GONZALO TORRENTE BALLESTER. LA SAGA/FUGA DE J.B.
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo una propuesta singularísima, unida a la actualidad por un aniversario al que hemos llegado en estos días. El 27 de enero de 1999 -el pasado sábado se cumplieron, pues, veinticinco años- moría en nuestra ciudad Gonzalo Torrente Ballester, una de las figuras más destacadas de la literatura española del último siglo. Hace ya algo más de tres años, en noviembre de 2020, y con ocasión entonces de los ciento diez años del nacimiento de Torrente, os había hablado aquí de otra de sus novelas mayores -y sin duda la más popular y conocida- Los gozos y las sombras, rúbrica bajo la que se agrupan tres libros, El señor llega, Donde da la vuelta el aire y La Pascua triste, aparecidos en 1957, 1960 y 1962, respectivamente.
Ahora, transcurrido un cuarto de siglo de su muerte, y como homenaje al escritor gallego, que tantos vínculos tuvo con Salamanca, mi sugerencia de esta semana se centra en el que, sin duda, es el libro más importante de la muy copiosa obra -sobre todo novela, pero también teatro, ensayo o crónicas periodísticas- del ferrolano. Se trata de La saga/fuga de J. B. publicado en 1972 y objeto desde entonces de numerosas reediciones en diferentes sellos editoriales. Yo lo leí en la primera edición de Destino de abril de ese año y he vuelto a hacerlo, hace unos meses, en la que presentó con un enjundioso prólogo de Andrés Barba, Alianza Editorial en 2019, de formato y tipografía mucho más acogedores para mis desgastados ojos que los que rodeaban -letra mínima, interlineado apretado- al sin embargo entrañable volumen de la legendaria colección Áncora y Delfín del venerable y prestigioso sello catalán.
Quiero destacar también la edición crítica -que incorpora quinientas cincuenta citas y una copiosa bibliografía- publicada por Castalia en 2010, con un muy interesante estudio preliminar -de lectura imprescindible para la cabal comprensión del complejo texto novelístico- de dos expertos: Antonio Jesús Gil González, doctor en filología por la Universidad de Salamanca y profesor de Teoría de la literatura y Literatura comparada de la Universidad de Santiago de Compostela, autor de diversas publicaciones en torno a la figura literaria de Gonzalo Torrente Ballester, y especialmente, Carmen Becerra Suárez, doctora en filología española por la Universidad de Santiago de Compostela y profesora titular del área de Teoría de la literatura y Literatura comparada de la Universidad de Vigo, fundadora y directora de la revista La Tabla Redonda. Anuario de Estudios Torrentinos, iniciada en 2003, y que publicó hasta 2020 dieciocho números dedicados a la obra del autor ferrolano, siendo el primero de ellos, el inaugural de 2003, un extenso y formidable monográfico sobre la novela que hoy comento, con interesantes artículos, que exploran las inagotables vertientes de la novela, a cargo de críticos, escritores y académicos de renombre como, entre otros, José Saramago, Alfredo Conde, Víctor F. Freixanes, Manuel Rivas, José María Merino, Darío Villanueva, Rafael Conte, Ángel Basanta, José Antonio Pérez Bowie, Juan José Guirado, Stephen Miller, Manfred Tietz, José Antonio Ponte Far y, obviamente, los propios Becerra y Gil González.
Resulta innecesario, a estas alturas, y por tantos motivos, hacer una presentación de Gonzalo Torrente Ballester. Nacido, como he adelantado, en Ferrol, en 1910, cursó estudios en disciplinas diversas -Derecho, Filosofía, Ciencias-, licenciándose en Filosofía y Letras en Santiago de Compostela. Fue profesor de Historia en la Universidad de Salamanca y, en lo que constituiría el núcleo central de su desempeño profesional a lo largo de su vida, catedrático de Literatura Española en bachillerato. Miembro de la Real Academia de la Lengua, galardonado con todos los premios literarios imaginables, singularmente el Nacional de Literatura, el Príncipe de Asturias y el Cervantes, doctor honoris causa por distintas universidades, Torrente fue poeta, novelista, dramaturgo, crítico, prodigándose en decenas de títulos, novelas, ensayos, obras de teatro, artículos periodísticos y libros misceláneos. Su biografía se vio afectada por una controvertida trayectoria ideológica. Afiliado inicialmente al Partido Galleguista, en 1934, cercano al anarquismo a través de su colaboración en el madrileño diario La Tierra, se incorporará a la Falange tras la guerra civil, colaborando en revistas e instituciones falangistas (Jerarquía, Escorial, Arriba, cabeceras de inequívoca y reaccionaria adscripción política), mantuvo más adelante una postura de un cierto distanciamiento con el régimen franquista, con reiterados problemas con la censura, lo que no le hizo perder su enorme repercusión pública, con premios, homenajes y reconocimientos constantes -¡llegó a ganar el Premio Planeta, en 1988!-, aunque siempre desde una posición excéntrica en cualquier ámbito: cercano al régimen para los intelectuales antifranquistas, heterodoxo y disidente para la autoridad imperante. Su larga vida, con estancias como profesor en Galicia -Santiago, Pontevedra, Vigo-, Madrid o Albany, en Estados Unidos, finalizó en Salamanca, en donde se jubiló como catedrático de secundaria en un instituto de nuestra ciudad.
La saga/fuga de J.B. es un libro difícil. Más es la gente que lo compró que la que lo leyó. Son muchos los que me han dicho francamente que no han podido pasar de la página treinta. Lo siento por ellos, pero me lo explico. Hay libros que pueden leerse en la cama o de viaje, porque no requieren gran atención; pero hay algunos lectores que si ésta los prende, corren el riesgo de pasarse del destino o de no dormir esa noche. También cuento con ejemplos de ambos casos, y también se lo agradezco. Lo correcto, sin embargo, debe situarse entre ambas exageraciones: leer un poco y dejarlo para más tarde, o para el día siguiente. Es inútil, sin embargo, que lo haga quien no se sienta interesado por lo que acontece en Castroforte do Baralla, por lo que le pasa a José Bastida y a todos los demás J. B. No son cosas corrientes. Tampoco los J.B. son gente corriente, sino más bien insólita, en el caso bastante dudoso de que se sepa a ciencia cierta lo que son. Me inclino a creer que ni yo mismo lo sé, aunque lo barrunte como lío o como laberinto, según (el laberinto es racional; el lío, no). De esta manera, como es o como yo creo que es, lo ofrezco. No se hallarán en él los ingredientes al uso: violencia, pornografía, moralidad o inmoralidad, sino solo diversión o, mejor dicho, juego. Pero no se olvide que todo jugador juega con instrumentos reales, a veces con su propia vida. Permítaseme esta larga cita, entresacada del prólogo que el propio Torrente escribió para la edición de la novela en el Círculo de Lectores, en 1988, la última en vida del autor, como aviso para navegantes. Y es que, en efecto, las casi setecientas cincuenta páginas del libro -en la edición de Alianza-, se organizan en una estructura muy densa en la que, entre un no demasiado extenso Incipit y una breve coda final, se desarrollan tres largos capítulos en los que se recoge, sin apenas puntos y aparte, un arrebatador, desbordante, lujurioso y exuberante flujo narrativo hecho de infinidad de historias que se entremezclan, surcado por multitud de personajes cuyos perfiles se confunden, que hace “sonar” a una pluralidad de voces que se imbrican y superponen, que se desenvuelve en distintos planos -realista, “ficcional”, histórico, mítico-, que salta adelante y atrás en el relato de los acontecimientos con constantes idas y vueltas en el tiempo, en una “acción” que se enmaraña, hasta el punto de hacerse ininteligible -o de difícil entendimiento- al entrecruzar diversos hilos argumentales, abrirse a constantes digresiones (ya que me he visto en el trance de cometer digresión, afirma, explícito, el narrador, para, a continuación, justificado ya en su propósito, lanzarse a una de las numerosas e intrincadas divagaciones que atraviesan el texto), intercalar episodios, lances, sucesos paralelos, comentarios, crónicas, leyendas, informes, reproducciones de entrevistas, citas, incisos, gráficos y tablas, listados, excursos, desviaciones y añadidos, todo ello contado en las tres diferentes e intercambiadas personas del verbo. Al lector le asalta de continuo (al lector que yo soy ahora; no recuerdo las circunstancias ni el efecto de mi remota primera lectura de la novela, más allá de un fervoroso entusiasmo juvenil) la sensación de encontrarse perdido, desorientado, incapaz de introducir una cierta coherencia, un determinado orden, unas pautas estables en las que incardinar ese profuso, excesivo, caudaloso “torrente” verbal -el vínculo entre el apellido del autor y su vigorosa y rebosante prosa es resaltado por todos los críticos- al que se ve arrastrado desde que abre la primera página de La Saga/fuga de J.B. No sorprenden, por tanto, las palabras del propio autor en el párrafo que acabo de transcribir, que advierten -y hasta los prevén- del posible desapego inicial del lector, de su desánimo posterior y, quizá, del abandono final del libro. Los términos de “lío” o “laberinto” que emplea Torrente Ballester para calificar su texto aparecen también, y más de una vez, en el curso de la novela, en la que ante lo enrevesado de determinados hechos o situaciones o peripecias que surgen en la narración, se remarca de manera expresa su complejidad, como si el narrador/autor (una de las claves interpretativas del libro: la identidad última de ambas voces) quisiera hacer un guiño a quien sigue, paciente, abriéndose paso en aquel por momentos indescifrable dédalo. Véanse, entre otros muchos, los siguientes ejemplos:
No, amigos míos. No un lío, sino todo un laberinto. El laberinto es la razón que se ríe de sí misma y desarrolla las posibilidades de oscuridad que su naturaleza le permite. A primera vista, claro. (…) Quiere decir que el genio no está al alcance de todas las conciencias.
A primera vista, resulta un galimatías, aunque solo por la oscuridad engendrada por los seudónimos. Pero el galimatías se organiza y la oscuridad se aclara si convertimos en personajes de la narración a Rogelio Barallobre, al Vate Barrantes y a Ifigenia Heliotropo.
Como, por otra parte, en las cartas se cuentan, no una, sino varias historias, según se ordenen los distintos fragmentos narrativos y según la clave que apliquemos a los seudónimos, el lío resultante es monumental. Lo mejor será que los exponga y que después procedamos conjuntamente a ordenarlos e interpretarlos.
Es más, en algún momento de su enrevesada “marea” verbal quien narra se adelanta al previsible cansancio del lector y le aconseja, en una nota a pie de página: Recomiendo al lector apresurado saltarse unas cuantas páginas y reanudar la lectura aquí (2) [y la nota lleva a unas cuántas páginas más adelante] Pierde el resumen y parte del texto del discurso de Don Torcuato, pero no es una gran pérdida.
Anticipémoslo, pues, la lectura de La Saga/fuga de J.B. es compleja, ardua y, por momentos, trabajosa, exigiendo una paciente y perseverante tarea por parte de quien ha decidido, aun a costa de ese esfuerzo, recorrer sus rebosantes e intrincadas páginas (activaba su singularidad al mismo tiempo que singularizaba su actividad, y aunque activamente singularizase, singularmente activaba, y la singularización de la activación, si bien no del todo equivalente a la activación de la singularización, podía confundirse con ella merced a la doble apariencia de actividad singularizada o de singularidad activada que ofrecía el conjunto, lo cual, como es obvio, le permitía moverse dentro de tal construcción dialéctica bien inclinándose y, por decirlo así, prefiriendo la singularidad, bien concediendo a la actividad algo de su singularidad y de su tiempo), en la confianza -y creedme cuando afirmo que a la postre no defraudada- de disfrutar de los placeres (y serán muchos, de superarse los obstáculos referidos) de una novela en todos los sentidos inmensa. Pero he de admitir -y de ahí esta advertencia preliminar apelando a una cierta prevención lectora- que todo eso, el empeño, la insistencia, la tenacidad, la constancia, el ánimo, el afán indesmayable, no son precisamente las cualidades más comunes en estos tiempos actuales, marcados por la ligereza, la comodidad, la inmediatez, la facilidad, la gratificación instantánea, la satisfacción urgente, el pronto placer que no admite la demora en el goce, el aplazamiento del disfrute y la postergación del logro. A mí mismo me ha costado sortear las dificultades y no ha sido hasta haber “lidiado” con las primeras doscientas páginas, más o menos, cuando he podido entregarme a la delicia de su lectura, ya a partir de ahí exultante. Porque lo que aflorará tras esa lectura -“durante” ella, si logramos resistir a los fáciles y engañosos cantos de sirena que nos piden abandonar el libro y entregarnos a otros menesteres menos exigentes- es una experiencia apasionante, muy fecunda y gozosa, en contacto con una novela compleja, sí, pero deslumbrante, de una enorme imaginación, desorbitada, excesiva, surrealista en muchos pasajes, con una inventiva desaforada, repleta de historias, rezumando humor, ironía, magia, drama, rigor y disparate, erotismo, rebosante de experimentos, juegos de espejos, construcciones lúdicas, referencias múltiples, diagramas, listas, cuadros, desdoblamientos, injerencias, invenciones, decenas de personajes, delirios, parodias, mitos, leyendas, poemas, crónicas periodísticas, con calas en asuntos políticos, filosóficos, literarios, históricos, religiosos, metafísicos, con una Galicia muy presente en el ambiente “realista” -los lugares, los hechos, los personajes- y también en el espíritu y la atmósfera neblinosa, evanescente que envuelve el relato (La niebla cubre la tierra y al hacerlo le niega, en parte, su realidad, se funden lo onírico y lo real, lo pasado y lo presente, como señala Andrés Barba, en su prólogo a la edición de Alianza, dando con otra de las claves -la niebla real y metafórica- del libro). Una genialidad estilística, formal, temática, una aventura alucinada, insólita, distinta a la mayor parte de las novelas que se escriben -y se han escrito-, narrada con un lenguaje magnífico, en diferentes registros lingüísticos, con cambios en el punto de vista, con saltos en el espacio y el tiempo, en la voz narrativa; escrita, como confesaba el propio Torrente, a lo largo de seis años, en Pontevedra, Estados Unidos y Madrid, en una suerte de estado de trance, dejándose llevar el autor por una fuerza narrativa que se apoderó de él (Yo escribí la Saga/Fuga en sentido material, me fue dictada por una voz despectiva y admirable, una voz convencida de su superioridad y recibida por mí con la más humilde pasividad del mundo, con la más absoluta sumisión, declararía en una entrevista) y lo arrastró en un aluvión de historias que fluían imparables, al ritmo de su muy fértil imaginación, que avanzaba arrebatada en un texto interminable que crecía y se complicaba, llegando a quemar hasta cuatrocientos folios, para volver a empezar impetuoso, dando fin a una suerte de inabarcable historia universal. Una novela mágica, compleja, misteriosa, imaginativa, fantástica, razones todas por las que, insisto, bien merece la resistencia obstinada a las triviales tentaciones del acomodamiento.
Con lo dicho resulta fácil de colegir que dar cuenta del argumento de esta obra frondosa e inagotable es tarea absolutamente imposible. En un intento condenado de antemano al fracaso podría resumirse diciendo que se trata de una crónica con aires de leyenda en la que conocemos la historia de Castroforte del Baralla, un pueblo nebuloso -ya se ha dicho- y algo etéreo (parece de piedra pómez incandescente), capital de una supuesta quinta provincia gallega, que teniendo, en apariencia, una existencia real -¿qué querrá decir este término en la delirante novela de Torrente?-, con sus calles, sus plazas, sus edificios, sus instituciones y, sobre todo, sus habitantes, carece de tal condición objetiva, pues no figura en los mapas ni en los documentos administrativos ni en las indicaciones de las carreteras ni en la conciencia del resto de ciudadanos y organismos españoles. Todo ello a causa, al parecer, de una voluntaria omisión del poder central que, desde la Restauración decimonónica, se habría obstinado en negar el estatuto de realidad a un pueblo que en distintas épocas históricas se había manifestado en rebeldía frente a las diferentes autoridades nacionales, sobre todo tras el significativo hito de la declaración, en 1864, del Cantón Federal e Independiente de Castroforte del Baralla. Pero es que, por si no fuera suficiente con su irrealidad, Castroforte “goza” de otra llamativa peculiaridad, su recurrente propensión a levitar y suspenderse en el aire, desgajándose de la tierra, cuando sus habitantes se ensimisman, unánimes en algún pensamiento o alguna preocupación. La “acción” se desencadena en el Incipit que abre el libro, una docena de páginas memorables en las que ya están, apuntadas pero explícitas, todas las claves y, sobre todo, la atmósfera entera que envuelve la novela, y en el que se nos da cuenta del robo del Cuerpo Santo (¡Veciños, veciños, roubaron o Corpo Santo!), un pilar esencial sobre el que se fundamenta la historia, mítica, legendaria, histórica, inventada, real -quién sabe cuál es el adjetivo conveniente- de la ciudad. El cuerpo santo es el de santa Lilaila de Éfeso, mártir de los iconoclastas, que de modo milagroso recorrió durante doscientos años las cambiantes sendas del mar desde Éfeso, en la costa de Asia Menor, hasta la ría de Castroforte del Baralla, en el Finisterre, para ser rescatada de las aguas hace más de mil años, en una epopeya que se narra en la Balada incompleta y probablemente apócrifa del Santo Cuerpo Iluminado que se transcribe como cierre a ese inolvidable preámbulo. A partir de ese acontecimiento, el libro recrea la existencia de las muchas generaciones que pueblan los varios milenios de historia de Castroforte (que fue fundado, dos mil años antes de Cristo, por Argimiro el Efesio, en una de las distintas genealogías fantaseadas en el libro) todas ellas unidas por algunos vínculos comunes. Hay siempre un J.B. (Jacinto Barallobre habría sido el valeroso autor del rescate de las reliquias de la santa, y desde él se suceden los Jerónimo Bermúdez, obispo, Jacobo Balseyro, canónigo y nigromante, John Ballantyne, almirante, Joaquín María Barrantes, poeta, Jesualdo Bendaña, full-professor, José Bastida, desgraciado cronista oficial del pueblo y quien, presuntamente, narra la historia; entre otros muchos), situado del lado de la rebeldía, de la independencia del lugar, de la preservación de su singularidad, de la libertad y del progreso. Frente a ellos hay siempre, también, un religioso, cura, deán u obispo, cuyo nombre empieza por A (Asclepiadeo, Asterisco, Amerio, Apapucio, Acisclo) y que encarna los valores tradicionales, regresivos, reaccionarios, cercanos a las autoridades locales y el gobierno central. Hay, igualmente, cruzando las épocas históricas y para completar el “juego” alfabético (solo uno de los innumerables elementos lúdicos de una novela llena de ellos), una Lilaila (Lilaila Obispada, Lilaila Armes¬to, Lilaila Barallobre, Lilaila Souto y Julia, una indudable Lilaila sin el nombre), amantes de los respectivos J.B. y a las que los clérigos persiguen con la puritana y fanática intención de liberarlas de sus vidas de pecado, redimiéndolas por el categórico expediente de recluirlas en un convento. Los enfrentamientos se reproducen también en otros ámbitos, Castroforte contra su vecina centralista Villasanta de la Estrella; los nativos castrofortinos ante los “godos” extranjeros; los miembros de la Tabla Redonda frente a los representantes de las fuerzas vivas del pueblo; las “Calientes” frente a las “Gaviotas”, apelativos de las mujeres locales en función de su más o menos fogosa actividad erótica; los dioses monóculos frente a los binóculos; los nombres de los órganos sexuales masculinos frente a las denominaciones de los genitales de las mujeres; las aguas del Mendo, lentas, densas, opacas, frente a las del Baralla, rápidas y alborotadas, ligeras y transparentes (en un reparto de adjetivos que da pie a los estudiosos a una sustanciosa discusión sobre la puntuación de las frases que los califican en las distintas ediciones del libro); las lampreas contra los estorninos; los bendañistas contra los barallobristas; los vendidos a las fuerzas ocupantes napoleónicas frente a los que apoyan a los ejércitos ingleses; en un esquema de confrontaciones duales que se repite en el libro, siendo la más obvia de ellas, claro, la que ¿distingue? entre historia e invención, entre realidad y ficción.
En un presente que puede situarse en los años posteriores al fin de la guerra civil española, quizá los primeros de la década de los cincuenta del siglo pasado, y en un relato que constantemente salta de uno a otro de los múltiples planos temporales que marcan la azarosa trayectoria del pueblo, José Bastida, un feo, pobre, solitario, muy humilde y modesto profesor de Gramática, que sobrevive a duras penas, recién llegado a Castroforte desde Madrid, represaliado por sus ideas, y en el que podemos ver -o no, como todo en el libro, tan gallego- la figura del propio Torrente Ballester, lleva las riendas de la narración (aunque es difícil hablar de sometimiento a brida o sujeción alguna en un relato tan desaforado, libre, inconmensurable, desmesurado, como el de esta novela desmedida), en cientos de páginas en las que se suceden infinidad de acontecimientos insólitos que afloran en la evocación/recuerdo/invención (en la novela todo es y no es, o es una cosa y su contraria) de este José Bastida, quien en estado de trance o de ensoñación ha presenciado o imaginado una representación y la narra en tiempo pasado a su enamorada (Julia) con quien está compartiendo lecho, como apunta el profesor Pérez Bowie, antiguo Catedrático de Literatura de nuestra Universidad, en un estudio sobre el libro. Para añadir, a continuación, en el mismo ensayo: Recuérdese que este personaje, el “héroe” de la novela, es una especie de archinarrador que asume las voces de los diversos personajes (los J.B.) en los que se desdobla continuamente transformándose en “un híbrido de diversas voces, perspectivas e identidades” a través de un proceso de invención que “se describe irónicamente en términos de un trance mágico, en el límite metafórico del fraude y la mentira”.
Así, el lector asiste simultáneamente asombrado y perplejo, impresionado y confuso, a un encadenamiento (y el término es singularmente oportuno, pues no hay, como ya he señalado, ni siquiera puntos y aparte que establezcan una mínima frontera o pausa en la profusa corriente verbal) de historias a cuál más admirable, más sorprendente, más desconcertante, más pasmosa y original. En una enumeración heteróclita y desordenada: los funcionarios de los organismos locales de Castroforte, supuestos policías espiando para el poder central; los heterónimos que habitan en el alma de José Bastida: Bastidoff, Bastideira, Monsieur Bastide y Míster Bastid, cada uno con sus personalidades; el loro parlanchín que almacena los recuerdos de la ciudad desde su fundación y que repite el discurso de sublevación por la independencia del pueblo en cuanto suena la Marcha Turca de Mozart; las peripecias de los miembros de la Tabla Redonda en la que, bajo los nombres míticos de Merlín, Tristán, Lanzarote, Galván, Bohor y el Rey Artús, se esconden los conspiradores castrofortinos rebeldes ante la opresión estatal; la dificultad de encontrar candidata idónea para cubrir la vacante de la Reina Ginebra, toda vez que, según el mito artúrico, habría de ponerle los cuernos al propio rey, con los problemas de celos que ello ocasionaría entre los actuales “caballeros”; las vicisitudes de la guerra contra las tropas napoleónicas y su repercusión en el pequeño pueblo; la creación del Palanganato, una reunión de solteras, locas y viudas sin consuelo, alucinadas por la esperanza de que un nuevo J.B. viniera a fecundarlas, que comparten la terapéutica del baño de asiento, y ciertas ideas, quizás algo confusas, pero muy profundamente sentidas, sobre la palingenesia y la transmigración de las almas; la historia de la rivalidad milenaria entre Castroforte del Baralla y Villasanta de la Estrella; el delirante Homenaje Tubular al Sistema Métrico y también Fantasía Matemática de Tuberías Proliferantes y Polimorfas, un interminable engranaje, de ignota significación simbólica, hecho de tubos que acaban por invadir el edificio en que habita su impar inventor; la extraña época de los Envenenamientos Atípicos, en la que se multiplican las muertes por venenos letales; las variadas leyendas sobre los difusos orígenes de Castroforte y la incierta autenticidad del Cuerpo Santo de Santa Lilaila de Barallobre; el destacado papel de las lampreas en la Historia y en el presente del pueblo, animal cuya condición mítica permea la novela entera, en particular en las referencias a La Oda anacreóntica a la lamprea, en la magistral recreación de la legendaria guerra entre los estorninos y los enigmáticos peces o en su consabida presencia depredadora (Siempre que alguien desaparece, en Castroforte se dice: «¡Lo habrán comido las lampreas!»), entre otras muchas manifestaciones; la extravagante balada en que se cuentan los amores de un tornillo del doce y de una tuerca del siete, un idilio imposible, de irrealizable consumación; la persistente participación de las mujeres en la cosmogonía local, en muchas etapas una ginecocracia representada en el sorprendente Culto al Vaso Idóneo, un desenfreno de las integrantes de la Logia Santa Lilaila de Barallobre, que cultivaban la esperanza y al parecer el místico contacto con el Varón Liberador mediante un ritual profético, orgiástico y lustral que enaltece al diablo -al decir de las autoridades- en forma de miembro viril (un «Rico pirulí de La Habana» clavado en una patata y envuelto todavía en el papelín colorado (…) simbolizaba al Varón Libertador); la Cueva oculta en el interior de la Colegiata, que guarda los secretos de la raíz mítica de Castroforte, que han de ser preservados y transmitidos por las mujeres de generación en generación; los excursos “europeos”, con calas en Viena o París, ciudades en las que algunos personajes relatan sus experiencias en distintas épocas; las múltiples manifestaciones del babélico fenómeno de la invención de idiomas imposibles, con poemas, que con frecuencia se intercalan en el texto, escritos en lenguas inexistentes, que se recrean en sus variaciones, sus inflexiones rítmicas, sus léxicos ininteligibles (a modo de ejemplo, estos versos: Lasculavi tebafos can moldeca / divilán voricer malagoscía; / arconta latilós debalatía / ormelabán orcalitán zos teca, que según el modo en que se agrupen sus sílabas o se dispongan sus acentos pueden significar tanto Ha quedado en el aire una luz demorada, / un poco gris y un poco púrpura, siento / que mi voluntad se demore también, aunque / en medio de la niebla, como No seas cretino. ¿Qué más da que las nubes / sean grises, que el aire sea claro, / que los vencejos atraviesen el cielo, / mientras estés hambriento?, o incluso, en una tercera opción Escúchame. No llores más. Aún queda / una esperanza. No estás tan sola como / crees. Todas las noches pienso en ti / y me entristezco, porque eres bella y yo feo); los rituales de otro culto más o menos esotérico, el que venera los mínimos genitales, las diminutas partecitas de quien de adulto llegaría a ser el Vate Barrantes; los muy realistas recorridos por las calles de Castroforte del Baralla, esa reconocible Pontevedra literaria (el color verde-dorado de los sillares, los jaramagos y verbenas que crecen en los aleros; las losas grises, gastadas, del pavimento; las calles empinadas, la curva plateada del Mendo en las noches de luna, el silencio oscuro de la Colegiata vacía, la hoz del Baralla y, sobre todo, la Plaza de los Marinos Efesios, donde iba a pasear en soledad sus murrias); la desopilante conversación de uno de los personajes con Dios, en la que éste se burla, al borde de perder la paciencia, de la estulticia de su interlocutor; la agria disputa entre quienes proclaman el Cantón Independiente de Castroforte del Baraña acerca de la conveniencia de expulsar o no a los curas; la elogiable consecución, por parte de la Tabla Redonda, del indudable logro que permitió que las muchachas nativas rechazasen el cortejo de los funcionarios godos que Madrid se empeñaba en seguir enviando; el episodio del Estornudo Gigante, según otras versiones el Magnífico Estornudo, tan sonado que a la Plazuela del Aire, en donde se produjo la expansión del señor Castiñeira (otro de los innumerables personajes del libro), se la acabó denominando Plazuela del Estornudo Seismopoion, por cuanto que el ruido que produjo fue tan súbito, redondo y estentóreo, que todo el mundo quedó en silencio, como en espera de consecuencias mayores. Que llegaron, es lo cierto, pero al día siguiente y en forma de noticia de que un tifón de fuerza incalculable, un tifón de tamaño tan grande que los más grandes de la mitología resultaban, a su lado, chiquitos, había devastado las costas del Japón, con más de cincuenta mil muertos en Yokohama y aldeas próximas (y por ello el señor Castiñeira se vio compelido por su honestidad a escribir una carta al Mikado declarándose responsable, pidiendo perdón y ofreciéndose a cumplir en las prisiones japonesas los años de condena que los jueces estimasen oportuno); la insólita petición, publicada en el periódico local y formulada por una comisión de damas de las que ejercen en el Pasaje de la Violada la antigua y acreditada industria de proporcionar a los varones paraísos efímeros a precios accesibles, dirigida a un ciudadano local, famoso por su ciencia y por el calibre y potencia de fuego de su artillería, para solicitar del muy bien dotado individuo su indispensable contribución para solucionar el problema de una de las mujeres, apodada la Estrecha, por razones obvias de su constitución vaginal; las diferencias ostensibles entre los paupérrimos hábitos amatorios de los godos -pobres, monótonos, rutinarios, reprimidos- y los muy libres e imaginativos talentos eróticos de los castrofortinos; el apasionado torneo intelectual para solventar el intrincado problema de cuál de los órganos sexuales, el masculino o el femenino, conoce un mayor número de vocablos alusivos; las numerosas calas, todas ellas discutibles, en la fantasiosa historia de Castroforte del Baralla (la llegada, un día remoto, de Argimiro el Efesio, con sus birremes (o trirremes, ¿quién sabe?); la posterior de cierta tribu ártabra disidente y fugitiva, y la primera destrucción de Castroforte por Celso Emilio el Romano: tres acontecimientos que un ara marmórea, el dolmen que la cobija y las huellas de un incendio formidable pueden probar a quien esté dispuesto a admitirlos como prueba. Porque la cita de Tito Livio es vaga; la de Orosio, inconcreta, y el texto de Hesíodo en que Amoedo hace más hincapié, pertenece a un fragmento de atribución dudosa); los misterios de la escopetástasis, inefable práctica que alude tanto a la política como al sexo: Unas veces quiere decir, un poco a la letra, restauración por la escopeta, revolución; pero otras significa claramente éxtasis por la escopeta. ¿Orgasmo?; el revelador pero nunca del todo entendido Concierto del Humo; la lucha entre los Dioses monóculos y los binóculos, cuyas vicisitudes se retrotraen hasta el Neolítico; los embarazos insólitos (Lilaila quedó encinta del espíritu de Ballantyne, que era íncubo); el fundamentado informe de los ingenieros de la Triangulación Geodésica asegurando la inexistencia de Castroforte; la sorprendente hipótesis según la cual el corredor de Maratón no habría muerto inmediatamente después de haber culminado su hazaña y transmitido su mensaje, como quiere el mito, sino que su fallecimiento se habría producido justamente a mitad del camino, pero tal era su prisa, era tal su obsesión por llegar pronto, que no se dio cuenta; la disparatada historia del Tren Ensimismado, al que se induce un estado mental de ensimismamiento, mediante la construcción de una vía especial, un trayecto circular, cerrado sobre sí mismo, del cual el tren, una vez dentro, no puede salir, de tal manera que, dado su estado de suma concentración, una vez retirada la vía se logra que circule por el aire: el tren pita, sale, adquiere velocidad, entra en el círculo, la incrementa, y empieza a recorrer incansablemente el mismo camino, con la misma prisa que si fuera al infierno. Y ya está. Desde abajo, se retira uno de los arcos, y el tren no se da cuenta. Se retira otro, y otro, y el tren sin enterarse. Hasta que se retiran todos. Si el tren, gracias a su velocidad, ha logrado que todas las moléculas que componen su masa tiendan unánimes hacia adelante, continuará corriendo por el aire indefinidamente, o, por lo menos, hasta que se le acabe el combustible; las sesiones de espiritismo, capaces de traer a Hitler o Goebbels a los recónditos predios gallegos; las muy chocantes apariciones de Unamuno, Cela, Wenceslao Fernández Flórez, el propio Torrente o un Julio Cora Borraja (trasunto obvio de Julio Caro Baroja), mencionados en distintos momentos del relato; las disquisiciones gramaticales y filológicas; el augurio de la muerte de los distintos J.B. de la historia con ocasión de los Idus de Marzo, previsión conocida a través de una determinada conjunción astral que, misterios del Universo, se reproduce en la disposición de unos lunares en las nalgas de una de las Lilailas; los cinco recurrentes mitos de Castroforte del Baralla, de cuya génesis y desarrollo temporal se hace eco la narración de Bastida: el Cuerpo Iluminado de Santa Lilaila de Efeso, y las figuras supuestamente históricas del Obispo Bermúdez, del Canónigo Balseyro, del Almirante Ballantyne y del Vate Barrantes; los innegables vínculos entre la historia fundacional del pueblo y las leyendas sobre el Apóstol Santiago (¿Y no se le ocurre a usted que, estando como estamos en tierras jacobeas, la historia que se cuenta en esas piedras sea la del Cuerpo del Apóstol Santiago? Las señas coinciden: barca, ataúd, traslado, bosque...); la concurrencia de otros mitos galaicos: la isla de San Brandán, la sirenas que encandilan a marineros, los sueños que duran siglos, los pajarillos “porteros” del más allá; los procesos medievales contra brujas, nigromantes, herejes y practicantes de la alquimia, todos ellos acostumbrados a los pactos con el diablo; el exhaustivo catálogo de gatos, en un desternillante pasaje en el que Bastida intenta persuadir a uno de estos felinos, indiferente por naturaleza a toda cuestión medianamente espiritual, como la respuesta a la Triple Acuciante Interrogación: ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas?, de la conveniencia de hacer frente a tal sustancial pregunta (que todo Gato sensible debe plantearse al menos una vez en su vida); los Murciélagos gigantes, cuyos cuerpos son personas desnudas, acopladas, que vuelan de dos en dos; las escenas de la guerra civil, en las que el narrador es detenido por los soldados de ambos bandos tras los sucesivos y azarosos cambios de un lado a otro de las trincheras; los vuelos sobre un tapiz mágico; el indescriptible don Benito Valenzuela, godo activo y singular, que trabaja para el Departamento de Limpieza Pública y Similares, y que atraviesa el libro con su recogedor de basuras o, en su defecto, con maletas, bolsas, carretillas, cajas de sombreros, maletines o carritos en los que deposita todo cuanto va arramblando en su acelerado deambular y que consigna en su escrupulosa estadística (107 Llaves inglesas, 16 Tornillos, 13 Sombreros de señora, 9 Paraguas de caballero, 99 Cometas de papel, 568 Suspiros (que son aire y van al aire), 45 Restos minerales, 1 Niño recién nacido, 75 Zapatillas de brujas desaparejadas, 3 Aerolitos, 12 Proyectos de Reforma Agraria, 9 Cartas de amor y 7 Hojas del árbol caídas); los angustiosos transportes provocados por torbellinos vertiginosos, vórtices helicoidales que difuminan los límites espacio temporales; las manadas de bisontes furiosos montados por emplumachados indios, seguidos de coyotes en manada, solo concebibles a través de los surcos que dejan en la niebla; la modesta y humilde y muy tierna historia de amor entre la pobre, desvalida, sufriente y cariñosa Julia y su feo, desmañado y muy romántico “Joseíño”; entre otras innumerables y descabelladas historias.
Pero más allá del contenido de todas estas narraciones en el libro destaca la excepcional forma literaria, el modo en que el talento y la indudable facundia de Torrente Ballester, su imaginación exuberante (El riesgo de la literatura española, confesará, es el realismo, el querer copiar la realidad), su indudable y muy perceptible “galeguidade”, su peculiar interpretación del relato oral, mítico y folclórico gallego, nos dan cuenta de esas historias, en un texto muy complejo y también muy completo, que admite lecturas variadas, que se mueve en diferentes dimensiones y se ocupa de frentes diversos alusivos a la historia, la cultura, la escritura, la política, las incontables referencias literarias y culturales, la metaliteratura, los elementos metaficcionales, lo fantasioso, los planteamientos estilísticos, los registros lingüísticos (Realismo, costumbrismo, fantástico, lo onírico, lo surrealista) la oralidad, los escenarios, los tiempos, el humor, lo lúdico, el erotismo, la identidad (Yo no soy nadie. ¡Oh, si fuese alguien, me atrevería a poner mi nombre entero al pie de estas cuartillas, mi nombre con mi apellido, caray, que lo tengo como cualquiera, hijo legítimo que soy, aunque modesto!, escribe Bastida, narrador y personaje en busca de autor), los límites entre realidad y ficción (la pretensión visible, bien de que lo imaginario pasase por real, bien de que lo real se viese inmediatamente introducido en una serie imaginaria, confiesa Torrente a través de la voz que cuenta), el azar, los paralelismos fortuitos, las correspondencias y concomitancias aleatorias. Los profesores Becerra y Gil González, en el mencionado prólogo a la edición de Castalia, y el escritor Andrés Barba, en el de la de Alianza, exploran estas y otras vertientes de la inagotable novela.
Así, por ejemplo, las influencias, explícitas algunas, veladas muchas más: Cunqueiro, Joan Perucho, el territorio mítico gallego (cita Barba al pintor Urbano Lugrís: pinto en gallego, no puedo ser realista), el Quijote, el ciclo artúrico, obviamente, García Márquez y sus Cien años de soledad, el Ulises de Joyce, la prosa desmesurada de Rabelais, la literatura barroca de Quevedo o de Gracián, Jonathan Swift y sus viajes de Gulliver, con la isla de Laputa también suspendida en el aire, el Tristram Shandy de Sterne, que tan admirablemente tradujo entre nosotros Javier Marías, los elementos burlescos, satíricos, paródicos y alegóricos de Melville, Steinbeck, Faulkner (A ratos me parece reconocer el recitativo de un Moby Dick galleguizado, afirma de nuevo Barba).
También el erotismo, de presencia abundante, manifiesta y expresa, lo cual puede resultar sorprendente teniendo en cuenta el puritano rigor del franquismo. Ha pasado ya a la cuestionable historia de la censura el dictamen con el que el funcionario de turno dio el plácet al libro (afirma Torrente que no pudo tener tiempo de leerla, pues se la devolvieron al día siguiente de haberla entregado para su eventual corrección): De todos los disparates que el lector que suscribe ha leído en este mundo, éste es el peor. Totalmente imposible de entender, la acción pasa en un pueblo imaginario, Castroforte del Baralla, donde hay lampreas, un cuerpo santo que apareció en el agua y una sarta de locos que dicen muchos disparates. De cuando en cuando alguna cosa sexual, casi siempre tan disparatada como el resto, y alguna palabrota para seguir la actual corriente literaria. Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación, la denegación no encontraría justificación y la aprobación sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez. Se propone que se aplique el SILENCIO ADMINISTRATIVO».
A destacar también el juego de planos temporales, que se entremezclan y confunden (a propósito de la difícil ubicación temporal de la mayor parte de los lances narrados, de la imposibilidad de conocer la anterioridad o posterioridad de alguna escena, la profesora Becerra cita, con buen criterio y mejor humor, el fragmento de Les Luthiers: No recuerdo si fue antes o después, no, no, fue después… lo que no recuerdo es después de qué). Así, en primer lugar, el pasado legendario de Castroforte, los mitos fundacionales que sitúan su origen en una difusa colonia griega o romana, más adelante el obispo Bermúdez y la represión de la herejía priscilianista, la contrarreforma inquisitorial, las guerras napoleónicas y el cantonalismo republicano del XIX. En este sentido, por este detenerse en una perspectiva poco convencional de la Historia, no sorprende que Gonzalo Torrente Ballester fuera el prologuista de Gárgoris y Habidis. Una historia mágica de España, de Fernando Sánchez Dragó, que, publicado en 1978, obtendría el Premio Nacional de Ensayo un año después, tras haber sido presentado, por el propio autor, en un acto inolvidable en el que Dragó compareció “arropado” por Dámaso Alonso, Fernando Savater, Julio Caro Baroja, Fernando Arrabal, Luis Racionero y Agustín García Calvo; un libro muy original y controvertido en el que se defendía una visión alternativa, ancestral, heterodoxa de nuestra historia, muy presente también en la inflamada imaginación que rezuma La saga/fuga de J.B. En segundo lugar aflora el presente de la ciudad, en la posguerra, con un José Bastida, cronista oficial de Castroforte, que parece escribir desde esa realidad “actual”. Y, por último, el tercer nivel, el muy libre flujo de la conciencia interna del narrador. De entre los muchos pasajes en que se muestra ese entrelazamiento de tiempos, hay uno, prodigioso, en el que se narra un lance de la batalla de Brunete, que se imbrica con otro de un episodio de un combate naval protagonizado por el Almirante Ballantyne, y todo ello bajo la mirada reflexiva del narrador, que se inmiscuye por entre ambas historias.
En fin, no hay tiempo ni espacio para más. Un libro difícil, complejo, exigente, pero también muy atractivo y estimulante, este La saga/fuga de J.B., la magna obra de Gonzalo Torrente Ballester que he querido presentaros en estos días en los que recordamos el escritor gallego/salmantino en el vigésimo quinto aniversario de su muerte. Os dejo con un breve texto en el que podremos apreciar uno de los nebulosos ascensos a los cielos de Castroforte del Baralla. Tras el fragmento, la conocidísima Marcha Turca de Mozart, que en la novela desencadena el furor discursivo del loro de Reboiras. Aquí suena en la interpretación al piano del talentoso Lang Lang.
Alejándose imperceptiblemente de su asiento, la ciudad con su niebla se columpiaba en el aire limpio de la madrugada, se mecía como un péndulo lento, como un barco que navegase en un espacio quieto. Si al despegarse había hecho ruido — si la tierra se había quejado—, los ecos del ruido o de la queja habían emigrado ya por encima de la mar, a aquella hora tiernamente azulada: un gran silencio lo arropaba todo y lo colmaba, como si aquella luz creciente del crepúsculo fuese silencio-luz. Hasta que, de repente, sentí un rumor continuo e invariable, no de música, de furia: un rumor que ascendía y se acercaba. Miré hacia abajo. En la mitad del aire, equidistando de Castroforte y la llaga sangrante de la tierra, corría el tren aéreo que yo mismo había inventado. Corría bastante cerca, por sus raíles circulares, aunque tan rápidamente que la sucesión de los vagones se fundía en un solo vagón continuo como el cuerpo de una sierpe, con locomotora en la cabeza y furgón en la cola: tan próximos entre sí, que una vez cada vuelta la locomotora abría las fauces para tragarse el furgón, y al no poder alcanzarlo, le lamía los topes con su lengua de fuego. Presiento que este conjunto veloz, que este fuego voraz entrañaban un importante simbolismo, aunque no supiese bien de qué.
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Gonzalo Torrente Ballester. La saga/fuga de J.B.
Gonzalo Torrente Ballester. La saga/fuga de J.B.
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