ANTHONY BERKELEY. EL CASO DE LOS BOMBONES ENVENENADOS
Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, fiel a su cita, como todos los miércoles, en Radio Universidad de Salamanca. Hoy vuelve a nuestra sección, por cuarta vez a lo largo de este mes de julio, el género policiaco. El libro que hoy quiero recomendaros se escribió en 1929, aunque ha sido editado en nuestro país recientemente, a comienzos de 2012. Se trata de El caso de los bombones envenenados, una genial novela detectivesca, debida al inglés -y el dato no es anecdótico, pues mucho de british hay en su propuesta literaria, empezando por el sutilísimo humor- Anthony Berkeley. El libro lo publicó, en traducción de Miguel Temprano García, la editorial Lumen, que también ha dado a la luz algunas otras novelas protagonizadas por la principal creación de Berkeley, el detective Roger Sheringham. Yo he leído también El misterio de Layton Court y El crimen de las medias de seda, pero ninguna de las dos, pese a que en ambas encontramos los rasgos de aguda inteligencia, interés de la construcción argumental, tono leve, entretenido y amable de la narración, y, sobre todo singularidad de su personaje principal (un escritor aficionado a las historias de detectives, un tipo algo fatuo, sagaz, pagado de sí mismo, entrañable y genial), que son señas de identidad de la creación novelística de Berkeley, ninguna, insisto, resulta tan singular y redonda, tan ingeniosa y acabada y original y perfecta como ésta cuya lectura quiero hoy proponeros.
Estamos en el Londres de los años veinte del pasado siglo. Allí, en la mejor tradición de las novelas del género, en particular las de Agatha Christie en las que inevitablemente resulta obligado pensar durante la lectura, se reúnen los seis amigos integrantes del Círculo del Crimen. Aunque la intención del club era contar con trece componentes, la dureza de las pruebas de acceso, las rigurosas exigencias impuestas por los miembros constituyentes impiden que el grupo supere la media docena de asociados. Piénsese que cada nuevo candidato no sólo tiene que exhibir un gran interés por todas las ramas de la ciencia relacionadas con la investigación, como por ejemplo, y entre otras, la psicología criminal, y conocer al dedillo todos los casos de la jurisprudencia especializada, incluyendo los más triviales, sino que también debe poseer habilidad constructiva, tener cerebro y saber cómo utilizarlo. Para ello, cada postulante, debía escribir un ensayo, escogido de entre varios asuntos propuestos por los miembros, y enviarlo al presidente, que seleccionaba a los mejores y se los presentaba a los miembros en una reunión en la que se aprobaba su incorporación al círculo por indiscutible unanimidad. Un sólo voto en contra había provocado el rechazo de bastantes aspirantes aparentemente plausibles.
En definitiva, nuestro selecto club lo forman, aparte del citado Roger Sheringham que ejerce como presidente, un abogado famoso, una autora teatral no menos conocida, una brillante novelista, un afamado escritor de novelas de detectives y un hombrecillo aparentemente insignificante, amable y de aspecto normal, amante de este tipo de intrigas y misterios, que había recibido con sorpresa la noticia de que lo admitieran entre aquellas personalidades. Para mejor comprensión de la atmósfera del círculo, debemos situar -o imaginar, las descripciones del entorno no llegan a ser tan exhaustivas- a sus miembros en el ambiente típico de un club londinense: paredes recubiertas de elegantes paneles de madera, muebles sólidos que guardan los secretos de siglos de imperio, mullidos y confortables sillones, cenas abundantes regadas con buenos vinos, sobremesas envueltas en el humo de incontables cigarrillos con profusión de copas de brandy añejo, mesura y circunspección en las conversaciones, observaciones inteligentes, ironía descarnada, humor cáustico escondido tras un formalismo irreprochable.
Nuestros protagonistas reciben la visita, al comienzo del libro, del Inspector Jefe Moresby de Scotland Yard. La joven señora Bendix, una conocida dama de la clase alta local, casada con Graham Bendix, un acaudalado miembro de esa clase, ha fallecido en extrañas circunstancias debido a la ingestión de unos bombones regalados por su marido y que han resultado envenenados, aunque aparentemente al margen de la voluntad del atribulado esposo, que también consumió alguno de los dulces pero en menor cantidad, por lo que pudo evitar la muerte. La policía, que ha analizado las pruebas y los móviles, tanto los más obvios y evidentes como los ocultos y casi imperceptibles, que ha tomado declaración a cuantos pueden tener algo que ver con el caso, que ha rastreado indicios, investigado causas y comprobado efectos, se halla desconcertada e incapaz de dar solución al sorprendente asesinato, pues así, sin ningún género de dudas se califican los hechos.
Y es ahí donde el afán investigador de Roger Sheringham y su concienzuda dedicación al Círculo encuentran la ocasión para implicar a sus colegas en aficiones detectivescas en un interesante y sugestivo juego. Los miembros del club se ocuparán de la investigación del presumible asesinato con la intención de esclarecerlo, intentando llegar más allá de los pobres resultados de la pesquisa oficial. Cada uno de los seis integrantes del Círculo, por separado y sin poner en común sus hallazgos, siguiendo los métodos que cada uno de ellos considere más oportunos, utilizando los razonamientos deductivos o la lógica de la inducción, con argumentos psicológicos o explicaciones científicas, encerrados en sus gabinetes o procurándose pruebas y entrevistando a posibles testigos, intentarán la resolución del caso, comprometiéndose a exponer sus respectivas tesis y dando a conocer, en consecuencia, el nombre del presunto asesino en sucesivas sesiones del club, a celebrar en lunes consecutivos y de acuerdo con un orden decidido conforme a un aséptico y neutral sorteo.
El libro se constituye así -al margen de algunos capítulos intermedios en los que el personaje principal, el detective Sheringham, nos da cuenta de sus indagaciones- en la transcripción de esas apasionantes sesiones en las que cada miembro del club ofrece a sus colegas su particular relato y su inobjetable -al menos a priori y sobre todo para quien la sostiene- explicación de los hechos.
Se suceden así las agudas formulaciones que responden, como es obvio, a la singular personalidad de cada investigador. Escuchamos en primer lugar los considerandos de sir Charles Williams, feroz e implacable abogado. No había otro miembro de la abogacía, nos dice el narrador con su magnífico humor, capaz de distorsionar de manera tan convincente un hecho claro pero extraño para darle un sentido completamente distinto del que le habría dado una persona normal. Nadie como él para coger los hechos, mirarlos a la cara, retorcerlos, leer entre líneas, volverlos del revés y descubrir augurios en sus entrañas, bailar de manera triunfal sobre su cadáver, pulverizarlos por completo, moldearlos en caso de necesidad para darles una forma totalmente distinta y, por último, si aún osaban conservar el menor vestigio de su aspecto original, gritarles de modo terrible. Si todo eso fallaba siempre estaba dispuesto a echarse a llorar ante el tribunal. Pues bien, pertrechado con tal arsenal de recursos, el bueno de sir Charles, partiendo de la clásica perspectiva del cui bono, a quién beneficia el crimen, y siguiendo un método radicalmente inductivo, apuntará su solución y señalará sin duda alguna a la asesina, pues de una mujer se trata.
Una semana más tarde interviene la señora Fielder-Flemming, una mujer baja, rolliza y de aspecto hogareño que escribe obras de teatro sorprendentemente inapropiadas y exitosas y que presenta -siempre tocada con sombreros imposibles que desafían la ley de la gravedad- el aspecto de una cocinera en su día libre. Mabel, pues tal es el nombre de la extravagante dama, de la que nos dice el narrador que puede parecer estúpida, hablar como si fuese boba y comportarse como una majadera, pero no tiene un pelo de tonta, pergeña su teoría considerando el caso desde el punto de vista de su profesión y recurriendo a los argumentos más repetidos de los dramas clásicos para entender los hechos y explicarlos. Cherchez la femme, repite la mujer dando rienda suelta a su intuición mientras sus carnosas mejillas tiemblan de emoción y resuelve el caso de un modo desconcertante e imprevisto pero impecable.
Y, en fin, en lunes sucesivos comparecen los restantes miembros empezando por el algo infatuado señor Percy Robinson, que escribe sus muy vendidas novelas policiacas bajo el seudónimo de Morton Harrogate Bradley, y que ofrece no una sino dos teorías simultáneas, ambas brillantes, ambas verosímiles, ambas factibles, aunque la primera de ellas resulta, simplemente, deslumbrante. El lunes siguiente, los azares del sorteo exigen la intervención del detective Sheringham que, a partir de la personalidad del marido de la víctima y combinando deducción e inducción, aporta su particular versión del suceso. La penúltima jornada el protagonismo corresponde a la bella señorita Dammers, la novelista que preside Institutos de la mujer para entretenerse, como nos cuenta la voz narradora, y de la que os dejo una memorable descripción en el texto con el que cierro esta entrada. La gélida escritora analiza la psicología de todos los implicados en el caso y, llevada de su aguda y penetrante capacidad de deducción, resuelve el asesinato con un giro desconcertante. Por fin, el oscuro señor Chitterwick cierra el círculo y desde su insignificancia de vieja mojigata -de nuevo es el narrador el que califica- ofrece su también muy oportuna recreación de los hechos.
Habéis podido percibir que no he querido desvelar lo esencial de las argumentaciones de cada personaje pues de haberlo hecho os hubiera privado del placer de la intriga, ese gozoso afán por descubrir que siempre, pero mucho más en una novela detectivesca, resulta uno de los elementos esenciales de las historias que leemos en los libros. Baste decir, y este límite no debo sobrepasarlo, que la explicación de cada uno de los miembros del club es convincente, admisible, razonable, y... cerrada; esto es, se agota en sí misma, da cuenta perfectamente de los hechos, de los móviles, de los procedimientos, de los métodos y de los criminales. Todas son, pues, en principio, verdad... Todas son, además, distintas, radicalmente diversas en algunos casos, pues cada investigador utiliza técnicas de demostración, rastrea móviles, parte de enfoques, se basa en precedentes, resalta hechos determinantes y, sobre todo, halla culpables diferentes. Y ello, esta sutil combinación de causas y efectos, de motivaciones y coartadas, de escenarios y puntos de vista constituye otro de los logros de este libro literariamente formidable e intelectualmente sugestivo.
No quiero cerrar esta reseña sin una breve mención al excepcional sentido del humor que impregna el libro entero, y que ya ha quedado resaltado en las acotaciones con las que os he ido presentando a los personajes, todas ellas extraídas del propio texto. Dejadme, tan sólo, ofreceros dos muestras más que reflejan de modo indiscutible e hilarante el brillante humor que aflora por doquier. Los Bendix -nos dice en un momento del libro el irónico narrador, a propósito de la pareja sobre la que giran los hechos- habían conseguido ser esa octava maravilla del mundo moderno: un matrimonio feliz. Y más adelante, ante una descabellada intervención de la inefable señora Fielder-Flemming: De haberse tratado del señor Bradley, sir Charles le habría replicado con desdén johnsoniano: “Caballero, malditas sean sus teorías”. Entorpecido como estaba por los pueriles convencionalismos que rigen la conversación civilizada entre los sexos, sólo pudo recurrir a los rayos azules de su mirada iracunda.
No dejéis de leer este magnífico El caso de los bombones envenenados de Anthony Berkeley, publicado por Lumen, os aseguraréis unas cuantas horas deliciosas y querréis, como a mí mismo me ha ocurrido, devorar el resto de libros que cuentan las peripecias de su protagonista principal. Como correlato musical a la novela, y aprovechando la “excusa” del asesinato, os dejo con Henry Lee, una de las Murder ballads de Nick Cave, un asiduo visitante de nuestra sección que en este caso comparte protagonismo con P.J. Harvey.
Alicia Dammers era claramente hija de su tiempo.
De haber nacido cincuenta años antes es difícil imaginar cómo podría haber sobrevivido. Habría sido imposible que se hubiera convertido en novelista en esa época, una criatura extraña (para la imaginación popular) con guantes blancos de algodón, modales vehementes y un anhelo apasionado, por no decir histérico, por vivir un amorío que, por desdicha, le estaría vedado por su propia apariencia. Los guantes de la señorita Dammers, como el resto de su atuendo, eran exquisitos, y no había llevado una prenda de algodón desde los diez años (si es que alguna vez tuvo esa edad); la tensión era la base de sus asépticos modales; y si sabía anhelar, también sabía cómo disimularlo. Cualquiera podría darse cuenta de que la señorita Dammers consideraba la pasión y la púrpura algo innecesario para sí misma, aunque fuese un fenómeno interesante en los demás mortales.
De la oruga con guantes de algodón las mujeres novelistas han pasado por el estado de crisálida en que se había quedado estancada la señora Fielder-Flemming hasta llegar la mariposa distante y seria, a menudo hermosa además de reflexiva, cuyas decorativas fotografías publican hoy en día con fruición los semanarios ilustrados. Mariposas de frente relajada y sólo levemente arrugada por el pensamiento analítico. Mariposas irónicas y cínicas; mariposas como cirujanos que pululan por las salas de disección mentales (y a veces, si hemos de ser sinceros, tienden a demorarse allí más tiempo de la cuenta); mariposas desapasionadas que revolotean con elegancia de un colorido complejo mental a otro. Y, en ocasiones, mariposas totalmente desprovistas de sentido del humor, y también mariposas aburridísimas, que parecen recolectar polen color barro.
Al conocer a la señorita Dammers y contemplar su rostro clásico y ovalado, con sus rasgos delicados y sus enormes ojos grises, o al apreciar por un instante su figura esbelta y extraordinariamente bien vestida, nadie cuya imaginación siguiese siendo popular podría haber insinuado que fuese novelista. Y eso, en opinión de la señorita Dammers, unido a la capacidad de escribir buenos libros, era exactamente lo que cualquier autora moderna debía tratar de conseguir.
Nadie había tenido nunca el valor suficiente para preguntar a la señorita Dammers cómo esperaba poder analizar en los demás emociones que no había sentido ella misma. Probablemente porque cualquiera que la viera podría darse cuenta de que podía y sabía hacerlo. Y con enorme agudeza.
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