en su mayor parte- Otras voces, otros ámbitos, Plegarias atendidas, Música para camaleones, el genial A sangre fría, que sí recuerdo bien, todos ellos en las ediciones de Anagrama de principios de los ochenta y en algunas, anteriores y deplorables, de Bruguera. Pero, concluido el exhaustivo arqueo, no aparece Desayuno con diamantes, y lo que resulta más revelador, tampoco guardo en mi memoria rastro alguno de su lectura. Y ello es, a la vez, una ventaja y un inconveniente. La principal limitación deriva del hecho de que, teniendo, en cambio, muy vivo el recuerdo de la película, que también he vuelto a ver estos días, mi actual y muy retrasada lectura se ha visto totalmente condicionada por la “presencia” irradiadora de Audrey Hepburn, que encarnó en el cine de un modo inolvidable a la subyugante Holly Golightly del libro, de tal manera que el enamoramiento instantáneo y arrebatado que provoca el personaje -también en la ficción literaria, con todos los hombres que la rodean entregados, de una u otra forma, a los encantos de la por muchos motivos deslumbrante heroína- se debe, en mi caso, en gran parte, a la fascinación que desprende la actriz (¿cómo no enamorarse de la bellísima chica, en apariencia frágil, que susurra Moon river -obvia opción musical para el cierre de esta reseña- rasgueando la guitarra en la escalera de incendios del destartalado edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este?). Sin embargo, alejando en lo posible de mi mente la poderosa imagen de la delicada belleza de Audrey Hepburn, mi lectura -tan tardía- de Desayuno con diamantes me ha permitido descubrir una obra muy interesante y, también, conmovedora. La experiencia completa, lectura del libro y revisión, por enésima vez, de la película, ha sido memorable y por eso quiero compartirla y recomendarla. 

Con el habitual aviso para navegantes con el que subrayo la imposibilidad de hablar con un mínimo de profundidad del libro sin desvelar algunas de sus claves, anticipo someramente la trama argumental de la breve obra. El narrador, innominado en el texto literario -no así en la película-, es un joven aspirante a escritor que en los primeros años de la Segunda Guerra mundial (Aquel lunes de octubre de 1943, recuerda en un momento del libro), llega a la que va a ser su primera vivienda en Nueva York, con todas las ilusiones todavía intactas pese a que nunca ha publicado y ninguna editorial compra lo que escribe. Ya en los primeros días de su estancia en el nuevo domicilio ve interrumpido de continuo su sueño nocturno porque, a las dos, a las tres, a las cuatro de la madrugada, la excéntrica y ruidosa vecina del apartamento inferior al suyo llama insistentemente a su telefonillo para que, olvidadas una y otra vez la llaves de la puerta, le franquee el paso al edificio. Pese a tan constantes “incidencias”, tendrán que pasar aún algunos meses para que llegue a conocerla, puesto que en sus recurrentes servicios como portero forzoso solo la ha podido vislumbrar. Ello ocurrirá cuando la chica se presente en la ventana de su casa, en albornoz y desde la escalera de incendios, solicitando su ayuda para escapar así de un admirador “horripilante” que la acosa en su propio apartamento. La descarada muchacha es Holly Golightly, una chica muy joven (le faltaban dos tímidos meses para cumplir los diecinueve) y de vida algo alocada, cuyas peripecias constituyen desde ese momento el objeto de la curiosidad, del interés, también de la desesperación del pretendido escritor. Holly se convierte así, en consecuencia, en el centro absoluto sobre el que gira la novela y su personaje pasará a ser, merced a su omnipresencia en el libro y a la deslumbrante caracterización con la que la dibuja Truman Capote, una de las más sobresalientes e inolvidables figuras femeninas de la literatura -y sin duda también del cine- del siglo XX. 

Holly es, aunque la novela no lo afirma abiertamente, una prostituta (No es que me haya liado con auténticas multitudes, como dicen algunos: y no culpo a esos bastardos por decirlo, siempre he vivido en plan loco. Aunque, la verdad, la otra noche eché cuentas y sólo he tenido once amantes, sin contar lo que pudiera haber ocurrido antes de cumplir los trece años porque, al fin y al cabo, eso no cuenta. Once. ¿Basta eso para convertirme en una puta?), que se codea con hombres de vida dudosa y miembros de la alta sociedad neoyorkina, millonarios, artistas, productores cinematográficos, algún mafioso, tipos sospechosos, de los que extrae sus únicas fuentes de ingresos, hombres que sacaban con dos dedos un billete de cincuenta dólares para el tocador. Muchas de las manifestaciones de su desordenada vida -presencia constante de amantes y hombres enamorados, fiestas ruidosas, hábitos extravagantes, horarios descabalados- repercuten en la anodina vida del escritor que, poco a poco, se ve arrastrado a la turbulenta vorágine en que consiste la existencia de la desconcertante joven. Tanto lo caótico y despreocupado de sus costumbres cotidianas como, sobre todo, los rasgos que caracterizan una personalidad de un magnetismo arrollador, enamoran a los hombres que la rodean, entre ellos, singularmente, al narrador y, de manera evidente en mi caso, también al lector. 

El personaje atrae ya antes de conocerla, merced a los indicios que el escritor va teniendo de ella: descubrí, dirá, observando la papelera que dejaba junto a su puerta, que sus lecturas normales eran la prensa popular, los folletos de viajes y las cartas astrales; que fumaba unos pitillos esotéricos de la marca Picayune; que sobrevivía a base de requesón y tostaditas; que su cabello multicolor no era obra de la naturaleza. La misma fuente de información me permitió saber que recibía montones de cartas del frente. Siempre estaban rotas a tiras alargadas, como registros. A veces me llevaba uno de esos registros para utilizarlo en mis lecturas. Recuerdo y te echo de menos y llueve y escribe, por favor, y maldita y condenada eran las palabras que más a menudo se repetían en esas tiras de papel; estas, y soledad y te quiero. Un retrato fragmentario, incompleto y parcial, pero muy revelador del modo en que se desenvuelve la vida de la chica. 

Idéntica predisposición positiva se produce cuando, por fin, Holly aparece ante el narrador y, consiguientemente, ante el lector, con aspecto de persona mimada por la vida, serenamente inmaculado, como si la hubiesen estado cuidando las doncellas de Cleopatra, como puede apreciarse en estos dos reveladores fragmentos que no me resisto a transcribir en su integridad: 

Holly llevaba un fresco vestido negro, sandalias negras, collar de perlas. Pese a su distinguida delgadez, tenía un aspecto casi tan saludable como un anuncio de cereales para el desayuno, una pulcritud de jabón al limón, una pueblerina intensificación del rosa en las mejillas. Tenía la boca grande, la nariz respingona. Unas gafas oscuras le ocultaban los ojos. Era una cara que ya había dejado atrás la infancia, pero que aún no era de mujer. 

Nunca se quitaba las gafas de sol, iba siempre muy bien vestida, con un buen gusto casi pomposo pese a la sencillez de su ropa, de los azules y los grises escasamente llamativos que hacían que fuese ella, su persona, la que brillaba. Hubiera podido deducirse que era modelo de fotógrafo, o una actriz principiante, aunque, por sus horarios, era obvio que no tenía tiempo para dedicarse a ninguna de las dos cosas. 

Pero si su apariencia externa resulta subyugante, no lo es menos la contradictoria amalgama que constituye su personalidad. Holly es una chica inocente, imprevisible, deliciosa, tierna, sofisticada, dulce, frívola, caprichosa, libre, elegante, despistada, liberada, moderna, disponible, cariñosa, seductora, ilusionada, ingenua, calculadora, extravagante, misteriosa, fantasiosa, desdichada, a veces desesperante, una farsante, una vulgar exhibicionista. Con un pasado oscuro de muchacha pueblerina en Texas, el cual quiere dejar atrás -y que yo tampoco desvelaré, aunque creo que ya he anticipado demasiado-, vive en Nueva York persiguiendo sus sueños, de los que el brillo deslumbrante de las joyas de Tiffany opera como metáfora, y a los que pretende acceder, infeliz, “cazando” a un hombre rico que la mantenga; una pobre y desamparada niña que solo busca, sin hallarlo, un lugar en el mundo. Su vida está hecha de excesos, de fiestas, de encuentros superficiales, de impulsos primarios de animalito salvaje, de excesos, champagne y promiscuidad, incapaz de establecer vínculos con ningún hombre, profundamente solitaria, protegida de la insatisfactoria realidad tras sus gafas oscuras, en una sucesión de días intensos y acelerados, aunque vacíos, que no mitigan su cicatriz emocional y que dejan un poso de tristeza e impregnan el libro de una atmósfera, entrañable pero dolorosa, de melancolía. Ricardo López, uno de los autores del libro de Notorious, describe con acierto al personaje, que se mueve, en sus palabras, entre la más absoluta superficialidad y la ternura más intensa. Eres la persona más desconcertante del mundo, le dirá su vecino, ya perdidamente enamorado de esa fascinante combinación de desvalimiento y fortaleza, de vulnerabilidad e independencia (Él es independiente, y yo también. No quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi lugar y las cosas estén en el suyo. Todavía no estoy segura de dónde está ese lugar. Pero sé qué aspecto tiene, afirmará, a propósito de su gato, un álter ego evidente), de frivolidad y rebeldía (Jamás me acostumbraré a nada. Acostumbrarse es como estar muerto), de inocencia salvaje (No se enamore nunca de ninguna criatura salvaje (…) Pero no hay que entregarles el corazón a los seres salvajes: cuanto más se lo entregas, más fuertes se hacen. Hasta que se sienten lo suficientemente fuertes como para huir al bosque. O subirse volando a un árbol. Y luego a otro árbol más alto. Y luego al cielo. Así terminará usted, Mr. Bell, si se entrega a alguna criatura salvaje. Terminará con la mirada fija en el cielo) y elegante sofisticación, de libertad indomeñable e inconsciente reclusión en la jaula de su frenética y trivial y ligera e intrascendente cotidianidad. Una creación literaria inolvidable. 

¡Y aún falta la película para provocar la rendición incondicional y fascinada del lector, ahora espectador, ante unos encantos que encuentran, en la dulce, bellísima y exquisita Audrey Hepburn, la perfecta encarnación del sensible retrato de Capote! Y no solo eso, porque Breakfast at Tiffany’s, en España Desayuno con diamantes, es una película excelente, aunque no llega, a mi juicio, al nivel de la novela, entre otras razones por algunas manifestaciones muy burdas de lo peor del estilo de su director, Blake Edwards, que no lastran, sin embargo, el formidable magnetismo del personaje principal y de la fascinante actriz que le da vida. Estrenada en Estados Unidos el 5 de octubre de 1961, aunque en nuestro país no pudo verse hasta el 12 de noviembre de 1963 (dos fechas que justifican, como se ha dicho, por un lado la aparición en 2021 del libro de la editorial Notorious, de título elocuente: Desayuno con diamantes. El libro del 60 aniversario, y por otro su presencia aquí en estos últimos días de 2023), la película tiene infinidad de motivos de interés y todos ellos, sin excepción, son explorados y analizados, con rigor, amenidad, conocimiento y brillantez en la obra de Quim Casas, Teresa Llácer, Ricardo López y Lucía Tello Díaz, cada uno de los cuales firma tres capítulos -salvo Casas y Llácer, responsables de cuatro- en los que se amplían para el lector los ecos de una cinta en sí misma muy interesante pero que, enriquecida con la profundidad de la sagaz mirada de los críticos, adquiere una magnitud aún mayor. Un libro capaz de provocar la lectura alborozada de quien se adentre en sus páginas, cautivado tanto por los muy sugestivos e iluminadores textos, pequeños ensayos monográficos, formidables pese a ciertas inevitables reiteraciones, como por la calidad de la edición, con los habituales elementos distintivos del sello Notorious: el papel satinado, el gran tamaño y el excepcional “aparato” gráfico, que incluye infinidad de magníficas fotografías de la película, del rodaje y promocionales, y sesenta y cuatro carteles publicitarios correspondientes a países y en idiomas diferentes. 

El libro se abre con una suerte de capítulo-marco, Un film tan triste como chic, en el que Quim Casas sitúa la película aportando comentarios generales sobre ella. Así, conocemos la peripecia editorial de la novela, no demasiado afortunada en sus inicios; el absurdo empecinamiento de Truman Capote con Marilyn Monroe, que era su amiga y a la que prefería inexplicablemente para el papel, una insensatez, no solo juzgando con la ventaja de saber, con la partida ya jugada, que Audrey Hepburn “es” Holly Golightly, sino por la ostensible inadecuación de la exuberante rubia en un rol en el que, sin embargo, sí podría encajar por la fragilidad emocional, la convulsa existencia personal y la difícil relación con los hombres de la infortunada Marilyn; la supuesta existencia de un personaje real, cuyo nombre Capote nunca reveló, como referente de Holly, aunque parece que la sombra de la madre del escritor planea sobre la creación literaria; las cinco nominaciones de la película a los Oscars, actriz, guion, dirección artística y los dos finalmente obtenidos, banda sonora y canción; la presencia en el reparto de “nuestro” José Luis de Vilallonga; la desafortunada participación de Mickey Rooney, interpretando al exageradamente caricaturesco japonés Mr. Yunioshi, en una opción hoy impensable por su cuestionable incorrección política; la decepción del autor ante la traslación cinematográfica (dudo que vaya a verla, llegó a decir); los muchos cambios habidos en el paso del libro a la pantalla; la aparente inconsistencia de hacer pasar por una chica de diecinueve años a una actriz que ya tenía treinta y uno; el durante mucho tiempo anunciado remake, a la larga imposible, con Jodie Foster de protagonista; el salto de la obra a los escenarios teatrales de Broadway y el West End londinense, entre otras muchas informaciones, anécdotas, curiosidades y detalles varios que marcan, desde el inicio del libro, el “espíritu” que lo guiará. 

Organizando el caos repasa la trayectoria de Blake Edwards como director, deteniéndose en algunas de sus películas más significativas -El guateque, con un impasible e hilarante Peter Sellers; Días de vino y rosas, interpretada por Jack Lemon y Lee Remick, con el alcoholismo como tema y compartiendo responsable musical con Desayuno con diamantes, como luego veremos; Victor o Victoria, con su mujer, Julie Andrews; la serie de La pantera rosa-, que se mueven en un arco que va de las notables comedias románticas con un punto de melancolía hasta las más desaforadas manifestaciones del slapstick, esa vertiente de las películas de humor basadas en la exageración, las caídas y los golpes, los efectos cómicos primarios, una dimensión que en Desayuno con diamantes aflora en la multitudinaria y a mi juicio prescindible -o al menos “recortable” en su duración- escena de la fiesta en el apartamento de Holly, también en la embarullada secuencia de la llegada de la policía y la posterior escena en la comisaría, así como en la presencia desmedida y grotesca -más allá de una lectura “pacata” desde la hoy insoportable corrección política- del personaje que encarna Mickey Rooney. 

La chica del escaparate se centra en la carrera de Audrey Hepburn y en su papel en la película como emblema del brillo, la elegancia y la sofisticación. Se nos da cuenta de la ya comentada preferencia de Capote por Marilyn Monroe y de la primera elección para el papel de Shirley McLaine, finalmente descartada, pues el personaje de Holly, en su fragilidad y tristeza, se parecía demasiado al que la actriz había encarnado en El apartamento, estrenada solo un año antes. Sabemos también de las inseguridades y el esfuerzo interpretativo que supuso la película para Audrey -aquel papel requería un carácter extrovertido y yo no lo tengo, declararía-, de, en sentido contrario, ciertos elementos biográficos coincidentes entre ella y su personaje, singularmente el abandono de su padre en la infancia, pese a la diferencia de ambientes sociales entre ambas, pues Hepburn era hija de una baronesa holandesa y un banquero británico, nacida en Bruselas, en el elegante barrio de Ixelles. Teresa Llácer se encarga, más adelante, en Feliz de estar triste, de comentar la recurrente presencia de los papeles tristes, lánguidos y levemente apesadumbrados en la trayectoria fílmica de la actriz, con esa manifestación significativa del fenómeno que es Desayuno con diamantes y, en ella y en particular, con esa explosión de ensoñación, ilusiones, necesidad de amor, fragilidad, desvalimiento, nostalgia y sentimiento melancólico que se concentra en la escena en la que Holly, sentada en la ventana de su apartamento, al borde de la escalera de incendios y bajo la arrobada mirada de su enamorado vecino, canta Moon River, una secuencia que “explica” a los dos personajes. Romántico incurable se centra en George Peppard, el actor que interpretó al anónimo escritor -Paul Varjak en la película-, en su carrera y en los rasgos de un personaje que en principio iba a adjudicarse a Steve McQueen. El rol de Peppard, que sería muy conocido en los setenta y ochenta por su participación en series televisivas, Banacek, El Equipo A, cambia sustancialmente en relación con la novela pues aquí es un gigoló, un “mantenido” de una mujer mayor casada, un personaje que se “inventó” para la película, lo que provocó el enfado de Capote al eliminarse la homosexualidad latente en el libro e introducir esta otra vertiente no prevista por él. El capítulo analiza la relación con la mujer, Emily Eustace Failenson, que interpreta Patricia Neal, y los juegos de poder y sometimiento, de dependencia y libertad, que equilibran el personaje del escritor -que nunca escribe y vive de los cheques de su “mecenas”- con el de Holly, que también sobrevive a costa de los hombres que la “compran”. 

Más allá de los actores protagonistas, el análisis del reparto alcanza, en una sección muy completa, Los terceros, a los principales personajes secundarios: el ya mencionado Mr. Yunioshi, que lleva a la bufonada el tantas veces cargante Mickey Rooney; la también citada Emily Eustace Failenson, que encarna con solvencia Patricia Neal, que fue mujer del escritor Roald Dahl; Doc Golightly, el aldeano palurdo pero sensible e íntegro que resulta ser -¡atención, nuevo spoiler!- el marido de Holly, y que toma cuerpo en la película bajo el rudo perfil tejano del actor Buddy Ebsen (al que en la España de los sesenta conocimos en una serie televisiva, Rústicos en Dinerolandia, que tuvo un remake en el cine en 1993), encajando a la perfección en el papel; José da Silva Pereira, el millonario brasileño que supuso la más conocida aparición en la gran pantalla de “nuestro” José Luis de Vilallonga; y, en papeles menores, O.J. Berman, el frívolo productor cinematográfico que interpreta Martin Balsam, con amplio recorrido en el cine, recordado por, entre otras, su presencia en Psicosis, Doce hombres sin piedad, El cabo del terror, Pequeño gran hombre o Todos los hombres del presidente. Hay menciones también a Rusty Trawler, Mag Wilwood, Mr. Shaughnessy o Sally Potato, personajes con una participación menor. 

Humor del desencanto es un capítulo muy interesante, en el que se explora la trayectoria de George Axelrod, reputado autor del guion de la película, así como de, entre otras, La tentación vive arriba y Bus stop ambas con Marilyn Monroe. Lucía Tello, que escribe este artículo, se detiene en el análisis del atrevimiento del guionista -presente en toda su carrera- para sortear la censura y los límites del represor Código Hays, que imponía estrictas reglas de conducta en la representación de la violencia, el sexo, el alcohol, los bailes, el cuerpo, los decorados, los temas o, incluso, la “vulgaridad” en las películas, y que estaba todavía vigente en ese momento. Hay un libro espléndido, también en Notorious, de título Hollywood antes de la censura. Las películas pre-code, escrito por Guillermo Ballmori, en el que se resalta el contraste entre la muy libre etapa del cine entre 1929 y 1934 y las exigencias pacatas y moralizadoras del Código, de las que Hollywood no se liberaría hasta los años sesenta (algunos de los grandes logros técnicos de Hitchcock tienen que ver con su inteligente y sofisticado talento para sortear esas absurdas exigencias). 

Un estudio iluminador, también a cargo de Lucía Tello, es el que se recoge en Croisanes recalentados, en el que se cuenta la peripecia de la compra de la novela por la Paramount, que pagó a Capote 65.000 dólares por los derechos y se examinan las diferencias, algunas ya mencionadas, entre el libro y película. Hay críticos que hablan de que en la traslación cinematográfica se “desnaturaliza” la novela, y yo no puedo estar más de acuerdo, y en ello cifro mi mayor valoración del texto literario frente a la, pese a ello, excelente adaptación para la pantalla. El desplazamiento de la acción a década y media después del 1943 de la novela. El cambio en el tono de sordidez del texto de Capote, frente al glamour y el colorido de la película. La eliminación o, al menos la presencia muy secundaria y escondida de los temas “problemáticos” de la novela, la droga, la prostitución, el sexo muy libre, las referencias, siquiera veladas, a la homosexualidad del narrador y la bisexualidad de Holly, su condición de prostituta, un embarazo no deseado, su evidente promiscuidad, que se edulcoran en la película. La desaparición del personaje de Joe Bell, que en el libro permite la narración en un largo flashback, perspectiva que desaparece en la película. La variación del punto de vista narrativo, en el libro la primera persona del vecino escritor. El -aviso, spoiler- final feliz que no está, ni mucho menos, en la obra literaria, en la que Capote soslaya cualquier atisbo de romanticismo simplista. Y, claro está, las ya mencionadas aportaciones “made in Blake Ewards” que, presentes en el libro, no tienen en él ese tratamiento desorbitado de exagerada comedia de la película: la fiesta, el incidente con la policía, la larga secuencia del robo de las máscaras, el excesivo y caricaturesco japonés que, insisto una vez más, encarna un Mickey Rooney casi siempre sobreactuado y aquí patético. El rastreo de la obra de Capote en el cine continúa en Truman Capote en pantalla en el que se revisan los guiones, las adaptaciones y las obras del escritor de Luisiana a los dominios del séptimo arte, sus cameos en distintas películas, así como los biopics y los documentales sobre su figura. 

Otro capítulo sugerente, sobre todo para cinéfilos, es Romcom, antes y después de Tiffany’s, en el que se analizan las llamadas “romcom”, comedias románticas, con las que la película tiene indudables concomitancias, deteniéndose, sobre todo, en las tres cintas, Confidencias a medianoche, Pijama para dos y No me mandes flores, rodadas por Doris Day y Rock Hudson, o, más adelante, las películas de Robert Redford y Jane Fonda, en particular Descalzos por el parque, que sirven al responsable del ensayo, una vez más Quim Casas, para examinar la repercusión de los cambios en los hábitos sexuales y las consecuencias de la liberación femenina de los años sesenta, en paralelo a la representación cinematográfica de las relaciones de pareja. 

No podía faltar una sección dedicada a la música de la película, obra de Henry Mancini, y, en particular, a su tema estrella, esa canción inolvidable, Moon River, con música del propio Mancini y letra de Johnny Mercer, del que hablamos aquí hace unas semanas a cuenta de su “presencia” en Alguien camina sobre tu tumba, de Mariana Enriquez. En el capítulo, firmado por Quim Casas, el autor se detiene en la trayectoria del compositor, nominado trece veces a los Oscar, y ganador de tres galardones por Desayuno con diamantes, Días de vino y rosas y Víctor o Victoria; analiza algunas fecundas asociaciones director/compositor, como es el caso de Blake Edwards y el propio Mancini; comenta la letra de la canción, con especial mención a las referencias a “dos vagabundos”, y a “a lot of world to see”, explicativas del carácter del personaje; y menciona la excepcionalidad del tratamiento diegético de la canción en la película, con la voz y la guitarra de Audrey Hepburn en la legendaria escena de la ventana y con el silbido de George Peppard mientras sube las escaleras de su casa en un fugaz momento del film. El estudio se cierra con una larga lista, comentada en detalle, de versiones del ya clásico tema. 

Hay, para finalizar, interesantes indagaciones en aspectos no directamente vinculados a la trama de la película. Así, en La vida en la ciudad comparece Nueva York y se detallan algunos de sus lugares característicos reflejados en la cinta. Central Park, la Biblioteca Pública de la calle 42, el Upper East Side, donde está el edificio en el que viven Holly y Paul, la Grand Central Station, el edificio Seagram, el Club 21, muy frecuentado por el star system norteamericano, y, sobre todo, el edificio Tiffany, en la Quinta Avenida, en la ya mítica escena inicial con Hepburn descendiendo del taxi y observando extasiada los escaparates de la joyería con un café en la mano y comiendo un croissant -que no lo era, sino unas pastas danesas que se le atragantaban a la actriz, condenada a repetir la toma una y otra vez-, en una imagen emblemática de la película y muy representativa de su espíritu, como puede apreciarse en el texto que os dejo como cierre a esta reseña. 

Y hay también un repaso exhaustivo a la ropa y los complementos que luce Audrey Hepburn en el apartado de título El vestuario. Los distintos vestidos, los de Givenchy para las escenas de exteriores (memorable el de satén negro con escote recortado en la espalda que luce ante la joyería, y que, propiedad del escritor Dominique Lapierre, acabaría subastándose en 2006 y adjudicándose por 700.000 euros, que el francés entregaría a su ONG La Ciudad de la Alegría) y los de Edith Head para las escenas caseras; los guantes hasta el codo también de satén negro, las icónicas gafas de sol modelo Manhattan de Oliver Goldsmith, los sombreros, las tiaras, los peinados, la boquilla interminable. El capítulo alude también a las desavenencias entre el modisto francés y Edith Head, la jefa de vestuario de la Paramount, la mujer con mayor número de Oscar de la historia, ocho premios en total, entre ellos títulos de leyenda como La heredera, Eva al desnudo, Vacaciones en Roma, El golpe o Sabrina

No falta tampoco un capítulo centrado en las joyas. Con el título de Nuevas colecciones de Tiffany, Ricardo López relata la singularidad del rodaje de la única escena que transcurre en el interior de la joyería, que tuvo que llevarse a cabo un domingo a primera hora de la mañana, pues el local debió cerrarse al público por razones obvias; nos da cuenta de una breve historia de la prestigiosa joyería; describe los detalles de su diamante más representativo, The Tiffany Diamond; comenta las piezas -collares, pendientes, pendientes, tiaras- que luce Audrey Hepburn en la película -todas de bisutería pues las joyas muy valiosas no desentonarían con el nivel de vida del personaje- y en las fotos promocionales -éstas sí auténticas-; repasa las otras ocasiones en que un personaje famoso pudo lucir el monumental diamante (Lady Gaga, cantando Shallow con Bradley Cooper en la ceremonia de los Oscar de 2019, Gal Gadot en Muerte en el Nilo, recientemente Beyoncé en el inicio de su gira Renaissance World Tour, en este mismo 2023,); explica la singularidad del blue Tiffany, el color azul marca de la casa, presente en cajas y papelería; nos informa de la posibilidad de que turistas y visitantes disfruten de un opíparo desayuno en el lujoso restaurante de la cuarta planta del edificio por el módico precio de 29 dólares; examina la recreación de la iconografía derivada de la película, presente ya en la memoria colectiva, en la obra de pintores y diseñadores (Antonio de Felipe, Andy Warhol, Jordi Labanda), en la cultura popular -en diversos modelos de la muñeca Barbie-, en las “imitaciones” y citas de la imagen del personaje por parte de otras actrices, como Penélope Cruz, Anne Hathaway o Natalie Portman. 

En fin, una magnífica ocasión, ahora que se acaban de cumplir los sesenta años de su estreno en España, de volver a ver Desayuno con diamantes, acompañando la experiencia con la lectura de la breve novela original de Truman Capote y del desbordante volumen de la editorial Notorious que desmenuza la película desde todos los puntos de vista imaginables. 

Os dejo ahora con un fragmento del libro, en el que Holly explica sus terribles días de “malea” y los motivos por los que visitar Tiffany’s le resultaba la única solución a su malestar emocional. Tras él, y como resulta inevitable, la interpretación que hace en la película Audrey Hepburn de Moon river


Oye, ¿sabes esos días en los que te viene la malea? 
—¿Algo así como cuando sientes morriña? 
—No —dijo lentamente—. No, la morriña te viene porque has engordado o porque llueve muchos días seguidos. Te quedas triste, pero nada más. Pero la malea es horrible. Te entra miedo y te pones a sudar horrores, pero no sabes de qué tienes miedo. Sólo que va a pasar alguna cosa mala, pero no sabes cuál. ¿Has tenido esa sensación? 
—Muy a menudo. Hay quienes lo llaman angst. 
—De acuerdo. Angst. Pero ¿cómo le pones remedio? 
—No sé, a veces ayuda una copa. 
—Ya lo he probado. También he probado con aspirinas. Rusty opina que tendría que fumar marihuana, y lo hice, una temporada, pero sólo me entra la risa tonta. He comprobado que lo que mejor me sienta es tomar un taxi e ir a Tiffany’s. Me calma de golpe, ese silencio, esa atmósfera tan arrogante; en un sitio así no podría ocurrirte nada malo, sería imposible, en medio de todos esos hombres con los trajes tan elegantes, y ese encantador aroma a plata y a billetero de cocodrilo. Si encontrase un lugar de la vida real en donde me sintiera como me siento en Tiffany’s, me compraría unos cuantos muebles y le pondría nombre al gato.

Videonconferencia
Truman Capote. Desayuno en Tiffany's

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