PREMIOS NOBEL (I): HAN KANG, ALBERT CAMUS, KAZUO ISHIGURO, MARIO VARGAS LLOSA, ALICE MUNRO
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que esta tarde quiere aprovechar el tirón de actualidad que siempre conlleva la concesión del Premio Nobel de Literatura, reciente aún en nuestra memoria, para iniciar una breve serie, que se prolongará durante tres semanas, dedicada a recomendaciones de lectura de autores que han obtenido dicho premio y que han ido apareciendo en nuestro espacio y en el otro que dirijo en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, a lo largo de los ya muchos años de existencia de ambos, catorce, este de reseñas de libros, y veinticuatro, el literario y musical. Repasando mis archivos para la elaboración de este comentario he contabilizado cerca de veinte escritores laureados que han protagonizado otros tantos programas de ambas emisiones, un número significativo de los cuales ya eran objeto de mi interés antes de recibir los laureles nórdicos. En estas tres entregas de la serie “nobelesca” (o “nobiliaria”) de Todos los libros un libro iré recuperando la mayor parte de mis propuestas pasadas y que giraban sobre estos celebrados -y en la mayoría de los casos, magníficos- autores. Mi intención de albergar el mayor número posible de referencias -cinco o seis en cada programa-, me lleva a limitar a meras notas breves mi análisis de cada uno de los libros y los escritores glosados (salvo, por su actualidad, la de la ganadora de este año). Anticipo, además, que a lo largo de este curso traeré aquí otros dos, previstos “naturalmente” desde hace meses.
Empiezo, pues, con el premio correspondiente a 2024, que se falló hace apenas un mes y recayó en la escritora surcoreana Han Kang. Salvo raras excepciones, la publicación cada año del nombre del designado suele estar rodeada de rumores, “quinielas”, predicciones y pronósticos previos, casi todos infundados o sencillamente fallidos, y también de debates, controversias y polémicas posteriores, a causa, fundamentalmente, del escaso conocimiento que la mayoría de los ciudadanos de a pie -y también de un gran número de lectores- tiene sobre la personalidad y la obra del premiado, con frecuencia perteneciente a un ámbito geográfico y literario muy alejado de nuestra realidad o, incluso, abiertamente exótico, lo que lleva a muchos -lectores y críticos- a cuestionar la solvencia y el valor real del galardón sueco, en el que se quieren ver difusos intereses políticos, publicitarios o de conveniencia, alejados, en cualquier caso, del verdadero mérito literario. Y así, año tras año, la aparición en las primeras páginas de los periódicos y en las portadas de los noticiarios del mundo entero de un nuevo -y a menudo ignoto- autor tanzano, chino, egipcio, nigeriano o de la remota isla caribeña de Santa Lucía, reconocido por la Academia de Estocolmo, provoca los consabidos comentarios, cargados de prejuicios reduccionistas y de un despreciativo eurocentrismo (blanco y “occidentalista”) con los que se descalifica una obra que se ignora y a la que, por ello, se le atribuye la condición de elitista y jactancioso objeto de culto de intelectuales esnobs. En paralelo, se multiplican los sólitos recordatorios de los grandes nombres de la historia de la literatura que nunca han obtenido el favor de los académicos suecos -Joyce, Kafka, Tólstoi, Borges, Virginia Woolf, Pessoa, Cortázar, Javier Marías, entre otros muchos-, cuya ausencia contrasta con la inanidad actual de bastantes de los sí presentes en la lista de los premiados -¿son hoy remarcables -y alguien conoce (admito mi ignorancia)- las obras de Bjørnstjerne Bjørnson, Giosuè Carducci, “nuestro” Echegaray, Karl Adolph Gjellerup, Władysław Reymont, Frans Eemil Sillanpää, Halldór Laxness o Harry Martinson, por citar solo algunos de los más bizarros?
En el caso de Han Kang se han reproducido -cierto que en un tono menor- la sorpresa y el debate habituales al tratarse de una figura no demasiado célebre, ni mucho menos popular para el gran público (muchos medios de comunicación se han referido a ella estos días como “una desconocida escritora surcoreana”). Y sin embargo, Kang tiene cuatro obras publicadas en nuestro país, la primera de las cuales, que la dio a conocer no solo en España sino en el mundo entero, a mí me pareció en su momento, cuando la leí tras su publicación en 2017, ciertamente notable, lo que me llevó a presentarla en este espacio. Se trata de La vegetariana, una interesante novela con la que su autora ganó el Man Booker Prize Internacional en 2016 (otorgado, por delante de Orhan Pamuk o Elena Ferrante, por su primera y muy discutida traducción al inglés ese mismo año). El libro cuenta con una peripecia editorial algo sorprendente y guadianesca, con diferentes apariciones y reapariciones en distintos momentos y lugares, y que estos días nos ha recordado la prensa. En Corea del Sur la novela apareció en el año 2000, aunque incluso parece ser -las fuentes consultadas no resultan del todo fiables en este aspecto- que alguno de los tres capítulos que la integran se publicaron antes como relatos autónomos. En castellano La vegetariana había visto la luz en Argentina en 2012, en una traducción de Sunme Yoon que se mantiene -con algunos cambios y revisiones- en la edición que ahora os presento, de 2017, responsabilidad de la singular Editorial :Rata_ (en singular tipografía), en un volumen que incluye, junto a la novela, un entregado prólogo de Gabi Martínez, una entrevista final a la autora, un escrito explicativo de la traductora e incluso una fotografía de alguna página del texto original con las anotaciones realizadas por la responsable de la traducción. Desde ese 2017, el sello editorial ha desaparecido, por lo que la edición que yo leí en su momento y que ahora traigo es inencontrable, aunque ha sido recuperada por Penguin Random House, conservando la traducción “primitiva”.
Yeonghye es una mujer joven, casada, que en un momento de su vida resuelve, en una decisión aparentemente infundada que causa la perplejidad y la irritación de sus allegados, dejar de comer carne y sus derivados, limitándose obstinadamente a una dieta estrictamente vegetal. La conducta de la chica, que en un momento inicial parece un mero empecinamiento, acaba, con el paso del tiempo, por agudizarse de un modo exagerado, revestida ya de un carácter dramático y hasta trágico, de tal manera que su mera opción alimentaria originaria, más o menos trivial, se transforma en una actitud vital pasiva y aniquiladora, un intento irracional y a la postre destructivo por abandonar su condición animal para convertirse -llevando al extremo su apuesta- en un ser radicalmente -y el término nunca ha sido más pertinente- vegetal.
Como se ve, la anécdota que articula el texto es, de entrada, muy sencilla y hasta irrelevante, por lo que la originalidad de la obra, y su valor, proceden no tanto de las posibilidades narrativas de la trama sino, sobre todo, del modo elegido por la autora para darnos cuenta de esta peculiar y a priori no demasiado interesante historia. La vegetariana se organiza en tres capítulos en los que se da voz a otros tantos personajes relacionados con la protagonista, la cual, en una primera novedosa opción literaria, no tiene voz propia (más allá de algunos significativos incisos en la primera parte del libro). El marido, el cuñado y la esposa de este, hermana de Yeonghye, relatan la singular peripecia de la joven.
En la primera sección de la novela, de título idéntico al libro, el señor Cheong cuenta “desde dentro” la evolución de su cónyuge, su sorprendente decisión, su obstinación en mantenerla pese a los obstáculos, su resistencia frente a las presiones externas, el consiguiente enfrentamiento con el resto de la familia a cuenta de su elección vital y, por fin, la violencia y la degradación de la vida marital, destruido el matrimonio por la tenacidad de la chica en el mantenimiento de su postura. Entre medias brotan los inquietantes sueños de Yeonghye, en los que imágenes de carne, sangre, vísceras, huesos, cadáveres, lágrimas, vómitos, gemidos, golpes, cuchillos, crímenes y muerte asaltan a la durmiente. Y así, progresivamente, el sufrimiento, la aflicción, el sinsentido y la desesperación, el dolor y la angustia acongojan a la chica e impregnan su existencia despierta.
En el segundo capítulo, La mancha mongólica, de una poética intensidad y un erotismo perturbador, asistimos a la obsesión del cuñado, un artista despreocupado y sin obligaciones laborales -vive de su mujer-, por la languideciente y cada vez más mortecina Yeonghye, a la que, pese a su pasividad, convence para participar en una obra artística -a caballo de la pintura y la performance- en la que cubrirá el cuerpo desnudo de la chica con una profusión de dibujos de coloridas flores y vistosas plantas que crecen a partir de una mancha de nacimiento que decora una de las nalgas de la mujer, grabando en vídeo el resultado de sus algo excéntricas y voluptuosas iniciativas. La atmósfera ya de por sí extravagante y algo rara, opresiva y durísima de la novela se matiza aquí con un tono refinado y sensual, vagamente onírico, en el que el deseo, la atracción, la carnalidad y, ya se ha dicho, el erotismo y la sexualidad, resultan fuertemente adictivos.
La sección final, Los árboles en llamas, hace avanzar la acción de un modo dramático, desde la perspectiva de Inyhe, la hermana de una protagonista cada vez más alejada de la realidad, confinada en su “verde” delirio, agostándose en un sanatorio psiquiátrico mientras renuncia a la vida humana o incluso meramente animal. Las referencias a ese universo vegetal, muy presentes en el resto de la obra, son ahora constantes.
Pero más allá de esta interpretación “objetiva” y literal, todo apunta a una visión metafórica de su drama. Quizá todo esto no sea más que un sueño, dice al final su hermana, que también le reprocha que se hubiera ido sola al otro lado de los límites tras haber hundido su vida en un lodazal. Y ahí, en este ir “al otro lado de los límites”, es en donde vemos la potencia simbólica de esta terrorífica fábula. La “metamorfosis” de la mujer -la referencia a Kafka es, a mi juicio, muy nítida- constituye un alegato -muy sutil y nada “panfletario”- contra las numerosas formas de violencia que sufren las mujeres -en particular las coreanas- a causa de las rígidas tradiciones y convenciones sociales, de la presión familiar, del abuso físico -tanto el marido como el cuñado consuman sendas violaciones-, de todo lo cual la carne que la chica rehúye opera como símbolo. Por extensión, la novela denuncia la violencia que, en general, padece el ser humano, llegando la autora a citar el horror de Auschwitz y la crueldad nazi entre los referentes intelectuales y morales del libro.
Albert Camus ganó el Nobel en 1957. Yo presente aquí la que quizá es su obra mayor, El extranjero, en las Navidades de 2014, hace ahora casi diez años. Publicado originariamente en 1942, la edición que esta tarde recupero la había presentado Alianza Editorial en 2013, año del centenario del escritor. Se trata de un libro de gran formato con bellísimos dibujos del argentino José Muñoz e impecable traducción de José Ángel Valente.
Pasados ochenta largos años desde su publicación, es bien conocido el asunto que hila la trama de la conocida novela del escritor francés de origen argelino. Su protagonista, Mersault, al que vemos al principio del libro asistir con indiferencia a la muerte de su madre (Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé), lleva una existencia anodina y solitaria en Argel, dejando que el tiempo transcurra entre su rutinario trabajo, su poco acogedora pensión, y esporádicas y no demasiado satisfactorias relaciones con unos pocos amigos y con algunas mujeres. Tras la muerte de su madre, acogida, como digo, con resignada pasividad, un absurdo incidente en el que se ve envuelto sin demasiada convicción lo convierte en despegado y fortuito asesino. Los protocolos de la justicia se sucederán sin piedad y nuestro hombre asistirá, apático y desganado, impasible y desinteresado, impertérrito y aparentemente ajeno al menor sentimiento humano, a la trágica clausura de su vida. A lo largo del texto se suceden las pruebas de la indolencia existencial del joven: El día en que enterré a mamá, estaba muy cansado y tenía sueño; Uno es siempre un poco culpable; Un domingo de menos; Me preguntó si la quería. Le respondí que eso no significaba nada, pero que me parecía que no; Cuando era estudiante, tenía yo muchas ambiciones de ese tipo. Luego, cuando tuve que abandonar los estudios, comprendí muy pronto que todo eso carecía de verdadera importancia; Nunca tengo gran cosa que decir. Entonces me callo; Lo que sentía era cierto aburrimiento; Yo nunca había podido lamentar nada verdaderamente; Era culpable, pagaba, no se me podía pedir más; Nada tenía importancia. Y sobre todo: Había vivido de una manera y hubiera podido vivir de otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho una cosa cuando había hecho otra. ¿Y qué? O aún más explícita, esta manifestación extrema del más descarnado vacío: ¿Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre, qué me importaba su Dios, las vidas que uno escoge, los destinos que uno elige?
El extranjero, como acertadamente señaló Mario Vargas Llosa, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no le engrandece moral o culturalmente; más bien lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. Ese anticipador y nihilista retrato del hombre de nuestro tiempo, de la falta de significado de la existencia en nuestras sociedades tan aparentemente avanzadas, de la fría soledad del ser humano en un universo desprovisto de sentido, convierte a la novela en una verdadera obra maestra.
Una excelencia que se ve realzada por los rotundos dibujos, en un austero blanco y negro, con los que José Muñoz -muy experimentado en la ilustración de textos literarios- acompaña las palabras de Camus. Con referencias iconográficas del cine negro, con un personaje principal para el que adopta el rostro del propio Albert Camus (en una opción de “lectura” de la obra que constituye un gran acierto, a mi juicio), con una ambientación muy apropiada que subraya la arquitectura y el decorado árabe de Argel, con la exageración de los rasgos de los personajes, las ilustraciones, espléndidas, recrean la atmósfera, el insoportable calor, la sensación de tedio, de opresión, de inanidad, de agobiante e irremisible paso del tiempo, trasladándonos la vivencia del sofocante sol del verano argelino como un inexcusable castigo que opera como metáfora de otras dos no menos inevitables y funestas sentencias: la de Mersault a causa de su crimen, y la definitiva condena de todo ser humano ante la fatal experiencia de la muerte.
Mi tercera sugerencia de la presente emisión es más reciente. Se trata de Kazuo Ishiguro, el escritor británico de origen japonés galardonado en 2017 por la Academia sueca; un autor al que se deben un puñado de libros extraordinarios (recuerdo ahora, entre otras, Pálida luz en las colinas, Un artista del mundo flotante o Los restos del día, que yo leí con apasionamiento en los años ochenta, cuando la editorial Anagrama nos descubrió a una deslumbrante muestra de escritores naturales del Reino Unido -o radicados en él- como Julian Barnes, Martin Amis, Hanif Kureishi, Ian McEwan, Stephen Frears y el propio Ishiguro). Después, me interesaron también El gigante enterrado, Clara y el sol y la novela cuya lectura quiero ahora proponeros, Nunca me abandones, una obra, a mi juicio, excepcional, aparecida en 2005 en Anagrama en versión de Jesús Zulaika; ambos, sello editorial y traductor, habituales en la obra de Ishiguro en España.
Nunca me abandones, como ocurrió también con Los restos del día, en la que se basó el film Lo que queda del día, del siempre refinado James Ivory, ha sido objeto de traslación cinematográfica, una muy estimable película -con el mismo título que la novela- conmovedora y emotiva, delicada, sensible, romántica y algo triste, dirigida por Mark Romanek en 2010 con la participación, entre otros solventes intérpretes británicos, de las bellísimas y estupendas actrices Carey Mulligan y Keira Knightley y de la siempre eficaz Charlotte Rampling con una destacada presencia en un papel menor. De manera poco habitual en mi particular experiencia lectora, en esta ocasión yo vi la película antes de la lectura del libro, y fue precisamente el entusiasmo que me suscitó la experiencia cinematográfica lo que me llevó a, acto seguido, devorar la novela en escasos tres días. Una novela que es también formidable y, al igual que el film, elegante, melancólica, intimista, exquisita y repleta de emoción y sensibilidad, de fascinación y encanto.
En la Inglaterra de finales de la década de los noventa un grupo de chicos vive en el internado de Hailsham, un lugar apartado, aislado entre campos neblinosos y húmedos bosques, un espacio cerrado e idílico donde los jóvenes son educados conforme a los parámetros convencionales de una institución de este tipo, con profesores esforzados, acogedoras y bien dotadas bibliotecas y muy cuidadas instalaciones deportivas. Un entorno propicio para el aprendizaje y la formación, para la cultura y la inteligente apertura a la existencia, y en el que descubren la vida, la amistad, el amor y el sexo, entre clases, juegos, prácticas en talleres artísticos y sosegados paseos por los parajes de la zona, que cuenta hasta con un evocador lago. Sin embargo, el mundo de Hailsham encierra, en su apariencia prototípica, algunos atisbos -que la maestría literaria de Ishiguro va presentando de modo alusivo, indirecto, sin apenas énfasis o subrayados- de una realidad extraña y algo misteriosa, que no se ajusta del todo a los modos habituales en los que se desenvuelve nuestra realidad conocida.
Y es que, en efecto -y siento desvelar una de las claves de la obra que, sin embargo, se revela desde el principio en el libro, aunque de esa manera atenuada e imprecisa, insinuada y elíptica propia del poético estilo del autor; interrumpa aquí, no obstante, la lectura quien no quiera conocer este rasgo esencial de la novela-, los chicos son clones, creados, inicialmente, sin otra finalidad que la de abastecer a la ciencia médica. En los primeros tiempos, después de la guerra, eso es lo que erais -dice un personaje- para la mayoría de la gente. Objetos oscuros en tubos de ensayo. Los jóvenes son educados en su retiro campestre ignorantes de su condición y ajenos a su destino, creciendo entre indicios y sospechas, intuiciones y rumores, tenues pistas, meros atisbos y difusas señales que apuntan a su especial naturaleza de seres nacidos para una extinción programada, no sin antes haber donado sus órganos a otros seres humanos (¿otros?, ¿lo son ellos?).
La crítica ha reseñado los vínculos de Nunca me abandones con Blade runner, pero existiendo estos, sin duda, el universo de la novela no tiene nada del abigarrado y opresivo ambiente de la obra maestra cinematográfica. Es cierto que los chicos se interrogan sobre su identidad y su última esencia, como los replicantes del Ridley Scott -no puedo opinar sobre el libro de Philip K. Dick en el que se basó el filme, Sueñan los androides con ovejas eléctricas, que no he leído-, perplejos ante su desconcertante modo de estar en el mundo, confusos, inquietos y temerosos frente a su incierto destino. Pero el entorno físico, por llamarlo así, de la novela de Ishiguro, nos es familiar y reconocible, fácilmente identificable -salvo por algún detalle menor- en los escenarios de nuestro presente, y está muy alejado de la fantasía futurista, anticipatoria y recargada que nos presenta el clásico cinematográfico con sus calles atestadas, con la lluvia permanente, con la oscuridad perpetua, con los vehículos de diseño avanzado, con los edificios imposibles, con la evolucionada tecnología. Aquí, la sugestión del futuro se esboza muy levemente a partir de una “nomenclatura” ambigua e inconcreta, que apunta a otra realidad que no se muestra más que a través de dichas alusiones: Kathy, una de las protagonistas, que narra la historia desde su presente, doce años después de su estancia en Hailsham, es una “cuidadora”, encargada de tutelar a los “donantes” que están a su cargo; el destino de estos es un “posible”, un potencial candidato a los órganos que les serán extraídos a los muchachos; cuando el ciclo de donaciones forzosamente llega a su fin -tras dos, tres o hasta cuatro operaciones, según la fortaleza del joven cedente- el donante “completa” y así acaba su existencia, una dramática y aparentemente aséptica conclusión que sin embargo algunos de ellos -los más trágicamente conscientes de la finitud de su científico y eficiente paso por el mundo- intentan “aplazar”.
Envueltos en esta neblinosa zozobra acerca de su inexorable destino, y llevados de la mano por la maestría del autor, por la belleza de su prosa, por la elegancia de su estilo, por la refinada tristeza de su escritura, los chicos, sobre todo Kathy, Ruth y Tommy, los tres personajes principales, muestran, sensibles e inteligentes, sus almas, sus incertidumbres, sus pesares, sus aspiraciones y sus miedos, sus interrogantes y su desconcierto, sus inquietudes y sus sueños, tan comunes, tan normales, tan vivos, tan humanos como los de cualquiera de nosotros, en una novela intimista y delicadísima, enternecedora y llena de emoción que es, además, una suerte de relato premonitorio de un mundo nuevo, con más recursos y posibilidades, más científico y racional, pero también más duro y más cruel; una novela espléndida que seguro os va a encantar.
La cuarta propuesta de hoy resulta redundante, y acaso por ello banal y estéril, y, en consecuencia, quizá carente de sentido. Porque, ¿hay alguien entre quienes ahora amablemente me escuchan que no haya leído, visto, comentado hasta la saciedad alguna referencia, alguna mención, alguna nota más o menos publicitaria sobre Mario Vargas Llosa? De todos los premiados por los sabios suecos, es, sin duda (debido, claro está, a su cercanía con nosotros -de lengua, de vivencias, de residencia, de nacionalidad compartida, de presencia pública-), el que más repercusión ha suscitado en nuestro país tras su galardón en 2010. Sobra, por tanto, cualquier análisis sobre sus obras maestras, que forman parte ya de la gran historia de la literatura, La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo, a mi juicio las más destacadas de un “repertorio” repleto de títulos memorables. Yo hablé aquí de él en mayo de 2011, a propósito del que entonces era su último título, El sueño del celta, publicado por la editorial Alfaguara, cuando, reciente aún el pronunciamiento de Estocolmo, los medios de comunicación, los periódicos, los suplementos, literarios o no, los dominicales, los telediarios, los programas de libros y hasta los del corazón se hicieron eco de la exuberante edición de la obra del peruano, que alcanzó en poco tiempo, best-seller antes de ver la luz, los cientos de miles de ejemplares vendidos. De modo que, antes de ser leído, “todo el mundo” conocía sus temas principales; estaba familiarizado con la vida y milagros de Roger Casement, el diplomático irlandés de vida legendaria al que Vargas Llosa ha convertido en personaje principal de su novela; había oído hablar del Congo belga y de las atrocidades perpetradas en aquel vasto país por el brutal colonialismo de Leopoldo II; sabía de la existencia de la región del Putumayo en el Amazonas, escenario de los abusos, las violaciones, las inhumanas torturas que llevaban a cabo sobre los indígenas las compañías caucheras; incluso, aunque este tercer eje de la novela no afloró demasiado en las críticas y reseñas publicadas, muchos habían penetrado en las interioridades de los conflictos nacionalistas en la Irlanda de principios del siglo pasado.
El sueño del celta es un libro estimable, como no podía ser menos en un escritor como Mario Vargas Llosa, aunque a mi juicio, algo plano, sin la fuerza, sin la creatividad, sin la innovación, sin el riesgo de las obras referidas, pese a lo cual sigo recomendando su lectura casi quince años después de su aparición. Y ello, además, pese a la constatación de un cierto descuido en la redacción, una aparente dejadez, un cierto desaliño formal que, sobre todo en las cien primeras páginas, resulta a mi juicio, bastante molesto y, en cualquier caso, impropio de un escritor de este calibre. Tengo la impresión, quizá equivocada -¿quién soy yo para objetar la obra de un Premio Nobel de Literatura?-, que la editorial hubiese querido aprovechar en aquel momento el tirón del galardón sueco y hubiera entregado al público con demasiada premura un texto necesitado, probablemente, de un último repaso y de algunos retoques. Por poner algunos ejemplos que corroboren mis palabras, al menos en tres ocasiones, el peruano usa el vocablo ‘polizonte’ para referirse a lo que a todas luces es un polizón. Una consulta apresurada al Diccionario panhispánico de dudas, por comprobar si el error no era tal y sí solo un coloquialismo sudamericano, nos confirma que el término despectivo que en el habla coloquial se usa para referirse a un policía, no debe confundirse -la conminación es del diccionario- con polizón, viajero clandestino de un barco o un avión, que es el sentido que Vargas Llosa quiere darle en las tres ocasiones detectadas. Pero hay más, hay, siempre en mi modesta apreciación, comas mal puestas, concordancias erróneas, incluso anacolutos y frases sin sentido. Como este texto de la página 35: Entonces, tuvo el primer ataque de malaria. Nada comparado a lo que fue el segundo y, sobre todo, tres años después -1887- y, sobre todo, ese tercero de 1902. También se usa algunas veces el término ‘material’ para referirse a un conjunto de documentos que sirven de base a un trabajo intelectual, acepción admitida por la Academia, pero a mi inseguro juicio, de uso bastante improbable con ese sentido en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX, contexto en el que aparece en la novela. En fin, nada demasiado serio, nada siquiera sospechoso de ligereza en un escritor de la talla del peruano; sí, por el contrario, una práctica imperdonable en una editorial que dice defender la calidad y aun la excelencia literarias.
Por lo demás, el libro es formidable, o más exactamente -y espero que no apreciéis hoy en mí una excesiva meticulosidad desmitificadora de la enorme figura de Vargas Llosa- lo que resulta formidable y apasionante es la vida de este Roger Casement, que el escritor aprovecha para construir su obra. Amante desde niño de la aventura; viajero en el Congo y en la Amazonía; apasionado defensor de la noble causa de la liberación de los africanos y los indígenas de la asesina e inmoral codicia del colonialismo; redactor de sendos informes sobre ambas regiones en los que de manera valiente denunciaba las atrocidades contempladas en sus viajes; diplomático por todo el mundo y Sir en su controvertida Inglaterra; patriota irlandés en lucha contra la sin embargo, pese a la admiración, opresora Gran Bretaña, hasta el punto de pactar con la Alemania enemiga, en plena primera guerra mundial, con tal de favorecer las ansias de independencia de su Eire mítico; redactor de unos diarios en parte inventados -esa es la tesis de Vargas Llosa- en los que aflora su condición de oscuro homosexual, reprimido y torturado; probablemente pederasta, con infinidad de escarceos y escabrosas aventuras sexuales en urinarios y baños públicos, con marineros y soldados, con curtidos prostitutos y con bellos jóvenes en sus viajes; Casement era, sobre todo, o así aparece en la novela, gracias a la maestría del autor, un ser humano contradictorio y complejo, riguroso y excesivo, irreprochablemente ético en su trato con la inhumanidad en África y Sudamérica, pero profundamente inmoral en sus opciones privadas y políticas, un héroe ejemplar y un traidor despreciable, manifestación modélica del ciudadano armado de coraje intelectual y cívico, pero a la vez condenado a muerte, y finalmente ejecutado, por sus torpes y despreciables maniobras durante la guerra, profundamente lúcido en su denuncia de los excesos coloniales, pero insensato hasta el delirio en obsesión irlandesa.
La polémica ha acompañado en los últimos meses a mi última invitada, la canadiense Alice Munro. Ganadora del Nobel en 2013, fallecida en mayo de este año, la casi unánime valoración de su sobresaliente trayectoria literaria, el general reconocimiento de su figura, la estimación y la influencia que su obra ha tenido en el ámbito literario y el cinematográfico, la muy apreciable repercusión comercial de sus libros en nuestro país, se han visto empañados tras su muerte a causa de las revelaciones que su hija menor, Andrea Robin Skinner, hizo en un artículo publicado en el diario canadiense The Toronto Star el pasado julio. En él, Skinner desvelaba los reiterados abusos sexuales perpetrados por Gerald Fremlin, su padrastro, el segundo marido de la escritora, desde el verano de 1976, cuando ella tenía 9 años y él más de 50. En 2005 Andrea había denunciado a su abusador ante un juzgado, que lo declaró culpable, aceptando Fremlin un acuerdo en el que reconocía la acusación de abusos y la condena a una sentencia de dos años de prisión provisional y una orden de alejamiento de menores de catorce años. Munro, conoció -obviamente- los hechos, al menos desde la interposición de la denuncia, y, sin embargo, se enfrentó a su hija, con la que rompió relaciones, apoyó a su marido, evitó la repercusión pública de lo sucedido y permaneció al lado de su esposo hasta la muerte de éste en 2013, el mismo año en que Alice obtuvo el Nobel; todo ello aun sabiendo que Fremlin había mantenido otros contactos “amistosos” con menores. Además, en la completa biografía de la escritora, escrita por Robert Thacker en noviembre de 2005, se omitió cualquier referencia, incluso en reediciones posteriores, a estos sucesos y al posterior periplo judicial. Estas circunstancias, que han aflorado ahora de manera abrupta y sobrecogedora, han estremecido a la opinión pública y han abierto un intenso debate, con abundancia de artículos periodísticos e intervenciones en prensa de numerosos pensadores, intelectuales y escritores -sobre todo mujeres-, acerca del siempre espinoso asunto de la relación entre el autor y su obra, en particular sobre el dilema excelencia artística/indecencia moral. Una controversia que se agudiza en este caso por el hecho de que Munro fue una escritora que se caracteriza, como luego veremos, por su sensible, aguda y acertada visión del universo femenino.
Yo traje a Alice Munro a Todos los libros un libro en abril de 2011 para presentar uno de sus últimos libros aparecidos en España en aquellos días, La vista desde Castle Rock que, traducido por Isabel Ferrer y Carlos Milla, publicó la editorial RBA. Siendo Munro, fundamentalmente, una magistral escritora de cuentos, en mi reseña de entonces recomendaba algunas de sus mejores colecciones de relatos: Escapada; Secretos a voces; El amor de una mujer generosa; Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio; Demasiada felicidad, entre otros muchos. En ellos escuchamos siempre la voz de unos personajes, a menudo mujeres, aparentemente convencionales, sencillos en su normalidad, pero dotados de una profundidad, de una complejidad, que la escritora canadiense refleja con mano maestra. En nuestro país concitó el temprano interés de autores como Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Vicente Molina Foix y otros conocidos e influyentes escritores, que se ocuparon de su obra, recomendándola desde diferentes tribunas literarias. Javier Marías, incluso, la promovió para un premio de su singular Reino de Redonda, al que la canadiense pertenecía con todos los honores desde 2005 con el sugestivo título de Duquesa de Ontario. Ontario es el territorio en el que se desarrolla la mayor parte de la obra de Alice Munro y en su obra aparece como un espacio casi mítico, equivalente al Yoknapatawpha de Faulkner, al Santa María de Onetti o al Macondo de García Márquez, por citar solo tres de los más conocidos paisajes inventados por la literatura. También Pedro Almodóvar es un devoto de Munro. En La piel que habito, el personaje que interpretaba Elena Anaya aparecía en una escena con Escapada en sus manos. Y en Julieta adaptó tres de los relatos de ese libro.
Este La vista desde Castle Rock es una obra especial dentro de la literatura de Alice Munro, pese a que, en su peculiaridad, conserva la mayor parte de los rasgos que definen su narrativa. Es especial porque se trata de una colección de relatos con una componente profundamente autobiográfica, algo no habitual en el resto de la obra de la autora canadiense. A través de una serie de cuentos con personajes diversos, pero unidos por un evidente hilo conductor, Alice Munro rastrea los orígenes de su familia, los Laidlaw, desde su vida en Escocia, en el valle de Ettrick, a finales del siglo XVIII, hasta la Canadá actual. A partir de la documentación manejada, en el caso de las generaciones pretéritas de la familia, y de su propia experiencia y sus recuerdos y una memoria prodigiosa que ella misma reconoce, para fundamentar las vivencias más recientes, la autora construye una formidable sinfonía de historias en las que, mezclando realidad y ficción, historia e invención, la verdad de la vida y la verdad, quizá mayor, de la literatura, se nos ofrecen algunos momentos de las existencias de unos seres nada excepcionales, ni modélicos, ni arquetípicos, sino personas normales, aunque mostrados, gracias a la pericia de la escritora, en sus emociones más auténticas, en sus sentimientos más íntimos, en sus preocupaciones más genuinas.
Y es en esa presentación de los resquicios más profundos del alma común en donde afloran las características más destacadas de la obra cuentística de Alice Munro, habituales en la mayor parte de sus relatos y presentes también en este La vista desde Castle Rock. Veo la vida como piezas separadas que no acaban de encajar entre sí, declaró en alguna entrevista la escritora. Y esto es lo que leemos en sus cuentos: fragmentos de vidas, episodios aislados, momentos aparentemente anodinos en la existencia de sus personajes, situaciones que se muestran de un modo inconexo, con saltos en el tiempo, con vacíos, con elipsis que el lector debe rellenar… pero es en lo no dicho, en lo sólo sugerido, en el retazo de una personalidad que se esboza, en el sentimiento que de manera sutil se apunta, en la pincelada ligera, en el leve trazo con los que una emoción tan sólo se insinúa, es en todos esos pequeños detalles que configuran su estilo en donde reside la maestría de Alice Munro, porque es a través de esas tenues manifestaciones, a través de la sugestión de los silencios, de los finales inconclusos, como conocemos la verdad de sus personajes, sobre todo de sus mujeres, a las que de manera tan formidable retrata.
Y a propósito de personajes de poderosa construcción no me resisto a transcribiros para terminar unas bellísimas palabras (especialmente reveladoras tras la polémica), extraídas de un artículo de 2005 escrito por Antonio Muñoz Molina en El País y que nos hablan de las mujeres de Alice Munro, unas mujeres que, según el académico andaluz, huyen de pronto, desertan, se entregan a aventuras eróticas que saben insensatas pero a las que no quieren renunciar, abandonan a sus familias y renuncian a la respetabilidad social y a la solidez económica para instalarse en ciudades lejanas, en baratos apartamentos alquilados. Obtienen trabajos mediocres, escriben cartas, resisten a cuerpo limpio el cerco de la soledad y el desasosiego de la culpa. No son víctimas del abuso físico, cargadas de razones, o mujeres de una altura intelectual o de romanticismo que sus romos maridos no aceptan ni entienden. No son exactamente buenas, ni positivas, a la manera de esas heroínas como de realismo socialista soviético que abundan en la literatura considerada canónicamente de mujeres. Sus maridos las aman y les tienen respeto, pero ellas no están interesadas en el respeto ni en el amor de sus maridos, y les son infieles con mala conciencia, pero también con perfecta convicción, con una distancia fría que es la misma que a veces dedican a sus hijos. Cuidan a esposos o a padres enfermos, cumpliendo antiguas deudas de ternura, y a la vez sienten la molestia inmensa de esa obligación, y desearían salir huyendo de ella.
Con esta evocación del universo femenino de Alice Munro y con el recordatorio de los nombres de Han Kang, Albert Camus, Kazuo Ishiguro y Mario Vargas Llosa, cierro por hoy esta primera entrega de la serie de tres que Todos los libros un libro está dedicando a algunos Premios Nobel que han aparecido en la ya muy larga historia de nuestras emisiones. Os dejo ahora, como acompañamiento musical a mi reseña, Never let me go, un tema esencial -por su atmósfera, por su letra, por su simbolismo- en Nunca me abandones. En el libro, la pieza forma parte de Canciones para después del crepúsculo, un álbum interpretado por una supuesta Judy Bridgewater -ambos, disco y tema, invenciones del autor-, al que -en la banda sonora de la película- da voz “real” Jane Monheit.
Videoconferencia
Premios Nobel (I)
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