Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de diciembre de 2023


MAGGIE O'FARRELL. SIGO AQUÍ; EL RETRATO DE CASADA  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro. Llegados ya estos últimos días de 2023 no quería yo cerrar la programación por este año sin hablaros de dos de los libros más recomendables que he leído en estos doce meses. Por ello, voy a dedicar el penúltimo espacio antes de las Navidades a Sigo aquí, el conmovedor texto autobiográfico de Maggie O'Farrell, uno de sus pocos títulos que aún no había leído hasta hace unos meses porque en su momento lo dejé de lado para centrarme en su obra novelística; y El retrato de casada, la bellísima novela con la que la irlandesa ha entusiasmado a sus lectores tras el incuestionable éxito de su anterior publicación, la magistral Hamnet
 
La escritora británica ya había tenido presencia en Todos los libros un libro en un par de ocasiones, en 2013 y en el reciente 2022, en las que os hablé de la mayor parte de su obra, de la que soy un ferviente admirador y de la que ahora, muy brevemente, quiero dejaros un somero recordatorio antes de adentrarme en mi doble propuesta de esta tarde. En todos los casos, y como comenté la temporada pasada en mi reseña de Hamnet, estamos ante libros espléndidos, impregnados de una sensibilidad, una emoción, una intensidad, una delicadeza, un lirismo, una potencia narrativa, una gracia y una belleza memorables; unos logros especialmente notables cuando sus temas, la estructura, la ambientación, las tramas, sus líneas argumentales y sus propuestas estilísticas son muy disímiles, en un rasgo, un cierto eclecticismo, definitorio de la obra de O’ Farrell: la relación entre una anciana de setenta y siete años que ha vivido encerrada en una clínica psiquiátrica y su improbable única descendiente, una sobrina nieta que desconoce su existencia, en La extraña desaparición de Esme Lennox; un jubilado que desaparece repentinamente de su casa, en verano de 1976, dejando a su mujer y sus tres hijos, católicos irlandeses radicados en Londres, sumidos en la perplejidad y enfrentados a los secretos familiares, que centran la trama de Instrucciones para una ola de calor; una pareja atípica, él un profesor neoyorquino con dos hijos de un anterior matrimonio; ella una parisina estrella de cine, casada y con un hijo, que desaparece del mundo dejando atrás marido, carrera y fama para esconderse en una casona aislada en Donegal, Irlanda, en la que ambos vivirán una tortuosa y emotiva historia de amor que implica escenarios, tiempos y una decena de personajes muy diversos, en Tiene que ser aquí; las vidas de dos mujeres, a las que conocemos en dos épocas distintas, en la segunda mitad de los cincuenta y en la época actual, enlazadas por un sutil y hermosísima trama de amor, sufrimiento, traiciones, interrogantes y maternidad que aparecen en La primera mano que sostuvo la mía; y la memorable historia del pequeño hijo de Shakespeare, de la tierna, extraña, amorosa, libre, intensa y apasionada madre del niño y de la del propio dramaturgo, núcleo central de la exitosa Hammet. En todas ellas, y en los dos títulos que hoy quiero presentaros hay, sin embargo, una coincidencia en los asuntos vinculados a las relaciones familiares y sentimentales, al amor y sus enigmas, al abandono y la pérdida, a la maternidad, a los secretos, al matrimonio, al destino, y además -en Hamnet y El retrato de casada- un muy particular acercamiento a la recreación histórica. Y todas son, además de narraciones adictivas, novelas conmovedoras y emotivas, que rezuman sensibilidad y ternura, delicada melancolía, sentimiento y belleza. La extraña desaparición de Esme Lennox e Instrucciones para una ola de calor se publicaron en la editorial Salamandra en traducción de Sonia Tapia Sánchez. Tiene que ser aquí, La primera mano que sostuvo la mía y Hamnet aparecieron en Libros del Asteroide, en 2017, 2018 y 2021, respectivamente, en traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. Libros del Asteroide acoge igualmente, con idéntica traductora, Sigo aquí, de 2019, y El retrato de casada, de este mismo 2023. Aprovecho para informar a quienes nos siguen que ya está “cociéndose” la edición, también en Libros del Asteroide, de la que fue la tercera novela de O'Farrell, hasta ahora inédita en nuestro país. La distancia que nos separa aparecerá en marzo de 2024 y, como podéis imaginar, ya la estoy esperando con ilusión. 

Antes de detenerme en mi entusiasta propuesta de El retrato de casada, que centrará la emisión de esta tarde, quiero comentaros brevemente esa peculiar autobiografía que es Sigo aquí, lo que permitirá a quien no conozca a Maggie O’Farrell, escritora, periodista y profesora de escritura creativa, nacida en Irlanda el 27 de mayo de 1972, saber de algunos de los aspectos más significativos de su vida, reflejados en el libro a partir de sus extraordinarios -aunque no en desde un punto de vista literal, pues han sido muy frecuentes- contactos con la muerte. En este sentido, el subtítulo de un libro que en su edición original se presentó bajo la rúbrica de I Am, I Am, I Am es suficientemente elocuente acerca de lo que se va a encontrar el lector que se adentre en sus doscientas setenta páginas: Diecisiete roces con la muerte. Publicado en el Reino Unido en 2017 y en nuestro país, como se ha dicho, dos años después, Sigo aquí debe su título a un también explícito verso de Sylvia Plath, en La campana de cristal: “I took a deep breath and listened to the old brag of my heart. I am, I am, I am” (Respiré hondo y oí la consabida fanfarronada de mi corazón. Sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí). 

Y es que, en efecto, Maggie O’Farrell sigue aquí, con sus padres, con su marido y sus tres hijos, con nosotros, sus lectores, pese a que, a lo largo de su azarosa existencia han sido diecisiete (dieciséis, en realidad, como luego explicaré), en el repaso literario de su protagonista, los sucesos, incidentes y situaciones en los que la muerte irrumpió en su vida estando a punto, en mayor o menor grado, de quebrarla. Diecisiete son también los capítulos del libro, encabezados, en casi todos los casos, por el nombre de algún órgano, miembro o parte del cuerpo en los que se concretó el peligro que puso en riesgo su vida. Cuello, pulmones -por tres veces-, columna, piernas, abdomen, cabeza (estos dos últimos en más de una ocasión), garganta, torrente sanguíneo, intestinos, cráneo, sistema circulatorio, todo el cuerpo, cerebelo, sangre y hasta “causa desconocida”, titulan los capítulos, en general no demasiado extensos, que se abren con preciosas ilustraciones anatómicas y en los que da cuenta, con su muy reconocible prosa sencilla y magnética, directa, diáfana, sin excesivos énfasis, y mezclando la cronología de los hechos -1990, 1988, 1977, 1993, 2002, 2003…, y así, en continuos saltos temporales arriba y debajo de su trayectoria vital-, de esos momentos, ocurridos en distintos lugares del mundo y sorprendentemente numerosos si consideramos el normal transcurrir de la existencia de una mujer de cincuenta y un años, en los que su vida pendió de un hilo, en un relato deslumbrante en el que, pese a que la sombra de la tragedia está presente de continuo haciendo que en muchas ocasiones el lector transite por las páginas del libro con el corazón encogido, prevalece la alegría, la lucha por la supervivencia, la maravilla, la inmensa belleza y el privilegio que supone el existir, la entusiasta liberación que proporciona el sabernos vivos, pletóricos, entonando cada día, exultantes, el eufórico canto: sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí… En diecisiete narraciones de diversa extensión, breves en su mayoría, como ya he señalado, afloran los temas habituales de O’Farrell: la necesidad de sobreponerse al duelo, la inocencia de la infancia y también su fragilidad, las cicatrices que nos deja y también su superación, las complejas relaciones familiares, el amor, la pareja y sus conflictos, la condición femenina y sus peligros -los ataques, los abusos, las violaciones, el miedo y la indefensión-, la conciencia y la importancia del propio cuerpo. 

Maggie O’Farrell se nos aparece en el libro como una mujer inteligente y decidida, aunque a la vez confundida en muchos momentos de su vida, contradictoria en sus sentimientos y su emocionalidad, fuerte y a la vez muy frágil, valiente y, también, extraordinariamente sensible y vulnerable, con una trayectoria vital marcada por las múltiples enfermedades, el dolor, los padecimientos físicos y el sufrimiento, que fraguan en esos momentos, inusitados por su abundante recurrencia, en los que la roza la muerte. Las experiencias cercanas a la muerte no son nada único ni excepcional. No son tan raras; me atrevería a afirmar que todo el mundo las ha tenido en algún momento, aunque no se diera cuenta (…). Pululamos todos por ahí como atontados, viviendo un tiempo prestado, hurtando los días, librándonos del destino, resbalando por los resquicios sin saber cuándo va a caernos el hacha encima, escribe, con una naturalidad solo posible en quien, en efecto, ha estado en muchas ocasiones cerca del fatal desenlace. Para, a continuación, citar a Thomas Hardy, en Tess (libro y autor presentados aquí hace algunos años): Había otra fecha […] la de su propia muerte; un día que aguardaba agazapado, escondido entre los otros días, sin dar señales ni hacer ruido cuando ella pasaba por cada año; pero no por eso dejaba de estar ahí. ¿Qué día sería ese?, en una reflexión muy reveladora de la constante presencia de la muerte en su vida. 

Desde muy pequeña, una Maggie hiperestésica es consciente de esa sombra inquietante y aterradora. La primera vez que me pasó esto tenía unos cinco años (…) Estaba en la puerta de una tienda, con una mano en el pomo de madera, columpiándome, tocando la mano quieta con la libre y hacia atrás otra vez. (…) Debía de estar esperando a mi madre, que habría entrado a comprar verdura: a mediados de la década de 1970 era aceptable dejar a los niños en la acera, a la puerta de las tiendas. Recuerdo que, mientras me columpiaba, algo cambió o se instaló en mí, una visión más profunda. De pronto mis percepciones se recalcularon o se bifurcaron. Me vi desde arriba y desde dentro. Tuve la sensación de ser minúscula, inconsecuente, una autómata diminuta moviéndose en un espacio mucho más amplio, y, al mismo tiempo, era perfectamente consciente de mí misma como organismo, como microcosmos humano (…) En ese momento, y quizá por primera vez, supe que un día moriría, que no quedaría nada de mí, ni los guantes, ni la respiración, ni los rizos, ni el gorro. Lo supe con convencimiento por primera vez. Mi muerte era como una persona que estuviera siempre a mi lado

En una conversación con su madre, recogida en uno de los capítulos del libro, explica cuál es el propósito último de su libro: intento relatar una vida, pero solo a través de experiencias cercanas a la muerte, para añadir, en síntesis clarificadora: son solo… retazos de una vida. Una colección de momentos (…) La enfermedad de la infancia, cuando casi me atropella un coche, los partos, la deshidratación por disentería… O’Farrell, rescata esos instantes significativos -decisivos- de su vida, llevada por una muy notoria hipersensibilidad, que le permite “recuperar” -recordar y revivir- a quien ella misma fue en el pasado: De vez en cuando, no muy a menudo, pienso en la persona que era a los veintitantos años (…) A veces es difícil captar su esencia, imposible recordar cómo podía seguir avanzando ante tanta fluctuación e inestabilidad. Sin embargo, otras veces, la percibo. Tal vez voy paseando por la calle con mis hijos, con uno de la mano, intentando alcanzar a otro y escuchando lo que me cuenta el tercero sobre el referéndum escocés (mis hijos tienen andares divergentes e incompatibles: a uno le gusta ir detrás, distraído; a otro, echar a correr delante de mí, y al tercero, ir tan pegado a mi lado que a veces tropiezo con él). Podemos avanzar así, cada cual a su manera, cuando de pronto algo me llama la atención (el timbre inconfundible de un metro que desacelera, unos rasgueos de guitarra que salen por la ventana del sótano de un café, la sensación de unos dedos helados, encogidos dentro de un bolsillo), y entonces la percibo como si estuviera ahí mismo, en la acera, con nosotros, y discúlpenseme los largos fragmentos intercalados, indispensables para trasladar el modo en que surgen las historias que integran la obra y, sobre todo, la atmósfera intimista, introspectiva, tierna, amorosa, delicada, sensible, emotiva, cercana, muy humana, que respira el libro. 

En un repaso a vuela pluma de esos incidentes dramáticos y, en cierto modo, también reveladores de su vida, está en primer lugar el relato, Cuello, del encuentro, en un paseo campestre, de una Maggie muy joven, dieciocho años, el capítulo se fecha en 1990, con un hombre que la sigue por unos parajes solitarios cercanos a un lago con la intención, que la chica intuye con nitidez, de violarla y matarla. Cuando el hombre pasa por su cuello la correa de los prismáticos para que ella pueda ver los patos lacustres, la impresión de peligro mortal se hace insoportable. Ella consigue huir, indemne y aliviada aunque con la duda de si todo ha sido una invención suya. Dos semanas después, el hombre será detenido por la violación y muerte de otra chica en la misma zona. En Pulmones, la Maggie adolescente de 1988, aburrida con sus amigos de pandilla (Esperan, todos ellos, porque esperar es lo que hacen los adolescentes que viven en las ciudades de costa. Esperan: a que algo termine, a que algo empiece), se lanza al mar, impulsivamente, desde el muro del puerto, para, víctima de una de las secuelas de una muy grave enfermedad infantil (Tengo unas cuantas funciones neurológicas deterioradas, entre ellas, la percepción de las cosas, de su posición o de dónde deberían estar, y del lugar que ocupo yo entre ellas. He perdido esta función inconsciente y la suplo con la vista; a esta habilidad que me falta la llaman propiocepción), perder la orientación bajo el agua y estar a punto de perecer. Y ahora es un atropellamiento del que se salva por milímetros el que da pie a las reflexiones sobre su independencia, su rebeldía, su autonomía, ostensibles ya desde los cinco años. Saltamos a 1993, Maggie tiene veintiún años, viaja a Hong Kong en busca de dar sentido a su vida, tras abandonar la previsible y prometedora carrera universitaria después de unos no sobresalientes resultados académicos. En el vuelo, el avión cae inesperadamente en picado, los pasajeros saltan por los aires en la cabina, la muerte parece inminente. Todo pasa, no obstante -Es preciso esperar lo inesperado, aceptarlo. Estoy a punto de descubrir que lo mejor no es siempre lo más fácil-, e instalada en la capital asiática en casa de su amigo Anton, sin ocupación alguna, saca un libro tras otro de la biblioteca, lee sin parar (Leo cuando voy andando al trabajo, leo en el metro, leo entre clase y clase, leo en el cuarto de baño) y una noche, en la época de los monzones, cuando la lluvia es un constante zumbido adormecedor en la calle, cuando la ropa, las ventanas y las fotografías se enmohecen por la humedad y hace demasiado calor para dormir, después de leer versiones subversivas de cuentos europeos, me entra la necesidad de escribir algo. Me levanto, busco un lapicero, abro un cuaderno encima de la mesa y, mientras Anton duerme, empiezo a escribir, en lo que será el azaroso descubrimiento de su carrera como narradora. Y hay un robo en Chile, cuando, ya con su pareja de entonces -2002- y actual marido, Will, un hombre le pondrá una navaja en la garganta conminándolos a entregar todo su dinero. Y en 2003 nace su primer hijo, y el relato de la muy cruenta cesárea, complicada por las singularidades neuromusculares en la columna y la pelvis a las que la ha condenado su enfermedad infantil (La causa más frecuente de mortalidad materna en todo el mundo es la hemorragia posparto, en una afirmación, avalada con datos que se incluyen en el texto, que nos muestra otra de las vías, la combativa y de denuncia, por la que se mueve el libro), es angustioso y sobrecogedor, aunque da lugar a algunas de las páginas más bellas del libro, con la aparición algo fantasmal, apenas entrevista, quizá imaginada por entre las brumas de la anestesia, de un hombre, con uniforme de hospital y mascarilla, que le coge la mano, la conforta, la cuida en esos momentos terribles, terminales casi: Cuando me cogió la mano me enseñó una cosa sobre el valor del contacto, el poder de comunicación de la mano humana (…) Las personas que nos enseñan algo nos dejan un recuerdo particularmente vívido en la memoria. Cuando conocí a este hombre, hacía unos diez minutos que yo era madre, y él, con un gesto pequeño, me enseñó una de las cosas más importantes de este trabajo: la ternura, la intuición, el contacto, y que, a veces, hasta las palabras sobran. Y la maternidad, en este caso el aborto espontáneo, debiendo la madre “cargar” con el hijo muerto, es el núcleo de Recién nacida y torrente sanguíneo, que da pie a reflexiones más o menos “objetivas” sobre el aborto: La vida [de los niños] empieza mucho antes del nacimiento, mucho antes de la concepción y, si resultan en aborto, se malogran o sencillamente no consiguen materializarse, se convierten en fantasmas de nuestra vida, en palabras de Hilary Mantel que O’Farrell transcribe; y también subjetivas sobre el impacto personal que causa en la madre fallida la interrupción del embarazo: ¿Por qué no hablamos más de ello? Porque es demasiado visceral, íntimo, propio. Se trata de personas, espíritus, fantasmas que nunca respiraron aire ni vieron la luz. Son tan invisibles, tan evanescentes que no tenemos palabras para ellos

Y la zozobra, la congoja, el miedo y la desesperación que acompañan a la certeza de la muerte por ahogamiento vuelven a aparecer en el segundo capítulo titulado Pulmones, una experiencia angustiosa vivida en el océano Índico, en la que la protagonista -que la narra evocando su atracción por el mar y su fascinación infantil por los selkies, las criaturas mitológicas de los cuentos que leía de pequeña, unos seres que pueden tomar la apariencia de humano o de foca y que se debaten entre la naturaleza marina y terrestre-, se ve atrapada por una poderosa corriente que la zarandea, la hunde, la golpea contra el fondo, la revuelve, le impide encontrar la superficie y tomar aire. La alocada y algo insensata Maggie de 1991 se prestará, inconsciente, en un espectáculo circense, a que un lanzador de cuchillos la utilice como diana (¿Por qué? Imposible decirlo ahora. ¿Porque solo soy una adolescente? ¿Porque me alivia tanto estar otra vez con mis amigos, saber que existe mi vida con ellos, que no la he soñado? ¿Porque a veces me harto de ser la única sobria del grupo? ¿Porque en cierto modo quiero saber qué se siente en el ruedo, al calor de los focos? Porque ¿por qué no? ¿Por qué no exponerse a que un desconocido en el que no tienes motivos para confiar te lance unos cuantos puñales?), en un episodio de nuevo agobiante. Y a través del recuerdo de su madre -ella, con solo tres años cuando lo protagonizó, ha olvidado el incidente- sabremos que, en el garaje de su casa, cuando la mujer saca la compra del maletero y se dispone a cerrarlo, está a punto de golpear con la puerta a la pequeña que, desoyendo las indicaciones de su madre, y sin que ella lo advierta, se ha bajado del coche y tiene la cabeza metida en el maletero. Y un vehículo protagoniza también otro capítulo, en el que el movimiento instintivo de la protagonista, que se agacha al borde de la carretera para agarrar por el collar a un perro que se dispone a cruzar la calzada, la deja a escasos centímetros del paso arrollador de un camión, cuya inercia al pasar incluso le levanta el pelo. Nunca ha sabido calcular bien la distancia entre ella y el resto del mundo, tampoco el espacio que ocupa ni el margen que necesita alrededor, escribe O’Farrell que, como en el resto de las narraciones, se eleva de la anécdota para explicar aspectos sustanciales de su personalidad. 

Una muy grave disentería amebiana, contraída en un viaje en China (vuelve, con Anton, desde Hong Kong -las distintas etapas de su vida van aflorando, entremezcladas, en un puzle del que el lector acaba por encajar todas las piezas-, en un viaje en busca de su propio camino, de orden vital, de estabilidad: Viajamos por tierra, cruzaremos China, Mongolia, Siberia y Europa del Este, y terminaremos en Praga dentro de un mes o dos; desde allí cogeremos un autobús que llega a Londres en veinticuatro horas), la llevará a un inenarrable hospital en el que recibirá un insólito tratamiento, un antibiótico para caballos, peripecia que sufrirá en paralelo a los primeros indicios de desintegración de su relación con Anton, una ruptura que llegará en el capítulo siguiente, Sangre, con las infidelidades y las mentiras del hombre y una consecuencia inesperada, la sospecha de una posible infección de sida, contada de modo emotivo y bellísimo, en un pasaje en el que Maggie acude al analista con Eric, un amigo homosexual. 

Otra experiencia en la que se “siente” la inminencia de la muerte sobrevuela el relato aparece en Causa desconocida, que narra un incidente vivido en 2003. La autora, cuyo primer parto, como ya he reseñado, ha sido problemático, doloroso y con mucho peligro, se encuentra ahora con las dificultades que su hijo recién nacido tiene para mamar, lo que le ha llevado al borde de la muerte en una ocasión. En una carretera de Francia, a donde ha viajado en vacaciones, se ve obligada a detener el coche para atender al niño que reclama su atención con gritos y lloros urgentes. Entonces, cuando la angustia la desborda, dos hombres de aspecto amenazador se acercan con no muy buenas intenciones al automóvil, en el que una Maggie angustiada ha conseguido pulsar el seguro de las puertas: Los hombres llegan. Intentan abrir las puertas, las de los lados y la de atrás, aplastan las manos contra las ventanillas, me miran, ahí sentada, con un pecho al aire y un niño inquieto en los brazos. El coche oscila de un lado a otro, pero sigo sentada, contenida, a salvo, rodeada de un foso de metal y cristal. Los miro a los ojos (los tienen desencajados y azules como el frío mar), les veo las líneas de las manos, apretadas contra el cristal. Jadeo, ellos también. Uno da un golpe rabioso, furioso, en el techo, que provoca una nota grave, como la de un fagot. Después se van, se alejan, se reúnen en el otro extremo del coche, se pierden en la carretera, se funden otra vez con el maizal

Los pulmones comparecen de nuevo en el antepenúltimo relato del libro. El bebé de la anterior historia es ahora un pequeño adolescente que disfruta con su madre de las plácidas aguas del Índico en Zanzíbar. Con el niño encima de ella, agarrado a su cuello, la escritora nada hasta una plataforma relativamente cercana a la costa, pero ha medido mal sus fuerzas, su energía se agota, el muchacho le pesa a sus espaldas y está a punto de desfallecer y ahogarse antes de alcanzar la plataforma. La tensión y el desasosiego del momento, son narrados en paralelo al recuerdo de su primer viaje, escolar, a Roma, con el encanto de la novedad y la alegría por haber encontrado en el acto de viajar el antídoto a la insatisfacción, la restricción del día a día, el tedio y la tirantez de la rutina, el picor irritante de la monotonía. Y escribe: Recuerdo que, cuando me leyeron Alicia en el país de las maravillas y Alicia, suspirando, dice: «¡Ah, cuánto me gustaría escaparme de los días normales! ¡Quiero dar rienda suelta a la imaginación!», levanté la cabeza de la almohada pensando, sí, sí, eso es, exactamente. El viaje escolar me demostró que era posible calmar este anhelo, saciarlo. Lo único que tenía que hacer era viajar. Cumplirá ese propósito con creces, como prueba la variedad de destinos viajeros en los que se embarca -a menudo con sus hijos- en los distintos episodios de este Sigo aquí.

Los dos últimos capítulos de la obra son magistrales, y el último en particular memorable, justificando por sí solo la lectura del libro. En Cerebelo conocemos la experiencia, dolorosísima y decisiva en su vida, de la encefalitis sufrida con solo ocho años. La percepción de la singularidad de su vivencia (Siempre hay algo en mí que les parece [a los médicos] fuera de lo común, extraño, inexplicable, y echan un vistazo a mi historial y después me miran); la larga y muy dura estancia hospitalaria; la rutinaria convivencia con el dolor intenso; la conciencia, en una mente infantil, de la muerte cercana; la dramática certeza, en el mejor de los casos, de una vida quizá definitivamente marcada por la enfermedad, impregnarán su existencia (el tiempo que pasé en el hospital es la bisagra de la que cuelga mi infancia. Hasta aquella mañana en la que me desperté con dolor de cabeza yo era una persona; después, otra muy distinta) y condicionarán el modo en que encarará sus días: El haber estado tan cerca de la muerte de pequeña y volver de nuevo a la vida me proporcionó durante mucho tiempo una osadía, una actitud desdeñosa e incluso demencial frente al riesgo. Todo ello contado entre informaciones técnicas sobre el funcionamiento del cerebro, anécdotas de su “reclusión” hospitalaria -algunas muy tiernas; otras dramáticas, como la siniestra aparición en su habitación de Jimmy Savile, al que no se cita por su nombre pero sí resulta fácilmente identificable, el popular locutor radiofónico británico, del que se acabó desvelando su condición de pederasta depredador-; y reflexiones sobre su infancia, la muerte… 

La experiencia de la maternidad, sustancial en varios capítulos del libro, resulta nuclear en Hija, que se sitúa temporalmente con un “hoy en día”. Es el único capítulo en el que la experiencia de la muerte no está protagonizada por la muy propensa a las situaciones límite Maggie O’Farrell, sino por su pequeña hija, la mayor de sus dos niñas. Vamos en coche a toda velocidad por una campiña verde [estamos, una vez más, en un viaje vacacional, ahora en Italia], la carretera describe curvas muy cerradas alrededor de los campos. En ese momento me doy cuenta de que mi hija está en peligro de muerte. La niña, que ya recién nacida manifestó preocupantes y dolorosísimos síntomas de una alergia que la hacía llorar desconsoladamente y rascarse con fruición, despellejándose la piel entre ronchas sanguinolentas, será diagnosticada de anafilaxia, un trastorno inmunológico congénito a causa del cual su sistema inmunitario reacciona en exceso frente a determinados “agentes”, inhibiéndose, también en demasía, ante otros. O’ Farrell nos ofrece la interminable y dramática lista de potenciales “asesinos” de su hija, expuesta de continuo al riesgo de una reacción alérgica mortal: si come algo con trazas de frutos secos; si se sienta a una mesa en la que alguien ha consumido semillas de sésamo recientemente; si se casca un huevo cerca de ella; si le pica una abeja o una avispa; si toca la mano de alguien que acaba de comer frutos secos, huevo o ensalada con aceite de pipas de calabaza; si entra en un guardarropa y hay un cacahuete en el bolsillo de un abrigo; si se mete en una piscina hinchable con alguien que lleve crema solar de aceite de almendra; si en un café me dicen que tal tarta no lleva frutos secos ni huevo, pero la sirven con unas pinzas que han usado antes para coger un brownie; si en el tren o en el avión alguien abre una chocolatina con frutos secos al otro lado del pasillo; si su compañera de mesa en el colegio ha desayunado muesli. La narración, de una sensibilidad y una emoción rayanas en lo insoportable (y hablo, claro está, en un sentido positivo del término), recrea la dura vida, el sufrimiento y el dolor de la pequeña, las preocupaciones y la angustia constantes de su madre, el permanente estado de alerta en que viven (Mi hija sufre una media de entre doce y quince reacciones alérgicas al año, de gravedad variable), las cautelas y las exigencias cotidianas, una sucesión de protocolos preventivos, que impone a ambas la enfermedad, los cambios en la personalidad de madre e hija provocados por esa incesante exposición a las amenazas de la muerte. Y, sobre todo, el relato es una conmovedora historia de amor materno que sume al lector en un mar de lágrimas. Corro el riesgo, como tantas veces en Todos los libros un libro, de desvelar al oyente algún elemento sustancial de la “trama” (llamémosla así), pero no puedo resistirme a transcribir las últimas palabras del capítulo, en las que se nos da cuenta de la resolución del incidente con el que se abría. Tras largos y angustiosos minutos en los que, extraviados en una carretera perdida, sin cobertura en sus móviles, urgidos por el padecimiento de la niña y desesperados por la imposibilidad de dar con un médico que la trate, cuando todo hace presagiar el inminente choque anafiláctico y, en consecuencia, la muerte de la pequeña, por fin el navegador, con su inimitable calma electrónica, nos informa de que estamos a dos minutos de la autostrada y a ocho del hospital. Una «H» roja intermitente en la esquina de la pantalla nos guía con su luz: faltan ocho minutos, siete, seis. Will acelera por la autostrada, a la mierda el límite de velocidad, y llegamos al hospital Orvieto, las ruedas chirrían en la entrada reservada para las ambulancias; saltaré del coche, echaré a correr con mi hija en brazos, como una ofrenda. Pensaré, ¡ah, no, de eso nada! Ahora no, aquí no. Hoy no te la llevas, hoy no, ni hasta dentro de mucho tiempo. Ella sigue aquí, sigue aquí, sigue aquí

Simplemente inolvidable… ¡Lanzaos a leer Sigo aquí! ¡Pero aún no! ¡Esperad! ¡Aún falta El retrato de casada, otra maravilla! 

El hilo que une las cerca de cuatrocientas páginas de El retrato de casada, su línea argumental, es relativamente simple y lo revela la autora en el breve texto con el que, bajo la rúbrica “Referencia histórica”, se abre el libro: En 1560, a los quince años de edad, Lucrezia di Cosimo de’ Medici salió de Florencia para iniciar su vida de casada con Alfonso II d’Este, duque de Ferrara. Moriría antes de cumplirse un año. La causa oficial de su muerte sería «fiebres pútridas», pero se rumoreaba que la había asesinado su marido. Quedan así situados, desde el inicio, el marco histórico, el leve apunte de misterio que introduce en la novela notas de thriller, y la circunstancia personal de la protagonista del libro, esta Lucrezia, a la que “conoceremos” en su muy primera infancia, entregada después, a los trece años, a su futuro marido (él tiene doce más), aunque la consumación de su matrimonio deberá esperar -los asuntos políticos que acucian al ducado de Ferrera entretienen a Alfonso en Francia un par de años-; una joven, una niña, de la que O’Farrell nos contará, con continuos saltos adelante y atrás en el tiempo, su breve existencia, desde 1544 cuando aún es un mero germen de vida en el vientre de su madre, una fascinante Eleonora de Toledo, hasta 1561, en que se producirá su muerte, pasando por las diversas vicisitudes de su sombría estancia en Ferrara: su rechazo a una boda impuesta (—Padre —dijo ella, y la voz se le quebró. Sabía que estaba a punto de echarse a llorar—, no quiero desposar a ese hombre. Por favor, no me entregues a él); la soledad en palacio; la pesarosa conciencia de que su matrimonio, al que accede tras la muerte de su hermana mayor, quien era la prometida “prevista” para la boda, solo responde a la necesidad de cimentar vínculos entre dos familias, los Medici y los D’Este, y dos estados, Toscana y Ferrara; la responsabilidad de concebir un hijo que perpetúe el linaje de su marido, incapaz hasta ese momento de conseguir descendencia; su añoranza de la relativa placidez de su vida en “casa” (lo único que desea es estar en los pasillos del palazzo de Florencia) y su aislamiento en la corte, ajena a las conspiraciones y maniobras políticas (aquí no es una más, entre estas gentes que se hieren, luchan, se destierran y se encarcelan unos a otros, que matan e intrigan, que se van y que urden maquinaciones); las dudas sobre el carácter ambiguo de Alfonso, cariñoso, cercano, amable y comprensivo en ocasiones (simpático y divertido, que ladea la cabeza, que sabe conversar, cogerle la mano, tratarla con cariño y consideración, que se remanga las mangas del giubbone y enseña la piel morena de las muñecas) y brutal, desapegado y distante, despiadado y cruel incluso en muchas otras; la aterradora premonición, las sospechas, los indicios, nítidos a veces, aunque no concluyentes, en torno a su asesinato a manos de su esposo (La certeza de que él pretende acabar con su vida es como una presencia a su lado, como si un ave rapaz de negro plumaje se hubiera posado en el brazo de su silla, dirá, en la tercera persona del estilo indirecto libre elegido por O’Farrell para darle voz). 

Además del correlato histórico -base ligera, pues apenas se conocen datos fidedignos de la figura de Lucrezia-, la irlandesa sitúa su novela entre otros dos referentes, presentes en las citas introductorias al libro: el poema Mi última duquesa, de Robert Browning (He aquí a mi última duquesa pintada en la pared, como si estuviera viva, reza la cita), escrito en 1842 y en el que un Duque renacentista comenta el retrato de quien fuera su primera esposa y explica el modo en que le dio muerte, unos versos de lectura indispensable para la mejor comprensión de algunas de las claves del libro de O’Farrell (Alfonso encargará a un pintor, Sebastiano Filippi, el Bastianino, el retrato de su esposa, en un eje central del libro al que, además, debe su título); y un fragmento de El Decamerón de Bocaccio: las mujeres, sometidas a la voluntad, los gustos y los mandatos de padres, madres, hermanos y maridos, viven la mayoría del tiempo encerradas en el reducido círculo de sus estancias, sentadas y casi ociosas, queriendo y no queriendo al mismo tiempo, entregándose a diversos pensamientos que no siempre pueden ser alegres, que nos introduce en la esfera íntima de una mujer de la época y, por tanto, de la Lucrezia novelada. 

El primer elemento destacado del libro, más allá del propio interés de la historia que relata y de la consabida maestría de su autora para crear “artefactos narrativos” subyugantes, reside en la construcción del personaje de Lucrezia, una niña -pues eso es, apenas una niña- sensible, discreta, tímida e introvertida, que, en silencio, aprende y capta las enseñanzas de los preceptores, que se desesperan por la desidia y la ignorancia de sus hermanos y que ni siquiera reparan en ella, callada, ensimismada en sus pensamientos, íntimamente emocionada por el dramatismo de las historias mitológicas que les narran sus maestros, absorta en los dibujos con los que ilustra los relatos que escucha, en una práctica que mantendrá en el tedio de su encierro en Ferrara (No sabe lo que va a hacer: escribir una carta, dibujar, leer, aprenderse una poesía de memoria… Solo sabe que sentarse ahí, delante de la arqueta, con su tinta, su carboncillo, su cortaplumas, el papel y los pinceles le da una paz que no encuentra en ninguna otra parte). Una chica inteligente, decidida, independiente, libre pese a la condena de vivir en una jaula, inquieta, rebelde (De pronto se da cuenta de que hay en su interior una parte vital que jamás se doblegará) e indomeñable (Le habría gustado contestarle que no, que su forma de ser no consistía en someterse y consentir), que, “distinta” para los parámetros de su tiempo, no se resigna a su destino (No consentirá que la mate, que ponga fin a su vida. Pero es una esposa de dieciséis años, pequeña para su edad, sin amigos ni aliados cerca, ¿cómo va a poder ganarle la partida a un soldado, a un duque, a un hombre de veintisiete?). Y tanto es una niña ingenua y feliz, añorante de sus días infantiles (Estos son los últimos momentos de su niñez: la vida con su familia se disuelve con cada segundo que pasa), por momentos ilusionada ante los atisbos de amor genuino en su marido, ante las pequeñas alegrías de su vida, los paseos por la naturaleza en la delizia, la villa campestre de Alfonso, con los luminosos caminos de los jardines (…), sus habitaciones con ángeles en el techo (…), los amables criados de la villa ofreciéndole bandejas rebosantes de dulces, [los] paseos en la mula con las riendas rojas, como una adulta reflexiva, consciente, angustiada por las sospechas sobre su ominoso futuro, poco dócil (Hay algo en ella, algo desafiante , dirá su esposo. A veces la miro y lo percibo… como si un animal viviera detrás de sus ojos. Yo esto lo ignoraba antes de los esponsales, no tenía la menor idea. Me aseguraron que era una mujer equilibrada y que gozaba de buena salud. Parecía tan dócil, tan encantadora, tan joven e inocente. Pero ahora que lo veo no sé cómo no me di cuenta. Temo que siempre habrá algo en ella que no se doblegará ni se dejará gobernar) ante una autoridad que acaba por obligarla al acatamiento (Es su mujer, la Iglesia y su padre los han unido. Es la niña que ocupó el lugar de su hermana. Es el eslabón entre el linaje de la Toscana y el de Ferrara, tendrá un hijo que podrá aspirar al gobierno de las dos provincias, de los dos linajes. Es el precio que hay que pagar por la libertad de la delizia), temerosa y desconcertada ante el sexo impuesto, una suerte de violaciones reiteradas, de las que ella se evade huyendo a su interior (Ha aprendido a respirar, a dominar los músculos para que no se resistan, a hundirse más en el colchón y encontrar un poco de sitio para ella, a no sobresaltarse cada vez que la toca con la mano o con otras partes del cuerpo. Ha descubierto que Isabella tiene razón, que con el tiempo duele menos, que a él no le gusta que ella exprese malestar, que el acto se alarga si ella abandona su cuerpo, si se queda quieta, pasiva. Él se alegra y termina antes si ella imita sus movimientos, sus expresiones, si sonríe cuando sonríe él, si suspira cuando suspira él, si lo mira a los ojos), en una fuga que es la pauta recurrente de su vida (Ella está tan quieta como puede, se desentiende de lo que sucede en el salón, da rienda suelta a los pensamientos. Se convierte en otra persona, se va a otra parte, como hace por las noches, con Alfonso, cuando deja en su lugar solo la piel y el hueso, solo las capas externas. Todo lo demás se retira, huye, se aleja), protegida, recluida en su intimidad inaccesible (Podría contarle todo esto a Alfonso, pero entonces le daría claves, puertas y pasadizos para llegar a su interior. Por eso no se lo contó. No quería darle permiso para que llegara a su interior. No le diría que, sin las clases de dibujo, que continuaron hasta el día de la boda, cree que no se habría recuperado ni habría sobrevivido, sino que se habría hundido bajo una superficie oculta. Guardará las palabras, las pondrá a salvo donde nadie pueda verlas ni leerlas). He aquí, pues, algunos de los grandes temas de esta novela excepcional: el sexo, el amor, la muerte, el miedo, la soledad, la búsqueda y la construcción de la propia identidad, la añoranza, el deseo, la esperanza y las ilusiones, el poder, la ambición, el alma y la condición femenina, en una de las líneas más notables del libro, la constatación de la injusta situación de la mujer (como cuando Lucrezia imagina el destino que le esperaría a una posible hija: A una niña se le exigiría hacer lo mismo que ha hecho ella, desarraigarse de su familia y de su lugar de nacimiento para arraigar en otra parte en la que tendrá que aprender a medrar, a reproducirse, a hablar poco y hacer menos, a quedarse en sus habitaciones, y a cortarse el pelo, y a evitar las emociones, y a contener la estimulación y a someterse a todas las caricias nocturnas que le salgan al paso).  

Una novela también sobresaliente por la magnífica recreación del entorno, tanto el doméstico e inmediato (los ropajes, el mobiliario, la ornamentación de los palacios, la iluminación de las estancias, los oscuros pasillos, los utensilios del día a día -una diadema, unos candelabros, una copa, o las muchas cosas y artilugios que Lucrezia tiene sobre su escritorio: sextantes, un mapa astrológico, un telescopio recogido sobre sí mismo, varios cálamos que había afilado ella misma, un cortaplumas, un cuenco con una mezcla reseca de aceite de linaza y restos de cardenillo en polvo-, los usos cotidianos -el peinado, las doncellas que ayudan a desvestirse, los rituales de las comidas-, el ampuloso ceremonial de las cortes…); como el histórico, externo, que nos traslada con verosimilitud a la Italia renacentista, con las intrigas políticas, las maquinaciones por el poder, las luchas religiosas. Todo ello contado con levedad, como mero telón de fondo, sin interferir en la historia principal, insinuado apenas en detalles que se dejan al paso (Lucrezia capta un brillo metálico en el cuello de la camicia de su padre y entiende que también hoy lleva puesta la cota de malla debajo de la ropa: ha oído decir que jamás sale del palazzo sin ella, está seguro de que alguien va a atentar contra su vida. Vuelve la cabeza a un lado y al otro, teme que pueda haber un asesino entre la multitud), pero que nos describen el juego de intereses que describen el panorama político de la época, con escisiones en las cortes, inestabilidad, cismas religiosos, matrimonios de conveniencia, uniones y separaciones de estados, traiciones, espionajes, componendas, compromisos y traiciones, alianzas, intereses, rivalidades y engaños. 

Quiero destacar también, para cerrar esta larga reseña, algunos de los recursos literarios que utiliza O’Farrell, que constituyen su estilo, identificable también en sus otras obras. Así, la narración articulada en diferentes planos temporales, con continuos saltos de tiempo, no solo en los distintos capítulos, que no siguen un orden cronológico lineal sino que nos llevan hacia atrás y hacia adelante situándonos en diferentes momentos de la vida de la niña, sino incluso “internamente”, dentro de la narración de un mismo episodio. También el relato ágil, la prosa rica, el énfasis en la descripción de la esfera íntima de su personaje, de sus pensamientos, de sus anhelos y miedos y emociones. Igualmente, la precisión en los detalles, ya señalada a propósito de la fidelidad en la descripción de los escenarios, pero especialmente significativa en lo que podríamos llamar la “dimensión pictórica del libro”, tanto en los dibujos de Lucrezia niña como en las sesiones en las que el Bastianino la pinta en la novela (nos han llegado varios retratos de ella, estos “reales”, obra de autores diversos). Por último, hay unos reveladores juegos metafóricos, que establecen vínculos con lo mitológico (la Ifigenia, entregada a la muerte por su padre Agamenón, para que los dioses permitieran la continuación del viaje de éste a Troya; en un relato que escucha Lucrezia de pequeña, mientras dibuja su figura y que aflora en paralelo al sacrificio que supone su boda con Alfonso), con los cuentos de hadas (la cenicienta, el príncipe distante, las hermanas malvadas, los venenos, las bestias mágicas) y, a propósito de las fieras, las metáforas -libertad y encierro, naturaleza y jaula, fuerza indómita y esclavitud- que representan los abundantes animales que aparecen en el texto: monos, un lobo marrón plateado, leones, jabalíes, caballos, pájaros y, singularmente, una tigresa con la que la niña tendrá un estremecedor encuentro en una escena que os dejo ya como texto final de esta reseña. 

Tras ella, una pieza musical de Adriaen Willaert, un compositor flamenco con una especial importancia en el desarrollo del lenguaje musical del Renacimiento. La interpretación es de la Capilla Flamenca con Dirk Snellings. Con ella me despido hasta el año próximo, deseándoos unas felices fiestas y un pronto e ilusionado retorno en 2024 para poder encontraros aquí, de nuevo, en muchas y espero que estimulantes emisiones de Todos los libros un libro.


Se quedó mirando la oscuridad. Parecía que latiera y murmurara. Pasó la vista de una punta a la otra. Intentó proyectarse hacia el animal que estaba allí dentro, imaginarse lo que habría sido ser capturada en un lugar lejano, transportada en barco hasta la Toscana y encerrada finalmente en una celda de piedra. 

Por favor, suplicó otra vez con mucho más fervor que en los reclinatorios de la capilla, por favor. 

La carne entreverada de grasa soltaba un olor rancio y ferruginoso. ¿Por qué no se la había comido la tigresa? ¿No tenía hambre? ¿Tan triste estaba? ¿Temía a los leones? 

Siguió mirando las negras profundidades en busca de movimiento, color o lo que fuera, pero no tenía fuerza suficiente en los ojos o no miraba donde debía, porque, tras un indicio de movimiento cerca de la pared de piedra, cuando volvió la cabeza para verlo, se encontró con la tigresa casi encima de ella. 

Sus movimientos eran líquidos, como la miel al gotear de una cuchara. Emergió de las sombras de la jaula como si tuviera bajo su mando una gran porción de la selva, como si pisara el sucio barro del suelo de Florencia con las zarpas. No era un gatito. Parecía que fuera a estallar, vibraba, borboteaba como si ardiera por dentro, la cara lívida, asombrosamente simétrica. Era lo más hermoso que había visto en su vida. La espalda y los lomos brillantes como la boca de un horno, el vientre claro. Vio que las rayas del pelaje no eran tales, no: esa palabra no servía para describirlas. Eran puro encaje oscuro que adornaba, que ocultaba; la definían, la salvaban. 

La tigresa se acercó un poco más, y otro poco más, hasta ponerse debajo del triángulo de luz. Miraba a Lucrezia a los ojos, fijamente. Por un momento, la niña tuvo la sensación de que iba a pasar de largo, como la leona. Pero se detuvo justo enfrente de ella. No estaba pensando en otra cosa, como la leona. La había visto, estaba allí con Lucrezia; tenían muchas cosas que decirse la una a la otra. Lucrezia lo sabía… y la tigresa también. 

La niña se acercó, se puso de rodillas. Ahí tenía el flanco de la tigresa, a su lado: incisiones y elipsis de negro y ámbar que se repetían. Veía entrar y salir el aire de su cuerpo; veía la parte en la que el torso descendía y se perdía en el blando vientre, las suaves zarpas, el temblor de las patas. Vio que levantaba el lustroso hocico, que olisqueaba el aire y filtraba cuanto pudiera contarle. Lucrezia sintió la tristeza, la soledad que emanaba, el impacto de ser arrancada de su hogar, el horror de las semanas y más semanas en el mar. Percibió los mordiscos de los latigazos que le habían dado, el amargo anhelo del vaporoso y húmedo dosel de la selva y los irresistibles túneles verdes del sotobosque que eran sus dominios; el dolor ardiente en el pecho por los barrotes que ahora la encerraban. ¿No había esperanza?, parecía preguntarle la tigresa. ¿Me quedaré aquí para siempre? ¿Jamás volveré a casa? 

A Lucrezia se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Estar tan sola en semejante sitio! Era una injusticia, no había derecho. Le pediría a su padre que la devolviera a su lugar. Que la llevaran en barco al mismo sitio en el que la habían encontrado, que abrieran los barrotes de la jaula y la vieran volver a los altísimos árboles cubiertos de líquenes. 

Lentamente, muy lentamente, estiró la mano. La metió con cuidado por un hueco entre los barrotes de hierro y la alargó más, con los dedos separados, hasta tocarle el hueco del hombro, y volvió a estirarla hasta rozar la jaula con la cara. 

El pelaje era flexible, cálido, suave como el plumón. Le pasó la punta de los dedos por el lomo, notó el temblor de los músculos, la flexibilidad de las cuentas de la columna vertebral. El pelaje negro y el anaranjado no se diferenciaban, no se unían en una línea, como se había imaginado. Los dos colores se superponían y se fundían sin dejar rastro. 

La tigresa volvió la vívida y compleja cara como para examinar a la persona que le prodigaba esas caricias, como si quisiera comprender su significado. Mirarla a los ojos era como contemplar el rostro de una deidad incandescente, prohibida. 

Lucrezia y la tigresa se miraron un largo momento, la niña tocándole la espalda, y el tiempo se detuvo para ella, el mundo dejó de girar. Su vida, su nombre, su familia y todo lo que la rodeaba retrocedió y desapareció en el vacío. Solo era consciente del latido de su corazón y del de la tigresa, del pulso entre las costillas que inundaba las venas de sangre escarlata impulsándola y expulsándola. Casi no respiraba; no parpadeaba. 

Videoconferencia



No hay comentarios: