ELIZABETH STROUT. OLIVE KITTERIDGE
Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el programa de sugerencias de lectura en Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero recomendaros un libro avalado por un premio literario, un prestigioso premio literario norteamericano, el Pulitzer, y por otro nacional, el Llibreter, que conceden los libreros catalanes y que se ha consolidado desde hace algunos años por el acierto y la calidad de sus propuestas. Como seguro sabéis, en nuestro país, en el mundo entero en realidad, pero de forma muy acentuada en España, se multiplican los galardones literarios de los que se fallan centenares cada año, insisto, sólo dentro de nuestras fronteras. En muchos casos, se trata de distinciones de escasísima relevancia y muy menor repercusión; en otros, en bastantes de los más notorios, la concesión del premio no es otra cosa que una estrategia más de mercadotecnia, y el nombre del ganador se pacta de antemano, en una operación descarnadamente mercantil, en los despachos de los altos responsables de las editoriales; algunos, no obstante, conservan su prestigio y las obras galardonadas suelen cumplir con las más estrictas exigencias de calidad y, en ocasiones, incluso abren caminos o apuntan vías literarias innovadoras. Es el caso del libro que hoy os traigo, una novela formidable y de un extraordinario interés. Se trata de Olive Kitteridge, su autora es la norteamericana Elizabeth Strout y ha sido publicada por El Aleph Editores en traducción de Rosa Pérez Pérez en el pasado 2010. Se reedita ahora, además, Amy & Isabelle, una obra anterior.
Por de pronto, debo aclararos que Olive Kitteridge es una novela, pese a que una primera impresión sobre ella pudiera quizá confundiros. Dividida en trece capítulos aparentemente autónomos, trece relatos con protagonistas diferentes, con tiempos y ubicaciones geográficas diversos, con historias distintas, sólo la presencia en todos ellos de un personaje principal, la Olive Kitteridge que da título a la novela, proporciona continuidad al libro y nos revela, a su término, que a lo que hemos asistido durante su lectura presuntamente fragmentaria es al relato de una vida, la de su protagonista, y que la maestría de la autora es la que ha permitido a partir de estas narraciones parciales, de estas teselas incompletas, componer un mosaico que, poco a poco y de modo indirecto, refleja la personalidad, los sueños, los deseos, el odio, la amargura, la sensibilidad, la soledad, el dolor del alma de ese atractivo y muy humano pero a la vez desagradable y profundamente antipático personaje. Éste es, pues, insisto, uno de los grandes logros del libro, su estructura, esta extraordinaria capacidad de Elizabeth Strout para hacer un retrato impresionista, casi, de esta singular mujer, a través no sólo de situaciones y vivencias narradas en primera persona por ella misma, sino también merced a su presencia, a veces episódica, en una sola línea, dentro de los capítulos que dan cuenta de la vida de sus vecinos. Si os decidís a leer la novela os sorprenderá gratamente también cómo esta vida se relata en muchos casos sin hacer énfasis en grandes acontecimientos, en momentos decisivos de esa existencia, aunque los hay, claro está, y muy significativos y reveladores. Sin embargo, muy al contrario, lo que percibiréis es un gusto por los detalles, algunas conversaciones, la descripción de ciertas rutinas, una mirada, determinadas evocaciones, una pincelada fugaz, un recuerdo, dos palabras. El libro es, en este sentido, una apoteosis de la elipsis, que a mí me ha recordado a otra autora de la que en ocasiones os he hablado y a la que Elizabeth Strout cita como una de sus favoritas, Alice Munro: esa facilidad para decir sin decir, para que sean las ausencias, los silencios, lo no narrado lo que hable, lo que acabe configurando la fotografía, podríamos decir, poderosísima, fascinante, emotiva, de una mujer.
Es difícil resumir la personalidad de Olive Kitteridge, pues la profundidad y la capacidad de penetración psicológica de su creadora son tales que cualquier aproximación que yo os haga ahora resultaría un pálido reflejo de la complejidad y la riqueza de matices con los que aparece en el libro. Fijaos en esta muestra especialísima de lo que os hablo, este pequeño párrafo enternecedor y literariamente insuperable: Jamás había tenido un amigo tan leal, tan bueno, como su marido. Y, no obstante, de pie detrás de su hijo, esperando a que cambiara el semáforo, recordó que, durante su vida en común, hubo veces en que sintió una soledad tan honda que en una ocasión, no hacía tantos años, mientras se empastaba una muela, la dulzura con que el dentista le había vuelto la barbilla con sus suaves dedos le había parecido una atención de una ternura casi insoportable, y había tragado saliva, mientras se le escapaba un gemido de nostalgia y se le llenaban los ojos de lágrimas. En fin, he ahí el tono de la novela, un breve fragmento a mi juicio suficiente para decidir leer el libro, para correr con urgencia a la librería más cercana en su procura.
Ante esa palpable imposibilidad por mi parte de dar cuenta, siquiera de un modo tenue, de la inmensidad de este libro magnífico, dejadme que os diga tan sólo, para terminar, que Olive Kitteridge es una maestra, ya retirada (aunque en alguna de las historias la vemos aún ejercer), que vive en Crosby, un pequeño pueblo de Maine en Nueva Inglaterra. Su marido, Henry, es un hombre paciente, el personaje más humanamente atractivo de la novela, un buen hombre que soporta en silencio el amargo sufrimiento, los padecimientos a los que lo somete el abrupto egoísmo de su mujer, una mujer a la que, pese a todo, ama. Y en torno a ellos hay decenas de personajes más, se trata de una novela coral, por ella pasan infinidad de vecinos del pueblo, con sus pequeños afanes, con sus deseos cotidianos, con sus traiciones y sus lealtades, con sus amores, sus esperanzas vanas, sus sueños incumplidos, con su miedo a la muerte. Porque la muerte está muy presente en el libro, la sombra del suicidio, el aterrador paso del tiempo, pero también la compasión, la bondad, las múltiples facetas, en fin, de la condición humana.
No desaprovechéis la ocasión de leer Olive Kitteridge, escrita por Elizabeth Strout y publicada por El Aleph, de la que a continuación voy a presentaros otro fragmento muy hermoso. Para cerrar musicalmente el espacio de hoy, como siempre una canción, de búsqueda complicada por la difícil vinculación con la novela. De modo que he optado por la solución sencilla y os ofrezco una pieza de Patty Griffin, originaria de Maine, escenario del libro, con el título de Top of the world. Hasta la semana que viene.
El otoño siguiente, Jim O’Casey dejó su empleo en la academia y comenzó a enseñar en el mismo instituto que Olive, el instituto al que iba Cristopher, el hijo de ésta, y todas las mañanas, porque le venía de paso, los llevaba en coche a los dos y los traía de vuelta a casa. Olive tenía cuarenta y cuatro años y él cincuenta y tres. Por entonces ella se consideraba casi vieja, pero, naturalmente, no lo era. Era alta y el peso que acompañaba a la menopausia sólo había comenzado a presagiarse, con lo cual, a sus cuarenta y cuatro años, era una mujer alta y recia. Y, sin una sola señal de advertencia, como un enorme camión silencioso que hubiera aparecido de improviso a sus espaldas mientras paseaba por una carretera secundaria, Olive Kitteridge se había visto arrollada por la fuerza del amor.
-Si te pidiera que te fueras conmigo, ¿lo harías? Él habló en voz baja, mientras almorzaban en su despacho.
-Sí, dijo ella.
Él la observó mientras comía la manzana que siempre tomaba para almorzar, nada más.
-¿Irías a tu casa esta noche y se lo dirías a Henry?
-Sí, dijo ella.
Era como planear un asesinato.
-Quizá sea mejor que no te lo haya pedido.
-Sí.
No se habían besado nunca, ni tocado siquiera, sólo habían pasado uno muy cerca del otro cuando entraban en el despacho de Jim, un minúsculo cubículo contiguo a la biblioteca -evitaban la sala de profesores-. Pero, después, de que él le dijo eso aquel día, ella vivió con una suerte de horror y un anhelo que a veces se le hacía insoportable. Pero la gente soporta las cosas.
Había noches en que no se dormía hasta la mañana; en que el cielo clareaba y los pájaros cantaban, y su cuerpo yacía aflojado en la cama y -pese al miedo y pavor que la embargaban- ella no podía detener aquella insensata felicidad. Después de una noche así, un sábado, se había quedado despierta e inquieta en la cama y luego se había dormido de golpe; un sueño tan profundo que, cuando sonó el teléfono junto a su cama, no sabía dónde estaba. Y entonces oyó que cogían el teléfono, y a Henry diciendo, en voz baja: Ollie, ha pasado una cosa espantosa. Jim O’Casey se salió de la carretera anoche y se empotró contra un árbol. Está en cuidados intensivos en Hanover. No saben si saldrá de esta.
Murió aquella misma tarde y Olive supuso que su mujer estaría a su lado.
1 comentario:
Gracias por recomendar este libro, la manera de presentarlo y los fragmentos escogidos han despertado mi interés por él. En breve lo leeré.
Saludos,Yolanda.
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