Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de febrero de 2025

ROBERT SEETHALER. EL CAMPO 

Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura, elegida siempre con criterios de calidad y confiando en que pueda interesaros. Hoy os traigo la última obra publicada en España de un escritor austríaco, Robert Seethaler, de cuyos dos anteriores libros traducidos a nuestro idioma ya había dado cuenta aquí hace siete años en unas reseñas que ahora, antes de mis comentarios sobre su más reciente novedad editorial, voy a recuperar. 

Vayamos, de entrada, con las referencias de los libros y con alguna breve información sobre su autor. El Campo es una novela de 2018 que la editorial responsable de la aparición de Seethaler en nuestro país, Salamandra, nos ofreció hace unos meses, en septiembre de 2024. Antes, en 2014, el austríaco había publicado Toda una vida, que llegó a nuestro mercado editorial en 2017, también en Salamandra. De 2012 es El vendedor de tabaco, que aquí pudimos leer en 2018 en el mismo sello y con la misma traductora, Ana Guelbenzu, que las dos anteriores. Las tres son espléndidas y desde aquí recomiendo de manera entusiasta su lectura. 

Robert Seethaler, nacido en Viena en 1966 es un muy leído y muy premiado escritor, con una igualmente exitosa carrera como guionista y, sobre todo, actor de teatro, cine y televisión en su país (con una aparición, fuera de él, en La juventud, la controvertida película de Paolo Sorrentino, hoy en el primer plano mediático por su reciente e igualmente discutida Parthenope). Toda una vida y El Campo han obtenido múltiples distinciones literarias, convirtiéndose en fenómenos editoriales en Alemania (Seethaler vive entre Viena y Berlín) y siendo traducidos a más de cuarenta idiomas. Seethaler ha escrito dos novelas más con posterioridad a El Campo, aún sin versión española. Confiemos en que pronto vean la luz entre nosotros. 

Mi primera sugerencia de esta tarde, un muy breve apunte, es El vendedor de tabaco. Ambientada en la Viena de finales de los años 30, con la anexión de Austria por las tropas del Tercer Reich como telón de fondo, la novela, muy tierna y emotiva, conmovedora y algo triste, sigue al joven Franz Huchel en su paso de la adolescencia a la edad adulta, en los días en que, llegado a la capital desde su pueblo, entrará a trabajar en un estanco, dejando atrás a su madre y sus días de infancia y abriéndose a las intensas aunque desoladoras experiencias del primer amor, del sexo incipiente y, sobre todo, del dolor y de la pérdida, del sufrimiento y de la muerte, ejemplificadas en las primeras manifestaciones de la persecución nazi a los judíos. En uno de los aspectos más singulares del libro, Franz se hará amigo de un anciano Sigmund Freud, en el que buscará inútilmente la respuesta a los grandes interrogantes vitales que empiezan a salir a su encuentro en su perpleja y forzada iniciación a la madurez. Una novela bellísima (que ha sido trasladada al cine en 2018, en una película del mismo título dirigida por Nikolaus Leytner), que quizá no sea la primera elección como puerta de entrada a la obra de su autor pero que sí constituye un muy estimable complemento a sus otros dos libros. 

Uno de ellos, Toda una vida, que fue finalista del Man Booker en 2017, es una novela formidable. La historia que se nos narra en ella se corresponde con lo muy descriptivo de su título. Seethaler nos cuenta en apenas ciento treinta páginas (los tres títulos que esta tarde os comento coinciden en la brevedad de su extensión), con prosa aparentemente sencilla, de modo muy austero y despojado aunque rezumando sensibilidad, la vida entera de su protagonista, desde que nace muy a finales del siglo XIX hasta su muerte casi ochenta años después. Con una estructura en cierto modo circular que mantiene, en lo principal, un desarrollo cronológico lineal pero con abundantes elipsis e incorporando numerosas vueltas atrás y adelante en el tiempo, su relato nos permite conocer los principales “acontecimientos” de una vida corriente, del paso por la existencia de un hombre común y sin especial relevancia como, casi sin excepción, en última instancia lo somos todos. Ese hecho, el reflejar en la peripecia vital de su protagonista lo esencial de la condición humana, más allá de las circunstancias concretas que a cada uno nos haya tocado vivir, es una de las muchas cualidades de una novela por muchos otros motivos extraordinaria. 

Andreas Egger nace en 1898. Siendo apenas un chiquillo, un día del verano de 1902 lo bajaron del carro de caballos que lo había llevado al pueblo desde una ciudad al otro lado de las montañas. Egger pasará prácticamente toda su vida en ese pueblo, una aldea perdida en los Alpes, sin más horizonte que las enormes montañas cubiertas de nieve la mayor parte del año. El pequeño Andreas vivirá en la casa del granjero Kranzstocker, que con su severa -casi fanática- concepción religiosa del mundo se ha visto “obligado” a acogerlo en tanto hijo de una de sus cuñadas, fallecida como consecuencia de lo que para su estricta visión del mundo fue una vida “disipada”. Destinado desde muy niño a las ingratas -y a esas edades, brutales- tareas del campo, uncido a un yugo para bueyes, con la vista permanentemente clavada en el suelo, trabajará para el granjero entre palizas constantes que corrigen el menor error, propinadas con una dura vara de madera de avellano. Uno de esos salvajes castigos le provocará una cojera que le acompañará toda su vida. 

Desde esos recuerdos iniciales, y tras pocos años de colegio, su juventud y su vida adulta se desarrollan en ese desolado, gélido y sin embargo bellísimo entorno. Familiarizado con sus cumbres y sus valles, trabajará en la construcción de los numerosos teleféricos que la Compañía Bittermann e Hijos instalará en la región, talará árboles y ayudará a levantar enormes pilares de acero, cavará fosas y perforará las rocas para la instalación de explosivos, casi siempre solitario en riscos a miles de metros de altitud. Se enamorará de Marie y será correspondido. A finales de 1942 será llamado a filas, tras haberse presentado voluntario y descartado por su minusvalía cuatro años antes. Destinado al frente oriental del ejército nazi, pasará ocho años en Rusia, la mayor parte de ellos recluido en un campamento soviético de prisioneros de guerra en Voroshilovgrado, al norte del mar Negro. Volverá al pueblo y tras la quiebra de la Compañía e imposibilitado, pues, de reincorporarse a sus tareas habituales en ella, se reconvertirá en guía de turismo para acompañar por la zona a las multitudes de visitantes que el progreso ha llevado a la región. Debiendo abandonar incluso, a causa de los estragos de la edad, esa labor de orientación a excursionistas, morirá en su pueblo, en el mísero caserón al que se había retirado en soledad en los últimos años de su vida. 


Sin entrar en más detalles que desvelarían aspectos relevantes de la “trama” -si podemos llamarla así- de la novela y que deben conocerse, creo, a medida que se avance en su lectura, así puede sintetizarse la ordinaria y hasta cierto punto anodina existencia de nuestro protagonista, un resumen que la voz en tercera persona que oímos en el libro proporciona también, casi a su término, de un modo poético y muy bello que no me resisto a transcribir a pesar de la extensión de la cita: Egger tenía setenta y nueve años. Había aguantado más de lo que creía posible, y podía estar satisfecho en términos generales. Había sobrevivido a su infancia, a la guerra y a un alud. Nunca había estado demasiado ajado para trabajar, había abierto una cantidad incalculable de agujeros en la roca y probablemente había talado árboles suficientes para alimentar durante un invierno las estufas de una ciudad pequeña. Su vida había pendido de un hilo entre el cielo y la tierra, y durante los últimos años como guía turístico había aprendido más de las personas de lo que podía abarcar. Que él supiera, no cargaba con ninguna culpa digna de mención, y no había caído en las tentaciones del mundo: las borracheras, la prostitución o la gula. Había construido una casa, había dormido en infinidad de camas, establos, rampas de carga y unas cuantas noches incluso en una caja de madera rusa. Había amado. Y se había hecho una idea de hasta dónde podía llevar el amor. Había visto a dos hombres caminar por la Luna. Nunca se había visto en el apuro de creer en Dios y la muerte no le daba miedo. No recordaba de dónde era, y últimamente no sabía a dónde iba. Pero podía mirar atrás en el tiempo, a su vida, sin lamentos, con una media sonrisa y un gran asombro. Toda una vida, simple y sin una significación especial, como se ve, condensada con emoción y belleza en veinte escasas líneas. Pero, como sucede muy a menudo en las grandes novelas y tantas veces se ha repetido aquí, la breve descripción de un argumento no permite trasladar ni una pálida muestra de lo que la obra encierra. Quiero resaltar ahora, de modo sucinto, algunos de los temas más importantes que desde mi punto de vista afloran en el libro y que lo hacen muy estimable y altamente interesante. 

En primer lugar, Toda una vida es una reivindicación de la naturaleza (aunque el propio autor niega esa condición “combativa”, al afirmar en distintas entrevistas que he podido leerle que no sostiene ninguna tesis y sólo expone hechos, sólo cuenta una historia para que el lector, si quiere, saque conclusiones), una naturaleza que se nos muestra en su doble consideración, como acogedor refugio y como oscura amenaza. Los parajes alpinos que constituyen el escenario por el que transcurre la biografía de Andreas son una presencia primordial, intensa y sobrecogedora, representando una suerte de pureza original que conecta con lo más auténtico y genuino del ser humano. La inmensidad de los valles, las cumbres nevadas, las verticales paredes de roca helada, la aridez de la tierra, el suelo endurecido por el hielo, los riachuelos congelados, la nieve incesante y espesa, el frío atroz que definen el rudo panorama invernal; los primeros balbuceantes y quizá sólo intuidos brotes de vida bajo el hielo, los picos de las crías de golondrina asomando en sus nidos bajo los canalones de los aleros, la nieve derritiéndose en primavera; y poco después, en verano, el aire cristalino, el cielo azulísimo o estrellado, el sol refulgente y cálido, los henales mullidos, los prados roturados, los frondosos bosques, las flores explotando entre los tocones de los árboles talados o arrancados por los aludes, la calidad del aire, transparente y límpido, terso y sin mancha, en definitiva, toda esa naturaleza, extrema y áspera, simultáneamente inclemente y benéfica, puntea las vivencias de Andreas y alcanza la dimensión de personaje sustancial en la novela encerrando -transmitiendo- una verdad elemental e irrefutable. 

En ese contexto de primaria y terrible y atrayente inocencia del paisaje -y casi, podría decirse, del cosmos- asoma la colosal figura de Andreas Egger, con su austeridad, con su silencio, con su soledad, con su sencillez, con su lentitud, con su aceptación -conformista o estoica- de lo que la vida -la dura vida- le depara, con su nobleza, también con su perplejidad, con su desconcierto, con su melancolía, con su -infrecuente- iracundia. Andreas pasa por el mundo humildemente, sin exigencias, sin reclamar nada a nadie. Las desgracias, las calamidades, los motivos para la queja, para el desánimo o la protesta, para el descontento o la desesperación, se multiplican: la infancia sufriente, su discapacidad, la precariedad de sus hábitos cotidianos, la insoportable “aventura” rusa, la inconcebible pérdida del amor, lo limitado de sus horizontes, lo restringido de sus experiencias, son vividos por él con una aquiescencia, una conformidad, una imperturbabilidad propia del santo Job (alusión que he visto reflejada en alguna crítica al libro). Su actitud resignada ante los golpes de la vida encierra tanto una sabiduría primitiva y noble que le lleva a reconocer la insignificancia del hombre ante los implacables designios del destino (había tenido un amor y lo había perdido, resume, sin más énfasis ni especiales preocupación o lamento) como una suerte de conformismo ignorante, una renuncia acrítica a cuestionar su lugar en el mundo, una dejación en la que encajaría el hecho de su postulación como voluntario para integrar el ejército de la Wehrmatch en la segunda guerra mundial, ajeno a lo que sucede en su país, ajeno a las consecuencias de sus actos, ajeno, pues, a ese mundo que no entiende. 

Otro tanto ocurre (¿profundo conocimiento atávico o negligente inconsciencia?) en relación con su trabajo desbrozando el monte para allanar el camino a los teleféricos y con ellos a las grandes empresas encargadas de su construcción y también, en consecuencia, a las hordas de turistas y visitantes que invadirán y desnaturalizarán el privilegiado entorno cambiando la apariencia del valle. Aceptando sin rechistar las órdenes de los responsables de la Compañía, y sin vislumbrar las consecuencias de su entrega incondicional, llega a concebirse, incluso, como partícipe de un proyecto mayor, de esa máquina gigantesca que llamaban progreso: Una extraña sensación de plenitud y orgullo henchía su corazón. Se sentía parte de algo grande, algo que superaba con creces sus propias capacidades (incluida su imaginación) y que, a su entender, llevaría el progreso no sólo al valle, sino en cierto modo a la humanidad entera

Esa inocencia primaria aflora en muchas otras ocasiones de su vida, pudiendo “leerse” como insondable sensatez casi ancestral, como hondo conocimiento de la existencia, como voluntad consciente de recluirse en unos hábitos y un modo de vida genuino y puro o como meros desconcierto y perplejidad ante lo absurdo de un universo que sus limitadas vivencias no le permiten comprender. En general el tiempo lo desconcertaba, dice. El pasado serpenteaba en todas direcciones, y en la memoria las historias se sucedían desordenadas y formaban imágenes y se compensaban siempre renovadas de un modo peculiar. Andreas no puede entender lo poco que entrevé de ese mundo que le resulta ancho y ajeno, como le ocurre con la literatura (escucha la historia que le lee Marie, entresacada de un cuaderno de lectura -único “libro” de su vida- que había encontrado en la taberna en que aquella trabajaba, con una mezcla de repugnancia y fascinación) o el cine (la aparición de Grace Kelly en el televisor de la posada lo hace temblar de emoción: Egger se estremeció al pensar que esa melena y ese cuello no fueran una invención, sino que en algún lugar de este mundo tal vez había alguien que lo había rozado con los dedos o quizá incluso lo había acariciado con la mano entera). En general, los cambios en las formas de vida lo confunden y ofuscan -como a todos los ancianos, de ahí ese valor universal del libro al que ya me he referido, más allá de la peripecia concreta de su protagonista- (Llevaba tanto tiempo en este mundo que lo había visto transformarse, y cada año parecía moverse más deprisa; se sentía como un vestigio de una época perdida tiempo atrás, una hierba espinosa que se estiraba desesperadamente hacia el sol) y, en particular, lo solivianta la arrogancia de los turistas -lo irritaban esas gentes- que pretenden explicar al tosco e ignorante guía cómo funciona el mundo tras pisar la montaña por primera vez en sus excursiones de fin de semana, sin saber que son ellos los perdidos: Por lo visto, las personas buscaban en la montaña algo que creían haber perdido mucho tiempo antes. Nunca averiguaba de qué se trataba exactamente, pero con los años cada vez estaba más convencido de que en fondo los turistas no caminaban tras él, sino en pos de un anhelo desconocido e insaciable. El libro admite así otra lectura como metáfora del conflicto entre naturaleza y cultura, entre una suerte de utopía adanista y el inexorable y destructor progreso (aunque la primera, en su descarnada elementalidad, puede encerrar mucha barbarie y el segundo, muchas veces, puede ser -es- fecundo y creativo y emancipador y vital). 

Pero, más allá de sus contradicciones o de las dudas que pueda suscitarnos su proceder -nos parezca sereno y lúcido o tibio e indiferente-, es la personalidad de Andreas, en lo que tiene de genuinamente elemental -usado el término sin sus posibles connotaciones negativas- lo que más atrae al lector de Toda una vida, dando pie a la dimensión de la novela que deja una huella más profunda en él. Así, resultan muy sugestivos su soledad; casi su reclusión (A veces se sentía solo ahí arriba, pero no consideraba su soledad un defecto. No tenía a nadie, pero tenía todo lo que necesitaba y con eso le bastaba); su consiguiente silencio -horas, días, años sin apenas hablar con nadie-, acorde con la inmensidad que le rodea (Como no tenía con quien hablar, conversaba solo o con los objetos que lo rodeaban) y con un temperamento sosegado y discreto (Quien abre la boca, cierra las orejas, comenta, pues prefiere escuchar a hablar); la morosidad con la que encara sus acciones; la lentitud (Pensaba despacio, hablaba despacio, caminaba despacio, pero cada pensamiento, cada palabra y cada paso dejaban un rastro justo donde, a su juicio, debían dejarlo); y en definitiva, la sencillez de su existencia, que nos enseña que cualquier vida es plena, que no es necesaria la banal y consumista acumulación de grandes acontecimientos, ni las experiencias insólitas o las vivencias inusitadas, ni los viajes, ni los libros, ni los miles de contactos, ni el acopio de posesiones, ni la aceleración o las prisas, ni las novedades o el ansia de aventuras, que para todos el proceso vital es idéntico -se nace, transcurre un tiempo y llega la muerte, la Dama Fría, y dejamos de existir- y que no importa tanto la cantidad de los momentos “almacenados” sino, fundamentalmente, su calidad, nuestro modo de vivirlos, de sentirlos, de pensarlos, también de recordarlos, de, en realidad, “conocerlos”. 

La novela resulta así, por fin, extraordinariamente triste y melancólica, desesperanzada incluso. La vida pasa, nacemos y morimos. En el medio, si hay suerte, surgen el amor, algunas ilusiones, ciertas expectativas; pero las expectativas se truncan, las ilusiones se apagan, el amor acaba. Egger sintió que la tristeza se apoderaba de su corazón. Pensó que podría haber hecho más en su vida, probablemente mucho más de lo que imaginaba. Una percepción que todos hemos experimentado en nuestras vidas, lo que demuestra, una vez más, el hondo alcance -su capacidad para tocar los aspectos más íntimos y verdaderos de nuestras almas- de esta novela de Robert Seethaler que esta tarde he querido recuperar aquí con entusiasmo y pasión por su inmensa belleza. 

El Campo, siendo también una novela sobresaliente, no alcanza, sin embargo, salvo algunas -bastantes- páginas memorables, las altas cotas de su publicación anterior, pese a que las numerosas historias -solo en apariencia autónomas- que Seethaler engarza en el libro despiertan en infinidad de ocasiones la emoción, la sensibilidad, la ternura, la pasión, la nostalgia, el entusiasmo, el sentimiento, la tristeza, el reconocimiento, la identificación y la melancolía del lector. La novela -¿lo es?- se abre con la visita de un personaje anónimo -solo en las últimas páginas conoceremos su nombre: Harry Stevens- al cementerio de Paulstadt, una pequeña ciudad -que se cruza de norte a sur en veinticinco minutos a pie, y de oeste a este en ni siquiera veinte minutos-, inventada por el autor y situada probablemente en Austria o Alemania. El anciano -pues, en efecto, estamos ante un hombre muy mayor- pasa sus jornadas en la parte más antigua del cementerio (Muchos la llamaban simplemente «el Campo»; de ahí el título del libro), en donde, si hace buen tiempo, y entre la alta hierba, el zumbido de los insectos, el canto de los mirlos, el olor a tierra húmeda y a flores de saúco, se pasea entre las tumbas, contemplando las lápidas -cuyas leyendas no puede descifrar por la deteriorada visión que conlleva su edad-, para acabar sentándose, bajo un abedul que había crecido torcido (un doble motivo -los árboles y el retorcimiento- que se repetirá a lo largo del libro, en una parece que posible clave metafórica de la obra, como en este fragmento explícito del primero de los relatos en que consiste la novela: ¿Te acuerdas? Yo era nueva en el colegio, y ya el primer día me preguntaste en la sala de profesores qué me pasaba en la mano. Es deforme, no se puede hacer nada, repuse. La cogiste y la miraste, luego me señalaste la ventana. «¿Ves ese árbol de ahí? No tiene las ramas deformes, sólo torcidas porque han crecido orientadas al sol»), en un banco de madera que, por su cotidiana frecuentación, considera “suyo” y al que saluda y habla como si se tratara de un interlocutor humano. Aposentado en el banco, casi siempre solo (nadie visita el cementerio, el último entierro había tenido lugar meses atrás), muy raramente interrumpido por la fugaz aparición de algún ayudante del enterrador o un visitante extraviado, deja vagar sus pensamientos evocando a sus conciudadanos difuntos, intentando visualizar sus rostros ya perdidos en su memoria difusa, formando con dificultad imágenes de sus recuerdos, reviviendo vagamente escenas de sus encuentros con muchos de ellos, riéndose en voz baja o dejando que las lágrimas corran por sus mejillas cuando la remembranza de las vivencias pasadas provoca esos leves estallidos de emotividad. 

Pero la presencia de los fallecidos no se limita a la mera rememoración teñida de añoranza. El anciano está convencido de que oye hablar a los muertos (percibía sus voces con la misma claridad que el gorjeo de los pájaros y el zumbido de los insectos. A veces hasta imaginaba que distinguía palabras o fragmentos de frases entre el enjambre de voces, pero por mucho que aguzara el oído nunca conseguía dotarlos de sentido). Se pregunta entonces cómo sería si cada una de esas voces tuviera una nueva oportunidad de hacerse oír. Imagina que, en ese caso, hablarían de la vida, de sus propias existencias ya conclusas. O quizá no, quizá los muertos no tienen ningún interés en lo que han dejado atrás, quizá -de poder hablar, de saber que son escuchados- contarían sus experiencias del “otro lado”. Fantasea, divaga con nostalgia en torno a esas ideas, en el fondo disparatadas, se recrea en ellas y, a la vez, las rechaza por sensibleras y ridículas, sospecha que los muertos, igual que los vivos, sólo decían banalidades, tonterías y fanfarronadas. Que se quejaban e idealizaban los recuerdos. Que daban la lata, ponían el grito en el cielo, difamaban y, naturalmente, hablaban de sus enfermedades. Tal vez sólo hablarían de sus dolencias, de su larga enfermedad y su muerte

Cada día, cuando el sol se pone tras los muros del camposanto, el hombre deja el banco bajo el abedul torcido y abandona el cementerio. Atraviesa la Marktstrasse en la que los comerciantes, con la jornada terminada, vuelven a colocar el género en el interior de sus tiendas. Entre el ruido de las persianas de los negocios cerrándose y los gritos de fruteros y verduleros que vocean sus últimas existencias, el anciano se encamina a su casa, respondiendo a los saludos de unos y otros (sin reconocerlos por su falta de vista), deteniéndose ante los escaparates, demorando el momento de adentrarse en su desolado encierro de viejo solitario (Le horrorizaba la idea de pasar la tarde sentado junto a la ventana mirando a la calle), intentando vanamente atrapar el tiempo que huye: había tenido una intuición en relación con su vida: de joven quería pasar el tiempo, más tarde quería pararlo, y ahora que era viejo no quería otra cosa que recuperarlo. El frío del día que declina lo hace irse por fin a casa. Se pondrá ropa cómoda, se tomará un trago, se sentará en la mesa de la cocina de espaldas a esa ventana que muestra una realidad para él ya casi inalcanzable: ésa era la única manera de acabar de perfilar un pensamiento, de espaldas al mundo, en paz y sin distracciones

Tras este melancólico y bellísimo comienzo, en un capítulo preliminar de título evidente, Las voces, el libro nos ofrece veintinueve historias de otros tantos habitantes de El Campo narradas en primera persona por cada uno de ellos, en lo que parece ser la transcripción que hace el anciano de las voces de sus antepasados. Hablan, pues, los difuntos, ciudadanos normales de Paulstadt, comerciantes, obreros, empleados de las tiendas, un sacerdote, el dueño de un taller de coches, una madre, un frutero, una florista, el alcalde, un empleado de seguros, la estanquera, el cartero, un maestro, una refugiada, un funcionario de impuestos, un granjero, la propietaria de una modesta zapatería, un periodista y editor, algunos niños. Maridos, mujeres, padres, madres, hijos, abuelos, amigos, amantes. Gentes del común, en general humildes, que han pasado por la existencia sin excesivas pretensiones, que relatan -en estilos, con enfoques y mediante técnicas literarias diversas-, episodios de sus vidas y, a través de ellos, narrados con serenidad y sin especiales énfasis (todos han muerto, ya nada puede afectarles), sus padecimientos, sus anhelos, sus esperanzas, sus frustraciones, su odio y su rencor, su soledad, sus ambiciones, sus deseos ocultos, sus fracasos, sus momentos felices, sus ilusiones, sus recuerdos, sus balances, sus confesiones, sus experiencias, sus decepciones y sus certezas, sus amores, sus deberes, sus miedos, sus vivencias, sus errores, sus arrepentimientos, sus quejas, sus reservas, sus éxtasis. 

Estamos, pues, como ha señalado alguna crítica, ante un caleidoscopio de los muertos, que comparecen a través de historias casuales, conmovedoras, dramáticas y extrañas, contadas con cercanía y sensibilidad. Y el libro es, a la vez, un repertorio de vidas humanas, cada una completamente diferente a las otras, aunque con sutiles conexiones entre ellas, de tal manera que su conjunción acaba por configurar la novela de un pequeño pueblo. Esta imbricación entre vida y muerte vincula el libro con dos referencias evidentes. La primera de ellas es -se intuye desde el primer momento, más allá de la mención expresa que se recoge en la cita inicial- la Antología de Spoon River, la obra maestra de Edgar Lee Masters, que yo presenté aquí hace algunos años y en la que también se da voz a los pobladores de un cementerio, The Hill, La Colina, en el que reposan los difuntos de la pequeña ciudad bañada por el río Spoon (hay una muy reciente y espléndida edición en nuestro país, a cargo de Eduardo Moga, presentada por Galaxia Gutemberg). He aquí la cita que abre El Campo: Y vosotros que merodeáis por estas tumbas pensáis que conocéis la vida. Además, el lector, mientras avanza en el texto tiene siempre presente otro título soberbio, Lincoln en el Bardo, de George Saunders, al que también dediqué una reseña pasada en Todos los libros un libro y en el que los protagonistas de la novela son los enterrados en el cementerio de Oak Hill. Aprovecho, pues, mi comentario de hoy para volver a recomendar estos otros dos libros excepcionales. 

Los veintinueve personajes de El Campo nos ofrecen sus vidas detenidas en distintos momentos, relevantes algunos, aparentemente insustanciales o insignificantes otros, un incidente pasajero, una mirada de reojo, una discusión familiar, un detalle trivial, a veces una mera palabra (el capítulo en el que “habla” Sophie Breyer solo incluye un vocablo: Idiotas), en estampas que “retratan” a cada personaje. No conocemos, por lo tanto, sus biografías completas, sino solo fogonazos, atisbos parciales de sus vida. Al igual que esos estallidos de magnesio que iluminaban las fotografías en los albores del siglo XX y permitían capturar la realidad retratada, las historias de Seethaler funcionan como relámpagos cuyos destellos muestran la verdad de unas existencias a partir de un instante más o menos fugaz, un recuerdo huidizo, un determinado suceso, en ocasiones un acontecimiento de mayor entidad (todos ellos, aun sin datar en el libro, previsiblemente situados en torno a los años setenta y noventa del pasado siglo). 

En consonancia con su condición de novela coral, cada capítulo se rubrica con el nombre del personaje cuya voz oímos. Y aunque cada uno relata unos hechos que forman parte de la particular existencia del respectivo narrador, sus protagonistas saltan de un capítulo a otro, unas historias aluden sutilmente alguna anterior, otras mantienen tenues lazos entre sí, se complementan, se entrecruzan y corrigen, se completan o discuten, y, en ocasiones, incluso se desmienten. La muerte no siempre es el acontecimiento central de ellas, aunque a menudo es el fallecimiento, la desaparición, la conciencia de la consunción de la vida del personaje lo que desencadena el recuerdo o las reflexiones. 

Un anciano que aún guarda memoria de lances de la Segunda Guerra Mundial; un paciente e irónico verdulero árabe que denuncia los eslóganes xenófobos en su escaparate; el alcalde y su proyecto megalómano de levantar un moderno centro de ocio; Connie Busse que relata las circunstancias de unas, a la postre funestas, vacaciones familiares en Italia; el clérigo enajenado que incendia la iglesia del pueblo; Martha Avenieu que sueña abrir su propia zapatería; su marido, Robert Avenieu, que es consciente del gran malentendido, por fin ahora revelado, en que consistió su matrimonio; Sonja Mayers que recuerda sus visitas infantiles de los sábados a su abuelo, con quien jugaba al ajedrez; Gerda Baehr que sueña con los domingos en la cama con su gordo amante; el granjero Karl Jonas, que repasa la dura trayectoria de sus antepasados y su inútil lucha contra la infertilidad del suelo; Annelie Lorbeer, que a sus ciento cinco años, lamenta la desgracia de la vejez, subraya su independencia de los hombres, casi nunca a la altura de sus expectativas, y, entre la borrosa niebla del pasado, logra vislumbrar la belleza del recuerdo (Casi todos mis recuerdos de la infancia han desaparecido, pero aún quedan algunos recuerdos de los recuerdos, y son bonitos, o por lo menos no provocan malas sensaciones); la madre enloquecida por la muerte de su hijo, ahogado en un lago; el joven que muere en un accidente de tráfico con sus amigos; Lennie Martin, adicto a las máquinas tragaperras; su mujer, Louise Trattner que insatisfecha -en todos los sentidos- de un marido a quien ama, se entrega a otros hombres para sufragar la adicción de su esposo; Heide Friedland que rememora sus sesenta y siete amantes; el muchacho que carga como una losa con la predicción/exigencia de su padre (has tenido suerte: eres un lobo. Eres fuerte y perseverante. No te comerán: tú te los comerás. Nadie conoce el sabor de la carne de lobo. El destino está de tu parte, eres uno de los nuestros); el padre que, desde la tumba, transmite sus consejos de vida a su hijo; el hombre que mirando las manchas, las arrugas, el vello, las cicatrices de sus manos de viejo, recupera momentos privilegiados de su existencia, en un fragmento conmovedor: Los pasos de mi padre en el pasillo, el olor del gorro de piel de mi madre, el médico, las voces de las enfermeras de noche, el ferrocarril, nuestros dedos en el asqueroso hueco aterciopelado entre el tapizado de los asientos del cine, trayectos en autobús, noches de invierno oscuras, leche derramada en el suelo de la cocina. Caídas, heridas, cicatrices. Sus brazos, sus pies, su frente. La caja con los ladrillos de construcción en el contenedor de la basura. Galletas, manzanas, pan de mantequilla. Trece vasos, y aún no son suficientes. Los pájaros muertos delante de la puerta, una avispa moribunda en el alféizar como una peonza que emite un zumbido. Música a los lejos. La muerte llega como el viento, se te lleva, te transporta. ¿Cómo lo sé? No lo sé; una madre -hay muchas madres en el libro- atormentada por la culpa, al no haber sido consciente de los abusos sufridos por su pequeña hija; el cartero, agotado en su bicicleta tras una jornada extenuante, cuenta los minutos para volver a casa; la vida que Franz Straubein cataloga, en una fría enumeración de objetos cuantificados; la anciana que evoca con ternura los últimos días de otra mujer mayor, con la que coincidió en una residencia (Fue amiga mía durante sesenta y siete días y fue la mejor amiga que tuve en mi vida); el escéptico periodista del Paulstädter Boten, el único periódico de la ciudad: un cronista es un chupatintas que registra los acontecimientos en orden cronológico y un ciudadano paga impuestos. Yo nunca hice ninguna de las dos cosas; Linda Aberius, que da cuenta de sus sueños angustiosos; Bernard Silbermann, que bajo la lápida “dialoga” con su esposa, que ha venido a despedirse de él antes de abandonar definitivamente la ciudad; Kurt Kobielski, feliz en sus recuerdos de su concesionario de automóviles; Hanna Heim, que se despide de un marido que, metafórica y casi literalmente, tuvo su mano en la suya toda su vida (Cuando me morí estabas sentado conmigo y me cogías de la mano), en un relato, el primero y, a mi juicio, el más bello del libro, que, como he señalado, leeré íntegro en un programa futuro de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes

Desde el punto de vista formal, El Campo es un libro interesante -y arriesgado- por su polifonía. Esta escrito con un estilo lacónico, con frases sencillas. Las historias, no especialmente complejas, se narran con un lenguaje poético, cercano, veraz, que, en general, transmite serenidad, sosiego, relajación incluso, sabiduría y belleza. En las reflexiones de los personajes hay el equilibrio, cercano al estoicismo, derivado del punto de vista desde el que hablan los narradores, más allá del umbral de la muerte. Sus pensamientos tienen, en muchas ocasiones, un aire de sentencias y reflejan una cierta hondura filosófica, casi aforística. 

He hablado de un planteamiento arriesgado, y ello es así porque la estructura coral podría hacernos esperar que Seethaler diera su propia voz a quienes aparecen en el libro, permitiéndoles articularse individualmente, y variando sus registros en función de las diferencias en su educación y estatus social. Pero ello no ocurre así exactamente, pues aunque haya ciertas obvias variantes, el lenguaje conciso del escritor apenas varía las voces. En este sentido, las sutiles diferencias entre las personas pueden llegar a volverse irrelevantes, sumidos todos en un parlamento uniforme, un flujo discursivo colectivo que, más allá de reflejar la peculiar idiosincrasia de cada uno de ellos -algo que, en efecto, ocurre-, represente la voz única de los muertos, de la Muerte, de la indiscutible Verdad que a todos nos espera y nos iguala. 

Por otro lado, los nombres de los protagonistas -de grafías y fonética a veces muy parecidas para un lector español: Sophie Breyer, Sonja Mayers, Lennie Martin (¿hombre o mujer?), Louise Trattner, Herm Leydicke, Heide Friedland- y las similitudes en el “tono” de sus voces, pueden provocar una cierta confusión, incluso una a veces notable dificultad para ubicar a los personajes, para reconocerlos en sus diversas apariciones en el libro, para conectar sus distintas “presencias” en otros capítulos diferentes a los que los tienen como referente central, para, en definitiva, hilar la sutil trama con la que Seethaler los anuda. Además, en mi edición impresa -a diferencia de la digital- el libro no incorpora un índice, por lo que si el lector quiere recuperar esos tenues vínculos entre historias debe repasar página por página lo leído. 

En cualquier caso, y al margen de estos “peros” de menor calibre, la novela, como las dos anteriores de su autor, es magnífica y de lectura altamente recomendable, a pesar de un muy ostensible aire -que las tres obras comparten también- de tristeza y melancolía que impregna los relatos; un hecho que, a mi juicio, incrementa el interés y la belleza de la triple propuesta. Os dejo ahora con un fragmento de la historia de las dos ancianas en la residencia, recordándoos que en Buscando leones en las nubes podréis encontrar en algunas semanas una emisión dedicada íntegramente al primero de los relatos del libro, también emotivo y bellísimo. Como complemento musical a mi comentario os ofrezco la que, creo recordar, es la única mención de toda la novela a una canción. Las manos de Fred sobre el volante. Los dedos marcando el ritmo de Let’s Get It On, leemos en uno de los “testimonios”. Aquí va a aparecer en la versión “canónica”, ya clásica, de Marvin Gaye. 


Una de sus últimas noches yo estaba sentada a su lado mientras dormía. La víspera los médicos habían decidido subirle de nuevo la medicación. «Todo el mundo tiene que sufrir un poco en la vida», dijo el médico jefe, «pero no más de lo necesario». La respiración de Henriette apenas era audible, pero sonaba tranquila, y yo miraba por la ventana los árboles desnudos que se alzaban hacia el cielo nocturno. Sobre el alféizar descansaba su bolso abierto y al lado estaban sus pertenencias alineadas como si alguien hubiera intentado ponerles orden: un pintalabios, una polvera, papel de carta, un monedero, unas tijeras para las uñas y un portafolios de piel fino y un tanto raído. Ella respiraba con dificultad y de pronto me invadió la ira. Me enfadé con esa mujer bajita y reseca junto a cuya cama había pasado tantas horas y que ahora se alejaba de mí dejándome tan sólo una respiración ronca. 

La rabia se extinguió tan rápido como había llegado: su respiración había vuelto a ser tranquila y regular. «La única opción de no verse ridículo en la vejez es reconociendo la propia ridiculez», me había dicho una vez. Me levanté y me acerqué a la ventana. Reconocí las iniciales H. C. en su portafolio de piel y lo abrí. Contenía algunos papeles, informes médicos, certificados y hojas sueltas. Debajo de todo estaba su pasaporte con las páginas repletas de sellos de colores. Por lo visto, se había pasado la vida viajando. En la fotografía aparecía de joven. Entonces tampoco era guapa, pero tenía una melena negra que le llegaba a los hombros y miraba a la cámara con el mentón levantado. Ocultaba la cicatriz del escote con un gran pañuelo oscuro. A un lado de la foto estaban sus datos: nombre completo, lugar de nacimiento, nacionalidad, señas particulares; lo habitual. Me detuve en la fecha de nacimiento y me quedé paralizada. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Noté un mareo y agarré con la mano el alféizar para tenerme en pie: era cuatro años más joven que yo. 

La miré. Estaba tumbada en la cama y la luz de la luna la bañaba haciendo parecer que su cuerpo estaba cubierto de nieve. No vi nada que indicara que seguía respirando, todo en ella estaba congelado salvo los ojos, que se movían rápido bajo los párpados y parecían seguir a ciegas todos mis movimientos mientras yo guardaba sus cosas en el bolso y abría la ventana de par en par para que entrara el aire nocturno.

Videoconferencia
Robert Seethaler. El Campo

miércoles, 5 de febrero de 2025

MARIO CALABRESI. SALIR DE LA NOCHE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que esta tarde os propone un libro con el que cerramos la breve serie iniciada hace siete días y que tiene a Italia como centro. El país transalpino fue protagonista de la emisión del lunes pasado con La ciudad de los vivos, la extraordinaria obra, una mezcla de reportaje periodístico, crónica “negra” e investigación criminal, texto de literatura del yo, documento sociológico, ensayo de análisis filosófico y político, y creación con ritmo de novela y leves notas de ficción, escrita por Nicola Lagioia y publicada en España en enero de 2022. Con Roma, un asesinato atroz, la corrupción social, la miseria moral de una parte de los medios de comunicación y una descarnada “fotografía” de la sociedad italiana como elementos esenciales de su trama, el libro comparte con el que hoy os recomiendo algunos de esos aspectos -la presencia de un crimen execrable, el ambiguo -siendo benévolo- papel de la prensa y la clase política ante el suceso, y el muy fidedigno retrato social de la Italia de hace medio siglo-, aunque partiendo de una historia y con un enfoque, un planteamiento y un entorno -Milán, en este caso, ocupando el primer plano- ciertamente distintos, como podréis comprobar en el curso de esta reseña. Son, no obstante, sus “ingredientes” comunes, junto al hecho, fundamental, de tratarse de dos libros escritos por autores italianos y referidos a la realidad de aquel país, los que me han llevado a agruparlos en esta suerte de “miniciclo itálico” del programa (que contará hoy, además, con un breve colofón español). 

Os hablo de Salir de la noche, el impresionante y emotivo documento -a falta de ulteriores explicaciones, debemos por ahora aceptar esta denominación- que el periodista y escritor Mario Calabresi presentó en su país en 2007 y que vio la luz en el nuestro en 2023, en el seno de la editorial Libros del Asteroide en traducción de Carlos Gumpert y con un esclarecedor prólogo de Enric González, corresponsal de El País en Londres, París, Nueva York, Washington, Roma, Jerusalén y Buenos Aires y columnista, actualmente, en este periódico, cuyo sucinto pero penetrante análisis del contexto en el que se inscriben los hechos narrados permite al lector adentrarse en el libro con conocimiento de causa. Entre 2009 y 2019 Calabresi fue, sucesivamente, director de dos de los diarios más prestigiosos de Italia, La Stampa y La Repubblica. Salir de la noche es, que yo sepa, su único libro publicado en España. 

El 12 de diciembre de 1969, a las 16.37, estalló una bomba en la sede milanesa de la Banca Nazionale dell’Agricoltura, situada en la plaza Fontana. Murieron 17 personas. Otras 88 sufrieron heridas. La policía centró inmediatamente sus investigaciones en varios grupos anarquistas, uno de cuyos miembros, el ferroviario Giuseppe Pinelli, antiguo partisano y conocido pacifista, fue detenido horas después del atentado. Así se abre el prólogo de Enric González, retrotrayendo a esa fecha infausta el origen de la historia que Calabresi nos va a contar pocas páginas después. 

La responsabilidad de la matanza de piazza Fontana se atribuyó desde el principio por las autoridades al terrorismo anarquista y de extrema izquierda. Italia vivía una etapa de eclosión de organizaciones de izquierda revolucionaria, Lotta continua, Potere operaio, la clandestina Brigate Rosse, las Brigadas Rojas, abiertamente terrorista, con la violencia como instrumento para un doble fin “político”: acabar con la moderación y el reformismo del Partido Comunista que lo alejaba de la férrea ortodoxia prosoviética y evitar un golpe de Estado del ejército y la ultraderecha que en esos días se venía anticipando (en diciembre de 1970 llegó a producirse un intento de golpe, finalmente fallido, dirigido por el militar y aristócrata fascista Junio Valerio Borghese, que acabó encontrando refugio en la España de Franco tras el fracaso de su intentona). Poco tiempo después, las sospechas iniciales ya se habían desestimado para apuntar a la autoría de grupos neofascistas, con la connivencia de los servicios secretos italianos y la participación de la CIA, en hipótesis no demostradas. Sin embargo, tras un muy largo y accidentado periplo procesal, con detenciones, acusados, juicios, sobreseimientos, condenas, revocaciones de sentencias y absoluciones varias, en mayo de 2005 se celebró el último juicio sobre el caso sin que nadie fuera declarado culpable de la masacre. 

Volvamos con Enric González a diciembre de 1969: Tres días después de la explosión en el banco milanés, el 15 de diciembre, el anarquista Giuseppe Pinelli cayó desde un cuarto piso mientras era interrogado. Nunca se aclaró cómo se produjo la caída mortal de Pinelli. La ventana desde la que se estrelló contra el patio de las dependencias policiales correspondía a la oficina del comisario Luigi Calabresi. Tanto la prensa de izquierda como la mayor parte de la opinión pública atribuyeron a Calabresi la responsabilidad de lo que parecía un asesinato

A partir de ese momento, toda Italia -que viviría entre 1969 y 1980, aproximadamente, los llamados “años de plomo”, una larga década de miedo y confusión en la que el país se vio sumido en una ola (que González presenta de modo muy ilustrativo) de centenares de incidentes violentos, secuestros, asesinatos, atentados, bombas, matanzas, muertes y más muertes, perpetrados por fuerzas políticas de extrema izquierda y extrema derecha y por diversos grupos terroristas, con la implicación, en ocasiones, del Estado y las fuerzas de seguridad-, denunciaría de manera casi unánime la culpabilidad asesina del comisario Calabresi. El dramaturgo Dario Fo, ganador en 1997 del Premio Nobel de Literatura, llegó a estrenar en 1970 una sátira humorística sobre aquel asunto siniestro: Muerte accidental de un anarquista. Entre risas (seguro que también las mías; yo vi la obra -imagino que entusiasmado: connivente juvenil, inconsciente, aborregado y acrítico del “clima progre” universitario imperante- tras su estreno en España, después de la muerte de Franco) se defendía la tesis de que la policía, y en particular el comisario responsable del interrogatorio, había defenestrado al detenido. La campaña de los intelectuales, de los medios de comunicación, de los grupos políticos de izquierda contra Calabresi fue furibunda: pintadas, pasquines, insultos, advertencias, persecuciones, manifiestos, señalamientos, amenazas. 

Luigi Calabresi, el Comisario Ventana, como se le denominó, era un hombre sin esperanza, consciente de estar fatalmente condenado pese a su declarada inocencia, establecida por las investigaciones y por dos sentencias judiciales que no tuvo tiempo de llegar a conocer. Porque el 17 de mayo de 1972, al salir de su casa, recibió un disparo por la espalda, siendo rematado con un tiro en la nuca. Con solo treinta y cuatro años, dejaba una muy joven viuda -Gemma Capra, de veinticinco años- con dos hijos y otro en su vientre. El mayor de ellos, Mario, tenía solo dos años. Es el Mario Calabresi autor de este Salir de la noche, que se presenta con un subtítulo revelador, Historia de mi familia y de otras víctimas del terrorismo, y cuya lectura os recomiendo vivamente. 

En el libro, estructurado en dieciséis relativamente breves capítulos, Mario Calabresi narra su experiencia personal durante los terribles años de la inclemente campaña contra su padre y los aún más atroces vividos tras su asesinato. Y lo hace en un relato conmovedor escrito con prosa sencilla y directa, recreando, con emoción y sensibilidad, pero también con precisión, racionalidad y firmeza, las circunstancias del crimen, el contexto histórico en el que se produjo y las repercusiones, íntimas, familiares, sociales y políticas que el suceso provocó durante décadas. Utilizando, sin alardes literarios sofisticados, técnicas narrativas como el flashback, la interpolación de testimonios de terceros (jueces, periodistas, políticos, amigos y, sobre todo, familiares de otras víctimas del terrorismo) y la transcripción de cartas o artículos de prensa -lo que contribuye a que el resultado sea más rico y multifacético-, presenta, con un enfoque obviamente subjetivo, su vivencia personal de la experiencia mientras aborda una amplia variedad de temas de extraordinario interés no solo para comprender el marco histórico, social, político y cultural en que se desenvolvía la sociedad italiana de aquella época, sino también -en tanto muchos de los asuntos contemplados son universales- para contribuir a iluminar los debates, extraordinariamente actuales -en particular en España, con la larga y trágica trayectoria del terrorismo etarra y fenómenos adyacentes-, acerca de la inicua pretensión de legitimidad del uso de la violencia y la lucha armada, de efectos irreversibles, para el logro de objetivos políticos, por definición opinables, coyunturales, mutables, efímeros; de la reivindicación de la memoria y la búsqueda de la verdad; de la necesidad de dignidad y justicia para las víctimas; de la dificultad y el coraje que conlleva recuperar el ánimo y la energía vitales -salir de la noche- en los momentos de oscuridad, de dolor, de muerte en vida en los que el terrorismo sume a las familias; de la pertinencia -o no- del perdón, el olvido y la reinserción de los asesinos; de la función de los medios, la política y la judicatura en el tratamiento del terrorismo; de la burda, interesada, hipócrita conformación de la opinión pública en tiempos -ya los de entonces, pero sobre todo los presentes- de mentiras, fake news, bulos y conspiraciones; de la quiebra de la presunción de inocencia con el correlativo linchamiento social apriorístico de los supuestos culpables; entre otros. 

El texto de Calabresi está encabezado en su “pórtico” -una vez dejados atrás el mencionado prólogo de Enric González y una breve “Nota para el lector” en la que el autor sitúa los hechos esenciales de su historia- con unos versos extraídos del volumen L’intermittenza del giallo de Tonino Milite, el hombre que hizo de padre de Paolo, Luigi y Mario Calabresi, al casarse en 1982 con Gemma Capra, la viuda del policía asesinado: Pasa / una vela, / empujando / la noche / más allá, que, aparte de dar título a la obra original, Spingendo la notte più in là, reflejan el espíritu del libro y una de sus vertientes más notables, ese “dejar atrás la noche” en que consiste la interminable lucha de los familiares de las víctimas del terrorismo. 

Bien avanzado el libro, el autor desliza una reflexión que resulta oportuno traer ahora aquí pues explica, a mi juicio, el propósito que mueve a su autor y el enfoque que ha querido darle a sus recuerdos: Hay una forma de cultivar la memoria que resulta insoportable, esas conmemoraciones en las que se repiten durante horas ritos burocráticos de un hastío irritante: miles de agradecimientos barrocos, una profusión de adjetivos al estilo de «brutalmente abatido en la flor de la vida por una vil mano asesina». Afirman que quieren mantener viva la memoria, pero se trata de un método equivocado. Hay, por el contrario, otro modo de encarar la difícil tarea de rememorar el dolor y el sufrimiento pasados. Trayendo a colación las semblanzas -una suerte de biografías cortas- de los muertos en las Torres Gemelas que el New York Times publicaba cada día tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, Calabresi se fija en cómo, entre una mayoría de textos que, bienintencionados, se acomodaban al patrón clásico de la celebración retórica —«ejemplar padre de familia», «muy querido por todos», «empleado modelo», «ciudadano intachable»—, le llamó la atención, en cambio, la historia de una mujer que tenía su despacho en una de las plantas más altas y estaba encantada porque desde las ventanas podía ver el colegio de su hijo abajo. Fue la demostración de que son los detalles los que mantienen viva la memoria, los recuerdos plenos, vividos, y no la prosopopeya

Consciente, pues, de que son los detalles -los detalles que he ido recopilando y catalogando instintivamente a lo largo de los años en mi memoria- los que permiten la reconstrucción más completa y fidedigna de las emociones, los sentimientos y las vivencias, movido por una intensa curiosidad desde la adolescencia (La curiosidad por comprender, por saber qué se decía y se escribía sobre mi padre, estalló cuando tenía catorce años), Mario Calabresi reúne, guarda, archiva, recopila durante años, prácticamente desde siempre, recuerdos, discursos, confidencias, conversaciones con amigos y familiares, noticias y artículos de prensa, fotografías, dosieres, despachos de agencias, documentos, hojas de notas, informes, testimonios, actas y sentencias relativos a la persecución, muerte, difamación, escarnio y humillación públicos, y por fin rehabilitación -bien que con claroscuros, como veremos más adelante- de la dignidad y la memoria de su padre, kilos de palabras, de polémicas, de rabia. Un gran número de esos “detalles” afloran en Salir de la noche para ilustrar la narración de ese largo proceso de reivindicación y justicia. 

Así, una foto emblemática, tomada el 14 de mayo de 1977 -cuya reproducción se incorpora al libro-, de un chico con pasamontañas y pantalones de campana, empuñando una pistola y extendiendo los brazos en posición de disparo, el disparo simbólico del Setenta y siete, de una «generación perdida» en la violencia, de un año que sumará 42 asesinatos y 2.128 atentados políticos, sirve de desencadenante para presentar el clima de terror que vivía Italia en aquel tiempo, unos años convulsos de los que Calabresi da cuenta salpicando su historia de referencias a decenas de atentados, matanzas colectivas, asesinatos que, más allá de servir de reflejo fidedigno de la realidad de una época, aparecen siempre -en tanto se nos ofrecen anclados a historias personales, testimonios subjetivos de las víctimas- en su dimensión emotiva, sentimental, muy dolorosa. 

En este sentido, otro de los ejes vertebradores del libro es el que tiene que ver con la situación particular de su familia y las muy duras condiciones en las que tuvieron que soportar el ambiente general de hostilidad hacia su padre antes y después del asesinato (que se repiten en los casos de familiares de otras víctimas con las que Mario se entrevista y de las que deja constancia en su obra). La aparición de las primeras pintadas, la feroz campaña de prensa, las calumnias, los infundios, los avisos (Calabresi es responsable del asesinato de Pinelli y Calabresi tendrá que pagarlo muy caro), las amenazas (Este marine de ventana fácil tendrá que responder por todo. Vamos pisándole los talones, es inútil que forcejee como un búfalo enfurecido), los desafíos y hasta las caricaturas (No mucho después de mi nacimiento, el periódico Lotta Continua retrató a mi padre conmigo en brazos, enseñándome a decapitar, con una pequeña guillotina de juguete, a un muñeco que representaba a un anarquista), en una cruzada desencadenada por tierra, mar y aire -periódicos, obras de teatro, películas, octavillas y pintadas en los muros-, sirvieron para “construir” entre 1969 y 1972 un personaje público estereotipado y siniestro que en parte me parece que ha sobrevivido al paso del tiempo, a los desmentidos, a las evidencias. En síntesis reveladora de esos días, leemos: El país deliraba y aquella joven pareja —a principios de 1970 mi madre tenía veintitrés años y mi padre treinta y dos— estaba cada vez más sola. Mario recupera algunos recuerdos espeluznantes y conmovedores de su padre y su familia, en imágenes que simbolizan su calvario, su tormento. Luigi recogiendo el correo del buzón muy a primera hora de la mañana para ahorrar a los suyos el disgusto y el miedo ante los anónimos llenos de insultos y anuncios funestos; la renuncia del padre a llevar el arma reglamentaria en su vida cotidiana, pese a la evidente certeza de la necesidad de su uso en una más que previsible situación extrema; la nota que la madre encuentra en la cartera de su marido: 3-11-71. me han seguido, dos jóvenes a bordo, han tomado la matrícula de mi vehículo; la estremecedora y premonitoria petición a su suegra, cuatro o cinco días antes del asesinato: Por favor, Maria, prométeme que cuidaréis de Gemma y de los niños

Es emocionante también, hasta el punto de dejar al lector al borde de las lágrimas, el relato de las circunstancias de la muerte. Los disparos a las 9.15 de la mañana, cuando el comisario abría la puerta del Cinquecento azul de su mujer. La muchacha que iba a empezar a trabajar en la casa ese mismo día y que, al llegar, justifica su retraso ante Gemma -Señora, discúlpeme, pero aquí abajo la calle es un caos: han disparado a un comisario- provocando la sospecha y la angustia en la mujer. Las llamadas desesperadas a la comisaría, a los compañeros de su marido. La fatal noticia al poco confirmada por un vecino, el señor Federico, frente al que el niño Mario, que lo asociará a la convulsión de aquel momento terrible, sentirá durante largo tiempo un terror insalvable (Durante años le tuve miedo al señor Federico, cuando se me acercaba, me echaba a llorar desconsoladamente); años después, un Mario adulto lo visitará en su lecho de muerte, en otro pasaje de una tristeza y una emoción indescriptibles. El último recuerdo que el niño guarda de su padre, reconstruido gracias a la agenda minuciosa de su madre, un domingo -tres días antes del asesinato- en que Luigi -Gigi- lleva a su hijo a ver una parada militar (14 de mayo. Gigi lleva a Mario a ver el desfile de los soldados de montaña. Vuelve con pasteles, helados y rosas; Gemma guardará toda su vida una de esas rosas, seca ya, junto con los miles de cartas recibidas a lo largo de los años). La fascinación del pequeño, subido a hombros de su progenitor, ante el brillo y el rotundo sonido del trombón de la banda militar será el centro del último capítulo de la obra, una evocación sobrecogedora, muy triste, esperanzadora, bellísima con la que se cierra el libro. 

Tras el asesinato, Salir de la noche se abre a otra de sus vertientes más relevantes, aquella en la que se reflejan los largos años de soledad posterior al crimen, punteados por el sufrimiento íntimo de la familia y la aflicción que provoca la constante reiteración de nuevos atentados que multiplican las víctimas. De nuevo el lector se enternece ante el llanto repentino, inesperado y avergonzado de la madre y sus hijos cuando, en el cine, viendo Bambi (La sensación de naufragio tiene para nosotros un nombre: Bambi), contemplan la escena en la que los cazadores matan a la madre del cervatillo; llora inconsolable ante la imagen de tres niños que por la noche se sentaban en el suelo alrededor de un magnetófono de la marca Geloso para escuchar la voz de su padre, que les contaba un cuento. Lo hacíamos en nuestra habitación, después de habernos puesto el pijama; mamá se quedaba en la cocina. La cinta se rompía, ocurrió varias veces, la arreglábamos, al final la perdimos para siempre. Mamá con la cabeza sobre el escritorio llorando sin parar, era imposible consolarla; se emociona ante la tristeza solidaria de las esposas de oficiales asesinados, cuando caminan frente a la guardia de honor, que las homenajea en la fiesta de la Policía en Roma; se aflige ante la desprotección de la hija de otra víctima, sumida en un espiral de desesperación y dolor insuperables (Voy dos veces a la semana al psicólogo, paso de la anorexia a la bulimia: tengo problemas con la alimentación, un vacío que no consigo llenar, no hay nada que hacer, no he tenido ni padre ni madre); comprende la dura experiencia de esa brutal orfandad (Recuerdo el cansancio de sentirnos diferentes, de no ser niños normales; no teníamos derecho a tener nombre y apellido, éramos «los hijos de...». Aplastados por aquello incluso en nuestros gestos más simples); se acongoja ante la dolorosa vivencia de otra esposa, que baja desesperada a la calle en la que ha visto, desde la ventana de su casa, mientras se despedía de él, cómo su marido era asesinado en su coche (Entonces me dirijo a la puerta y veo que está reclinado sobre el asiento. Abro la puerta, me arrodillo y lo abrazo; estaba completamente cubierto de cristales, sangraba mucho por la nuca. Le puse las manos en la cara para que me notara, para darle calor, aunque no hubiera nada más que hacer. Comprendí que nuestra vida juntos terminaba en ese momento y le dije: “Tenemos que despedirnos”. Antes de que lo subieran a la ambulancia, le cerré los ojos); sufre leyendo la última carta de Aldo Moro -que había sido primer ministro italiano y que fue secuestrado y asesinado por las Brigadas Rojas en 1978- a su mujer desde su terrible cárcel (Volveremos a vernos. Volveremos a estar juntos. Volveremos a amarnos); se irrita al conocer la evolución procesal del asunto (Los años pasados en los tribunales fueron una experiencia letal, mamá no deja de decir que deben restarse de la cuenta final de su vida), las dilaciones, los sobreseimientos, las anulaciones, las concesiones de libertad provisional, las excarcelaciones, los indultos; se indigna -y se sorprende por la elogiable contención de Calabresi- cuando éste vive una situación cuyo relato en el libro no quiero dejar de transcribir en su integridad: 

Recuerdo una tarde, en 1992, en una fiesta: no me gusta el ambiente, no me gustan las cosas que se dicen, empiezo a ponerme nervioso, hasta que capto una frase. Están discutiendo sobre mi madre. Contengo la respiración, me detengo a escuchar, habla una mujer: 
—Qué asco, la viuda, la han cubierto de dinero y hasta se hace la víctima, habla que te habla... —y luego, entre risas, comenta—: Deberían haberla disparado a ella también... 
Contengo la respiración unos segundos más, estoy perfectamente inmóvil, petrificado, todo está muerto dentro de mí, solo me queda aliento para decir nueve palabras muy lentamente y en voz baja: 
—Creo que te estás equivocando en lo que dices. 
—¿Y tú qué sabrás? 
La miro fijamente a los ojos, no tengo fuerzas para discutir, o tal vez, por el contrario, tengo miedo a no poder controlarme, así que opto por mantener un perfil bajo: 
—Me refiero al dinero. No tengo constancia de que le hayan dado mucho, trabaja como maestra de primaria para mantener a sus hijos... 
—¿Y eso cómo lo sabes? 
—Es mi madre. 
Ya nadie habla, el tiempo se dilata, interminable. Ella se pone roja como un tomate, buscando palabras que no puede encontrar. Me siento exhausto, busco al dueño de la casa, me despido y le doy las gracias, salgo por la puerta, me adentro en el invierno milanés, húmedo, busco aire, tengo la cabeza a punto de reventar. 

Hay, en el libro, claro está, otros enfoques menos tocados por la sentimentalidad (aunque todos los “ejes temáticos” -llamémosles así- que trata Calabresi aparecen entrelazados, bien imbricados, sin apenas límites o fronteras entre ellos) y objeto de análisis y planteamientos más racionales, más teóricos, más ensayísticos o filosóficos. Es el caso del examen del papel de los intelectuales y la izquierda del momento en la comisión de los delitos (ochocientos intelectuales firmaron un documento, publicado en L’Espresso el 13 de junio de 1971, en el que se definía a mi padre como un «comisario torturador» y «responsable de la muerte de Pinelli»; en un capítulo formidable, que incluye un artículo ejemplar del periodista Paolo Paolo Mieli en el Corriere della Sera en contra de la banalización de esos manifiestos de los “intelectuales orgánicos”: Me desagradan los llamamientos públicos, todo tipo de llamamientos. (…) Porque los considero, en el mejor de los casos, inútiles, a veces ridículos, casi siempre lastrados por manifestaciones de exhibicionismo claramente identificables. No cuesta nada firmar esa clase de papeles, absolutamente nada. A pesar del tono beligerante que abunda en peticiones de este tipo, no se necesita coraje alguno para sumarse a ellos. Todo lo contrario); del absurdo prestigio que la violencia política tenía en esos círculos seducidos por la “revolución” (se permite que circule una idea romántica del terrorismo); de las injustificables coartadas ideológicas del terrorismo (las Brigadas Rojas llevan consigo un aura de personas comprometidas, de luchadores, cuando en cambio eran solo unos desgraciados que llegaron a la lucha armada para redimir vidas sin perspectivas, personas pobres de ideas y de espíritu); del empecinamiento de la izquierda radical en sostener sus acusaciones sin pruebas (No querían la verdad sino la sentencia que tenían en la cabeza, una sentencia de culpabilidad); de la complicidad de una parte de la sociedad capaz de señalar a ciudadanos inocentes para su asesinato posterior (El hospital era su vida y pensar que fue una enfermera, una jefa de enfermería, quien lo señaló [al director médico del hospital, muerto por los terroristas] a los brigadistas de la “columna hospitalaria”); de la tibia -o inexistente, o abiertamente ofensiva- reacción de algunos políticos (Adriano Sofri [uno de los asesinos de Calabresi] estaba en la ventana de las autoridades para ver el Palio de Siena, recibido y presentado por el alcalde como un personaje ilustre); de la, por el contrario, encomiable valentía de otros dirigentes (Pietro Ingrao, prestigioso político del PCI, el Partido Comunista Italiano: No se puede matar en nombre de la clase obrera, en nombre de una ideología. Quienes han peleado durante cien años de luchas sindicales para mejorar un cuarto de hora de la vida de un hombre, ¿cómo pueden pensar que sea posible matarlo?); de la labor de los jueces en la lucha contra el crimen político; de la necesidad de una reflexión colectiva, sosegada y sincera, antes de “pasar página” frente al fenómeno del terrorismo (En Italia se ha abierto camino una ilusión, que corresponde a la fantasía de los terroristas, de que lo que han hecho puede superarse como si nada hubiera ocurrido); de la espinosa cuestión de la rehabilitación y reinserción de los asesinos (hoy sufrimos esta peculiaridad italiana que nos deja consternados: los antiguos terroristas que se convierten en gurús, escriben libros, conceden doctas entrevistas. Se ha creado una auténtica corriente cultural, hay que reconocerlo); de la normalizada presencia de los terroristas, cumplidas sus penas (o indultados o amnistiados), en la vida pública, en los medios de comunicación (los medios de comunicación tienen una particular responsabilidad. Los periódicos y las cadenas de televisión no tienen demasiados escrúpulos a la hora de poner un foco sobre los terroristas, de facilitarles el acceso al escenario, incluso cuando es claramente inoportuno), incluso en cargos de representación (¿un antiguo terrorista en los escaños del Parlamento?); de la falta de reconocimiento por parte de los terroristas de su culpa y su responsabilidad; de su negativa a pedir perdón por sus crímenes (Los terroristas no han sido repudiados como asesinos, sino que, con demasiada frecuencia, se los describe como perdedores, personas que han luchado en una batalla por unos ideales que no han podido ganar. De esta manera, sin embargo, son ellos quienes se convierten en modelos); del muy frecuente abandono en que el Estado sume a los damnificados (La psicóloga me la pago por mi cuenta, el Estado nunca se ha preocupado por esa clase de asistencia); de la reivindicación de la inocencia de los muertos (Nosotros queríamos mantener vivo a Luigi Calabresi, redimir su memoria, limpiarlo del lodo y obtener justicia); del papel que corresponde a las víctimas en las decisiones políticas que les afectan (no considero que las instituciones deban pedir permiso a las víctimas para legislar, para decidir si conceder un indulto, un permiso como recompensa, una libertad provisional o vigilada. Son cosas que deben hacerse en aras del interés general, que puede no coincidir con el de los «familiares de las víctimas», y si el Estado, la Judicatura, el Gobierno o el presidente de la República estiman que se trata de un acto correcto, necesario, justificado, es evidente que no pueden paralizarlo por los dolores privados. Tampoco está escrito en ninguna parte que se deba avisar a las familias. Nada de ello puede reclamarse. Sin embargo, existen muestras de sensibilidad, de atención, gestos que pueden ayudar a atenuar el dolor, a aceptarlo). De todos estos temas hay páginas muy sugerentes en el libro y oportunas consideraciones de su autor, especialmente extrapolables al caso de España, en donde la sangrienta trayectoria de ETA, los episodios de violencia criminal de grupos ultraderechistas y, en menor medida, los casos de asesinatos de Estado, han arrojado cifras aterradoras durante cerca de seis décadas, poniendo aún hoy en el debate público gran parte de las cuestiones que Calabresi, de un modo valiente e intelectualmente muy apreciable, recoge en Salir de la noche

No obstante, y al margen de todos los hilos hasta aquí citados a los que se abre el libro, hay un último frente del interesantísimo texto del escritor y periodista italiano que de manera muy destacada protagoniza, a mi juicio, su madre. Salir de la noche es un libro sobresaliente y memorable sobre todo por cuanto nos muestra la postura personal y moral de la madre, su mensaje de resistencia, de entereza, de dignidad. Hay un libro reciente, que yo no he leído, escrito por Gemma Capra Calabresi, de título La grieta y la luz y presentado en nuestro país en febrero de 2023, con prólogo de Irene Villa, en el que la viuda y madre da cuenta de su terrible experiencia, atravesada por momentos de desánimo pero recorrida por el hilo conductor de su lucha por la verdad, de su esperanzado mensaje de justicia, de memoria y perdón. Mario Calabresi incluye en su texto decenas de situaciones, episodios, reflexiones en los que afloran el coraje, la fortaleza, la serenidad, la lucidez, la determinación, la energía, la sensatez de una mujer que se nos muestra en el libro como una persona excepcional: Mi madre es una persona convencida de la idea de seguir caminando y mirar siempre hacia delante, de trabajar por la reconciliación, el perdón; la sostiene una fe vital y muy fuerte. Una mujer ejemplar que, alejando de sí la tentadora sombra del muy comprensible deseo de venganza, inculca en sus hijos sentimientos e ideas de respeto, discreción, prudencia y madurez: Mamá encontró en sí misma reglas claras sobre cómo debíamos comportarnos: nunca una polémica, nunca una palabra de más, respeto y amabilidad para todos y, sobre todo, confianza en la Judicatura. «No buscamos venganza, buscamos justicia y aceptaremos las sentencias que vendrán». Su decidida, animosa y modélica actitud ante la vida se plasma en declaraciones como la siguiente: —He apostado por la vida, ¿qué otra cosa podía hacer a los veinticinco años, con dos niños pequeños entre manos y un tercero en camino? He trabajado todos los días, el único antídoto contra la depresión, y he tratado de vacunaros contra la pereza, contra el odio, contra la maldición de convertirnos en víctimas rabiosas

En el colofón a Salir de la noche, la editorial Libros del Asteroide incluye una cita de Fernando Aramburu -autor de Patria y de Los peces de la amargura, libros con el trasfondo del terrorismo etarra- que resalta de un modo nítido la confluencia entre la experiencia italiana reflejada en la obra de Calabresi y la vivida por nuestro país con la criminal banda vasca: Pedir perdón exige más valentía que disparar un arma, que accionar una bomba. Eso lo hace cualquiera. Esta referencia me sirve de engarce, ya al término de mi reseña, con otra obra que guarda con la de Calabresi un extraordinario paralelismo. Se trata de El comensal, una novela -aunque una vez más debo llamar la atención sobre lo lábil de las fronteras entre géneros literarios- escrita por Gabriela Ybarra y publicada por la editorial Caballo de Troya en 2015, cuando la autora apenas contaba treinta y dos años. El libro, que pese al carácter novel de su autora y a su aparición en una editorial no demasiado “poderosa” ha conocido un extraordinario éxito de crítica y ventas, ha sido galardonado con el Premio Euskadi de Literatura en 2016, siendo también seleccionado entre los trece títulos finalistas del prestigioso premio Man Booker Internacional. Yo os lo presenté en Todos los libros un libro hace algo más de seis años y que ahora quiero, parcialmente, recuperar. En 2022, la directora Ángeles González-Sinde, que fue presidenta de la Academia Cine entre 2006 y 2009, y ministra de Cultura desde ese año hasta 2011, trasladó a la gran pantalla de la dura historia narrada en el libro. 

Gabriela Ybarra cuenta en su libro su particular vivencia de dos muertes familiares. La primera, producida seis años antes de su propio nacimiento, es el asesinato de su abuelo, Javier de Ybarra, el empresario y expresidente de la Diputación de Vizcaya, también alcalde de Bilbao, que fue secuestrado por ETA el 20 de mayo de 1977 y despiadadamente “ejecutado” semanas después, el 18 de junio de ese mismo año. En una segunda parte de la obra -aunque ambos planos se entremezclarán una vez descritas inicialmente las vicisitudes de la desaparición del abuelo-, la joven escritora cuenta, con una sobria mezcla de emoción y distancia, de acercamiento y contención, la muerte fulminante de la madre, Ernestina Pasch, víctima de un cáncer en 2011; un acontecimiento que despertará en ella la preocupación por la muerte y, como corolario natural de este efecto, la necesidad de indagar en los hechos, las causas y las circunstancias de la silenciada en la familia y por tanto casi desconocida para ella (se enteraría, de modo fragmentario, deslavazado e incompleto, a los ocho años) violenta muerte de su antepasado, padre de su padre. 

El primer tercio del libro se centra en reconstruir -con conscientes y voluntarias dosis de recreación, de ficción literaria: A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para intentar comprender- las aciagas fechas que transcurren entre el algo surrealista secuestro de su abuelo, en su casa de Bilbao, y la aparición de su cadáver, con un tiro en la nuca, en el Alto de Barazar, en la provincia de Vizcaya. En esta sección de la obra, la acción se aleja de los previsibles escenarios del mundo etarra -presentes en los títulos de Aramburu, por ejemplo-, situados en la margen izquierda de Bilbao (la industrial, la violenta y combativa, la del crecimiento urbanístico caótico, la de la reconversión, el desempleo y la radicalización, la del punk y las herriko tabernas, la del clima social marcado por la degradación y la grisura, la heroína y la kale borroka, la conflictividad y el deterioro ciudadano) para centrarse en la otra orilla del Nervión, la de Neguri, la de las zonas residenciales en que habita la burguesía bilbaína, el puñado de grandes familias que históricamente han dirigido el País Vasco desde, al menos, el siglo XIX; el barrio en una de cuyas mansiones entran una mañana de mayo de 1977 cuatro terroristas -tres hombres y una mujer- que, haciéndose pasar por enfermeros, esposan a la asistenta y a los cuatro hijos del industrial (el padre de la escritora entre ellos, que conservará las esposas que lo atenazaron como recuerdo mudo del horrible momento) y se lo llevan, a punta de metralleta y con una tranquilidad y una sangre fría sorprendentes, hasta lo que acabaría siendo su último encierro antes de su ejecución. 

Hay aquí innumerables coincidencias con el texto de Calabresi, pues la narradora, una Gabriela juvenil “ficcionalizada” en la literatura, da cuenta -más allá de los detalles del secuestro- del angustioso día a día de su familia, insoportable y opresivo: los paquetes bomba que reciben diversos parientes, entre ellos su propio padre, la necesidad -ya ritualizada- de agacharse para comprobar si bajo el coche se esconde una bomba-lapa, la presencia constante de escoltas, las amenazas permanentes, los extraños -¿chivatos?, ¿delatores?- que se apostan debajo de la casa con su intimidación latente, las actividades normales para cualquier ciudadano ya forzosamente prohibidas para ellos por prudentes razones policiales: sacar dinero del cajero automático, utilizar el transporte público, visitar el quiosco y la librería de nuestra manzana, pagar tickets de aparcamiento y pasear, la asfixiante e insoportable sensación de paranoia, cada encuentro inesperado un motivo para el pánico. También, años después, la honda repercusión psicológica que provoca la detención de los culpables del asesinato, sus caras en los periódicos, sus actitudes chulescas y retadoras en los juicios; la irracional y sin embargo casi compulsiva búsqueda en Google de información sobre los asesinos; los avisos y comunicados de la banda; las pesquisas familiares algo a ciegas, al margen de las autoridades; las claves ocultas que se deslizan en los jeroglíficos y crucigramas de los periódicos para comunicar con los secuestradores; los agotadores y a la postre estériles intentos de conseguir dinero en los bancos; las instrucciones que dan los terroristas, una vez producido el desenlace fatal, para facilitar la localización del cadáver; la imposibilidad de la nieta para comprender lo sucedido y, pese a ello, como se ha dicho, la necesidad de hacerlo; la dificultad del perdón. 

Todo ello resulta humanísimo y rezumando emoción pese a que la narración compagina el enfoque íntimo y sentido con la voluntad explícita de la autora -una voluntad, pues, “literaria”- de establecer una cierta distancia, ateniéndose a una a menudo hasta aséptica descripción de los hechos, a lo que contribuye la incorporación al texto de fotos o recortes de prensa y la transcripción de artículos, cartas o comunicados. 

No menos conmovedor es el relato del proceso del fallecimiento de la madre, partiendo de la inopinada detección de un ligero síntoma cancerígeno hasta el súbito y devastador desarrollo de la enfermedad mortal. Trasladada a un hospital de Nueva York, ciudad en la que residía y trabajaba por aquel entonces su hija Gabriela, la constatación de lo funesto de su mal y de la imposibilidad de cura, llevarán a la familia de nuevo a España en donde, en pocos meses, tendrá lugar la muerte. 

La novela se abre en esta segunda parte a dos planos entrelazados. Por un lado, la descripción de la vida de madre e hija en esos últimos días, en una sucesión de episodios muy intensos y llenos de emoción: la entereza de la madre al conocer el diagnóstico definitivo, los muy cuidados protocolos médicos -aunque inevitablemente forzados y por ello algo vacíos- en el magnífico hospital neoyorquino, como los vasos de plástico con un clavel rojo en su interior que se entregan a los pacientes terminales, el terremoto cuyos efectos se superponen al estremecimiento y el temblor provocados por el miedo a la muerte, el innegociable compromiso con la “verdad” del personal sanitario estadounidense, que “obliga” a psicólogos, enfermeras y médicos a una descarnada crudeza en el trato con los enfermos que en ocasiones puede resultar insoportable, la peculiar vivencia de la muerte en una ciudad marcada por los sucesos del 11 de septiembre. Y entre la “crónica” de esas semanas postreras se abre paso la otra gran vertiente del libro, que acaba por constituirse en su elemento nuclear: el creciente protagonismo de la muerte en la existencia de la narradora: Antes de que a mi madre le diagnosticaran la enfermedad, yo no le prestaba demasiada atención a la muerte, escribe, para, en el mismo sentido, añadir: [Ahora] tomo conciencia de que soy mortal. La desaparición de la madre desencadena en la chica su interés y preocupación por la muerte, en particular la olvidada -más exactamente, la preterida- del abuelo. A partir de ese momento, la narradora indagará en el pasado familiar para intentar entender ese suceso “originario” que tanto desconsuelo causó entre los suyos -en particular en su padre- y que deliberadamente se mantuvo en la ignorancia y la oscuridad, ocultado por todos, hasta el punto de que la propia Gabriela solo conocerá -lo refiere en el prólogo del libro- versiones disparatadas, aunque dadas por ciertas por la entonces niña, de la muerte de su abuelo. 

Cuentan que en mi familia siempre se sienta un comensal de más en cada comida, leemos en un pasaje inicial del libro muy esclarecedor con respecto a su título, y estos espacios vacíos en la mesa del comedor, estas ausencias definitivas (y otras en la familia, como el suicidio del tío Cosme) van imbricándose entre sí (Un mes después de que muriera mi madre, el 20 de octubre de 2011, ETA anunció el cese definitivo de su actividad armada) para acabar vertebrando un relato en el que se conjugarán el realismo y la ficción, lo personal y subjetivo pero a la vez lo colectivo y político (la relación entre la vida de los Ybarra y la política es muy estrecha desde siglos, la familia unida desde siempre -antes y después del atentado- a la realidad histórica del País Vasco), el presente y el pasado (su madre y su abuela yacentes en la misma sala del tanatorio), el muy vívido sufrimiento propio y el “inventado”, el reconstruido e imaginado que habría experimentado su padre casi cuarenta años antes. 

En fin dos magníficos y muy interesantes libros que aportan una visión subjetiva, personal e íntima -pero no solo- sobre un fenómeno, terrible, atroz e inhumano, que ha condicionado la vida de las dos sociedades, la italiana y la española, que en ellos se reflejan. No dejéis de leerlos. Os ofrezco ahora, como cierre a esta reseña un texto, muy revelador, de Salir de la noche, que nos permite reflexionar sobre las muy distintas situaciones que viven, en el presente, años después de los asesinatos, las familias de las víctimas y sus crueles y ya “rehabilitados” victimarios. 

Como acompañamiento musical a mis comentarios, os dejo a un fantástico músico italiano cuya carrera profesional, en la que alcanzó enorme popularidad, creció en gran parte en aquellos años de plomo que describe el libro de Calabresi. Os hablo de Fabrizio de André. En 1971, de André publicó su disco Non al denaro non all'amore né al cielo, que incluía nueve canciones sobre poemas extraídos de la Antología de Spoon River, el gran clásico de Edgar Lee Masters que ya tuvo una doble presencia en Todos los libros un libro y Buscando leones en las nubes, mis dos programas en Radio Universidad de Salamanca. 

En Salir de la noche, Mario Calabresi refiere cómo su madre le cuenta que Pinelli, el anarquista muerto en las controvertidas circunstancias a las que se refiere en su texto, tenía una cierta relación afectuosa con su padre, y que ambos se veían de vez en cuando. Leemos al respecto: un día [Luigi, su marido] me dio a leer la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, y mientras me la entregaba, sosteniéndola aún con fuerza en su mano, me contó que había sido Pinelli quien se la había regalado a mi padre una Navidad. No sabría decir si fueron amigos, estaban en orillas diferentes y hace falta pudor cuando se habla de los muertos, pero lo indudable es que, en nuestra casa, Giuseppe Pinelli nunca ha sido un enemigo. Hermosa declaración que “obliga” a que sea una canción de ese disco y de ese intérprete la que ponga fin al espacio. La colina, de Fabrizio de André. 


Después de unos años encarcelados, los brigadistas involucrados entonces en delitos de sangre recobran la libertad. Creo que en la cédula de liberación aparece escrito “fin de la pena”. En cambio, no creo que la pena de aquellos cuyo esposo o hermano ha sido asesinado acabe nunca y, en cualquier caso, su fin no puede certificarse con un sello en un papel. La disparidad de trato entre quien asesinó y quien fue asesinado es irreparable, se prolonga a lo largo de los años, agravada por el hecho de que quienes asesinaron entonces escriben memorias, son entrevistados en la televisión, participan en algunas películas, ocupan puestos de responsabilidad, mientras que a la viuda de un agente nadie va a preguntarle cómo ha vivido desde entonces sin su marido, si tiene hijos que vivieron una infancia de orfandad, si el tiempo que ha pasado les ha cicatrizado las heridas, el pesar, el dolor. ¿Asesinados por qué, además? Por el sueño de un grupo de exaltados que jugaban a hacer la revolución, haciéndose ilusiones de que eran espíritus elegidos, almas bellas entregadas a una noble utopía, sin darse cuenta de que los verdaderos “hijos del pueblo”, como los llamó Pasolini, estaban en el otro lado, eran el blanco de su estúpida locura.

Videoconferencia
Mario Calabresi. Salir de la noche