JOHN WILLIAMS. STONER
Hola, buenos días. Aquí estamos, una semana más, en Todos los libros un libro, que como cada miércoles os trae una recomendación de lectura en la confianza de que pueda interesaros. Aunque en el caso del libro de hoy, hablar, para referirse al impacto que su lectura puede provocar, en términos de “interés” es de un reduccionismo paupérrimo, porque Stoner, ése es el escueto título del libro del que a continuación os daré cuenta, es una obra maestra que, al margen de sus calidades literarias -que son muchas-, toca nuestra sensibilidad, conmueve, emociona, apasiona, entusiasma, seduce, nos hace sentir intensamente. Hace pocas horas que acabo de finalizar su lectura e inicio estos comentarios bajo el influjo, aún, de mi sentimentalidad desatada, del torrente de sensaciones avivadas por tan prodigiosa -y el adjetivo no es exagerado- experiencia. Y es tal el impacto que el libro ha provocado en mí, tanta su penetración en mi alma, y tanta -no se puede descartar que ello influya en el fervor de estas palabras- la cercanía de su lectura, que me muevo entre dos fuerzas contrapuestas, ahora, en el momento de encarar esta reseña. Escribir estas breves notas exige siempre un esfuerzo de racionalidad, obliga a sistematizar, a encontrar pautas dominantes entre el maremágnum de estímulos que el libro leído te provoca, a privilegiar unas ideas frente a otras, a jerarquizar puntos de vista, a filtrar -y elegir- líneas de interpretación, temas dominantes, motivos recurrentes, enfoques, caracteres. Pero mi mente -mi espíritu- es ahora un revoltijo de impresiones, no hay la limpia claridad de un cerebro “quirúrgico”, que disecciona y separa, que escudriña y analiza, no, hay un estómago, un corazón, un hígado -qué sé yo cuál es la metáfora adecuada: algo visceral en cualquier caso-, revueltos, impresionados, alterados, convulsos. No sé, pues, qué decir, qué escribir, cómo trasladaros -si no es dejando aquí retazos de mi alma “herida” por la gozosa lectura del libro- la belleza, la inconmensurable belleza de Stoner, la maravilla escrita por el norteamericano John Williams en 1970 y que presenta en España la canaria editorial Bailes del Sol en una primera edición de 2010, aunque ya se han editado varias reimpresiones.
El libro me había pasado desapercibido -o no, o sólo lo fue en un nivel consciente- cuando vio la luz por primera vez y suscitó entonces las apasionadas reseñas de Rodrigo Fresán, la primera, en abril de 2011, Luis Antonio de Villena, pocos días después, y Enrique Vila-Matas, en octubre de ese mismo año. Probablemente sí leí las entusiastas palabras de estos escritores, publicadas en periódicos que sigo habitualmente. Pero cuando compré el libro las había olvidado -insisto, al menos de manera consciente- y me lo llevé a casa por un pálpito, uno de esos fogonazos que nos asaltan en nuestra vida cotidiana y que, en mi caso, ocurren con frecuencia frente a los anaqueles de las librerías: una suerte de “llamada”, una voz interior que te sugiere, que te exige -perdonadme los excesos esotéricos-: ¡¡¡llévatelo!!!, ¡¡¡debes comprarlo!!!, ¡¡¡no dejes de leerlo!!!
Y así lo hice, afortunadamente; seguí mi intuición, lo he leí, lo he devoré, y estoy satisfechísimo de mi hallazgo. Aunque debo decir -en contra de Enrique Vila-Matas, que en su artículo habla de la “excelente traducción de Antonio Díez Fernández”- que los muchos disfrutes que el libro procura se ven parcial aunque no decisivamente mermados, a mi juicio, por una muy defectuosa traducción (o al menos, si no queremos culpar al traductor, por una muy deficiente corrección de errores por parte de la editorial). El texto está trufado de innumerables (he podido contabilizar más de veinte) errores, entre fallos tipográficos (unas comillas iniciales que se resuelven en guión final: Era “Stoner se dio cuenta después- inevitable que los alumnos…), concordancias desajustadas (La única persona de la universidad aparentemente ajeno; las limitaciones que su cuerpo contrahecho le imponían; encontró alguna sillas desvencijadas), faltas de ortografía (el término aparte reiteradamente transcrito como a parte; la frase se escuchaba a sí mismo hablando, con el inequívoco posesivo desaparecido de un modo disparatado en se escuchaba así mismo hablando; la observación que conlleva el verbo espiar convertida en la purificación que supone el expiar: Stoner la expió durante unos instantes), tildes incorrectas (los cuáles se preguntaban; qué pasaría sí; un le sonrío aparentemente presente cuando en el contexto es pretérito), expresiones no demasiado afortunadas (¿puede decirse el leve frescor de últimos de otoño o quizá de finales de otoño sería más adecuado?), o simplemente inexistentes en castellano (al hablar de un colorido veranillo indio parece que nos hallamos ante la traducción literal de indian summer, que en español es, sin duda, veranillo de San Miguel, de San Martín o de San Juan, que cualquiera de las tres opciones reconoce la Academia, mientras que los veranillos indios, sean del far west o del gigante asiático, brillan por su ausencia en nuestra lengua). En fin, lamentables obstáculos (de haber sido uno, dos, algunos, resultaría disculpable; tal profusión de ellos es simplemente intolerable) que entorpecen aunque no impiden, sin embargo, el placer de la lectura.
William Stoner es un joven rural, nacido en 1891, que no ha salido de su pueblo en una comarca perdida de Missouri hasta el momento de incorporarse, en 1910, a la Universidad de su estado. Su objetivo inicial, propiciado por la voluntad de su padre, es estudiar Agricultura, con el fin de poder aplicar las enseñanzas recibidas en sus estudios a la mejora de la humilde granja familiar. El contacto con un singular profesor universitario, Archer Sloane, cambia su propósito inicial y lo encamina hacia las enseñanzas de literatura inglesa. Terminada la carrera universitaria, Stoner se convierte en profesor, se casa con una mujer con la que no llega a congeniar, tiene una hija de la que se irá distanciando, se hace mayor poco a poco, se ve envuelto a su pesar en algunas mediocres rivalidades profesionales con compañeros mezquinos, envejece, tiene una amante, Katherine, a la que quiere con pasión y que la vida le acabará arrebatando, sigue envejeciendo, declina, muere...
Nada, como podéis apreciar, especialmente llamativo, nada, al menos desde una visión externa o superficial, demasiado singular, nada excepcional; una vida como la de tantos otros millones de seres que pasan por la existencia sin dejar una huella especialmente recordada. Un hombre cabal, sencillo, honesto, un alma sensible, una buena persona que, en cierto modo, fracasa en todos sus modestos proyectos vitales.
Pero lo esencial no es lo común, los acontecimientos nada especiales y hasta anodinos que nos deja el paso por el mundo del pobre Stoner, sino los recodos más íntimos de su corazón, y, sobre todo, la forma en que John Williams da cuenta de ellos, la precisión con la que se recoge el modo de sentir del personaje, la profundidad con la que se indaga en su personalidad, el magnífico retrato del alma del protagonista, en una aproximación algo impresionista, con pinceladas muy tenues, minúsculas casi, prácticamente inapreciables pero de una eficacia y una intensidad poderosísimas, de manera que con algunos trazos leves se nos describe un carácter, una emoción, un sentimiento, aunque también, con idéntica agudeza y penetración, con idéntica sensibilidad, se muestra el impacto que suscita en las gentes un determinado acontecimiento histórico o, se dibuja con maestría el perfil entero, incluso, de una época.
No me resisto a transcribir algunos ejemplos magníficos de esta sobresaliente virtud literaria de John Williams, de su genial escritura. Así, estos pasajes en los que, más allá del hecho narrado, podemos ver con nitidez las claves últimas de la relación del protagonista con Edith, su mujer, como cuando tras la petición de mano, vueltos ya a sus hogares los padres de ambos, se queda con ella a solas: Edith no le habló. Pero cuando regresó para desearle buenas noches William observó unas lágrimas flotando sobre sus ojos. Se inclinó a besarla y sintió la fragilidad de sus débiles dedos sobre sus brazos. O también en este otro momento en el que, tras la desastrosa fiesta de inauguración de la casa, despedidos los invitados, vuelve a encontrarse cara a cara con Edith: Una vez que Gordon y Caroline se fueron, después de que volviese a escucharse en la noche el rugido y el petardeo del nuevo automóvil gris. William Stoner se quedó plantado en medio del salón escuchando el llanto seco y acompasado de Edith. Era un sonido extrañamente átono y sin emoción, y parecía que no iba a terminar nunca. Quería consolarla, quería calmarla, pero no sabía qué decir. Así que se quedó escuchando y después de un rato se dio cuenta de que nunca había oído llorar a Edith. O años después, su matrimonio ya un fracaso irremediable: La ropa de Edith estaba desperdigada por el suelo al lado de la cama, cuyas sábanas habían sido retiradas con descuido; ella yacía desnuda y brillaba bajo la luz sobre la sábana blanca sin arrugar. Su cuerpo parecía relajado y lascivo en su despreocupada desnudez y relucía como oro blanco. William se acercó a la cama. Ella estaba casi dormida, pero mediante un efecto óptico su boca entreabierta parecía entonar las palabras mudas de la pasión y el amor. Se quedó mirándola durante largo rato. Sentía piedad distante, amistad desganada y respeto familiar, y sentía también una pena cansada, porque sabía que ya nunca más el verla le traería la agonía del deseo que una vez había conocido y sabía que nunca se emocionaría por tenerla cerca como antes le había sucedido. La tristeza disminuyó y la arropó con gentileza, apagó la luz y se metió en la cama junto a ella.
O las distintas e inolvidables descripciones de algunos momentos hondamente emotivos de su vida, su -al igual que todas, a la postre- pobre y triste vida, como cuando comunica a sus padres que abandona el proyecto inicial de estudiar Agricultura y cambia sus estudios por los de Literatura y el impacto de esta decisión sobre ellos: Su madre estaba frente a él, pero no le veía. Sus ojos estaban cerrados, comprimidos. Respiraba afanosamente, con la cara vuelta, como dolida, y apretaba los puños cerrados contra sus mejillas. Stoner se percató con asombro de que estaba sollozando, profundamente y en silencio, con la pena y la extrañeza de quien rara vez llora. La observó unos instantes más. A continuación se pudo pesadamente en pie y salió de la habitación. Siguió el camino por las estrechas escaleras que conducían a su ático, permaneció tumbado durante largo tiempo, observando con los ojos abiertos la oscuridad sobre él. O tras la muerte de Sloane, su mentor, el “descubridor” de su vocación docente: Sloane no tenía familia; sólo sus colegas y unas pocas personas de la ciudad se congregaron alrededor del angosto hoyo y escucharon con admiración, congoja y respeto lo que iba diciendo el cura. Y porque no tenía familia ni seres queridos para llorar su muerte, fue Stoner quien lloró cuando bajaban el ataúd, como si el llanto atenuara la soledad de aquel último descenso. No sabía si lloraba por él, por la parte de su historia y juventud que se sepultaba en la tierra, o si lo hacía por la pobre figura delgada que una vez contuvo el hombre al que había querido.
Y con hondura similar se nos muestra el paso del tiempo a partir de ciertos hitos históricos, como la firma el armisticio tras la primera guerra mundial: Empujado por pequeños grupos de alumnos y profesores, pasó por la puerta abierta del despacho de Archer Sloane, y lo vislumbró sentado en la silla de su escritorio, con la cara descubierta y crispada, sollozando amargamente, con las lágrimas cayéndoles por sus profundos surcos carnosos.
Durante un conmocionado instante, Stoner se dejó arrastrar por la masa. Luego escapó y fue a su habitación cerca del campus. Sentado en la oscuridad de su cuarto escuchó fuero los gritos de alegría y júbilo y pensó en Archer Sloane, que lloraba por la derrota que sólo él veía y supo que Sloane era un hombre deshecho que nunca volvería a ser el que había sido. O la brillante y sucinta descripción de los efectos de la gran depresión, tan tristemente actuales en nuestros días: Durante aquella década, cuando los rostros de muchos hombres se tornaron permanentemente duros y fríos, como si miraran hacia un abismo, William Stoner, para quien esa expresión le era tan familiar como el aire que respiraba, advirtió los signos de desesperanza generalizada que conocía desde niño. Vio hombres buenos caer en una lenta decadencia de desesperanza, destruidos al ver destruido su concepto de una vida decente, les veía caminar desanimados por las calles, con la mirada vacía como añicos de cristal roto; les veía encaminarse hacia las puertas de atrás, con el amargo orgullo de los hombres que avanzan hacia su propia ejecución, a mendigar el pan que les permitiera volver a mendigar, y vio hombres que una vez caminaron erguidos por efecto de su propia identidad mirarle con envidia y odio por la débil seguridad que él disfrutaba como empleado de una institución que, no se sabe por qué, no podía caer. No expresó esta consciencia pero conocer la miseria común le afectó y le cambió profundamente y sin que nadie lo apreciara. La tristeza por los apuros ajenos le acompañó en todos los momentos de su vida. O el desarrollo de la segunda gran contienda bélica mundial: Los efectos de la guerra se sucedieron confusos y Stoner pasó por ellos como lo hubiese hecho conduciendo a través de una tormenta casi insoportable, con la cabeza gacha, la mandíbula encajada y la mente fija en el siguiente paso y en el siguiente y en el siguiente. Pero, pese a su resistencia estoica y a su devenir estólido por días y semanas, era un hombre fuertemente dividido. Una parte de él se espantaba a causa de un miedo instintivo a la desolación diaria, al desbordamiento de destrucción y muerte que inexorablemente asaltaba mente y corazón. De nuevo volvió a ver la universidad diezmada y las clases vacías de jóvenes; vio las miradas perturbadoras en aquellos que se habían quedado y vio en esas miradas la muerte lenta del corazón, el amargo desgaste del sentimiento y el cariño.
Pero otra parte de él le sumía intensamente en aquel mismo holocausto del que se espantaba. Halló dentro de sí una capacidad para la violencia que no sabía que tuviera, anhelaba involucrarse, deseaba probar el sabor de la muerte, el amargo placer de la destrucción, notar la sangre. Sentía tanto vergüenza como orgullo y, por encima de todo, una decepción amarga, por él y por la época y circunstancias que la hicieron posible.
Semana tras semana, mes tras mes, los nombres de los muertos desfilaban ante él. A veces eran sólo nombres que recordaba como si pertenecieran a un pasado distante; otras veces podía evocar un rostro que relacionar con el nombre; otras, podía recordar una voz, un habla.
A pesar de todo continuó enseñando y estudiando, pese a que a veces sentía que encorvaba la espalada inútilmente frente a la impetuosa tormenta y que ahuecaba las manos en vano alrededor de la llama mortecina de su lastimosa última cerilla.
Magistral, igualmente, la recapitulación final, el desesperanzado balance de su propia vida al que se enfrenta Stoner en sus últimos días: Desapasionada y objetivamente, examinó el fracaso que, aparentemente, había sido su vida. Había buscado amistad, la amistad más cercana que pudiera acercarle a la raza humana. Había tenido dos amigos, uno de los cuales había muerto sin sentido antes conocerle; el otro se había alejado ahora tanto por avatares de la vida que… Había buscado la singularidad y la tranquila pasión conjunta del matrimonio. Había tenido eso también, no supo qué hacer con ello y murió. Había buscado amor y había tenido amor, y había renunciado a él, lo había dejado marchar en el caos de la potencialidad. Katherine, pensó. Katherine.
Y había querido ser profesor, y lo fue, aunque siempre sabía, siempre lo supo, que durante la mayor parte de su vida había sido uno cualquiera. Había soñado con un tipo de integridad, un tipo de pureza cabal, había hallado compromiso y la desviación violenta de la trivialidad. Se le había concedido la sabiduría y al cabo de largos años había encontrado ignorancia. ¿Y qué más?, pensó. ¿Qué más?
¿Qué esperabas?
No deberíais perderos este excepcional libro: Stoner, de John Williams, publicado por Ediciones Baile del Sol, es una obra maestra indiscutible que perdurará en vuestra memoria mucho tiempo después de su lectura. (Publico esta reseña casi dos años después de escribirla: me sigue emocionando el recuerdo del libro).
He querido buscar, en el apartado musical de nuestro espacio, una canción que hable también de hombres corrientes y del balance de una vida y que sea triste y que diga la verdad: Old man, de Neil Young.
Hizo los preparativos que habían de hacerse pare el funeral y firmó los papeles que necesitaban ser firmados. Como toda la gente del campo sus padres tenían pólizas de entierro para las cuales durante la mayor parte de sus vidas asignaban unos peniques semanales, incluso en épocas de necesidad más acuciante. Había algo penoso en las pólizas que su madre sacó de un viejo baúl de su dormitorio. El lustre de la elaborada letra impresa había empezado a desvanecerse y el papel barato se había vuelto quebradizo con el paso del tiempo. Habló con su madre del futuro, quería que regresara con él a Columbia. Había sitio de sobra, dijo, y -la mentira le punzó- Edith estaría encantada de tener su compañía.
Pero su madre no regresó con él. “No me sentiría cómoda”, dijo. “Tu padre y yo… yo he vivido aquí casi toda mi vida. Simplemente no creo que pudiera establecerme en otro sitio y sentirme cómoda con ello. Y aparte, Tobe…”, Stoner recordó que Tobe era el ayudante negro que si padre había contratado hacía muchos años, “Tobe ha dicho que él se quedará aquí tanto tiempo como lo necesite. Tiene un buen cuarto preparado en el ático. Estaremos bien”.
Stoner discutió con ella, pero ella no cedió. Al final se dio cuenta de que sólo deseaba morir, y deseaba hacerlo en el lugar en el que había vivido, y él sabía que ella merecía esa pequeña dignidad que hallaba en hacerlo como quería.
Enterraron a su padre en un pequeño lugar a las afueras de Booneville y William regresó a la granja con su madre. Aquella noche no pudo dormir. Se vistió y caminó por el campo en el que su padre había trabajado año tras año, hasta el final que ahora había encontrado. Intentó recordar a su padre, pero el rostro que había conocido en su juventud no le venía. Se arrodilló en el campo y tomó un terrón seco de tierra con la mano. Lo rompió y observó los fragmentos, oscuros a la luz de la Luna, deshaciéndose y escurriéndose entre sus dedos. Se sacudió la mano en la pernera del pantalón. Se levantó y se fue a casa. No durmió, se tumbó en la cama y se puso a mirar por la única ventana hasta que llegó el amanecer, hasta que no hubo más sombras sobre la tierra, hasta que el infinito se extendió ante él, gris y desierto.
Tras la muerte de su padre Stoner viajaba los fines de semana a la granja, tan a menudo como podía y, cada vez que veía a su madre, la veía más delgada, más pálida y más silenciosa, hasta que al final parecía que sólo sus ojos hundidos y brillantes tenían vida. Durante sus últimos días no le hablaba nada, sus ojos parpadeaban tenuemente como si mirasen desde la cama y, ocasionalmente, un pequeño suspiro escapaba de sus labios.
La enterró junto a su marido. Al concluir el funeral, se quedo solo en el frío viento de noviembre y miró las dos tumbas, una abierta a sus pies y la otra cubierta y poblada por una fina capa de hierba. Se giró hacia el pequeño lugar yermo y sin árboles que acogía a otros como sus padres y miró a través de la tierra plana en dirección a la granja en la que había nacido, en la que sus padres habían pasado los años. Pensó en los costes que precisaba, año tras año, el suelo, que seguía siendo el de siempre, un poco más yermo, tal vez, algo mejorado. Nada había cambiado. Sus vidas se habían consumido en un trabajo triste, rotas sus voluntades, sus inteligencias embotadas. Ahora yacían en la tierra a la que habían entregado sus vidas y, paulatinamente, años tras años, la tierra les acogería. Lentamente la humedad y la descomposición infestarían las cajas de pino que contenían sus cuerpos y, gradualmente, tocaría sus carnes hasta acabar consumiendo los últimos vestigios de sus sustancias. Y se convertirían en parte irrelevante de aquella obcecada tierra a la que en el pasado entregaron sus vidas.
2 comentarios:
Tanto entusiasmo has puesto -bien es cierto que el libro transmite emociones- que ¡¡¡deberían asesinarte por destripar lo que los antiguos llamaban introducción, nudo y desenlace!!!
Buenas vacances, compañero Don Minucioso (no has perdonado ni una errata...)
Gracias por tu intervención, anónimo comentarista...
Y no, no creo haber destripado tanto... Intento dar una idea mínima del libro, inducir a su lectura, sin desvelar demasiado. No siempre es fácil, se hace lo que se puede...
Con respecto a las erratas, todos nos equivocamos, y aquí mismo yo muchas veces... ¡¡¡Pero estamos hablando de profesionales!!! ¡¡¡Gente que se gana la vida traduciendo, editando, corrigiendo!!!
Un saludo
Publicar un comentario