Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de febrero de 2025

ROBERT SEETHALER. EL CAMPO 

Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura, elegida siempre con criterios de calidad y confiando en que pueda interesaros. Hoy os traigo la última obra publicada en España de un escritor austríaco, Robert Seethaler, de cuyos dos anteriores libros traducidos a nuestro idioma ya había dado cuenta aquí hace siete años en unas reseñas que ahora, antes de mis comentarios sobre su más reciente novedad editorial, voy a recuperar. 

Vayamos, de entrada, con las referencias de los libros y con alguna breve información sobre su autor. El Campo es una novela de 2018 que la editorial responsable de la aparición de Seethaler en nuestro país, Salamandra, nos ofreció hace unos meses, en septiembre de 2024. Antes, en 2014, el austríaco había publicado Toda una vida, que llegó a nuestro mercado editorial en 2017, también en Salamandra. De 2012 es El vendedor de tabaco, que aquí pudimos leer en 2018 en el mismo sello y con la misma traductora, Ana Guelbenzu, que las dos anteriores. Las tres son espléndidas y desde aquí recomiendo de manera entusiasta su lectura. 

Robert Seethaler, nacido en Viena en 1966 es un muy leído y muy premiado escritor, con una igualmente exitosa carrera como guionista y, sobre todo, actor de teatro, cine y televisión en su país (con una aparición, fuera de él, en La juventud, la controvertida película de Paolo Sorrentino, hoy en el primer plano mediático por su reciente e igualmente discutida Parthenope). Toda una vida y El Campo han obtenido múltiples distinciones literarias, convirtiéndose en fenómenos editoriales en Alemania (Seethaler vive entre Viena y Berlín) y siendo traducidos a más de cuarenta idiomas. Seethaler ha escrito dos novelas más con posterioridad a El Campo, aún sin versión española. Confiemos en que pronto vean la luz entre nosotros. 

Mi primera sugerencia de esta tarde, un muy breve apunte, es El vendedor de tabaco. Ambientada en la Viena de finales de los años 30, con la anexión de Austria por las tropas del Tercer Reich como telón de fondo, la novela, muy tierna y emotiva, conmovedora y algo triste, sigue al joven Franz Huchel en su paso de la adolescencia a la edad adulta, en los días en que, llegado a la capital desde su pueblo, entrará a trabajar en un estanco, dejando atrás a su madre y sus días de infancia y abriéndose a las intensas aunque desoladoras experiencias del primer amor, del sexo incipiente y, sobre todo, del dolor y de la pérdida, del sufrimiento y de la muerte, ejemplificadas en las primeras manifestaciones de la persecución nazi a los judíos. En uno de los aspectos más singulares del libro, Franz se hará amigo de un anciano Sigmund Freud, en el que buscará inútilmente la respuesta a los grandes interrogantes vitales que empiezan a salir a su encuentro en su perpleja y forzada iniciación a la madurez. Una novela bellísima (que ha sido trasladada al cine en 2018, en una película del mismo título dirigida por Nikolaus Leytner), que quizá no sea la primera elección como puerta de entrada a la obra de su autor pero que sí constituye un muy estimable complemento a sus otros dos libros. 

Uno de ellos, Toda una vida, que fue finalista del Man Booker en 2017, es una novela formidable. La historia que se nos narra en ella se corresponde con lo muy descriptivo de su título. Seethaler nos cuenta en apenas ciento treinta páginas (los tres títulos que esta tarde os comento coinciden en la brevedad de su extensión), con prosa aparentemente sencilla, de modo muy austero y despojado aunque rezumando sensibilidad, la vida entera de su protagonista, desde que nace muy a finales del siglo XIX hasta su muerte casi ochenta años después. Con una estructura en cierto modo circular que mantiene, en lo principal, un desarrollo cronológico lineal pero con abundantes elipsis e incorporando numerosas vueltas atrás y adelante en el tiempo, su relato nos permite conocer los principales “acontecimientos” de una vida corriente, del paso por la existencia de un hombre común y sin especial relevancia como, casi sin excepción, en última instancia lo somos todos. Ese hecho, el reflejar en la peripecia vital de su protagonista lo esencial de la condición humana, más allá de las circunstancias concretas que a cada uno nos haya tocado vivir, es una de las muchas cualidades de una novela por muchos otros motivos extraordinaria. 

Andreas Egger nace en 1898. Siendo apenas un chiquillo, un día del verano de 1902 lo bajaron del carro de caballos que lo había llevado al pueblo desde una ciudad al otro lado de las montañas. Egger pasará prácticamente toda su vida en ese pueblo, una aldea perdida en los Alpes, sin más horizonte que las enormes montañas cubiertas de nieve la mayor parte del año. El pequeño Andreas vivirá en la casa del granjero Kranzstocker, que con su severa -casi fanática- concepción religiosa del mundo se ha visto “obligado” a acogerlo en tanto hijo de una de sus cuñadas, fallecida como consecuencia de lo que para su estricta visión del mundo fue una vida “disipada”. Destinado desde muy niño a las ingratas -y a esas edades, brutales- tareas del campo, uncido a un yugo para bueyes, con la vista permanentemente clavada en el suelo, trabajará para el granjero entre palizas constantes que corrigen el menor error, propinadas con una dura vara de madera de avellano. Uno de esos salvajes castigos le provocará una cojera que le acompañará toda su vida. 

Desde esos recuerdos iniciales, y tras pocos años de colegio, su juventud y su vida adulta se desarrollan en ese desolado, gélido y sin embargo bellísimo entorno. Familiarizado con sus cumbres y sus valles, trabajará en la construcción de los numerosos teleféricos que la Compañía Bittermann e Hijos instalará en la región, talará árboles y ayudará a levantar enormes pilares de acero, cavará fosas y perforará las rocas para la instalación de explosivos, casi siempre solitario en riscos a miles de metros de altitud. Se enamorará de Marie y será correspondido. A finales de 1942 será llamado a filas, tras haberse presentado voluntario y descartado por su minusvalía cuatro años antes. Destinado al frente oriental del ejército nazi, pasará ocho años en Rusia, la mayor parte de ellos recluido en un campamento soviético de prisioneros de guerra en Voroshilovgrado, al norte del mar Negro. Volverá al pueblo y tras la quiebra de la Compañía e imposibilitado, pues, de reincorporarse a sus tareas habituales en ella, se reconvertirá en guía de turismo para acompañar por la zona a las multitudes de visitantes que el progreso ha llevado a la región. Debiendo abandonar incluso, a causa de los estragos de la edad, esa labor de orientación a excursionistas, morirá en su pueblo, en el mísero caserón al que se había retirado en soledad en los últimos años de su vida. 


Sin entrar en más detalles que desvelarían aspectos relevantes de la “trama” -si podemos llamarla así- de la novela y que deben conocerse, creo, a medida que se avance en su lectura, así puede sintetizarse la ordinaria y hasta cierto punto anodina existencia de nuestro protagonista, un resumen que la voz en tercera persona que oímos en el libro proporciona también, casi a su término, de un modo poético y muy bello que no me resisto a transcribir a pesar de la extensión de la cita: Egger tenía setenta y nueve años. Había aguantado más de lo que creía posible, y podía estar satisfecho en términos generales. Había sobrevivido a su infancia, a la guerra y a un alud. Nunca había estado demasiado ajado para trabajar, había abierto una cantidad incalculable de agujeros en la roca y probablemente había talado árboles suficientes para alimentar durante un invierno las estufas de una ciudad pequeña. Su vida había pendido de un hilo entre el cielo y la tierra, y durante los últimos años como guía turístico había aprendido más de las personas de lo que podía abarcar. Que él supiera, no cargaba con ninguna culpa digna de mención, y no había caído en las tentaciones del mundo: las borracheras, la prostitución o la gula. Había construido una casa, había dormido en infinidad de camas, establos, rampas de carga y unas cuantas noches incluso en una caja de madera rusa. Había amado. Y se había hecho una idea de hasta dónde podía llevar el amor. Había visto a dos hombres caminar por la Luna. Nunca se había visto en el apuro de creer en Dios y la muerte no le daba miedo. No recordaba de dónde era, y últimamente no sabía a dónde iba. Pero podía mirar atrás en el tiempo, a su vida, sin lamentos, con una media sonrisa y un gran asombro. Toda una vida, simple y sin una significación especial, como se ve, condensada con emoción y belleza en veinte escasas líneas. Pero, como sucede muy a menudo en las grandes novelas y tantas veces se ha repetido aquí, la breve descripción de un argumento no permite trasladar ni una pálida muestra de lo que la obra encierra. Quiero resaltar ahora, de modo sucinto, algunos de los temas más importantes que desde mi punto de vista afloran en el libro y que lo hacen muy estimable y altamente interesante. 

En primer lugar, Toda una vida es una reivindicación de la naturaleza (aunque el propio autor niega esa condición “combativa”, al afirmar en distintas entrevistas que he podido leerle que no sostiene ninguna tesis y sólo expone hechos, sólo cuenta una historia para que el lector, si quiere, saque conclusiones), una naturaleza que se nos muestra en su doble consideración, como acogedor refugio y como oscura amenaza. Los parajes alpinos que constituyen el escenario por el que transcurre la biografía de Andreas son una presencia primordial, intensa y sobrecogedora, representando una suerte de pureza original que conecta con lo más auténtico y genuino del ser humano. La inmensidad de los valles, las cumbres nevadas, las verticales paredes de roca helada, la aridez de la tierra, el suelo endurecido por el hielo, los riachuelos congelados, la nieve incesante y espesa, el frío atroz que definen el rudo panorama invernal; los primeros balbuceantes y quizá sólo intuidos brotes de vida bajo el hielo, los picos de las crías de golondrina asomando en sus nidos bajo los canalones de los aleros, la nieve derritiéndose en primavera; y poco después, en verano, el aire cristalino, el cielo azulísimo o estrellado, el sol refulgente y cálido, los henales mullidos, los prados roturados, los frondosos bosques, las flores explotando entre los tocones de los árboles talados o arrancados por los aludes, la calidad del aire, transparente y límpido, terso y sin mancha, en definitiva, toda esa naturaleza, extrema y áspera, simultáneamente inclemente y benéfica, puntea las vivencias de Andreas y alcanza la dimensión de personaje sustancial en la novela encerrando -transmitiendo- una verdad elemental e irrefutable. 

En ese contexto de primaria y terrible y atrayente inocencia del paisaje -y casi, podría decirse, del cosmos- asoma la colosal figura de Andreas Egger, con su austeridad, con su silencio, con su soledad, con su sencillez, con su lentitud, con su aceptación -conformista o estoica- de lo que la vida -la dura vida- le depara, con su nobleza, también con su perplejidad, con su desconcierto, con su melancolía, con su -infrecuente- iracundia. Andreas pasa por el mundo humildemente, sin exigencias, sin reclamar nada a nadie. Las desgracias, las calamidades, los motivos para la queja, para el desánimo o la protesta, para el descontento o la desesperación, se multiplican: la infancia sufriente, su discapacidad, la precariedad de sus hábitos cotidianos, la insoportable “aventura” rusa, la inconcebible pérdida del amor, lo limitado de sus horizontes, lo restringido de sus experiencias, son vividos por él con una aquiescencia, una conformidad, una imperturbabilidad propia del santo Job (alusión que he visto reflejada en alguna crítica al libro). Su actitud resignada ante los golpes de la vida encierra tanto una sabiduría primitiva y noble que le lleva a reconocer la insignificancia del hombre ante los implacables designios del destino (había tenido un amor y lo había perdido, resume, sin más énfasis ni especiales preocupación o lamento) como una suerte de conformismo ignorante, una renuncia acrítica a cuestionar su lugar en el mundo, una dejación en la que encajaría el hecho de su postulación como voluntario para integrar el ejército de la Wehrmatch en la segunda guerra mundial, ajeno a lo que sucede en su país, ajeno a las consecuencias de sus actos, ajeno, pues, a ese mundo que no entiende. 

Otro tanto ocurre (¿profundo conocimiento atávico o negligente inconsciencia?) en relación con su trabajo desbrozando el monte para allanar el camino a los teleféricos y con ellos a las grandes empresas encargadas de su construcción y también, en consecuencia, a las hordas de turistas y visitantes que invadirán y desnaturalizarán el privilegiado entorno cambiando la apariencia del valle. Aceptando sin rechistar las órdenes de los responsables de la Compañía, y sin vislumbrar las consecuencias de su entrega incondicional, llega a concebirse, incluso, como partícipe de un proyecto mayor, de esa máquina gigantesca que llamaban progreso: Una extraña sensación de plenitud y orgullo henchía su corazón. Se sentía parte de algo grande, algo que superaba con creces sus propias capacidades (incluida su imaginación) y que, a su entender, llevaría el progreso no sólo al valle, sino en cierto modo a la humanidad entera

Esa inocencia primaria aflora en muchas otras ocasiones de su vida, pudiendo “leerse” como insondable sensatez casi ancestral, como hondo conocimiento de la existencia, como voluntad consciente de recluirse en unos hábitos y un modo de vida genuino y puro o como meros desconcierto y perplejidad ante lo absurdo de un universo que sus limitadas vivencias no le permiten comprender. En general el tiempo lo desconcertaba, dice. El pasado serpenteaba en todas direcciones, y en la memoria las historias se sucedían desordenadas y formaban imágenes y se compensaban siempre renovadas de un modo peculiar. Andreas no puede entender lo poco que entrevé de ese mundo que le resulta ancho y ajeno, como le ocurre con la literatura (escucha la historia que le lee Marie, entresacada de un cuaderno de lectura -único “libro” de su vida- que había encontrado en la taberna en que aquella trabajaba, con una mezcla de repugnancia y fascinación) o el cine (la aparición de Grace Kelly en el televisor de la posada lo hace temblar de emoción: Egger se estremeció al pensar que esa melena y ese cuello no fueran una invención, sino que en algún lugar de este mundo tal vez había alguien que lo había rozado con los dedos o quizá incluso lo había acariciado con la mano entera). En general, los cambios en las formas de vida lo confunden y ofuscan -como a todos los ancianos, de ahí ese valor universal del libro al que ya me he referido, más allá de la peripecia concreta de su protagonista- (Llevaba tanto tiempo en este mundo que lo había visto transformarse, y cada año parecía moverse más deprisa; se sentía como un vestigio de una época perdida tiempo atrás, una hierba espinosa que se estiraba desesperadamente hacia el sol) y, en particular, lo solivianta la arrogancia de los turistas -lo irritaban esas gentes- que pretenden explicar al tosco e ignorante guía cómo funciona el mundo tras pisar la montaña por primera vez en sus excursiones de fin de semana, sin saber que son ellos los perdidos: Por lo visto, las personas buscaban en la montaña algo que creían haber perdido mucho tiempo antes. Nunca averiguaba de qué se trataba exactamente, pero con los años cada vez estaba más convencido de que en fondo los turistas no caminaban tras él, sino en pos de un anhelo desconocido e insaciable. El libro admite así otra lectura como metáfora del conflicto entre naturaleza y cultura, entre una suerte de utopía adanista y el inexorable y destructor progreso (aunque la primera, en su descarnada elementalidad, puede encerrar mucha barbarie y el segundo, muchas veces, puede ser -es- fecundo y creativo y emancipador y vital). 

Pero, más allá de sus contradicciones o de las dudas que pueda suscitarnos su proceder -nos parezca sereno y lúcido o tibio e indiferente-, es la personalidad de Andreas, en lo que tiene de genuinamente elemental -usado el término sin sus posibles connotaciones negativas- lo que más atrae al lector de Toda una vida, dando pie a la dimensión de la novela que deja una huella más profunda en él. Así, resultan muy sugestivos su soledad; casi su reclusión (A veces se sentía solo ahí arriba, pero no consideraba su soledad un defecto. No tenía a nadie, pero tenía todo lo que necesitaba y con eso le bastaba); su consiguiente silencio -horas, días, años sin apenas hablar con nadie-, acorde con la inmensidad que le rodea (Como no tenía con quien hablar, conversaba solo o con los objetos que lo rodeaban) y con un temperamento sosegado y discreto (Quien abre la boca, cierra las orejas, comenta, pues prefiere escuchar a hablar); la morosidad con la que encara sus acciones; la lentitud (Pensaba despacio, hablaba despacio, caminaba despacio, pero cada pensamiento, cada palabra y cada paso dejaban un rastro justo donde, a su juicio, debían dejarlo); y en definitiva, la sencillez de su existencia, que nos enseña que cualquier vida es plena, que no es necesaria la banal y consumista acumulación de grandes acontecimientos, ni las experiencias insólitas o las vivencias inusitadas, ni los viajes, ni los libros, ni los miles de contactos, ni el acopio de posesiones, ni la aceleración o las prisas, ni las novedades o el ansia de aventuras, que para todos el proceso vital es idéntico -se nace, transcurre un tiempo y llega la muerte, la Dama Fría, y dejamos de existir- y que no importa tanto la cantidad de los momentos “almacenados” sino, fundamentalmente, su calidad, nuestro modo de vivirlos, de sentirlos, de pensarlos, también de recordarlos, de, en realidad, “conocerlos”. 

La novela resulta así, por fin, extraordinariamente triste y melancólica, desesperanzada incluso. La vida pasa, nacemos y morimos. En el medio, si hay suerte, surgen el amor, algunas ilusiones, ciertas expectativas; pero las expectativas se truncan, las ilusiones se apagan, el amor acaba. Egger sintió que la tristeza se apoderaba de su corazón. Pensó que podría haber hecho más en su vida, probablemente mucho más de lo que imaginaba. Una percepción que todos hemos experimentado en nuestras vidas, lo que demuestra, una vez más, el hondo alcance -su capacidad para tocar los aspectos más íntimos y verdaderos de nuestras almas- de esta novela de Robert Seethaler que esta tarde he querido recuperar aquí con entusiasmo y pasión por su inmensa belleza. 

El Campo, siendo también una novela sobresaliente, no alcanza, sin embargo, salvo algunas -bastantes- páginas memorables, las altas cotas de su publicación anterior, pese a que las numerosas historias -solo en apariencia autónomas- que Seethaler engarza en el libro despiertan en infinidad de ocasiones la emoción, la sensibilidad, la ternura, la pasión, la nostalgia, el entusiasmo, el sentimiento, la tristeza, el reconocimiento, la identificación y la melancolía del lector. La novela -¿lo es?- se abre con la visita de un personaje anónimo -solo en las últimas páginas conoceremos su nombre: Harry Stevens- al cementerio de Paulstadt, una pequeña ciudad -que se cruza de norte a sur en veinticinco minutos a pie, y de oeste a este en ni siquiera veinte minutos-, inventada por el autor y situada probablemente en Austria o Alemania. El anciano -pues, en efecto, estamos ante un hombre muy mayor- pasa sus jornadas en la parte más antigua del cementerio (Muchos la llamaban simplemente «el Campo»; de ahí el título del libro), en donde, si hace buen tiempo, y entre la alta hierba, el zumbido de los insectos, el canto de los mirlos, el olor a tierra húmeda y a flores de saúco, se pasea entre las tumbas, contemplando las lápidas -cuyas leyendas no puede descifrar por la deteriorada visión que conlleva su edad-, para acabar sentándose, bajo un abedul que había crecido torcido (un doble motivo -los árboles y el retorcimiento- que se repetirá a lo largo del libro, en una parece que posible clave metafórica de la obra, como en este fragmento explícito del primero de los relatos en que consiste la novela: ¿Te acuerdas? Yo era nueva en el colegio, y ya el primer día me preguntaste en la sala de profesores qué me pasaba en la mano. Es deforme, no se puede hacer nada, repuse. La cogiste y la miraste, luego me señalaste la ventana. «¿Ves ese árbol de ahí? No tiene las ramas deformes, sólo torcidas porque han crecido orientadas al sol»), en un banco de madera que, por su cotidiana frecuentación, considera “suyo” y al que saluda y habla como si se tratara de un interlocutor humano. Aposentado en el banco, casi siempre solo (nadie visita el cementerio, el último entierro había tenido lugar meses atrás), muy raramente interrumpido por la fugaz aparición de algún ayudante del enterrador o un visitante extraviado, deja vagar sus pensamientos evocando a sus conciudadanos difuntos, intentando visualizar sus rostros ya perdidos en su memoria difusa, formando con dificultad imágenes de sus recuerdos, reviviendo vagamente escenas de sus encuentros con muchos de ellos, riéndose en voz baja o dejando que las lágrimas corran por sus mejillas cuando la remembranza de las vivencias pasadas provoca esos leves estallidos de emotividad. 

Pero la presencia de los fallecidos no se limita a la mera rememoración teñida de añoranza. El anciano está convencido de que oye hablar a los muertos (percibía sus voces con la misma claridad que el gorjeo de los pájaros y el zumbido de los insectos. A veces hasta imaginaba que distinguía palabras o fragmentos de frases entre el enjambre de voces, pero por mucho que aguzara el oído nunca conseguía dotarlos de sentido). Se pregunta entonces cómo sería si cada una de esas voces tuviera una nueva oportunidad de hacerse oír. Imagina que, en ese caso, hablarían de la vida, de sus propias existencias ya conclusas. O quizá no, quizá los muertos no tienen ningún interés en lo que han dejado atrás, quizá -de poder hablar, de saber que son escuchados- contarían sus experiencias del “otro lado”. Fantasea, divaga con nostalgia en torno a esas ideas, en el fondo disparatadas, se recrea en ellas y, a la vez, las rechaza por sensibleras y ridículas, sospecha que los muertos, igual que los vivos, sólo decían banalidades, tonterías y fanfarronadas. Que se quejaban e idealizaban los recuerdos. Que daban la lata, ponían el grito en el cielo, difamaban y, naturalmente, hablaban de sus enfermedades. Tal vez sólo hablarían de sus dolencias, de su larga enfermedad y su muerte

Cada día, cuando el sol se pone tras los muros del camposanto, el hombre deja el banco bajo el abedul torcido y abandona el cementerio. Atraviesa la Marktstrasse en la que los comerciantes, con la jornada terminada, vuelven a colocar el género en el interior de sus tiendas. Entre el ruido de las persianas de los negocios cerrándose y los gritos de fruteros y verduleros que vocean sus últimas existencias, el anciano se encamina a su casa, respondiendo a los saludos de unos y otros (sin reconocerlos por su falta de vista), deteniéndose ante los escaparates, demorando el momento de adentrarse en su desolado encierro de viejo solitario (Le horrorizaba la idea de pasar la tarde sentado junto a la ventana mirando a la calle), intentando vanamente atrapar el tiempo que huye: había tenido una intuición en relación con su vida: de joven quería pasar el tiempo, más tarde quería pararlo, y ahora que era viejo no quería otra cosa que recuperarlo. El frío del día que declina lo hace irse por fin a casa. Se pondrá ropa cómoda, se tomará un trago, se sentará en la mesa de la cocina de espaldas a esa ventana que muestra una realidad para él ya casi inalcanzable: ésa era la única manera de acabar de perfilar un pensamiento, de espaldas al mundo, en paz y sin distracciones

Tras este melancólico y bellísimo comienzo, en un capítulo preliminar de título evidente, Las voces, el libro nos ofrece veintinueve historias de otros tantos habitantes de El Campo narradas en primera persona por cada uno de ellos, en lo que parece ser la transcripción que hace el anciano de las voces de sus antepasados. Hablan, pues, los difuntos, ciudadanos normales de Paulstadt, comerciantes, obreros, empleados de las tiendas, un sacerdote, el dueño de un taller de coches, una madre, un frutero, una florista, el alcalde, un empleado de seguros, la estanquera, el cartero, un maestro, una refugiada, un funcionario de impuestos, un granjero, la propietaria de una modesta zapatería, un periodista y editor, algunos niños. Maridos, mujeres, padres, madres, hijos, abuelos, amigos, amantes. Gentes del común, en general humildes, que han pasado por la existencia sin excesivas pretensiones, que relatan -en estilos, con enfoques y mediante técnicas literarias diversas-, episodios de sus vidas y, a través de ellos, narrados con serenidad y sin especiales énfasis (todos han muerto, ya nada puede afectarles), sus padecimientos, sus anhelos, sus esperanzas, sus frustraciones, su odio y su rencor, su soledad, sus ambiciones, sus deseos ocultos, sus fracasos, sus momentos felices, sus ilusiones, sus recuerdos, sus balances, sus confesiones, sus experiencias, sus decepciones y sus certezas, sus amores, sus deberes, sus miedos, sus vivencias, sus errores, sus arrepentimientos, sus quejas, sus reservas, sus éxtasis. 

Estamos, pues, como ha señalado alguna crítica, ante un caleidoscopio de los muertos, que comparecen a través de historias casuales, conmovedoras, dramáticas y extrañas, contadas con cercanía y sensibilidad. Y el libro es, a la vez, un repertorio de vidas humanas, cada una completamente diferente a las otras, aunque con sutiles conexiones entre ellas, de tal manera que su conjunción acaba por configurar la novela de un pequeño pueblo. Esta imbricación entre vida y muerte vincula el libro con dos referencias evidentes. La primera de ellas es -se intuye desde el primer momento, más allá de la mención expresa que se recoge en la cita inicial- la Antología de Spoon River, la obra maestra de Edgar Lee Masters, que yo presenté aquí hace algunos años y en la que también se da voz a los pobladores de un cementerio, The Hill, La Colina, en el que reposan los difuntos de la pequeña ciudad bañada por el río Spoon (hay una muy reciente y espléndida edición en nuestro país, a cargo de Eduardo Moga, presentada por Galaxia Gutemberg). He aquí la cita que abre El Campo: Y vosotros que merodeáis por estas tumbas pensáis que conocéis la vida. Además, el lector, mientras avanza en el texto tiene siempre presente otro título soberbio, Lincoln en el Bardo, de George Saunders, al que también dediqué una reseña pasada en Todos los libros un libro y en el que los protagonistas de la novela son los enterrados en el cementerio de Oak Hill. Aprovecho, pues, mi comentario de hoy para volver a recomendar estos otros dos libros excepcionales. 

Los veintinueve personajes de El Campo nos ofrecen sus vidas detenidas en distintos momentos, relevantes algunos, aparentemente insustanciales o insignificantes otros, un incidente pasajero, una mirada de reojo, una discusión familiar, un detalle trivial, a veces una mera palabra (el capítulo en el que “habla” Sophie Breyer solo incluye un vocablo: Idiotas), en estampas que “retratan” a cada personaje. No conocemos, por lo tanto, sus biografías completas, sino solo fogonazos, atisbos parciales de sus vida. Al igual que esos estallidos de magnesio que iluminaban las fotografías en los albores del siglo XX y permitían capturar la realidad retratada, las historias de Seethaler funcionan como relámpagos cuyos destellos muestran la verdad de unas existencias a partir de un instante más o menos fugaz, un recuerdo huidizo, un determinado suceso, en ocasiones un acontecimiento de mayor entidad (todos ellos, aun sin datar en el libro, previsiblemente situados en torno a los años setenta y noventa del pasado siglo). 

En consonancia con su condición de novela coral, cada capítulo se rubrica con el nombre del personaje cuya voz oímos. Y aunque cada uno relata unos hechos que forman parte de la particular existencia del respectivo narrador, sus protagonistas saltan de un capítulo a otro, unas historias aluden sutilmente alguna anterior, otras mantienen tenues lazos entre sí, se complementan, se entrecruzan y corrigen, se completan o discuten, y, en ocasiones, incluso se desmienten. La muerte no siempre es el acontecimiento central de ellas, aunque a menudo es el fallecimiento, la desaparición, la conciencia de la consunción de la vida del personaje lo que desencadena el recuerdo o las reflexiones. 

Un anciano que aún guarda memoria de lances de la Segunda Guerra Mundial; un paciente e irónico verdulero árabe que denuncia los eslóganes xenófobos en su escaparate; el alcalde y su proyecto megalómano de levantar un moderno centro de ocio; Connie Busse que relata las circunstancias de unas, a la postre funestas, vacaciones familiares en Italia; el clérigo enajenado que incendia la iglesia del pueblo; Martha Avenieu que sueña abrir su propia zapatería; su marido, Robert Avenieu, que es consciente del gran malentendido, por fin ahora revelado, en que consistió su matrimonio; Sonja Mayers que recuerda sus visitas infantiles de los sábados a su abuelo, con quien jugaba al ajedrez; Gerda Baehr que sueña con los domingos en la cama con su gordo amante; el granjero Karl Jonas, que repasa la dura trayectoria de sus antepasados y su inútil lucha contra la infertilidad del suelo; Annelie Lorbeer, que a sus ciento cinco años, lamenta la desgracia de la vejez, subraya su independencia de los hombres, casi nunca a la altura de sus expectativas, y, entre la borrosa niebla del pasado, logra vislumbrar la belleza del recuerdo (Casi todos mis recuerdos de la infancia han desaparecido, pero aún quedan algunos recuerdos de los recuerdos, y son bonitos, o por lo menos no provocan malas sensaciones); la madre enloquecida por la muerte de su hijo, ahogado en un lago; el joven que muere en un accidente de tráfico con sus amigos; Lennie Martin, adicto a las máquinas tragaperras; su mujer, Louise Trattner que insatisfecha -en todos los sentidos- de un marido a quien ama, se entrega a otros hombres para sufragar la adicción de su esposo; Heide Friedland que rememora sus sesenta y siete amantes; el muchacho que carga como una losa con la predicción/exigencia de su padre (has tenido suerte: eres un lobo. Eres fuerte y perseverante. No te comerán: tú te los comerás. Nadie conoce el sabor de la carne de lobo. El destino está de tu parte, eres uno de los nuestros); el padre que, desde la tumba, transmite sus consejos de vida a su hijo; el hombre que mirando las manchas, las arrugas, el vello, las cicatrices de sus manos de viejo, recupera momentos privilegiados de su existencia, en un fragmento conmovedor: Los pasos de mi padre en el pasillo, el olor del gorro de piel de mi madre, el médico, las voces de las enfermeras de noche, el ferrocarril, nuestros dedos en el asqueroso hueco aterciopelado entre el tapizado de los asientos del cine, trayectos en autobús, noches de invierno oscuras, leche derramada en el suelo de la cocina. Caídas, heridas, cicatrices. Sus brazos, sus pies, su frente. La caja con los ladrillos de construcción en el contenedor de la basura. Galletas, manzanas, pan de mantequilla. Trece vasos, y aún no son suficientes. Los pájaros muertos delante de la puerta, una avispa moribunda en el alféizar como una peonza que emite un zumbido. Música a los lejos. La muerte llega como el viento, se te lleva, te transporta. ¿Cómo lo sé? No lo sé; una madre -hay muchas madres en el libro- atormentada por la culpa, al no haber sido consciente de los abusos sufridos por su pequeña hija; el cartero, agotado en su bicicleta tras una jornada extenuante, cuenta los minutos para volver a casa; la vida que Franz Straubein cataloga, en una fría enumeración de objetos cuantificados; la anciana que evoca con ternura los últimos días de otra mujer mayor, con la que coincidió en una residencia (Fue amiga mía durante sesenta y siete días y fue la mejor amiga que tuve en mi vida); el escéptico periodista del Paulstädter Boten, el único periódico de la ciudad: un cronista es un chupatintas que registra los acontecimientos en orden cronológico y un ciudadano paga impuestos. Yo nunca hice ninguna de las dos cosas; Linda Aberius, que da cuenta de sus sueños angustiosos; Bernard Silbermann, que bajo la lápida “dialoga” con su esposa, que ha venido a despedirse de él antes de abandonar definitivamente la ciudad; Kurt Kobielski, feliz en sus recuerdos de su concesionario de automóviles; Hanna Heim, que se despide de un marido que, metafórica y casi literalmente, tuvo su mano en la suya toda su vida (Cuando me morí estabas sentado conmigo y me cogías de la mano), en un relato, el primero y, a mi juicio, el más bello del libro, que, como he señalado, leeré íntegro en un programa futuro de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes

Desde el punto de vista formal, El Campo es un libro interesante -y arriesgado- por su polifonía. Esta escrito con un estilo lacónico, con frases sencillas. Las historias, no especialmente complejas, se narran con un lenguaje poético, cercano, veraz, que, en general, transmite serenidad, sosiego, relajación incluso, sabiduría y belleza. En las reflexiones de los personajes hay el equilibrio, cercano al estoicismo, derivado del punto de vista desde el que hablan los narradores, más allá del umbral de la muerte. Sus pensamientos tienen, en muchas ocasiones, un aire de sentencias y reflejan una cierta hondura filosófica, casi aforística. 

He hablado de un planteamiento arriesgado, y ello es así porque la estructura coral podría hacernos esperar que Seethaler diera su propia voz a quienes aparecen en el libro, permitiéndoles articularse individualmente, y variando sus registros en función de las diferencias en su educación y estatus social. Pero ello no ocurre así exactamente, pues aunque haya ciertas obvias variantes, el lenguaje conciso del escritor apenas varía las voces. En este sentido, las sutiles diferencias entre las personas pueden llegar a volverse irrelevantes, sumidos todos en un parlamento uniforme, un flujo discursivo colectivo que, más allá de reflejar la peculiar idiosincrasia de cada uno de ellos -algo que, en efecto, ocurre-, represente la voz única de los muertos, de la Muerte, de la indiscutible Verdad que a todos nos espera y nos iguala. 

Por otro lado, los nombres de los protagonistas -de grafías y fonética a veces muy parecidas para un lector español: Sophie Breyer, Sonja Mayers, Lennie Martin (¿hombre o mujer?), Louise Trattner, Herm Leydicke, Heide Friedland- y las similitudes en el “tono” de sus voces, pueden provocar una cierta confusión, incluso una a veces notable dificultad para ubicar a los personajes, para reconocerlos en sus diversas apariciones en el libro, para conectar sus distintas “presencias” en otros capítulos diferentes a los que los tienen como referente central, para, en definitiva, hilar la sutil trama con la que Seethaler los anuda. Además, en mi edición impresa -a diferencia de la digital- el libro no incorpora un índice, por lo que si el lector quiere recuperar esos tenues vínculos entre historias debe repasar página por página lo leído. 

En cualquier caso, y al margen de estos “peros” de menor calibre, la novela, como las dos anteriores de su autor, es magnífica y de lectura altamente recomendable, a pesar de un muy ostensible aire -que las tres obras comparten también- de tristeza y melancolía que impregna los relatos; un hecho que, a mi juicio, incrementa el interés y la belleza de la triple propuesta. Os dejo ahora con un fragmento de la historia de las dos ancianas en la residencia, recordándoos que en Buscando leones en las nubes podréis encontrar en algunas semanas una emisión dedicada íntegramente al primero de los relatos del libro, también emotivo y bellísimo. Como complemento musical a mi comentario os ofrezco la que, creo recordar, es la única mención de toda la novela a una canción. Las manos de Fred sobre el volante. Los dedos marcando el ritmo de Let’s Get It On, leemos en uno de los “testimonios”. Aquí va a aparecer en la versión “canónica”, ya clásica, de Marvin Gaye. 


Una de sus últimas noches yo estaba sentada a su lado mientras dormía. La víspera los médicos habían decidido subirle de nuevo la medicación. «Todo el mundo tiene que sufrir un poco en la vida», dijo el médico jefe, «pero no más de lo necesario». La respiración de Henriette apenas era audible, pero sonaba tranquila, y yo miraba por la ventana los árboles desnudos que se alzaban hacia el cielo nocturno. Sobre el alféizar descansaba su bolso abierto y al lado estaban sus pertenencias alineadas como si alguien hubiera intentado ponerles orden: un pintalabios, una polvera, papel de carta, un monedero, unas tijeras para las uñas y un portafolios de piel fino y un tanto raído. Ella respiraba con dificultad y de pronto me invadió la ira. Me enfadé con esa mujer bajita y reseca junto a cuya cama había pasado tantas horas y que ahora se alejaba de mí dejándome tan sólo una respiración ronca. 

La rabia se extinguió tan rápido como había llegado: su respiración había vuelto a ser tranquila y regular. «La única opción de no verse ridículo en la vejez es reconociendo la propia ridiculez», me había dicho una vez. Me levanté y me acerqué a la ventana. Reconocí las iniciales H. C. en su portafolio de piel y lo abrí. Contenía algunos papeles, informes médicos, certificados y hojas sueltas. Debajo de todo estaba su pasaporte con las páginas repletas de sellos de colores. Por lo visto, se había pasado la vida viajando. En la fotografía aparecía de joven. Entonces tampoco era guapa, pero tenía una melena negra que le llegaba a los hombros y miraba a la cámara con el mentón levantado. Ocultaba la cicatriz del escote con un gran pañuelo oscuro. A un lado de la foto estaban sus datos: nombre completo, lugar de nacimiento, nacionalidad, señas particulares; lo habitual. Me detuve en la fecha de nacimiento y me quedé paralizada. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Noté un mareo y agarré con la mano el alféizar para tenerme en pie: era cuatro años más joven que yo. 

La miré. Estaba tumbada en la cama y la luz de la luna la bañaba haciendo parecer que su cuerpo estaba cubierto de nieve. No vi nada que indicara que seguía respirando, todo en ella estaba congelado salvo los ojos, que se movían rápido bajo los párpados y parecían seguir a ciegas todos mis movimientos mientras yo guardaba sus cosas en el bolso y abría la ventana de par en par para que entrara el aire nocturno.

Videoconferencia
Robert Seethaler. El Campo

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