Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de julio de 2013

BENJAMIN BLACK. EL SECRETO DE CHRISTINE

Hola, buenos días. Como todos los miércoles, os traemos, aquí, en Todos los libros un libro, una nueva reseña de un libro, una nueva recomendación de lectura. Cada año se publican en nuestro país 70.000 nuevos títulos. Abrirse paso en esta maraña inextricable de publicaciones es poco menos que imposible para una persona normal, para un ciudadano ocupado que, pese a todo, quiera dedicar algún tiempo a la lectura. Por ello, nuestro propósito en Todos los libros un libro es, simple y modestamente, sugeriros libros, buenos libros, excelentes libros que puedan interesaros; no soy crítico literario, no tengo los conocimientos específicos para desentrañar textos literarios, para desbrozar los recursos técnicos que explican un libro. Por supuesto, no puedo acceder más que a una misérrima parte de esa cifra desmesurada. Soy un lector, sólo un lector; mejor aún, alguien a quien le gusta leer y que cree, y espero que no os parezca ingenuo ni pretencioso por ello, que los libros que logran conmoverme, entusiasmarme, entretenerme, divertirme, emocionarme… pueden -“tienen” que- conmoveros, entusiasmaros, entreteneros, divertiros y emocionaros también a vosotros. Y en ese sentido estoy convencido de que los libros que hoy os presento -pues a partir de uno principal son, como veréis, varios los que quiero recomendar- podrán provocar en vosotros todas estas sensaciones, porque se trata de una serie de novelas excelentes de un escritor formidable.
 
El título de esta semana es El secreto de Christine, y se debe a la deslumbrante pluma de Benjamin Black, que no es más que un seudónimo del brillante escritor británico, irlandés por más señas, John Banville. La novela ha sido publicada por la Editorial Alfaguara en traducción de Miguel Martínez-Lage y es la primera de una serie que Banville ha compuesto con el mismo personaje, el doctor Quirke, un anatonomopatólogo forense profesionalmente ocupado de la disección de cadáveres, como protagonista central en el Dublín de los años cincuenta del pasado siglo. Todos los libros de la serie son altamente recomendables: El otro nombre de Laura, En busca de April, el espléndido Muerte en verano y el último publicado en España (aunque hay un sexto que ya ha visto la luz en Inglaterra), un magnífico Venganza, cada uno de los cuales puede leerse de manera autónoma, y entenderse y disfrutarse de modo independiente, aunque yo os aconsejo su lectura ordenada, partiendo de este El secreto de Christine con el que se inicia la secuencia de peripecias del bueno de Quirke y que, sin duda, os llevará a leer el resto. Como curiosidad adicional dejadme señalaros que está terminada ya, al parecer, una serie de la BBC que refunde diversos episodios de las distintas novelas, con el intenso Gabriel Byrne en el papel del doctor Quirke.
 
Un breve apunte, antes de entrar de lleno en los libros, a propósito de su traducción. Miguel Martínez-Lage es el responsable de verter al castellano no sólo, como digo, la primera de las novelas, sino también las dos siguientes. No obstante, de la traducción de las dos últimas, Muerte en verano y Venganza se encarga Nuria Barrios. Puede que resulte un exceso de meticulosidad por mi parte, pero parece obvio -y a estas alturas no debería haber necesidad de justificarlo- que algo (a veces mucho) de la impronta de cada traductor queda en la versión de la obra original que ofrece al público. La “voz” de Benjamin Black que escuchamos en sus libros traducidos es, obviamente, la de su autor, pero también -aunque sólo sea de un modo casi imperceptible- la de sus traductores. Y cuando se trata de una colección de libros que tienen el mismo protagonista, los mismos ambientes, bastantes personajes secundarios en común, parecería obligado que, si desconocidas exigencias editoriales obligan a cambiar -en medio de la carrera- de profesional para esa labor, al menos hubiera un mínimo de coordinación entre ellos de modo que se “convinieran” criterios idénticos y opciones léxicas e interpretativas parecidas para resolver problemas y afrontar situaciones similares. Sin embargo, ello no siempre ocurre en este caso. Por ejemplo, el alcohólico Quirke -un rasgo del que os hablaré a continuación, al presentar su poderosa personalidad- se somete, en la tercera novela, a una cura de desintoxicación en la Casa de San Juan de la Cruz, un sombrío establecimiento especializado en tales menesteres, que aparece así citado con frecuencia a lo largo del libro. En la cuarta entrega, la referencia ya es otra pues Nuria Barrios ha decidido -y la alternativa es también legítima- mantener el nombre del centro en su inglés original y presentarlo, por ello, como St. John. Es verdad que el inconveniente es menor, que la memoria del lector logra inferir casi de inmediato que se trata de la misma institución, pero pese a ello la editorial debiera haberlo detectado y evitado. Otro tanto -un pequeño error, significativo pero disculpable- ocurre de nuevo también en Muerte en verano, cuando Quirke y su ayudante Sinclair, que en todo momento se tratan con un distante, muy respetuoso y absolutamente británico “usted”, pasan a un improbable tuteo en un diálogo en la página 42. Igualmente, siempre en la cuarta novela, chirría un poco la expresión “buscarse la vida” puesta en boca de un doctor irlandés de hace sesenta años. En fin, peccata minuta.
 
Estamos ante una serie policiaca, que se aleja de la temática habitual de los libros de John Banville, aunque no de su estilo, tan peculiar, que aflora tras cada una de sus páginas. Y hago la mención al estilo, porque lo que destaca por encima de todo en la obra del magistral autor irlandés, sea en sus narraciones habituales, aparentemente más serias y rigurosas -la genial El mar, por encima de todas ellas-, sea en estas novelas de género, sólo más ligeras en una apreciación superficial, es su escritura, profunda, reposada, densa pero muy legible, intensa, matizada, precisa en el análisis de los sentimientos, detallada en las descripciones, minuciosa, demorada en el relato del pensamiento, del ánimo, de la personalidad, de la sustancia más íntima de sus personajes. Los personajes de John Banville, desde los primeros protagonistas hasta los episódicos, los meros acompañantes secundarios de la historia principal, tienen entidad, no son nunca marionetas, no son estereotipos frágiles, ni triviales fachadas sin fondo, ni pobres garabatos construidos a la ligera, como estamos acostumbrados a ver en tanta novela mediocre; por el contrario, tienen peso, son complejos, poliédricos, ricos en matices, hondos, presentan una dimensión auténticamente humana… de modo que, más allá de la trama, más allá del relato, de la historia que nos cuenta, siempre nos interesan por sí mismos, por las emociones que viven, por la iluminadora penetración y la enorme capacidad de indagación personal de sus reflexiones, por su intensidad, por ser capaces de dar cuenta de las preocupaciones del ser humano de nuestro tiempo y, en definitiva -de ahí el interés de la obra de este soberbio escritor-, del alma de cualquier ser humano en cualquier época.
 
Pero no son sólo los personajes los que se reflejan con hondura, es también, en general, cualquier detalle de la narración, el paisaje, los escenarios, el “decorado”, la ambientación. Todos estos elementos supuestamente accesorios se convierten en esenciales, en significativos, en reveladores, gracias a la pericia y el enorme talento literario del autor, que con una frase, con un adjetivo, con una metáfora, “construye” el alma de su relato, más importante -casi- que la propia trama argumental, que el propio discurrir de la acción. Ved un ejemplo a mi juicio muy revelador: La lluvia fina brillaba en los adoquines con algo que parecía una maligna intención, y tuvo que caminar con cuidado, por miedo a resbalar y caer. Pero ya estaba cayendo. Notó que algo se abría dentro de ella, que algo caía como una trampilla, rechinando las bisagras, y debajo de eso todo eran tinieblas, incertidumbre y miedo. O también: La música del tango era un torbellino, del color y la lisura de un caramelo de toffee.
 
Toda esta vertiente reflexiva, profunda, sumamente inteligente de la obra literaria de John Banville está presente -y con creces- en El secreto de Christine y el resto de la serie. Pero además, Benjamin Black, esta novedosa segunda personalidad de Banville, ofrece igualmente en sus libros unas narraciones sometidas a los cánones más ortodoxos de la novela negra, policiaca: En la primera entrega de la serie hay crímenes, misterios por resolver, matones, mafias, sectas siniestras, turbias tramas, millonarios corruptos y sin escrúpulos, mujeres fatales, sexo, violencia, cantidades ingentes de alcohol, intriga, enrevesados enigmas cuyo intento de resolución tanto hace avanzar la historia como provoca retos intelectuales al lector. En El otro nombre de Laura son las drogas y la pornografía los ejes centrales a partir de la investigación sobre el aparente suicidio de una mujer. La trama de En busca de April se desencadena a partir de la desaparición de la chica a la que alude el título, y en ella, mientras avanza la indagación detectivesca, se mezclan los intereses políticos, el racismo y el incesto, con una presencia importante del comprometido tema del aborto en la muy católica Irlanda. En Muerte en verano, pederastia, rivalidades entre poderosos magnates, turbias actuaciones de instituciones religiosas (sin duda en un intento premeditado -y no es el único- del autor por mostrar la realidad actual de su país en el universo reflejado en sus novelas), constituyen el núcleo central de la historia, que parte también de un suicidio, el de un gran empresario periodístico. Por fin, en Venganza, hay ocultos secretos de familia, negocios oscuros, conflictos de poder en el seno de una empresa, y, claro está, más muertes en situaciones insólitas y con causas de difícil explicación.
 
Y todo ello ambientado con perfección casi documental en un depauperado, brumoso y algo siniestro Dublín en los años cincuenta del pasado siglo, con el final de la guerra mundial aún reciente, y también -sólo en la primera novela- en el algo irreal y cinematográfico Boston de las grandes fortunas de la época. Un Dublín lluvioso (salvo en Muerte en verano, en donde el calor agobiante cambia la fisonomía habitual de la ciudad, aunque no la hace más acogedora), permanentemente oscuro, húmedo, desapacible, traspasado por jirones de niebla, nocturno, con el brillo de las luces en los charcos, con las negras, ominosas, aguas del río, con el sucio lodo de las calles. Un Dublín con reminiscencias cinematográficas, personajes envueltos en pesados abrigos que cruzan silenciosos calles vacías azotados por ráfagas de lluvia, hombres que fuman bajo las farolas, mujeres solitarias que se entregan a los hombres sin poder paliar su soledad, bares nocturnos en donde el alcohol no basta para ahuyentar los demonios interiores. Un Dublín opresivo y sin embargo muy atrayente, permanentemente frío y ajeno, triste, inhumano y hasta hostil, que acentúa el carácter introspectivo y melancólico de los personajes que lo habitan pero al que la prosa de Banville logra dar cercanía. Un Dublín -y una Irlanda, por extensión- protagonista también, y muy principal, sin duda, de los cinco libros.
 
Y hay, claro está, como es norma en el género, un investigador, el ya mencionado doctor Quirke, una creación literaria monumental de John Banville, un hombre que proviene de la nada, sin padres y con su lamentable infancia transcurrida en orfanatos, pero que entra en el mundo del dinero y la posición social cuando lo adopta la familia del juez Griffin, convirtiéndose en un reconocido forense. Es esta condición la que lo lleva a ser un espectador en varios casos de amenaza y violencia, no pudiendo evitar involucrarse, aunque casi siempre de forma accidental, en el esclarecimiento de diversos crímenes.
 
Quirke, la quintaesencia del irlandés, como dice de él uno de los personajes, un hombretón de caminar vacilante sobre unos pies absurdamente delicados, de modo que más que andar parece trastabillar cojeando apenas (fruto, su cojera, de una paliza que recibe en una de sus pesquisas). Indefectiblemente vestido con un traje negro de doble botonadura, demasiado estrecho para su corpachón, con un sombrero flexible de fieltro también negro inclinado sobre un ojo, con la corbata estrecha con el nudo torcido, envuelto en un olor penetrante y rancio, impregnado de las emanaciones surgidas en el depósito de cadáveres en donde pasa sus jornadas laborales.
 
Quirke, siempre atormentado -¿Conoce algún alma que no esté atormentada?, dice- por el desastre de su vida, por la calamitosa pérdida del aplomo, por la pereza moral, por los fracasos, por las traiciones, por las mentiras, con el peso del tedio y la soledad sobre los hombros. Un ingenuo que cree que un hombre bueno puede enderezar el mundo, y no se da cuenta de que lo último que la gente desea es que el mundo sea como debería ser. Quirke, encantador, despertando una extraña atracción en las mujeres, un hombre demasiado triste con el alma demasiado herida, desesperanzado, lúcido, cansado, inteligente, abatido, sin ilusiones, profundamente honesto. La palabra perfecta para usted -le dice una bellísima mujer en la penúltima novela-: Desencantado. Una palabra hermosa pero triste. Quirke siempre reflexivo, siempre solitario, siempre perplejo, siempre torturado: No se conocía a sí mismo, nunca se había conocido; no sabía cómo vivir.
 
Y esta conjunción de factores, el estrictamente literario (la brillantez de la prosa, la rotundidad de la escritura, la ambientación espléndida, la formidable construcción de los personajes, la profundidad casi filosófica de sus respectivos flujos de conciencia) y el meramente policiaco (la sutileza de las tramas, el fondo realista de las historias, la vinculación con los problemas de Irlanda y, en otro plano, de la humanidad), da como resultado una serie de novelas impresionantes, profundas y a la vez -pese al tono sombrío- muy divertidas (Quirke lleva a cabo sus investigaciones mano a mano con un personaje muy sugestivo, otra construcción literaria magnífica, el inspector Hackett, en una relación teñida de humanidad y sentido del humor), reflexivas y muy excitantes, que invitan a la lenta degustación y también a una lectura apasionada y voraz. Rodrigo Fresán, habla, en una crítica en El País, de un nuevo género, la ‘novela oscura’, para referirse a esa combinación sorprendente, novedosa y, sobre todo, excelente.
 
Leed pues, este El secreto de Christine, y las cuatro novelas siguientes de esta serie escrita por Benjamin Black o John Banville, publicadas todas por la editorial Alfaguara, estoy seguro de que os van a interesar. Como acompañamiento musical a mi reseña, una tema de Frank Sinatra, cantante que “suena” en un episodio de Venganza, el último libro del fecundo escritor irlandés que, por ahora, hemos podido degustar en España. La pieza elegida es uno de los clásicos del italoamericano, In the wee small hours of the morning, cuyo melancólico ambiente de soledad, tristeza, nocturnidad y nostalgia se aviene de maravilla con el mundo de demonios interiores del protagonista de las novelas que hoy os he presentado.
 
 
A veces le daba la impresión de que prefería los cuerpos de los muertos a los de los vivos. Sí, alimentaba una suerte de admiración por los cadáveres, máquinas de piel cérea, blandas, repentinamente interrumpidas. Estaban perfeccionadas cada una a su manera, sin que importase lo deterioradas o corrompidas que estuvieran, y eran en todo tan impresionantes como cualquier mármol de la antigüedad. También sospechaba de que se les iba pareciendo cada vez más, que incluso en cierto modo iba convirtiéndose en uno de ellos. Se miraba las manos y le parecía que tuvieran la misma textura inerte, maleable, porosa, de los cadáveres con los cuales trabajaba, como si parte de su sustancia se le fuera asimilando poco a poco, pero sin descanso. Sí, le fascinaba el mudo misterio de los muertos. Cada cadáver era portador de su secreto privativo, la causa precisa de su muerte, un secreto cuyo cometido consistía en desentrañar. Para él, la chispa de la muerte era tan vital como la chispa de la vida.

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