Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de abril de 2024

HARPER LEE. MATAR A UN RUISEÑOR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el longevo espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Aunque, siendo estrictos, este último término que acabo de emplear en mi presentación no es aplicable del todo al caso ya que, en realidad, habría que hablar de sugerencias literario-cinematográficas, porque, como comenté aquí hace siete días, ya entonces mi propósito era abrir una serie, que en total constará de siete entregas -de la que la de hoy es la segunda-, dedicada a libros sobresalientes desde el punto de vista de la literatura, pero que, además, han sido objeto de una también excelente traslación a la gran pantalla, aprovechando, pues, para presentar libros de cine que, en propiedad, no son rigurosamente literarios. 

Así, el miércoles pasado nos adentramos en el universo de Las uvas de la ira, en un programa en el que os hablé, claro está, de la excepcional novela de John Steinbeck y, de modo igualmente obvio, de la película del mismo título dirigida por John Ford, en una muy plural propuesta que completé con las referencias a Los vagabundos de la cosecha, el trabajo periodístico de Steinbeck, germen, en cierto modo, del libro; a Elogiemos ahora a hombres famosos, el fundamental reportaje de James Agee sobre los migrantes de la Gran Depresión norteamericana; a la obra fotográfica de Dorothea Lange y Walker Evans, cuyas emblemáticas imágenes complementan las ediciones de estos dos últimos títulos; y a The Ghost of Tom Joad, el memorable disco de Bruce Springsteen. 

En el caso de esta tarde, y en un planteamiento también múltiple y diverso, la emisión gira sobre otra novela, Matar a un ruiseñor, que siendo un long-seller mundial desde su publicación en 1960, ha conocido igualmente una exitosa versión para el cine de cuyo estreno en España, el 16 de abril de 1964, se cumplieron ayer sesenta años. El redondo aniversario constituye la causa última -junto a esta recién estrenada serie cinéfila de Todos los libros un libro- de que yo recupere ahora una crítica -que dejé en el blog del espacio en septiembre de 2015, aunque finalmente el programa que la tenía como base no pudo emitirse- centrada en algunas interesantes aproximaciones al clásico de Harper Lee, en su dimensión literaria, y Robert Mulligan, en la cinematográfica; un acercamiento variado que incluye también, como se verá, otra novela, un ensayo, algún artículo periodístico, un par de programas televisivos y varios documentales de muy diversa índole. Todos esos “frentes” comparecían en mi reseña a partir del “revuelo” que en julio de 2015 ocasionó la publicación -que en este nuestro planeta globalizado y sin fronteras se produjo casi simultáneamente en medio mundo- de Ve y pon un centinela, la “nueva” novela de Harper Lee, autora hasta ese momento de una única obra, ese Matar a un ruiseñor que protagoniza el programa de hoy. Como consecuencia de ese hecho y de las extrañas circunstancias que dieron lugar a la aparición de ese tardío segundo libro, casi póstumo -Lee era entonces una anciana de ochenta y nueve años (moriría poco tiempo después, en 2016) que vivía en una residencia con sus facultades muy mermadas, sino del todo perdidas-, la presentación estuvo rodeada de una extraordinaria polémica que casi se sobrepuso en su repercusión mediática a la estricta valoración literaria de esta secuela o “precuela” -ya se verá- de su legendaria primera novela. El fenómeno editorial, pero también y sobre todo periodístico, publicitario o de mercadotecnia, se tradujo no solo en los millones de ejemplares vendidos en los pocos meses transcurridos desde su salida de las imprentas, sino también en numerosas reediciones de ese su primer éxito, de la obra maestra indiscutible Matar a un ruiseñor

Como mencionaba hace más de ocho años, vuelvo a confesar ahora, de entrada y abiertamente -y también con una cierta vergüenza-, que hasta ese 2015 yo no había leído -y bien que, retrospectivamente, lo lamento, tantos años en cierto modo perdidos- el libro, uno de los grandes hitos de la literatura norteamericana. Lo hice entonces de un modo compulsivo y apasionado que me llevó no solo a degustar conmovido y entregado la novela sino a “revisitar” -con idénticos placer y entusiasmo- la película, que yo había visto en mi juventud y que apenas recordaba. Llevado por esa sensación de carencia, me lancé también a disfrutar, además, de las maravillas que ofrece el completo “cofre” que contiene el film y que incluye comentarios del director, entrevistas al excelso Gregory Peck, su intérprete principal, y muchos otros interesantes contenidos adicionales. Por último, y siempre en relación con Matar a un ruiseñor, merecen la pena dos estupendos debates sobre la película (pueden encontrarse íntegros en Youtube) dirigidos por José Luis Garci, uno, de marzo de 1995, en el para mí inolvidable e inexplicablemente desaparecido por absurdas controversias políticas Qué grande es el cine; y otro, en septiembre de 2009, en Cine en Blanco y Negro, un programa de similar enfoque en Telemadrid. Además, hoy quiero hablaros de otro interesante libro de la editorial Notorious, escrito por César Bardés, Jesús Antonio López, Enric Ros y Lucía Tello Díaz, y aparecido en julio de 2023, dentro de la colección “El libro del… aniversario”, en este caso sexagésimo, centrado en la película, que se estrenó en Estados Unidos en 1962. 

Matar a un ruiseñor ha conocido en nuestro país infinidad de ediciones (y variaciones también en el título, en el que, en ocasiones, se prescinde de la preposición), desde la primera de Bruguera hace ya décadas hasta las dos últimas, casi simultáneas, con ocasión del ya mencionado “revival” de ese verano de 2015. La que yo he manejado es la publicada por Harper Collins Ibérica, de cuya versión castellana se ha hecho cargo una empresa -aparentemente- que se presenta bajo la rúbrica algo aséptica de Belmonte Traductores. 

Estamos en los primeros años treinta del pasado siglo en Maycomb, Alabama, un pequeño pueblo del deep south estadounidense, que en esos días todavía vive -como en cierto modo lo hará todo el país hasta los años sesenta- sin superar las heridas de la Guerra de Secesión que había enfrentado décadas atrás, con el conflicto racial como principal desencadenante, al Norte abolicionista y al esclavismo sureño. El pueblo (Maycomb era una vieja población, pero además era un vieja población cansada cuando yo la conocí. En el tiempo lluvioso las calles se convertían en un barrizal rojo; crecía hierba en las aceras, y el edificio del juzgado parecía combarse sobre la plaza. En cierto modo, hacía más calor entonces: un perro negro sufría los días de verano; las flacas mulas enganchadas a los carros espantaban moscas bajo la sofocante sombra de las encinas que había en la plaza. A las nueve de la mañana, los cuellos rígidos de los hombres se veían lánguidos. Las damas se bañaban antes de la tarde, después de su siesta de las tres, y al atardecer estaban como blandos pastelitos cubiertos de sudor y dulce talco. La gente se movía despacio entonces. Cruzaban la plaza a paso lento, entrando y saliendo de las tiendas que la rodeaban, y se tomaban su tiempo para todo. Un día tenía veinticuatro horas, pero parecía más largo. No había ninguna prisa, ya que no había ningún lugar adonde ir, nada que comprar y nada de dinero con el cual comprar, nada que ver fuera de los limites del condado de Maycomb), tan común en la Norteamérica profunda que cuando se hicieron localizaciones para la película se acabó encontrando su “doble” a miles de kilómetros, en California, padece las consecuencias de la Gran Depresión que había “devastado” el país pocos años antes y que ya compareció aquí hace siete días en relación con Las uvas de la ira

En ese escenario anodino (hay, sobre el pueblo, un interesante reportaje de Marc Bassets publicado en El País Semanal del 28 de junio de 2015 con el título de Las huellas del ruiseñor. El periodista visita Monroeville, ciudad natal de Harper Lee y evidente inspiración para la Maycomb del libro, y nos proporciona muchas claves para un más fecundo acercamiento a la novela), o al menos nada sobresaliente, Jean Louise -“Scout”- Finch, una niña de ocho años, narra su infancia junto a Jem, su hermano cuatro años mayor, y Dill, su joven y algo estrambótico compañero veraniego de juegos (en el que Harper Lee representó a Truman Capote, del que era gran amiga, en uno de los innumerables rasgos autobiográficos de la obra). Scout y Jem son hijos de Atticus Finch, un abogado viudo que compatibiliza -con la sola ayuda de su eficiente y sensata cocinera negra, Calpurnia- su labor profesional en la localidad con la educación de sus hijos, que perdieron a su madre cuando eran muy niños. Scout, con su inocencia infantil, da cuenta de los pequeños acontecimientos de la escasamente agitada vida de Maycomb: la señorita Stephanie Crawford cruza la calle -la muy típica calle principal de estos pueblos, con las casas de madera al borde del camino polvoriento, el juzgado, el banco, la “general store”, algo más alejadas la escuela y la iglesia (en plural en este caso: metodistas, presbiterianas, baptistas)- para comentar los últimos chismes a la señorita Rachel; la señorita Maudie se inclina sobre sus azaleas; la huraña y terrible señora Dubose refunfuña, como de costumbre, en el porche de su vivienda; un hombre saluda al pasar por la calle; un muchacho arrastra por la acera una caña de pescar; un perro con rabia atemoriza a chicos y mayores; un leve e inesperado movimiento de las cortinas en la ominosa Mansión Radley (estaba habitada por una entidad desconocida, cuya mera descripción era suficiente para hacer que nos portáramos bien durante días) desboca la imaginación de los niños, que fantasean llevados por la irresistible atracción que les provoca su enigmático y apenas atisbado habitante. 

En este lento fluir de los días se producirá, en el verano de sus ocho años, un acontecimiento que cambiará la vida de Scout (y también del pueblo y hasta del país entero, si saltamos del plano literario al “real”, operación no demasiado atrevida pues la novela está, ya se ha hablado de su carácter autobiográfico, basada en hechos reales): Atticus, su padre, deberá defender en los Tribunales a Tom Robinson, un joven negro acusado de violar a una chica blanca. La descripción del proceso y consiguiente juicio constituirá el núcleo central del libro -y será, sin duda, lo más recordado de él- pero para dar cuenta de su desarrollo la niña deberá volver atrás en el tiempo, a aquel verano en que aún tiene cinco años y el repipi Dill llega al pueblo y los tres chicos se deciden por primera vez -con equivalentes miedo y fascinación- a adentrarse en la Mansión Ridley para hacer salir y poder por fin contemplar a su misterioso ocupante. 

La entrañable visión de la niña, esa emotiva descripción del mundo que hace Harper Lee a través de los inteligentes, limpios e inocentes ojos de Scout, su conmovedora voz evocando -lenta, demorada, descriptivamente- la infancia es, sin duda, el primero de los muchos aciertos de la novela. Educada sin madre y con un padre forzosamente ausente en el día a día, Scout, jugando con su hermano en la calle, rodando salvaje enroscada dentro de un neumático, subiéndose libre a los árboles, enfundada en su peto vaquero y negándose a vestir como una “señorita”, pegándose con los niños en la escuela, es una creación literaria excepcional, una niña viva, expresiva, franca, inquieta, atrevida, valiente, noble, decidida, rebelde, independiente, que adora a su sabio y sensato padre, que juega con él y escucha admirada sus pacientes explicaciones, que lee infatigablemente a su lado (Scout lee desde que nació, dice Jem al recién llegado Dill, y ni siquiera ha comenzado aún la escuela) y crece y aprende con él (Mientras regresaba a casa pensé que Jem y yo llegaríamos a mayores, pero que ya no podíamos aprender muchas cosas más, excepto, posiblemente álgebra, dirá al final de la obra, como resumen de aquellos intensos días), en esos años, sobre todo en ese último verano en que, en cierto modo, dejará atrás su infancia. 

Desde esa perspectiva infantil, y con el delicioso telón de fondo de la ya mencionada recreación de la vida de los niños y del pueblo y sus habitantes, son dos los frentes que destacan en el libro, dos líneas que corren en paralelo -sólo en cierto sentido, como luego se verá, pues una lo hace en primer plano, frontal y directamente, y la otra de un modo más soterrado, más lateral, más velado, más alusivo- y sólo confluyen en un final que, obviamente, no desvelaré. En ese segundo plano digamos secundario está el tema -un tópico literario de extraordinaria potencia, con Frankenstein como representante más conspicuo- del monstruo, de lo diferente, del ser rechazado por la comunidad, plasmado en la inquietante presencia que habita la Mansión Radley, ese Boo Radley fantasmal -en el personaje hay también ecos del Steinbeck de la también magistral De ratones y de hombres- a quien los niños persiguen vanamente. La ternura, la emoción, la belleza, la sencillez, la dulzura, la sensibilidad con las que Harper Lee presenta esta componente de la historia son sobresalientes y conmovedoras, suponiendo otro de los grandes aciertos de Matar a un ruiseñor

Es sin embargo la otra vertiente, la más evidente, la que podríamos llamar “pública”, la que deriva de la defensa por Atticus del inocente Tom Robinson, la que ha elevado el libro a la categoría de clásico, la que lo ha convertido en una especie de intemporal manifiesto en favor de los derechos civiles y de la igualdad y no discriminación racial, la que ha hecho de la novela una de las lecturas obligatorias en las escuelas en Estados Unidos. El personaje de Atticus, con su desinteresada defensa en los tribunales -y fuera de ellos: es memorable la escena en la que, en comprometida vela ante la cárcel que alberga a un aterrorizado Tom, evita su linchamiento, con la inconsciente intervención de una Scout magnífica en su naturalidad- de un negro acusado de un delito que no cometió, y ello en el peor ambiente racista, dominado por el fanatismo y los prejuicios, de un pequeño y cerrado pueblo del Sur más radical -la sombra del Ku Klux Klan aflora en algún momento del libro- en los años treinta del pasado siglo (pero también en los sesenta en que se publicó la novela), es ya un emblema de todos esos valores cívicos, y su ponderación, su honestidad, su valentía, su integridad, su sentido de la justicia, su bondad, su ecuánime sentido común, como abogado, como padre y, sobre todo, como excepcional ser humano, han sido admirados, respetados y puestos como ejemplo de lo mejor de nuestra naturaleza. Atticus es el héroe cotidiano, podríamos decir, una personalidad idealizada y casi imposible en la realidad (de nuevo aflora lo autobiográfico: Harper Lee quiso retratar en el ejemplar abogado a su propio padre, a quien también idolatraba), cuya intachable imagen pública -un referente moral para la mayor parte de sus conciudadanos- concuerda con su esforzada tarea de educación de sus hijos, a los que, a lo largo del libro, ilustra con abundantes reflexiones impregnadas de este valioso espíritu ético: Este caso, el caso de Tom Robinson, apela a la misma conciencia del ser humano. Scout, no podría ir a la iglesia y adorar a Dios si no intentara ayudar a ese hombre. Y también: Quería que vieras lo que es la verdadera valentía, en lugar de tener la idea de que valentía es un hombre con un arma en la mano. Es cuando sabes que estás vencido ya antes de comenzar, pero de todos modos comienzas, y sigues adelante a pesar de todo. Casi nunca ganas pero a veces lo haces. E igualmente: Nunca llegarás a entender realmente a una persona hasta que consideres las cosas desde su punto de vista (...) hasta que te metas en su piel y camines con ella. O en este otro pasaje: Para poder vivir con los demás primero tengo que vivir conmigo mismo. Lo único que la mayoría no rige es la propia conciencia. Y por último, a través de la expresión que da título al libro: Preferiría que disparéis a latas vacías en el patio trasero, aunque sé que perseguiréis a los pájaros. Disparad a todos los arrendajos azules que queráis, si podéis darles, pero recordad que es un pecado matar a un ruiseñor, a lo que la señorita Maudie apostilla: Lo único que hacen los ruiseñores es música para que la disfrutemos. No se comen nada de los jardines, no hacen nidos en los graneros de maíz, lo único que hacen es cantar con todo su corazón para nosotros. Por eso es un pecado matar a un ruiseñor. Demostrativas razones para encumbrar una obra y a su autora. 

Y pese que Matar a un ruiseñor es el núcleo central de la emisión, y a que aún falta mi presentación de la película y de algunos otros distintos acercamientos al universo del libro, quiero hacer un inciso para comentar también esa otra novela de Harper Lee que irrumpió, masiva y atronadoramente en el verano de 2015, ese Ve y pon un centinela, la segunda obra -¿o fue la primera?- de una autora que en toda su existencia -y murió con casi noventa años- solo había publicado una, el mencionado y magistral clásico. El libro apareció en España en edición de Harper Collins Ibérica, con traducción -en este caso, a diferencia de Matar a un ruiseñor, sí se proporciona el nombre de la persona responsable- de Victoria Horrillo Ledesma, que es quien firma las notas aclaratorias que salpican el libro. 

Dos son los frentes principales desde los que quiero encarar mi presentación de la novela. El primero, sustancioso aunque poco literario, tiene que ver con la sorprendente “aparición”, cincuenta y cinco años después, de una nueva obra de Harper Lee, una historia polémica en la que caben el misterioso descubrimiento de un manuscrito inédito, unos intereses editoriales no del todo nítidos, una provechosa operación de mercadotecnia, la intervención -siempre bajo sospecha- de un ambicioso bufete de abogados, varios conflictos judiciales por derechos de autor, la deteriorada salud mental de la anciana que en ese momento era Harper Lee, la parece que deseada muerte con más de cien años de otra, y, en definitiva, bastantes elementos “oscuros” que abonan las tesis paranoicas y las teorías conspiratorias en relación a la inesperada publicación de Ve y pon un centinela. El segundo eje de mi reseña, el comentario acerca de la novela en sí, será más breve y, por desgracia, impregnado de decepción, pues esa es la impresión que ha quedado en mí tras la lectura de una obra algo insulsa, por momentos farragosa, aparentemente menor, sin duda muy inferior -en todos los sentidos: el interés, la fluidez y la complejidad de la trama, la profundidad de los personajes, la hondura de la propuesta que plantea- a Matar a un ruiseñor con la que es forzosa la comparación no sólo porque se trata de las dos únicas obras de su autora, sino, sobre todo, porque la segunda es una suerte de continuación de la primera, que se desarrolla en el mismo espacio -ese Maycomb traslación literaria del Monroeville en el que vivió hasta su muerte, recluida en una residencia de ancianos, Harper Lee-; que cuenta casi con los mismos protagonistas principales: Atticus Finch, su hija Scout (que vuelve al pueblo veinte años después y narra la historia), Calpurnia, la tía Alexandra; y que plantea, desde otra lógica y con menos emoción, sensibilidad y belleza, algunos de los temas -el conflicto racial por encima de todos- que ya estaban en aquella originaria y excepcional novela. 

La peripecia editorial de Ve y pon un centinela es ciertamente curiosa y llena de dudas. Presentada como secuela de Matar a un ruiseñor es, en realidad, su “precuela” pues, al parecer, fue escrita con anterioridad. O ni siquiera eso, ni siquiera “es”, ni siquiera tiene existencia propia, ya que en algunas de las informaciones que sobre el libro se han difundido se habla de un mero borrador de la primera, sin entidad, pues, de obra autónoma. Harper Lee habría escrito en 1957 -y todo en este terreno son suposiciones debido a, entre otras cosas, el silencio de la autora, quizá inevitable, dado el también presunto deterioro de su estado mental en el momento en el que el libro se publicó- una novela, esta “actual” Ve y pon un centinela, que envió a decenas de sellos editoriales sin obtener respuesta alguna de ninguno de ellos. Por fin, una pequeña editora, Lippincott, vislumbró en el texto todo su potencial y aceptó su publicación sugiriendo a su autora algunas importantes correcciones. Maduradas estas a lo largo de tres años, el resultado del proceso ve la luz en 1960, convertido en una novela totalmente distinta, bajo el título hoy ya legendario de Matar a un ruiseñor

De manera inesperada, en septiembre de 2014 -aunque en algunos comentarios se habla de hasta tres años antes, en 2011, en uno más de los muchos aspectos confusos y contradictorios del asunto-, aparece el manuscrito/borrador original en manos de la abogada de Lee, Tonja Carter, que desempeñará un papel esencial en esta algo enigmática trama. La escritora, requerida por Carter, se niega reiteradamente a que se divulgue por considerarlo un texto incompleto y al entender -en coherencia con su silencio de décadas- que su propósito -su intención literaria- habría quedado sobradamente satisfecho con Matar a un ruiseñor. Algunas fuentes aseguran, no obstante, que fue la hermana de Harper, Alice Lee, la que, ante la pérdida de lucidez de aquella, frenaba cuanto ofrecimiento de publicación llegaba a sus manos. Convenientemente fallecida Alice, en noviembre de 2014, a la edad de ciento tres años, la abogada Carter, libre ya de frenos y con el supuesto consentimiento de la autora, publica el libro, en medio de excepcionales -y hasta férreas- medidas de control para evitar filtraciones no deseadas. La agencia literaria Andrew Nurberg Asociados negoció con dureza las condiciones de venta de los derechos a todo el mundo (el libro salió con una tirada inicial de tres millones de ejemplares sólo en Estados Unidos, Gran Bretaña, España e Hispanoamérica) obligando a los editores a una especie de “reclusión” en Londres durante tres semanas para la mera consulta del original previa a la decisión de compra de esos derechos de publicación (en los últimos años Harper Lee, si de verdad era ella la que tomaba las decisiones en esta etapa final de su vida, mantuvo -y ganó- pleitos relativos a la propiedad intelectual contra el Museo de su ciudad y contra una Compañía de teatro que difundían su obra sin las correspondientes autorizaciones y sin rendir cuentas de los logros económicos de su explotación), y exigiendo a los traductores, para la traslación a los muchos idiomas de los países interesados, unas muy rigurosas cláusulas de confidencialidad. Por fin, el libro vio la luz de manera más o menos simultánea en todos los países mencionados los días 14 y 15 del julio de 2015. 

A la extrañeza que suscita esta insólita aventura editorial se suman algunos otros hechos llamativos. En primer lugar, el que Ve y pon un centinela se presente como una obra completa, acabada, que no habría necesitado, pues -de nuevo presuntamente-, de retoque o corrección algunos antes de su global “reaparición”. Si así fuera, resultaría difícil de entender la negativa a publicarla, sostenida durante más de cincuenta años de modo tozudo por su autora, pues por qué no dar a los lectores que tan fervientemente habían acogido Matar a un ruiseñor una obra, ya definitiva y “cerrada”, que volvía sobre el universo de aquella y que, por tanto, sólo podría ser recibida con entusiasmo por sus numerosos admiradores. ¿O es que las prevenciones de su autora afectaban a la calidad literaria del texto y por ello negó una y otra vez el permiso para que se difundiera? Y en caso contrario, si forzosamente la novela hubiera debido ser modificada o al menos ligeramente “pulida” para ofrecerla al público casi seis décadas después de su escritura, parece difícil mantener la total autoría de una Harper Lee impedida intelectualmente, como se ha dicho, para una tarea de este calibre. Más sospechas, pues, que ensombrecen la nitidez del fenómeno ¿literario? 

En otro orden de cosas resultan también sorprendentes, y ello siembra igualmente dudas sobre la auténtica naturaleza y la verosimilitud de la historia oficial relativa a la publicación de Ve y pon un centinela, las sustanciales diferencias entre los dos libros, algunas incluso de fondo, que afectan a la esencia del “mensaje” de Harper Lee. Y ya no es sólo el que la narración inocente, entrañable, desprejuiciada y encantadora de la niña Scout en Matar a un ruiseñor, se convierta ahora en la voz escéptica, resabiada, dubitativa y un punto insustancial de una chica algo “ortodoxamente rebelde” de veintiséis años, ya no es que haya alusiones constantes a los hechos del primer libro, menciones que presuponen, que exigen incluso, haberlo leído antes -lo cual, a mi juicio, invalidaría la tesis del borrador-, ya no es que haya errores ostensibles en la percepción que la joven Scout tiene en el presente de los hechos ocurridos casi veinte años atrás (el más destacado, en la página 112, cuando la narradora afirma que Atticus “logró la absolución” de Tom Robinson, el joven negro injustamente acusado de violación de una blanca en Matar a un ruiseñor, cuando cualquiera que haya leído el libro o visto la película objeto de mi reseña de hace siete días sabe que el resultado del proceso judicial no fue, por desgracia -desgracia en la ficción-, el que ahora se da por cierto), no son estos muchos detalles los que pueden “chirriar” en el contraste entre ambos textos, sino que lo más insólito, lo que realmente llama la atención y resulta difícil de entender es que ese gran Atticus Finch de la primera novela, un personaje ejemplar, paradigma de la integridad, de la justicia, de la dignidad, de la valiente defensa de la no discriminación (aunque nunca un activista o un militante contra la segregación, pues incluso el primer libro, pese a su noble discurso, aparece teñido de un discreto racismo, quizá deuda inevitable a pagar en la época y en la población sureña en la que está ambientado), ese Atticus emblema del coraje cívico es aquí una presencia menor, un oscuro individuo, sin encanto ni carisma alguno, de dudosas convicciones morales, tibiamente “equidistante” entre abolicionistas y segregacionistas... ¡¡¡y hasta miembro -bien que escéptico y coyuntural- del Ku Klux Klan!!! ¿Era este, de principio, el planteamiento de la autora y fueron las “recomendaciones” de la editorial Lippincott las que la “convencieron” de adoptar otro punto de vista diferente, cambiando radicalmente no sólo el enfoque sino el núcleo central de su manuscrito original? En fin... más ambigüedades que disparan las suposiciones y conjeturas y que forzosamente han de ser tenidas en cuenta a la hora de analizar el libro. 

Aunque si no lo hiciéramos, si fuéramos capaces de leer Ve y pon un centinela sin tener presentes todos estos hechos y, sobre todo, si pudiéramos obviar la poderosísima presencia de su anterior obra en la biografía de su autora, esta nueva novela seguiría resultando decepcionante. Es más, desde mi punto de vista -que no niego pueda estar influido por el extraordinario impacto que provocó en mí la tardía lectura de Matar a un ruiseñor- el nuevo libro de Harper Lee sólo interesa porque quien ha conocido y ha disfrutado y se ha apasionado con el gran clásico de la autora de Alabama “necesita” en cierto modo continuar en contacto con aquel territorio literario y aquellos personajes de dimensiones casi míticas, estando dispuesto por tanto a aceptar siquiera una migaja más de ese mundo con tal de poder seguir participando de aquel formidable encantamiento. Y pese a ello, más allá del indudable agrado que suscita el reencontrarse con un universo familiar y querido, la lectura de Ve y pon un centinela es francamente frustrante y descorazonadora. 

Sin tiempo ya para más profundizaciones y en un repaso a vuela pluma de la novela os diré tan sólo que en ella Jean Louise -Scout- Finch, la narradora, regresa con veintiséis años a Maycomb. La chica -como su creadora, en una muestra más de los innumerables rasgos autobiográficos, ya reseñados, de ambos libros- vive ahora en Nueva York y vuelve por un par de semanas al hogar familiar en donde se reencuentra con algunos de los personajes de sus días infantiles, una etapa que aparece en constantes evocaciones y flashbacks, y que la joven recuerda con una añoranza aún más melancólica en tanto la realidad que se presenta a sus ojos es muy distinta de la idílica estampa que guarda en su memoria. Su hermano Jem ha muerto, Dill, el singular compañero de juegos infantiles, viaja de continuo por el mundo y no comparece en el libro, Atticus ha derribado la vieja casa y construido una nueva, la tía Alexandra se ha instalado de manera estable en ella, el tío Jack, de presencia episódica en la primera obra, cobra aquí un mayor protagonismo, Calpurnia, anciana ya, no ocupa la cocina familiar, un amigo de infancia, Hank, no conocido hasta ahora por el lector, aparece como pretendiente y probable futuro marido de la chica y, en general, las novedades son tantas que no quedan apenas rastros del apacible y casi mágico escenario en el que la niña de Matar a un ruiseñor vivió sus primeros años. 

El cambio en el entorno se suma al ya mencionado y radical viraje en la personalidad de su padre. Sea porque el influjo cosmopolita y la atmósfera liberal del Nueva York en que reside han conformado en ella otra concepción del mundo, sea porque la visión infantil del pasado que permanece en su recuerdo ha deformado -embelleciéndola- la realidad, sea por la propia evolución del pensamiento de Atticus, sospechosamente cercano en su discurso ideológico a los delirios supremacistas del más rancio sur norteamericano, sea -no es descartable- porque la tortuosa trayectoria editorial de la que he hablado no nos permite saber cuál es, en realidad, el sustrato originario de las obras, su lógica última, el hecho es que Jean Louise -casi arrumbada para siempre la niña Scout- se ve sumida, primero, en una desconcertante perplejidad ante las desagradables novedades (¿Por qué he perdido en dos días todo lo que amaba en este mundo?), se siente extraña en el entorno que la vio nacer (Soy sangre de su sangre, he escarbado en esta tierra, este es mi hogar. Pero no soy de su sangre y a la tierra no le importa quién la escarbe, soy una extraña en una fiesta), experimenta luego rabia, decepción e ira ante su provinciano pueblo (si viviera en Maycomb, me volvería totalmente loca), su cobarde e hipócrita novio (los calificativos son de ella) y su irreconocible padre (El único ser humano en el que había confiado absolutamente, con toda su alma, le había fallado), hundiéndose por fin en un mar de dudas (¿Por qué he vuelto aquí? (...) Para mirar la gravilla del patio de atrás, donde antes estaban los árboles, donde estaba el garaje, y preguntarme si todo ha sido un sueño) al persuadirse de que la irreprochable figura de su progenitor se ha venido abajo (eres la única persona en la que he confiado por completo en toda mi vida, y ahora estoy acabada) y al reconocerse anclada, en cierto modo, en un pasado ideal que ya no existe (Quieres detener el reloj pero no puedes, le dice su prometido Hank; y ella misma se reprocha el que siempre esté haciendo viajes secretos al pasado y ninguno al presente). Percibe entonces que las bases sobre las que había situado su lugar en el universo se tambalean (ese significativo y ahora estoy acabada) y pide, en su estupor, alguna figura tutelar que sustituya al ídolo caído (necesito un centinela para que me guíe y me diga lo que ve cada hora a la hora en punto. Necesito un centinela que diga “esto es lo que dice fulano y esto es lo que quiere decir de verdad”, que trace una raya en medio y diga “aquí hay una justicia y aquí hay otra” y me haga entender la diferencia. Necesito un centinela que dé un paso adelante y proclame ante todos ellos que veintiséis años es mucho tiempo para gastarle una broma a una, por muy graciosa que sea). 

En cualquier caso, siendo interesante, como he dicho, para el devoto de Matar a un ruiseñor, y recomendable por ello su lectura, esta nueva e inesperada novela de Harper Lee, Ve y pon un centinela, no dejará demasiada huella en un lector común, ni tampoco -pienso, a partir de mi propia experiencia- en ese otro que disfrutó, entusiasmado, del entrañable universo de Maycomb, de la limpia mirada de la Scout niña, del, por encima todo, valioso ejemplo de integridad de Atticus Finch, tal y como todo ello se mostraba en aquella obra maestra de 1960, escrita, sin duda, en un estado de gracia no siempre fácilmente repetible. 

Y si genial era la primera novela de Harper Lee no lo es menos su formidable traslación a la pantalla. El Matar un ruiseñor que presentó Robert Mulligan en 1962 es también una obra maestra indiscutible, uno de los grandes títulos de la historia del cine, ganadora de tres Oscars, uno de ellos para un Gregory Peck memorable, asociado desde entonces -indiscernibles ya para siempre el actor y su personaje- a la imagen, que también desempeñaron con mayor intensidad James Stewart y Gary Cooper, y muy destacadamente Henry Fonda (pienso, por ejemplo, en su inspiradora presencia en Doce hombres sin piedad o Las uvas de la ira), del ciudadano medio, del -como ya he señalado- héroe cívico, que continúa dando fe y defendiendo en su vida “civil” los mismos valores que tan magníficamente encarna en el cine; ese uomo qualunque que sin alharacas ni grandes gestos, sin necesidad de acciones excepcionales, con el sencillo -y a veces tan difícil- coraje que deriva del responsable y riguroso cumplimiento de las propias obligaciones morales, acaba por ser un ejemplo de comportamiento ético e integridad y valentía y dignidad, y que por ello es admirado por sus conciudadanos y “sentido”, en cierto modo, como la representación de lo más valioso, de lo más noble y encomiable y digno de estima y respeto en la vida de la comunidad a la que pertenece. Junto a él, una Mary Badham deslumbrante y llena de frescura en el papel de Scout y un primerizo Robert Duvall en una fugaz pero inolvidable actuación. Os aconsejo, como ya señalé en mi introducción, la visión del debate televisivo dirigido por José Luis Garci y con la participación de Antonio Giménez Rico, Luis Herrero y Juan Luis Álvarez, para profundizar sobre los muchos motivos de interés de la genial cinta. Igualmente, el abundante material adicional que presenta el DVD en el que se comercializa el film resulta muy apreciable y enriquece la experiencia cinematográfica. Los comentarios del director, las notas de producción, los distintos acercamientos a la vida y obra de Peck, incluso una entrevista con Mary Badham ya adulta que relata sus recuerdos de los días de rodaje, son muy ilustrativos y rezuman emoción, permitiendo “penetrar” más profundamente en el contenido de la obra y, por tanto, disfrutarla con mayor conocimiento y placer. 

Y además está el magnífico libro de Notorious, desbordante, como todos los de la editorial, de interesantes análisis y excepcionales fotografías, presentados con el habitual esmero y la acostumbrada pulcritud formal propios del sello: edición vistosa, tapas duras, papel satinado, gran formato…, una delicia. En un volumen misceláneo, sus autores, César Bardés, Jesús Antonio López, Enric Ros y Lucía Tello Díaz, se alternan en los comentarios que exploran las distintas vertientes de la cinta. Así, hay un capítulo introductorio y general en el que se presentan las líneas maestras del filme, sus antecedentes y su importancia, con notas sobre la elección del actor principal, un proceso en el que llaman la atención los rechazos iniciales de Spencer Tracy, que rehusó por problemas de agenda, y James Stewart, que se echó atrás por la mucha controversia que, a su juicio, envolvía al personaje; con anécdotas sobre el afortunado casting de los niños (los dos pequeños protagonistas vivían, sin conocerse, en la misma ciudad y a apenas cuatro calles de distancia; con interesantes apuntes sobre las localizaciones; con la presentación de Henry Bumstead, el oscarizado director artístico responsable de la “construcción” del escenario de la historia; con un breve repaso a la trayectoria de Horton Foote, el guionista de la película, ganador también de un Oscar. El segundo capítulo se centra en la figura del director, un Robert Mulligan destacado exponente de la “generación de la televisión”, realizadores -Sidney Lumet, Arthur Penn, John Frankenheimer, Martin Ritt o Stanley Kramer- fogueados en el medio televisivo antes de su salto al cine. Mulligan, y el resto de sus colaboradores en la cinta, representaban, a juicio de Jesús Antonio López, que firma el artículo, el ejemplo paradigmático de los profesionales progresistas de Hollywood, preocupados por reflejar en sus obras el compromiso cívico y la defensa de los derechos humanos. Con alguna que otra película notable -más allá de la indiscutible cima que es Matar a un ruiseñor- como Verano del 42, El próximo año a la misma hora o El otro, las tres de los setenta, su nombre no es uno de los más relevantes de la historia del séptimo arte pero sí es merecedor de reconocimiento aunque solo fuera por el título que hoy comento aquí en el que capturó el alma de la novela de Harper Lee, reflejó con fidelidad las pequeñas comunidades sureñas, envolvió en un halo de sensibilidad la tarea de ser padre, bajó la cámara para introducirnos sin postizos en el mundo infantil y, sobre todo, supo plasmar en la gran pantalla al mayor héroe americano de todos los tiempos: Atticus Finch

En consonancia habitual con este tipo de publicaciones de la editorial Notorious, en el libro se suceden los capítulos monográficos sobre las distintas vertientes del filme. Así, hay uno centrado en Gregory Peck, con su excepcional carrera trufada de películas memorables -Duelo al sol, Sospecha, Vacaciones en Roma, Moby Dick, Lord Jim, El mundo en sus manos, Los cañones de Navarone, La profecía, Gringo viejo, Los niños de Brasil, entre otras muchas-, sus cinco nominaciones a los Oscars, y el único ganado, precisamente por Matar a un ruiseñor (el capítulo se cierra con un resumen brillante, una elocuente "fotografía" del actor: No tuvo nunca el carisma de Bogart. No contagiaba la simpatía de Cary Grant. No representaba al ciudadano medio como James Stewart. No dio el perfil duro de John Wayne. No tenía la intensidad de Marlon Brando. Nunca enamoró como Clark Gable. No le hizo falta. Él era, sencillamente, Gregory Peck. Y no podemos imaginar un Atticus Finch mejor). Hay, igualmente, un apartado sobre Harper Lee y las huellas autobiográficas de su libro, incluyendo la figura de Truman Capote, amigo de la escritora desde su infancia y presente en la novela en el personaje del sabihondo y algo repipi Dill, una amistad, estrecha pese a las desavenencias finales, recogida fielmente en otras dos películas, Truman Capote, con Philip Seymour Hoffman y Catherine Keener en los papeles de Truman y Harper, e Historia de un crimen, con Toby Jones y Sandra Bullock interpretando a los dos personajes. Otra sección gira sobre las películas “con” niños y “sobre” niños, un recorrido exhaustivo y muy informado sobre este “subgénero” del que participa Matar a un ruiseñor con la nostálgica mirada al paraíso perdido de la infancia que supone la presencia en la cinta de los entrañables Scout, Jem y Dill. 

Y hay también análisis -ya solo presentados en una enumeración a vuelapluma- sobre el personaje de Arthur -Boo- Radley, del diagnóstico de su posible patología (hay estudios sobre ello), y sobre la carrera del actor que lo encarnó, un Robert Duvall en su primer papel; sobre Brock Peters, el actor negro que interpreta al desdichado Tom Robinson; sobre la evolución del cine norteamericano de la época, influido por la televisión, alejado de los grandes mitos del cine clásico, ya crepuscular, y distante igualmente de las novedades, más atrevidas, de la joven e irreverente cinematografía europea; sobre el estilo de la película, plasmado en planos, enfoques, movimientos de cámara, iluminación, que contribuyen a crear una obra que alterna entre el naturalismo y la evocación de la memoria; sobre la estratificación social que se muestra en la cinta: blancos privilegiados, white trash y comunidad negra, con los conflictos derivados de su a menudo difícil convivencia; sobre la presencia de los marginados e inadaptados en el cine norteamericano de la época: mujeres, negros, outsiders, enfermos mentales, “monstruos”, en suma, para la sociedad “biempensante”; sobre la condición de fábula moral de la película, su indudable valor ético, su defensa de los derechos humanos y la lucha contra la discriminación racial, su comprometido discurso -ejemplificado en la figura de Atticus Finch en su triple dimensión de ciudadano, abogado y padre- a favor de los valores democráticos y la libertad y cuestionando el perverso orden social y jurídico establecido; sobre la banda sonora de Elmer Bernstein, que se disecciona en profundidad y de manera exhaustiva. 

Hay, por fin, apuntes en el libro sobre el diseñador gráfico Stephen Frankfurt sus inolvidables títulos de crédito iniciales, la magnética presentación de la historia en los primeros momentos de la película; sobre la larga lucha contra la discriminación racial tanto en la sociedad como, consiguientemente, en la cinematografía norteamericana, con el repaso de algunos de los títulos que encarnaron significativamente los grandes hitos de ese proceso liberador; sobre el gótico sureño, ese género hecho a medias de fulgor apolíneo y terror oscuro e infernal, y sus principales exponentes literarios y cinematográficos; sobre la ya mencionada “generación TV” y la filmografía de sus más destacados miembros. 

En fin, una semana más os dejo mi recomendación de una obra maestra, en este caso Matar a un ruiseñor, a partir de diversos acercamientos literarios y cinéfilos. Os dejo ahora con un fragmento del discurso de defensa del pobre Tom Robinson, pronunciado ante el tribunal por Atticus Finch en la película. Además, y para cerrar mi reseña con el acostumbrado acompañamiento musical, he escogido, alejándome de la más previsible aunque excelente banda sonora del film y en consonancia con la importancia del tema de la injusticia y segregación raciales en la obra de Harper Lee, una pieza de blues sureño. Alberta Hunter, un nombre mítico del género, interpreta un muy significativo You Can't Tell The Difference After Dark


Empezaré diciendo que este caso no debería haberse traído a un tribunal desde el momento en que la acusación no ha presentado ninguna prueba médica de que el delito que se imputa a Tom Robinson se hubiera consumado. La oposición solo se apoya en el testimonio de los dos presuntos perjudicados cuyas declaraciones no solo han dado lugar a serias dudas durante sus declaraciones sino que han sido absolutamente desmentidas por el acusado. Existe la prueba circunstancial que demuestra que Mayella Ewell fue golpeada salvajemente por una persona que usa casi exclusivamente la mano izquierda, y Tom Robinson, que hoy se sienta en el banquillo para prestar juramento, ha tenido que emplear su única mano útil, la derecha. Yo no siento sino compasión, y muy sincera, por la principal testigo del señor fiscal. Ella es víctima de una cruel pobreza e ignorancia, pero mi compasión, no puede llegar nunca hasta el extremo de consentirle poner en juego la vida de un hombre, que es en realidad lo que ella ha hecho para tratar de ocultar su propia culpabilidad. Sí, culpabilidad he dicho, porque fue el hecho de sentirse culpable, sí señores, lo que la impulsó a esa acusación. Ella no ha cometido un crimen, nada más ha infringido un antiguo y rígido código del honor que aún subsiste actualmente, un código tan severo que a todo aquel que lo infringe lo alejamos de nuestro lado como indigno de convivir con nosotros. Por eso tenía que destruir la prueba de su grave falta. Pero, ¿cuál era en rigor la prueba de la mencionada falta? Tom Robinson, un ser humano señores. Había que quitar a Tom Robinson de en medio, barrerlo. Tom Robinson constituía el recuerdo constante de lo que ella había hecho. ¿Y qué era lo que había hecho? Había tentado a un negro. Ella era blanca y había incitado a un negro. Hizo una cosa que en nuestra sociedad es algo imperdonable. Besar a un hombre negro. No se trataba de un viejo; sino de un negro joven fuerte y vigoroso. No le importó ese código del honor antes de infringirlo, pero después encontró vergonzoso su comportamiento (…). Los testigos de la acusación, exceptuando al sheriff (…), se han presentado ante ustedes con la cínica confianza de que su testimonio no se pondría en duda. Confiaban en que ustedes estarían de acuerdo con ellos en la indigna suposición de que todos los negros mienten; de que, en el fondo, todos los negros son inmorales, de que nadie se puede fiar nunca de los negros cuando se hallan cerca de nuestras mujeres. Suposiciones que solo pueden brotar de mentes como las de esas personas y que no es ni más ni menos que una mentira insensata (…). A un negro humilde y respetable, porque ha tenido la incalificable osadía de sentir compasión de una mujer blanca, no se le puede aceptar su palabra contra la de dos seres de nuestra raza. El acusado no es culpable en modo alguno. 

En este país, los tribunales tienen que ser de una gran equidad y para ellos todos los individuos han nacido iguales. No soy un iluso que crea firmemente en la integridad de nuestros tribunales y en el sistema del jurado. No me parece lo ideal, pero es una realidad a la que no hay más remedio que sujetarse. Pero ahora confío en que ustedes, señores, examinarán, sin prejuicios de ninguna clase, los testimonios que han escuchado y su decisión devolverá a este hombre al seno de su familia. En el nombre de Dios, cumplan con su deber. En el nombre de Dios, den crédito a Tom Robinson.
 
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Harper Lee. Matar a un ruiseñor

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