ANTONI MARÍ. EL VASO DE PLATA
Hola, buenos días, bienvenidos a Todos los libros un libro. Como todos los miércoles a esta hora, Radio Universidad de Salamanca os ofrece una nueva recomendación de lectura con la intención de despertar vuestro interés y estimular vuestra curiosidad por algún libro especialmente destacado o significativo. Hoy os traigo una novela, una muy breve novela, aunque al pronunciar esta palabra casi me freno, porque no estoy del todo seguro de que El vaso de plata, pues ése es su título, sea en realidad una novela, pues quizá se trate de un libro de cuentos, o una mera sucesión de fragmentos aislados, claramente relacionados entre sí, con un núcleo común, pero que no pretenden, como probablemente constituya la intención de toda narración novelística, contarnos una historia, un relato en el que destaquemos con cierta nitidez un planteamiento, un nudo y un desenlace. Pero quizás quienes ahora me escuchan podrán decir -y aquellos que así lo hagan tendrán razón- que una concepción tan rígida, tan estrecha de la novela, ya ha pasado a la historia y que hoy se encuadran en este género propuestas muy diversas, con muy diferentes planteamientos y enfoques. Novelas escriben Eduardo Mendoza y Javier Marías, Paul Auster y el alemán Sebald, novelas son las del sudafricano Coetzee, o Rayuela o Soldados de Salamina o tantas otras tan distintas entre sí…
En fin, dejemos atrás las estériles discusiones sobre nomenclatura y vayamos con el libro de hoy. Su título es, como os acabo de mencionar, El vaso de plata y su autor, el ibicenco, catedrático de Teoría del Arte, Antoni Marí. El libro, que cuenta con un interesante prólogo de Ignacio Martínez de Pisón, está publicado por la ejemplar editorial Libros del Asteroide, que con este título inauguró, en 2008, una nueva colección, denominada Huellas de ida y vuelta, con la que pretendía recuperar textos que ya habían visto la luz en el pasado (este El vaso de plata apareció por primera vez en 1991 en catalán y un año después en castellano), pero que habían caído en el olvido, pese a su calidad, por lo que la editorial decidió rescatarlos. Como señala el propio editor en una breve nota al final de la obra: Se trata de impulsar una nueva edición de libros que nos han gustado, que recordamos, con los que hemos disfrutado y que deben volver para no marcharse jamás. La iniciativa se complementó con una propuesta paralela, que lleva el nombre de Librerías con huella. Librerías con huella es el resultado de la asociación de unas librerías de España que tienen características similares, que cuentan con un denominador común, en tanto que son librerías independientes, es decir sin vínculos con instituciones o cadenas, y que están dirigidas por sus propietarios, personas con experiencia en el mundo del libro; al mismo tiempo son hoy establecimientos modernos, que comparten una voluntad de ser librerías de vanguardia, activas, con presencia en las ciudades en las que se encuentran y con un compromiso cultural con la sociedad. Valladolid, Málaga, Santander y Oviedo cuentan con algunas de estas librerías que, en palabras de sus creadores, nacen con la intención de poner en común los medios, la experiencia y las energías que permitan añadir al mero concepto de comercio que vende libros unos valores añadidos que han de percibirse tanto en la calidad del servicio que se presta al cliente, como en una aportación efectiva a la cultura, a la educación y al fomento de la lectura.
Pero centrémonos en el libro, porque con tantos preliminares hoy apenas voy a poder ofreceros más que algunas pinceladas en esta reseña casi siempre apurada. Sabed pues, en una síntesis muy sucinta del libro, que en El vaso de plata se nos ofrecen, en dos secciones claramente definidas, de siete capítulos cada una de ellas, obras de misericordia corporales la primera (dar de beber al sediento, dar de comer al hambriento y así sucesivamente) y obras de misericordia espirituales la segunda (enseñar al que no sabe, dar buen consejo a quien lo ha de menester y siguientes), se nos ofrecen, digo, diversos episodios, aparentemente aislados, de la primera juventud, de un personaje, Miguel, trasunto claro del propio autor, y de su vida familiar con sus hermanos y sus progenitores, singularmente el padre, un algo estricto registrador de la propiedad.
A través de la experiencia de su personaje, y en cien escasas páginas, Antoni Marí nos traslada, de un modo magistral, lleno de lirismo y poesía, de ternura y sensibilidad, al irrecuperable -salvo en el recuerdo y, por supuesto, en la literatura- territorio de la infancia y la adolescencia, de las de cualquiera de nosotros -he ahí el alcance universal de las obras de arte-, mediante el recordatorio de algunos momentos “privilegiados” que, mientras se producen, y de un modo imperceptible, están forjando nuestro carácter, constituyendo nuestra personalidad, formando nuestro espíritu. Momentos en cierto modo iniciáticos, que todos hemos vivido y que muchos años después, cuando el tiempo ya ha completado su inclemente labor de zapa, irremisiblemente adultos, evocamos con añoranza y melancolía. La nostalgia de las excursiones dominicales, la desolación por la muerte de un amigo, el trastorno de los sentidos al viajar por primera vez lejos de casa, el vértigo que provoca el riesgo de una travesura, la ebriedad de los primeros días de vacaciones, son, como indica la propia editorial en su nota divulgativa, algunas de estas situaciones que, con delicadeza y dulzura, Marí pone ante nuestros ojos forzosamente emocionados. También, el entierro de la abuela, las reuniones familiares, el cuarto de las ratas, las lecturas del abuelo, el descubrimiento de la música clásica, el nacimiento de la amistad...
No hay tiempo para más, insisto, pero dejadme deciros, antes de leeros un fragmento del libro en el que podéis encontrar algunas muestras muy significativas, a mi juicio, del estilo, de la atmósfera, de la intención de la novela, que El vaso de plata encierra entre sus breves páginas, grandes dosis de ternura y humor, de sencillez y evocación nostálgica del pasado, de claridad y precisión literarias, de, en definitiva, belleza, en un relato fragmentario pero aun así homogéneo sobre el nacimiento a la edad adulta, la formación de la propia identidad, la construcción de la conciencia moral. Leedlo, no os va a defraudar. Esta evocación nostálgica de la juventud perdida está presente también en Fotograph, la canción de Nickelback en la que las fotografías permiten al narrador recuperar su pasado.
Siempre me había gustado, sobre todo cuando no había nadie en casa, abrir los cajones de armarios, roperos, cómodas y escritorios y buscar en ellos, encontrar vestigios y establecer analogías. Sólo lo hacía cuando me quedaba solo en casa y tenía la absoluta seguridad de que nadie me importunaría en aquella exploración secreta e inconfesable. En mis pesquisas encontraba fotos de cuando era yo pequeño o de cuando mis padres eran novios, el anillo del bautizo, retratos antiguos, recordatorios, amuletos, mil cosas que me parecían mágicas porque ocupaban lugares mentales, como de otro orden y de otro nivel distinto al de la realidad. A veces cambiaba de lugar aquellos pequeños tesoros para averiguar si alguien más que yo conocía su existencia. En muchas ocasiones permanecían en el mismo lugar que los había dejado; entonces, aquellos objetos adquirían un significado oscuro y un aura enigmática y establecía con ellos una relación de complicidad que me proporcionaba una gran satisfacción. Eran como presencias de otra realidad. Como seres mágicos cargados de reminiscencia.
Un día en que estaba solo en casa aproveché para satisfacer aquella íntima curiosidad. Entré en el cuarto del abuelo, abrí el ropero y los dos cajones de la parte inferior del mueble; en uno de ellos había pañuelos, y en el otro, calcetines: nada particular. Todo lo que había olía a detergente y estaba desprovisto de cualquier poder evocador. Cosas encerradas en sí mismas, incapaces de mostrar lo que realmente eran.
Cerré el armario decepcionado y reparé en la mesilla de noche. Era alta, de caoba muy oscura, con una minúscula repisa adornada con pequeñas flores modernistas en la que se mezclaban los objetos más dispares: un reloj despertador, un termómetro, un calendario, una novela, un pequeño bloc de notas, una dentadura postiza en una taza con agua… Abrí el cajón superior y una aroma infinitesimal salió de su interior, un olor húmedo, como muy antiguo, de azafrán y linimento, mezclado con otro olor indescifrable, de fruta en descomposición, agrio, dulzón y penetrante. Me gustó aquel olor, que parecía familiar y próximo y a la vez exótico y lejano.
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